Cuando Uriana llegó a la ciudad, así la
llamaban, pero más que una ciudad, era un pueblo de chozas
de madera que ya
estaban grises por el tiempo,
observó que todo parecía muy desolado. Vio algunos
árboles, distantes unos de otros, pero no
había ningún otro tipo de vegetación. Miró a todas partes,
como tratando de ubicarse en el tiempo y en el espacio. Su
llegada a esa ciudad podía semejarse a una especie de
extrapolación que experimentó y que no
sabía, ni por qué, ni cuándo había
sucedido. Tampoco pudo decir qué medio había usado
para trasladarse a ésta.
Se detuvo en el medio de la calle donde estaba,
miró a todos lados tratando de descubrir si había
gente en ella. No vio a nadie y comenzó a caminar por las
calles en forma de zigzag que componían la
ciudad.
Caminó y caminó hasta que sus piernas,
vencidas por el cansancio y adoloridas por la inflamación que éstas presentaban,
la obligaron a sentarse bajo un árbol. Se acurrucó,
recostó su cabeza en el tronco de aquél y
miró una vez más tratando de descubrir la presencia
de algún ser que la ayudara a quitarse de su mente aquella
incertidumbre que la embargaba, y que no sabía qué
era. Se durmió, tampoco supo nunca cuánto tiempo,
pero sí sabía que debió haberse sido mucho,
porque cuando despertó, el agotamiento físico que
tenía antes, había desaparecido.
Cuando abrió sus ojos, vio a su alrededor unas
personas, por su tamaño parecían niños,
pero no lo eran: los rasgos de sus caras mostraban que muchos
años de existencia habían pasado por sus vidas. Su
piel no
tenía un color definido.
Destacaba en ellos una gran dignidad; y a
la vez, una especie de curiosidad desmedida cuando la miraban.
Sus vestiduras eran, también, extrañas, y al igual
que sus edades eran difíciles de describir.
Ella se asustó, pero la sonrisa que le
devolvió uno de ellos, la calmó. Se levantó,
poco a poco, tratando de entender qué hacía
allí, el porqué de aquellas personas y cómo
había llegado a ese lugar. Sin embargo, seguía sin
respuestas.
Esas personas la tomaron de la mano y la llevaron a una
casa muy diferente a las chozas que había visto a su
llegada. La casa tenía, a su alrededor, una cerca enorme
que no dejaba verla con precisión. Una reja,
también extraña para el tipo de rejas que ella
estaba acostumbrada a ver, se abrió. La reja era de
hierro macizo
con una serie de arabescos esculpidos en ella, su color era
dorado como el oro; no como
el oro brillante visto por ella en su ciudad natal, sino como un
oro envejecido por la historia que aquélla
guardaba en lo más profundo de su existencia.
Cuando entró, se dio cuenta de que la casa estaba
en el medio de un gran bosque. Caminó hacía
éste, siempre llevada de la mano por aquellas personas que
había visto cuando despertó. A medida que se
adentraba en el bosque, podía observar la
vegetación exuberante de ese lugar, la cual contrastaba
con la desolación vista cuando se dio cuenta de que estaba
en otra ciudad que no era la de ella. También
observó la fachada de la casa, y se dio cuenta de que no
era una casa común como las que ella recordaba de su
ciudad natal. Era una casa enorme, que sin ser un palacio en su
estructura, lo
era en su percepción
de aquélla.
Cuando llegó a la puerta de la enorme casa, se
detuvo. Sus ojos expresaban un gran miedo, pero las personas que
la guiaban, le dirigieron una mirada, y sin emitir ni una
palabra, le hicieron ver que no tenía nada que temer.
Finalmente, entró a la casa. Ésta era deslumbrante,
su mobiliario era fantástico: las sillas blancas y los
sofás dorados parecían de cuentos de
hadas. La lámpara que colgaba del techo del gran recibo
era de cristal. Las cortinas combinaban con el mobiliario,
había flores hermosísimas por todas partes, y
dentro de la casa estaban otras personas con las mismas
características de aquéllas que la habían
traído.
Todos le hicieron una gran reverencia, la cual ella
devolvió. La miraban con la misma curiosidad con la cual
la miraron las personas que la trajeron, y luego se miraban los
unos a los otros, no emitían palabras, pero su comportamiento
denotaba que se transmitían un mensaje. Con un
ademán, la invitaron a sentarse. Así lo hizo, sin
saber qué más hacer, ni qué podía
decir.
Pasaron unos minutos, y por las escaleras que
conducían a un piso superior, bajó un hombre muy
alto y su piel se veía bronceada por el sol. Su
aspecto físico no era igual a la de las personas que ya
ella había visto hasta ese momento, en esa ciudad. Se
parecía, más bien, a las personas de la ciudad a la
cual ella pertenecía. El hombre hizo
una reverencia, le preguntó su nombre, a lo cual ella
respondió:
– ¡Uriana! Me llamo Uriana.
Ella esperaba que él dijera su nombre, pero no lo
hizo.
Uriana, luego agregó:
– ¡No sé cómo vine a parar
aquí!
El hombre no dijo nada al respecto, pero la miró
con la misma curiosidad con la cual la miraban los otros seres,
cuyas edades eran difíciles de describir.
Uriana estaba sin muchas energías para seguirse
haciendo preguntas con relación a su situación.
Decidió guardar silencio, también, como esperando
ver qué más acontecía.
Las personas que le dieron la bienvenida, la condujeron
a una habitación tan hermosa como el recibidor antes visto
por ella. Cuando entró a aquélla, quedó tan
deslumbrada como cuando entró a la casa. La belleza de la
habitación, también, era de fábula, y ella
no sabía todavía por qué, ni qué
hacía allí.
Cuando abrió un guardarropa que había
dentro de la habitación, observó, en él, los
vestidos más lindos que ella jamás había
visto en su vida: eran unas túnicas blancas de hilo, con
ribetes tan dorados, como el color de los sofás que
había visto al entrar.
Al cabo de una hora, le avisaron por señas, ya
que aquellas personas seguían sin emitir palabra, que era
la hora de bajar a comer. Bajó al gran comedor, y al igual
que en las otras partes de la casa que ya había visto, la
belleza era maravillosa: en la gran mesa de madera de caoba, se
extendía un mantel tejido en hilos dorados y plateados.
Los alimentos, sobre
ella, bien dispuestos, con una elegancia envidiable. La vajilla
era preciosa, y todo indicaba un gusto refinado y de altura. De
las paredes del comedor colgaban unas pinturas muy hermosas que
mostraban la cultura de
quien las había seleccionado.
Uriana vestía una de las túnicas que
encontró en el guardarropa de su habitación.
Tenía los cabellos lustrosos y bien peinados. Su cabello
era negro, largo, muy hermoso; ella se veía tan radiante
como la casa que habitaba, en ese momento.
El hombre que le había preguntado su nombre,
estaba de pie ante el gran comedor; hizo, nuevamente, una
reverencia y esperó a que ella tomara asiento. Uriana
notó la elegancia de la ropa que él llevaba, pero
no dijo nada. Cenaron en total silencio. Las personas que la
habían recibido a su llegada, servían la mesa y la
seguían observando con la curiosidad desmedida, como la
miraron cuando llegó. Terminaron de cenar, y ella se
retiró a su habitación. Se quedó dormida
rápidamente, ya que la incertidumbre de todo cuanto
acontecía con ella, la había dejado, mentalmente,
agotada.
Al día siguiente, se despertó muy
temprano. Cuando bajó, se dirigió directamente al
bosque que rodeaba la gran casa, y se sentó. Aún no
sabía lo qué pasaba, pero estaba demasiado
intranquila por la situación. Ella seguía sin saber
dónde estaba, qué debía hacer o decir, no
sabía cómo regresar a su ciudad natal, y se dio
cuenta de que estaba tan confundida con todo, que ya hasta estaba
mezclando su vida anterior con ésta nueva.
Cuando reflexionaba sobre todo esto, se acercó el
hombre alto de piel bronceada, del cual tampoco sabía su
nombre. Éste se sentó a su lado y por fin le dijo
que ella estaba en una tribu donde vivían solamente
esclavos. Le explicó que esos seres que ella había
visto cuando llegó eran sus esclavos, y le dijo,
además, que él era el rey de esa tribu. Cuando ella
le preguntó, qué hacía ella allí, le
respondió que él necesitaba una esposa, y que si
ella accedía a casarse con él, los esclavos
serían liberados.
Uriana estaba más alarmada que cuando
llegó y mirándolo con asombro le dijo:
- ¿Cómo voy a casarme contigo, si ni
siquiera sé quién eres?
A esto, el hombre respondió:
– No necesitas saber quien soy, sólo debes
aceptarme como esposo para que los esclavos queden
libres.
Uriana se negó a hacer eso, porque:
– ¿Cómo me voy a casar con un hombre que
es un extraño para mí?, – dijo.
– Eres libre de irte cuando lo desees, porque no te
puedo obligar a aceptar algo que no quieres. –
Añadió él –
Uriana lo miró, y lo único que
exclamó fue:
¡No sé cómo llegué
aquí! A lo cual él respondió:
– No puedo agregar nada más, excepto que si me
aceptas como esposo, los esclavos quedarán libres para
siempre.
Uriana se levantó y se fue. Él hombre
siguió sentado por un largo rato, hasta que entró,
nuevamente, a la gran casa.
Uriana, desesperada por la situación,
preguntó a las personas que la habían encontrado
cómo hacía ella para regresar a su casa. Ellos no
respondieron. La miraron con tristeza y se fueron. Antes de
marcharse, les preguntó sus nombres, pero tampoco
respondieron.
Uriana volvía, una y otra vez al sitio donde fue
hallada por aquellas personas, pero no lograba saber cómo
regresar a su casa, ni cómo había llegado hasta ese
lugar. Fue a ese sitio un sin fin de veces, pero no podía
encontrar la respuesta a sus preguntas.
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