Monografias.com > Religión
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Memoria y reconciliación: La Iglesia y las culpas del pasado




Enviado por latiniando



    MEMORIA Y
    RECONCILIACION:

    INTRODUCCIÓN

    1. EL PROBLEMA: AYER Y HOY

    1.1. Antes del Vaticano II

    1.2. La enseñanza del Concilio

    1.3. Las peticiones de perdón de Juan Pablo
    II

    1.4. Las cuestiones planteadas

    2. APROXIMACIÓN BÍBLICA

    2.1. El Antiguo Testamento

    2.2. El Nuevo Testamento

    2.3. El Jubileo bíblico

    2.4. Conclusión

    3. FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS

    3.1. El misterio de la Iglesia

    3.2. La santidad de la Iglesia

    3.3. La necesidad de una renovación
    continua

    3.4. La maternidad de la Iglesia

    4. JUICIO HISTÓRICO Y TEOLÓGICO

    4.1. La interpretación de la
    historia

    4.2. Indagación histórica y
    valoración teológica

    5. DISCERNIMIENTO ÉTICO

    5.1. Algunos criterios éticos

    5.2. La división de los cristianos

    5.3. El uso de la violencia al
    servicio de
    la verdad

    5.4. Cristianos y hebreos

    5.5. Nuestra responsabilidad por los males de hoy

    6. PERSPECTIVAS PASTORALES Y MISIONERAS

    6.1. Las finalidades pastorales

    6.2. Las implicaciones eclesiales

    6.3. Las implicaciones en el plano del dialogo y de
    la misión

    CONCLUSIÓN

    NOTAS

    SIGLAS

    AAS Acta Apostolicae Sedis (1909ss).

    CEC Catecismo de la Iglesia
    Católica.

    DH CONCILIO VATICANO II, Declaración
    Dignitatis humanae (1965).

    GS CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et spes
    (1965).

    IM JUAN PABLO II, Bula Incarnationis mysterium
    (29-11-1998).

    LG CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen
    gentium
    (1964).

    NAe CONCILIO VATICANO II, Declaración Nostra
    aetate
    (1965).

    PL J. P. MIGNE, Patrologia latina
    (París).

    RP JUAN PABLO II, Exhortación Reconciliatio et
    Paenitentia
    (2-12-1984).

    SCh Sources Chrétiennes
    (París).

    TMA JUAN PABLO II, Carta
    apostólica Tertio milennio adveniente
    (10-11-1994).

    UR CONCILIO VATICANO II, Decreto Unitatis
    redintegratio
    (1964).

    UUS JUAN PABLO II, Carta
    encíclica Ut unum sint (25-5-1995).

    Nota preliminar: El estudio del tema "La Iglesia
    y las culpas del pasado" fue propuesto a la Comisión
    Teológica Internacional de parte de su Presidente, el
    Cardenal J. Ratzinger, con vistas a la celebración del
    Jubileo del año 2000. Para preparar este estudio se
    formó una Sub-Comisión compuesta por el Rev.
    Christopher BEGG, por Mons. Bruno FORTE (presidente), por el Rev.
    Sebastian KAROTEMPREL, S.D.B., por Mons. Roland M1NNERATH, por el
    Rev. Thomas NORRIS, por el Rev. P. Rafael SALAZAR CARDENAS,
    M.Sp.S., y por Mons. Anton STRUKELJ. Las discusiones generales
    sobre este tema se han desarrollado en numerosos encuentros de la
    Sub-Comisión y durante las sesiones plenarias de la misma
    Comisión Teológica Internacional, tenidas en
    Roma en 1998 y en
    1999. El presente texto ha sido
    aprobado en forma específica, con el voto escrito
    de la Comisión, y ha sido sometido después a su
    Presidente, el Cardenal J. Ratzinger, Prefecto de la
    Congregación para la Doctrina de la Fe, el cual ha dado su
    aprobación para la publicación.

    INTRODUCCIÓN

    La Bula de convocatoria del Año Santo del 2000
    Incarnationis mysterium (29 de noviembre de 1998) indica,
    entre los signos "que oportunamente pueden servir para vivir con
    mayor intensidad la insigne gracia del jubileo", la
    purificación de la
    memoria.
    Esta consiste en el proceso
    orientado a liberar la conciencia
    personal y
    común de todas las formas de resentimiento o de violencia que
    la herencia de
    culpas del pasado puede habernos dejado, mediante una
    valoración renovada, histórica y teológica,
    de los acontecimientos implicados, que conduzca, si resultara
    justo, a un reconocimiento correspondiente de la culpa y
    contribuya a un camino real de reconciliación. Un proceso
    semejante puede incidir de manera significativa sobre el
    presente, precisamente porque las culpas pasadas dejan sentir a
    todavía menudo el peso de sus consecuencias y permanecen
    como otras tantas tentaciones también hoy
    día.

    En cuanto tal, la purificación de la memoria requiere
    "un acto de coraje y de humildad en el reconocimiento de las
    deficiencias realizadas por cuantos han llevado y llevan el
    nombre de cristianos" y se basa sobre la convicción de que
    "por aquel vínculo que, en el Cuerpo místico, nos
    une los unos a los otros, todos nosotros llevamos el peso de los
    errores y de las culpas de quienes nos han precedido, aun no
    teniendo responsabilidad personal y sin
    pretender sustituir aquí al juicio de Dios. Juan Pablo II
    añade: "Como sucesor de Pedro pido que en este año
    de misericordia la Iglesia, fuerte por la santidad que recibe de
    su Señor, se ponga de rodillas ante Dios e implore el
    perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos"
    (IM 11). Al reafirmar después que "los cristianos
    están invitados a asumir, ante Dios y ante los hombres
    ofendidos por sus comportamientos, las deficiencias por ellos
    cometidas", el Papa concluye: "Lo hacemos sin pedir nada a
    cambio,
    fuertes sólo por el amor de
    Dios, que ha sido derramado en nuestros corazones (Rom 5,
    5)"
    (1).

    Las peticiones de perdón hechas por el Obispo de
    Roma en este
    espíritu de autenticidad y de gratuidad han suscitado
    reacciones diversas. La confianza incondicional que el Papa ha
    demostrado tener en la fuerza de la
    Verdad ha encontrado una acogida generalmente favorable, en el
    interior y en el exterior de la comunidad
    eclesial. No pocos han subrayado el incremento de credibilidad de
    los pronunciamientos eclesiales, consiguiente a estos
    comportamientos. No han faltado, sin embargo, algunas reservas,
    expresión sobre todo del malestar unido a contextos
    históricos y culturales particulares, en los que la simple
    admisión de culpas cometidas por los hijos de la Iglesia
    puede asumir el significado de una cesión ante a las
    acusaciones de quien es perjudicialmente hostil a ella.
    Entre consenso y malestar se advierte la necesidad de una
    reflexión que esclarezca las razones, las condiciones y la
    exacta configuración de las peticiones de perdón
    relativas a las culpas del pasado.

    De esta necesidad ha intentado hacerse cargo, elaborando
    el presente texto, la
    Comisión Teológica Internacional, en la que
    están representadas culturas y sensibilidades diversas en
    el interior de la única fe católica. En el texto se
    ofrece una reflexión teológica sobre las
    condiciones de posibilidad de los actos de "purificación
    de la memoria",
    unidos al reconocimiento de las culpas del pasado. Las preguntas
    a las que se intenta responder son: ¿por qué llevar
    a cabo tales actos?, ¿quiénes son los sujetos
    adecuados?, ¿cual es su objeto y cómo determinarlo,
    conjugando correctamente juicio histórico y juicio
    teológico?, ¿quiénes son los destinatarios?,
    ¿cuáles las implicaciones morales?,
    ¿cuáles los efectos posibles sobre la vida de la
    Iglesia y sobre la sociedad? La
    finalidad del texto no es, por tanto, someter a examen casos
    históricos particulares, sino esclarecer los presupuestos
    que hayan fundado el arrepentimiento relativo a las culpas
    pasadas.

    Haber precisado desde el comienzo el género de
    la reflexión aquí presentada esclarece
    también a qué se hace referencia cuando en ella se
    habla de la Iglesia: no se trata ni de la sola institución
    histórica, ni de la sola comunión espiritual de los
    corazones iluminados por la fe. Por Iglesia se entenderá
    siempre la comunidad de los
    bautizados, inseparablemente visible y operante en la historia bajo la guía
    de los pastores y unificada en la profundidad de su misterio por
    la acción del Espíritu vivificante: aquella Iglesia
    que, según las palabras del Concilio Vaticano II, "por una
    notable analogía se la compara al misterio del Verbo
    encarnado, pues así como la naturaleza
    asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo
    salvación, unido indisolublemente a Él, de modo
    semejante la articulación social de la Iglesia sirve al
    Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el
    acrecentamiento de su cuerpo (cf. Ef 4, 16)" (LO 8). Esta
    Iglesia, que abraza a sus hijos del pasado y del presente en una
    comunión real y profunda, es la única madre en la
    gracia, que asume sobre sí el peso de las culpas
    también pasadas, para purificar la memoria y vivir
    la renovación del corazón y
    de la vida según la voluntad del Señor. Ella puede
    hacerlo en cuanto que Cristo Jesús, de quien es el Cuerpo
    místicamente prolongado en la historia, ha asumido sobre
    sí de una vez para siempre los pecados del
    mundo.

    La estructura del
    texto refleja las preguntas planteadas: parte de una breve
    reexaminación histórica del tema (cap. 1), para
    poder indagar
    después el fundamento bíblico (cap. 2) y
    profundizar en las condiciones teológicas de las
    peticiones de perdón (cap. 3). La conjugación
    precisa de juicio histórico y de juicio teológico
    es elemento decisivo para llegar a pronunciamientos correctos y
    eficaces, que tengan en cuenta adecuadamente los tiempos, los
    lugares y los contextos en los que se sitúan los actos
    considerados (cap. 4). A las implicaciones morales (cap.
    5), pastorales y misioneras (cap. 6) de estos actos de
    arrepentimiento relativos a las culpas del pasado están
    dedicadas las consideraciones finales, que naturalmente tienen un
    valor
    específico para la Iglesia católica. No obstante,
    en el convencimiento de que la exigencia de reconocer las propias
    culpas tiene razón de ser para todos los pueblos y para
    todas las religiones, se formula el
    deseo de que las reflexiones propuestas puedan ayudar a todos
    para avanzar en un camino de verdad, de diálogo
    fraterno y de reconciliación.

    Y, como conclusión de esta introducción, no será inútil
    recordar la finalidad última de todo posible acto de
    "purificación de la memoria", llevado a cabo por
    creyentes, pues ha inspirado también el trabajo de
    la Comisión: se trata de la glorificación de Dios,
    ya que vivir la obediencia a la Verdad divina y a sus exigencias
    conduce a confesar conjuntamente con nuestras culpas la
    misericordia y la justicia
    eterna del Señor. La "confessio peccati", sostenida e
    iluminada por la fe en la Verdad que libera y salva ("confessio
    fidei"), se convierte en "confessío laudis" dirigida a
    Dios, en cuya sola presencia es posible reconocer las culpas del
    pasado y las del presente, para dejarse reconciliar por Él
    y con Él en Jesucristo, único Salvador del mundo, y
    hacerse capaces de ofrecer el perdón a cuantos nos
    hubieran ofendido. Este ofrecimiento de perdón aparece
    particularmente significativo si se piensa en tantas
    persecuciones como los cristianos han sufrido a lo largo de la
    historia. En esta perspectiva, los actos llevados a cabo y
    requeridos por el Papa respecto a las culpas del pasado,
    representan un valor ejemplar
    y profético, tanto para las religiones, cuanto para los
    gobiernos y las naciones, como para la Iglesia católica,
    que podrá verse así ayudada a vivir de manera
    más eficaz el gran Jubileo de la encarnación como
    acontecimiento de gracia y de reconciliación para
    todos.

      

    1. EL PROBLEMA: AYER Y HOY

    1.1. Antes del Vaticano II

    El Jubileo se ha vivido siempre en la Iglesia como un
    tiempo de
    alegría por la salvación otorgada en Cristo y como
    una ocasión privilegiada de penitencia y de
    reconciliación por los pecados presentes en la vida del
    Pueblo de Dios. Desde su primera celebración bajo
    Bonifacio VIII en el año 1300, el peregrinaje penitencial
    a la tumba de los apóstoles Pedro y Pablo ha estado
    asociado a la concesión de una indulgencia excepcional
    para procurar, con el perdón sacramental, la
    remisión total o parcial de las penas temporales debidas
    por los pecados (2). En este contexto, tanto el perdón
    sacramental como la remisión de las penas revisten un
    carácter personal. A lo largo del
    "año de perdón y de gracia" (3), la Iglesia
    dispensa en modo particular el tesoro de gracias que Cristo ha
    constituido en su favor (4). En ninguno de los jubileos
    celebrados hasta ahora ha estado
    presente, sin embargo, una toma de conciencia de
    eventuales culpas del pasado de la Iglesia, ni tampoco de la
    necesidad de pedir perdón a Dios por los comportamientos
    del pasado próximo o remoto.

    Más aún, en la historia entera de la
    Iglesia no se encuentran precedentes de peticiones de
    perdón relativas a culpas del pasado, que hayan sido
    formuladas por el Magisterio. Los concilios y las decretales
    papales sancionaban, ciertamente, los abusos de que se hubieran
    hecho culpables clérigos o laicos, y no pocos pastores se
    esforzaban sinceramente en corregirlos. Sin embargo, han sido muy
    raras las ocasiones en las que las autoridades eclesiales (Papa,
    Obispos o Concilios) han reconocido abiertamente las culpas o los
    abusos de los que ellas mismas se habían hecho culpables.
    Un ejemplo célebre lo proporciona el papa reformador
    Adriano VI, quien reconoció abiertamente, en un mensaje a
    la Dieta de Nurenberg del 25 de noviembre de 1522, "las
    abominaciones, los abusos […] y las prevaricaciones" de las que
    se había hecho culpable "la corte romana" de su tiempo,
    "enfermedad […] profundamente arraigada y desarrollada",
    extendida "desde la cabeza a los miembros" (5). Adriano VI
    deploraba culpas contemporáneas, precisamente las de su
    predecesor inmediato León X y las de su curia, sin asociar
    todavía a ello, no obstante, una petición de
    perdón.

    Será necesario esperar hasta Pablo VI para ver
    cómo un Papa expresa una petición de perdón
    dirigida tanto a Dios como a un grupo de
    contemporáneos. En el discurso de
    apertura de la segunda sesión del Concilio, el Papa "pide
    perdón a Dios […] y a los hermanos separados" de Oriente
    que se sientan ofendidos "por nosotros" (Iglesia católica)
    y se declara dispuesto, por parte suya, a perdonar las ofensas
    recibidas. En la óptica
    de Pablo VI, la petición y la oferta de
    perdón se referían únicamente al pecado de
    la división entre los cristianos y presuponían la
    reciprocidad.

    1.2. La enseñanza del Concilio

    El Vaticano LI se pone en la misma perspectiva que Pablo
    VI. Por las culpas cometidas contra la unidad, afirman los Padres
    conciliares, "pedimos perdón a Dios y a los hermanos
    separados, así como nosotros perdonamos a quienes nos
    hayan ofendido" (UR 7). Además de las culpas contra la
    unidad, el Concilio señala otros episodios negativos del
    pasado en los cuales los cristianos han tenido alguna
    responsabilidad. Así, "deplora ciertas actitudes
    mentales que no han faltado a veces entre los propios cristianos"
    y que han podido hacer pensar en una oposición entre
    la ciencia y
    la fe (OS 36). De manera semejante, considera que "en la
    génesis del ateísmo" los cristianos han podido
    tener "una cierta responsabilidad", en la medida en que con su
    negligencia "han velado más bien que revelado el genuino
    rostro de Dios y de la religión" (OS 19).
    Además, el Concilio "deplora" las persecuciones y
    manifestaciones de antisemitismo llevadas a cabo "en cualquier
    tiempo y por cualquier persona" (NAe 4).
    El Concilio, sin embargo, no asocia a los hechos citados una
    petición de perdón.

    Desde el punto de vista teológico el Vaticano II
    distingue entre la fidelidad indefectible de la Iglesia y las
    debilidades de sus miembros, clérigos o laicos, ayer como
    hoy (OS 43.6); por tanto, entre ella, esposa de Cristo "sin
    mancha ni arruga […] santa e inmaculada" (cf. Ef 5, 27),
    y sus hijos, pecadores perdonados, llamados a la metanoia
    permanente, a la renovación en el Espíritu Santo.
    "La Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa
    al mismo tiempo que necesitada de purificación constante,
    busca sin cesar la penitencia y la renovación"
    (6).

    El Concilio ha elaborado también algunos
    criterios de discernimiento respecto a la culpabilidad o a la
    responsabilidad de los vivos por las culpas pasadas. En efecto,
    en dos contextos diferentes, ha recordado la no imputabilidad a
    los contemporáneos de culpas cometidas en el pasado por
    miembros de sus comunidades religiosas:

    – "Lo que en su pasión (de Cristo) se
    perpetró no puede ser imputado ni indistintamente a todos
    los judíos que entonces vivían, ni a los
    judíos de hoy" (NAe 4).

    – "Comunidades no pequeñas se separaron de la
    plena comunión de la Iglesia católica, aveces no
    sin culpa de los hombres por una y otra parte. Sin embargo,
    quienes ahora nacen en esas comunidades y se nutren con la fe de
    Cristo no pueden ser acusados de pecado de separación, y
    la Iglesia católica los abraza con fraterno respeto y
    amor" (UR
    3).

    En el primer Año Santo celebrado después
    del Concilio, en 1975, Pablo VI había dado como
    tema "renovación y reconciliación" (7), precisando,
    en la Exhortación apostólica Paterna cum
    benevolentia,
    que la reconciliación debía sobre
    todo llevarse a cabo entre los fieles de la Iglesia
    católica (8). Como en sus orígenes, el Año
    Santo seguía siendo una ocasión de
    conversión y de reconciliación de los pecadores con
    Dios, a través de la economía sacramental
    de la Iglesia.

    1.3. Las peticiones de perdón de Juan Pablo
    II

    Juan Pablo LI no sólo renueva el lamento por las
    "dolorosas memorias" que
    han ido marcando la historia de las divisiones entre los
    cristianos, como habían hecho Pablo VI y el concilio
    Vaticano II (9), sino que extiende la petición de
    perdón también a una multitud de hechos
    históricos, en los cuales la Iglesia o grupos
    particulares de cristianos han estado implicados por diversos
    motivos’ (10). En la Carta
    apostólica Tertio millennio adveniente (11),
    el Papa desea que el Jubileo del Año 2000 sea la
    ocasión para una purificación de la memoria de la
    Iglesia de "todas las formas de contratestimonio y de
    escándalo", que se han sucedido en el curso del milenio
    pasado (cf. TMA 33).

    La Iglesia es invitada a "asumir con conciencia
    más viva el pecado de sus hijos". Ella "reconoce como
    suyos a los hijos pecadores", y los anima a "purificarse, en el
    arrepentimiento, de los errores, infidelidades, incoherencias y
    lentitudes" (TMA 33). La responsabilidad de los cristianos en los
    males de nuestro tiempo es igualmente evocada (cf. TMA 36), si
    bien el acento recae particularmente sobre la solidaridad de la
    Iglesia de hoy con las culpas pasadas, de las que algunas son
    explícitamente mencionadas, como la división entre
    los cristianos (cf. TMA 34) o los "métodos de
    violencia y de intolerancia" utilizados en el pasado para
    evangelizar (cf. TMA 35).

    El mismo Juan Pablo II estimula a profundizar
    teológicamente la asunción de las culpas del pasado
    y la eventual petición de perdón a los
    contemporáneos (12), cuando, en la Exhortación
    Reconciliatio el paenitentia, afirma que en el sacramento
    de la penitencia "el pecador se encuentra solo ante Dios con su
    culpa, su arrepentimiento y su confianza. Nadie puede
    arrepentirse en lugar suyo o pedir perdón en su nombre".
    El pecado es, por tanto, siempre personal, también cuando
    hiere a la Iglesia entera que, representada por el sacerdote
    ministro de la penitencia, es mediadora sacramental de la gracia
    que reconcilia con Dios (RP 31). También las situaciones
    de "pecado social", que se verifican en el interior de las
    comunidades humanas cuando se lesionan la justicia, la
    libertad y la
    paz, "son siempre el fruto, la acumulación y la
    concentración de pecados personales". En el caso de que la
    responsabilidad moral quedara
    diluida en causas anónimas, entonces no se podría
    hablar de pecado social más que por analogía (RP
    16). De donde se deduce que la imputabilidad de una culpa no
    puede extenderse propiamente más allá del grupo de
    personas que han consentido en ella voluntariamente, mediante
    acciones o por
    omisiones o por negligencia.

    1.4. Las cuestiones planteadas

    La Iglesia es una sociedad viva que
    atraviesa los siglos. Su memoria no está sólo
    constituida por la tradición que se remonta a los
    Apóstoles, normativa para su fe y para su vida, sino que
    es también rica por la variedad de las experiencias
    históricas, positivas y negativas, que ella ha vivido. El
    pasado de la Iglesia estructura en
    amplia medida su presente. La tradición doctrinal,
    litúrgica, canónica y ascética nutre la vida
    misma de la comunidad creyente, ofreciéndole un muestrario
    incomparable de modelos a
    imitar. A través del peregrinaje terreno, sin embargo, el
    grano bueno permanece siempre mezclado con la cizaña de
    manera inextricable, la santidad se establece al lado de la
    infidelidad y del pecado (13). Y así es como el recuerdo
    de los escándalos del pasado puede obstaculizar el
    testimonio de la Iglesia de hoy y el reconocimiento de las culpas
    cometidas por los hijos de la Iglesia de ayer puede favorecer la
    renovación y la reconciliación en el
    presente.

    La dificultad que se perfila es la de definir las culpas
    pasadas, a causa sobre todo del juicio histórico que esto
    exige, ya que en lo acontecido se ha de distinguir siempre la
    responsabilidad o la culpa atribuible a los miembros de la
    Iglesia en cuanto creyentes, de aquella referible a la sociedad
    de los siglos llamados "de cristiandad" o a las estructuras de
    poder en las
    que lo temporal y lo espiritual se hallaban entonces
    estrechamente entrelazados. Una hermenéutica
    histórica es, por tanto, necesaria más que nunca,
    para hacer una distinción adecuada entre la acción
    de la iglesia en cuanto comunidad de fe y la acción de la
    sociedad en tiempos de ósmosis entre ellas.

    Los pasos llevados a cabo por Juan Pablo II para pedir
    perdón de las culpas del pasado han sido comprendidos en
    muchísimos ambientes, eclesiales y no eclesiales, como
    signos de vitalidad y de autenticidad de la Iglesia, tales como
    para reforzar su credibilidad. Es justo, por otra parte, que la
    Iglesia contribuya a modificar imágenes
    de sí falsas e inaceptables, especialmente en los campos
    en los que, por ignorancia o por mala fe, algunos sectores de
    opinión se complacen en identificarla con el oscurantismo
    y con la intolerancia. Las peticiones de perdón formuladas
    por el Papa han suscitado también una emulación
    positiva en el ámbito eclesial y más allá de
    él. Jefes de estado o de gobierno,
    sociedades
    privadas y públicas, comunidades religiosas piden
    actualmente perdón por episodios o períodos
    históricos marcados por injusticias. Esta praxis no es en
    absoluto retórica, tanto que algunos dudan en acogerla al
    calcular los costes consiguientes a un reconocimiento de solidaridad con
    las culpas pasados, entre otros en el plano judicial.
    También desde este punto de vista urge, por tanto, un
    discernimiento riguroso.

    No faltan, sin embargo, fieles desconcertados, en cuanto
    que su lealtad hacia la Iglesia parece quedar alterada. Algunos
    de ellos se preguntan cómo transmitir el amor a la
    Iglesia a las jóvenes generaciones, si esta misma Iglesia
    está imputada por crímenes y por culpas. Otros
    observan que el reconocimiento de las culpas es al menos
    unilateral y se ve aprovechado por los detractores de la Iglesia,
    satisfechos al verla confirmar los prejuicios que ellos mantienen
    a su respecto. Otros ponen en guardia ante la
    culpabilización arbitraria de generaciones actuales de
    creyentes por deficiencias en las que ellos no han consentido en
    modo alguno, aun declarándose dispuestos a asumir su
    responsabilidad en la medida en que grupos humanos se
    pudieran sentir todavía hoy afectados por las
    consecuencias de injusticias sufridas en otros tiempos por sus
    predecesores. Algunos, además, retienen que la Iglesia
    podrá purificar su memoria respecto a las acciones
    ambiguas en las que ha estado implicada en el pasado tomando
    simplemente parte en el trabajo
    crítico sobre la memoria, que se está desarrollando
    en nuestra sociedad. Así ella podría afirmar
    condividir con sus contemporáneos el rechazo de lo que la
    conciencia moral actual
    reprueba, sin proponerse como la única culpable y
    responsable de los males del pasado, buscando al mismo tiempo el
    diálogo en la comprensión recíproca con
    cuantos se sintieran todavía hoy heridos por hechos
    pasados imputables a los hijos de la Iglesia. Finalmente, es de
    esperarse que algunos grupos puedan reclamar una petición
    de perdón en relación con ellos, o por
    analogía con otros o porque retengan haber sufrido
    comportamientos ofensivos. En cualquier caso, la
    purificación de la memoria no podrá significar
    jamás que la Iglesia renuncie a proclamar la verdad
    revelada que le ha sido confiada, tanto en el campo de la fe como
    en el de la
    moral.

    Se perfilan así diversos interrogantes:
    ¿se puede hacer pesar sobre la conciencia actual una
    "culpa" vinculada a fenómenos históricos
    irrepetibles, como las cruzadas o la inquisición?
    ¿No es demasiado fácil juzgar a los protagonistas
    del pasado con la conciencia actual (como hacen escribas y
    fariseos, según Mt 23, 29-32), como si la conciencia moral
    no se hallara situada en el tiempo? ¿Se puede acaso, por
    otra parte, negar que el juicio ético siempre tiene
    vigencia, por el simple hecho de que la verdad de Dios y sus
    exigencias morales siempre tienen valor? Cualquiera que sea la
    actitud a
    adoptar, ésta debe confrontarse con estos interrogantes y
    buscar respuestas que estén fundadas en la
    revelación y en su transmisión viva en la fe de la
    Iglesia. La cuestión prioritaria es, por tanto, la de
    esclarecer en qué medida las peticiones de perdón
    por las culpas del pasado, sobre todo cuando se dirigen a grupos
    humanos actuales, entran en el horizonte bíblico y
    teológico de la reconciliación con Dios y con el
    prójimo.

    2. APROXIMACIÓN
    BÍBLICA

    Es posible desarrollar de varios modos una
    indagación sobre el reconocimiento que Israel hace de
    sus culpas en el Antiguo Testamento y sobre el tema de la
    confesión de las culpas tal como ésta se presenta
    en las tradiciones del Nuevo Testamento (14). La naturaleza
    teológica de la reflexión aquí llevada a
    cabo induce a privilegiar una aproximación de tipo
    prevalentemente temático, partiendo de la pregunta
    siguiente: ¿qué trasfondo ofrece el testimonio de
    la Sagrada Escritura a la
    invitación que Juan Pablo 11 hace a la Iglesia para que
    confiese las culpas del pasado?

     2.1. El Antiguo Testamento

    Confesiones de pecado y consecuentes peticiones de
    perdón se encuentran en toda la Biblia, tanto en las
    narraciones del Antiguo Testamento, como en los salmos, en los
    profetas, en los evangelios, así como, más
    esporádicamente, en la literatura sapiencial y en
    las cartas del Nuevo
    Testamento. Dada la abundancia y difusión de estos
    testimonios, se plantea la pregunta de cómo seleccionar y
    catalogar el conjunto de los textos significativos. Puede
    preguntarse acerca de los textos bíblicos relativos ala
    confesión de los pecados: ¿quién está
    confesando qué cosa (y qué género de culpa)
    a quién? Plantear así la cuestión ayuda a
    distinguir dos categorías principales de "textos de
    confesión", cada una de las cuales comprende diversas
    subcategorías, a saber: a) textos de confesión de
    pecados individuales; b) textos de confesión de los
    pecados del pueblo entero (y de aquellos de sus antepasados). En
    relación con la reciente praxis eclesial, de la que parte
    nuestra investigación, conviene restringir el
    análisis a la segunda
    categoría.

    En ella pueden identificarse diversas posibilidades,
    según quién haga la confesión de los pecados
    del pueblo y quién esté asociado o no a la culpa
    común, prescindiendo de la presencia o no de una
    conciencia de la responsabilidad personal (madurada sólo
    de manera progresiva, cf. Ez 14, 12-23; 18, 1-32; 33, 10-20).
    Basándose en estos criterios, pueden distinguirse los
    siguientes casos, por otra parte más bien
    flexibles:

    – Una primera serie de textos representa al pueblo
    entero (a veces personificado como un "Yo" singular), el cual, en
    un momento particular de su historia, confiesa o alude a sus
    pecados contra Dios sin ninguna referencia (explícita) a
    las culpas de las generaciones precedentes (15).

    – Otro grupo de textos sitúa la confesión
    de los pecados actuales del pueblo, dirigida a Dios, en los
    labios de uno o más jefes (religiosos), que pueden o no
    incluirse explícitamente en el pueblo pecador por el cual
    oran (16).

    – Un tercer grupo de textos presenta al pueblo o a uno
    de sus jefes en el acto de evocar los pecados de los antepasados,
    sin mencionar, no obstante, los de la generación presente
    (17).

    – Con más frecuencia, las confesiones que
    mencionan las culpas de los antepasados las vinculan expresamente
    a los errores de la generación presente (18).

    De los testimonios recogidos resulta que en todos los
    casos donde son mencionados los "pecados de los padres" la
    confesión está dirigida únicamente a Dios y
    los pecados cónfesados por el pueblo o para el pueblo son
    aquellos cometidos directamente contra Él, más bien
    que los cometidos (también) contra otros seres humanos
    (sólo en Núm 27,7 se hace alusión a una
    parte humana ofendida, Moisés) (19). Surge la
    cuestión de por qué los escritores bíblicos
    no han sentido la necesidad de peticiones de perdón
    dirigidas a interlocutores presentes a propósito de culpas
    cometidas por los padres, a pesar de su fuerte sentido de la
    solidaridad entre las generaciones, tanto en el bien como en el
    mal (se piense en la idea de la "personalidad
    corporativa"). Varias hipótesis podrían avanzarse como
    respuesta a esta cuestión. Hay, sobre todo, el difuso
    teocentrismo de la Biblia, que da la precedencia al
    reconocimiento tanto individual como nacional de las culpas
    cometidas contra Dios. Además, actos de violencia
    perpetrados por Israel contra
    otros pueblos, que parecerían exigir una petición
    de perdón a aquellos pueblos o a sus descendientes, son
    comprendidos como la ejecución de directrices divinas
    respecto a ellos, como, por ejemplo, Jos 2-11 y Dt 7,2 (el
    exterminio de los cananeos) o 1 Sani 15 y Dt 25,19 (la
    destrucción de los amalecitas). En tales casos, el mandato
    divino implicado parecería excluir toda posible
    petición de perdón que habría de hacerse
    (20). Las experiencias de malos tratos por parte de otros
    pueblos, sufridas por Israel, y la animosidad así
    suscitada, podrían haber militado también contra la
    idea de pedir perdón a estos pueblos por el mal causado a
    ellos (21).

    Queda, a pesar de todo, como algo relevante en el
    testimonio bíblico el sentido de la solidaridad
    intergeneracional en el pecado (y en la gracia), que se expresa
    en la confesión ante Dios de los "pecados de los
    antepasados", tanto que, citando la espléndida
    oración de Azarías, Juan Pablo II ha podido afirmar
    "Bendito eres tú, Señor, Dios de nuestros padres
    […] nosotros hemos pecado, hemos actuado como inicuos,
    alejándonos de ti, hemos faltado en todo modo y manera. No
    hemos obedecido tus mandatos’ (Dan 3,26.29). Así
    oraban los hebreos después del exilio (cf. también
    Bar 2,11-13), haciéndose cargo de las culpas cometidas por
    sus padres. La Iglesia imita su ejemplo y pide perdón por
    las culpas también históricas de sus hijos"
    (22).

      

    2.2. El Nuevo Testamento

    Un tema fundamental, unido a la idea de la culpa y
    ampliamente presente en el Nuevo Testamento, ese! de la absoluta
    santidad de Dios. El Dios de Jesús es el Dios de Israel
    (cf. Jn 4,22), invocado como "Padre santo" (Jn 17,11), llamado
    "el Santo" en 1 Jn 2,20 (cf. Ap 6,10). La triple
    proclamación de Dios como "santo" en Is 6,3 retorna en Ap
    4,8, mientras que 1 Pe 1,16 insiste en el hecho de que los
    cristianos deben ser santos "porque está escrito: vosotros
    seréis santos, porque yo soy santo" (cf. Lev 11,44-45;
    19,2). Todo esto refleja la noción veterotestamentaria de
    la absoluta santidad de Dios. Sin embargo, para la fe cristiana
    la santidad divina ha entrado en la historia en la persona de
    Jesús de Nazaret: la noción veterotestamentaria no
    se ha visto abandonada, sino desarrollada, en el sentido de que
    la santidad de Dios se hace presente en la santidad del Hijo
    encarnado (cf. Mc 1,24; Le 1,35; 4,34; Jn 6,69; Hch
    4,27.30; Ap 3,7), y la santidad del Hijo está participada
    por los "suyos" (cf. Jn 17,16-19), hechos hijos en el Hijo (cf.
    Gál 4,4-6; Rom 8,14-17). No puede darse, sin embargo,
    aspiración alguna a la filiación divina en
    Jesús mientras no se dé amor al
    prójimo (cf. Mc12,29-3 1; Mt 22,37-38; Lc
    10,27-28).

    Este motivo, decisivo en la enseñanza de
    Jesús, se convierte en el "mandamiento nuevo" en el
    evangelio de Juan: los discípulos deben amar como
    Él ha amado (cf. Jn 13,34-35; 15,12.17), es decir,
    perfectamente, "hasta el fin" (Jn 13,1). El cristiano, por tanto,
    está llamado a amar y a perdonar según una medida
    que transciende toda medida humana dejusticia y produce una
    reciprocidad entre los seres humanos, que refleja la existente
    entre Jesús y el Padre (cf. Jn 13,34s; 15,1-11; 17,21-26).
    En esta óptica
    se da un gran relieve al
    tema de la reconciliación y del perdón de las
    ofensas. A sus discípulos Jesús les pide estar
    siempre dispuestos a perdonar a cuantos les hayan ofendido,
    así como Dios mismo ofrece siempre su perdón:
    "Perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a
    nuestros deudores" (Mt 6,12. 12-15). Quien se halla en grado de
    perdonar al prójimo demuestra haber comprendido la
    necesidad que personalmente tiene del perdón de Dios. El
    discípulo está invitado a perdonar "hasta setenta
    veces siete" a quien le ofende, incluso aunque éste no
    pidiera perdón (Mt 18,21-22).

    Jesús insiste sobre la actitud
    requerida de la persona ofendida respecto a sus ofensores: ella
    está llamada a dar el primer paso, cancelando la ofensa
    mediante el perdón ofrecido "de corazón"
    (cf. Mt 18,35; Mc 11,25), consciente de ser ella misma
    pecadora ante Dios, quien jamás rechaza el perdón
    invocado con sinceridad. En Mt 5,23-24 Jesús pide al
    ofensor "ir a reconciliarse con el propio hermano, que tenga algo
    contra él", antes de presentar su ofrenda sobre el altar:
    no es agradable a Dios un acto de culto llevado a cabo por quien
    no quiera reparar primero el daño causado al propio
    prójimo. Lo que cuenta es cambiar el propio corazón
    y mostrar de manera adecuada que se quiere realmente la
    reconciliación. El pecador, no obstante, en la conciencia
    de que sus pecados hieren al mismo tiempo su relación con
    Dios y con e! prójimo (cf. Lc 15,21), puede
    esperarse el perdón solamente de Dios, ya que solamente
    Dios es siempre misericordioso y dispuesto a cancelar los
    pecados. Éste es también el significado del
    sacrificio de Cristo, que de una vez para siempre nos ha
    purificado de nuestros pecados (cf. Heb 9,22; 10,18). Así
    el ofensor y el ofendido son reconciliados por Dios en la
    misericordia suya, que a todos acoge y perdona.

    En este cuadro, que podría ampliarse mediante el
    análisis de las cartas de Pablo y
    de las cartas católicas, no hay indicio alguno de que la
    Iglesia de los orígenes haya dirigido su atención a los pecados del pasado para
    pedir perdón. Lo cual puede explicarse por la fuerte
    conciencia de la novedad cristiana, que proyecta a la comunidad
    más bien hacia el futuro que hacia el pasado. No obstante,
    se encuentra una insistencia más amplia y sutil, que
    atraviesa el Nuevo Testamento: en los evangelios y en las cartas
    la ambivalencia propia de la experiencia cristiana se halla
    ampliamente reconocida. Para Pablo, por ejemplo, la comunidad
    cristiana es un pueblo escatológico, que vive ya la "nueva
    creación" (cf. 2 Cor 5,17; Gál 6,15), pero esta
    experiencia, hecha posible por la muerte y
    resurrección de Jesús (cf. Rom 3,2 1-26; 5,6-11;
    8,1-11; 1 Cor 15,54-57), no nos libra de la inclinación al
    pecado, presente en el mundo a causa de la caída de
    Adán. Como resultado de la intervención divina en y
    a través de la muerte y
    resurrección de Jesús, hay ahora dos escenarios
    posibles: la historia de Adán y la de Cristo. Ambas
    discurren la una al lado de la otra y el creyente deber contar
    sobre la muerte y la
    resurrección del Señor Jesús (cf., p. ej.,
    Rom 6,1-li; Gál 3,27-28; Col 3,10; 2 Cor 5,14-15) para ser
    parte de la historia en la que "sobreabunda la gracia" (cf. Rom
    5,12-21).

    Una tal relectura teológica del acontecimiento
    pascual de Cristo muestra
    cómo la Iglesia de los orígenes tenía una
    conciencia aguda de las posibles deficiencias de los bautizados.
    Se podría decir que el entero "corpus paulinum" llama a
    los creyentes a un reconocimiento pleno de su dignidad, aun
    contando con la conciencia viva de la fragilidad de su
    condición humana: "Cristo nos ha liberado para que
    permanezcamos libres; manteneos, pues, firmes y no os
    dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud"
    (Gál 5,19). Un motivo análogo puede hallarse en las
    narraciones de los evangelios. Emerge incisivamente en Marcos,
    donde las carencias de los discípulos de Jesús son
    uno de los temas dominantes de la narración (cf. Mc
    4,40-41;6,36-37.51-52; 8,14-21.31-33; 9,5-6.32-41; 10,32-45;
    14,10-11.17-21.50; 16,8). El mismo motivo retorna en todos los
    evangelistas, aunque se halle comprensiblemente difuminado. Judas
    y Pedro son respectivamente el traidor y el que reniega de su
    Maestro, si bien Judas llega a la desesperación por la
    acción cometida (cf. Hch 1,15-20), mientras que Pedro se
    arrepiente (cf. Lc 22,61 s) y llega a la triple profesión
    de amor (cf. Jn 21,15-19). En Mateo, incluso durante la
    aparición final del Señor resucitado, mientras los
    discípulos lo adoran, "algunos todavía dudaban" (Mt
    28,17). El cuarto evangelio presenta a los discípulos como
    aquellos a los cuales se les ha otorgado un amor inconmensurable,
    a pesar de que su respuesta esté hecha de ignorancia,
    deficiencias, negaciones y traición (cf.
    13,1-38).

    Esta constante presentación de los
    discípulos llamados a seguir a Jesús, que titubean
    al abandonarse al pecado, no es simplemente una relectura
    crítica de los orígenes. Los relatos se hallan
    planteados de tal modo que se dirigen a todo discípulo
    sucesivo de Cristo que se halle en dificultad y contemple el
    Evangelio como la propia guía e inspiración. Por
    otra parte, el Evangelio está lleno de recomendaciones a
    portarse bien, a vivir un nivel más alto de compromiso, a
    evitar el mal (cf., p. ej., Sant 1,5-8.19-21; 2,1-7; 4,1-10; 1 Pc
    1,13-25; 2 Pe 2,1-22; Jud 3-13; 1 Jn 1,5-10;
    2,1-11.18-27; 4,1-6; 2 Jn 7-11; 3 Jn 9-10). No hay, sin embargo,
    ninguna llamada explícita, dirigida a los primeros
    cristianos, a confesar las culpas del pasado, si bien es.
    ciertamente muy significativo el reconocimiento de la realidad
    del pecado y del mal en el interior del pueblo llamado a la
    existencia escatológica, propia de la condición
    cristiana (se piense sólo en los reproches contenidos en
    las cartas a las siete Iglesias del Apocalipsis). Según la
    petición que se encuentra en la oración del
    Señor, este pueblo invoca: "Perdónanos nuestros
    pecados, porque también nosotros perdonamos a todo deudor
    nuestro" (Lc 11,4; cf. Mt 6,12). Los primeros cristianos, en fin
    de cuentas,
    manifiestan ser bien conscientes de poder comportarse en manera
    no correspondiente a la vocación recibida, no viviendo el
    bautismo de la muerte y
    resurrección de Jesús, con el cual habían
    sido bautizados.

    2.3. El Jubileo bíblico

    Un significativo trasfondo bíblico de la
    reconciliación vinculada a la superación de
    situaciones pasadas lo representa la celebración del
    Jubileo, tal como está regulada en el libro del
    Levítico (cap. 25). En una estructura social hecha
    de tribus, clanes y familias se creaban inevitablemente
    situaciones de desorden cuando individuos o familias de
    condiciones precarias debían "rescatarse" a si mismos de
    las propias dificultades, entregando la propiedad de
    su tierra o casa,
    siervos o hijos a aquellos que se encontraban en condiciones
    mejores que las suyas. Un sistema como
    éste producía el efecto de que algunos israelitas
    llegaban a sufrir situaciones intolerables de deuda, pobreza y
    esclavitud,
    para beneficio de otros hijos de Israel, en aquella misma
    tierra que les
    había sido dada por Dios. Todo esto podía traer
    consigo que en períodos más o menos largos de
    tiempo un territorio o un clan cayeran en las manos de pocos
    ricos, mientras que el resto de las familias del clan llegaba a
    encontrarse en una forma tal de endeudamiento o de esclavitud que
    les obligaba a vivir en total dependencia de los más
    acomodados.

    La legislación de Lev 25 constituye un intento de
    subvertir todo esto (¡hasta el punto de poder dudar que
    jamás se haya puesto en práctica de una manera
    plena!); la legislación convocaba la celebración
    del Jubileo cada cincuenta años con el fin de preservara
    el tejido social del pueblo de Dios y restituir la independencia
    también a la familia
    más pequeña del país. Para Lev 25 es
    decisiva la repetición regular de la confesión de
    fe de Israel en el Dios que ha liberado a su pueblo a
    través del éxodo: "Yo soy el Señor, vuestro
    Dios, que os saqué de la tierra de
    Egipto, para
    daros la tierra de
    Canaán y ser vuestro Dios" (Lev 25, 38; cf. vv. 42.45). La
    celebración del Jubileo era una admisión
    implícita de culpa y un intento de restablecer un orden
    justo. Todo sistema que
    llevara a la alienación de cualquier israelita, esclavo en
    otro tiempo, pero ahora liberado por el brazo poderoso de Dios,
    venía de hecho a desmentir la acción
    salvífica divina en el éxodo y a través del
    éxodo.

    La liberación de las víctimas y de los que
    sufren se convierte en parte del más amplio programa de los
    profetas. El Déutero-Isaías, en los poemas del
    Siervo sufriente (Is 42,1-9; 49,1-6; 50,13-53,12), desarrolla
    estas alusiones a la práctica del Jubileo juntamente con
    los temas del rescate y de la libertad, del
    retorno y de la redención. Isaías 58 es un ataque
    contra la observancia ritual que no tiene en cuenta la justicia
    social, una llamada a la liberación de los oprimidos (Is
    58,6), centrada específicamente en las obligaciones
    de parentesco (v. 7). más claramente, Isaías 61 usa
    las imágenes
    del Jubileo para representar al Ungido como el heraldo de Dios
    enviado a "evangelizar" a los pobres, a proclamar la libertad a
    los prisioneros ya anunciar el año de gracia del
    Señor. Significativamente es este mismo texto, con una
    alusión a Isaías 58,6, el que Jesús usa para
    presentar la finalidad de su vida y de su ministerio en Lucas
    4,17-21.

    2.4. Conclusión

    De todo lo dicho se puede concluir que la llamada
    dirigida por Juan Pablo II a la Iglesia para que caracterice el
    año jubilar con una admisión de culpa por todos los
    sufrimientos y las ofensas de que se han hecho responsables en el
    pasado sus hijos (cf. TMA 33-36), así como la praxis unida
    a ello, no encuentran una verificación unívoca en
    el testimonio bíblico. Sin embargo, se basan en todo lo
    que Sagrada Escritura
    afirma respecto a la santidad de Dios, a la solidaridad
    intergeneracional de su pueblo y al reconocimiento de su ser
    pecador. La apelación del Papa asume además
    correctamente el espíritu del Jubileo bíblico, que
    requiere que sean llevados a cabo actos destinados a restablecer
    el orden del designio originario de Dios sobre la
    creación. Esto exige que la proclamación del "hoy"
    del Jubileo, iniciado por Jesús (cf. Le 4,21), se
    continúe en la celebración jubilar de su Iglesia.
    Además, esta singular experiencia de gracia empuja al
    pueblo de Dios todo entero, así como a cada uno de los
    bautizados, a tomar una conciencia todavía mayor del
    mandato recibido del Señor para estar siempre dispuestos a
    perdonar las ofensas recibidas.

    3. FUNDAMENTOS
    TEOLÓGICOS

    "Es justo que, mientras el segundo milenio del cristianismo
    llega a su fin, la Iglesia asuma con una conciencia más
    viva el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias
    en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del
    espíritu de Cristo y de su evangelio, ofreciendo al mundo,
    en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de
    la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran
    verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo.
    La Iglesia, aun siendo santa por su incorporación a
    Cristo, no se cansa de hacer penitencia: ella reconoce siempre
    como suyos, delante de Dios y delante de los hombres, a los
    hf/os pecadores"
    (TMA 33). Estas palabras de Juan Pablo II
    subrayan cómo la Iglesia se encuentra afectada por el
    pecado de sus hijos: santa, en cuanto hecha tal por el Padre
    mediante el sacrificio del Hijo y el don del Espíritu, es
    en un cierto sentido también pecadora, en cuanto asume
    realmente sobre ella el pecado de aquellos a quienes ha
    engendrado en el bautismo, análogamente a como Cristo
    Jesús ha asumido el pecado del mundo (cf. Rom 8,3; 2 Cor
    5,21; Gál 3,13; 1 Pe 2,24) (23). Por otra parte, pertenece
    a la más profunda autoconciencia eclesial en el tiempo el
    convencimiento de que la Iglesia no es sólo una comunidad
    de elegidos, sino que comprende en su seno justos y pecadores,
    del presente y del pasado, en la unidad del misterio que la
    constituye. De hecho, tanto en la gracia como en la herida del
    pecado, los bautizados de hoy son convecinos y solidarios con los
    de ayer. Por ello se puede decir que la Iglesia, una en el tiempo
    y en el espacio en Cristo y en el Espíritu, es
    verdaderamente "santa al mismo tiempo y siempre necesitada de
    purificación" (LG 8). De esta paradoja, característica del misterio eclesial, nace
    el interrogante de cómo conciliar los dos aspectos: de una
    parte, la afirmación de fe de la santidad de la Iglesia,
    de otra parte, su necesidad incesante de penitencia y de
    purificación.

    3.1. El misterio de la Iglesia

    "La Iglesia está en la historia, pero al mismo
    tiempo la transciende. Solamente "con los ojos de la fe" se puede
    ver al mismo tiempo en esta realidad visible una realidad
    espiritual, portadora de la vida divina" (CEC 770). El conjunto
    de los aspectos visibles e históricos se relaciona con el
    don divino de manera análoga a como en el Verbo de Dios
    encarnado la humanidad asumida es signo e instrumento del actuar
    de la persona divina del Hijo: las dos dimensiones del ser
    eclesial forman "una sola realidad compleja, constituida por un
    elemento humano y otro divino" (LO 8), en una comunión que
    participa de la vida trinitaria y hace que los bautizados se
    sientan unidos entre sí, aun en la diversidad de tiempos y
    de lugares de la historia. En razón de esta
    comunión, la Iglesia se presenta como un sujeto
    absolutamente único en el acontecer humano, hasta el punto
    de poder hacerse cargo de los dones, de los méritos y de
    las culpas de sus hijos de hoy y de los de ayer.

    La no débil analogía con el misterio del
    Verbo encamado implica, no obstante, también una
    diferencia fundamental: "Mientras Cristo, "santo, inocente,
    inmaculado" (Heb 7,26), no conoció el pecado (cf. 2 Cor 5,
    21), sino que vino a expiar sólo los pecados del pueblo
    (cf. Heb 2,17), la Iglesia, recibiendo en su propio seno a los
    pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada siempre de
    purificación, busca sin cesar la penitencia y la
    renovación" (24). La ausencia de pecado en el Verbo
    encamado no puede atribuirse a su Cuerpo eclesial, en cuyo
    interior más bien cada uno, partícipe de la gracia
    donada por Dios, no está menos necesitado de vigilancia y
    de purificación incesante y solidaria con la debilidad de
    los otros: "Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus
    ministros, deben reconocerse pecadores (cf. 1 Jn 1,8-10). En
    todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra
    mezclada con la buena semilla del evangelio hasta el fin de los
    tiempos (cf. Mt 13,24-30). La Iglesia, pues, congrega a pecadores
    alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero
    todavía en vías de santificación" (CEC
    827).

    Ya Pablo VI había afirmado solemnemente que "la
    Iglesia es santa, aun comprendiendo en su seno a los pecadores,
    ya que ella no posee otra vida sino la de la gracia […] Por
    ello, la Iglesia sufre y hace penitencia por tales pecados, de
    los cuales tiene, por otra parte, el poder de curar a sus propios
    hijos con la sangre de Cristo
    y el don del Espíritu Santo" (25). La Iglesia es en fin de
    cuentas, en su
    "misterio", encuentro de santidad y de debilidad, continuamente
    redimida y siempre necesitada nuevamente de la fuerza de la
    redención. Como enseña la liturgia, verdadera "lex
    credendi", el fiel individual y el pueblo de los santos invocan
    de Dios que su mirada se fije sobre la fe de su Iglesia y no
    sobre los pecados de los individuos, de cuya fe vivida
    constituyen la negación: "Ne respicias peccata nostra, sed
    fidem Ecclesiae Tuae!". En la unidad del misterio eclesial a
    través del tiempo y del espacio es posible considerar
    entonces el aspecto de la santidad, la necesidad de
    arrepentimiento y de reforma, y su articulación en el
    actuar de la Iglesia Madre.

    3.2. La santidad de la Iglesia

    La Iglesia es santa porque, santificada por Cristo,
    quien la ha adquirido entregándose a la muerte por ella,
    es mantenida en la santidad por el Espíritu Santo, que la
    inunda sin cesar: "Nosotros creemos que la Iglesia es
    indefectiblemente santa. Pues Cristo, Hijo de Dios, a quien con
    el Padre y con el Espíritu llamamos "el solo Santo", ha
    amado a la Iglesia como esposa suya, entregándose a
    sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef 5,
    25s), la unió a sí mismo como su propio
    cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu
    Santo para gloria de Dios. Por eso, todos en la Iglesia son
    llamados a la santidad" (LG 39). En este sentido, desde sus
    orígenes los miembros de la Iglesia son llamados los
    "santos" (cf. Hch 9,13; 1 Cor 6,1s; 16,1). Se puede distinguir,
    no obstante, entre la santidad de la Iglesia y la santidad en la
    Iglesia. La primera, fundada en las misiones del Hijo y del
    Espíritu, garantiza la continuidad de la misión del
    pueblo de Dios hasta el fin de los tiempos y estimula y ayuda a
    los creyentes a perseguir la santidad subjetiva y personal. En la
    vocación que cada uno recibe se halla radicada, por el
    contrario, la forma de santidad que le ha sido donada y que se
    requiere de él, en cuanto cumplimiento pleno de la propia
    vocación y misión. La
    santidad personal se halla, en todo caso, proyectada hacia Dios y
    hacia los demás, y tiene, por ello, un carácter
    esencialmente social: es santidad "en la Iglesia", orientada al
    bien de todos.

    A la santidad de la Iglesia debe, en consecuencia,
    corresponder la santidad en la Iglesia: "Los seguidores de
    Cristo, llamados por Dios no según sus obras, sino por
    designio y gracia de Él, y justificados en el Señor
    Jesús, han sido hechos en el bautismo verdaderamente hijos
    de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo
    mismo realmente santos; conviene, por consiguiente, que esa
    santidad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su
    vida con la ayuda de Dios" (LO 40). El bautizado está
    llamado a devenir con toda su existencia aquello que ya es en
    razón de la consagración bautismal; lo cual no
    acontece sin el asentimiento de su libertad y sin la ayuda de la
    gracia que viene de Dios. Cuando esto sucede, se deja reconocer
    en la historia la humanidad nueva según Dios: ¡nadie
    llega a ser él mismo con tanta plenitud como el santo que
    acoge el designio divino y, con la ayuda de la gracia, conforma
    todo su propio ser al proyecto del
    Altísimo! Los santos constituyen, en este sentido, como
    luces suscitadas por el Señor en medio de su Iglesia para
    iluminarla, son profecía para el mundo entero.

    33. La necesidad de una renovación
    continua

    Sin ofuscar esta santidad, se debe reconocer que, a
    causa de la presencia del pecado, hay necesidad de una
    renovación continua y de una conversión constante
    en el pueblo de Dios; la Iglesia en la tierra está
    "adornada de una santidad verdadera" que es, no obstante,
    "imperfecta" (LG 48). Observa S. Agustín contra los
    pelagianos: "La Iglesia en su conjunto dice: ¡perdona
    nuestras deudas! Ella tiene, por tanto, manchas y arrugas. Pero,
    a través de la confesión, las arrugas se estiran y
    las manchas quedan lavadas. La Iglesia se halla en oración
    para ser purificada por la confesión y estar así
    mientras los hombres vivan sobre la tierra" (26). Santo Tomás de
    Aquino precisa que la plenitud de la santidad pertenece al
    tiempo escatológico, mientras la Iglesia peregrinante no
    debe engañarse, afirmando estar libre de pecado: "Que la
    Iglesia sea gloriosa, sin mancha ni arruga, es la meta final
    hacia la que tendemos en virtud de la pasión de Cristo.
    Esto se alcanzará, por tanto, sólo en la patria
    eterna y no ya durante el peregrinaje; aquí […] nos
    engañaríamos si dijésemos no tener pecado
    alguno" (27). En realidad, "aun revestidos de la vestidura
    bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, con
    la petición ‘perdona nuestras deudas’, nos
    volvemos a Él, como el hijo pródigo (cf. Lc
    15,11-32) y nos reconocemos pecadores ante Él como el
    publicano (cf. Lc 18,13). Nuestra petición empieza con una
    "confesión" en la que afirmamos al mismo tiempo nuestra
    miseria y su misericordia" (CEC 2839).

    Es, por tanto, la Iglesia entera la que, mediante la
    confesión del pecado de sus hijos, confiesa su fe en Dios
    y celebra su infinita bondad y capacidad de perdón;
    gracias al vínculo establecido por el Espíritu
    Santo, la comunión que existe entre todos los bautizados
    en el tiempo y en el espacio es tal que en ella cada uno es
    él mismo, pero al tiempo está condicionado por los
    otros y ejerce sobre ellos un influjo en el intercambio vital de
    los bienes
    espirituales. De este modo, la santidad de los unos influye sobre
    el crecimiento del bien en los otros, pero también el
    pecado tiene una relevancia no exclusivamente personal, ya que
    pesa y opone resistencia en el
    camino de la salvación de todos; en tal sentido, afecta
    verdaderamente a la Iglesia en su integridad, a través de
    la variedad de los tiempos y de los lugares. Esta
    convicción empuja a los Padres a afirmaciones netas como
    la de San Ambrosio: "Estemos bien atentos a que nuestra
    caída no se convierta en una herida de la Iglesia" (28).
    Ella, por tanto, "aun siendo santa por su incorporación a
    Cristo, no se cansa de hacer penitencia: ella reconoce siempre
    como suyos, delante de Dios y delante de los hombres, a los hijos
    pecadores" (TMA 33), los de hoy, como los de ayer.

    3.4. La maternidad de la Iglesia

    La convicción de que la Iglesia pueda hacerse
    cargo del pecado de sus hijos, en razón de la solidaridad
    existente entre ellos en el tiempo y en el espacio, gracias a su
    incorporación a Cristo y a la obra del Espíritu
    Santo, está expresada de modo particularmente eficaz por
    la idea de la "Iglesia Madre" (Mater Ecclesia), que "en la
    concepción protopatrística es el concepto central
    de toda la aspiración cristiana" (29) la Iglesia, afirma
    el Vaticano II, "también es hecha Madre por la Palabra de
    Dios fielmente recibida; en efecto, por la predicación y
    el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos
    concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios" (LO
    64). A la amplísima tradición, de la que estas
    ideas son el eco, da voz por ejemplo Agustín con estas
    palabras: "Esta madre santa, digna de veneración, la
    Iglesia, es igual a María: ella da a luz y es virgen,
    de ella habéis nacido, ella engendra a Cristo, porque
    vosotros sois los miembros de Cristo" (30). Cipriano de Cartago
    afirma con nitidez: "No puede tener a Dios por padre, quien no
    tiene a la Iglesia como madre" (31). Y Paulino de Nola canta
    así la maternidad de la Iglesia: "En cuanto madre recibe
    el semen de la Palabra eterna, lleva a los pueblos en su seno y
    los da a luz"
    (32).

    Según esta visión, la Iglesia se realiza
    continuamente en el intercambio y en la
    comunicación del Espíritu del uno al otro de
    los creyentes, como ambiente
    generador de fe y de santidad en la comunión fraterna, en
    la unanimidad orante, en la participación solidaria en la
    Cruz, en el testimonio común. En razón de esta
    comunicación vital, cada bautizado puede
    ser considerado al mismo tiempo hijo de la Iglesia, en cuanto
    engendrado en ella a la vida divina, e Iglesia Madre, en cuanto
    coopera con su fe y caridad a engendrar nuevos hijos para Dios;
    es, en efecto, tanto más Iglesia Madre cuanto mayor es su
    santidad y más ardiente el esfuerzo por comunicar a los
    otros el don recibido. Por otra parte, no deja de ser hijo de la
    Iglesia el bautizado que, a causa del pecado, se separase de ella
    con el corazón; él podrá acceder siempre de
    nuevo a las fuentes de la
    gracia y remover el peso que su culpa hace gravar sobre la entera
    comunidad de la Iglesia Madre. Ésta, a su vez, en cuanto
    Madre verdadera, no podrá no quedar herida por el pecado
    de sus hijos de hoy y de los de ayer, continúa
    amándolos siempre, hasta el punto de hacerse cargo en todo
    tiempo del peso producido por sus culpas; en cuanto tal, la
    Iglesia aparece a los Padres como Madre de dolores, no
    sólo a causa de las persecuciones externas, sino sobre
    todo por las traiciones, los fallos, las lentitudes y las
    contaminaciones de sus hijos.

    La santidad y el pecado en la Iglesia se reflejan, por
    tanto, en sus efectos sobre la Iglesia entera, si bien es
    convicción de fe que la santidad es más fuerte que
    el pecado en cuanto fruto de la gracia divina: ¡son su
    prueba luminosa las figuras de los santos, reconocidos como
    modelo y ayuda
    para todos! Entre la gracia y el pecado no hay un paralelismo, ni
    siquiera una especie de simetría o de relación
    dialéctica; ¡el influjo del mal no podrá
    vencer jamás la fuerza de la gracia y la
    irradiación del bien, incluso el más escondido! En
    este sentido, la Iglesia se reconoce existencialmente santa en
    sus santos; pero, mientras se alegra de esta santidad y advierte
    su beneficio, se confiesa no obstante pecadora, no en cuanto
    sujeto del pecado, sino en cuanto asume con solidaridad materna
    el peso de las culpas de sus hijos, para cooperar a su
    superación por el camino de la penitencia y de la novedad
    de vida. Por ello, la Iglesia santa advierte el deber de
    "lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos,
    que han desfigurado su rostro, impidiéndole reflejar
    plenamente la imagen de su
    Señor crucificado, testigo insuperable del amor paciente y
    de la humilde mansedumbre" (TMA 35).

    Esto puede hacerse de modo particular por quien, por
    carisma y ministerio, expresa en la forma más densa la
    comunión del pueblo de Dios: en nombre de las iglesias
    locales podrán dar voz a las eventuales confesiones de
    culpa y peticiones de perdón los pastores respectivos; en
    nombre de la Iglesia entera, una en el tiempo y en el espacio,
    podrá pronunciarse aquel que ejerce el ministerio
    universal de unidad, el Obispo de la Iglesia "que preside en el
    amor" (33), el Papa. He aquí por qué es
    particularmente significativo que haya venido propiamente de
    él la invitación a que "la Iglesia asuma con una
    conciencia más viva el pecado de sus hijos" y reconozca la
    necesidad de "hacer enmienda, invocando con fuerza el
    perdón de Cristo" (TMA 33,34).

    4. JUICIO HISTÓRICO Y JUICIO
    TEOLÓGICO

    La identificación de las culpas del pasado de las
    que enmendarse implica ante todo un correcto juicio
    histórico, que sea también en su raíz una
    valoración teológica. Es necesario preguntarse:
    ¿qué es lo que realmente ha sucedido?,
    ¿qué es exactamente lo que se ha dicho y hecho?
    Solamente cuando se ha ofrecido una respuesta adecuada a estos
    interrogantes, como fruto de un juicio histórico riguroso,
    podrá preguntarse si eso que ha sucedido, que se ha dicho
    o realizado, puede ser interpretado como conforme o disconforme
    con el evangelio, y, en este último caso, silos hijos de
    la Iglesia que han actuado de tal modo habrían podido
    darse cuenta a partir del contexto en el que estaban actuando.
    Solamente cuando se llega a la certeza moral de que cuanto se ha
    hecho contra el Evangelio por algunos de los hijos de la Iglesia
    y en su nombre habría podido ser comprendido por ellos
    como tal, y en consecuencia evitado, puede tener sentido para la
    Iglesia de hoy hacer enmienda de culpas del pasado.

    La relación entre "juicio histórico" y
    "juicio teológico" resulta por tanto compleja en la misma
    medida en que es necesaria y determinante. Se requiere, por ello,
    llevarla a cabo evitando los desvaríos en un sentido y en
    otro: hay que evitar tanto una apologética que pretenda
    justificarlo todo, como una culpabilización indebida que
    se base en la atribución de responsabilidades
    insostenibles desde el punto de vista histórico. Juan
    Pablo II ha afirmado respecto a la valoración
    histórico-teológica de la actuación de la
    Inquisición: "El Magisterio eclesial no puede
    evidentemente proponerse la realización de un acto de
    naturaleza ética,
    como es la petición de perdón, sin haberse
    informado previamente de un modo exacto acerca de la
    situación de aquel tiempo. Ni siquiera puede tampoco
    apoyarse en las ím genes del pasado transmitidas por la
    opinión
    pública, pues se encuentran a menudo sobrecargadas por
    una emotividad pasional que impide una diagnosis serena y
    objetiva… Esa es la razón por la que el primer paso debe
    consistir en interrogar a los historiadores, a los cuales no se
    les pide un juicio de naturaleza ética, que
    rebasaría el ámbito de sus competencias,
    sino que ofrezcan su ayuda para la reconstrucción
    más precisa posible de los acontecimientos, de las
    costumbres, de las mentalidades de entonces, a la luz del
    contexto histórico de la época" (34).

    4.1. La interpretación de la historia

    ¿Cuáles son las condiciones de una
    correcta interpretación del pasado desde el punto de vista
    del conocimiento
    histórico? Para determinarlas hay que tener en cuenta la
    complejidad de la relación que existe entre el sujeto que
    interpreta y el pasado objeto de interpretación (35) en
    primer lugar se debe subrayar la recíproca
    extrañeza entre ambos. Eventos y
    palabras del pasado son ante todo "pasados"; en cuanto tales son
    irreductibles totalmente a las instancias actuales, pues poseen
    una densidad y una
    complejidad objetivas, que impiden su utilización
    únicamente en función de
    los intereses del presente. Hay que acercarse, por tanto, a ellos
    mediante una investigación
    histórico-crítica, orientada a la
    utilización de todas las informaciones accesibles de cara
    a la reconstrucción del ambiente, de
    los modos de pensar, de los condicionamientos y del proceso vital
    en que se sitúan aquellos eventos y
    palabras, para cerciorarse así de los contenidos y los
    desafíos que, precisamente en su diversidad, plantean a
    nuestro presente.

    En segundo lugar, entre el sujeto que interpreta y el
    objeto interpretado se debe reconocer una cierta mutua
    pertenencia, sin la cual no podría existir ninguna
    conexión y ninguna comunicación entre pasado y presente; esta
    conexión comunicativa está fundada en el hecho de
    que todo ser humano, de ayer y de hoy, se sitúa en un
    complejo de relaciones históricas y necesita, para
    vivirlas, de una mediación lingüística, que
    siempre está históricamente determinada.
    ¡Todos pertenecemos a la historia! Poner de manifiesto la
    mutua pertenencia entre el intérprete y el objeto de la
    interpretación, que debe ser alcanzado a través de
    las múltiples formas en las que el pasado ha dejado su
    testimonio (textos, monumentos, tradiciones…), significa juzgar
    si son correctas las posibles correspondencias y las eventuales
    dificultades de comunicación con el presente, puestas de
    relieve por la
    propia comprensión de las palabras o de los
    acontecimientos pasados; ello requiere tener en cuenta las
    cuestiones que motivan la investigación y su incidencia
    sobre las respuestas obtenidas, el contexto vital en que se
    actúa y la comunidad interpretadora, cuyo lenguaje se
    habla y a la cual se pretenda hablar. Con tal objetivo es
    necesario hacer la precomprensión refleja y consciente en
    el mayor grado posible, que de hecho se encuentra siempre
    incluida en cualquier interpretación, para medir y
    atemperar su incidencia real en el proceso
    interpretativo.

    Finalmente, entre quien interpreta y el pasado objeto de
    interpretación se realiza, a través del esfuerzo
    cognoscitivo y valorativo, una ósmosis ("fusión de
    horizontes"), en la que consiste propiamente la
    comprensión. En ella se expresa la que se considera
    inteligencia
    correcta de los eventos y de las palabras del pasado; lo que
    equivale a captar el significado que pueden tener para el
    intérprete y para su mundo. Gracias a este encuentro de
    mundos vitales la comprensión del pasado se traduce en su
    aplicación al presente: el pasado es aprehendido en las
    potencialidades que descubre, en el estímulo que ofrece
    para modificar el presente; la memoria se vuelve capaz de
    suscitar un nuevo futuro.

    A una ósmosis fecunda con el pasado se accede
    merced al entrelazamiento de algunas operaciones
    hermenéuticas fundamentales, correspondientes a los
    momentos ya indicados de la extrañeza, de la copertenencia
    y de la comprensión verdadera y propia. Con
    relación a un "texto" del pasado, entendido en general
    como testimonio escrito, oral, monumental o figurativo, estas
    operaciones
    pueden ser expresadas del siguiente modo: "1) comprender el
    texto, 2) juzgar la corrección de la propia inteligencia
    del texto y 3) expresar la que se considera inteligencia correcta
    del texto" (36). Captar el testimonio del pasado quiere decir
    alcanzarlo del mejor modo posible en su objetividad, a
    través de todas las fuentes de que
    se pueda disponer, juzgar la corrección de la propia
    interpretación significa verificar con honestidad y
    rigor en qué medida pueda haber sido orientada, o en
    cualquier caso condicionada, por la precomprensión o por
    los posibles prejuicios del intérprete; expresar la
    interpretación obtenida significa hacer a los otros
    partícipes del diálogo establecido con el pasado,
    sea para verificar su relevancia, sea para exponerse a la
    confrontación con otras posibles
    interpretaciones.

    4.2. Indagación histórica y
    valoración teológica

    Si estas operaciones están presentes en todo acto
    hermenéutico, no pueden faltar tampoco en la
    interpretación en que se integran juicio histórico
    y juicio teológico; ello exige en primer lugar que en este
    tipo de interpretación se preste la máxima
    atención a los elementos de diferenciación y
    extrañeza entre presente y pasado. En particular, cuando
    se pretende juzgar posibles culpas del pasado, hay que tener
    presente que son diversos los tiempos históricos y son
    diversos los tiempos sociológicos y culturales de la
    acción eclesial, por lo cual, paradigmas y
    juicios propios de una sociedad y de una época
    podrían ser aplicados erróneamente en la
    valoración de otras fases de la historia, dando origen a
    no pocos equívocos; son diversas las personas, las
    instituciones
    y sus respectivas competencias; son
    diversos los modos de pensar y los condicionamientos. Hay que
    precisar, por tanto, las responsabilidades de los acontecimientos
    y de las palabras dichas, teniendo en cuanta el hecho de que una
    petición eclesial de perdón compromete al mismo
    sujeto teológico, la Iglesia, en la variedad de los modos
    y del grado en que los individuos singulares representan a la
    comunidad eclesial y en la diversidad de las situaciones
    históricas y geográficas, con frecuencia muy
    diferentes entre sí. Debe evitarse cualquier tipo de
    generalización. Cualquier posible pronunciamiento en la
    actualidad debe quedar situado y debe ser producido por los
    sujetos más directamente encausados (Iglesia universal,
    Episcopados nacionales, Iglesias particulares etc.).

    En segundo lugar, la correlación de juicio
    histórico y juicio teológico debe tener en cuenta
    el hecho de que, para la interpretación de la fe, la
    conexión entre pasado y presente no está motivada
    solamente por los intereses actuales y por la común
    pertenencia de todo ser humano a la historia y a sus mediaciones
    expresivas, sino que se fundamenta también en la
    acción unificante del Espíritu de Dios y en la
    identidad
    permanente del principio constitutivo de la comunión de
    los creyentes, que es la revelación. La Iglesia, por
    razón de la comunión producida en ella por el
    Espíritu de Cristo en el tiempo y en el espacio, no puede
    dejar de reconocerse en su principio sobrenatural, presente y
    operante en todos los tiempos, como sujeto en cierto modo
    único, llamado a corresponder al don de Dios en formas y
    situaciones diversas por medio de las opciones de sus hijos, aun
    con todas las carencias que puedan haberlas caracterizado. La
    comunión en el único Espíritu Santo es el
    fundamento también diacrónico de una
    comunión de los "santos", en virtud de la cual los
    bautizados de hoy se sienten vinculados a los bautizados de ayer
    y, así como se benefician de sus méritos y se
    nutren de su testimonio de santidad, igualmente se siente en el
    deber de asumir el posible peso actual de sus culpas, tras haber
    hecho un discernimiento atento tanto desde el punto de vista
    histórico como teológico.

    Gracias a este fundamento objetivo y
    trascendente de la comunión del pueblo de Dios en sus
    varias situaciones históricas, la interpretación
    creyente reconoce al pasado de la Iglesia un significado
    totalmente peculiar para el momento presente: el encuentro con
    ese pasado, que se produce en el acto de la
    interpretación, puede revelarse cargado de paniculares
    valencias para el presente, rico en una eficacia
    "performativa" que no siempre puede calcularse de modo previo.
    Obviamente el carácter fuertemente unitario del horizonte
    hermenéutico y del sujeto eclesial interpretante deja
    más fácilmente expuesta la consideración
    teológica al riesgo de ceder a
    lecturas apologéticas o instrumentales; es aquí
    donde el ejercicio hermenéutico dirigido a aprehender los
    sucesos y las palabras del pasado y a medir la corrección
    de su interpretación para el presente se hace más
    necesario. La lectura
    creyente se sirve con tal objetivo de todas las aportaciones que
    puedan ofrecer las ciencias
    históricas y los métodos de
    interpretación. El ejercicio de la hermenéutica
    histórica no deber impedir a la valoración de la fe
    la interpelación de los textos según su
    peculiaridad, haciendo, por tanto, que puedan interactuar
    presente y pasado en la conciencia de la unidad fundamental del
    sujeto eclesial implicado en ellos. Esto pone en guardia frente a
    todo historicismo que relativice el peso de las culpas pasadas y
    que considere que la historia es capaz de justificarlo todo. Como
    observa Juan Pablo II, "un correctojuicio histórico no
    puede prescindir de un atento estudio de los condicionamientos
    culturales del momento… Pero la consideración de las
    circunstancias atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de
    lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos"
    (TMA 35). La Iglesia, en resumen, "no tiene miedo a la verdad que
    emerge de la historia y está dispuesta a reconocer
    equivocaciones allí donde se han verificado, sobre todo
    cuando se trata del respeto debido a
    las personas ya las comunidades. Pero es propensa a desconfiar de
    los juicios generalizados de absolución o de condena
    respecto a las diversas épocas históricas.
    Confía la investigación sobre el pasado a la
    paciente y honesta reconstrucción científica, libre
    de prejuicios de tipo confesional o ideológico, tanto por
    lo que respecta a las atribuciones de culpa que se le hacen como
    respecto a los daños que ella ha padecido"(37). Los
    ejemplos ofrecidos en el capítulo siguiente lo
    podrán demostrar de modo concreto.

    5. DISCERNIMIENTO ÉTICO

    Para que la Iglesia realice un adecuado examen de
    conciencia histórico delante de Dios, con vistas a la
    propia renovación interior y al crecimiento en la gracia y
    en la santidad, es necesario que sepa reconocer las "formas de
    antitestimonio y de escándalo" que se han presentado en su
    historia, en particular durante el último milenio. No es
    posible llevar a cabo una tarea semejante sin ser conscientes de
    su relevancia moral y espiritual. Ello exige la definición
    de algunos términos clave, además de la
    formulación de algunas precisiones necesarias en el plano
    ético.

    5.1. Algunos criterios éticos

    En el plano moral la petición de perdón
    presupone siempre una admisión de responsabilidad, y
    precisamente de la responsabilidad relativa a una culpa cometida
    contra otros. La responsabilidad moral normalmente se refiere a
    la relación entre la acción y la persona que la
    realiza; establece la pertenencia de un acto, su
    atribución, a una persona o a varias personas concretas.
    La responsabilidad puede ser objetiva o subjetiva: la primera se
    refiere al valor moral del acto en sí mismo en cuanto
    bueno o malo, y por tanto a la imputabilidad de la acción;
    la segunda se refiere a la percepción
    efectiva por parte de la conciencia individual, de la bondad o
    malicia del acto realizado. La responsabilidad subjetiva cesa con
    la muerte de quien ha realizado el acto: no se transmite por
    generación, por lo que los descendientes no heredan la
    responsabilidad (subjetiva) de los actos de sus antepasados. En
    tal sentido, pedir perdón presupone una contemporaneidad
    entre aquellos que son ofendidos por una acción y aquellos
    que la han realizado. La única responsabilidad capaz de
    continuar en la historia puede ser la de tipo objetivo, a la cual
    se puede prestar o no una adhesión subjetiva en cualquier
    momento de modo libre. Así, el mal cometido sobrevive
    muchas veces a quien lo ha realizado a través de las
    consecuencias de los comportamientos, que pueden convertirse en
    un pesado fardo sobre la conciencia y la memoria de los
    descendientes.

    En tal contexto se puede hablar de una solidaridad que
    une el pasado y el presente en una relación de
    reciprocidad. En ciertas situaciones el peso que cae sobre la
    conciencia puede ser tan pesado que constituye una especie de
    memoria moral y religiosa del mal cometido, que es por su
    naturaleza una memoria común: esta da testimonio de modo
    elocuente de la solidaridad objetivamente existente entre quienes
    han hecho el mal en el pasado y sus herederos en el presente. Es
    entonces cuando resulta posible hablar de una responsabilidad
    común objetiva. Del peso de tal responsabilidad se nos
    libera ante todo implorando el perdón de Dios por las
    culpas del pasado, y por tanto, cuando se da el caso, a
    través de la "purificación de la memoria", que
    culmina en el perdón recíproco de los pecados y de
    las ofensas en el presente.

    Purificar la memoria significa eliminar de la conciencia
    personal y común todas las formas de resentimiento y de
    violencia que la herencia del
    pasado haya dejado, sobre la base de un juicio
    histórico-teológico nuevo y riguroso, que funda un
    posterior comportamiento
    moral renovado. Esto sucede cada vez que se llega a atribuir a
    los hechos históricos pasados una cualidad diversa, que
    comporta una incidencia nueva y diversa sobre el presente con
    vistas al crecimiento de la reconciliación en la verdad,
    en la justicia y en la caridad entre los seres humanos y en
    particular entre la Iglesia y las diversas comunidades
    religiosas, culturales o civiles con las que entra en
    relación. Modelos
    emblemáticos de esta incidencia que puede tener un
    posterior juicio interpretativo autorizado sobre la vida entera
    de la Iglesia son Ja recepción de los concilios, o actos
    como la abolición de los anatemas recíprocos, que
    expresan una nueva cualificación de la historia pasada en
    condiciones de producir una caracterización distinta de
    las relaciones vividas en el presente. La memoria de la
    división y de la contraposición queda purificada y
    es sustituida por una memoria reconciliada, a la cual son
    invitados a abrirse y a educarse todos en la Iglesia.

    La combinación de juicio histórico y
    juicio teológico en el proceso interpretativo del pasado
    queda unida aquí a las repercusiones éticas que
    puede tener en el presente, y que implican algunos principios,
    correspondientes en el plano moral a la fundación
    hermenéutica de la relación entre juicio
    histórico y juicio teológico. Estos principios
    son:

    a) El principio de conciencia. La conciencia,
    tanto como "juicio moral" cuanto como "imperativo moral",
    constituye la valoración última de un acto en
    relación con su bondad o maldad ante Dios. En efecto, tan
    sólo Dios conoce el valor moral de cada acto humano, aun
    cuando la Iglesia, como Jesús, pueda y deba clasificar,
    juzgar y en ocasiones condenar algunos tipos de comportamiento
    (cf. Mt 18,15-18).

    b) El principio de historicidad. Precisamente en
    cuanto cada acto humano pertenece a quien lo hace, cada
    conciencia individual y cada sociedad elige y actúa en el
    interior de un determinado horizonte de tiempo y espacio. Para
    comprender de verdad los actos humanos y los dinamismos a ellos
    unidos, deberemos entrar, por tanto, en el mundo propio de
    quienes los han realizado; solamente así podremos llegar a
    conocer sus motivaciones y sus principios morales. Y esto se
    afirma sin perjuicio de la solidaridad que vincula a los miembros
    de una específica comunidad en el discurrir del
    tiempo.

    c) El principio de cambio de
    "paradigma".
    Mientras que antes de la llegada del Iluminismo existía
    una especie de ósmosis entre Iglesia y Estado, entre fe y
    cultura,
    moralidad y ley, a partir del
    siglo XVIII esta relación ha quedado notablemente
    modificada. El resultado es una transición de una sociedad
    sacral a una sociedad pluralista o, como ha sucedido en algunos
    casos, a una sociedad secular; los modelos de pensamiento y
    de acción, los llamados "paradigmas" de
    acción y de valoración, van cambiando. Semejante
    transición tiene un impacto directo sobre los juicios
    morales, aun cuando este influjo no justifica en modo alguno una
    idea relativista de los principios morales o de la naturaleza de
    la misma moralidad.

    El proceso entero de la purificación de la
    memoria, en cuanto exige la correcta combinación de
    valoración histórica y de mirada teológica,
    ha de ser vivido por parte de los hijos de la Iglesia no
    sólo con el rigor que tiene en cuenta de modo preciso los
    criterios y los principios indicados, sino también con una
    continua invocación de la asistencia del Espíritu
    Santo, para no caer en el resentimiento o en la
    autoflagelación y llegar más bien a la
    confesión del Dios cuya "misericordia va de
    generación en generación" (Lc 1,50), que
    quiere la vida y no la muerte, el perdón y no la condena,
    el amor y no el temor. En este punto se debe poner igualmente en
    evidencia el carácter de ejemplaridad que la honesta
    admisión de las culpas pasadas puede ejercer sobre las
    mentalidades en la Iglesia y en la sociedad civil,
    reclamando un compromiso renovado de obediencia a la Verdad y de
    respeto consiguiente hacia la dignidad y los derechos de los otros,
    especialmente de los más débiles. En tal sentido,
    las numerosas peticiones de perdón formuladas por Juan
    Pablo II constituyen un ejemplo que pone en evidencia un bien y
    estimula a su imitación, reclamando de los individuos y de
    los pueblos un examen de conciencia honesto y fructuoso, que abra
    caminos de reconciliación.

    A la luz de estas clarificaciones en el plano
    ético se pueden ahora profundizar algunos ejemplos, entre
    los cuales se encuentran los mencionados en la Tertio
    millennio adveniente
    (cf. n. 34-3 6), en los que el
    comportamiento de los hijos de la Iglesia parece haber estado en
    contradicción con el Evangelio de Jesucristo de un modo
    significativo.

    5.2. La división de los cristianos

    La unidad es la ley de la vida
    del Dios trinitario revelado al mundo por el Hijo (cf. Jn 17,21),
    el cual, en la fuerza del Espíritu Santo, amando hasta el
    extremo (Jn 13,1), hace participar de esta vida a los suyos. Esta
    unidad deber ser la fuente y la forma de la comunión de
    vida de la humanidad con el Dios trino. Silos cristianos viven
    esta ley de amor mutuo, de modo que sean uno "como el Padre y el
    Hijo son uno", se conseguir que "el mundo crea que el Hijo ha
    sido enviado por el Padre" (Jn 17,21) y que "todos sepan
    que ellos son mis discípulos" (Jn 13,35).
    Desgraciadamente no ha sucedido así, particularmente en
    este milenio que llega a su fin, en el cual han aparecido entre
    los cristianos grandes divisiones, en abierta
    contradicción con la voluntad expresa de Cristo, como si
    Él mismo hubiese sido dividido (cf. 1 Cor 1,13). El
    Concilio Vaticano II juzga este hecho con las siguientes
    palabras: "Tal división contradice abiertamente la
    voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y
    daña a la santísima causa de la predicación
    del Evangelio a toda criatura" (UR 1).

    Las principales escisiones que durante el pasado milenio
    "han afectado a la túnica inconsútil de Cristo"
    (38) son el cisma entre las Iglesias de Oriente y de Occidente al
    comienzo de este milenio y, en Occidente, cuatro siglos
    más tarde, la laceración causada por aquellos
    acontecimientos "que reciben comúnmente el nombre de
    Reforma" (UR 13). Es verdad que "estas diversas divisiones
    difieren mucho entre sí, no sólo por razón
    de su origen, lugar y tiempo, sino, sobre todo, por la naturaleza
    y gravedad de las cuestiones relativas a la fe y a la estructura
    eclesiástica" (UR 13). En el cisma del siglo XI jugaron un
    papel
    importante factores de carácter social e histórico,
    mientras que el aspecto doctrinal se refería a la autoridad de
    la Iglesia y al Obispo de Roma, una materia que en
    aquel momento no había alcanzado la claridad con la que se
    presenta hoy gracias al desarrollo
    doctrinal de este milenio. Con la Reforma, por el contrario,
    fueron objeto de controversia otros campos de la
    revelación y de la doctrina.

    La vía que se ha abierto para superar estas
    diferencias es la del diálogo doctrinal animado por el
    amor mutuo. Común a ambas laceraciones parece haber sido
    la falta de amor sobrenatural, de agape. Desde el momento
    en que esta caridad es el mandamiento supremo del Evangelio, sin
    el cual todo lo demás es solamente "bronce que resuena o
    címbalo que retiñe" (1 Cor 13,1), una carencia
    semejante ha de ser considerada con toda seriedad delante del
    Resucitado, Señor de la Iglesia y de la historia.
    Basándose en e! reconocimiento de esta carencia, el Papa
    Pablo VI ha pedido perdón a Dios ya los "hermanos
    separado? que se sintiesen ofendidos "por nosotros" (La Iglesia
    Católica) (39).

    En 1965, en el clima producido
    por el Concilio Vaticano II, el Patriarca Atenágoras en su
    diálogo con Pablo VI puso de relieve el tema de la
    restauración (apokatastasis) del amor mutuo,
    esencial después de una historia tan cargada de
    contraposiciones, de desconfianza recíproca y de
    antagonismos (40). Lo que estaba en juego era un
    pasado que aún ejercía su influencia a
    través de la memoria: los acontecimientos de 1965
    (culminados el 7 de diciembre de 1965 con la supresión de
    los anatemas de 1054 entre Oriente y Occidente) representan una
    confesión de la culpa contenida en la precedente
    exclusión recíproca, capaz de purificar la memoria
    y de generar una nueva. El fundamento de esta nueva memoria no
    puede ser más que el amor reciproco o, mejor, el
    compromiso renovado para vivirlo. Este es el mandamiento ante
    omnia
    (1 Pe 4,8) para la Iglesia, en Oriente como en
    Occidente. De este modo la memoria libera de la prisión
    del pasado e invita a católicos y a ortodoxos, como
    también a católicos y protestantes, a ser los
    arquitectos de un futuro más conforme al mandamiento
    nuevo. En este sentido resulta ejemplar el testimonio que han
    prestado a esta nueva memoria el Papa Pablo VI y el Patriarca
    Atenágoras.

    Particularmente relevante en relación con el
    camino hacia la unidad puede resultar la tentación a
    dejarse guiar, o hasta determinar, por factores culturales, por
    condicionamientos históricos o por prejuicios que
    alimentan la separación y la desconfianza recíproca
    entre cristianos, aunque nada tengan que ver con las cuestiones
    de fe. Los hijos de la Iglesia deben examinar su conciencia con
    seriedad para ver si están activamente comprometidos en la
    obediencia al imperativo de la unidad y viven la
    "conversión interior", "porque los deseos de unidad brotan
    y maduran como fruto de la renovación de la mente, de la
    abnegación de sí mismo y de una efusión
    libérrima de la caridad" (UR 7). En el período
    transcurrido desde la conclusión del Concilio hasta hoy la
    resistencia a su
    mensaje ciertamente ha entristecido al Espíritu de Dios
    (Ef 4,30). En la medida en que algunos católicos se
    complacen en permanecer ligados a las separaciones del pasado,
    sin hacer nada por remover los obstáculos que impiden la
    unidad, se podría hablar justamente de solidaridad en el
    pecado de la división (1 Cor 1,10-16). En tal contexto
    pueden recordarse las palabras del Decreto sobre el Ecumenismo:
    "Humildemente pedimos perdón a Dios y a los hermanos
    separados, así como nosotros perdonamos a quienes nos
    hayan ofendido" (UR 7).

    5.3. El uso de la violencia al servicio de la
    verdad

    Al antitestimonio de la división entre los
    cristianos hay que añadir el de las ocasiones en que
    durante el pasado milenio se han utilizado medios dudosos
    para conseguir fines buenos, como la predicación del
    Evangelio y la defensa de la unidad de la fe: "Otro
    capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia
    deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento
    está constituido por la aquiescencia manifestada,
    especialmente en algunos siglos, con métodos de
    intolerancia y hasta de violencia en el servicio a la verdad"
    (TMA 35). Se refiere con ello a las formas de
    evangelización que han empleado instrumentos impropios
    para anunciar la verdad revelada o no han realizado un
    discernimiento evangélico adecuado a los valores
    culturales de los pueblos o no han respetado las conciencias de
    las personas a las que se presentaba la fe, e igualmente a las
    formas de violencia ejercidas en la represión y
    corrección de los errores.

    Una atención análoga hay que prestar a las
    posibles omisiones de que se hayan hecho responsables los hijos
    de la Iglesia, en las más diversas situaciones de la
    historia, respecto a la denuncia de injusticias y de violencias:
    "Está también la falta de discernimiento de no
    pocos cristianos respecto a situaciones de violación de
    los derechos humanos
    fundamentales. La petición de perdón vale por todo
    aquello que se ha omitido o callado a causa de la debilidad o de
    una valoración equivocada, por lo que se ha hecho o dicho
    de modo indeciso o poco idóneo" (41).

    Como siempre, resulta decisivo establecer la verdad
    histórica mediante la investigación
    histórico-crítica. Una vez establecidos los hechos,
    ser necesario evaluar su valor espiritual y moral e igualmente su
    significado objetivo. Solamente así ser posible evitar
    cualquier tipo de memoria mítica y acceder a una adecuada
    memoria crítica, capaz, a la luz de la fe, de producir
    frutos de conversión y de renovación: "De aquellos
    rasgos dolorosos del pasado emerge una lección para el
    futuro, que debe empujar a todo cristiano a afianzarse en el
    principio áureo fijado por el Concilio: 'La verdad no se
    impone más que por la fuerza de la verdad misma, que
    penetra en las mentes de modo suave y a la vez con vigor?'" (TMA
    35; DH 1).

    5.4. Cristianos y hebreos

    Uno de los campos que requiere un examen de conciencia
    particular es la relación entre cristianos y hebreos (42).
    "La relación de la Iglesia con el pueblo hebreo es diversa
    de la que condivide con cualquier otra religión" (43). Y,
    sin embargo, "la historia de las relaciones entre hebreos y
    cristianos es una historia atormentada […] En efecto, el
    balance de estas relaciones durante dos milenios ha sido
    más bien negativo"44. La hostilidad o la desconfianza de
    numerosos cristianos hacia los hebreos a lo largo del tiempo es
    un hecho histórico doloroso y es causa de profunda
    amargura para los cristianos conscientes del hecho de que
    "Jesús era descendiente de David; de que del pueblo hebreo
    nacieron la Virgen María y los Apóstoles; de que la
    Iglesia recibe su sustento de las raíces de aquel buen
    olivo al que están unidos las ramas del olivo
    selvático de los gentiles (cf. Rom 11,17-24); de que los
    hebreos son nuestros hermanos queridos y amados, y de que, en
    cierto sentido, son verdaderamente 'nuestros hermanos mayores'"
    (45).

    La Shoah fue ciertamente el resultado de una
    ideología pagana, como era el nazismo, animada
    por un antisemitismo despiadado, que no sólo despreciaba
    la fe, sino que negaba hasta la misma dignidad humana del pueblo
    hebreo. No obstante, "hay que preguntarse sí la
    persecución del nazismo respecto
    a los hebreos no haya sido facilitada por los prejuicios
    antijudíos presentes en las mentes y en los corazones de
    algunos cristianos […] ¿Ofrecieron los cristianos toda
    la asistencia posible a los perseguidos, en particular a los
    hebreos?" (46). Hubo sin duda muchos cristianos que arriesgaron
    su vida para salvar y ayudar a sus conocidos hebreos. Pero parece
    igualmente verdad que "junto a tales hombres y mujeres valerosos,
    la resistencia espiritual y la acción cristiana de otros
    cristianos no fue la que se hubiera debido esperar de
    discípulos de Cristo" (47). Este hecho constituye una
    apelación a la conciencia de todos los cristianos de hoy,
    capaz de exigir "un acto de arrepentimiento (teshuva)"
    (48) y de convertirse en acicate para redoblar los esfuerzos por
    ser "transformados mediante la renovación de la mente"
    (Rom 12,2) y por mantener una memoria moral y religiosa" de la
    herida infligida a los hebreos. En este campo lo mucho que ya se
    ha hecho podrá ser confirmado y profundizado.

    5.5. Nuestra responsabilidad por los males de
    hoy

    "La época actual, junto a muchas luces, presenta
    también no pocas sombras" (TMA 36). En primer plano puede
    señalarse entre éstas el fenómeno de la
    negación de Dios en sus múltiples formas. Lo que
    llama especialmente la atención es que esta
    negación, especialmente en sus aspectos más
    teóricos, es un proceso que ha emergido en el mundo
    occidental. Unida al eclipse de Dios se encuentra además
    una serie de fenómenos negativos como la indiferencia
    religiosa, la difusa falta del sentido trascendente de la vida
    humana, un clima de
    secularismo y de relativismo ético, la negación del
    derecho a la vida del niño no nacido, incluso sancionada
    en las legislaciones abortistas, y una amplía indiferencia
    respecto al grito de los pobres en amplios sectores de la
    familia
    humana.

    La cuestión inquietante que hay que plantear es
    en qué medida los creyentes mismos han sido responsables
    de estas formas de ateísmo, teórico y
    práctico. La Gaudium et spes responde con palabras
    cuidadosamente elegidas: "En este campo también los mismos
    creyentes tienen muchas veces alguna responsabilidad. Pues el
    ateísmo, considerado en su integridad, no es un
    fenómeno originario, sino más bien un
    fenómeno surgido de diferentes causas, entre las que se
    encuentra también una reacción crítica
    contra las religiones y, ciertamente, en no pocos países
    contra la religión cristiana. Por ello, en esta
    génesis del ateísmo puede corresponder a los
    creyentes una parte no pequeña" (n. 19).

    Desde el momento en que el rostro auténtico de
    Dios ha sido revelado en Jesucristo, a los cristianos se les
    ofrece la gracia inconmensurable de conocer este Rostro; los
    cristianos, sin embargo, tienen también la responsabilidad
    de vivir de tal modo que manifiesten a los otros el verdadero
    Rostro del Dios vivo. Ellos están llamados a irradiar al
    mundo la verdad de que "Dios es amor (agape)" (1 Jn
    4,8.16). Porque Dios es amor, es también Trinidad de
    Personas, cuya vida consiste en su infinita y recíproca
    comunicación en el amor. De ello se deduce que el mejor
    camino para que los cristianos irradien la verdad del Dios amor
    es el amor mutuo: "En esto conocer n todos que sois
    discípulos míos: si tenéis amor unos para
    con otros" (Jn 13,35). Y esto hasta el punto de poder
    afirmar que frecuentemente los cristianos "por descuido en la
    educación
    para la fe, por una exposición
    falsificada de la doctrina, o también por los defectos de
    su vida religiosa, moral y social, puede decirse que han velado
    el verdadero rostro de Dios y de la religión, más
    que revelarlo" (GS 19).

    Hay que destacar, finalmente, que mencionar estas culpas
    de los cristianos no es tan sólo confesarlas a Cristo
    Salvador, sino también alabar al Señor de la
    historia por el amor misericordioso. Efectivamente, los
    cristianos no creen sólo en la existencia del pecado sino
    también y sobre todo en el "perdón de los pecados".
    Además recordar estas culpas quiere decir también
    aceptar nuestra solidaridad con quienes en el bien y en el mal
    nos han precedido en el camino de la verdad, ofrecer al presente
    un fuerte motivo de conversión a las exigencias del
    Evangelio, y poner un necesario preludio a la petición de
    perdón a Dios, que abre el camino a la
    reconciliación mutua.

    6. PERSPECTIVAS PASTORALES Y
    MISIONERAS

    A la luz de las consideraciones hechas, es posible
    preguntarse ahora: ¿cuáles son los objetivos
    pastorales, en vista de los cuales la Iglesia se hace cargo de
    las culpas cometidas en el pasado por sus hijos en su nombre y
    hace propósito de la enmienda? ¿Cuáles las
    implicaciones en la vida del pueblo de Dios? ¿Y
    cuáles las resonancias respecto a la misión de la
    Iglesia y a su diálogo con las diversas culturas y
    religiones?

    6.1. Las finalidades pastorales

    Entre las múltiples finalidades pastorales del
    reconocimiento de las culpas del pasado se pueden poner de
    manifiesto las siguientes:

    – En primer lugar estos actos tienden a la
    purificación de la memoria, que, como se ha dicho, es el
    proceso de una valoración renovada del pasado, capaz de
    incidir en no pequeña medida en el presente, ya que los
    pecados pasados hacen sentir todavía su peso y permanecen
    como posibles tentaciones también en la actualidad. Sobre
    todo si ha madurado en el diálogo y en la búsqueda
    paciente de reciprocidad con quien pudiera sentirse ofendido por
    sucesos o palabras del pasado, la remoción de la memoria
    personal y común de cualquier causa de posible
    resentimiento por el mal padecido, y de todo influjo negativo de
    aquel hecho del pasado, puede contribuir a hacer crecer la
    comunidad eclesial en la santidad, por medio de la
    reconciliación y de la paz en la obediencia a la Verdad.
    "Reconocer los fracasos de ayer, subraya el Papa, es acto de
    lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe,
    haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las
    tentaciones y las dificultades de hoy" (TMA 33). Es bueno para
    tal fin que la memoria de la culpa incluya todas las posibles
    faltas cometidas, aunque solamente algunas de ellas sean hoy
    mencionadas de modo frecuente. En cualquier caso, nunca se puede
    olvidar el precio que
    tantos cristianos han pagado por su fidelidad al Evangelio y al
    servicio del prójimo en la caridad (49).

    – Una segunda finalidad pastoral, estrictamente unida a
    la anterior, puede ser reconocida en la promoción de la perenne reforma del pueblo
    de Dios, "de modo que si algunas cosas, sea en las costumbres o
    en la disciplina
    eclesiástica, y asimismo en el modo de exponer la
    doctrina, lo cual debe ser cuidadosamente distinguido del
    depósito mismo de la fe, han sido observadas de modo menos
    cuidadoso, según las circunstancias de hecho o de tiempo,
    sean oportunamente colocadas en el orden justo y debido" (50).
    Todos los bautizados están llamados a "examinar su
    fidelidad a la voluntad de Cristo acerca de la Iglesia y, como es
    su obligación, a emprender con vigor la obra de
    renovación y de reforma" (51). El criterio de la verdadera
    reforma y de la auténtica renovación no puede ser
    más que la fidelidad a la voluntad de Dios respecto a su
    pueblo (52), lo que implica un esfuerzo sincero para liberarse de
    todo lo que aleja de ella, ya se trate de culpas presentes o se
    refiera a la herencia del pasado.

    – Una finalidad ulterior puede verse en el testimonio
    que de este modo rinde la iglesia al Dios de la misericordia y a
    su voluntad que libera y salva, a partir de la experiencia que
    ella ha hecho y hace de El en la historia, y en el servicio que
    de este modo desarrolla en relación con la humanidad, para
    contribuir a superar los males del presente. Juan Pablo II afirma
    que "un serio examen de conciencia ha sido auspiciado por
    numerosos cardenales y obispos sobre todo para la Iglesia del
    presente. A las puertas del nuevo milenio los cristianos deben
    ponerse humildemente ante el Señor para interrogarse
    sobre las responsabilidades que también ellos tienen en
    relación con los males de nuestro tiempo"
    (TMA 36) y
    para contribuir, en consecuencia, a su superación en la
    obediencia al esplendor de la Verdad salvífica.

    6.2. Las implicaciones eclesiales

    ¿Qué implicaciones tiene un acto eclesial
    de petición de perdón en la vida de la misma
    Iglesia? Son varios los aspectos que emergen:

    – Ante todo hay que tener en cuenta los procesos
    diversificados de recepción de los gestos de
    arrepentimiento eclesial, ya que varían en función
    de los contextos religiosos, culturales, políticos,
    sociales, personales etc. A esta luz se debe considerar el hecho
    de que acontecimientos o palabras ligadas a una historia
    contextualizada no tienen necesariamente un alcance universal y,
    viceversa, que hechos condicionados por una determinada
    perspectiva teológica y pastoral han implicado
    consecuencias de gran peso para la difusión del Evangelio
    (piénsese, por ejemplo, en los diversos modelos
    históricos de la teología de la misión).
    Además, hay que evaluar la relación entre los
    beneficios espirituales y los posibles costes de tales actos,
    también teniendo en cuenta los acentos indebidos que los
    "medios" pueden
    dar a algunos aspectos de los pronunciamientos eclesiales;
    siempre se ha de tener en cuenta la advertencia del
    apóstol Pablo para acoger, considerar y sostener con
    prudencia y amor a los "débiles en la fe" (cf. Rom 14,1).
    En particular, hay que prestar atención a la historia, a
    la identidad y a
    los contextos de las Iglesias orientales y de las Iglesias que
    actúan en continentes o países donde la presencia
    cristiana es ampliamente minoritaria.

    – Se debe precisar el sujeto adecuado que debe
    pronunciarse respecto a culpas pasadas, sea que se trate de
    Pastores locales, considerados personal o colegialmente, sea que
    se trate del Pastor universal, el Obispo de Roma. En esta
    perspectiva es oportuno tener en cuenta, al reconocer las culpas
    pasadas e indicar los referentes actuales que mejor
    podrían hacerse cargo de ellas, la distinción entre
    magisterio y autoridad en
    la Iglesia: no todo acto de autoridad tiene valor de magisterio,
    por lo que un comportamiento contrario al Evangelio, de una o
    más personas revestidas de autoridad, no lleva de por
    sí una implicación del carisma magisterial,
    asegurado por el Señor a los pastores de la Iglesia, y no
    requiere por tanto ningún acto magisterial de
    reparación.

    – Hay que subrayar que el destinatario de toda posible
    petición de perdón es Dios, y que eventuales
    destinatarios humanos, sobre todo si son colectivos, en el
    interior o fuera de la comunidad eclesial, deben ser
    identificados con adecuado discernimiento histórico y
    teológico, sea para realizar actos de reparación
    convenientes, sea para testimoniar ante ellos la buena voluntad y
    el amor a la verdad por parte de los hijos de la Iglesia. Ello se
    podrá lograr tanto mejor cuanto mayor sea el
    diálogo y la reciprocidad entre las partes en causa en un
    hipotético camino de reconciliación, vinculado al
    reconocimiento de las culpas y al arrepentimiento por ellas, sin
    ignorar que la reciprocidad, a veces imposible a causa de las
    convicciones religiosas del interlocutor, no puede ser
    considerada condición indispensable y que la gratuidad del
    amor se expresa a menudo en una iniciativa unilateral.

    – Los posibles gestos de reparación están
    ligados al reconocimiento de una responsabilidad que se prolonga
    en el tiempo y que podrán tener tanto un carácter
    simbólico-profético como un valor de
    reconciliación efectiva (por ejemplo, entre los cristianos
    divididos). También en la definición de estos actos
    es de desear una búsqueda común con los posibles
    destinatarios, escuchando las legítimas reclamaciones que
    puedan presentar.

    – En el plano pedagógico se debe evitar la
    perpetuación de imágenes negativas del otro, e
    igualmente la puesta en marcha de procesos de
    autoculpabilización indebida, subrayando cómo el
    hacerse cargo de culpas pasadas es para el que cree una especie
    de participación en el misterio de Cristo crucificado y
    resucitado, que ha cargado con las culpas de todos. Esta
    perspectiva pascual se revela particularmente adecuada para
    producir frutos de liberación, de reconciliación y
    de alegría para todos aquellos que con fe viva
    están implicados en la petición de
    perdón, sea como sujetos o como destinatarios.

    6.3. Las implicaciones en el plano del diálogo y
    de la misión

    Las implicaciones previsibles en el plano del
    diálogo y de la misión, como consecuencia de un
    reconocimiento eclesial de las culpas del pasado, son
    diversas:

    – En el plano misionero hay que evitar ante todo
    que tales actos contribuyan a disminuir el impulso de la
    evangelización mediante la exasperación de los
    aspectos negativos. No obstante, se debe tener en cuenta el hecho
    de que estos mismos actos podrán hacer crecer la
    credibilidad del mensaje, en cuanto nacen de la obediencia ala
    verdad y tienden a frutos efectivos de reconciliación. En
    particular, los misioneros "ad gentes" tendrán cuidado en
    contextualizar la propuesta de estos temas de modo conforme a la
    efectiva capacidad de recepción en los ambientes en que
    actúan (por ejemplo, determinados aspectos de la historia
    de la Iglesia en Europa
    podrán resultar poco significativos para muchos pueblos no
    europeos).

    – En el plano ecuménico la finalidad de
    posibles actos eclesiales de arrepentimiento no puede ser otra
    que la unidad querida por el Señor. En esta perspectiva es
    aún más de desear que sean realizados en
    reciprocidad, aun cuando a veces gestos proféticos puedan
    exigir una iniciativa unilateral y absolutamente
    gratuita.

    – En el plano interreligioso es oportuno poner de
    relieve cómo para los creyentes en Cristo el
    reconocimiento de las culpas pasadas por parte de la Iglesia es
    conforme a las exigencias de la fidelidad al Evangelio y, por
    tanto, constituye un luminoso testimonio de su fe en la verdad y
    en la misericordia del Dios revelado por Jesús. Lo que hay
    que evitar es que actos semejantes sean interpretados
    equivocadamente como confirmaciones de posibles prejuicios
    respecto al cristianismo.
    Sería deseable, por otra parte, que estos actos de
    arrepentimiento estimulasen también a los fieles de otras
    religiones a reconocer las culpas de su propio pasado. Como la
    historia de la humanidad está llena de violencias,
    genocidios, violaciones de los derechos humanos
    y de los derechos de
    los pueblos, explotación de los débiles y
    divinización de los poderosos, del mismo modo la historia
    de las religiones está revestida de intolerancia,
    superstición, connivencia con poderes injustos y
    negación de la dignidad y libertad de las conciencias.
    ¡Los cristianos no han sido una excepción y son
    conscientes de cuán pecadores son todos ante
    Dios!

    – En el diálogo con las culturas se debe tener
    presente ante todo la complejidad y la pluralidad de las
    mentalidades con que se dialoga, respecto a la idea de
    arrepentimiento y de perdón. En todos los casos el hecho
    de cargar por parte de la Iglesia con las culpas pasadas debe ser
    iluminado a la luz del mensaje evangélico y en particular
    de la presentación del Señor crucificado,
    revelación de la misericordia y fuente de perdón,
    además de la peculiar naturaleza de la comunión
    eclesial, una en el tiempo y en el espacio. Allí donde una
    cultura fuese
    totalmente ajena a la idea de una petición de
    perdón, deben ser presentadas de modo oportuno las razones
    teológicas y espirituales que motivan este acto a partir
    del mensaje cristiano y debe ser tenido en cuenta su
    carácter crítico-profético. Donde haya que
    confrontarse con el prejuicio de una actitud de indiferencia
    hacia la palabra de la fe, se debe tener en cuenta un doble
    posible efecto de estos actos de arrepentimiento eclesial: si,
    por una parte, pueden confirmar prejuicios negativos o actitudes de
    desprecio y de hostilidad, de otra parte participan de la
    misteriosa atracción característica del "Dios crucificado" (53).
    Además hay que tener en cuenta el hecho de que, en el
    actual contexto cultural, sobre todo en Occidente, la
    invitación a la purificación de la memoria implica
    un compromiso común a creyentes y no creyentes. Ya este
    trabajo común constituye un testimonio positivo de
    docilidad a la verdad.

    – Con relación a la sociedad civil se
    debe considerar la diferencia que existe entre la Iglesia,
    misterio de gracia, y cualquier sociedad temporal, pero tampoco
    se debe olvidar el carácter de ejemplaridad que la
    petición eclesial de perdón puede presentar y el
    estímulo consiguiente que puede ofrecer de cara a realizar
    pasos análogos de purificación de la memoria y de
    reconciliación en las más diversas situaciones en
    las que se podría reconocer su urgencia. Afirma Juan Pablo
    II: "La petición de perdón […] se refiere en
    primer lugar a la vida de la Iglesia, su misión de
    anunciar la salvación, su testimonio de Cristo, su
    compromiso por la unidad, en una palabra, la coherencia que debe
    caracterizar la existencia cristiana. Pero la luz y la fuerza del
    Evangelio, de que vive la Iglesia, tienen la capacidad de
    iluminar y sostener, como por sobreabundancia, las opciones y las
    acciones de la sociedad civil, en el pleno respeto de su
    autonomía […] En los umbrales del tercer milenio es
    legítimo esperar que los responsables políticos y
    los pueblos, sobre todo los que se encuentran inmersos en
    conflictos
    dramáticos, alimentados por el odio y por el recuerdo de
    heridas muchas veces antiguas, se dejen guiar por el
    espíritu de perdón y de reconciliación
    testimoniado por la Iglesia y se esfuercen por resolver los
    contrastes mediante un diálogo leal y abierto"
    (54).

    CONCLUSIÓN

    Como conclusión de las reflexiones desarrolladas
    conviene poner una vez más de relieve que en todas las
    formas de arrepentimiento por las culpas del pasado, y en cada
    uno de los gestos conectados con ellas, la Iglesia se dirige ante
    todo a Dios y tiende a glorificarlo a El y su misericordia.
    Precisamente así sabe que celebra también la
    dignidad de la persona humana llamada a la plenitud de la vida en
    la alianza fiel con el Dios vivo: "La gloria de Dios es el hombre
    viviente, la vida del hombre es la
    visión de Dios" (55). Actuando de este modo la Iglesia da
    testimonio también de su confianza en la fuerza de la
    Verdad que hace libres (cf. Jn 8,32): "su petición de
    perdón no debe ser entendida como ostentación de
    humildad ficticia, ni como retractación de su historia
    bimilenaria, ciertamente rica en méritos en el terreno de
    la caridad, de la cultura y de la santidad. Responde más
    bien a una exigencia de verdad irrenunciable, que, junto a los
    aspectos positivos, reconoce los limites y las
    debilidades humanas de las sucesivas generaciones de
    discípulos de Cristo" (56). La Verdad reconocida es fuente
    de reconciliación y de paz porque, como afirma el mismo
    Papa, "el amor de la verdad, buscada con humildad, es uno de los
    grandes valores
    capaces de reunir a los hombres de hoy a través de las
    diversas culturas" (57). También por su responsabilidad
    hacia la Verdad la Iglesia "no puede atravesar el umbral del
    nuevo milenio sin animar a sus hijos a purificarse, en el
    arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y
    lentitudes. Reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad
    y de valentía" (TMA 33). Ello abre para todos un
    mañana nuevo.

    NOTAS

    (1) IM 11. Ya en numerosas ocasiones, pero
    particularmente en el número 33 de la Carta
    apostólica Tertio millennio adveniente, el Papa
    había indicado a la Iglesia el camino por recorrer para
    purificar la propia memoria respecto a las culpas del pasado y
    dar ejemplo de arrepentimiento a los individuos y a la sociedad
    civil.

    (2) Cf. Extravagantes communes, lib. V,
    tít. IX, c. 1 (A. FRIEDBERG, Corpus iuris canonici,
    t. 11, c.1304).

    (3) Cf. BENEDiCTO XIV, EpistolaSalutis nostrae,
    304-1774, pr. 2. LEÓN XII, Epístola Quodhoc
    ineunte,
    24-5-1824, p r. 2, habla del "año de
    expiación, de perdón y de redención, de
    gracia, de remisión y de indulgencia".

    (4) En este sentido se mueve la definición de la
    indulgencia que Clemente VI da al instituir, en 1343, la
    periodicidad del jubileo cada cincuenta años. Clemente VI
    ve en el jubileo eclesial "el cumplimiento espiritual" del
    ‘jubileo de remisión y de alegría" del
    Antiguo Testamento (Lev 25).

    (5) "Cada uno de nosotros debe examinar en qué ha
    caído y examinarse él mismo con más
    rigurosidad de la que será examinado por Dios en el
    día de su cólera", en: Deutsche
    Reichstagsakten
    (Gotha 1893) n. serie, III
    390-399.

    (6) LG 8; cf. UR 6: "La Iglesia, peregrinante en el
    camino, está llamada por Cristo a esta reforma continua,
    de la que ella, en cuanto institución humana y terrena,
    necesita permanentemente".

    (7) Cf. PABLO VI, Carta apostólica Apostolorum
    limina,
    23-5-1974 (Enchiridion Yaticanum
    5,305).

    (8) PABLO VI, Exhortación apostólica
    Paterna cum benevolent4 8-12-1974 (Enchiridion
    Vatícanum 5,526-553).

    (9) Cf. UUS 88: "Por aquello de lo que somos
    responsables, imploro perdón".

    (10) Por ejemplo, el Papa "pide perdón, en nombre
    de todos los católicos, por los comportamientos ofensivos
    para con los no católicos en el curso de la historia",
    entre los moravios (cf. canonización de Jan Sarkander, en
    la República Checa, 21-5-1995). Ha deseado llevar a
    cabo "un acto de expiación" y pedir perdón a los
    indios de América
    Latina y a los africanos deportados como esclavos (Mensaje
    a los indios de América,
    Santo Domingo, 13-10-1992, y
    Discurso en la
    Audiencia general del 21.10-1992). Ya diez años antes
    había pedido perdón a los africanos por la trata de
    negros (Discurso en Yaoundé, 13-8-1985).

    (11) cf. n.33-36.

    (12) Este último aspecto aflora en la TMA
    sólo en el n. 33, allí donde se dice que la Iglesia
    reconoce como suyos a los propios hijos pecadores "delante de
    Dios y delante de los hombres".

    (13) Cf. Mt 13,24-30.36-43; SAN
    AGUSTÍN, De civitate Dei, 35: CCL 47,33; XI, 1:
    CCL 48,321; XIX, 26: CCL 48, 696.

    (14) Sobre los diversos métodos de lectura de la
    Sagrada Escritura, cf. el documento de la Pontificia
    Comisión Bíblica La interpretación de la
    Biblia en la Iglesia
    (1993).

    (15) A esta serie pueden referirse como ejemplos: Dt
    1,41 (la generación del desierto reconoce haber pecado
    rechazando avanzar para entrar en la tierra prometida); Jue
    10,10. 12 (en el tiempo de los Jueces el pueblo dice por dos
    veces "hemos pecado" contra el Señor, refiriéndose
    al haber servido a los baales); 1 Sam 7,6 (el pueblo del tiempo
    de Samuel afirma: "¡Hemos pecado contra el Señor!");
    Núm 21,7 (este texto se distingue por el hecho de que el
    pueblo de la generación mosaica admite que, al lamentarse
    respecto a la comida, se ha hecho culpable de "pecado" por haber
    hablado contra el Señor y también contra su
    guía humano, Moisés); 1 5am 12,19 (los israelitas
    de la época de Samuel reconocen que, al pedir tener un
    rey, han añadido éste "a todos sus pecados"); Esd
    lO, 13 (el pueblo reconoce ante Esdras haber "pecado en esta
    materia"
    grandemente, casándose con mujeres extranjeras); Sal
    65,2-2; 90,8; 103,10(107,10-11.7); Is 59,9-lS;
    64,5-9; Jer 8,14; 14,7; Lam 1,14.1 8a.22 ("Yo"
    personificación de Jerusalén); 3,42 (4,13); Bar 4,
    12-13 (Sión evoca las culpas de sus hijos que han
    conducido a la devastación); Ez 33,10; Miq 7,9 ("Yo").
    18-19.

    (16) Por ejemplo: Éx 9,27 (el faraón dice
    a Moisés y a Aarón: "Esta vez he pecado, el
    Señor tienen razón; yo y mi pueblo somos
    culpables"); 34,9 (Moisés invoca: "Perdona nuestra culpa y
    nuestro pecado"); Lev 16,21 (el sumo sacerdote confiesa los
    pecados del pueblo sobre la cabeza del "chivo expiatorio" el
    día de la expiación); Éx 32,11- 13 (cf. Dt
    9,26-29: Moisés); 32,31 (Moisés); 1 Re 8,33ss (cf.
    2 Crón 6,22s: Salomón reza para que Dios perdone
    eventuales pecados futuros del pueblo); 2 Crón 28,13 (los
    jefes de los israelitas afirman: "Nuestra culpa es grande"); Esd
    10,2 (Sekanías dice a Esdras: "Nosotros hemos sido
    infieles hacia nuestro Dios, casándonos con mujeres
    extranjeras"); Neh 1, 5-11 (Nehemías confiesa los pecados
    cometidos por el pueblo de Israel, por sí mismo y por la
    casa de su padre); Est 4,1 7n (Ester confiesa: "Hemos pecado
    contra ti y nos has entregado en las manos de nuestros enemigos
    por haber dado gloria a sus dioses"); 2 Mac 7,18.32 (los
    mártires judíos afirman que están sufriendo
    a causa de "nuestros pecados" contra Dios).

    (17) Entre los ejemplos de este tipo de confesión
    nacional se puede remitir a: 2 Re 22,13 (cf. 2 Crón 34,21:
    Josías teme la cólera del Señor "porque
    nuestros padres no han escuchado las palabras de este libro"); 2
    Crón 29,6-7 (Ezequías afirma: "Nuestros padres han
    sido infieles"); Sal 78,8ss (un "yo" reasume los pecados de las
    generaciones pasadas a partir del Éxodo). Cf.
    también el dicho popular citado en Jer 31~9y Ez 18,2: "Los
    padres comieron agraces y los hijos sufren la
    dentera".

    (18) Es el caso de textos como los siguientes: Lev 26,40
    (los exiliados son llamados a "confesar su iniquidad y la
    iniquidad de sus padres"); Esd 9,5b-l 5 (oración
    penitencial de Esdras, v. 7: "Desde los días de nuestros
    padres hasta el día de hoy nos hemos hecho muy culpables";
    cf. Neh 9,6-37; Tob 3,1-5 (en su oración, Tobias invoca:
    "No me condenes por mis pecados, mis errores y los de mis
    padres", v.3 y prosigue con la constatación: "no hemos
    observado tus decretos", v. 5); Sal 79,8-9 (este lamento
    colectivo implora a Dios que "no recuerdes contra nosotros culpas
    de antepasados […], líbranos y borra nuestros pecados");
    106,6 ("hemos pecado como nuestros padres"); Jer 3, 25("contra
    Yahvé nuestro Dios hemos pecado nosotros como nuestros
    padres"); Jer 14,19-22 ("reconocemos. Yahvé, nuestras
    maldades, la culpa de nuestros padres", v. 20); Lam 5
    ("nuestros padres pecaron, ya no existen; y nosotros cargamos con
    sus culpas’, v. 7; "¡Ay de nosotros, que hemos
    pecado!", v. 1 6b); Bar 1,15-3,18 ("hemos pecado ante el
    Señor", 1, 17 [cf. 1,19.21; 2,5.24], "no te acuerdes de
    las iniquidades de nuestros padres", 3,5 (cf. 2,33; 3,4.4]); Dan
    3, 26-45 (la oración de Azarías: "Pues con verdad y
    justicia has provocado todo esto, por nuestros pecados", v. 28);
    Dan 9,4-19 ("pues, a causa de nuestros pecados y de las
    iniquidades de nuestros padres, Jerusalén […] es el
    escarnio de todos […]", v. 16).

    (19) Éstos incluyen falta de confianza en Dios
    (así, p. ej., Dt 1,41; Núm 14,10), idolatría
    (como en Jue 10,10-15), exigencia de un rey humano (1 Sam 12,9),
    matrimonios con mujeres extranjeras, en contraste con la Ley
    divina (Esd 9-10). En Is 59,1 3b el pueblo dice de sí
    "hablar de opresión y revueltas, concebir y musitar en el
    corazón palabras engañosas".

    (20) Cf. el caso análogo del repudio de las
    mujeres extranjeras por parte de los judíos, narrado en
    Esd 9-l0, con todas las consecuencias negativas que habría
    tenido sobre las mujeres implicadas. La cuestión de una
    petición de perdón dirigida a ellas (y o a sus
    descendientes) no se plantea propiamente, en cuanto que el
    repudio es presentado como una exigencia de la Ley divina (cf. Dt
    7, 3) en todos estos capítulos.

    (21) Viene a la mente, a este respecto, el caso de las
    relaciones permanentemente tensas entre Israel y Edom. Este
    pueblo, no obstante su condición de "hermano" de Israel,
    participó y se alegró de la caída de
    Jerusalén por obra de los babilonios (cf., p. ej.,
    Abdías 10-14). Israel, como signo de ultraje por esta
    traición, no sintió necesidad alguna de pedir
    perdón por la matanza de prisioneros edomitas indefensos,
    perpetrada por el rey Amazías según 2 Crón
    25, 12.

    (22) JUAN PABLO II, "Discurso del 1 de septiembre de
    1999": L’Osservatore Romano (2-9-1999) 4.

    (23) Se piense en el motivo, presente en autores
    cristianos de diversas épocas, de! reproche a la Iglesia a
    causa de sus culpas, uno de cuyos ejemplos más
    representativos lo constituye el Líber asceticus,
    de Máximo el Confesor, PL 90, 912-956.

    (24) LO 8; cf. también UR 3y 6.

    (25) PABLO VI, Credo del Pueblo de Dios
    (30-6-1968) n. 19: Enchiridion Vaticanum 3,
    264s.

    (26) SAN
    AGUSTÍN, Sermo 181, 5, 7: PL 38,
    982.

    (27) SANTO TOMÁS DE
    AQUINO, Summa Theol. III q.8 a.3 ad 2.

    (28) SAN AMBROSIO, De virginitate 8,48: PL 16,
    278D: "Caveanius igitur, ne lapsus noster vulnus Ecclesíae
    fiat". De "herida" infligida a la Iglesia por el pecado de sus
    hijos habla también LO 11.

    (29) K. DELAHAYE, La Comunità, Madre del
    credenti
    (Cassano M. [Bari] 1974) 110. Cf. también H.
    RAHNER, Mater Ecclesia. Inni di lode alla Chíesa tratti
    dal primo millennio della letteratura cristiana
    (Milán
    1972).

    (30) SAN AGUSTÍN, Sermo 25, 8: PL 46, 938:
    "Mater ista sancta, honorata, Mariae similis, et parit et Virgo
    est. Ex illa nati estis et Christum parit: nam membra Christi
    estis".

    (31) CIPRIANO, De Ecclesiae Catholicae unitate 6:
    CCL 3,253: "Habere iam non potest Deum patrem qui ecclesiani non
    habet matrem". El mismo Cipriano afirma en otro lugar: "Ut habere
    quis possit Deum Patrem, habeat ante ecclesiani matrem" Un Ps
    88, Sermo
    2, 14: CCL 39, 1244).

    (32) PAULINO DE NOLA, Carmen 25, 171-172: CSEL
    30,243: "Indo manet inater aetemi semine verbi / concipiens
    populos et pariter pariens".

    (33) IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ad Romanos,
    Proem.:
    SCh 10, 124 (Th. Camelot, París
    1958).

    (34) Discurso a los participantes en el Simposio
    Internacional sobre la Inquisición, promovido por la
    Comisión Teológico-Histórica del
    Comité Central del Jubileo, n.4 (31-10-1998).

    (35) Cf., para cuanto sigue, H. O. GADAMER, Verdad y
    método

    (Salamanca 1977).

    (36) B. LONERGAN, Il metodo in teologia
    (Brescia 1975) 173.

    (37) JUAN PABLO II, "Discurso del 1 de septiembre de
    1999": L ‘Osservatore Romano (2-9-1999)
    4.

    (38) UR 1. TMA 34 dice "aún más que en el
    primer milenio, la comunión eclesial ha conocido dolorosas
    laceraciones".

    (39) Cf. el Discurso de apertura de la Segunda
    sesión del Concilio, del 29 de septiembre de 1964:
    Enchiridion Vaticanum 1 (106) n. 176.

    (40) Cf. la documentación del diálogo de la
    caridad entre la Santa Sede y el Patriarcado ecuménico de
    Constantinopla en el Tómos Agápes: Vatican
    Phanar (1958-1970) (Roma-Estambul 1971).

    (41) JUAN PABLO II, "Discurso del 1 de septiembre de
    1999": L’Osservatore Romano (2-9-1999) 4.

    (42) El tema es tratado de modo riguroso en la
    Declaración Nostra Aetate del Vaticano
    II.

    (43) Comisión para las Relaciones Religiosas con
    el Hebraísmo, Nosotros recordamos: una reflexión
    sobre la Shoah
    (Roma, 16-3-1998)3. Cf. JUAN PABLO II,
    Discurso a la Sinagoga de Roma (13-4-1986) 4: AAS
    78 (1986) 1120.

    (44) Este es el juicio del reciente documento de la
    Comisión para las Relaciones Religiosas con el
    Hebraísmo, Nosotros recordamos: una reflexión
    sobre la Shoah
    (Roma, 16-3-1998) 3.

    (45) Ibid. 7.

    (46) Ibid. 5

    (47) Ibid. 6.

    (48) Ibid. 5.

    (49) Se piense solamente en el signo del martirio, cf.
    TMA, 37.

    (50) UR 6. Es el mismo texto el que afirma que "la
    Iglesia peregrina en este mundo es llamada por Cristo a esta
    perenne reforma (ad hanc perennem reformationem), de la
    que ella, en cuanto institución humana y terrena, necesita
    permanentemente".

    (51) "Opus renovationis nec non reformationis", ibid.,
    4.

    (52) Ibid., 6: "Toda renovación de la Iglesia
    consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad hacia su
    vocación".

    (53) La fórmula, particularmente fuerte, es de
    San Agustín: De Trinítate 1, 13, 28: CCL
    50, 69, 13; Epist. 169, 2: CSEL 44, 617;
    Sermo 341A: Misc. Agost. 314, 22.

    (54) JUAN PABLO II, Discurso a los participantes en
    el Simposio
    Internacional de estudio sobre la Inquisición, promovido
    por la Comisión Teológico-Histórica del
    Comité Central del Jubileo, 5
    (31-10-1998).

    (55) "Gloria Dei vivens horno: vita autem hominis visio
    Dei", SAN IRENEO DE LYON, Adversus Haereses IV, 20,7; SCh
    100, t. II, 648.

    (56) JUAN PABLO II, "Discurso del 1 de septiembre de
    1999": L’Osservatore Romano (2-9-1999) 4.

    (57) "Discurso al Centro Europeo para la
    Investigación Nuclear" (Ginebra, 15-6-1982), en:
    Insegnamenti di Giovanni Paolo 11, V, 2 (Vaticano 1982)
    2321.

     

     

    Autor:

    Profesor José Luis Dell’Ordine
    Area religión

    Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

    Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

    Categorias
    Newsletter