MEMORIA Y
RECONCILIACION:
INTRODUCCIÓN
1. EL PROBLEMA: AYER Y HOY
1.1. Antes del Vaticano II
1.2. La enseñanza del Concilio
1.3. Las peticiones de perdón de Juan Pablo
II
1.4. Las cuestiones planteadas
2. APROXIMACIÓN BÍBLICA
2.1. El Antiguo Testamento
2.2. El Nuevo Testamento
2.3. El Jubileo bíblico
2.4. Conclusión
3. FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS
3.1. El misterio de la Iglesia
3.2. La santidad de la Iglesia
3.3. La necesidad de una renovación
continua
3.4. La maternidad de la Iglesia
4. JUICIO HISTÓRICO Y TEOLÓGICO
4.1. La interpretación de la
historia
4.2. Indagación histórica y
valoración teológica
5. DISCERNIMIENTO ÉTICO
5.1. Algunos criterios éticos
5.2. La división de los cristianos
5.3. El uso de la violencia al
servicio de
la verdad
5.4. Cristianos y hebreos
5.5. Nuestra responsabilidad por los males de hoy
6. PERSPECTIVAS PASTORALES Y MISIONERAS
6.1. Las finalidades pastorales
6.2. Las implicaciones eclesiales
6.3. Las implicaciones en el plano del dialogo y de
la misión
CONCLUSIÓN
NOTAS
SIGLAS
AAS Acta Apostolicae Sedis (1909ss).
CEC Catecismo de la Iglesia
Católica.
DH CONCILIO VATICANO II, Declaración
Dignitatis humanae (1965).
GS CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et spes
(1965).
IM JUAN PABLO II, Bula Incarnationis mysterium
(29-11-1998).
LG CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen
gentium (1964).
NAe CONCILIO VATICANO II, Declaración Nostra
aetate (1965).
PL J. P. MIGNE, Patrologia latina
(París).
RP JUAN PABLO II, Exhortación Reconciliatio et
Paenitentia (2-12-1984).
SCh Sources Chrétiennes
(París).
TMA JUAN PABLO II, Carta
apostólica Tertio milennio adveniente
(10-11-1994).
UR CONCILIO VATICANO II, Decreto Unitatis
redintegratio (1964).
UUS JUAN PABLO II, Carta
encíclica Ut unum sint (25-5-1995).
Nota preliminar: El estudio del tema "La Iglesia
y las culpas del pasado" fue propuesto a la Comisión
Teológica Internacional de parte de su Presidente, el
Cardenal J. Ratzinger, con vistas a la celebración del
Jubileo del año 2000. Para preparar este estudio se
formó una Sub-Comisión compuesta por el Rev.
Christopher BEGG, por Mons. Bruno FORTE (presidente), por el Rev.
Sebastian KAROTEMPREL, S.D.B., por Mons. Roland M1NNERATH, por el
Rev. Thomas NORRIS, por el Rev. P. Rafael SALAZAR CARDENAS,
M.Sp.S., y por Mons. Anton STRUKELJ. Las discusiones generales
sobre este tema se han desarrollado en numerosos encuentros de la
Sub-Comisión y durante las sesiones plenarias de la misma
Comisión Teológica Internacional, tenidas en
Roma en 1998 y en
1999. El presente texto ha sido
aprobado en forma específica, con el voto escrito
de la Comisión, y ha sido sometido después a su
Presidente, el Cardenal J. Ratzinger, Prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, el cual ha dado su
aprobación para la publicación.
INTRODUCCIÓN
La Bula de convocatoria del Año Santo del 2000
Incarnationis mysterium (29 de noviembre de 1998) indica,
entre los signos "que oportunamente pueden servir para vivir con
mayor intensidad la insigne gracia del jubileo", la
purificación de la
memoria. Esta consiste en el proceso
orientado a liberar la conciencia
personal y
común de todas las formas de resentimiento o de violencia que
la herencia de
culpas del pasado puede habernos dejado, mediante una
valoración renovada, histórica y teológica,
de los acontecimientos implicados, que conduzca, si resultara
justo, a un reconocimiento correspondiente de la culpa y
contribuya a un camino real de reconciliación. Un proceso
semejante puede incidir de manera significativa sobre el
presente, precisamente porque las culpas pasadas dejan sentir a
todavía menudo el peso de sus consecuencias y permanecen
como otras tantas tentaciones también hoy
día.
En cuanto tal, la purificación de la memoria requiere
"un acto de coraje y de humildad en el reconocimiento de las
deficiencias realizadas por cuantos han llevado y llevan el
nombre de cristianos" y se basa sobre la convicción de que
"por aquel vínculo que, en el Cuerpo místico, nos
une los unos a los otros, todos nosotros llevamos el peso de los
errores y de las culpas de quienes nos han precedido, aun no
teniendo responsabilidad personal y sin
pretender sustituir aquí al juicio de Dios. Juan Pablo II
añade: "Como sucesor de Pedro pido que en este año
de misericordia la Iglesia, fuerte por la santidad que recibe de
su Señor, se ponga de rodillas ante Dios e implore el
perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos"
(IM 11). Al reafirmar después que "los cristianos
están invitados a asumir, ante Dios y ante los hombres
ofendidos por sus comportamientos, las deficiencias por ellos
cometidas", el Papa concluye: "Lo hacemos sin pedir nada a
cambio,
fuertes sólo por el amor de
Dios, que ha sido derramado en nuestros corazones (Rom 5,
5)"(1).
Las peticiones de perdón hechas por el Obispo de
Roma en este
espíritu de autenticidad y de gratuidad han suscitado
reacciones diversas. La confianza incondicional que el Papa ha
demostrado tener en la fuerza de la
Verdad ha encontrado una acogida generalmente favorable, en el
interior y en el exterior de la comunidad
eclesial. No pocos han subrayado el incremento de credibilidad de
los pronunciamientos eclesiales, consiguiente a estos
comportamientos. No han faltado, sin embargo, algunas reservas,
expresión sobre todo del malestar unido a contextos
históricos y culturales particulares, en los que la simple
admisión de culpas cometidas por los hijos de la Iglesia
puede asumir el significado de una cesión ante a las
acusaciones de quien es perjudicialmente hostil a ella.
Entre consenso y malestar se advierte la necesidad de una
reflexión que esclarezca las razones, las condiciones y la
exacta configuración de las peticiones de perdón
relativas a las culpas del pasado.
De esta necesidad ha intentado hacerse cargo, elaborando
el presente texto, la
Comisión Teológica Internacional, en la que
están representadas culturas y sensibilidades diversas en
el interior de la única fe católica. En el texto se
ofrece una reflexión teológica sobre las
condiciones de posibilidad de los actos de "purificación
de la memoria",
unidos al reconocimiento de las culpas del pasado. Las preguntas
a las que se intenta responder son: ¿por qué llevar
a cabo tales actos?, ¿quiénes son los sujetos
adecuados?, ¿cual es su objeto y cómo determinarlo,
conjugando correctamente juicio histórico y juicio
teológico?, ¿quiénes son los destinatarios?,
¿cuáles las implicaciones morales?,
¿cuáles los efectos posibles sobre la vida de la
Iglesia y sobre la sociedad? La
finalidad del texto no es, por tanto, someter a examen casos
históricos particulares, sino esclarecer los presupuestos
que hayan fundado el arrepentimiento relativo a las culpas
pasadas.
Haber precisado desde el comienzo el género de
la reflexión aquí presentada esclarece
también a qué se hace referencia cuando en ella se
habla de la Iglesia: no se trata ni de la sola institución
histórica, ni de la sola comunión espiritual de los
corazones iluminados por la fe. Por Iglesia se entenderá
siempre la comunidad de los
bautizados, inseparablemente visible y operante en la historia bajo la guía
de los pastores y unificada en la profundidad de su misterio por
la acción del Espíritu vivificante: aquella Iglesia
que, según las palabras del Concilio Vaticano II, "por una
notable analogía se la compara al misterio del Verbo
encarnado, pues así como la naturaleza
asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo
salvación, unido indisolublemente a Él, de modo
semejante la articulación social de la Iglesia sirve al
Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el
acrecentamiento de su cuerpo (cf. Ef 4, 16)" (LO 8). Esta
Iglesia, que abraza a sus hijos del pasado y del presente en una
comunión real y profunda, es la única madre en la
gracia, que asume sobre sí el peso de las culpas
también pasadas, para purificar la memoria y vivir
la renovación del corazón y
de la vida según la voluntad del Señor. Ella puede
hacerlo en cuanto que Cristo Jesús, de quien es el Cuerpo
místicamente prolongado en la historia, ha asumido sobre
sí de una vez para siempre los pecados del
mundo.
La estructura del
texto refleja las preguntas planteadas: parte de una breve
reexaminación histórica del tema (cap. 1), para
poder indagar
después el fundamento bíblico (cap. 2) y
profundizar en las condiciones teológicas de las
peticiones de perdón (cap. 3). La conjugación
precisa de juicio histórico y de juicio teológico
es elemento decisivo para llegar a pronunciamientos correctos y
eficaces, que tengan en cuenta adecuadamente los tiempos, los
lugares y los contextos en los que se sitúan los actos
considerados (cap. 4). A las implicaciones morales (cap.
5), pastorales y misioneras (cap. 6) de estos actos de
arrepentimiento relativos a las culpas del pasado están
dedicadas las consideraciones finales, que naturalmente tienen un
valor
específico para la Iglesia católica. No obstante,
en el convencimiento de que la exigencia de reconocer las propias
culpas tiene razón de ser para todos los pueblos y para
todas las religiones, se formula el
deseo de que las reflexiones propuestas puedan ayudar a todos
para avanzar en un camino de verdad, de diálogo
fraterno y de reconciliación.
Y, como conclusión de esta introducción, no será inútil
recordar la finalidad última de todo posible acto de
"purificación de la memoria", llevado a cabo por
creyentes, pues ha inspirado también el trabajo de
la Comisión: se trata de la glorificación de Dios,
ya que vivir la obediencia a la Verdad divina y a sus exigencias
conduce a confesar conjuntamente con nuestras culpas la
misericordia y la justicia
eterna del Señor. La "confessio peccati", sostenida e
iluminada por la fe en la Verdad que libera y salva ("confessio
fidei"), se convierte en "confessío laudis" dirigida a
Dios, en cuya sola presencia es posible reconocer las culpas del
pasado y las del presente, para dejarse reconciliar por Él
y con Él en Jesucristo, único Salvador del mundo, y
hacerse capaces de ofrecer el perdón a cuantos nos
hubieran ofendido. Este ofrecimiento de perdón aparece
particularmente significativo si se piensa en tantas
persecuciones como los cristianos han sufrido a lo largo de la
historia. En esta perspectiva, los actos llevados a cabo y
requeridos por el Papa respecto a las culpas del pasado,
representan un valor ejemplar
y profético, tanto para las religiones, cuanto para los
gobiernos y las naciones, como para la Iglesia católica,
que podrá verse así ayudada a vivir de manera
más eficaz el gran Jubileo de la encarnación como
acontecimiento de gracia y de reconciliación para
todos.
1. EL PROBLEMA: AYER Y HOY
1.1. Antes del Vaticano II
El Jubileo se ha vivido siempre en la Iglesia como un
tiempo de
alegría por la salvación otorgada en Cristo y como
una ocasión privilegiada de penitencia y de
reconciliación por los pecados presentes en la vida del
Pueblo de Dios. Desde su primera celebración bajo
Bonifacio VIII en el año 1300, el peregrinaje penitencial
a la tumba de los apóstoles Pedro y Pablo ha estado
asociado a la concesión de una indulgencia excepcional
para procurar, con el perdón sacramental, la
remisión total o parcial de las penas temporales debidas
por los pecados (2). En este contexto, tanto el perdón
sacramental como la remisión de las penas revisten un
carácter personal. A lo largo del
"año de perdón y de gracia" (3), la Iglesia
dispensa en modo particular el tesoro de gracias que Cristo ha
constituido en su favor (4). En ninguno de los jubileos
celebrados hasta ahora ha estado
presente, sin embargo, una toma de conciencia de
eventuales culpas del pasado de la Iglesia, ni tampoco de la
necesidad de pedir perdón a Dios por los comportamientos
del pasado próximo o remoto.
Más aún, en la historia entera de la
Iglesia no se encuentran precedentes de peticiones de
perdón relativas a culpas del pasado, que hayan sido
formuladas por el Magisterio. Los concilios y las decretales
papales sancionaban, ciertamente, los abusos de que se hubieran
hecho culpables clérigos o laicos, y no pocos pastores se
esforzaban sinceramente en corregirlos. Sin embargo, han sido muy
raras las ocasiones en las que las autoridades eclesiales (Papa,
Obispos o Concilios) han reconocido abiertamente las culpas o los
abusos de los que ellas mismas se habían hecho culpables.
Un ejemplo célebre lo proporciona el papa reformador
Adriano VI, quien reconoció abiertamente, en un mensaje a
la Dieta de Nurenberg del 25 de noviembre de 1522, "las
abominaciones, los abusos […] y las prevaricaciones" de las que
se había hecho culpable "la corte romana" de su tiempo,
"enfermedad […] profundamente arraigada y desarrollada",
extendida "desde la cabeza a los miembros" (5). Adriano VI
deploraba culpas contemporáneas, precisamente las de su
predecesor inmediato León X y las de su curia, sin asociar
todavía a ello, no obstante, una petición de
perdón.
Será necesario esperar hasta Pablo VI para ver
cómo un Papa expresa una petición de perdón
dirigida tanto a Dios como a un grupo de
contemporáneos. En el discurso de
apertura de la segunda sesión del Concilio, el Papa "pide
perdón a Dios […] y a los hermanos separados" de Oriente
que se sientan ofendidos "por nosotros" (Iglesia católica)
y se declara dispuesto, por parte suya, a perdonar las ofensas
recibidas. En la óptica
de Pablo VI, la petición y la oferta de
perdón se referían únicamente al pecado de
la división entre los cristianos y presuponían la
reciprocidad.
1.2. La enseñanza del Concilio
El Vaticano LI se pone en la misma perspectiva que Pablo
VI. Por las culpas cometidas contra la unidad, afirman los Padres
conciliares, "pedimos perdón a Dios y a los hermanos
separados, así como nosotros perdonamos a quienes nos
hayan ofendido" (UR 7). Además de las culpas contra la
unidad, el Concilio señala otros episodios negativos del
pasado en los cuales los cristianos han tenido alguna
responsabilidad. Así, "deplora ciertas actitudes
mentales que no han faltado a veces entre los propios cristianos"
y que han podido hacer pensar en una oposición entre
la ciencia y
la fe (OS 36). De manera semejante, considera que "en la
génesis del ateísmo" los cristianos han podido
tener "una cierta responsabilidad", en la medida en que con su
negligencia "han velado más bien que revelado el genuino
rostro de Dios y de la religión" (OS 19).
Además, el Concilio "deplora" las persecuciones y
manifestaciones de antisemitismo llevadas a cabo "en cualquier
tiempo y por cualquier persona" (NAe 4).
El Concilio, sin embargo, no asocia a los hechos citados una
petición de perdón.
Desde el punto de vista teológico el Vaticano II
distingue entre la fidelidad indefectible de la Iglesia y las
debilidades de sus miembros, clérigos o laicos, ayer como
hoy (OS 43.6); por tanto, entre ella, esposa de Cristo "sin
mancha ni arruga […] santa e inmaculada" (cf. Ef 5, 27),
y sus hijos, pecadores perdonados, llamados a la metanoia
permanente, a la renovación en el Espíritu Santo.
"La Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa
al mismo tiempo que necesitada de purificación constante,
busca sin cesar la penitencia y la renovación"
(6).
El Concilio ha elaborado también algunos
criterios de discernimiento respecto a la culpabilidad o a la
responsabilidad de los vivos por las culpas pasadas. En efecto,
en dos contextos diferentes, ha recordado la no imputabilidad a
los contemporáneos de culpas cometidas en el pasado por
miembros de sus comunidades religiosas:
– "Lo que en su pasión (de Cristo) se
perpetró no puede ser imputado ni indistintamente a todos
los judíos que entonces vivían, ni a los
judíos de hoy" (NAe 4).
– "Comunidades no pequeñas se separaron de la
plena comunión de la Iglesia católica, aveces no
sin culpa de los hombres por una y otra parte. Sin embargo,
quienes ahora nacen en esas comunidades y se nutren con la fe de
Cristo no pueden ser acusados de pecado de separación, y
la Iglesia católica los abraza con fraterno respeto y
amor" (UR
3).
En el primer Año Santo celebrado después
del Concilio, en 1975, Pablo VI había dado como
tema "renovación y reconciliación" (7), precisando,
en la Exhortación apostólica Paterna cum
benevolentia, que la reconciliación debía sobre
todo llevarse a cabo entre los fieles de la Iglesia
católica (8). Como en sus orígenes, el Año
Santo seguía siendo una ocasión de
conversión y de reconciliación de los pecadores con
Dios, a través de la economía sacramental
de la Iglesia.
1.3. Las peticiones de perdón de Juan Pablo
II
Juan Pablo LI no sólo renueva el lamento por las
"dolorosas memorias" que
han ido marcando la historia de las divisiones entre los
cristianos, como habían hecho Pablo VI y el concilio
Vaticano II (9), sino que extiende la petición de
perdón también a una multitud de hechos
históricos, en los cuales la Iglesia o grupos
particulares de cristianos han estado implicados por diversos
motivos’ (10). En la Carta
apostólica Tertio millennio adveniente (11),
el Papa desea que el Jubileo del Año 2000 sea la
ocasión para una purificación de la memoria de la
Iglesia de "todas las formas de contratestimonio y de
escándalo", que se han sucedido en el curso del milenio
pasado (cf. TMA 33).
La Iglesia es invitada a "asumir con conciencia
más viva el pecado de sus hijos". Ella "reconoce como
suyos a los hijos pecadores", y los anima a "purificarse, en el
arrepentimiento, de los errores, infidelidades, incoherencias y
lentitudes" (TMA 33). La responsabilidad de los cristianos en los
males de nuestro tiempo es igualmente evocada (cf. TMA 36), si
bien el acento recae particularmente sobre la solidaridad de la
Iglesia de hoy con las culpas pasadas, de las que algunas son
explícitamente mencionadas, como la división entre
los cristianos (cf. TMA 34) o los "métodos de
violencia y de intolerancia" utilizados en el pasado para
evangelizar (cf. TMA 35).
El mismo Juan Pablo II estimula a profundizar
teológicamente la asunción de las culpas del pasado
y la eventual petición de perdón a los
contemporáneos (12), cuando, en la Exhortación
Reconciliatio el paenitentia, afirma que en el sacramento
de la penitencia "el pecador se encuentra solo ante Dios con su
culpa, su arrepentimiento y su confianza. Nadie puede
arrepentirse en lugar suyo o pedir perdón en su nombre".
El pecado es, por tanto, siempre personal, también cuando
hiere a la Iglesia entera que, representada por el sacerdote
ministro de la penitencia, es mediadora sacramental de la gracia
que reconcilia con Dios (RP 31). También las situaciones
de "pecado social", que se verifican en el interior de las
comunidades humanas cuando se lesionan la justicia, la
libertad y la
paz, "son siempre el fruto, la acumulación y la
concentración de pecados personales". En el caso de que la
responsabilidad moral quedara
diluida en causas anónimas, entonces no se podría
hablar de pecado social más que por analogía (RP
16). De donde se deduce que la imputabilidad de una culpa no
puede extenderse propiamente más allá del grupo de
personas que han consentido en ella voluntariamente, mediante
acciones o por
omisiones o por negligencia.
1.4. Las cuestiones planteadas
La Iglesia es una sociedad viva que
atraviesa los siglos. Su memoria no está sólo
constituida por la tradición que se remonta a los
Apóstoles, normativa para su fe y para su vida, sino que
es también rica por la variedad de las experiencias
históricas, positivas y negativas, que ella ha vivido. El
pasado de la Iglesia estructura en
amplia medida su presente. La tradición doctrinal,
litúrgica, canónica y ascética nutre la vida
misma de la comunidad creyente, ofreciéndole un muestrario
incomparable de modelos a
imitar. A través del peregrinaje terreno, sin embargo, el
grano bueno permanece siempre mezclado con la cizaña de
manera inextricable, la santidad se establece al lado de la
infidelidad y del pecado (13). Y así es como el recuerdo
de los escándalos del pasado puede obstaculizar el
testimonio de la Iglesia de hoy y el reconocimiento de las culpas
cometidas por los hijos de la Iglesia de ayer puede favorecer la
renovación y la reconciliación en el
presente.
La dificultad que se perfila es la de definir las culpas
pasadas, a causa sobre todo del juicio histórico que esto
exige, ya que en lo acontecido se ha de distinguir siempre la
responsabilidad o la culpa atribuible a los miembros de la
Iglesia en cuanto creyentes, de aquella referible a la sociedad
de los siglos llamados "de cristiandad" o a las estructuras de
poder en las
que lo temporal y lo espiritual se hallaban entonces
estrechamente entrelazados. Una hermenéutica
histórica es, por tanto, necesaria más que nunca,
para hacer una distinción adecuada entre la acción
de la iglesia en cuanto comunidad de fe y la acción de la
sociedad en tiempos de ósmosis entre ellas.
Los pasos llevados a cabo por Juan Pablo II para pedir
perdón de las culpas del pasado han sido comprendidos en
muchísimos ambientes, eclesiales y no eclesiales, como
signos de vitalidad y de autenticidad de la Iglesia, tales como
para reforzar su credibilidad. Es justo, por otra parte, que la
Iglesia contribuya a modificar imágenes
de sí falsas e inaceptables, especialmente en los campos
en los que, por ignorancia o por mala fe, algunos sectores de
opinión se complacen en identificarla con el oscurantismo
y con la intolerancia. Las peticiones de perdón formuladas
por el Papa han suscitado también una emulación
positiva en el ámbito eclesial y más allá de
él. Jefes de estado o de gobierno,
sociedades
privadas y públicas, comunidades religiosas piden
actualmente perdón por episodios o períodos
históricos marcados por injusticias. Esta praxis no es en
absoluto retórica, tanto que algunos dudan en acogerla al
calcular los costes consiguientes a un reconocimiento de solidaridad con
las culpas pasados, entre otros en el plano judicial.
También desde este punto de vista urge, por tanto, un
discernimiento riguroso.
No faltan, sin embargo, fieles desconcertados, en cuanto
que su lealtad hacia la Iglesia parece quedar alterada. Algunos
de ellos se preguntan cómo transmitir el amor a la
Iglesia a las jóvenes generaciones, si esta misma Iglesia
está imputada por crímenes y por culpas. Otros
observan que el reconocimiento de las culpas es al menos
unilateral y se ve aprovechado por los detractores de la Iglesia,
satisfechos al verla confirmar los prejuicios que ellos mantienen
a su respecto. Otros ponen en guardia ante la
culpabilización arbitraria de generaciones actuales de
creyentes por deficiencias en las que ellos no han consentido en
modo alguno, aun declarándose dispuestos a asumir su
responsabilidad en la medida en que grupos humanos se
pudieran sentir todavía hoy afectados por las
consecuencias de injusticias sufridas en otros tiempos por sus
predecesores. Algunos, además, retienen que la Iglesia
podrá purificar su memoria respecto a las acciones
ambiguas en las que ha estado implicada en el pasado tomando
simplemente parte en el trabajo
crítico sobre la memoria, que se está desarrollando
en nuestra sociedad. Así ella podría afirmar
condividir con sus contemporáneos el rechazo de lo que la
conciencia moral actual
reprueba, sin proponerse como la única culpable y
responsable de los males del pasado, buscando al mismo tiempo el
diálogo en la comprensión recíproca con
cuantos se sintieran todavía hoy heridos por hechos
pasados imputables a los hijos de la Iglesia. Finalmente, es de
esperarse que algunos grupos puedan reclamar una petición
de perdón en relación con ellos, o por
analogía con otros o porque retengan haber sufrido
comportamientos ofensivos. En cualquier caso, la
purificación de la memoria no podrá significar
jamás que la Iglesia renuncie a proclamar la verdad
revelada que le ha sido confiada, tanto en el campo de la fe como
en el de la
moral.
Se perfilan así diversos interrogantes:
¿se puede hacer pesar sobre la conciencia actual una
"culpa" vinculada a fenómenos históricos
irrepetibles, como las cruzadas o la inquisición?
¿No es demasiado fácil juzgar a los protagonistas
del pasado con la conciencia actual (como hacen escribas y
fariseos, según Mt 23, 29-32), como si la conciencia moral
no se hallara situada en el tiempo? ¿Se puede acaso, por
otra parte, negar que el juicio ético siempre tiene
vigencia, por el simple hecho de que la verdad de Dios y sus
exigencias morales siempre tienen valor? Cualquiera que sea la
actitud a
adoptar, ésta debe confrontarse con estos interrogantes y
buscar respuestas que estén fundadas en la
revelación y en su transmisión viva en la fe de la
Iglesia. La cuestión prioritaria es, por tanto, la de
esclarecer en qué medida las peticiones de perdón
por las culpas del pasado, sobre todo cuando se dirigen a grupos
humanos actuales, entran en el horizonte bíblico y
teológico de la reconciliación con Dios y con el
prójimo.
2. APROXIMACIÓN
BÍBLICA
Es posible desarrollar de varios modos una
indagación sobre el reconocimiento que Israel hace de
sus culpas en el Antiguo Testamento y sobre el tema de la
confesión de las culpas tal como ésta se presenta
en las tradiciones del Nuevo Testamento (14). La naturaleza
teológica de la reflexión aquí llevada a
cabo induce a privilegiar una aproximación de tipo
prevalentemente temático, partiendo de la pregunta
siguiente: ¿qué trasfondo ofrece el testimonio de
la Sagrada Escritura a la
invitación que Juan Pablo 11 hace a la Iglesia para que
confiese las culpas del pasado?
2.1. El Antiguo Testamento
Confesiones de pecado y consecuentes peticiones de
perdón se encuentran en toda la Biblia, tanto en las
narraciones del Antiguo Testamento, como en los salmos, en los
profetas, en los evangelios, así como, más
esporádicamente, en la literatura sapiencial y en
las cartas del Nuevo
Testamento. Dada la abundancia y difusión de estos
testimonios, se plantea la pregunta de cómo seleccionar y
catalogar el conjunto de los textos significativos. Puede
preguntarse acerca de los textos bíblicos relativos ala
confesión de los pecados: ¿quién está
confesando qué cosa (y qué género de culpa)
a quién? Plantear así la cuestión ayuda a
distinguir dos categorías principales de "textos de
confesión", cada una de las cuales comprende diversas
subcategorías, a saber: a) textos de confesión de
pecados individuales; b) textos de confesión de los
pecados del pueblo entero (y de aquellos de sus antepasados). En
relación con la reciente praxis eclesial, de la que parte
nuestra investigación, conviene restringir el
análisis a la segunda
categoría.
En ella pueden identificarse diversas posibilidades,
según quién haga la confesión de los pecados
del pueblo y quién esté asociado o no a la culpa
común, prescindiendo de la presencia o no de una
conciencia de la responsabilidad personal (madurada sólo
de manera progresiva, cf. Ez 14, 12-23; 18, 1-32; 33, 10-20).
Basándose en estos criterios, pueden distinguirse los
siguientes casos, por otra parte más bien
flexibles:
– Una primera serie de textos representa al pueblo
entero (a veces personificado como un "Yo" singular), el cual, en
un momento particular de su historia, confiesa o alude a sus
pecados contra Dios sin ninguna referencia (explícita) a
las culpas de las generaciones precedentes (15).
– Otro grupo de textos sitúa la confesión
de los pecados actuales del pueblo, dirigida a Dios, en los
labios de uno o más jefes (religiosos), que pueden o no
incluirse explícitamente en el pueblo pecador por el cual
oran (16).
– Un tercer grupo de textos presenta al pueblo o a uno
de sus jefes en el acto de evocar los pecados de los antepasados,
sin mencionar, no obstante, los de la generación presente
(17).
– Con más frecuencia, las confesiones que
mencionan las culpas de los antepasados las vinculan expresamente
a los errores de la generación presente (18).
De los testimonios recogidos resulta que en todos los
casos donde son mencionados los "pecados de los padres" la
confesión está dirigida únicamente a Dios y
los pecados cónfesados por el pueblo o para el pueblo son
aquellos cometidos directamente contra Él, más bien
que los cometidos (también) contra otros seres humanos
(sólo en Núm 27,7 se hace alusión a una
parte humana ofendida, Moisés) (19). Surge la
cuestión de por qué los escritores bíblicos
no han sentido la necesidad de peticiones de perdón
dirigidas a interlocutores presentes a propósito de culpas
cometidas por los padres, a pesar de su fuerte sentido de la
solidaridad entre las generaciones, tanto en el bien como en el
mal (se piense en la idea de la "personalidad
corporativa"). Varias hipótesis podrían avanzarse como
respuesta a esta cuestión. Hay, sobre todo, el difuso
teocentrismo de la Biblia, que da la precedencia al
reconocimiento tanto individual como nacional de las culpas
cometidas contra Dios. Además, actos de violencia
perpetrados por Israel contra
otros pueblos, que parecerían exigir una petición
de perdón a aquellos pueblos o a sus descendientes, son
comprendidos como la ejecución de directrices divinas
respecto a ellos, como, por ejemplo, Jos 2-11 y Dt 7,2 (el
exterminio de los cananeos) o 1 Sani 15 y Dt 25,19 (la
destrucción de los amalecitas). En tales casos, el mandato
divino implicado parecería excluir toda posible
petición de perdón que habría de hacerse
(20). Las experiencias de malos tratos por parte de otros
pueblos, sufridas por Israel, y la animosidad así
suscitada, podrían haber militado también contra la
idea de pedir perdón a estos pueblos por el mal causado a
ellos (21).
Queda, a pesar de todo, como algo relevante en el
testimonio bíblico el sentido de la solidaridad
intergeneracional en el pecado (y en la gracia), que se expresa
en la confesión ante Dios de los "pecados de los
antepasados", tanto que, citando la espléndida
oración de Azarías, Juan Pablo II ha podido afirmar
"Bendito eres tú, Señor, Dios de nuestros padres
[…] nosotros hemos pecado, hemos actuado como inicuos,
alejándonos de ti, hemos faltado en todo modo y manera. No
hemos obedecido tus mandatos’ (Dan 3,26.29). Así
oraban los hebreos después del exilio (cf. también
Bar 2,11-13), haciéndose cargo de las culpas cometidas por
sus padres. La Iglesia imita su ejemplo y pide perdón por
las culpas también históricas de sus hijos"
(22).
2.2. El Nuevo Testamento
Un tema fundamental, unido a la idea de la culpa y
ampliamente presente en el Nuevo Testamento, ese! de la absoluta
santidad de Dios. El Dios de Jesús es el Dios de Israel
(cf. Jn 4,22), invocado como "Padre santo" (Jn 17,11), llamado
"el Santo" en 1 Jn 2,20 (cf. Ap 6,10). La triple
proclamación de Dios como "santo" en Is 6,3 retorna en Ap
4,8, mientras que 1 Pe 1,16 insiste en el hecho de que los
cristianos deben ser santos "porque está escrito: vosotros
seréis santos, porque yo soy santo" (cf. Lev 11,44-45;
19,2). Todo esto refleja la noción veterotestamentaria de
la absoluta santidad de Dios. Sin embargo, para la fe cristiana
la santidad divina ha entrado en la historia en la persona de
Jesús de Nazaret: la noción veterotestamentaria no
se ha visto abandonada, sino desarrollada, en el sentido de que
la santidad de Dios se hace presente en la santidad del Hijo
encarnado (cf. Mc 1,24; Le 1,35; 4,34; Jn 6,69; Hch
4,27.30; Ap 3,7), y la santidad del Hijo está participada
por los "suyos" (cf. Jn 17,16-19), hechos hijos en el Hijo (cf.
Gál 4,4-6; Rom 8,14-17). No puede darse, sin embargo,
aspiración alguna a la filiación divina en
Jesús mientras no se dé amor al
prójimo (cf. Mc12,29-3 1; Mt 22,37-38; Lc
10,27-28).
Este motivo, decisivo en la enseñanza de
Jesús, se convierte en el "mandamiento nuevo" en el
evangelio de Juan: los discípulos deben amar como
Él ha amado (cf. Jn 13,34-35; 15,12.17), es decir,
perfectamente, "hasta el fin" (Jn 13,1). El cristiano, por tanto,
está llamado a amar y a perdonar según una medida
que transciende toda medida humana dejusticia y produce una
reciprocidad entre los seres humanos, que refleja la existente
entre Jesús y el Padre (cf. Jn 13,34s; 15,1-11; 17,21-26).
En esta óptica
se da un gran relieve al
tema de la reconciliación y del perdón de las
ofensas. A sus discípulos Jesús les pide estar
siempre dispuestos a perdonar a cuantos les hayan ofendido,
así como Dios mismo ofrece siempre su perdón:
"Perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a
nuestros deudores" (Mt 6,12. 12-15). Quien se halla en grado de
perdonar al prójimo demuestra haber comprendido la
necesidad que personalmente tiene del perdón de Dios. El
discípulo está invitado a perdonar "hasta setenta
veces siete" a quien le ofende, incluso aunque éste no
pidiera perdón (Mt 18,21-22).
Jesús insiste sobre la actitud
requerida de la persona ofendida respecto a sus ofensores: ella
está llamada a dar el primer paso, cancelando la ofensa
mediante el perdón ofrecido "de corazón"
(cf. Mt 18,35; Mc 11,25), consciente de ser ella misma
pecadora ante Dios, quien jamás rechaza el perdón
invocado con sinceridad. En Mt 5,23-24 Jesús pide al
ofensor "ir a reconciliarse con el propio hermano, que tenga algo
contra él", antes de presentar su ofrenda sobre el altar:
no es agradable a Dios un acto de culto llevado a cabo por quien
no quiera reparar primero el daño causado al propio
prójimo. Lo que cuenta es cambiar el propio corazón
y mostrar de manera adecuada que se quiere realmente la
reconciliación. El pecador, no obstante, en la conciencia
de que sus pecados hieren al mismo tiempo su relación con
Dios y con e! prójimo (cf. Lc 15,21), puede
esperarse el perdón solamente de Dios, ya que solamente
Dios es siempre misericordioso y dispuesto a cancelar los
pecados. Éste es también el significado del
sacrificio de Cristo, que de una vez para siempre nos ha
purificado de nuestros pecados (cf. Heb 9,22; 10,18). Así
el ofensor y el ofendido son reconciliados por Dios en la
misericordia suya, que a todos acoge y perdona.
En este cuadro, que podría ampliarse mediante el
análisis de las cartas de Pablo y
de las cartas católicas, no hay indicio alguno de que la
Iglesia de los orígenes haya dirigido su atención a los pecados del pasado para
pedir perdón. Lo cual puede explicarse por la fuerte
conciencia de la novedad cristiana, que proyecta a la comunidad
más bien hacia el futuro que hacia el pasado. No obstante,
se encuentra una insistencia más amplia y sutil, que
atraviesa el Nuevo Testamento: en los evangelios y en las cartas
la ambivalencia propia de la experiencia cristiana se halla
ampliamente reconocida. Para Pablo, por ejemplo, la comunidad
cristiana es un pueblo escatológico, que vive ya la "nueva
creación" (cf. 2 Cor 5,17; Gál 6,15), pero esta
experiencia, hecha posible por la muerte y
resurrección de Jesús (cf. Rom 3,2 1-26; 5,6-11;
8,1-11; 1 Cor 15,54-57), no nos libra de la inclinación al
pecado, presente en el mundo a causa de la caída de
Adán. Como resultado de la intervención divina en y
a través de la muerte y
resurrección de Jesús, hay ahora dos escenarios
posibles: la historia de Adán y la de Cristo. Ambas
discurren la una al lado de la otra y el creyente deber contar
sobre la muerte y la
resurrección del Señor Jesús (cf., p. ej.,
Rom 6,1-li; Gál 3,27-28; Col 3,10; 2 Cor 5,14-15) para ser
parte de la historia en la que "sobreabunda la gracia" (cf. Rom
5,12-21).
Una tal relectura teológica del acontecimiento
pascual de Cristo muestra
cómo la Iglesia de los orígenes tenía una
conciencia aguda de las posibles deficiencias de los bautizados.
Se podría decir que el entero "corpus paulinum" llama a
los creyentes a un reconocimiento pleno de su dignidad, aun
contando con la conciencia viva de la fragilidad de su
condición humana: "Cristo nos ha liberado para que
permanezcamos libres; manteneos, pues, firmes y no os
dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud"
(Gál 5,19). Un motivo análogo puede hallarse en las
narraciones de los evangelios. Emerge incisivamente en Marcos,
donde las carencias de los discípulos de Jesús son
uno de los temas dominantes de la narración (cf. Mc
4,40-41;6,36-37.51-52; 8,14-21.31-33; 9,5-6.32-41; 10,32-45;
14,10-11.17-21.50; 16,8). El mismo motivo retorna en todos los
evangelistas, aunque se halle comprensiblemente difuminado. Judas
y Pedro son respectivamente el traidor y el que reniega de su
Maestro, si bien Judas llega a la desesperación por la
acción cometida (cf. Hch 1,15-20), mientras que Pedro se
arrepiente (cf. Lc 22,61 s) y llega a la triple profesión
de amor (cf. Jn 21,15-19). En Mateo, incluso durante la
aparición final del Señor resucitado, mientras los
discípulos lo adoran, "algunos todavía dudaban" (Mt
28,17). El cuarto evangelio presenta a los discípulos como
aquellos a los cuales se les ha otorgado un amor inconmensurable,
a pesar de que su respuesta esté hecha de ignorancia,
deficiencias, negaciones y traición (cf.
13,1-38).
Esta constante presentación de los
discípulos llamados a seguir a Jesús, que titubean
al abandonarse al pecado, no es simplemente una relectura
crítica de los orígenes. Los relatos se hallan
planteados de tal modo que se dirigen a todo discípulo
sucesivo de Cristo que se halle en dificultad y contemple el
Evangelio como la propia guía e inspiración. Por
otra parte, el Evangelio está lleno de recomendaciones a
portarse bien, a vivir un nivel más alto de compromiso, a
evitar el mal (cf., p. ej., Sant 1,5-8.19-21; 2,1-7; 4,1-10; 1 Pc
1,13-25; 2 Pe 2,1-22; Jud 3-13; 1 Jn 1,5-10;
2,1-11.18-27; 4,1-6; 2 Jn 7-11; 3 Jn 9-10). No hay, sin embargo,
ninguna llamada explícita, dirigida a los primeros
cristianos, a confesar las culpas del pasado, si bien es.
ciertamente muy significativo el reconocimiento de la realidad
del pecado y del mal en el interior del pueblo llamado a la
existencia escatológica, propia de la condición
cristiana (se piense sólo en los reproches contenidos en
las cartas a las siete Iglesias del Apocalipsis). Según la
petición que se encuentra en la oración del
Señor, este pueblo invoca: "Perdónanos nuestros
pecados, porque también nosotros perdonamos a todo deudor
nuestro" (Lc 11,4; cf. Mt 6,12). Los primeros cristianos, en fin
de cuentas,
manifiestan ser bien conscientes de poder comportarse en manera
no correspondiente a la vocación recibida, no viviendo el
bautismo de la muerte y
resurrección de Jesús, con el cual habían
sido bautizados.
2.3. El Jubileo bíblico
Un significativo trasfondo bíblico de la
reconciliación vinculada a la superación de
situaciones pasadas lo representa la celebración del
Jubileo, tal como está regulada en el libro del
Levítico (cap. 25). En una estructura social hecha
de tribus, clanes y familias se creaban inevitablemente
situaciones de desorden cuando individuos o familias de
condiciones precarias debían "rescatarse" a si mismos de
las propias dificultades, entregando la propiedad de
su tierra o casa,
siervos o hijos a aquellos que se encontraban en condiciones
mejores que las suyas. Un sistema como
éste producía el efecto de que algunos israelitas
llegaban a sufrir situaciones intolerables de deuda, pobreza y
esclavitud,
para beneficio de otros hijos de Israel, en aquella misma
tierra que les
había sido dada por Dios. Todo esto podía traer
consigo que en períodos más o menos largos de
tiempo un territorio o un clan cayeran en las manos de pocos
ricos, mientras que el resto de las familias del clan llegaba a
encontrarse en una forma tal de endeudamiento o de esclavitud que
les obligaba a vivir en total dependencia de los más
acomodados.
La legislación de Lev 25 constituye un intento de
subvertir todo esto (¡hasta el punto de poder dudar que
jamás se haya puesto en práctica de una manera
plena!); la legislación convocaba la celebración
del Jubileo cada cincuenta años con el fin de preservara
el tejido social del pueblo de Dios y restituir la independencia
también a la familia
más pequeña del país. Para Lev 25 es
decisiva la repetición regular de la confesión de
fe de Israel en el Dios que ha liberado a su pueblo a
través del éxodo: "Yo soy el Señor, vuestro
Dios, que os saqué de la tierra de
Egipto, para
daros la tierra de
Canaán y ser vuestro Dios" (Lev 25, 38; cf. vv. 42.45). La
celebración del Jubileo era una admisión
implícita de culpa y un intento de restablecer un orden
justo. Todo sistema que
llevara a la alienación de cualquier israelita, esclavo en
otro tiempo, pero ahora liberado por el brazo poderoso de Dios,
venía de hecho a desmentir la acción
salvífica divina en el éxodo y a través del
éxodo.
La liberación de las víctimas y de los que
sufren se convierte en parte del más amplio programa de los
profetas. El Déutero-Isaías, en los poemas del
Siervo sufriente (Is 42,1-9; 49,1-6; 50,13-53,12), desarrolla
estas alusiones a la práctica del Jubileo juntamente con
los temas del rescate y de la libertad, del
retorno y de la redención. Isaías 58 es un ataque
contra la observancia ritual que no tiene en cuenta la justicia
social, una llamada a la liberación de los oprimidos (Is
58,6), centrada específicamente en las obligaciones
de parentesco (v. 7). más claramente, Isaías 61 usa
las imágenes
del Jubileo para representar al Ungido como el heraldo de Dios
enviado a "evangelizar" a los pobres, a proclamar la libertad a
los prisioneros ya anunciar el año de gracia del
Señor. Significativamente es este mismo texto, con una
alusión a Isaías 58,6, el que Jesús usa para
presentar la finalidad de su vida y de su ministerio en Lucas
4,17-21.
2.4. Conclusión
De todo lo dicho se puede concluir que la llamada
dirigida por Juan Pablo II a la Iglesia para que caracterice el
año jubilar con una admisión de culpa por todos los
sufrimientos y las ofensas de que se han hecho responsables en el
pasado sus hijos (cf. TMA 33-36), así como la praxis unida
a ello, no encuentran una verificación unívoca en
el testimonio bíblico. Sin embargo, se basan en todo lo
que Sagrada Escritura
afirma respecto a la santidad de Dios, a la solidaridad
intergeneracional de su pueblo y al reconocimiento de su ser
pecador. La apelación del Papa asume además
correctamente el espíritu del Jubileo bíblico, que
requiere que sean llevados a cabo actos destinados a restablecer
el orden del designio originario de Dios sobre la
creación. Esto exige que la proclamación del "hoy"
del Jubileo, iniciado por Jesús (cf. Le 4,21), se
continúe en la celebración jubilar de su Iglesia.
Además, esta singular experiencia de gracia empuja al
pueblo de Dios todo entero, así como a cada uno de los
bautizados, a tomar una conciencia todavía mayor del
mandato recibido del Señor para estar siempre dispuestos a
perdonar las ofensas recibidas.
3. FUNDAMENTOS
TEOLÓGICOS
"Es justo que, mientras el segundo milenio del cristianismo
llega a su fin, la Iglesia asuma con una conciencia más
viva el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias
en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del
espíritu de Cristo y de su evangelio, ofreciendo al mundo,
en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de
la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran
verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo.
La Iglesia, aun siendo santa por su incorporación a
Cristo, no se cansa de hacer penitencia: ella reconoce siempre
como suyos, delante de Dios y delante de los hombres, a los
hf/os pecadores" (TMA 33). Estas palabras de Juan Pablo II
subrayan cómo la Iglesia se encuentra afectada por el
pecado de sus hijos: santa, en cuanto hecha tal por el Padre
mediante el sacrificio del Hijo y el don del Espíritu, es
en un cierto sentido también pecadora, en cuanto asume
realmente sobre ella el pecado de aquellos a quienes ha
engendrado en el bautismo, análogamente a como Cristo
Jesús ha asumido el pecado del mundo (cf. Rom 8,3; 2 Cor
5,21; Gál 3,13; 1 Pe 2,24) (23). Por otra parte, pertenece
a la más profunda autoconciencia eclesial en el tiempo el
convencimiento de que la Iglesia no es sólo una comunidad
de elegidos, sino que comprende en su seno justos y pecadores,
del presente y del pasado, en la unidad del misterio que la
constituye. De hecho, tanto en la gracia como en la herida del
pecado, los bautizados de hoy son convecinos y solidarios con los
de ayer. Por ello se puede decir que la Iglesia, una en el tiempo
y en el espacio en Cristo y en el Espíritu, es
verdaderamente "santa al mismo tiempo y siempre necesitada de
purificación" (LG 8). De esta paradoja, característica del misterio eclesial, nace
el interrogante de cómo conciliar los dos aspectos: de una
parte, la afirmación de fe de la santidad de la Iglesia,
de otra parte, su necesidad incesante de penitencia y de
purificación.
3.1. El misterio de la Iglesia
"La Iglesia está en la historia, pero al mismo
tiempo la transciende. Solamente "con los ojos de la fe" se puede
ver al mismo tiempo en esta realidad visible una realidad
espiritual, portadora de la vida divina" (CEC 770). El conjunto
de los aspectos visibles e históricos se relaciona con el
don divino de manera análoga a como en el Verbo de Dios
encarnado la humanidad asumida es signo e instrumento del actuar
de la persona divina del Hijo: las dos dimensiones del ser
eclesial forman "una sola realidad compleja, constituida por un
elemento humano y otro divino" (LO 8), en una comunión que
participa de la vida trinitaria y hace que los bautizados se
sientan unidos entre sí, aun en la diversidad de tiempos y
de lugares de la historia. En razón de esta
comunión, la Iglesia se presenta como un sujeto
absolutamente único en el acontecer humano, hasta el punto
de poder hacerse cargo de los dones, de los méritos y de
las culpas de sus hijos de hoy y de los de ayer.
La no débil analogía con el misterio del
Verbo encamado implica, no obstante, también una
diferencia fundamental: "Mientras Cristo, "santo, inocente,
inmaculado" (Heb 7,26), no conoció el pecado (cf. 2 Cor 5,
21), sino que vino a expiar sólo los pecados del pueblo
(cf. Heb 2,17), la Iglesia, recibiendo en su propio seno a los
pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada siempre de
purificación, busca sin cesar la penitencia y la
renovación" (24). La ausencia de pecado en el Verbo
encamado no puede atribuirse a su Cuerpo eclesial, en cuyo
interior más bien cada uno, partícipe de la gracia
donada por Dios, no está menos necesitado de vigilancia y
de purificación incesante y solidaria con la debilidad de
los otros: "Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus
ministros, deben reconocerse pecadores (cf. 1 Jn 1,8-10). En
todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra
mezclada con la buena semilla del evangelio hasta el fin de los
tiempos (cf. Mt 13,24-30). La Iglesia, pues, congrega a pecadores
alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero
todavía en vías de santificación" (CEC
827).
Ya Pablo VI había afirmado solemnemente que "la
Iglesia es santa, aun comprendiendo en su seno a los pecadores,
ya que ella no posee otra vida sino la de la gracia […] Por
ello, la Iglesia sufre y hace penitencia por tales pecados, de
los cuales tiene, por otra parte, el poder de curar a sus propios
hijos con la sangre de Cristo
y el don del Espíritu Santo" (25). La Iglesia es en fin de
cuentas, en su
"misterio", encuentro de santidad y de debilidad, continuamente
redimida y siempre necesitada nuevamente de la fuerza de la
redención. Como enseña la liturgia, verdadera "lex
credendi", el fiel individual y el pueblo de los santos invocan
de Dios que su mirada se fije sobre la fe de su Iglesia y no
sobre los pecados de los individuos, de cuya fe vivida
constituyen la negación: "Ne respicias peccata nostra, sed
fidem Ecclesiae Tuae!". En la unidad del misterio eclesial a
través del tiempo y del espacio es posible considerar
entonces el aspecto de la santidad, la necesidad de
arrepentimiento y de reforma, y su articulación en el
actuar de la Iglesia Madre.
3.2. La santidad de la Iglesia
La Iglesia es santa porque, santificada por Cristo,
quien la ha adquirido entregándose a la muerte por ella,
es mantenida en la santidad por el Espíritu Santo, que la
inunda sin cesar: "Nosotros creemos que la Iglesia es
indefectiblemente santa. Pues Cristo, Hijo de Dios, a quien con
el Padre y con el Espíritu llamamos "el solo Santo", ha
amado a la Iglesia como esposa suya, entregándose a
sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef 5,
25s), la unió a sí mismo como su propio
cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu
Santo para gloria de Dios. Por eso, todos en la Iglesia son
llamados a la santidad" (LG 39). En este sentido, desde sus
orígenes los miembros de la Iglesia son llamados los
"santos" (cf. Hch 9,13; 1 Cor 6,1s; 16,1). Se puede distinguir,
no obstante, entre la santidad de la Iglesia y la santidad en la
Iglesia. La primera, fundada en las misiones del Hijo y del
Espíritu, garantiza la continuidad de la misión del
pueblo de Dios hasta el fin de los tiempos y estimula y ayuda a
los creyentes a perseguir la santidad subjetiva y personal. En la
vocación que cada uno recibe se halla radicada, por el
contrario, la forma de santidad que le ha sido donada y que se
requiere de él, en cuanto cumplimiento pleno de la propia
vocación y misión. La
santidad personal se halla, en todo caso, proyectada hacia Dios y
hacia los demás, y tiene, por ello, un carácter
esencialmente social: es santidad "en la Iglesia", orientada al
bien de todos.
A la santidad de la Iglesia debe, en consecuencia,
corresponder la santidad en la Iglesia: "Los seguidores de
Cristo, llamados por Dios no según sus obras, sino por
designio y gracia de Él, y justificados en el Señor
Jesús, han sido hechos en el bautismo verdaderamente hijos
de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo
mismo realmente santos; conviene, por consiguiente, que esa
santidad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su
vida con la ayuda de Dios" (LO 40). El bautizado está
llamado a devenir con toda su existencia aquello que ya es en
razón de la consagración bautismal; lo cual no
acontece sin el asentimiento de su libertad y sin la ayuda de la
gracia que viene de Dios. Cuando esto sucede, se deja reconocer
en la historia la humanidad nueva según Dios: ¡nadie
llega a ser él mismo con tanta plenitud como el santo que
acoge el designio divino y, con la ayuda de la gracia, conforma
todo su propio ser al proyecto del
Altísimo! Los santos constituyen, en este sentido, como
luces suscitadas por el Señor en medio de su Iglesia para
iluminarla, son profecía para el mundo entero.
33. La necesidad de una renovación
continua
Sin ofuscar esta santidad, se debe reconocer que, a
causa de la presencia del pecado, hay necesidad de una
renovación continua y de una conversión constante
en el pueblo de Dios; la Iglesia en la tierra está
"adornada de una santidad verdadera" que es, no obstante,
"imperfecta" (LG 48). Observa S. Agustín contra los
pelagianos: "La Iglesia en su conjunto dice: ¡perdona
nuestras deudas! Ella tiene, por tanto, manchas y arrugas. Pero,
a través de la confesión, las arrugas se estiran y
las manchas quedan lavadas. La Iglesia se halla en oración
para ser purificada por la confesión y estar así
mientras los hombres vivan sobre la tierra" (26). Santo Tomás de
Aquino precisa que la plenitud de la santidad pertenece al
tiempo escatológico, mientras la Iglesia peregrinante no
debe engañarse, afirmando estar libre de pecado: "Que la
Iglesia sea gloriosa, sin mancha ni arruga, es la meta final
hacia la que tendemos en virtud de la pasión de Cristo.
Esto se alcanzará, por tanto, sólo en la patria
eterna y no ya durante el peregrinaje; aquí […] nos
engañaríamos si dijésemos no tener pecado
alguno" (27). En realidad, "aun revestidos de la vestidura
bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, con
la petición ‘perdona nuestras deudas’, nos
volvemos a Él, como el hijo pródigo (cf. Lc
15,11-32) y nos reconocemos pecadores ante Él como el
publicano (cf. Lc 18,13). Nuestra petición empieza con una
"confesión" en la que afirmamos al mismo tiempo nuestra
miseria y su misericordia" (CEC 2839).
Es, por tanto, la Iglesia entera la que, mediante la
confesión del pecado de sus hijos, confiesa su fe en Dios
y celebra su infinita bondad y capacidad de perdón;
gracias al vínculo establecido por el Espíritu
Santo, la comunión que existe entre todos los bautizados
en el tiempo y en el espacio es tal que en ella cada uno es
él mismo, pero al tiempo está condicionado por los
otros y ejerce sobre ellos un influjo en el intercambio vital de
los bienes
espirituales. De este modo, la santidad de los unos influye sobre
el crecimiento del bien en los otros, pero también el
pecado tiene una relevancia no exclusivamente personal, ya que
pesa y opone resistencia en el
camino de la salvación de todos; en tal sentido, afecta
verdaderamente a la Iglesia en su integridad, a través de
la variedad de los tiempos y de los lugares. Esta
convicción empuja a los Padres a afirmaciones netas como
la de San Ambrosio: "Estemos bien atentos a que nuestra
caída no se convierta en una herida de la Iglesia" (28).
Ella, por tanto, "aun siendo santa por su incorporación a
Cristo, no se cansa de hacer penitencia: ella reconoce siempre
como suyos, delante de Dios y delante de los hombres, a los hijos
pecadores" (TMA 33), los de hoy, como los de ayer.
3.4. La maternidad de la Iglesia
La convicción de que la Iglesia pueda hacerse
cargo del pecado de sus hijos, en razón de la solidaridad
existente entre ellos en el tiempo y en el espacio, gracias a su
incorporación a Cristo y a la obra del Espíritu
Santo, está expresada de modo particularmente eficaz por
la idea de la "Iglesia Madre" (Mater Ecclesia), que "en la
concepción protopatrística es el concepto central
de toda la aspiración cristiana" (29) la Iglesia, afirma
el Vaticano II, "también es hecha Madre por la Palabra de
Dios fielmente recibida; en efecto, por la predicación y
el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos
concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios" (LO
64). A la amplísima tradición, de la que estas
ideas son el eco, da voz por ejemplo Agustín con estas
palabras: "Esta madre santa, digna de veneración, la
Iglesia, es igual a María: ella da a luz y es virgen,
de ella habéis nacido, ella engendra a Cristo, porque
vosotros sois los miembros de Cristo" (30). Cipriano de Cartago
afirma con nitidez: "No puede tener a Dios por padre, quien no
tiene a la Iglesia como madre" (31). Y Paulino de Nola canta
así la maternidad de la Iglesia: "En cuanto madre recibe
el semen de la Palabra eterna, lleva a los pueblos en su seno y
los da a luz"
(32).
Según esta visión, la Iglesia se realiza
continuamente en el intercambio y en la
comunicación del Espíritu del uno al otro de
los creyentes, como ambiente
generador de fe y de santidad en la comunión fraterna, en
la unanimidad orante, en la participación solidaria en la
Cruz, en el testimonio común. En razón de esta
comunicación vital, cada bautizado puede
ser considerado al mismo tiempo hijo de la Iglesia, en cuanto
engendrado en ella a la vida divina, e Iglesia Madre, en cuanto
coopera con su fe y caridad a engendrar nuevos hijos para Dios;
es, en efecto, tanto más Iglesia Madre cuanto mayor es su
santidad y más ardiente el esfuerzo por comunicar a los
otros el don recibido. Por otra parte, no deja de ser hijo de la
Iglesia el bautizado que, a causa del pecado, se separase de ella
con el corazón; él podrá acceder siempre de
nuevo a las fuentes de la
gracia y remover el peso que su culpa hace gravar sobre la entera
comunidad de la Iglesia Madre. Ésta, a su vez, en cuanto
Madre verdadera, no podrá no quedar herida por el pecado
de sus hijos de hoy y de los de ayer, continúa
amándolos siempre, hasta el punto de hacerse cargo en todo
tiempo del peso producido por sus culpas; en cuanto tal, la
Iglesia aparece a los Padres como Madre de dolores, no
sólo a causa de las persecuciones externas, sino sobre
todo por las traiciones, los fallos, las lentitudes y las
contaminaciones de sus hijos.
La santidad y el pecado en la Iglesia se reflejan, por
tanto, en sus efectos sobre la Iglesia entera, si bien es
convicción de fe que la santidad es más fuerte que
el pecado en cuanto fruto de la gracia divina: ¡son su
prueba luminosa las figuras de los santos, reconocidos como
modelo y ayuda
para todos! Entre la gracia y el pecado no hay un paralelismo, ni
siquiera una especie de simetría o de relación
dialéctica; ¡el influjo del mal no podrá
vencer jamás la fuerza de la gracia y la
irradiación del bien, incluso el más escondido! En
este sentido, la Iglesia se reconoce existencialmente santa en
sus santos; pero, mientras se alegra de esta santidad y advierte
su beneficio, se confiesa no obstante pecadora, no en cuanto
sujeto del pecado, sino en cuanto asume con solidaridad materna
el peso de las culpas de sus hijos, para cooperar a su
superación por el camino de la penitencia y de la novedad
de vida. Por ello, la Iglesia santa advierte el deber de
"lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos,
que han desfigurado su rostro, impidiéndole reflejar
plenamente la imagen de su
Señor crucificado, testigo insuperable del amor paciente y
de la humilde mansedumbre" (TMA 35).
Esto puede hacerse de modo particular por quien, por
carisma y ministerio, expresa en la forma más densa la
comunión del pueblo de Dios: en nombre de las iglesias
locales podrán dar voz a las eventuales confesiones de
culpa y peticiones de perdón los pastores respectivos; en
nombre de la Iglesia entera, una en el tiempo y en el espacio,
podrá pronunciarse aquel que ejerce el ministerio
universal de unidad, el Obispo de la Iglesia "que preside en el
amor" (33), el Papa. He aquí por qué es
particularmente significativo que haya venido propiamente de
él la invitación a que "la Iglesia asuma con una
conciencia más viva el pecado de sus hijos" y reconozca la
necesidad de "hacer enmienda, invocando con fuerza el
perdón de Cristo" (TMA 33,34).
4. JUICIO HISTÓRICO Y JUICIO
TEOLÓGICO
La identificación de las culpas del pasado de las
que enmendarse implica ante todo un correcto juicio
histórico, que sea también en su raíz una
valoración teológica. Es necesario preguntarse:
¿qué es lo que realmente ha sucedido?,
¿qué es exactamente lo que se ha dicho y hecho?
Solamente cuando se ha ofrecido una respuesta adecuada a estos
interrogantes, como fruto de un juicio histórico riguroso,
podrá preguntarse si eso que ha sucedido, que se ha dicho
o realizado, puede ser interpretado como conforme o disconforme
con el evangelio, y, en este último caso, silos hijos de
la Iglesia que han actuado de tal modo habrían podido
darse cuenta a partir del contexto en el que estaban actuando.
Solamente cuando se llega a la certeza moral de que cuanto se ha
hecho contra el Evangelio por algunos de los hijos de la Iglesia
y en su nombre habría podido ser comprendido por ellos
como tal, y en consecuencia evitado, puede tener sentido para la
Iglesia de hoy hacer enmienda de culpas del pasado.
La relación entre "juicio histórico" y
"juicio teológico" resulta por tanto compleja en la misma
medida en que es necesaria y determinante. Se requiere, por ello,
llevarla a cabo evitando los desvaríos en un sentido y en
otro: hay que evitar tanto una apologética que pretenda
justificarlo todo, como una culpabilización indebida que
se base en la atribución de responsabilidades
insostenibles desde el punto de vista histórico. Juan
Pablo II ha afirmado respecto a la valoración
histórico-teológica de la actuación de la
Inquisición: "El Magisterio eclesial no puede
evidentemente proponerse la realización de un acto de
naturaleza ética,
como es la petición de perdón, sin haberse
informado previamente de un modo exacto acerca de la
situación de aquel tiempo. Ni siquiera puede tampoco
apoyarse en las ím genes del pasado transmitidas por la
opinión
pública, pues se encuentran a menudo sobrecargadas por
una emotividad pasional que impide una diagnosis serena y
objetiva… Esa es la razón por la que el primer paso debe
consistir en interrogar a los historiadores, a los cuales no se
les pide un juicio de naturaleza ética, que
rebasaría el ámbito de sus competencias,
sino que ofrezcan su ayuda para la reconstrucción
más precisa posible de los acontecimientos, de las
costumbres, de las mentalidades de entonces, a la luz del
contexto histórico de la época" (34).
4.1. La interpretación de la historia
¿Cuáles son las condiciones de una
correcta interpretación del pasado desde el punto de vista
del conocimiento
histórico? Para determinarlas hay que tener en cuenta la
complejidad de la relación que existe entre el sujeto que
interpreta y el pasado objeto de interpretación (35) en
primer lugar se debe subrayar la recíproca
extrañeza entre ambos. Eventos y
palabras del pasado son ante todo "pasados"; en cuanto tales son
irreductibles totalmente a las instancias actuales, pues poseen
una densidad y una
complejidad objetivas, que impiden su utilización
únicamente en función de
los intereses del presente. Hay que acercarse, por tanto, a ellos
mediante una investigación
histórico-crítica, orientada a la
utilización de todas las informaciones accesibles de cara
a la reconstrucción del ambiente, de
los modos de pensar, de los condicionamientos y del proceso vital
en que se sitúan aquellos eventos y
palabras, para cerciorarse así de los contenidos y los
desafíos que, precisamente en su diversidad, plantean a
nuestro presente.
En segundo lugar, entre el sujeto que interpreta y el
objeto interpretado se debe reconocer una cierta mutua
pertenencia, sin la cual no podría existir ninguna
conexión y ninguna comunicación entre pasado y presente; esta
conexión comunicativa está fundada en el hecho de
que todo ser humano, de ayer y de hoy, se sitúa en un
complejo de relaciones históricas y necesita, para
vivirlas, de una mediación lingüística, que
siempre está históricamente determinada.
¡Todos pertenecemos a la historia! Poner de manifiesto la
mutua pertenencia entre el intérprete y el objeto de la
interpretación, que debe ser alcanzado a través de
las múltiples formas en las que el pasado ha dejado su
testimonio (textos, monumentos, tradiciones…), significa juzgar
si son correctas las posibles correspondencias y las eventuales
dificultades de comunicación con el presente, puestas de
relieve por la
propia comprensión de las palabras o de los
acontecimientos pasados; ello requiere tener en cuenta las
cuestiones que motivan la investigación y su incidencia
sobre las respuestas obtenidas, el contexto vital en que se
actúa y la comunidad interpretadora, cuyo lenguaje se
habla y a la cual se pretenda hablar. Con tal objetivo es
necesario hacer la precomprensión refleja y consciente en
el mayor grado posible, que de hecho se encuentra siempre
incluida en cualquier interpretación, para medir y
atemperar su incidencia real en el proceso
interpretativo.
Finalmente, entre quien interpreta y el pasado objeto de
interpretación se realiza, a través del esfuerzo
cognoscitivo y valorativo, una ósmosis ("fusión de
horizontes"), en la que consiste propiamente la
comprensión. En ella se expresa la que se considera
inteligencia
correcta de los eventos y de las palabras del pasado; lo que
equivale a captar el significado que pueden tener para el
intérprete y para su mundo. Gracias a este encuentro de
mundos vitales la comprensión del pasado se traduce en su
aplicación al presente: el pasado es aprehendido en las
potencialidades que descubre, en el estímulo que ofrece
para modificar el presente; la memoria se vuelve capaz de
suscitar un nuevo futuro.
A una ósmosis fecunda con el pasado se accede
merced al entrelazamiento de algunas operaciones
hermenéuticas fundamentales, correspondientes a los
momentos ya indicados de la extrañeza, de la copertenencia
y de la comprensión verdadera y propia. Con
relación a un "texto" del pasado, entendido en general
como testimonio escrito, oral, monumental o figurativo, estas
operaciones
pueden ser expresadas del siguiente modo: "1) comprender el
texto, 2) juzgar la corrección de la propia inteligencia
del texto y 3) expresar la que se considera inteligencia correcta
del texto" (36). Captar el testimonio del pasado quiere decir
alcanzarlo del mejor modo posible en su objetividad, a
través de todas las fuentes de que
se pueda disponer, juzgar la corrección de la propia
interpretación significa verificar con honestidad y
rigor en qué medida pueda haber sido orientada, o en
cualquier caso condicionada, por la precomprensión o por
los posibles prejuicios del intérprete; expresar la
interpretación obtenida significa hacer a los otros
partícipes del diálogo establecido con el pasado,
sea para verificar su relevancia, sea para exponerse a la
confrontación con otras posibles
interpretaciones.
4.2. Indagación histórica y
valoración teológica
Si estas operaciones están presentes en todo acto
hermenéutico, no pueden faltar tampoco en la
interpretación en que se integran juicio histórico
y juicio teológico; ello exige en primer lugar que en este
tipo de interpretación se preste la máxima
atención a los elementos de diferenciación y
extrañeza entre presente y pasado. En particular, cuando
se pretende juzgar posibles culpas del pasado, hay que tener
presente que son diversos los tiempos históricos y son
diversos los tiempos sociológicos y culturales de la
acción eclesial, por lo cual, paradigmas y
juicios propios de una sociedad y de una época
podrían ser aplicados erróneamente en la
valoración de otras fases de la historia, dando origen a
no pocos equívocos; son diversas las personas, las
instituciones
y sus respectivas competencias; son
diversos los modos de pensar y los condicionamientos. Hay que
precisar, por tanto, las responsabilidades de los acontecimientos
y de las palabras dichas, teniendo en cuanta el hecho de que una
petición eclesial de perdón compromete al mismo
sujeto teológico, la Iglesia, en la variedad de los modos
y del grado en que los individuos singulares representan a la
comunidad eclesial y en la diversidad de las situaciones
históricas y geográficas, con frecuencia muy
diferentes entre sí. Debe evitarse cualquier tipo de
generalización. Cualquier posible pronunciamiento en la
actualidad debe quedar situado y debe ser producido por los
sujetos más directamente encausados (Iglesia universal,
Episcopados nacionales, Iglesias particulares etc.).
En segundo lugar, la correlación de juicio
histórico y juicio teológico debe tener en cuenta
el hecho de que, para la interpretación de la fe, la
conexión entre pasado y presente no está motivada
solamente por los intereses actuales y por la común
pertenencia de todo ser humano a la historia y a sus mediaciones
expresivas, sino que se fundamenta también en la
acción unificante del Espíritu de Dios y en la
identidad
permanente del principio constitutivo de la comunión de
los creyentes, que es la revelación. La Iglesia, por
razón de la comunión producida en ella por el
Espíritu de Cristo en el tiempo y en el espacio, no puede
dejar de reconocerse en su principio sobrenatural, presente y
operante en todos los tiempos, como sujeto en cierto modo
único, llamado a corresponder al don de Dios en formas y
situaciones diversas por medio de las opciones de sus hijos, aun
con todas las carencias que puedan haberlas caracterizado. La
comunión en el único Espíritu Santo es el
fundamento también diacrónico de una
comunión de los "santos", en virtud de la cual los
bautizados de hoy se sienten vinculados a los bautizados de ayer
y, así como se benefician de sus méritos y se
nutren de su testimonio de santidad, igualmente se siente en el
deber de asumir el posible peso actual de sus culpas, tras haber
hecho un discernimiento atento tanto desde el punto de vista
histórico como teológico.
Gracias a este fundamento objetivo y
trascendente de la comunión del pueblo de Dios en sus
varias situaciones históricas, la interpretación
creyente reconoce al pasado de la Iglesia un significado
totalmente peculiar para el momento presente: el encuentro con
ese pasado, que se produce en el acto de la
interpretación, puede revelarse cargado de paniculares
valencias para el presente, rico en una eficacia
"performativa" que no siempre puede calcularse de modo previo.
Obviamente el carácter fuertemente unitario del horizonte
hermenéutico y del sujeto eclesial interpretante deja
más fácilmente expuesta la consideración
teológica al riesgo de ceder a
lecturas apologéticas o instrumentales; es aquí
donde el ejercicio hermenéutico dirigido a aprehender los
sucesos y las palabras del pasado y a medir la corrección
de su interpretación para el presente se hace más
necesario. La lectura
creyente se sirve con tal objetivo de todas las aportaciones que
puedan ofrecer las ciencias
históricas y los métodos de
interpretación. El ejercicio de la hermenéutica
histórica no deber impedir a la valoración de la fe
la interpelación de los textos según su
peculiaridad, haciendo, por tanto, que puedan interactuar
presente y pasado en la conciencia de la unidad fundamental del
sujeto eclesial implicado en ellos. Esto pone en guardia frente a
todo historicismo que relativice el peso de las culpas pasadas y
que considere que la historia es capaz de justificarlo todo. Como
observa Juan Pablo II, "un correctojuicio histórico no
puede prescindir de un atento estudio de los condicionamientos
culturales del momento… Pero la consideración de las
circunstancias atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de
lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos"
(TMA 35). La Iglesia, en resumen, "no tiene miedo a la verdad que
emerge de la historia y está dispuesta a reconocer
equivocaciones allí donde se han verificado, sobre todo
cuando se trata del respeto debido a
las personas ya las comunidades. Pero es propensa a desconfiar de
los juicios generalizados de absolución o de condena
respecto a las diversas épocas históricas.
Confía la investigación sobre el pasado a la
paciente y honesta reconstrucción científica, libre
de prejuicios de tipo confesional o ideológico, tanto por
lo que respecta a las atribuciones de culpa que se le hacen como
respecto a los daños que ella ha padecido"(37). Los
ejemplos ofrecidos en el capítulo siguiente lo
podrán demostrar de modo concreto.
5. DISCERNIMIENTO ÉTICO
Para que la Iglesia realice un adecuado examen de
conciencia histórico delante de Dios, con vistas a la
propia renovación interior y al crecimiento en la gracia y
en la santidad, es necesario que sepa reconocer las "formas de
antitestimonio y de escándalo" que se han presentado en su
historia, en particular durante el último milenio. No es
posible llevar a cabo una tarea semejante sin ser conscientes de
su relevancia moral y espiritual. Ello exige la definición
de algunos términos clave, además de la
formulación de algunas precisiones necesarias en el plano
ético.
5.1. Algunos criterios éticos
En el plano moral la petición de perdón
presupone siempre una admisión de responsabilidad, y
precisamente de la responsabilidad relativa a una culpa cometida
contra otros. La responsabilidad moral normalmente se refiere a
la relación entre la acción y la persona que la
realiza; establece la pertenencia de un acto, su
atribución, a una persona o a varias personas concretas.
La responsabilidad puede ser objetiva o subjetiva: la primera se
refiere al valor moral del acto en sí mismo en cuanto
bueno o malo, y por tanto a la imputabilidad de la acción;
la segunda se refiere a la percepción
efectiva por parte de la conciencia individual, de la bondad o
malicia del acto realizado. La responsabilidad subjetiva cesa con
la muerte de quien ha realizado el acto: no se transmite por
generación, por lo que los descendientes no heredan la
responsabilidad (subjetiva) de los actos de sus antepasados. En
tal sentido, pedir perdón presupone una contemporaneidad
entre aquellos que son ofendidos por una acción y aquellos
que la han realizado. La única responsabilidad capaz de
continuar en la historia puede ser la de tipo objetivo, a la cual
se puede prestar o no una adhesión subjetiva en cualquier
momento de modo libre. Así, el mal cometido sobrevive
muchas veces a quien lo ha realizado a través de las
consecuencias de los comportamientos, que pueden convertirse en
un pesado fardo sobre la conciencia y la memoria de los
descendientes.
En tal contexto se puede hablar de una solidaridad que
une el pasado y el presente en una relación de
reciprocidad. En ciertas situaciones el peso que cae sobre la
conciencia puede ser tan pesado que constituye una especie de
memoria moral y religiosa del mal cometido, que es por su
naturaleza una memoria común: esta da testimonio de modo
elocuente de la solidaridad objetivamente existente entre quienes
han hecho el mal en el pasado y sus herederos en el presente. Es
entonces cuando resulta posible hablar de una responsabilidad
común objetiva. Del peso de tal responsabilidad se nos
libera ante todo implorando el perdón de Dios por las
culpas del pasado, y por tanto, cuando se da el caso, a
través de la "purificación de la memoria", que
culmina en el perdón recíproco de los pecados y de
las ofensas en el presente.
Purificar la memoria significa eliminar de la conciencia
personal y común todas las formas de resentimiento y de
violencia que la herencia del
pasado haya dejado, sobre la base de un juicio
histórico-teológico nuevo y riguroso, que funda un
posterior comportamiento
moral renovado. Esto sucede cada vez que se llega a atribuir a
los hechos históricos pasados una cualidad diversa, que
comporta una incidencia nueva y diversa sobre el presente con
vistas al crecimiento de la reconciliación en la verdad,
en la justicia y en la caridad entre los seres humanos y en
particular entre la Iglesia y las diversas comunidades
religiosas, culturales o civiles con las que entra en
relación. Modelos
emblemáticos de esta incidencia que puede tener un
posterior juicio interpretativo autorizado sobre la vida entera
de la Iglesia son Ja recepción de los concilios, o actos
como la abolición de los anatemas recíprocos, que
expresan una nueva cualificación de la historia pasada en
condiciones de producir una caracterización distinta de
las relaciones vividas en el presente. La memoria de la
división y de la contraposición queda purificada y
es sustituida por una memoria reconciliada, a la cual son
invitados a abrirse y a educarse todos en la Iglesia.
La combinación de juicio histórico y
juicio teológico en el proceso interpretativo del pasado
queda unida aquí a las repercusiones éticas que
puede tener en el presente, y que implican algunos principios,
correspondientes en el plano moral a la fundación
hermenéutica de la relación entre juicio
histórico y juicio teológico. Estos principios
son:
a) El principio de conciencia. La conciencia,
tanto como "juicio moral" cuanto como "imperativo moral",
constituye la valoración última de un acto en
relación con su bondad o maldad ante Dios. En efecto, tan
sólo Dios conoce el valor moral de cada acto humano, aun
cuando la Iglesia, como Jesús, pueda y deba clasificar,
juzgar y en ocasiones condenar algunos tipos de comportamiento
(cf. Mt 18,15-18).
b) El principio de historicidad. Precisamente en
cuanto cada acto humano pertenece a quien lo hace, cada
conciencia individual y cada sociedad elige y actúa en el
interior de un determinado horizonte de tiempo y espacio. Para
comprender de verdad los actos humanos y los dinamismos a ellos
unidos, deberemos entrar, por tanto, en el mundo propio de
quienes los han realizado; solamente así podremos llegar a
conocer sus motivaciones y sus principios morales. Y esto se
afirma sin perjuicio de la solidaridad que vincula a los miembros
de una específica comunidad en el discurrir del
tiempo.
c) El principio de cambio de
"paradigma".
Mientras que antes de la llegada del Iluminismo existía
una especie de ósmosis entre Iglesia y Estado, entre fe y
cultura,
moralidad y ley, a partir del
siglo XVIII esta relación ha quedado notablemente
modificada. El resultado es una transición de una sociedad
sacral a una sociedad pluralista o, como ha sucedido en algunos
casos, a una sociedad secular; los modelos de pensamiento y
de acción, los llamados "paradigmas" de
acción y de valoración, van cambiando. Semejante
transición tiene un impacto directo sobre los juicios
morales, aun cuando este influjo no justifica en modo alguno una
idea relativista de los principios morales o de la naturaleza de
la misma moralidad.
El proceso entero de la purificación de la
memoria, en cuanto exige la correcta combinación de
valoración histórica y de mirada teológica,
ha de ser vivido por parte de los hijos de la Iglesia no
sólo con el rigor que tiene en cuenta de modo preciso los
criterios y los principios indicados, sino también con una
continua invocación de la asistencia del Espíritu
Santo, para no caer en el resentimiento o en la
autoflagelación y llegar más bien a la
confesión del Dios cuya "misericordia va de
generación en generación" (Lc 1,50), que
quiere la vida y no la muerte, el perdón y no la condena,
el amor y no el temor. En este punto se debe poner igualmente en
evidencia el carácter de ejemplaridad que la honesta
admisión de las culpas pasadas puede ejercer sobre las
mentalidades en la Iglesia y en la sociedad civil,
reclamando un compromiso renovado de obediencia a la Verdad y de
respeto consiguiente hacia la dignidad y los derechos de los otros,
especialmente de los más débiles. En tal sentido,
las numerosas peticiones de perdón formuladas por Juan
Pablo II constituyen un ejemplo que pone en evidencia un bien y
estimula a su imitación, reclamando de los individuos y de
los pueblos un examen de conciencia honesto y fructuoso, que abra
caminos de reconciliación.
A la luz de estas clarificaciones en el plano
ético se pueden ahora profundizar algunos ejemplos, entre
los cuales se encuentran los mencionados en la Tertio
millennio adveniente (cf. n. 34-3 6), en los que el
comportamiento de los hijos de la Iglesia parece haber estado en
contradicción con el Evangelio de Jesucristo de un modo
significativo.
5.2. La división de los cristianos
La unidad es la ley de la vida
del Dios trinitario revelado al mundo por el Hijo (cf. Jn 17,21),
el cual, en la fuerza del Espíritu Santo, amando hasta el
extremo (Jn 13,1), hace participar de esta vida a los suyos. Esta
unidad deber ser la fuente y la forma de la comunión de
vida de la humanidad con el Dios trino. Silos cristianos viven
esta ley de amor mutuo, de modo que sean uno "como el Padre y el
Hijo son uno", se conseguir que "el mundo crea que el Hijo ha
sido enviado por el Padre" (Jn 17,21) y que "todos sepan
que ellos son mis discípulos" (Jn 13,35).
Desgraciadamente no ha sucedido así, particularmente en
este milenio que llega a su fin, en el cual han aparecido entre
los cristianos grandes divisiones, en abierta
contradicción con la voluntad expresa de Cristo, como si
Él mismo hubiese sido dividido (cf. 1 Cor 1,13). El
Concilio Vaticano II juzga este hecho con las siguientes
palabras: "Tal división contradice abiertamente la
voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y
daña a la santísima causa de la predicación
del Evangelio a toda criatura" (UR 1).
Las principales escisiones que durante el pasado milenio
"han afectado a la túnica inconsútil de Cristo"
(38) son el cisma entre las Iglesias de Oriente y de Occidente al
comienzo de este milenio y, en Occidente, cuatro siglos
más tarde, la laceración causada por aquellos
acontecimientos "que reciben comúnmente el nombre de
Reforma" (UR 13). Es verdad que "estas diversas divisiones
difieren mucho entre sí, no sólo por razón
de su origen, lugar y tiempo, sino, sobre todo, por la naturaleza
y gravedad de las cuestiones relativas a la fe y a la estructura
eclesiástica" (UR 13). En el cisma del siglo XI jugaron un
papel
importante factores de carácter social e histórico,
mientras que el aspecto doctrinal se refería a la autoridad de
la Iglesia y al Obispo de Roma, una materia que en
aquel momento no había alcanzado la claridad con la que se
presenta hoy gracias al desarrollo
doctrinal de este milenio. Con la Reforma, por el contrario,
fueron objeto de controversia otros campos de la
revelación y de la doctrina.
La vía que se ha abierto para superar estas
diferencias es la del diálogo doctrinal animado por el
amor mutuo. Común a ambas laceraciones parece haber sido
la falta de amor sobrenatural, de agape. Desde el momento
en que esta caridad es el mandamiento supremo del Evangelio, sin
el cual todo lo demás es solamente "bronce que resuena o
címbalo que retiñe" (1 Cor 13,1), una carencia
semejante ha de ser considerada con toda seriedad delante del
Resucitado, Señor de la Iglesia y de la historia.
Basándose en e! reconocimiento de esta carencia, el Papa
Pablo VI ha pedido perdón a Dios ya los "hermanos
separado? que se sintiesen ofendidos "por nosotros" (La Iglesia
Católica) (39).
En 1965, en el clima producido
por el Concilio Vaticano II, el Patriarca Atenágoras en su
diálogo con Pablo VI puso de relieve el tema de la
restauración (apokatastasis) del amor mutuo,
esencial después de una historia tan cargada de
contraposiciones, de desconfianza recíproca y de
antagonismos (40). Lo que estaba en juego era un
pasado que aún ejercía su influencia a
través de la memoria: los acontecimientos de 1965
(culminados el 7 de diciembre de 1965 con la supresión de
los anatemas de 1054 entre Oriente y Occidente) representan una
confesión de la culpa contenida en la precedente
exclusión recíproca, capaz de purificar la memoria
y de generar una nueva. El fundamento de esta nueva memoria no
puede ser más que el amor reciproco o, mejor, el
compromiso renovado para vivirlo. Este es el mandamiento ante
omnia (1 Pe 4,8) para la Iglesia, en Oriente como en
Occidente. De este modo la memoria libera de la prisión
del pasado e invita a católicos y a ortodoxos, como
también a católicos y protestantes, a ser los
arquitectos de un futuro más conforme al mandamiento
nuevo. En este sentido resulta ejemplar el testimonio que han
prestado a esta nueva memoria el Papa Pablo VI y el Patriarca
Atenágoras.
Particularmente relevante en relación con el
camino hacia la unidad puede resultar la tentación a
dejarse guiar, o hasta determinar, por factores culturales, por
condicionamientos históricos o por prejuicios que
alimentan la separación y la desconfianza recíproca
entre cristianos, aunque nada tengan que ver con las cuestiones
de fe. Los hijos de la Iglesia deben examinar su conciencia con
seriedad para ver si están activamente comprometidos en la
obediencia al imperativo de la unidad y viven la
"conversión interior", "porque los deseos de unidad brotan
y maduran como fruto de la renovación de la mente, de la
abnegación de sí mismo y de una efusión
libérrima de la caridad" (UR 7). En el período
transcurrido desde la conclusión del Concilio hasta hoy la
resistencia a su
mensaje ciertamente ha entristecido al Espíritu de Dios
(Ef 4,30). En la medida en que algunos católicos se
complacen en permanecer ligados a las separaciones del pasado,
sin hacer nada por remover los obstáculos que impiden la
unidad, se podría hablar justamente de solidaridad en el
pecado de la división (1 Cor 1,10-16). En tal contexto
pueden recordarse las palabras del Decreto sobre el Ecumenismo:
"Humildemente pedimos perdón a Dios y a los hermanos
separados, así como nosotros perdonamos a quienes nos
hayan ofendido" (UR 7).
5.3. El uso de la violencia al servicio de la
verdad
Al antitestimonio de la división entre los
cristianos hay que añadir el de las ocasiones en que
durante el pasado milenio se han utilizado medios dudosos
para conseguir fines buenos, como la predicación del
Evangelio y la defensa de la unidad de la fe: "Otro
capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia
deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento
está constituido por la aquiescencia manifestada,
especialmente en algunos siglos, con métodos de
intolerancia y hasta de violencia en el servicio a la verdad"
(TMA 35). Se refiere con ello a las formas de
evangelización que han empleado instrumentos impropios
para anunciar la verdad revelada o no han realizado un
discernimiento evangélico adecuado a los valores
culturales de los pueblos o no han respetado las conciencias de
las personas a las que se presentaba la fe, e igualmente a las
formas de violencia ejercidas en la represión y
corrección de los errores.
Una atención análoga hay que prestar a las
posibles omisiones de que se hayan hecho responsables los hijos
de la Iglesia, en las más diversas situaciones de la
historia, respecto a la denuncia de injusticias y de violencias:
"Está también la falta de discernimiento de no
pocos cristianos respecto a situaciones de violación de
los derechos humanos
fundamentales. La petición de perdón vale por todo
aquello que se ha omitido o callado a causa de la debilidad o de
una valoración equivocada, por lo que se ha hecho o dicho
de modo indeciso o poco idóneo" (41).
Como siempre, resulta decisivo establecer la verdad
histórica mediante la investigación
histórico-crítica. Una vez establecidos los hechos,
ser necesario evaluar su valor espiritual y moral e igualmente su
significado objetivo. Solamente así ser posible evitar
cualquier tipo de memoria mítica y acceder a una adecuada
memoria crítica, capaz, a la luz de la fe, de producir
frutos de conversión y de renovación: "De aquellos
rasgos dolorosos del pasado emerge una lección para el
futuro, que debe empujar a todo cristiano a afianzarse en el
principio áureo fijado por el Concilio: 'La verdad no se
impone más que por la fuerza de la verdad misma, que
penetra en las mentes de modo suave y a la vez con vigor?'" (TMA
35; DH 1).
5.4. Cristianos y hebreos
Uno de los campos que requiere un examen de conciencia
particular es la relación entre cristianos y hebreos (42).
"La relación de la Iglesia con el pueblo hebreo es diversa
de la que condivide con cualquier otra religión" (43). Y,
sin embargo, "la historia de las relaciones entre hebreos y
cristianos es una historia atormentada […] En efecto, el
balance de estas relaciones durante dos milenios ha sido
más bien negativo"44. La hostilidad o la desconfianza de
numerosos cristianos hacia los hebreos a lo largo del tiempo es
un hecho histórico doloroso y es causa de profunda
amargura para los cristianos conscientes del hecho de que
"Jesús era descendiente de David; de que del pueblo hebreo
nacieron la Virgen María y los Apóstoles; de que la
Iglesia recibe su sustento de las raíces de aquel buen
olivo al que están unidos las ramas del olivo
selvático de los gentiles (cf. Rom 11,17-24); de que los
hebreos son nuestros hermanos queridos y amados, y de que, en
cierto sentido, son verdaderamente 'nuestros hermanos mayores'"
(45).
La Shoah fue ciertamente el resultado de una
ideología pagana, como era el nazismo, animada
por un antisemitismo despiadado, que no sólo despreciaba
la fe, sino que negaba hasta la misma dignidad humana del pueblo
hebreo. No obstante, "hay que preguntarse sí la
persecución del nazismo respecto
a los hebreos no haya sido facilitada por los prejuicios
antijudíos presentes en las mentes y en los corazones de
algunos cristianos […] ¿Ofrecieron los cristianos toda
la asistencia posible a los perseguidos, en particular a los
hebreos?" (46). Hubo sin duda muchos cristianos que arriesgaron
su vida para salvar y ayudar a sus conocidos hebreos. Pero parece
igualmente verdad que "junto a tales hombres y mujeres valerosos,
la resistencia espiritual y la acción cristiana de otros
cristianos no fue la que se hubiera debido esperar de
discípulos de Cristo" (47). Este hecho constituye una
apelación a la conciencia de todos los cristianos de hoy,
capaz de exigir "un acto de arrepentimiento (teshuva)"
(48) y de convertirse en acicate para redoblar los esfuerzos por
ser "transformados mediante la renovación de la mente"
(Rom 12,2) y por mantener una memoria moral y religiosa" de la
herida infligida a los hebreos. En este campo lo mucho que ya se
ha hecho podrá ser confirmado y profundizado.
5.5. Nuestra responsabilidad por los males de
hoy
"La época actual, junto a muchas luces, presenta
también no pocas sombras" (TMA 36). En primer plano puede
señalarse entre éstas el fenómeno de la
negación de Dios en sus múltiples formas. Lo que
llama especialmente la atención es que esta
negación, especialmente en sus aspectos más
teóricos, es un proceso que ha emergido en el mundo
occidental. Unida al eclipse de Dios se encuentra además
una serie de fenómenos negativos como la indiferencia
religiosa, la difusa falta del sentido trascendente de la vida
humana, un clima de
secularismo y de relativismo ético, la negación del
derecho a la vida del niño no nacido, incluso sancionada
en las legislaciones abortistas, y una amplía indiferencia
respecto al grito de los pobres en amplios sectores de la
familia
humana.
La cuestión inquietante que hay que plantear es
en qué medida los creyentes mismos han sido responsables
de estas formas de ateísmo, teórico y
práctico. La Gaudium et spes responde con palabras
cuidadosamente elegidas: "En este campo también los mismos
creyentes tienen muchas veces alguna responsabilidad. Pues el
ateísmo, considerado en su integridad, no es un
fenómeno originario, sino más bien un
fenómeno surgido de diferentes causas, entre las que se
encuentra también una reacción crítica
contra las religiones y, ciertamente, en no pocos países
contra la religión cristiana. Por ello, en esta
génesis del ateísmo puede corresponder a los
creyentes una parte no pequeña" (n. 19).
Desde el momento en que el rostro auténtico de
Dios ha sido revelado en Jesucristo, a los cristianos se les
ofrece la gracia inconmensurable de conocer este Rostro; los
cristianos, sin embargo, tienen también la responsabilidad
de vivir de tal modo que manifiesten a los otros el verdadero
Rostro del Dios vivo. Ellos están llamados a irradiar al
mundo la verdad de que "Dios es amor (agape)" (1 Jn
4,8.16). Porque Dios es amor, es también Trinidad de
Personas, cuya vida consiste en su infinita y recíproca
comunicación en el amor. De ello se deduce que el mejor
camino para que los cristianos irradien la verdad del Dios amor
es el amor mutuo: "En esto conocer n todos que sois
discípulos míos: si tenéis amor unos para
con otros" (Jn 13,35). Y esto hasta el punto de poder
afirmar que frecuentemente los cristianos "por descuido en la
educación
para la fe, por una exposición
falsificada de la doctrina, o también por los defectos de
su vida religiosa, moral y social, puede decirse que han velado
el verdadero rostro de Dios y de la religión, más
que revelarlo" (GS 19).
Hay que destacar, finalmente, que mencionar estas culpas
de los cristianos no es tan sólo confesarlas a Cristo
Salvador, sino también alabar al Señor de la
historia por el amor misericordioso. Efectivamente, los
cristianos no creen sólo en la existencia del pecado sino
también y sobre todo en el "perdón de los pecados".
Además recordar estas culpas quiere decir también
aceptar nuestra solidaridad con quienes en el bien y en el mal
nos han precedido en el camino de la verdad, ofrecer al presente
un fuerte motivo de conversión a las exigencias del
Evangelio, y poner un necesario preludio a la petición de
perdón a Dios, que abre el camino a la
reconciliación mutua.
6. PERSPECTIVAS PASTORALES Y
MISIONERAS
A la luz de las consideraciones hechas, es posible
preguntarse ahora: ¿cuáles son los objetivos
pastorales, en vista de los cuales la Iglesia se hace cargo de
las culpas cometidas en el pasado por sus hijos en su nombre y
hace propósito de la enmienda? ¿Cuáles las
implicaciones en la vida del pueblo de Dios? ¿Y
cuáles las resonancias respecto a la misión de la
Iglesia y a su diálogo con las diversas culturas y
religiones?
6.1. Las finalidades pastorales
Entre las múltiples finalidades pastorales del
reconocimiento de las culpas del pasado se pueden poner de
manifiesto las siguientes:
– En primer lugar estos actos tienden a la
purificación de la memoria, que, como se ha dicho, es el
proceso de una valoración renovada del pasado, capaz de
incidir en no pequeña medida en el presente, ya que los
pecados pasados hacen sentir todavía su peso y permanecen
como posibles tentaciones también en la actualidad. Sobre
todo si ha madurado en el diálogo y en la búsqueda
paciente de reciprocidad con quien pudiera sentirse ofendido por
sucesos o palabras del pasado, la remoción de la memoria
personal y común de cualquier causa de posible
resentimiento por el mal padecido, y de todo influjo negativo de
aquel hecho del pasado, puede contribuir a hacer crecer la
comunidad eclesial en la santidad, por medio de la
reconciliación y de la paz en la obediencia a la Verdad.
"Reconocer los fracasos de ayer, subraya el Papa, es acto de
lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe,
haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las
tentaciones y las dificultades de hoy" (TMA 33). Es bueno para
tal fin que la memoria de la culpa incluya todas las posibles
faltas cometidas, aunque solamente algunas de ellas sean hoy
mencionadas de modo frecuente. En cualquier caso, nunca se puede
olvidar el precio que
tantos cristianos han pagado por su fidelidad al Evangelio y al
servicio del prójimo en la caridad (49).
– Una segunda finalidad pastoral, estrictamente unida a
la anterior, puede ser reconocida en la promoción de la perenne reforma del pueblo
de Dios, "de modo que si algunas cosas, sea en las costumbres o
en la disciplina
eclesiástica, y asimismo en el modo de exponer la
doctrina, lo cual debe ser cuidadosamente distinguido del
depósito mismo de la fe, han sido observadas de modo menos
cuidadoso, según las circunstancias de hecho o de tiempo,
sean oportunamente colocadas en el orden justo y debido" (50).
Todos los bautizados están llamados a "examinar su
fidelidad a la voluntad de Cristo acerca de la Iglesia y, como es
su obligación, a emprender con vigor la obra de
renovación y de reforma" (51). El criterio de la verdadera
reforma y de la auténtica renovación no puede ser
más que la fidelidad a la voluntad de Dios respecto a su
pueblo (52), lo que implica un esfuerzo sincero para liberarse de
todo lo que aleja de ella, ya se trate de culpas presentes o se
refiera a la herencia del pasado.
– Una finalidad ulterior puede verse en el testimonio
que de este modo rinde la iglesia al Dios de la misericordia y a
su voluntad que libera y salva, a partir de la experiencia que
ella ha hecho y hace de El en la historia, y en el servicio que
de este modo desarrolla en relación con la humanidad, para
contribuir a superar los males del presente. Juan Pablo II afirma
que "un serio examen de conciencia ha sido auspiciado por
numerosos cardenales y obispos sobre todo para la Iglesia del
presente. A las puertas del nuevo milenio los cristianos deben
ponerse humildemente ante el Señor para interrogarse
sobre las responsabilidades que también ellos tienen en
relación con los males de nuestro tiempo" (TMA 36) y
para contribuir, en consecuencia, a su superación en la
obediencia al esplendor de la Verdad salvífica.
6.2. Las implicaciones eclesiales
¿Qué implicaciones tiene un acto eclesial
de petición de perdón en la vida de la misma
Iglesia? Son varios los aspectos que emergen:
– Ante todo hay que tener en cuenta los procesos
diversificados de recepción de los gestos de
arrepentimiento eclesial, ya que varían en función
de los contextos religiosos, culturales, políticos,
sociales, personales etc. A esta luz se debe considerar el hecho
de que acontecimientos o palabras ligadas a una historia
contextualizada no tienen necesariamente un alcance universal y,
viceversa, que hechos condicionados por una determinada
perspectiva teológica y pastoral han implicado
consecuencias de gran peso para la difusión del Evangelio
(piénsese, por ejemplo, en los diversos modelos
históricos de la teología de la misión).
Además, hay que evaluar la relación entre los
beneficios espirituales y los posibles costes de tales actos,
también teniendo en cuenta los acentos indebidos que los
"medios" pueden
dar a algunos aspectos de los pronunciamientos eclesiales;
siempre se ha de tener en cuenta la advertencia del
apóstol Pablo para acoger, considerar y sostener con
prudencia y amor a los "débiles en la fe" (cf. Rom 14,1).
En particular, hay que prestar atención a la historia, a
la identidad y a
los contextos de las Iglesias orientales y de las Iglesias que
actúan en continentes o países donde la presencia
cristiana es ampliamente minoritaria.
– Se debe precisar el sujeto adecuado que debe
pronunciarse respecto a culpas pasadas, sea que se trate de
Pastores locales, considerados personal o colegialmente, sea que
se trate del Pastor universal, el Obispo de Roma. En esta
perspectiva es oportuno tener en cuenta, al reconocer las culpas
pasadas e indicar los referentes actuales que mejor
podrían hacerse cargo de ellas, la distinción entre
magisterio y autoridad en
la Iglesia: no todo acto de autoridad tiene valor de magisterio,
por lo que un comportamiento contrario al Evangelio, de una o
más personas revestidas de autoridad, no lleva de por
sí una implicación del carisma magisterial,
asegurado por el Señor a los pastores de la Iglesia, y no
requiere por tanto ningún acto magisterial de
reparación.
– Hay que subrayar que el destinatario de toda posible
petición de perdón es Dios, y que eventuales
destinatarios humanos, sobre todo si son colectivos, en el
interior o fuera de la comunidad eclesial, deben ser
identificados con adecuado discernimiento histórico y
teológico, sea para realizar actos de reparación
convenientes, sea para testimoniar ante ellos la buena voluntad y
el amor a la verdad por parte de los hijos de la Iglesia. Ello se
podrá lograr tanto mejor cuanto mayor sea el
diálogo y la reciprocidad entre las partes en causa en un
hipotético camino de reconciliación, vinculado al
reconocimiento de las culpas y al arrepentimiento por ellas, sin
ignorar que la reciprocidad, a veces imposible a causa de las
convicciones religiosas del interlocutor, no puede ser
considerada condición indispensable y que la gratuidad del
amor se expresa a menudo en una iniciativa unilateral.
– Los posibles gestos de reparación están
ligados al reconocimiento de una responsabilidad que se prolonga
en el tiempo y que podrán tener tanto un carácter
simbólico-profético como un valor de
reconciliación efectiva (por ejemplo, entre los cristianos
divididos). También en la definición de estos actos
es de desear una búsqueda común con los posibles
destinatarios, escuchando las legítimas reclamaciones que
puedan presentar.
– En el plano pedagógico se debe evitar la
perpetuación de imágenes negativas del otro, e
igualmente la puesta en marcha de procesos de
autoculpabilización indebida, subrayando cómo el
hacerse cargo de culpas pasadas es para el que cree una especie
de participación en el misterio de Cristo crucificado y
resucitado, que ha cargado con las culpas de todos. Esta
perspectiva pascual se revela particularmente adecuada para
producir frutos de liberación, de reconciliación y
de alegría para todos aquellos que con fe viva
están implicados en la petición de
perdón, sea como sujetos o como destinatarios.
6.3. Las implicaciones en el plano del diálogo y
de la misión
Las implicaciones previsibles en el plano del
diálogo y de la misión, como consecuencia de un
reconocimiento eclesial de las culpas del pasado, son
diversas:
– En el plano misionero hay que evitar ante todo
que tales actos contribuyan a disminuir el impulso de la
evangelización mediante la exasperación de los
aspectos negativos. No obstante, se debe tener en cuenta el hecho
de que estos mismos actos podrán hacer crecer la
credibilidad del mensaje, en cuanto nacen de la obediencia ala
verdad y tienden a frutos efectivos de reconciliación. En
particular, los misioneros "ad gentes" tendrán cuidado en
contextualizar la propuesta de estos temas de modo conforme a la
efectiva capacidad de recepción en los ambientes en que
actúan (por ejemplo, determinados aspectos de la historia
de la Iglesia en Europa
podrán resultar poco significativos para muchos pueblos no
europeos).
– En el plano ecuménico la finalidad de
posibles actos eclesiales de arrepentimiento no puede ser otra
que la unidad querida por el Señor. En esta perspectiva es
aún más de desear que sean realizados en
reciprocidad, aun cuando a veces gestos proféticos puedan
exigir una iniciativa unilateral y absolutamente
gratuita.
– En el plano interreligioso es oportuno poner de
relieve cómo para los creyentes en Cristo el
reconocimiento de las culpas pasadas por parte de la Iglesia es
conforme a las exigencias de la fidelidad al Evangelio y, por
tanto, constituye un luminoso testimonio de su fe en la verdad y
en la misericordia del Dios revelado por Jesús. Lo que hay
que evitar es que actos semejantes sean interpretados
equivocadamente como confirmaciones de posibles prejuicios
respecto al cristianismo.
Sería deseable, por otra parte, que estos actos de
arrepentimiento estimulasen también a los fieles de otras
religiones a reconocer las culpas de su propio pasado. Como la
historia de la humanidad está llena de violencias,
genocidios, violaciones de los derechos humanos
y de los derechos de
los pueblos, explotación de los débiles y
divinización de los poderosos, del mismo modo la historia
de las religiones está revestida de intolerancia,
superstición, connivencia con poderes injustos y
negación de la dignidad y libertad de las conciencias.
¡Los cristianos no han sido una excepción y son
conscientes de cuán pecadores son todos ante
Dios!
– En el diálogo con las culturas se debe tener
presente ante todo la complejidad y la pluralidad de las
mentalidades con que se dialoga, respecto a la idea de
arrepentimiento y de perdón. En todos los casos el hecho
de cargar por parte de la Iglesia con las culpas pasadas debe ser
iluminado a la luz del mensaje evangélico y en particular
de la presentación del Señor crucificado,
revelación de la misericordia y fuente de perdón,
además de la peculiar naturaleza de la comunión
eclesial, una en el tiempo y en el espacio. Allí donde una
cultura fuese
totalmente ajena a la idea de una petición de
perdón, deben ser presentadas de modo oportuno las razones
teológicas y espirituales que motivan este acto a partir
del mensaje cristiano y debe ser tenido en cuenta su
carácter crítico-profético. Donde haya que
confrontarse con el prejuicio de una actitud de indiferencia
hacia la palabra de la fe, se debe tener en cuenta un doble
posible efecto de estos actos de arrepentimiento eclesial: si,
por una parte, pueden confirmar prejuicios negativos o actitudes de
desprecio y de hostilidad, de otra parte participan de la
misteriosa atracción característica del "Dios crucificado" (53).
Además hay que tener en cuenta el hecho de que, en el
actual contexto cultural, sobre todo en Occidente, la
invitación a la purificación de la memoria implica
un compromiso común a creyentes y no creyentes. Ya este
trabajo común constituye un testimonio positivo de
docilidad a la verdad.
– Con relación a la sociedad civil se
debe considerar la diferencia que existe entre la Iglesia,
misterio de gracia, y cualquier sociedad temporal, pero tampoco
se debe olvidar el carácter de ejemplaridad que la
petición eclesial de perdón puede presentar y el
estímulo consiguiente que puede ofrecer de cara a realizar
pasos análogos de purificación de la memoria y de
reconciliación en las más diversas situaciones en
las que se podría reconocer su urgencia. Afirma Juan Pablo
II: "La petición de perdón […] se refiere en
primer lugar a la vida de la Iglesia, su misión de
anunciar la salvación, su testimonio de Cristo, su
compromiso por la unidad, en una palabra, la coherencia que debe
caracterizar la existencia cristiana. Pero la luz y la fuerza del
Evangelio, de que vive la Iglesia, tienen la capacidad de
iluminar y sostener, como por sobreabundancia, las opciones y las
acciones de la sociedad civil, en el pleno respeto de su
autonomía […] En los umbrales del tercer milenio es
legítimo esperar que los responsables políticos y
los pueblos, sobre todo los que se encuentran inmersos en
conflictos
dramáticos, alimentados por el odio y por el recuerdo de
heridas muchas veces antiguas, se dejen guiar por el
espíritu de perdón y de reconciliación
testimoniado por la Iglesia y se esfuercen por resolver los
contrastes mediante un diálogo leal y abierto"
(54).
CONCLUSIÓN
Como conclusión de las reflexiones desarrolladas
conviene poner una vez más de relieve que en todas las
formas de arrepentimiento por las culpas del pasado, y en cada
uno de los gestos conectados con ellas, la Iglesia se dirige ante
todo a Dios y tiende a glorificarlo a El y su misericordia.
Precisamente así sabe que celebra también la
dignidad de la persona humana llamada a la plenitud de la vida en
la alianza fiel con el Dios vivo: "La gloria de Dios es el hombre
viviente, la vida del hombre es la
visión de Dios" (55). Actuando de este modo la Iglesia da
testimonio también de su confianza en la fuerza de la
Verdad que hace libres (cf. Jn 8,32): "su petición de
perdón no debe ser entendida como ostentación de
humildad ficticia, ni como retractación de su historia
bimilenaria, ciertamente rica en méritos en el terreno de
la caridad, de la cultura y de la santidad. Responde más
bien a una exigencia de verdad irrenunciable, que, junto a los
aspectos positivos, reconoce los limites y las
debilidades humanas de las sucesivas generaciones de
discípulos de Cristo" (56). La Verdad reconocida es fuente
de reconciliación y de paz porque, como afirma el mismo
Papa, "el amor de la verdad, buscada con humildad, es uno de los
grandes valores
capaces de reunir a los hombres de hoy a través de las
diversas culturas" (57). También por su responsabilidad
hacia la Verdad la Iglesia "no puede atravesar el umbral del
nuevo milenio sin animar a sus hijos a purificarse, en el
arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y
lentitudes. Reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad
y de valentía" (TMA 33). Ello abre para todos un
mañana nuevo.
NOTAS
(1) IM 11. Ya en numerosas ocasiones, pero
particularmente en el número 33 de la Carta
apostólica Tertio millennio adveniente, el Papa
había indicado a la Iglesia el camino por recorrer para
purificar la propia memoria respecto a las culpas del pasado y
dar ejemplo de arrepentimiento a los individuos y a la sociedad
civil.
(2) Cf. Extravagantes communes, lib. V,
tít. IX, c. 1 (A. FRIEDBERG, Corpus iuris canonici,
t. 11, c.1304).
(3) Cf. BENEDiCTO XIV, EpistolaSalutis nostrae,
304-1774, pr. 2. LEÓN XII, Epístola Quodhoc
ineunte, 24-5-1824, p r. 2, habla del "año de
expiación, de perdón y de redención, de
gracia, de remisión y de indulgencia".
(4) En este sentido se mueve la definición de la
indulgencia que Clemente VI da al instituir, en 1343, la
periodicidad del jubileo cada cincuenta años. Clemente VI
ve en el jubileo eclesial "el cumplimiento espiritual" del
‘jubileo de remisión y de alegría" del
Antiguo Testamento (Lev 25).
(5) "Cada uno de nosotros debe examinar en qué ha
caído y examinarse él mismo con más
rigurosidad de la que será examinado por Dios en el
día de su cólera", en: Deutsche
Reichstagsakten (Gotha 1893) n. serie, III
390-399.
(6) LG 8; cf. UR 6: "La Iglesia, peregrinante en el
camino, está llamada por Cristo a esta reforma continua,
de la que ella, en cuanto institución humana y terrena,
necesita permanentemente".
(7) Cf. PABLO VI, Carta apostólica Apostolorum
limina, 23-5-1974 (Enchiridion Yaticanum
5,305).
(8) PABLO VI, Exhortación apostólica
Paterna cum benevolent4 8-12-1974 (Enchiridion
Vatícanum 5,526-553).
(9) Cf. UUS 88: "Por aquello de lo que somos
responsables, imploro perdón".
(10) Por ejemplo, el Papa "pide perdón, en nombre
de todos los católicos, por los comportamientos ofensivos
para con los no católicos en el curso de la historia",
entre los moravios (cf. canonización de Jan Sarkander, en
la República Checa, 21-5-1995). Ha deseado llevar a
cabo "un acto de expiación" y pedir perdón a los
indios de América
Latina y a los africanos deportados como esclavos (Mensaje
a los indios de América, Santo Domingo, 13-10-1992, y
Discurso en la
Audiencia general del 21.10-1992). Ya diez años antes
había pedido perdón a los africanos por la trata de
negros (Discurso en Yaoundé, 13-8-1985).
(11) cf. n.33-36.
(12) Este último aspecto aflora en la TMA
sólo en el n. 33, allí donde se dice que la Iglesia
reconoce como suyos a los propios hijos pecadores "delante de
Dios y delante de los hombres".
(13) Cf. Mt 13,24-30.36-43; SAN
AGUSTÍN, De civitate Dei, 35: CCL 47,33; XI, 1:
CCL 48,321; XIX, 26: CCL 48, 696.
(14) Sobre los diversos métodos de lectura de la
Sagrada Escritura, cf. el documento de la Pontificia
Comisión Bíblica La interpretación de la
Biblia en la Iglesia (1993).
(15) A esta serie pueden referirse como ejemplos: Dt
1,41 (la generación del desierto reconoce haber pecado
rechazando avanzar para entrar en la tierra prometida); Jue
10,10. 12 (en el tiempo de los Jueces el pueblo dice por dos
veces "hemos pecado" contra el Señor, refiriéndose
al haber servido a los baales); 1 Sam 7,6 (el pueblo del tiempo
de Samuel afirma: "¡Hemos pecado contra el Señor!");
Núm 21,7 (este texto se distingue por el hecho de que el
pueblo de la generación mosaica admite que, al lamentarse
respecto a la comida, se ha hecho culpable de "pecado" por haber
hablado contra el Señor y también contra su
guía humano, Moisés); 1 5am 12,19 (los israelitas
de la época de Samuel reconocen que, al pedir tener un
rey, han añadido éste "a todos sus pecados"); Esd
lO, 13 (el pueblo reconoce ante Esdras haber "pecado en esta
materia"
grandemente, casándose con mujeres extranjeras); Sal
65,2-2; 90,8; 103,10(107,10-11.7); Is 59,9-lS;
64,5-9; Jer 8,14; 14,7; Lam 1,14.1 8a.22 ("Yo"
personificación de Jerusalén); 3,42 (4,13); Bar 4,
12-13 (Sión evoca las culpas de sus hijos que han
conducido a la devastación); Ez 33,10; Miq 7,9 ("Yo").
18-19.
(16) Por ejemplo: Éx 9,27 (el faraón dice
a Moisés y a Aarón: "Esta vez he pecado, el
Señor tienen razón; yo y mi pueblo somos
culpables"); 34,9 (Moisés invoca: "Perdona nuestra culpa y
nuestro pecado"); Lev 16,21 (el sumo sacerdote confiesa los
pecados del pueblo sobre la cabeza del "chivo expiatorio" el
día de la expiación); Éx 32,11- 13 (cf. Dt
9,26-29: Moisés); 32,31 (Moisés); 1 Re 8,33ss (cf.
2 Crón 6,22s: Salomón reza para que Dios perdone
eventuales pecados futuros del pueblo); 2 Crón 28,13 (los
jefes de los israelitas afirman: "Nuestra culpa es grande"); Esd
10,2 (Sekanías dice a Esdras: "Nosotros hemos sido
infieles hacia nuestro Dios, casándonos con mujeres
extranjeras"); Neh 1, 5-11 (Nehemías confiesa los pecados
cometidos por el pueblo de Israel, por sí mismo y por la
casa de su padre); Est 4,1 7n (Ester confiesa: "Hemos pecado
contra ti y nos has entregado en las manos de nuestros enemigos
por haber dado gloria a sus dioses"); 2 Mac 7,18.32 (los
mártires judíos afirman que están sufriendo
a causa de "nuestros pecados" contra Dios).
(17) Entre los ejemplos de este tipo de confesión
nacional se puede remitir a: 2 Re 22,13 (cf. 2 Crón 34,21:
Josías teme la cólera del Señor "porque
nuestros padres no han escuchado las palabras de este libro"); 2
Crón 29,6-7 (Ezequías afirma: "Nuestros padres han
sido infieles"); Sal 78,8ss (un "yo" reasume los pecados de las
generaciones pasadas a partir del Éxodo). Cf.
también el dicho popular citado en Jer 31~9y Ez 18,2: "Los
padres comieron agraces y los hijos sufren la
dentera".
(18) Es el caso de textos como los siguientes: Lev 26,40
(los exiliados son llamados a "confesar su iniquidad y la
iniquidad de sus padres"); Esd 9,5b-l 5 (oración
penitencial de Esdras, v. 7: "Desde los días de nuestros
padres hasta el día de hoy nos hemos hecho muy culpables";
cf. Neh 9,6-37; Tob 3,1-5 (en su oración, Tobias invoca:
"No me condenes por mis pecados, mis errores y los de mis
padres", v.3 y prosigue con la constatación: "no hemos
observado tus decretos", v. 5); Sal 79,8-9 (este lamento
colectivo implora a Dios que "no recuerdes contra nosotros culpas
de antepasados […], líbranos y borra nuestros pecados");
106,6 ("hemos pecado como nuestros padres"); Jer 3, 25("contra
Yahvé nuestro Dios hemos pecado nosotros como nuestros
padres"); Jer 14,19-22 ("reconocemos. Yahvé, nuestras
maldades, la culpa de nuestros padres", v. 20); Lam 5
("nuestros padres pecaron, ya no existen; y nosotros cargamos con
sus culpas’, v. 7; "¡Ay de nosotros, que hemos
pecado!", v. 1 6b); Bar 1,15-3,18 ("hemos pecado ante el
Señor", 1, 17 [cf. 1,19.21; 2,5.24], "no te acuerdes de
las iniquidades de nuestros padres", 3,5 (cf. 2,33; 3,4.4]); Dan
3, 26-45 (la oración de Azarías: "Pues con verdad y
justicia has provocado todo esto, por nuestros pecados", v. 28);
Dan 9,4-19 ("pues, a causa de nuestros pecados y de las
iniquidades de nuestros padres, Jerusalén […] es el
escarnio de todos […]", v. 16).
(19) Éstos incluyen falta de confianza en Dios
(así, p. ej., Dt 1,41; Núm 14,10), idolatría
(como en Jue 10,10-15), exigencia de un rey humano (1 Sam 12,9),
matrimonios con mujeres extranjeras, en contraste con la Ley
divina (Esd 9-10). En Is 59,1 3b el pueblo dice de sí
"hablar de opresión y revueltas, concebir y musitar en el
corazón palabras engañosas".
(20) Cf. el caso análogo del repudio de las
mujeres extranjeras por parte de los judíos, narrado en
Esd 9-l0, con todas las consecuencias negativas que habría
tenido sobre las mujeres implicadas. La cuestión de una
petición de perdón dirigida a ellas (y o a sus
descendientes) no se plantea propiamente, en cuanto que el
repudio es presentado como una exigencia de la Ley divina (cf. Dt
7, 3) en todos estos capítulos.
(21) Viene a la mente, a este respecto, el caso de las
relaciones permanentemente tensas entre Israel y Edom. Este
pueblo, no obstante su condición de "hermano" de Israel,
participó y se alegró de la caída de
Jerusalén por obra de los babilonios (cf., p. ej.,
Abdías 10-14). Israel, como signo de ultraje por esta
traición, no sintió necesidad alguna de pedir
perdón por la matanza de prisioneros edomitas indefensos,
perpetrada por el rey Amazías según 2 Crón
25, 12.
(22) JUAN PABLO II, "Discurso del 1 de septiembre de
1999": L’Osservatore Romano (2-9-1999) 4.
(23) Se piense en el motivo, presente en autores
cristianos de diversas épocas, de! reproche a la Iglesia a
causa de sus culpas, uno de cuyos ejemplos más
representativos lo constituye el Líber asceticus,
de Máximo el Confesor, PL 90, 912-956.
(24) LO 8; cf. también UR 3y 6.
(25) PABLO VI, Credo del Pueblo de Dios
(30-6-1968) n. 19: Enchiridion Vaticanum 3,
264s.
(26) SAN
AGUSTÍN, Sermo 181, 5, 7: PL 38,
982.
(27) SANTO TOMÁS DE
AQUINO, Summa Theol. III q.8 a.3 ad 2.
(28) SAN AMBROSIO, De virginitate 8,48: PL 16,
278D: "Caveanius igitur, ne lapsus noster vulnus Ecclesíae
fiat". De "herida" infligida a la Iglesia por el pecado de sus
hijos habla también LO 11.
(29) K. DELAHAYE, La Comunità, Madre del
credenti (Cassano M. [Bari] 1974) 110. Cf. también H.
RAHNER, Mater Ecclesia. Inni di lode alla Chíesa tratti
dal primo millennio della letteratura cristiana (Milán
1972).
(30) SAN AGUSTÍN, Sermo 25, 8: PL 46, 938:
"Mater ista sancta, honorata, Mariae similis, et parit et Virgo
est. Ex illa nati estis et Christum parit: nam membra Christi
estis".
(31) CIPRIANO, De Ecclesiae Catholicae unitate 6:
CCL 3,253: "Habere iam non potest Deum patrem qui ecclesiani non
habet matrem". El mismo Cipriano afirma en otro lugar: "Ut habere
quis possit Deum Patrem, habeat ante ecclesiani matrem" Un Ps
88, Sermo 2, 14: CCL 39, 1244).
(32) PAULINO DE NOLA, Carmen 25, 171-172: CSEL
30,243: "Indo manet inater aetemi semine verbi / concipiens
populos et pariter pariens".
(33) IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ad Romanos,
Proem.: SCh 10, 124 (Th. Camelot, París
1958).
(34) Discurso a los participantes en el Simposio
Internacional sobre la Inquisición, promovido por la
Comisión Teológico-Histórica del
Comité Central del Jubileo, n.4 (31-10-1998).
(35) Cf., para cuanto sigue, H. O. GADAMER, Verdad y
método
(Salamanca 1977).
(36) B. LONERGAN, Il metodo in teologia
(Brescia 1975) 173.
(37) JUAN PABLO II, "Discurso del 1 de septiembre de
1999": L ‘Osservatore Romano (2-9-1999)
4.
(38) UR 1. TMA 34 dice "aún más que en el
primer milenio, la comunión eclesial ha conocido dolorosas
laceraciones".
(39) Cf. el Discurso de apertura de la Segunda
sesión del Concilio, del 29 de septiembre de 1964:
Enchiridion Vaticanum 1 (106) n. 176.
(40) Cf. la documentación del diálogo de la
caridad entre la Santa Sede y el Patriarcado ecuménico de
Constantinopla en el Tómos Agápes: Vatican –
Phanar (1958-1970) (Roma-Estambul 1971).
(41) JUAN PABLO II, "Discurso del 1 de septiembre de
1999": L’Osservatore Romano (2-9-1999) 4.
(42) El tema es tratado de modo riguroso en la
Declaración Nostra Aetate del Vaticano
II.
(43) Comisión para las Relaciones Religiosas con
el Hebraísmo, Nosotros recordamos: una reflexión
sobre la Shoah (Roma, 16-3-1998)3. Cf. JUAN PABLO II,
Discurso a la Sinagoga de Roma (13-4-1986) 4: AAS
78 (1986) 1120.
(44) Este es el juicio del reciente documento de la
Comisión para las Relaciones Religiosas con el
Hebraísmo, Nosotros recordamos: una reflexión
sobre la Shoah (Roma, 16-3-1998) 3.
(45) Ibid. 7.
(46) Ibid. 5
(47) Ibid. 6.
(48) Ibid. 5.
(49) Se piense solamente en el signo del martirio, cf.
TMA, 37.
(50) UR 6. Es el mismo texto el que afirma que "la
Iglesia peregrina en este mundo es llamada por Cristo a esta
perenne reforma (ad hanc perennem reformationem), de la
que ella, en cuanto institución humana y terrena, necesita
permanentemente".
(51) "Opus renovationis nec non reformationis", ibid.,
4.
(52) Ibid., 6: "Toda renovación de la Iglesia
consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad hacia su
vocación".
(53) La fórmula, particularmente fuerte, es de
San Agustín: De Trinítate 1, 13, 28: CCL
50, 69, 13; Epist. 169, 2: CSEL 44, 617;
Sermo 341A: Misc. Agost. 314, 22.
(54) JUAN PABLO II, Discurso a los participantes en
el Simposio
Internacional de estudio sobre la Inquisición, promovido
por la Comisión Teológico-Histórica del
Comité Central del Jubileo, 5 (31-10-1998).
(55) "Gloria Dei vivens horno: vita autem hominis visio
Dei", SAN IRENEO DE LYON, Adversus Haereses IV, 20,7; SCh
100, t. II, 648.
(56) JUAN PABLO II, "Discurso del 1 de septiembre de
1999": L’Osservatore Romano (2-9-1999) 4.
(57) "Discurso al Centro Europeo para la
Investigación Nuclear" (Ginebra, 15-6-1982), en:
Insegnamenti di Giovanni Paolo 11, V, 2 (Vaticano 1982)
2321.
Autor:
Profesor José Luis Dell’Ordine
Area religión