El artista separa la forma de la materia de
algunos objetos de la experiencia, como el cuerpo humano
o un árbol, e impone la forma sobre otra materia, como un
lienzo o el mármol. Así, la imitación no
consiste sólo en copiar un modelo original, sino en
concebir un símbolo del original; más bien, se
trata de la representación concreta de un aspecto de una
cosa, y cada obra es una imitación de un todo
universal.
Para Aristóteles y Platón,
la estética era inseparable de la moral y de
la política.
El primero, al tratar sobre la música en su
Política, mantenía que el arte afecta al carácter humano y, por lo tanto, al orden
social. Dado que Aristóteles sostenía que la
felicidad es el destino de la vida, creía que la principal
función
del arte es proporcionar satisfacción a los hombres.
En su gran obra sobre los principios de la
creación artística, Poética, razonaba que la
tragedia estimula las emociones de
compasión y temor, lo que consideraba pesimista e insano,
hasta tal punto que al final de la representación el
espectador se purga de todo ello. Esta catarsis hace
a la audiencia más sana en el plano psicológico y,
así, más capaz de alcanzar la felicidad. Desde el
siglo XVII, el drama neoclásico estuvo muy influido por la
Poética aristotélica. Las obras de los dramaturgos
franceses Jean Baptiste Racine, Pierre Corneille y
Molière, en particular, se acogían a los principios
rectores de la doctrina de las tres unidades: tiempo, lugar
y acción.
Este concepto
dominó las teorías literarias hasta el siglo
XIX.
Aunque vinculado al neoplatonismo, el filósofo del
siglo III Plotino otorgó una mayor importancia al arte que
el propio Platón. En sus tesis
exponía que el arte revelaba la forma de un objeto con
mayor claridad que la experiencia normal y lleva al alma a la
contemplación de lo universal.
El gran impulso dado al pensamiento estético en el
mundo moderno se produjo en Alemania
durante el siglo XVIII. En su Laocoonte o los límites
entre la pintura y la
poesía
(1766), el crítico Gotthold Ephraim Lessing sostuvo que el
arte está autolimitado y logra su elevación
sólo cuando estas limitaciones son reconocidas. El
crítico y arqueólogo Johann Joachim Winckelmann
mantuvo que, de acuerdo con los antiguos griegos, el mejor arte
es impersonal y expresa la proporción ideal y el equilibrio
más que la individualidad de su creador. El
filósofo Johann Gottlieb Fichte consideraba la belleza una
virtud moral. Al
crear un mundo en el que la belleza, al igual que la verdad, es
un fin, el artista anuncia la absoluta libertad, que
es el objetivo de la
voluntad humana. Para Fichte, el arte es individual o social,
aunque satisface un importante propósito humano.
El también filósofo Immanuel Kant estuvo
interesado en los juicios del gusto estético. En su obra
Crítica
del juicio (1790) proponía que los objetos pueden ser
juzgados bellos cuando satisfacen un deseo desinteresado que no
implica intereses o necesidades personales. Además, el
objeto bello no tiene propósito específico y los
juicios de belleza no son expresiones de las simples preferencias
personales sino que son universales.
Aunque uno no pueda estar seguro de que
otros estarán satisfechos por los objetos que juzga como
bellos, puede al menos decir que otros deben estar satisfechos.
Los fundamentos de la respuesta del individuo a la
belleza, por lo tanto, existen en la estructura de
su pensamiento. El arte debería dar la misma
satisfacción desinteresada que la belleza natural. Resulta
paradójico que el arte pueda cumplir un destino que la
naturaleza no puede: puede ofrecer belleza y fealdad a
través de un objeto. Una hermosa pintura de un rostro feo
puede incluso llegar a ser bella.
Según Georg Wilhelm Friedrich Hegel, el arte,
la religión y
la filosofía suponen las bases del desarrollo
espiritual más elevado. Lo bello en la naturaleza es todo
lo que el espíritu humano encuentra grato y conforme al
ejercicio de la libertad espiritual e intelectual. Ciertas cosas
de la naturaleza pueden ser más agradables y placenteras,
y estos objetos naturales son reorganizados por el arte para
satisfacer exigencias estéticas. Su obra Estética
(1832) fue un punto de referencia importante para la
estética moderna al aplicar los principios de su sistema al
análisis de la obra de arte y de la
historia.
Por su parte, Arthur Schopenhauer
creía que las formas del Universo, como
las formas platónicas eternas, existen más
allá de los mundos de la experiencia, y que la
satisfacción estética se logra
contemplándolos por el propio interés
que provocan, como medios de
eludir el angustioso mundo de la experiencia cotidiana.
Otorgó una especial importancia a la música y
analizó, de un modo original, los rasgos del artista.
Fichte, Kant y Hegel marcaron una línea directa de
evolución. Schopenhauer atacó a
Hegel pero estuvo influido por el enfoque de Kant de la
contemplación desinteresada. Friedrich Nietzsche
aceptó en sus primeras obras la influencia de la
visión de Schopenhauer, para discrepar más tarde de
su magisterio. Nietzsche estaba de acuerdo con que la vida es
trágica, pero esta idea no debería excluir la
aceptación de lo trágico con alegre
espíritu, pues su realización plena es el arte.
Cuatro filósofos de finales del siglo XIX y
principios del siglo XX aportaron con sus respectivos
pensamientos las principales influencias estéticas
contemporáneas.
En Francia, Henri
Bergson definió la ciencia
como el uso de la inteligencia
para crear un sistema de símbolos que describa la realidad aunque en
el mundo real la falsifique. El arte, sin embargo, se basa en
intuiciones,
lo que es una aprehensión directa de la realidad no
interferida por el pensamiento. Así, el arte se abre
camino mediante los símbolos y creencias convencionales
acerca del hombre, la
vida y la sociedad y enfrenta al individuo con la realidad
misma.
En Italia, el
filósofo e historiador Benedetto Croce también
exaltó la intuición, pues consideraba que era la
conciencia
inmediata de un objeto que de algún modo representa la
forma de ese objeto, es decir, la aprehensión de cosas en
lugar de lo que uno refleje de ellas. Las obras de arte son la
expresión, en forma material, de tales intuiciones;
belleza y fealdad, no obstante, no son rasgos de las obras de
arte sino cualidades del espíritu expresadas por
vía intuitiva en esa misma obra de arte.
El filósofo de origen español
Jorge Ruiz de Santayana razonó que cuando uno obtiene
placer en una cosa, el placer puede considerarse como una
cualidad de la cosa en sí misma, más que como una
respuesta subjetiva de ella. No se puede caracterizar
ningún acto humano como bueno en sí mismo, ni
denominarlo bueno tan sólo porque se apruebe socialmente,
ni puede decirse que algún objeto es bello, porque su
color o su forma
lleven a llamarlo bello. En su ensayo El
sentido de la belleza (1896) propuso novedosos argumentos para
una consideración fundamentada del fenómeno
estético.
El pedagogo y filósofo estadounidense John Dewey
consideraba la experiencia humana como inconexa, fragmentaria,
llena de principios sin conclusiones, o como experiencias
manipuladas con claridad como medios destinados a cumplir fines
concretos. Aquellas experiencias excepcionales, que fluyen desde
sus orígenes hasta su consumación, son
estéticas. La experiencia estética es placer por su
propio interés, es completa e independiente y es final, no
se limita a ser instrumental o a cumplir un propósito
concreto.
Durante los siglos XVIII y XIX la estética
permaneció dominada por el concepto del arte como
imitación de la naturaleza. Novelistas como los
británicos Jane Austen y Charles Dickens, y dramaturgos
como el italiano Carlo Goldoni y el francés Alexandre
Dumas, presentaban relatos realistas sobre la vida de la clase media.
Los pintores neoclásicos (como Jean Auguste Dominique
Ingres), románticos (como Eugène Delacroix) o
realistas (como Gustave Courbet) representaban sus temas
extremando el cuidado en el detalle natural.
En la estética tradicional se asumía
también con frecuencia que las obras de arte son tan
útiles como bellas. Los cuadros podían conmemorar
eventos
históricos o estimular la moral. La música
podía inspirar piedad o patriotismo. El teatro, por la
influencia de Dumas y el noruego Henrik Johan Ibsen, podía
servir para criticar a la sociedad y, de ese modo, ser
útil para reformarla.
En el siglo XIX, no obstante, conceptos vanguardistas
aplicados sobre la estética empezaron a cuestionar los
enfoques tradicionales. El cambio fue muy
evidente en la pintura. Los impresionistas franceses, como Claude
Oscar Monet, eran denunciados por los pintores academicistas por
representar lo que ellos pensaban deberían ver, bastante
más de lo que realmente veían, como eran las
superficies de muchos colores y formas
oscilantes causadas por el juego
distorsionante de luces y sombras cuando el Sol se
mueve.
A finales del siglo XIX, los postimpresionistas como Paul
Cézanne, Paul Gauguin y Vincent van Gogh estuvieron
más interesados en la estructura pictórica y en
expresar su propia psique que en representar objetos del mundo de
la naturaleza. A principios del siglo XX, este interés
estructural fue desarrollado por los pintores cubistas como Pablo
Ruiz Picasso,
mientras que la inquietud expresionista se reflejaba en la obra
de Henri Matisse y otros fauvistas, así como en
expresionistas alemanes de la categoría de Ernst Ludwig
Kirchner. Los aspectos literarios del expresionismo
pueden verse reflejados en las obras del sueco August Strindberg
y del alemán Frank Wedekind.
En estrecha relación con estos enfoques, hasta cierto
punto no figurativos del mundo plástico,
cobró relevancia el principio del "arte por el arte",
derivado de las tesis de Kant según las cuales el arte
tenía su propia razón de ser. La frase fue por
acuñada en 1818 por el filósofo francés
Victor Cousin; a su doctrina se adhirieron el crítico
británico Walter Horatio Pater y el pintor estadounidense
James Abbott McNeill Whistler. En Francia resumió el
credo de los
poetas simbolistas como Charles Baudelaire. A
partir de entonces, el principio del arte por el arte pasó
a ser esencial en la mayor parte de las vanguardias occidentales
del siglo XX.
6. Estética en
la Arquitectura
Es notable lo mucho que nos gusta hablar y escribir sobre la
belleza a los arquitectos, sobre todo cuando se trata de
describir las virtudes estéticas de nuestras obras y
proyectos.
Así, nos esforzamos en explicarles a nuestros clientes las
cualidades estéticas que al final tendrá su futura
morada, con la seguridad de que
si no entienden nuestros elevados conceptos, al menos
conseguiremos el voto de su confianza -además de su
respectivo cheque, desde
luego- para hacer posible su pronta materialización, sin
importar qué tan lejos estemos de las concepciones
estéticas del cliente, o bien
de comprobar si efectivamente llegarán ellos a
experimentar aquel goce estético que nosotros
suponemos.
De hecho, esta situación no debería de
sorprendernos, ya que somos herederos en el campo estético
de una doble tradición occidental. Por una parte, la
preponderancia de las estéticas objetivistas sobre la
belleza arquitectónica, ha llevado a muchos a suponer que
las cualidades estéticas de una obra le son inherentes a
ella, esto es, que le pertenecen intrínsecamente, con lo
cual, su valor
estético permanecerá incólume mientras
nuestra obra exista en el mundo, con independencia
de si su belleza es o no percibida por los diversos usuarios.
Así por ejemplo se expresaba Briseux, un arquitecto
francés de fines del siglo XVII: los edificios, como todas
las cosas bellas, pueden admirarse no sólo por gente
educada que conoce la causa de su admiración, sino
también por incultos, a quienes les gustan también
las cosas bellas por sus proporciones aunque no sean conscientes
de ello, una opinión que si bien ahora podemos calificar
como anacrónica y clasista, estaba sin duda inspirada en
profundas convicciones objetivistas sobre la belleza
arquitectónica.
Por otro lado, hemos sido también herederos de una
larga tradición disciplinar que le ha conferido al
arquitecto un histórico papel de creador de la belleza
arquitectónica, es decir, como un demiúrgico
privilegio con el que se ha querido definir a nuestro quehacer
profesional, y que durante el siglo XIX llegó incluso a
exaltarse para resistir los embates de la creciente actividad
edificatoria por parte de los ingenieros, tal y como
escribió Dankmar Adler, el no tan conocido socio de Louis
Sullivan hace poco más de un siglo: " Somos aun más
afortunados porque se nos ha concedido el privilegio de
participar en la creación y de ser testigos del nacimiento
de otra época del diseño
arquitectónico.
De hecho, el peso de estas dos tradiciones estéticas
-el objetivismo estético de la obra y el papel
demiúrgico del arquitecto- ha sido tan fuerte en la
cultura
arquitectónica occidental que generalmente ha terminado
por opacar aquellas voces que han
clamado por la importancia de valorar y reconocer las necesidades
estéticas del usuario, es decir, de satisfacer su
subjetividad estética mediante un adecuado Programa
Arquitectónico que no sólo involucrase los
tradicionales componentes utilitarios.
Hecho por:
Mario E Navas
UES—–2006
06/07/06
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