"La vida es un largo camino hacia el
olvido".
Álvaro Mutis
Escritor mexicano.
"Algo es bello en
relación
con su contexto".
Roman Jakobson
¿Cómo escribir una
Novela?
Yo tenía escasos diez años cuando Bobby
Darin falleció, el 20 de diciembre de 1973. Por ende,
no recuerdo haberlo escuchado nunca en aquellos lejanos
días y debieron pasar más de tres décadas
para que, casi accidentalmente, descubriera a quien fue, sin
duda, unos de los mejores cantantes de la segunda mitad del siglo
XX.
Walden Robert Cassotto nació el 14 de mayo
de 1936 en el barrio del Bronx, Nueva York, en plena época
de la Gran Depresión. Fue un niño enfermizo
y débil a causa de un ataque de fiebre
reumática; que le dejó por herencia una muy
seria afección cardiaca, que lo acompañó a
lo largo de sus cortos 37 años de vida.
Conocedor de los riesgos que
corría su salud, y siendo consciente
de que tenía poco tiempo, puso
toda su energía y ambición en llegar a ser lo que
tanto deseaba: un gran cantante e intérprete de canciones
populares.
Supongo que conoció la diferencia entre ser
mortal y moribundo; y quizá por ello alcanzó la
lucidez —que escasas personas tienen o quieren tener—
respecto de la inevitabilidad de la
muerte.
Si como escribiera Oscar Wilde, "El mundo es un
cementerio y todos nosotros, como un ataúd, llevamos
dentro un esqueleto"; Bobby Darin supo mantener una
charla interesante y sin miedo con ese futuro manojo de huesos que se le
aparecía todas las mañanas, cada vez que se miraba
en el espejo del baño.
Determinado a salir de la pobreza que lo
acogió en su infancia, se
puso en marcha teniendo como modelos a
Grandes Monstruos de la canción internacional, como
Al Jolson (de quien admiraba su timbre de voz e
insuperable garganta), Frank Sinatra (a quien
imitó y tuvo siempre como arquetipo), Elvis y
The Beatles (de los que rescató su originalidad y
valentía para imponer nuevos ritmos y melodías),
sin olvidar a Perry Como, Bing Crosby, Dean Martin y
Nat King Cole.
De cada uno tomó lo mejor y creó un nicho
propio, diferente, incomparable. Se nutrió de la calidad, se
esforzó por conquistar los escenarios mitológicos
de esos ídolos —por ejemplo el legendario Club
Copacabana o célebres hoteles en Las Vegas— y
apoyándose en su propio estilo y voz llegó a
brillar tanto como ellos.
Camaleónico y tolerante ante los nuevos ritmos
que empezaban a ganar espacio en el mercado
discográfico a fines de los ’50, Darin
incursionó en el Rock and Roll,
convirtiéndose en un ídolo de los adolescentes,
especialmente tras sus exitosos temas Splish Splash
y Dream Lover, en 1959. Pero apostó a
más. No dejó de lado el Country y menos
aún el Swing y el Jazz, en los que—en
mi opinión personal—
más se destacó. Así pues, con semejante
abanico de géneros cubiertos, se ganó la
admiración de muchas generaciones y el margen de edad de
sus seguidores se extendió desde los 15 a los 90
años.
Más allá de sus cualidades como artista,
todos aquellos que lo conocieron personalmente nunca dudaron en
destacar su "Don de gente", su amabilidad para con los fans, su
generosidad y buen humor (del que hizo gala en la
televisión de los ’60 con El Show de Bobby
Darin).
Participó en trece películas y en 1963 fue
nominado al Oscar como mejor actor de reparto por su
participación en el film Captain Newman MD.
Pero tres años después, en 1967, una noticia lo
desbastó y desestructuró su historia personal. Un viejo
secreto familiar, celosamente guardado por sus allegados, fue
develado. Polly (ya fallecida), y a quien Bobby siempre
había creído su madre, resultó ser su
abuela; y su "hermana" mayor Nina, la verdadera madre
biológica del cantante.
Se dice que nunca se recuperó de aquel trauma;
aunque supo perdonar y reconocer que la vida le había dado
la dicha de disfrutar no de una sino de dos madres
adorables y protectoras. De todos modos, su afectado corazón
soportó como puedo el embate de la realidad,
manteniéndolo de pie sólo seis años
más.
Por otro lado, el asesinato de Robert Kennedy en 1968(de
quien era amigo y seguidor), la Guerra de
Vietnam, el racismo y
demás miserias del siglo XX lo afectaron en su fuero
interno. Perdió parte de su optimismo y tras una
alejamiento de los escenarios volvió para darle al
público sus últimos recitales y presentaciones,
antes de morir en 1973 en una sala de operaciones,
mientras le realizaban una intervención a corazón
abierto.
Dejó como herencia más de 150 canciones
grabadas, muchas de ellas con la famosa Columbia
Records, sello editor de aquellos artistas que
él tanto había admirado. Pero por sobre todo
dejó su emoción verbal, su entonación
perfecta, su capacidad de hacernos volar con cada una de sus
baladas o intentar ser remedos de Fred Astaire al escucharlo
cantar swing o temas de jazz.
Para muchos fue mejor que Sinatra.
Su "madre", Polly, así lo creyó
hasta el día de su muerte.
Aunque, más allá de cualquier subjetivismo
intencionado (en especial aquel propio de un familiar), no cabe
dudas de que Darin alcanzó los mismos niveles de calidad
interpretativa que "La Voz". Bobby, de igual modo que
Frank, llegó a constituirse en una leyenda en el mundo del
espectáculo. Fue una figura destacada en los grandes
hoteles de Las Vegas, en los Night-club y en los
escenarios mejor conceptuados de su país. Pero las
circunstancias de su temprana muerte hicieron que su leyenda
fuera injustamente olvidada durante por lo menos dos
generaciones, en especial más allá del territorio
de los Estados Unidos.
Por ese motivo yo tardé más de cuarenta años
en conocerlo.
"Si no es para hablar de uno mismo, para
qué escribir?
¿Para hablar de los demás? No merece la
pena, (…).
Hay que escribir de lo que uno se
conoce".
E. M. Cioran
Adiós a la
filosofía
Hay un cierto momento en la vida en que uno suele creer
que ya lo ha visto todo y que cualquier renovación es
imposible. Es como alcanzar una meseta en donde la capacidad de
asombro se debilita casi hasta desaparecer y la adrenalina se
licua en un torrente de cinismo y apatía, impidiendo el
surgimiento de esa sensación de descubrimiento que, tiempo
atrás, nos mantenía entusiasmados, ávidos de
experiencias nuevas; con la esperanza y la ansiedad que
nacían ante un mundo que creíamos
inacabado.
No hay nada nuevo bajo el sol. La vida
es un circo de tres pistas. Todo es apariencia, teatro,
escenografía. Todo es cartón.
La seriedad de las cosas no es más que una
camuflaje de ironía inconsciente que nosotros mismos
construimos para dotar de legitimidad ciertos actos que, en
esencia, carecen de importancia. Todo está dicho,
masticado, digerido. Como dice el tango,
"Verás que todo es mentira, / verás que nada es
amor. /Que al
mundo nada le importa. /Yira…Yira…".
Frente a esta ola de revelaciones es imposible que uno
siga siendo el mismo. Las transformaciones son inevitables y nada
vuelve a ser lo que antes era.
La existencia se convierte en una mera variación
de temas ya conocidos. La novedad es cada vez más
difícil de encontrar y el rostro adusto, de
mandíbulas apretadas y ceño fruncido, del
agónico compromiso adolescente, trasmuta en una sonrisa
descreída y escéptica frente a una cultura
atiborrada por espejismos fabricados en serie.
Es como despertar ante la inexistencia de las certezas,
ante la muerte de ese entusiasmo bestial que ahora sabemos nos
hundía en la ficción, la mitología y el ridículo. Pero, como
escribe Cioran, "la verdadera fuerza se
regenera y templa en la llama trágica". Es cuando nos
damos cuenta que los falsos absolutos han desfilado a lo largo de
la historia, justificándola en vano; elevando las ideas y
las creencias a un pedestal que no ensalza otra cosa que
trivialidades infladas.
Los dioses han muerto ante nuestros ojos. Nos sentimos
desnudos, pero al mismo tiempo fuertes, lúcidos y un
cierto aire de
superioridad ante la banalidad de todo. El orgullo de la
caída, curiosamente, nos eleva y despierta. Nos volvemos
intolerantes y combativos ante los dogmas. Nos inclinamos hacia
la herejía, rechazando la mediocridad de aquellas cosas
estatuidas, que nos dijeron nos salvarían.
¡Cuánta tontería!
¡Cuántos rostros llenos de estúpida
importancia! ¡Cuánta ortodoxia criminal y
frívola!
Quizás las líneas anteriores sean el mejor
síntoma de la llamada "crisis de los
40". Una etapa ideal para la renovación y el cambio. Un
instante perfecto para que la mística de antaño se
convierta en caricatura y uno pueda aprender a reírse del
mundo y de sí mismo. Un tiempo en el uno acepta y
comprende que vivir es mentirse a uno mismo,
construyéndose un personaje, resignado desde el vamos por
el desenlace previsto de la muerte. Sabiendo que, como las
estrellas y los continentes, nuestro destino no es otro que el de
pudrirnos en la fatalidad del olvido.
Recién cuando uno es realmente consciente de
ello, las pequeñas cosas cobran su real dimensión y
el hallazgo de una nimiedad —como la de un buen
intérprete de canciones populares, sencillas y
llanas— alcanza una importancia personal tal que se vuelve
una necesidad escribir ciertas palabras, casi de
agradecimiento.
Es que resucitar parte de esa ingenua fantasía
optimista de años idos, no es poca cosa. Reconocer que es
posible renovar el decorado de fondo que nos encandila
—aún sabiendo que es sólo eso, un
decorado— y que la posibilidad del descubrimiento no
está opacada del todo, es mucho decir. Es reencontrar una
excusa en la que se proyecta cierta profundidad. Es advertir
aún a costa de equivocarnos, que únicamente lo
afectivo es lo efectivo; y que la música (el swing, el
jazz) es el sutil canal que nos conduce a la originalidad del
misterio; de creer que sabemos quiénes somos. En mi caso,
ese canal (en este preciso momento de mi vida) tiene el nombre y
apellido artístico de una cantante muerto hace treinta y
tres años: Bobby Darin.
No siempre la voz de un buen cantante se luce como
debiera. Necesita, invariablemente, de una buena orquesta; de un
acompañamiento instrumental inmejorable que la eleve
técnicamente y convierta en una parte integrada,
armónica y perfectamente constitutiva del resto. Cuando
algo de todo ella falla lo que primero sale perdiendo es la
calidad interpretativa.
Con Bobby Darin la sincrónica
conjunción de todos esos ingredientes se combinaba de un
modo exquisito; y las hermosas composiciones a las que les dio
vida no pudieron seguir otro camino que el de convertirse en
clásicos.
Tanto en Mack The Knife, Lazy River, Artificial
Flowers y Beyond The Sea, por citar
sólo algunos de sus temas más representativos, la
naturalidad, simpatía y falta de esfuerzo aparente con las
que cantaba se hacían evidentes. El perfecto fraseo, la
elegancia y ritmo de su pronunciación, como así
también el manejo de los graves y los agudos, convirtieron
a Darin en una personalidad
destacada de los escenarios internacionales. Su elegancia y
profesionalismo, sólo comparable con Sinatra o
Dean Martin, es difícil de encontrar a
diario.
Pulió su técnica y recreó una
coreografía unipersonal que no necesitaba de anexos
espectaculares. Él era el espectáculo. Su
estampa acaparaba hipnóticamente la atención de todos. No había
despliegues rimbombantes, ni bengalas, ni animales
exóticos o alambicados juegos de
luces. No hacía falta. Bastaba un piano, la orquesta, un
foco apuntando directamente al intérprete y el humo de sus
cigarrillos, para que se creara ese clima tan
especial que convierte a un momento en algo
inolvidable.
Divertía. Nos hacía soñar. Era el
catalizador de situaciones románticas. Volvía al
amor algo concreto e
iluminaba las circunstancias de la vida con una luz indecible. No
en vano filmes modernos toman prestados sus melodías para
recrear situaciones que las canciones de hoy no pueden
—o no saben, o no quieren— captar con la
profundidad necesaria.
Por lo antedicho, este Monstruo Sagrado es
eterno. Leyenda del siglo que pasó. Mojón de una
época y de las estructuras
emocionales de millones de personas. Su muerte lo
inmortalizó. Su obra perdura. Su impronta nos marcan
aún el camino a muchos; o al menos lo hacen más
entretenido.
Con Bobby Darin uno puede facilitarse el acto de
mentirse a sí mismo y construir ese personaje que siempre
se soñó ser. Porque si la vida, tal como lo
señala un filósofo, no es otra cosa que creer y
esperar, mentir y mentirse, la música —y en
especial Bobby— ayuda a que elaboremos mejor esa novela de
la materia que es
la existencia.
A mi hija Florencia que a sus escasos
8 años de edad
me dijo: "¿Sabés
Papi? Me gusta mucho Bobby Darin".
Fernando Jorge Soto Roland
Febrero de 2006
Profesor en Historia