- El Gun-Club
- Comunicación del
presidente Barbicane - Efectos de la
comunicación de Barbicane - Respuesta del observatorio de
Cambridge - La novela de la
Luna - Lo que no es posible dudar y lo
que no es permitido creer en los Estados
Unidos - El himno al
proyectil - La
cuestión de las pólvoras - Un
enemigo para veinticinco millones de amigos - Florida y
Tejas - Urbi et
orbi - Stone's
Hill - Pala y
zapapico - La
fiesta de la fundición - El
Columbiad - Un parte
telegráfico - El
pasajero del Atlanta - Un
mitin - Ataque
y respuesta - Cómo
arregla un francés un desafío - El nuevo
ciudadano de los Estados Unidos - El
vagón proyectil - El
telescopio de las montañas Rocosas - Últimos
pormenores - ¡Fuego!
- Tiempo
nublado - Un astro
nuevo
I
Durante la guerra de
Secesión de los Estados Unidos,
se estableció en Baltimore, ciudad del Estado de
Maryland, una nueva sociedad de
mucha influencia. Conocida es la energía con que el
instinto militar se desenvolvió en aquel pueblo de
armadores, mercaderes y fabricantes Simples comerciantes y
tenderos abandonaron su despacho y su mostrador para improvisarse
capitanes, coroneles y hasta generales sin haber visto las aulas
de West Point,(1) y no tardaron en rivalizar dignamente en
el arte de la
guerra con sus colegas del antiguo continente, alcanzando
victorias, lo mismo que éstos, a fuerza de
prodigar balas, millones y hombres.
1. Academia militar de los
Estados Unidos.
Pero en lo que principalmente los americanos aventajaron
a los europeos, fue en la ciencia de
la balística, y no porque sus armas hubiesen
llegado a un grado más alto de perfección, sino
porque se les dieron dimensiones desusadas y con ellas un alcance
desconocido hasta entonces. Respecto a tiros rasantes, directos,
parabólicos, oblicuos y de rebote, nada tenían que
envidiarles los ingleses, franceses y prusianos, pero los
cañones de éstos, los obuses y los morteros, no son
más que simples pistolas de bolsillo comparados con las
formidables máquinas
de artillería norteamericana.
No es extraño. Los yanquis no tienen rivales en
el mundo como mecánicos, y nacen ingenieros como los
italianos nacen músicos y los alemanes metafísicos.
Era, además, natural que aplicasen a la ciencia de la
balística su natural ingenio y su característica
audacia. Así se explican aquellos cañones
gigantescos, mucho menos útiles que las máquinas de
coser, pero no menos admirables y mucho más admirados.
Conocidas son en este género las
maravillas de Parrot, de Dahlgreen y de Rodman. Los Armstrong,
los Pallisier y los Treuille de Beaulieu tuvieron que reconocer
su inferioridad delante de sus rivales ultramarinos.
Así pues, durante la terrible lucha entre
nordistas y sudistas, los artilleros figuraron en primera
línea. Los periódicos de la Unión celebraron
con entusiasmo sus inventos, y no
hubo ningún hortera, por insignificante que fuese, ni
ningún cándido bobalicón que no se devanase
día y noche los sesos calculando trayectorias
desatinadas.
Y cuando a un americano se le mete una idea en la
cabeza, nunca falta otro americano que le ayude a realizarla. Con
sólo que sean tres, eligen un presidente y dos
secretarios. Si llegan a cuatro, nombran un archivero, y la
sociedad funciona. Siendo cinco se convocan en asamblea general,
y la sociedad queda definitivamente constituida. Así
sucedió en Baltimore. El primero que inventó un
nuevo cañón se asoció con el primero que lo
fundió y el primero que lo taladró. Tal fue el
núcleo del Gun-Club.(1)
1. Cañón
Club.
Un mes después de su formación, se
componía de 1.833 miembros efectivos y 30.575 socios
correspondientes.
A todo el que quería entrar en la sociedad se le
imponía la condición, sine qua non, de haber
ideado o por to menos perfeccionado un nuevo cañón,
o, a falta de cañón, un arma de fuego cualquiera.
Pero fuerza es decir que los inventores de revólveres de
quince tiros, de carabinas de repetición o de
sables-pistolas no eran muy considerados. En todas las
circunstancias los artilleros privaban y merecían la
preferencia.
-La predilección que se les concede -dijo un
día uno de los oradores más distinguidos del
Gun-Club- guarda proporción con las dimensiones de su
cañón, y está en razón directa del
cuadrado de las distancias alcanzadas por sus
proyectiles.
Fundado el Gun-Club, fácil es figurarse lo que
produjo en este género el talento inventivo de los
americanos. Las máquinas de guerra tomaron proporciones
colosales, y los proyectiles, traspasando los límites
permitidos, fueron a mutilar horriblemente a más de cuatro
inofensivos transeúntes. Todas aquellas invenciones
hacían parecer poca cosa a los tímidos instrumentos
de la artillería europea.
Júzguese por las siguientes cifras:
En otro tiempo, una
bala del treinta y seis, a la distancia de 300 pies, atravesaba
treinta y seis caballos cogidos de flanco y setenta y ocho
hombres. La balística se hallaba en mantillas. Desde
entonces los proyectiles han ganado mucho terreno. El
cañón Rodman, que arrojaba a siete millas(1) de
distancia una bala que pesaba media tonelada, habría
fácilmente derribado 150 caballos y 300 hombres. En el
Gun-Club se trató de hacer la prueba, pero aunque los
caballos se sometían a ella, los hombres fueron por
desgracia menos complacientes.
1. La milla anglosajona
equivale a 1.609,31 metros.
Pero sin necesidad de pruebas se
puede asegurar que aquellos cañones eran muy
mortíferos, y en cada disparo caían combatientes
como espigas en un campo que se está segando. Junto a
semejantes proyectiles, ¿qué significaba aquella
famosa bala que en Coutras, en 1587, dejó fuera de combate
a veinticinco hombres?
¿Qué significaba aquella otra bala que en
Zeradoff, en 1758, mató cuarenta soldados?
¿Qué era en sustancia aquel cañón
austriaco de Kesselsdorf, que en 1742 derribaba en cada disparo a
setenta enemigos? ¿Quién hace caso de aquellos
tiros sorprendentes de Jena y de Austerlitz que decidían
la suerte de la batalla? Cosas mayores se vieron durante la
guerra federal. En la batalla de Gettysburg un proyectil
cónico disparado por un cañón mató a
173 confederados, y en el paso del Potomac una bala Rodman
envió a 115 sudistas a un mundo evidentemente mejor.
Debemos también hacer mención de un mortero
formidable inventado por J. T. Maston, miembro distinguido y
secretario perpetuo del Gun-Club, cuyo resultado fue mucho
más mortífero, pues en el ensayo
mató a 137 personas. Verdad es que
reventó.
¿Qué hemos de decir que no lo digan, mejor
que nosotros, guarismos tan elocuentes? Preciso es admitir sin
repugnancia el cálculo
siguiente obtenido por el estadista Pitcairn: dividiendo el
número de víctimas que hicieron las balas de
cañón por el de los miembros del Gun-Club, resulta
que cada uno de éstos había por término
medio costado la vida a 2.375 hombres y una
fracción.
Fijándose en semejantes guarismos, es evidente
que la única preocupación de aquella sociedad
científica fue la destrucción de la humanidad con
un fin filantrópico, y el perfeccionamiento de las armas
de guerra consideradas como instrumentos de
civilización.
Aquella sociedad era una reunión de
ángeles exterminadores, hombres de bien a carta
cabal.
Añádase que aquellos yanquis, valientes
todos a cuál más, no se contentaban con
fórmulas, sino que descendían ellos mismos al
terreno de la práctica. Había entre ellos oficiales
de todas las graduaciones, subtenientes y generales, y militares
de todas las edades, algunos recién entrados en la carrera
de las armas y otros que habían encanecido en los
campamentos. Muchos, cuyos nombres figuraban en el libro de honor
del Gun-Club, habían quedado en el campo de batalla, y los
demás llevaban en su mayor parte señales
evidentes de su indiscutible denuedo. Muletas, piernas de palo,
brazos artificiales, manos postizas, mandíbulas de goma
elástica, cráneos de plata o narices de platino, de
todo había en la colección, y el referido Pitcairn
calculó igualmente que en el Gun-Club no había, a
to sumo, más que un brazo por cada cuatro personas y dos
piernas por cada seis.
Pero aquellos intrépidos artilleros no reparaban
en semejantes bagatelas, y se llenaban justamente de orgullo
cuando el parte de una batalla dejaba consignado un número
de víctimas diez veces mayor que el de proyectiles
gastados.
Un día, sin embargo, triste y lamentable
día, los que sobrevivieron a la guerra firmaron la paz;
cesaron poco a poco los cañonazos; enmudecieron los
morteros; los obuses y los cañones volvieron a los
arsenales; las balas se hacinaron en los parques, se borraron los
recuerdos sangrientos. Los algodoneros brotaron esplendorosos en
los campos pródigamente abonados, los vestidos de luto se
fueron haciendo viejos a la par del dolor, y el Gun-Club
quedó sumido en una ociosidad profunda.
Algunos apasionados, trabajadores incansables, se
entregaban aún a cálculos de balística y no
pensaban más que en bombas
gigantescas y obuses incomparables. Pero, sin la práctica,
¿de qué sirven las teorías? Los salones estaban desiertos, los
criados dormían en las antesalas, los periódicos
permanecían encima de las mesas, tristes ronquidos
partían de los rincones oscuros, y los miembros del
Gun-Club. tan bulliciosos en otro tiempo, se amodorraban mecidos
por la idea de una artillería platónica.
-¡Qué desconsuelo! -dijo un día el
bravo Tom Hunter, mientras sus piernas de palo se carbonizaban en
la chimenea-. ¡Nada hacemos! ¡Nada esperamos!
¡Qué existencia tan fastidiosa! ¿Qué
se hicieron de aquellos tiempos en que nos despertaba todas las
mañanas el alegre estampido de los
cañones?
-Aquellos tiempos pasaron para no volver
-respondió Bilsby, procurando estirar los brazos que le
faltaban-. ¡Entonces daba gusto! Se inventaba un
obús, y, apenas estaba fundido, iba el mismo inventor a
ensayarlo delante del enemigo, y se obtenía en el
campamento un aplauso de Sherman o un apretón de manos de
MacClellan. Pero actualmente los generales han vuelto a su
escritorio, y en lugar de mortíferas balas de hierro
despachan inofensivas balas de algodón. ¡Santa Bárbara
bendita! ¡El porvenir de la artillería se ha perdido
en América!
-Sí, Bilsby -exclamó el coronel
Blomsberry-, hemos sufrido crueles decepciones. Un día
abandonamos nuestros hábitos tranquilos, nos ejercitamos
en el manejo de las armas, nos trasladamos de Baltimore a los
campos de batalla, nos portamos como héroes, y dos o tres
años después perdemos el fruto de tantas fatigas
para condenarnos a una deplorable inercia con las manos metidas
en los bolsillos.
Trabajo le hubiera costado al valiente coronel dar una
prueba semejante de su ociosidad, y no por falta de
bolsillos.
-¡Y ninguna guerra en perspectiva! -dijo entonces
el famoso J. T. Maston, rascándose su cráneo de
goma elástica-. ¡Ni una nube en el horizonte, cuando
tanto hay aún que hacer en la ciencia de la
artillería! Yo, que os hablo en este momento, he terminado
esta misma mañana un modelo de
mortero, con su plano, su corte y su elevación, destinado
a modificar profundamente las leyes de la
guerra.
-¿De veras? -replicó Tom Hunter, pensando
involuntariamente en el último ensayo del
respetable J. T. Maston.
-De veras -respondió éste-. Pero
¿de qué sirven tantos estudios concluidos y tantas
dificultades vencidas? Nuestros trabajos son inútiles. Los
pueblos del nuevo mundo se han empeñado en vivir en paz, y
nuestra belicosa Tribuna(1) pronostica catástrofes
debidas al aumento incesante de las poblaciones.
-Sin embargo, Maston-respondió el coronel
Blomsberry-, en Europa siguen
batiéndose para sostener el principio de las
nacionalidades.
-¿Y qué?
-¡Y qué! Podríamos intentar algo
a11í, y si se aceptasen nuestros servicios…
-¿Qué osáis proponer?
-exclamó Bilsby-. ¡Cultivar la balística en
provecho de los extranjeros!
-Es preferible a no hacer nada -respondió el
coroner.
-Sin duda -dijo J. T. Maston- es preferible, pero ni
siquiera nos queda tan pobre recurso.
-¿Y por qué? -preguntó el
coroner.
-Porque en el viejo mundo se profesan sobre los ascensos
ideas que contrarían todas nuestras costumbres americanas.
Los europeos no comprenden que pueda llegar a ser general en jefe
quien no ha sido antes subteniente, to que equivale a decir que
no puede ser buen artillero el que por sí mismo-no ha
fundido el cañón, to que me parece…
-¡Absurdo! -replicó Tom Hunter destrozando
con su bowieknife(2) los brazos de la butaca en que estaba
sentado-. Y en el extremo a que han llegado las cosas no nos
queda ya más recurso que plantar tabaco y destilar
aceite de
ballena.
1. El más fogoso
periódico abolicionista de la
Unión.
2. Cuchillo de bolsillo, de
ancha hoja.
-¡Cómo! -exclamó J. T. Maston con
voz atronadora-. ¿No dedicaremos los últimos
años de nuestra existencia al perfeccionamiento de las
armas de fuego? ¿No ha de presentarse una nueva
ocasión de ensayar el alcance de nuestros proyectiles?
¿Nunca más el fogonazo de nuestros cañones
iluminará la atmósfera? ¿No
sobrevendrá una complicación internacional que nos
permita declarar la guerra a alguna potencia
transatlántica? ¿No echarán los franceses a
pique ni uno solo de nuestros vapores, ni ahorcarán los
ingleses, con menosprecio del derecho de gentes, tres o cuatro de
nuestros compatriotas?
-¡No, Maston -respondió el coronel
Blomsberry-, no tendremos tanta dicha! ¡No se
producirá ni uno solo de los incidentes que tanta falta
nos hacen; y aunque se produjesen, no sacaríamos de ellos
ningún partido! ¡La susceptibilidad americana va
desapareciendo, y vegetamos en la molicie!
-¡Sí, nos humillamos! -replicó
Bilsby.
-¡Se nos humilla! -respondió Tom
Hunter.
-¡Y tanto! -replicó J. T. Maston con mayor
vehemencia-. ¡Sobran razones para batirnos, y no nos
batimos! Se economizan piernas y brazos en provecho de gentes que
no saben qué hacer de ellos. Sin it muy lejos, se
encuentra un motivo de gúérra. Decid, ¿la
América del Norte no perteneció en otro tiempo a
los ingleses?
-Sin duda-respondió Tom Hunter, dejando con rabia
quemarse en la chimenea el extremo de su muleta.
-¡Pues bien! -repuso J. T. Maston-. ¿Por
qué Inglaterra, a su
vez, no ha de pertenecer a los americanos?
-Sería muy justo -respondió el coronel
Blomsberry.
-Id con vuestra proposición al presidente de los
Estados Unidos -exclamó J. T. Maston- y veréis
cómo la acoge.
-La acogerá mal -murmuró Bilsby entre los
cuatro dientes que había salvado de la batalla.
-No seré yo -exclamó J. T. Maston- quien
le dé el voto en las próximas
elecciones.
-Ni yo -exclamaron de acuerdo todos aquellos belicosos
inválidos.
-Entretanto, y para concluir -repuso J. T. Maston-, si
no se me proporciona ocasión de ensayar mi nuevo mortero
sobre un verdadero campo de batalla, presentaré mi
dimisión de miembro del Gun-Club, y me sepultaré en
las soledades de Arkansas.
-Donde os seguiremos todos -respondieron los
interlocutores del audaz J. T. Maston.
Tal era el estado de
la situación. La exasperación de los ánimos
iba en progresivo aumento, y el club se hallaba amenazado de una
próxima disolución, cuando sobrevino un
acontecimiento inesperado que impidió tan sensible
catástrofe.
Al día siguiente de la acalorada
conversación de que acabamos de dar cuenta, todos los
miembros de la sociedad recibieron una circular concebida en los
siguientes términos:
«Baltimore, 3 de octubre.
»El presidente del Gun-Club tiene la honra de
prevenir a sus colegas que en la sesión del 5 dei
corriente les dirigirá una comunicación de la mayor importancia, por
lo que les suplica que, cualesquiera que sean sus ocupaciones,
acudan a la cita que les da por la presente. »
Su afectísimo colega,
IMPEY BARBICANE, P. G. C.»
II
Comunicación del presidente
Barbicane
El 5 de octubre, a las ocho de la noche, una multitud
compacta se apiñaba en los salones del Gun-Club, 21, Union
Square. Todos los miembros de la sociedad residentes en Baltimore
habían acudido a la cita de su presidente.
En cuanto a los socios correspondientes, los trenes los
depositaban a centenares en las estaciones de la ciudad, sin que
por mucha que fuese la capacidad del salón de sesiones,
cupiesen todos en ella. Así es que aquel concurso de
sabios refluía en las salas próximas, en los
corredores y hasta en los vestiíbulos exteriores, donde se
condensaba un gentío inmenso que deseaba con ansia conocer
la importante comunicación del presidente Barbicane. Los
unos empujaban a los otros, y mutuamente se atropellaban y
aplastaban con esa libertad de
acción
característica de los pueblos educados en las ideas
democráticas.
Un extranjero que se hubiese hallado aquella noche en
Baltimore no hubiera conseguido a fuerza de oro penetrar
en el gran salón, exclusivamente reservado a los miembros
residentes o correspondientes, sin que nadie más pudiera
ocupar en él puesto alguno; así es que los notables
de la ciudad, los magistrados del consejo y la gente selecta
habían tenido que mezclarse con la turba de sus
admiradores para coger al vuelo las noticias del
interior.
La inmensa sala ofrecía a las miradas un curioso
espectáculo. Aquel vasto local estaba maravillosamente
adecuado a su destino. Altas columnas, formadas de cañones
sobrepuestos que tenían por pedestal grandes morteros,
sostenían la esbelta armazón de la bóveda,
verdadero encaje de hierro fundido admirablemente recortado.
Panoplias de trabucos, retacos, arcabuces, carabinas y de todas
las armas de fuego antiguas y modernas cubrían las paredes
entrelazándose de una manera pintoresca. La llama del
gas brotaba
profusamente de un millar de revólveres dispuestos en
forma de lámparas, completando tan espléndido
alumbrado arañas de pistolas y candelabros formados de
fusiles artísticamente reunidos. Los modelos de
cañones, las muestras de bronce, los blancos acribillados
a balazos, las planchas destruidas por el choque de las balas del
Gun-Club, el surtido de baquetones y escobillones, los rosarios
de bombas, los collares de proyectiles, las guirnaldas de
granadas, en una palabra, todos los útiles del artillero
fascinaban por su asombrosa disposición y hacían
presumir que su verdadero destino era más decorativo que
mortífero.
En el puesto de preferencia, detrás de una
espléndida vidriera, se veía un pedazo de
recámara rota y torcida por el efecto de la
pólvora, preciosa reliquia del cañón de J.
T. Maston.
El presidente, con dos secretarios a cada lado, ocupaba
en uno de los extremos del salón un ancho espacio
entarimado. Su sillón, levantado sobre una cureña
laboriosamente tallada, afectaba en su conjunto las robustas
formas de un mortero de treinta y dos pulgadas, apuntando en
ángulo de 90°, y estaba suspendido de dos quicios que
permitían al presidente columpiarse como en una mecedora,
que tan cómoda es en verano
para dormir la siesta. Sobre la mesa, que era una gran plancha de
hierro sostenida por seis obuses, se veía un tintero de
exquisito gusto, hecho de una bala de cañón
admirablemente cincelada, y un timbre que se disparaba
estrepitosamente como un revólver. Durante las discusiones
acaloradas, esta campanilla de nuevo género bastaba apenas
para dominar la voz de aquella legión de artilleros
sobreexcitados.
Delante de la mesa presidencial, los bancos, colocados
de modo que formaban eses como las circunvalaciones de una
trinchera, constituían una serie de parapetos del
Gun-Club, y bien puede decirse que aquella noche había
gente hasta en las trincheras. El presidente era bastante
conocido para que nadie pudiese ignorar que no hubiera molestado
a sus colegas sin un motivo sumamente grave.
Impey Barbicane era un hombre de unos
cuarenta años, sereno, frío, austero, de un
carácter esencialmente formal y
reconcentrado; exacto como un cronómetro, de un
temperamento a toda prueba, de una resolución
inquebrantable. Poco caballeresco, aunque aventurero, siempre
resuelto a trasladar del campo de la especulación al de la
práctica las más temerarias empresas, era
el hombre por
excelencia de la Nueva Inglaterra, el nordista colonizador, el
descendiente de aquellas Cabezas Redondas tan funestas a los
Estuardos, y el implacable enemigo de los aristócratas del
Sur, de los antiguos caballeros de la madre patria. Barbicane, en
una palabra, era to que podría calificarse un yanqui
completo.
Había hecho, comerciando con maderas, una fortuna
considerable. Nombrado director de Artillería durante la
guerra, se manifestó fecundo en invenciones, audaz en
ideas, y contribuyó poderosamente a los progresos del
arma, dando a las investigaciones
experimentales un incomparable desarrollo.
Era un personaje de mediana estatura, que por una rara
excepción en el Gun-Club, tenía ilesos todos los
miembros. Sus facciones, acentuadas, parecían trazadas con
carbón y tiralíneas, y si es cierto que para
adivinar los instintos de un hombre se le debe mirar de perfil,
Barbicane, mirado así, ofrecía los más
seguros
indicios de energía, audacia y sangre
fría.
En aquel momento permanecía inmóvil en su
sillón, mudo, meditabundo, con una mirada honda, medio
tapada la cara por un enorme sombrero, cilindro de seda negra que
parece hecho a propósito para los cráneos
americanos.
A su alrededor, sus colegas conversaban estrepitosamente
sin distraerle. Se interrogaban, recorrían el campo de las
suposiciones, examinaban a su presidente, y procuraban, aunque en
vano, despejar la incógnita de su imperturbable
fisonomía.
Al dar las ocho en el reloj fulminante del gran
salón, Barbicane, como impelido por un resorte, se
levantó de pronto. Reinó un silencio general, y el
orador, con bastante énfasis, tomó la palabra en
los siguientes términos:
-Denodados colegas: mucho tiempo ha transcurrido ya
desde que una paz infecunda condenó a los miembros del
Gun-Club a una ociosidad lamentable. Después de un
período de algunos años, tan lleno de incidentes,
tuvimos que abandonar nuestros trabajos y detenernos en la senda
del progreso. Lo proclamo sin miedo y en voz alta: toda guerra
que nos obligase a empuñar de nuevo las armas sería
acogida con un entusiasmo frenético.
-¡Sí, la guerra! -exclamó el
impetuoso J. T. Maston.
-¡Atención! -gritaron por todos
lados.
-Pero la guerra -dijo Barbicane- es imposible en las
actuales circunstancias, y aunque otra cosa desee mi distinguido
colega, muchos años pasarán aún antes de que
nuestros cañones vuelvan al campo de batalla. Es, pues,
preciso tomar una resolución y buscar en otro orden de
ideas una salida al afán de actividad que nos
devora.
La asamblea redobló su atención,
comprendiendo que su presidente iba a abordar el punto
delicado.
-Hace algunos meses, ilustres colegas -prosiguió
Barbicane-, que me pregunté si, sin separarnos de nuestra
especialidad, podríamos acometer alguna gran empresa digna del
siglo XIX, y si los progresos de la balística nos
permitirán salir airosos de nuestro empeño. He,
pues, buscado, trabajado, calculado, y ha resultado de mis
estudios la convicción de que el éxito
coronará nuestros esfuerzos, encaminados a la
realización de un plan que en
cualquier otro país sería imposible. Este proyecto,
prolijamente elaborado, va a ser el objeto de mi
comunicación. Es un proyecto, digno de vosotros, digno del
pasado del Gun-Club, y que producirá necesariamente mucho
ruido en el
mundo.
-¿Mucho ruido? -preguntó un artillero
apasionado.
-Mucho ruido en la verdadera acepción de la
palabra -respondió Barbicane.
-¡No interrumpáis! -repitieron al
unísono muchas voces.
-Os suplico, pues, dignos colegas -repuso el
presidente-, que me otorguéis toda vuestra
atención.
Un estremecimiento circuló por la asamblea.
Barbicane, sujetando con un movimiento
rápido su sombrero en su cabeza, continuó su
discurso con
voz tranquila.
-No hay ninguno entre vosotros, beneméritos
colegas, que no haya visto la Luna, o que, por to menos, no haya
oído
hablar de ella. No os asombréis si vengo aquí a
hablaros del astro de la noche. Acaso nos esté reservada
la gloria de ser los colonos de este mundo desconocido.
Comprendedme, apoyadme con todo vuestro poder, y os
conduciré a su conquista, y su nombre se unirá a
los de los treinta y seis Estados que forman este gran
país de la Unión.(1)
1. Número de los que
entonces formaban los Estados Unidos de América del
Norte.
-¡Viva la Luna! -exclamó el Gun-Club
confundiendo en una sola todas sus voces.
-Mucho se ha estudiado la Luna -repuso Barbicane-; su
masa, su densidad, su
peso, su volumen, su
constitución, sus movimientos, su
distancia, el papel que en el mundo solar representa están
perfectamente determinados; se han formado mapas
selenográficos con una perfección igual y tal vez
superior a la de las cartas
terrestres, habiendo la fotografía
sacado de nuestro satélite pruebas de una belleza
incomparable. En una palabra, se sabe de la Luna todo to que las
ciencias
matemáticas, la astronomía, la geología y
la óptica
pueden saber; pero hasta ahora no se ha establecido
comunicación directa con ella.
Un vivo movimiento de interés y
de sorpresa acogió esta frase del orador.
-Permitidme -prosiguió- recordaros, en pocas
palabras, de qué manera ciertas cabezas calientes,
embarcándose para viajes
imaginarios, pretendieron haber penetrado los secretos de nuestro
satélite. En el siglo xvli, un tal David Fabricius se
vanaglorió de haber visto con sus propios ojos habitantes
en la Luna. En 1649, un francés llamado Jean Baudoin,
publicó el Viaje hecho al mundo de la Luna por Domingo
González, aventurero español. En la misma época,
Cyrano de Bergerac publicó la célebre
expedición que tanto éxito obtuvo en Francia.
Más adelante, otro francés (los franceses se ocupan
mucho de la Luna), llamado Fontenelle, escribió la
Pluralidad de los mundos, obra maestra en su tiempo, pero la
ciencia, avanzando, destruye hasta las obras maestras. Hacia
1835, un opúsculo traducido del New York American nos dijo
que sir John Herschell, enviado al cabo de Buena Esperanza para
ciertos estudios astronómicos, consiguió, empleando
al efecto un telescopio perfeccionado por una iluminación interior, acercar la Luna a una
distancia de ochenta yardas.(1) Entonces percibió
distintamente cavernas en que vivían hipopótamos,
verdes montañas veteadas de oro, carneros con cuernos de
marfil, corzos blancos y habitantes con alas membranosas como las
del murciélago. Aquel folleto, obra de un americano
llamado Locke, alcanzó un éxito prodigioso. Pero
luego se reconoció que todo era una superchería de
la que fueron los franceses los primeros en
reírse.
1. La yarda equivale a 0,91
metros.
-¡Reírse de un americano! -exclamó
J. T. Maston-. ¡He aquí un casus
belli!
-Tranquilizaos, mi digno amigo; los franceses, antes de
reírse de nuestro compatriota, cayeron en el lazo que
él les tendió haciéndoles comulgar con
ruedas de molino. Para terminar esta rápida historia,
añadiré que un tal Hans Pfaal, de Rotterdam,
ascendiendo en un globo lleno de un gas extraído del
ázoe, treinta y siete veces más ligero que el
hidrógeno, alcanzó la Luna
después de un viaje aéreo de diecinueve
días. Aquel viaje, to mismo que las precedentes
tentativas, era simplemente imaginario, y fue obra de un escritor
popular de América, de un ingenio extraño y
contemplativo, de Edgard Poe.
-¡Viva Edgard Poe! -exclamó la asamblea,
electrizada por las palabras de su presidente.
-Nada más digno -repuso Barbicane- de esas
tentativas que llamaré puramente literarias, de todo punto
insuficientes para establecer relaciones formales con el astro de
la noche. Debo, sin embargo, añadir que algunos caracteres
prácticos trataron de ponerse en comunicación con
él, y así es que, años atrás, un
geómetra alemán propuso enviar una comisión
de sabios a los páramos de Siberia. A11í, en
aquellas vastas llanuras, se debían trazar inmensas
figuras geométricas, dibujadas por medio de reflectores
luminosos, entre otras el cuadrado de la hipotenusa, llamado
vulgarmente en Francia el puente de los asnos. KTodo ser
inteligente -decía el geómetra- debe comprender el
destino científico de esta figura. Los selenitas, si
existen, responderán con una figura semejante, y una vez
establecida la
comunicación, fácil será crear un
alfabeto que permita conversar con los habitantes de la
Luna.» Así hablaba el geómetra alemán,
pero no se ejecutó su proyecto, y hasta ahora no existe
ningún lazo directo entre la Tierra y su
satélite. Pero está reservado al genio
práctico de los americanos ponerse en relación con
el mundo sideral. El medio de llegar a tan importante resultado
es sencillo, fácil, seguro,
infalible, y él va a ser el objeto de mi
proposición.
Un gran murmullo, una tempestad de exclamaciones
acogió estas palabras. No hubo entre los asistentes uno
solo que no se sintiera dominado, arrastrado, arrebatado por las
palabras del orador.
-¡Atención! ¡Atención!
¡Silencio! -gritaron por todas partes.
Calmada la agitación, Barbicane prosiguió
con una voz más grave su interrumpido discurso.
-Ya sabéis -dijo- cuántos progresos ha
hecho la balística de algunos años a esta parte y a
qué grado de perfección hubieran llegado las armas
de fuego, si la guerra hubiese continuado. No ignoráis
tampoco que, de una manera general, la fuerza de resistencia de
los cañones y el poder expansivo de la pólvora son
ilimitados. Pues bien, partiendo de este principio, me he
preguntado a mí mismo si, por medio de un aparato
suficiente, realizado con unas determinadas condiciones de
resistencia, sería posible enviar una bala a la
Luna.
A estas palabras, un grito de asombro se escapó
de mil pechos anhelantes, y hubo luego un momento de silencio,
parecido a la profunda calma que precede a las grandes tormentas.
Y en efecto, hubo tronada, pero una tronada de aplausos, de
gritos, de clamores que hicieron retemblar el salón de
sesiones. El presidente quería hablar y no podía.
No consiguió hacerse oír hasta pasados diez
minutos.
-Dejadme concluir -repuso tranquilamente-. He examinado
la cuestión bajo todos sus aspectos, la he abordado
resueltamente, y de mis cálculos indiscutibles resulta que
todo proyectil dotado de una velocidad
inicial de doce mil yardas(1) por segundo, y dirigido hacia la
Luna, llegará necesariamente a ella. Tengo, pues,
distinguidos y bravos colegas, el honor de proponeros que
intentemos este pequeño experimento.
- Unos once mil
metros.
III
Efectos de la comunicación de
Barbicane
Es imposible describir el efecto producido por las
últimas palabras del ilustre presidente. ¡Qué
gritos! ¡Qué vociferaciones! ¡Qué
sucesión de vítores, de hurras, de ¡hip, hip!
y de todas las onomatopeyas con que el entusiasmo condimenta la
lengua
americana! Aquello era un desorden, una barahúnda
indescriptible. Las bocas gritaban, las manos palmoteaban, los
pies sacudían el entarimado de los salones. Todas las
armas de aquel museo de artillería, disparadas a la vez,
no hubieran agitado con más violencia las
ondas sonoras. No
es extraño. Hay artilleros casi tan retumbantes como sus
cañones.
Barbicane permanecía tranquilo en medio de
aquellos clamores entusiastas. Sin duda quería dirigir
aún algunas palabras a sus colegas, pues sus gestos
reclamaron silencio y su timbre fulminante se extenuó a
fuerza de detonaciones. Ni siquiera se oyó. Luego le
arrancaron de su asiento, le llevaron en triunfo, y pasó
de las manos de sus fieles camaradas a los brazos de una
muchedumbre no menos enardecida.
No hay nada que asombre a un americano. Se ha repetido
con frecuencia que la palabra imposible no es francesa:
los que tal han dicho han tomado un diccionario
por otro. En América todo es fácil, todo es
sencillo, y en cuanto a dificultades mecánicas, todas
mueren antes de nacer. Entre el proyecto de Barbicane y su
realización, no podía haber un verdadero yanqui que
se permitiese entrever la apariencia de una dificultad. Cosa
dicha, cosa hecha.
El paseo triunfal del presidente se prolongó
hasta muy entrada la noche. Fue una verdadera marcha a la
luz de
innumerables antorchas. Irlandeses, alemanes, franceses,
escoceses, todos los individuos heterogéneos de que se
compone la población de Maryland gritaban en su
lengua
materna, y los vítores, los hurras y los bravos se
mezclaban en un confuso a inenarrable
estrépito.
Precisamente la Luna, como si hubiese comprendido que
era de ella de quien se trataba, brillaba entonces con serena
magnificencia, eclipsando con su intensa irradiación las
luces circundantes. Todos los yanquis dirigían sus miradas
a su centelleante disco. Algunos la saludaron con la mano, otros
la llamaban con los dictados más halagüeños;
éstos la medían con la mirada, aquéllos la
amenazaban con el puño, y en las cuatro horas que median
entre las ocho y las doce de la noche, un óptico de Jones
Fall labró su fortuna vendiendo anteojos. El astro de la
noche era mirado con tanta avidez como una hermosa dama de alto
copete. Los americanos hablaban de él como si fuesen sus
propietarios. Hubiérase dicho que la casta Diana
pertenecía ya a aquellos audaces conquistadores y formaba
parte del territorio de la Unión. Y sin embargo, no se
trataba más que de enviarle un proyectil, manera bastante
brutal de entrar en relaciones, aunque sea con un satélite
pero muy en boga en las naciones civilizadas.
Acababan de dar las doce, y el entusiasmo no se apagaba.
Seguía siendo igual en todas las clases de la
población; el magistrado, el sabio, el hombre de negocios, el
mercader, el mozo de cuerda, las personas inteligentes y las
gentes incultas se sentían heridas en la fibra más
delicada. Tratábase de una empresa
nacional. La ciudad alta, la ciudad baja, los muelles
bañados por las aguas del Patapsco, los buques anclados no
podían contener la multitud, ebria de alegría, y
también de gin y de whisky. Todos hablaban, peroraban,
discutían, aprobaban, aplaudían, to mismo los ricos
arrellanados muellemente en el sofá de los
bar-rooms(1) delante de su jarra de sherry
cobbler,(2) que el waterman(3) que se emborrachaba con
el quebrantapechos(4) en las tenebrosas tabernas del
Fells-Point.
Sin embargo, a eso de las dos la conmoción se
calmó. El presidente Barbicane pudo volver a su casa
estropeado, quebrantado, molido. Un hércules no hubiera
resistido un entusiasmo semejante. La multitud abandonó
poco a poco plazas y calles. Los cuatro trenes de Ohio, de
Susquehanna, de Filadelfia y de Washington, que convergen en
Baltimore, arrojaron al público heterogéneo a los
cuatro puntos cardinales de los Estados Unidos, y la ciudad
adquirió una tranquilidad relativa.
Se equivocaría el que creyese que durante aquella
memorable noche quedó la agitación circunscrita
dentro de Baltimore. Las grandes ciudades de la Union, Nueva
York, Boston, Albany, Washington, Richmond, Crescent City,(5)
Charleston, Mobile, desde Texas a Massachusetts, desde Michigan a
Florida, participaron todas del delirio. Los treinta mil socios
correspondientes del Gun-Club conocían la carta de su
presidente y aguardaban con igual impaciencia la famosa
comunicación del 5 de octubre. Aquella misma noche, las
palabras del orador, a medida que salían de sus labios,
corrían por los hilos telegráficos que atraviesan
en todos sentidos los Estados de la Unión, a una velocidad
de 248.447 millas por segundo. Podemos, pues, decir con una
exactitud absoluta, que los Estados Unidos de América;
diez veces mayores que Francia, lanzaron en el mismo instante un
solo hurra, y que veinticinco millones de corazones, henchidos de
orgullo, palpitaron con un solo latido.
1. Locales semejantes a los
cafés.
2. Mezcla de ron, zumo de
naranja, azúcar,
canela y nuez moscada. Esta bebida, de color amarillo,
se sorbe por medio de un tubito de vidrio.
3. Marinero.
4. Bebida muy fuerte, que suele
tomar el vulgo.
5. Sobrenombre de Nueva
Orleans.
Al día siguiente, mil quinientos
periódicos diarios, semanales, bimensuales o mensuales, se
apoderaron de la cuestión, y la examinaron bajo sus
diferentes aspectos físicos, meteorológicos,
económicos y morales, y hasta bajo el punto de vista de la
preponderancia política y de su
influencia civilizadora. Algunos se preguntaron si la Luna era un
mundo extinguido, y si no experimentaría ya ninguna
transformación. ¿Se parecía a la Tierra
durante los tiempos en que no había aún
atmósfera? ¿Qué espectáculo
presentaría al hacerse visible la faz que desconoce el
esferoide terrestre?
Aunque no se tratara más que de enviar una bala
al astro de la noche, todos veían en este hecho el punto
de partida de una serie de experimentos;
todos esperaban que América penetraría los
últimos secretos de aquel disco misterioso, y algunos
hablaban ya de las sensibles perturbaciones que acarrearía
su conquista al equilibrio
europeo.
Discutido el proyecto, no hubo un solo periódico
que pusiese su realización en duda. Las colecciones, los
folletos, las gacetas, los boletines publicados por las sociedades
científicas, literarias o religiosas hicieron resaltar sus
ventajas, y la Sociedad de Historia Natural de Boston, la
Sociedad Americana de Ciencias y Artes de Albany, la Sociedad de
Geografía
y Estadística de Nueva York, la Sociedad
Filosófica Americana de Filadelfia, el Instituto
Sunthosontana de Washington, enviaron mil cartas de
felicitación al Gun-Club, con ofrecimientos de apoyo y
dinero.
Nunca proposición alguna había obtenido
tan numerosas adhesiones. No hubo ninguna inquietud, ninguna
vacilación, ninguna duda. En cuanto a las chanzonetas, a
las caricaturas, a las canciones burlescas que hubieran acogido
en Europa, y particularmente en Francia, la idea de enviar un
proyectil a la Luna, hubieran desacreditado al que los hubiese
permitido, y todos los life preservers(1) del mundo
hubieran sido impotentes para librarse de la indignación
general. Hay cosas de las que nadie suele reírse en el
Nuevo Mundo.
Impey Barbicane fue desde aquel día uno de los
más grandes ciudadanos de los Estados Unidos, algo como si
dijéramos el Washington de la ciencia, y un rasgo de los
muchos que pudiéramos citar, bastará para demostrar
a qué extremo llegó la idolatría que a todo
un pueblo merecía un hombre.
Algunos días después de la famosa
sesión del GunClub, el director de una
compañía inglesa de cómicos anunció
en el teatro de
Baltimore la representación de Much ado about
nothing.(2) Pero la población de la ciudad, viendo en
este título una alusión malévola a los
proyectos del
presidente Barbicane, invadió el teatro, hizo pedazos los
asientos y obligó a variar su cartel al desgraciado
director, el cual, hombre sagaz, inclinándose ante la
voluntad pública, reemplazó la malhadada comedia
por la titulada As you tithe it(3) que durante muchas
semanas le valió un lleno completo.
- Arma de bolsillo que se
compone de una ballena flexible y una bala de
metal. - Mucbo ruido y pocas nueces,
comedia de Shakespeare - Como gustéis, obra
del mismo autor.
IV
Respuesta del observatorio de
Cambridge
Sin embargo, Barbicane no perdió un solo instante
en medio de las ovaciones de que era objeto. Lo primero que hizo
fue reunir a sùs colegas en el salón de
conferencias del Gun-Club, donde después de una
concienzuda discusión, se convino en consultar a los
astrónomos sobre la parte astronómica de la empresa.
Conocida la respuesta, se debían discutir los medios
mecánicos, no descuidando ni to más insignificante
para asegurar el buen éxito de tan gran
experimento.
Se redactó, pues, y se dirigió al
observatorio de Cambridge, en Massachusetts, una nota muy precisa
que contenía preguntas especiales. La ciudad de Cambridge,
donde se fundó la primera Universidad de
los Estados Unidos, es justamente célebre por su
observatorio astronómico. Allí se encuentran
reunidos sabios del mayor mérito, y a11í funciona
el poderoso anteojo que permitió a Bond resolver las
nebulosas de Andrómeda, y a Clarke descubrir el
satélite de Sirio. Aquel célebre establecimiento
tenía, por consiguiente, adquiridos muchos títulos
honrosos que justificaban la consulta del Gun-Club.
Dos días después, la respuesta, tan
impacientemente esperada, llegó a manos del presidente
Barbicane.
Estaba concebida en los siguientes
términos:
El director del observatorio de Cambridge al
presidente del Gun-Club en Baltimore
«Cambridge, 7 de octubre
»Al recibir vuesta carta del 6 del corriente,
dirigida al observatorio de Cambridge en nombre de los miembros
del Gun-Club de Baltimore, nuestra junta directiva se ha reunido
en el acto y ha resuelto responder to que sigue:
»Las preguntas que se le dirigen son:
» 1ª ¿Es posible enviar un proyectil a
la Luna?
»2ª ¿Cuál es la distancia
exacta que separa a la Tierra de su satélite?
»3ª ¿Cuál será la
duración del viaje del proyectil, dándole una
velocidad inicial suficiente y, por consiguiente, en qué
momento preciso deberá dispararse para que encuentre a la
Luna en un punto determinado?
»4ª ¿En qué momento preciso se
presentará la Luna en la posición más
favorable para que el proyectil la alcance?
»5ª ¿A qué punto del cielo se
deberá apuntar el cañón destinado a lanzar
el proyectil?
»6ª ¿Qué sitio ocupará
la Luna en el cielo en el momento de disparar el
proyectil?
»Respuesta a la primera pregunta: ¿Es
posible enviar un proyectil a la Luna?
»Sí, es posible enviar un proyectil a la
Luna, si se llega a dar a este proyectil una velocidad inicial de
doce mil yardas por segundo. El cálculo demuestra que esta
velocidad es suficiente. A medida que se aleja de la Tierra, la
acción del peso disminuirá en razón inversa
del cuadrado de las distancias, es decir, que para una distancia
tres veces mayor esta acción será nueve veces
menor. En consecuencia, el peso de la bala disminuirá
rápidamente, y se anulará del todo en el momento de
quedar equilibrada la atracción de la Luna con la de la
Tierra, es decir, a los 47/58 del trayecto. En aquel momento el
proyectil no tendrá peso alguno, y, si salva aquel punto,
caerá sobre la Luna por el solo efecto de la
atracción lunar. La posibilidad teórica del
experimento queda, pues, absolutamente demostrada, dependiendo
únicamente su éxito de la potencia de is
máquinaempleada.
»Respuesta a la segunda pregunta:
¿Cuál es la distancia exacta que separa a la Tierra
de su satélite?
»La Luna no describe alrededor de la Tierra una
circunferencia, sino una elipse, de la cual nuestro globo ocupa
uno de los focos, y por consiguiente la Luna se encuentra a veces
más cerca y a veces más lejos de la Tierra, o,
hablando en términos técnicos, a veces en su apogeo
y a veces en su perigeo. La diferencia en el espacio entre su
mayor y menor distancia es bastante considerable para que se la
deba tener en cuenta. La Luna en su apogeo se halla a 247.552
millas (99.640 leguas de 4 kilómetros), y en su perigeo, a
218.895 millas (88.010 leguas), lo que da una diferencia de
28.657 millas (11.630 leguas), que son más de una novena
parte del trayecto que el proyectil ha de recorrer. La distancia
perigea de la Luna es, pues, la que debe servir de base a los
cálculos.
»Respuesta a la tercera pregunta:
¿Cuál será la duración del viaje del
proyectil, dándole una velocidad inicial suficiente y, por
consiguiente, en qué momento preciso deberá
dispararse para que encuentre a la Luna en un punto
determinado?
»Si la bala conservase indefinidamente la
velocidad inicial de doce mil yardas por segundo que le hubiesen
dado al partir, no tardaría más que unas nueve
horas en llegar a su destino; pero como esta velocidad inicial va
continuamente disminuyendo, resulta, por un cálculo
riguroso, que el proyectil tardará trescientos mil
segundos, o sea ochenta y tres horas y veinte minutos en alcanzar
el punto en que se hallan equilibradas las atracciones terrestre
y lunar, y desde dicho punto caerá sobre la Luna en
cincuenta mil segundos, o sea trece horas, cincuenta y tres
minutos y veinte segundos. Convendrá, pues, dispararlo
noventa y siete horas, trece minutos y veinte segundos antes de
la llegada de la Luna al punto a que se haya dirigido el
disparo.
»Respuesta a la cuarta pregunta: ¿En
qué momento preciso se presentará la Luna en la
posición más favorable para que el proyectil la
alcance?
»Después de lo que se ha dicho, es evidente
que debe escogerse la época en que se halle la Luna en su
perigeo, y al mismo tiempo el momento en que pase por el cenit,
to que disminuirá el trayecto en una distancia igual al
radio
terrestre o sea 3.919 millas, de suerte que el trayecto
definitivo será de 214.966 millas (86.410 leguas). Pero si
bien la Luna pasa todos los meses por su perigeo, no siempre en
aquel momento se encuentra en su cenit. No se presenta en estas
dos condiciones sino a muy largos intervalos. Será, pues,
preciso aguardar la coincidencia del paso al perigeo y al cenit.
Por una feliz circunstancia, el 4 de diciembre del año
próximo la Luna ofrecerá estas dos condiciones: a
las doce de la noche se hallará en su perigeo, es decir, a
la menor distancia de la Tierra, y, al mismo tiempo,
pasará por el cenit.
»Respuesta a la quinta pregunta: ¿A
qué púnto del cielo se deberá apuntar el
cañón destinado a lanzar el proyectil?
»Admitidas las precedentes observaciones, el
cañón deberá apuntarse al cenit(1) del lugar
en que se haga el experimento, de suerte que el tiro sea
perpendicular al plano del horizonte, y así el proyectil
se librará más pronto de los efectos de la
atracción terrestre. Pero para que la Luna suba al cenit
de un sitio, preciso es que la latitud de este sitio no sea
más alta que la declinación del astro, o, en otros
términos, que el sitio no se halle comprendido entre
0° y 28° de latitud Norte o Sur.(2) En cualquier otro
punto, el tiro tendría que ser necesariamente oblicuo, lo
que contraría el buen resultado del
experimento.
1. El cenit es el punto del
cielo situado verticalmente sobre la cabeza del
observador.
2. No hay, en efecto,
más que las regiones del globo comprendidas entre el
ecuador y los
paralelos 28 en que la elevación de la Luna llega al
cenit. Más a11á de 28 grados, la Luna se acerca
tanto menos al cenit cuanto más avanza hacia los
polos.
»Respuesta a la sexta pregunta: ¿Qué
sitio ocupará la Luna en el cielo en el momento de
disparar el proyectil? »En el acto de lanzar la bala al
espacio, la Luna, que avanza diariamente 13° 10' y 35»,
deberá encontrarse alejada del punto cenital cuatro veces
esta distancia, o sea 52° 42' y 20", espacio que corresponde
al camino que ella hará mientras dure el avance del
proyectil. Pero como es preciso tener también en cuenta el
desvío que hará sufrir a la bala el movimiento de
rotación de la Tierra, y como la bala no llegará a
la Luna sino después de haber sufrido una
desviación igual a dieciséis radios terrestres, los
cùales, contados con la órbita de la Luna, son unos
11°, éstos se deben añadir a los que expresan
el retraso de la Luna, ya mencionado, o sean 64°. Así
pues, en el momento del tiro, el rayo visual dirigido a la Luna
formará con la vertical del sitio del experimento un
ángulo de 64°.
»Tales son las respuestas que da el observatorio
de Cambridge a las preguntas de los miembros del
GunClub.
»En resumen:
»1.° El cañón deberá
colocarse en un país situado entre 0° y 28° de
latitud Norte o Sur.
»2.° Deberá apuntarse al cenit del
sitio del experimento.
»3 ° El proyectil deberá estar dotado
de una velocidad inicial de 12.000 yardas por segundo.
»4.° Deberá dispararse el primero de
diciembre del año próximo a las once horas menos
tres minutos y veinte segundos.
»5 ° Encontrará a la Luna cuatro
días después de su partida, el 4 de diciembre, a
las doce de la noche en punto, en el momento de pasar por el
cenit.
»Los miembros del Gun-Club deben, por tanto,
emprender sin pérdida de tiempo los trabajos que requiere
su empresa y hallarse prontos a obrar en el momento determinado,
pues, si dejan pasar el 4 de diciembre, no hallarán la
Luna en las mismas condiciones de perigeo y de cenit hasta que
hayan transcurrido dieciocho años y once
días.
»La junta directiva del observatorio de Cambridge
se pone enteramente a disposición del Gun-Club para las
cuestiones de astronomía teórica, y une por la
presente sus felicitaciones a las de la América
entera.
»Por la junta:
J. M. BELFAST
»Director del observatorio de
Cambridge.»
V
La
novela de la
Luna
Un observador dotado de una vista infinitamente
penetrante y colocado en este centro desconocido a cuyo alrededor
gravita el mundo, habría visto en la época
caótica del Universo
miríadas de átomos que poblaban el espacio. Pero
poco a poco, pasando siglos y siglos, se produjo una
variación, manifestándose una ley de
atracción, a la cual se subordinaron los átomos
hasta entonces errantes. Aquellos átomos se combinaron
químicamente según sus afinidades, se hicieron
moléculas y formaron esas acumulaciones nebulosas de que
están sembradas las profundidades del espacio.
Animó luego aquellas acumulaciones un movimiento
de rotación alrededor de su punto central. Aquel centro
formado de moléculas vagas, empezó a girar
alrededor de sí mismo, condensándose
progresivamente. Además, siguiendo leyes de mecánica inmutables, a medida que por la
condensación disminuía su volumen, su movimiento de
rotación se aceleró, de to que resultó una
estrella principal, centro de las acumulaciones
nebulosas.
Mirando atentamente, el observador hubiera visto
entonces las demás moléculas de la
acumulación conducirse como la estrella central,
condensarse de la misma manera por un movimiento de
rotación bajo forma de innumerables estrellas. La nebulosa
estaba formada. Los astrónomos cuentan actualmente cerca
de 5.000 nebulosas.
Hay una entre ellas que los hombres han llamado la
Vía Láctea, la cual contiene dieciocho millones de
estrellas, siendo cada estrella el centro de un mundo
solar.
Si el observador hubiese entonces examinado
especialmente entre aquellos dieciocho millones de astros, uno de
los más modestos y menos brillantes,(1) una estrella de
cuarto orden, la que llamamos orgullosamente el Sol, todos los
fenómenos a que se debe la formación del Universo
se hubieran realizado sucesivamente a su vista.
1. El diámetro de Sirio,
según Wollaston, es doce veces mayor que el del
Sol.
Hubiera visto al Sol, en estado gaseoso aún y
compuesto de moléculas movibles, girando alrededor de su
eje para consumar su trabajo de
concentración. Este movimiento, sometido a las leyes de la
mecánica, se hubiese acelerado con la
disminución de volumen, Ilegando un momento en que la
fuerza centrífuga prevaleciese sobre la centrípeta,
que tiende a impeler las moléculas hacia el
centro.
Entonces, a la vista del observador se habría
presentado otro fenómeno. Las moléculas situadas en
el plano del ecuador, escapándose como la piedra de una
honda que se rompe súbitamente, habrían ido a
formar alrededor del Sol varios anillos concéntricos
semejantes a los de Saturno. Aquellos anillos de materia
cósmica, dotados a su vez de un movimiento de
rotación alrededor de la masa central, se habrían
roto y descompuesto en nebulosidades secundarias, es decir, en
planetas.
Si el observador hubiese entonces concentrado en estos
planetas toda su atención, les habría visto
conducirse exactamente como el Sol y dar nacimiento a uno o
más anillos cósmicos, origen de esos astros de
orden inferior que se llaman satélites.
Así pues, subiendo del átomo a la
molécula, de la molécula a la acumulación,
de la acumulación a la nebulosa, de la nebulosa a la
estrella principal, de la estrella principal al Sol, del Sol al
planeta y del planeta al satélite, tenemos toda la serie
de las transformaciones experimentadas por los cuerpos celestes
desde los primeros días del mundo.
El Sol parece perdido en las inmensidades del mundo
estelar, y, sin embargo, según las teorías que
actualmente privan en la ciencia, se había subordinado a
la nebulosa de la Vía Láctea. Centro de un mundo,
aunque tan pequeño parece en medio de las regiones
etéreas, es, sin embargo, enorme, pues su volumen es un
millón cuatrocientas mil veces mayor que el de la Tierra.
A su alrededor gravitan ocho planetas, salidos de sus mismas
entrañas en los primeros tiempos de la Creación.
Estos planetas, enumerándolos por el orden de su
proximidad, son: Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter,
Saturno, Urano y Neptuno. Además, entre Marte y
Júpiter circulan regularmente otros cuerpos menos
considerables, restos errantes tal vez de un astro hecho pedazos,
de los cuales el telescopio ha reconocido ya ochenta y
dos.(1)
1. Algunos de estos asteroides
son tan pequeños, que a paso gimnástico, se
podría dar una vuelta a su alrededor en un solo
día.
De estos servidores que el
Sol mantiene en su órbita elíptica por la gran ley
de la gravitación, algunos poseen también sus
satélites. Urano tiene ocho; Saturno otros tantos;
Júpiter, cuatro; Neptuno, tres; la Tierra, uno. Este
último, uno de los menos importantes del mundo solar, se
llama Luna, y es el que el genio audaz de los americanos
pretendía conquistar.
El astro de la noche, por su proximidad relativa y el
espectáculo rápidamente renovado de sus diversas
fases, compartió con el Sol, desde los primeros
días de la humanidad, la atención de los habitantes
de la Tierra. Pero el Sol ofende los ojos al mirarlo, y los
torrentes de luz que despide obligan a cerrarlos a los que los
contemplan.
La plácida Febe, más humana, se deja ver
complaciente con su modesta gracia; agrada a la vista, es poco
ambiciosa y, sin embargo, se permite alguna vez eclipsar a su
hermano, el radiante Apolo, sin ser nunca eclipsada por
él. Los mahometanos, comprendiendo el reconocimiento que
debían a esta fiel amiga de la Tierra, han regulado sus
meses en base a su revolución.(1)
1. La revolución de la
Luna dura unos veintisiete días y medio.
Los primeros pueblos tributaron un culto muy preferente
a esta casta deidad. Los egipcios la llamaban Isis; los fenicios,
Astarté; los griegos la adoraron bajo el nombre de Febe,
hija de Latona y de Júpiter, y explicaban sus eclipses por
las visitas misteriosas de Diana al bello Endimión.
Según la leyenda mitológica, el león de
Nemea recorrió los campos de la Luna antes de su
aparición en la Tierra, y el poeta Agesianax, citado por
Plutarco, celebró en sus versos aquella amable boca,
aquella nariz encantadora, aquellos dulces ojos, formados por las
partes luminosas de la adorable Selene.
Pero si bien los antiguos comprendieron a las mil
maravillas el carácter, el temperamento, en una palabra,
las cualidades morales de la Luna bajo el punto de vista
mitológico, los más sabios que había entre
ellos permanecieron muy ignorantes en
selenografía.
Sin embargo, algunos astrónomos de épocas
remotas descubrieron ciertas particularidades confirmadas
actualmente por la ciencia. Si bien los acadios pretendieron
haber habitado la Tierra en una época en que la Luna no
existía aún, si bien Simplicio la creyó
inmóvil y colgada de la bóveda de cristal, si bien
Tasio la consideró como un fragmento desprendido del disco
solar; si bien Clearco, el discípulo de Aristóteles, hizo de ella un bruñido
espejo en que se reflejaban las imágenes
del océano; si bien otros, en fin, no vieron en ella
más que una acumulación de vapores exhalados por la
Tierra o un globo medio fuego, medio hielo, que giraba alrededor
de sí mismo, algunos sabios, por medio de observaciones
sagaces, a falta de instrumentos de óptica, sospecharon la
mayor parte de las leyes que rigen al astro de la
noche.
Tales de Mileto, seiscientos años antes de
jesucristo, emitió la opinión de que la Luna estaba
iluminada por el Sol. Aristarco de Samos dio la verdadera
explicación de sus fases. Cleómedes
enseñó que brillaba con una luz refleja. El caldeo
Beroso descubrió que la duración de su movimiento
de rotación era igual a la de su movimiento de
traslación, y así explicó cómo la
Luna presenta siempre la misma faz. Por último, Hiparco,
dos siglos antes de la era cristiana, reconoció algunas
desigualdades en los movimientos aparentes del satélite de
la Tierra.
Estas distintas observaciones se confirmaron
después, y de ellas sacaron partido nuevos
astrónomos. Tolomeo, en el siglo ii, y el árabe
Abul Wefa, en el siglo x, completaron las observaciones de
Hiparco sobre las desigualdades que sufre la Luna siguiendo la
línea tortuosa de su órbita, bajo la acción
del Sol. Después, Copérnico, en el siglo XV, y
Tycho Brahe, en el siglo XVI, expusieron completamente el
sistema solar,
y el papel que desempeña la Luna entre los cuerpos
celestes.
Ya en aquella época, sus movimientos estaban casi
determinados; pero de su constitución física se
sabía muy poca cosa. Entonces fue cuando Galileo
explicó los fenómenos de luz producidos en ciertas
fases por la existencia de montañas, a las que dio una
altura media de 4.500 toesas.
Después Hevelius, un astrónomo de Dantzig,
rebajó a 2.600 toesas las mayores alturas, pero su
compañero, Riccioli, las elevó a 7.000.
A fines del siglo XVIII, Herschel, armado de un poderoso
telescopio, redujo mucho las precedentes medidas. Dio 2.900
toesas a las montañas más elevadas, y redujo por
término medio las diferentes alturas a 400 toesas
solamente. Pero Herschel se equivocaba también, y se
necesitaron las observaciones de Schoeter, Louville, Halley,
Nasmith, Bianchini, Pastor¡, Lohrman, Gruithuisen y, sobre
todo, los minuciosos estudios de Beer y de Moedler, para resolver
la cuestión de una manera definitiva. Gracias a los
mencionados sabios, la elevación de las montañas de
la Luna se conoce en la actualidad perfectamente. Beer y Moedler
han medido 1.905 alturas, de las cuales seis pasan de 2.600
toesas y veintidós pasan de 2.400.(1) La más alta
cima sobresale de la superficie del disco lunar 3.801
toesas.
1. La altura del Mont Blanc es
de 4.813 metros sobre el nivel del mar.
A1 mismo tiempo, se completaba el reconocimiento del
disco de la Luna, el cual aparecía acribillado de
cráteres, confirmándose en todas las observaciones
su naturaleza
esencialmente volcánica. De la falta de refracción
en los rayos de los planetas que ella oculta, se deduce que le
falta casi absolutamente atmósfera. Esta carencia de
aire supone falta
de agua y, por
consiguiente, los selenitas, para vivir en semejantes
condiciones, deben tener una organización especial y diferenciarse
singularmente de los habitantes de la Tierra.
Por último, gracias a nuevos métodos,
instrumentos más perfeccionados registraron
ávidamente la Luna, no dejando inexplorado ningún
punto en su hemisferio, no obstante medir su diámetro
2.150 millas(1) y ser su superficie igual a una 13ª parte de
la del globo,(2) y su Volumen una 49ª parte de la esfera
terrestre; pero ninguno de estos secretos podía serlo
eternamente para los sabios astrónomos, que llevaron
más lejos aún sus prodigiosas
observaciones.
1. 3.475 kilómetros, es
decir, algo más de una cuarta parte del diámetro
terrestre.
2. Treinta y ocho millones de
kilómetros cuadrados.
Ellos notaron que, durante el plenilunio, el disco
aparecía en ciertas partes, marcado de líneas
negras. Estudiando estas líneas con mayor
precisión, llegaron a darse cuenta exacta de su
naturaleza. Aquellas líneas eran surcos largos y
estrechos, abiertos entre bordes paralelos que terminaban
generalmente en las márgenes de los cráteres.
Tenían una longitud comprendida entre diez y cien millas,
y una anchura de 800 toesas. Los astrónomos las llamaron
ranura, pero darles este nombre es todo to que supieron hacer. En
cuanto a averiguar si eran lechos secos de antiguos ríos,
no pudieron resolverlo de una manera concluyente.
Los americanos esperaban poder, un día a otro,
determinar este hecho geológico. Se reservaban igualmente
la gloria de reconocer aquella serie de parapetos paralelos,
descubiertos en la superficie de la Luna por Gruithuisen, sabio
profesor de
Munich, que las consideró como un sistema de
fortificaciones levantadas por los ingenieros selenitas. Estos
dos puntos, aún oscuros, y otros sin duda, no
podían aclararse definitivamente, sino por medio de una
comunicación directa con la Luna.
En cuanto a la intensidad de su luz, nada había
que aprender, pues ya se sabía que es 300.000 veces
más débil que la del Sol, y que su calor no
ejerce sobre los termó= metros ninguna acción
apreciable. Respecto del fenómeno conocido con el nombre
de luz cenicienta, se ex-
plica naturalmente por el efecto de los rayos del Sol
rechazados de la Tierra a la Luna, los cuales completan, al
parecer, el disco lunar, cuando éste se presenta en cuarto
creciente o menguante.
Tal era el estado de los conocimientos adquiridos sobre
el satélite de la Tierra, que el Gun-Club se propuso
completar bajo todos los puntos de vista, tanto
cosmográficos y geológicos como políticos y
morales.
VI
Lo que
no es posible dudar y lo que no es permitido creer en los Estados
Unidos
La proposición de Barbicane había tenido
por resultado inmediato el poner sobre el tapete todos los hechos
astronómicos relativos al astro de la noche. Todos los
ciudadanos de la Unión se dieron a estudiarlo asiduamente.
Hubiérase dicho que la Luna aparecía por primera
vez en el horizonte y que nadie hasta entonces la había
entrevisto en el cielo. Se puso de moda, era el alma de todas
las conversaciones, sin menoscabo de su modestia, y tomó
sin envanecerse un puesto de preferencia entre los astros. Los
periódicos reprodujeron las anécdotas añejas
en que el Sol de los lobos figuraba como protagonista; recordaron
las influencias que le atribuía la ignorancia de las
primeras edades; la cantaron en todos los tonos, y poco le
faltó para que citasen de ella algunas frases ingeniosas.
América entera se sintió acometida de
selenomanía.
Las revistas científicas trataron más
especialmente las cuestiones que se referían a la empresa
del GunClub, y publicaron, comentándola y
aprobándola sin reserva, la carta del observatorio de
Cambridge.
A nadie, ni aun al más lego de los yanquis, le
estaba permitido ignorar uno solo de los hechos relativos a su
satélite, ni respecto del particular se hubiera tampoco
tolerado que las personas de menos cacumen hubiesen admitido
supersticiosos errores. La ciencia llegaba a todas partes bajo
todas las formas imaginables; penetraba por los oídos, por
los ojos, por todos los sentidos; en
una palabra, era imposible ser un asno… en
astronomía.
Hasta entonces la generalidad ignoraba cómo se
había podido calcular la distancia que separa la Luna de
la Tierra. Los sabios se aprovecharon de las circunstacias para
enseñar hasta a los más negados que la distancia se
obtenía midiendo el paralaje de la Luna. Y si la palabra
paralaje les dejaba a oscuras, decían que paralaje es el
ángulo formado por dos líneas rectas que parten a
la Luna desde cada una de las extremidades del radio terrestre. Y
si alguien dudaba de la perfección de este método, se
le probaba inmediatamente que esta distancia media no sólo
era de 234.347 millas (94.330 leguas), sino que los
astrónomos no se equivocaban ni en 70 millas (30
leguas).
A los que no estaban familiarizados con los movimientos
de la Luna, los periódicos les demostraban diariamente que
la Luna posee dos movimientos distintos, el primero llamado de
rotación alrededor de su eje, y el segundo llamado de
traslación alrededor de la Tierra, verificándose
los dos en igual período de tiempo, o sea en veintisiete
días y un tercio.(1)
1. Es la duración de la
revolución sideral, es decir, el tiempo que tarda la Luna
en volver a una misma estrella.
El movimiento de rotación es el que crea el
día y la noche en la superficie de la Luna, pero no hay
más que un día, más que una noche por cada
mes lunar, durando cada uno trescientas cincuenta y cuatro horas
y un tercio. Afortunadamente para ella, el hemisferio que
mira
al globo terrestre está alumbrado por éste
con una intensidad igual a la luz de catorce Lunas. En cuanto al
otro hemisferio, siempre invisible, tiene, como es natural,
trescientas cincuenta y cuatro horas de una noche absoluta, algo
atemperada por la pálida claridad que cae de las
estrellas. Este fenómeno se debe únicamente a que
los movimientos de rotación y traslación se
verifican en un período de tiempo rigurosamente igual,
fenómeno común, según Cassini y Hers, a los
satélites de Júpiter y muy probablemente a todos
los otros.
Algún individuo muy
aplicado, pero algo duro de mollera, no comprendía
fácilmente que si la Luna presentaba invariablemente la
misma faz a la Tierra durante su traslación, fuese esto
debido a que en el mismo período de tiempo
describía una vuelta alrededor de sí misma. A esto
se le decía:
-Vete a to comedor, da una vuelta alrededor de la mesa
mirando siempre su centro, y cuando hayas concluido to paseo
circular, habrás dado una vuelta alrededor de ti mismo,
pues que to vista habrá recorrido sucesivamente todos los
puntos del comedor. Pues bien, el comedor es el Cielo, la mesa es
la Tierra y tú eres la Luna.
Y los más reacios quedaban encantados de la
comparación.
Tenemos, pues, que la Luna presenta incesantemente el
mismo hemisferio a la Tierra, si bien, para ser más
exactos, debemos añadir que, a consecuencia de cierto
balance y bamboleo del Norte al Sur y del Oeste al Este llamado
libración, se deja ver un poco más de la mitad de
su disco, o sea cincuenta y siete centésimas partes de
él aproximadamente.
Luego que los ignorantes -por to que atañe al
movimiento de rotación de la Luna- supieron tanto como el
director del observatorio de Cambridge, se ocuparon de su
movimiento de traslación alrededor de la Tierra, y veinte
revistas científicas les instruyeron inmediatamente.
Entonces supieron que el firmamento, con su infinidad de
estrellas, puede considerarse como un vasto cuadrante por el que
la Luna se pasea indicando la hora verdadera a todos los
habitantes de la Tierra. Supieron también que en este
movimiento el astro de la noche presenta sus diferentes fases;
que la Luna es llena cuando se halla en oposición con el
Sol, es decir, cuando los tres astros se hallan sobre la misma
línea, estando la Tierra en medio; que la Luna es nueva
cuando se halla en conjunción con el Sol, es decir, cuando
se halla entre la Tierra y él, y, por fin, que la Luna se
halla en su primero o su último cuarto cuando forma con el
Sol y la Tierra un ángulo recto del cual ocupa el
vértice.
Algunos yanquis perspicaces deducían entonces la
consecuencia de que los eclipses no pueden reproducirse sino en
las épocas de conjunción o de oposición, y
raciocinaban perfectamente. En conjunción, la Luna puede
eclipsar al Sol, al paso que en oposición es la Tierra
quien puede eclipsar a la Luna, y si estos eclipses no
sobrevienen dos veces al mes, se debe a que el plano en que se
mueve la Luna está inclinado sobre la eclíptica, o
en otros términos, sobre el plano en que se mueve la
Tierra.
Respecto a la altura que el astro de la noche puede
alcanzar en el horizonte, la carta del observatorio de Cambridge
ya había dicho cuanto podía desearse. Todos
sabían que la altura varía según la latitud
del lugar desde el cual se observa. Pero las únicas zonas
del globo en que la Luna pasa por el cenit, es decir, en que se
coloca diariamente encima de la cabeza de los que la contemplan,
se hallan necesariamente comprendido entre el paralelo 28 y el
ecuador. De aquí la importancia suma de la
recomendación de hacer el experimento desde un punto
cualquiera de esta parte del globo, a fin de que el proyectil
pudiera avanzar perpendicularmente y sustraerse más pronto
a la acción de la gravedad. Esta condición era
esencial para el buen resultado de la empresa, y no dejaba de
preocupar vivamente a la opinión
pública.
En cuanto a la línea que sigue la Luna en su
traslación alrededor de la Tierra, el observatorio de
Cambridge se había expresado tan claramente que los
más ignorantes comprendieron que es una línea curva
entrante, una elipse y no un círculo en que la Tierra
ocupa uno de los focos. Estas órbitas elípticas son
comunes a todos los planetas y a todos los satélites, y la
mecánica racional prueba rigurosamente que no puede ser
otra cosa. Para todos fue evidente que la Luna se halla to
más lejos posible de la Tierra estando en su apogeo y to
más cerca en su perigeo.
He aquí, pues, to que todo americano sabía
de grado o por fuerza, y to que nadie podía ignorar
decentemente. Pero si muy fácil fue vulgarizar
rápidamente estos principios, no to
fue tanto desarraigar muchos errores y ciertos miedos
ilusorios.
Algunas almas pacatas sostenían que la Luna era
un antiguo cometa que, recorriendo su órbita alrededor del
Sol, pasó junto a la Tierra y se detuvo en su
círculo de atraccióñ. Así
pretendían explicar los astrónomos de salón
el aspecto ceniciento de la Luna, desgracia irreparable de que
acusaban al astro radiante. Verdad es que cuando se les
hacía notar que los cometas tienen atmósfera y que
la Luna carece de ella o poco menos, se encogían de
hombros sin saber qué responder.
Otros, pertenecientes al gremio de los temerosos,
manifestaban respecto de la Luna cierto pánico.
Habían oído decir que, según las
observaciones hechas en tiempo de los califas, el movimiento de
rotación de la Luna se aceleraba en cierta
proporción, de to que dedujeron, lógicamente sin
duda, que a una aceleración de movimiento debía
corresponder una disminución de distancia entre los dos
astros, y que prolongándose hasta lo infinito este doble
efecto, la Luna, al fin y al cabo, había de chocar con la
Tierra. Debieron, sin embargo, tranquilizarse y dejar de temer
por la suerte de las generaciones futuras cuando se les
demostró que, según los cálculos del ilustre
matemático francés Laplace, esta
aceleración de movimiento estaba contenida dentro de
límites muy estrechos, y que no tardaría en suceder
a ella una disminución proporcional. El equilibrio del
mundo solar no podía, por consiguiente, alterarse en los
siglos venideros.
Quedaba en último término la clase
supersticiosa de los ignorantes, que no se contentan con ignorar,
sino que saben to que no es, y respecto de la Luna sabían
demasiado; algunos de ellos consideraban su disco como un
bruñido espejo por cuyo medio se podían ver desde
distintos puntos de la Tierra y comunicarse sus pensamientos.
Otros pretendían que de las mil Lunas nuevas observadas,
novecientas cincuenta habían acarreado notables
perturbaciones, tales como cataclismos, revoluciones, terremotos,
diluvios, pestes, etc., es decir, que creían en la
influencia misteriosa del astro de la noche sobre los destinos
humanos. La miraban como el verdadero contrapeso de la
existencia: creían que cada selenita correspondía a
un habitante de la Tierra, al cual estaba unido por uri lazo
simpático; decían, con el doctor Mead, que el
sistema vital le está enteramente sometido, y
sostenían con una convicción profunda que los
varones nacen principalmente durante la Luna llena y las hembras
en el cuarto menguante, etcétera. Pero tuvieron, al fin,
que renunciar a tan groseros errores y reconocer la verdad, y si
bien la Luna, despojada de su supuesta influencia, perdió
en el concepto de
ciertos cortesanos toda su categoría, si algunos le
volvieron la espalda, se declaró partidario suyo la
inmensa mayoría. En cuanto a los yanquis, no abrigaban
más ambición que la de tomar posesión de
aquel nuevo continente de los aires para enarbolar en la
más erguida cresta de sus montañas el poderoso
pabellón, salpicado de estrella: de los Estados Unidos de
América.
VII
En su memorable carta del 7 de octubre, el observatorio
de Cambridge había tratado la cuestión bajo el
punto de vista astronómico, pero era preciso resolverla
mecánicamente. En este concepto las dificultades
prácticas hubieran parecido insuperables a cualquier otro
país que no hubiese sido América. En los Estados
Unidos pareció cosa de juego.
El presidente Barbicane había nombrado, sin
pérdida de tiempo, en el seno del Gun-Club, una
comisión ejecutiva. Esta comisión debía en
tres sesiones dilucidar las tres grandes cuestiones del
cañón, del proyectil y de las pólvoras. Se
componía de cuatio miembros muy conocedores de estas
materias. Barbicane, con voto preponderante en caso de empate, el
general Morgan, el mayor Elphiston y el inevitable J. T. Maston,
a quien se confiaron las funciones de
secretario.
El 8 de octubre, la comisión se reunió en
casa del presidente Barbicane: 3, Republican Street. Como
importaba mucho que el estómago no turbase con sus gritos
una discusión tan grave, los cuatro miembros del Gun-Club
se sentaron a una mesa cubierta de bocadillos y de enormes
teteras. Enseguida J. T. Maston fijó su pluma en su brazo
postizo, y empezó la sesión.
Barbicane tomó la palabra.
-Mis queridos colegas -dijo-, estamos llamados a
resolver uno de los más importantes problemas de
la balística, la ciencia por excelencia, que trata del
movimiento de los proyectiles, es decir, de los cuerpos lanzados
al espacio por una fuerza de impulsión cualquiera y
abandonados luego a sí mismos.
-¡Oh! ¡La balística! ¡La
balística! -exclamó J. T. Maston con voz
conmovida.
-Tal vez hubiera parecido más lógico
-repuso Barbicane- dedicar esta primera sesión a la
discusión del cañón…
-En efecto -respondió el general
Morgan.
-Sin embargo -repuso Barbicane-, después de
maduras reflexiones, me ha parecido que la cuestión del
proyectil debía preceder a la del cañón, y
que las dimensiones de éste debían subordinarse a
las de aquél.
-Pido la palabra -lijo J. T. Maston.
Se le concedió la palabra con la prontitud y
espontaneidad a que le hacía acreedor su magnífico
pasado.
-Mis dignos amigos -dijo con acento inspirado-, nuestro
presidente tiene razón en dar a la cuestión del
proyectil preferencia sobre todas las otras. La bala que vamos a
enviar a la Luna es nuestro mensajero, nuestro embajador, y os
suplico que me permitáis considerarlo bajo un punto de
vista puramente moral.
Esta manera nueva de examinar un proyectil excitó
singularmente la curiosidad de los miembros de la
comisión, por to que escucharon con la más viva
atención las palabras de J. T. Maston.
-Mis queridos colegas -repuso éste-, seré
breve. Dejaré a un lado la bala física, la bala que
mata, para no ocuparme más que de la bala matemática, la bala moral. La bala es para
mí la más brillante manifestación del poder
humano; éste se resume enteramente en ella:
creándola es como el hombre se ha acercado más al
Creador.
-¡Muy bien! -dijo el mayor Elphiston.
-En efecto -exclamó el orador-, si Dios ha hecho
las estrellas y los planetas, el hombre ha hecho la bala, este
criterio de las velocidades terrestres, esta reducción de
los astros errantes en el espacio, que en definitiva tampoco son
más que proyectiles. ¡A Dios corresponde la
velocidad de la electricidad, la
velocidad de la luz, la velocidad de las estrellas, la velocidad
de los cometas, la velocidad de los planetas, la velocidad de los
satélites, la velocidad del sonido, la
velocidad del viento! ¡Pero a nosotros la velocidad de la
bala, cien veces superior a la de los trenes y a la de los
caballos más rápidos!
J. T. Maston estaba en éxtasis: su voz tomaba
acentos líricos cantando este himno sagrado a la
bala.
-¿Queréis cifras? -repuso-. ¡Os las
presentaré elocuentes! Fijaos sencillamente en la modesta
bala de veinticuatro(1): si bien corre con una velocidad
ochocientas mil veces menor que la de la electricidad,
seiscientas cuarenta mil veces menor que la de la luz, y setenta
y seis veces menor que la de la Tierra en su movimiento de
traslación alrededor del Sol, sin embargo, al salir del
canon, excede en rapidez al sonido,(2) avanza 200 toesas por
segundo, 2.000 toesas en diez segundos, 14 millas por minuto (6
leguas), 840 millas por hora (360 leguas) y 20.100 millas por
día (8.640 leguas), es decir, la velocidad de los puntos
del ecuador en el movimiento de rotación del globo, que es
de 7.336.500 millas por año (3.155.760 leguas).
Tardaría, pues, once días en trasladarse a la Luna,
doce años en llegar al Sol, trescientos sesenta
años en alcanzar a Neptuno, en los límites del
mundo solar. ¡He aquí to que haría esta
modesta bala, obra de nuestras manos! ¿Qué
será, pues, cuando haciendo esta velocidad veinte veces
mayor la lancemos a una rapidez de 7 millas por segundo?
¡Bala soberbia! ¡Espléndido proyectil!
¡Me complazco en pensar que serás a11á arriba
recibida con los honores debidos a un embajador
terrestre!
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