Lo que llamamos mundo contemporáneo es un ciclo
abierto, inconcluso. Y, aunque para algunos analistas, sus
profundas y veloces modificaciones permiten hablar ya de una
"Edad Nueva", la transición está todavía en
marcha. Muchas corrientes de pensamiento y
actitudes ante
la vida ?de larga duración? permanecen vigentes, a veces
en lucha con otra nuevas, haciendo de la realidad cotidiana un
todo confuso en donde los "grandes relatos" ya no explican
nada y las pasadas utopías dan paso a la desconfianza y al
pesimismo generalizado.
El ideal decimonónico de "Progreso" se ha
diluido; apareciendo un terreno libre al descontento, a la
impotencia y al escepticismo, que suelen manifestarse a
través de comportamientos violentos y/o espiritualistas,
encapsulando soluciones de
compromiso ingenuas, falsamente optimistas, individualistas y
profundamente irracionales.
Un renovado fanatismo religioso ?que sorprende?suplanta
al fanatismo político ideológico de décadas
pasadas. Propuestas milenaristas, exacerbado materialismo y
una New Age que
promete salidas fáciles e individuales al dolor, son
algunas de las muchas máscaras que diagnostican un miedo
profundo, impulsor de una búsqueda desesperada de nuevos
senderos; ya que los recorridos no son tan seguros como se
creía. Parecería observarse un retorno al
pensamiento mágico de antaño.
El fetiche, arrumbado antes en el sótano, ocupa
hoy su sitial junto a la computadora
de última generación, y denota con su presencia la
falta de confianza en el hombre y
sus modernísimos recursos. La
iconografía contemporánea ?incluyendo en ella al
cine y
la
televisión? dejan traslucir una verdadera "Edad del
Miedo".
El diablo está presente, el Mal vuelve a
corporizarse como antaño para justificar un morboso gusto
por la sangre y la
violencia, que
hasta en los dibujos
animados son evidentes. Magos, gurúes, videntes y brujos,
avatares y hasta bondadosos extraterrestres o ángeles
guardianes han decidido, en este reciente siglo XXI, abandonar
sus guaridas y luminosas nubes para darnos una mano. Y es notable
el eco que han tenido en las empresas
editoriales. Basta con recorrer cualquier librería para
advertirlo.
El progreso técnico no ha venido
acompañado con adelantos morales y éticos, y la
sociedad
actual lejos está de haber alcanzado ese mundo ideal
soñado por algunos optimistas del siglo XVIII. El hambre
sigue matando a diario a miles de seres humanos, el hombre no ha
olvidado la guerra ?como
suponía Condorcet? y la
contaminación, nuevas enfermedades y un renovado
racismo
parecerían ser síntomas de que la razón he
dejado de ser un instrumento válido para controlar y
entender la realidad. Fundamentalismos de distinto signo renuevan
una concepción "maravillosa" del universo, en
donde lo sobrenatural se convierte en solución y regla del
confuso mundo en que vivimos.
Los siglos XIV y XV constituyeron un tiempo de
transición, de cambios graduales y crisis de la
cosmovisión medieval. Una nueva etapa se inauguraba en
occidente dando lugar a una época muchas veces
contradictoria, de tendencias y líneas espirituales,
económicas y políticas,
diferentes; en donde lo viejo y lo nuevo se debatían un
lugar.
Lo viejo, intentando eludir la realidad concreta,
aspirando a una realización trascendente y manteniendo la
fragmentación del poder
político, el privilegio y la jerarquía. Lo nuevo,
estimando más el mundo que el Más Allá,
promovía el naturalismo, el individualismo, la
comprobación experimental y el poder
político-económico del nuevo estamento social de
entonces: la burguesía.
A diferencia del Medioevo, un nuevo tipo de acción
caracterizó a la modernidad; una
acción dirigida a satisfacer las necesidades terrenales
del hombre, así como al conocimiento y
control de la
naturaleza. El
arte plástico,
la literatura y
la filosofía del Renacimiento son
pruebas
evidentes de esa tendencia.
El Hombre, apoyado en su renovado espíritu
de empresa y en el
incipiente predominio de la razón, se sintió
confiado y creyó ser el centro del universo. Creó
reglas universales, inauguró un mundo racional y, durante
los siglos XVII y XVIII, terminó exiliando al milagro, lo
extraordinario y lo sobrenatural al terreno de lo
imposible.
Como es lógico, muchos siguieron defendiendo los
viejos ideales de contemplación, ascetismo y
renunciación, advirtiéndose así una clara
reacción al cambio
,especialmente durante los siglos XVI y XVII. El historiador
francés Jean Delumeau explicó cómo
antiguamente "lo nuevo" carecía del prestigio que hoy
tiene. Por el contrario, novedad, angustia y miedo iban juntos,
de la mano. Basta observar el grabado de cobre hecho
por Durero en 1514, titulado "La Melancolía", para
advertir el drama de aquella confrontación.
René Huyghe en El Arte y el Hombre,
escribió:
"Si el abandono del sistema
intelectual propio de una cultura
implica fatalmente un retorno a la naturaleza y a la realidad
[Renacimiento], no elaborado por el pensamiento, pronto se
suscita la incertidumbre, la inquietud y la angustia. El drama de
una nueva conciencia puesta
al desnudo, con el misterio reencontrado del mundo, asusta
(…)".
Y ese temor se hace concreto en
las figuras del Diablo y las brujas, mucho más
terroríficos que antes, a causa de la omnipresente
sensación de inseguridad.
Varios factores actuaron sobre la coyuntura
histórica de Europa
Occidental, alentando y exacerbando la sensación de
fragilidad y temor. Activas desde el siglo XIV, la peste negra,
las hambrunas y malas cosechas, el repliegue de la agricultura,
las revueltas campesinas y urbanas, el peligro turco, el Gran
Cisma (1378-1417) y la posterior Reforma protestante, encausaron
la imaginación angustiada del mundo europeo hacia una
lista de males, explicados y pensados ?en gran medida? por las
clases dirigentes (la Iglesia y
el estado). El
juicio final, el hereje y el Anticristo, junto con las brujas y
el Demonio, se convirtieron en temas cotidianos.
La reacción no se dejó esperar,
desembocando en violencia física y
psicológica. La Gran Caza de Brujas de los siglos XVI y
XVII, la Inquisición y la Reforma ?tanto protestante como
católica? desplegaron un enorme abanico de teorías
y prácticas extirpativas. También en América, en esa misma época, el
poder político de la colonia, organizaba y ponía en
funcionamiento las llamadas "visitas de extirpación de
idolatrías", tendientes a hacer desaparecer las creencias
y el panteón precolombino del Nuevo Mundo.
Demonólogos, tanto laicos como religiosos,
tuvieron un enorme éxito
editorial. Obras como el Maleus Maleficarum (El
Martillo de las Brujas) de 1486; La Demonomanía de
las Brujas, escrita por Jean Bodin en 1580; Demonolatrie
Libri Tres, de Nicolás Remy, en 1595; o la
Inconstancia de los Ángeles
Malos y de los Demonios, redactado por Pierre de Lancre, en
1612 ?entre tantísimo otros textos? tuvieron numerosas
ediciones, apoyando así actitudes intolerantes y
desembocando en juicios sumarísimos, torturas y
matanzas.
Un mundo inestable buscaba seguridad, en su
intento por abrazar y mantener una visión del mundo ya en
crisis. Se debía evitar el castigo divino, por las
faltas
cometidas. De ahí la necesidad de objetivar la angustia en
distintos chivos expiatorios, llámense judíos,
musulmanes, protestantes o idólatras
americanos.
Pero Los prodigios del Maligno no eran
interpretados ni vividos de la misma manera en todas
partes.
El mundo urbano, concentrando en gran parte a la cultura
letrada; y el mundo rural, con sus tradiciones orales y
supervivencias del paganismo antiguo, reaccionaron de distinta
manera ante el amenazante cambio. Incluso, muchos historiadores
se han preguntado si el mundo rural realmente experimentó
profundas inseguridades antes de ver invadido su
imaginario por la influencia aculturadora de las clases
dirigentes y urbanas de la sociedad.
Los estudios publicados por Roger Caillois y Jacques Le
Goff, pueden aclarar un poco este panorama.
Es evidente que pestes y hambrunas, mercenarios
desocupados y guerras
feudales crearon una clara situación de inseguridad, y
siempre fueron causantes de miedo. Incluso el mar, el lobo y las
tormentas ?tan bien analizados por J. Delumeau en su libro? fueron
peligros objetivos que
empequeñecían y desvalorizaban a un hombre que no
controlaba suficientemente bien a la naturaleza. También
es cierto ?y probado? que a muchos de estos fenómenos se
les dieron explicaciones sobrenaturales que no atentaban ni
destruían la coherencia de un universo en sí
maravilloso.
El encanto y la magia eran la regla y se aceptaban sin
conflictos
aparentes; formaban parte de la vida cotidiana. Genios buenos y
malos ?más tarde caratulados como demonios?; talismanes,
conjuros y adivinos no escandalizaban por su irrupción en
el mundo real. La actual vacilación entre una
explicación natural y otra sobrenatural no existía
por aquel entonces. Por lo tanto, genios, hadas, filtros
mágicos, metamorfosis, etc, traducían las flaquezas
de la condición humana y el deseo a superarlas por medio
de poderes superiores.
La ciudad, por el contrario, redescubría por
aquel tiempo el legado grecorromano y empezaba a acceder a un
orden constante, objetivo e
inmutable de los fenómenos, dándole a lo
sobrenatural un carácter insólito e insoportable.
Los prodigios ?en los que la gente creía desde
hacía siglos? aparecieron como una ruptura y nació
el horror. Dice Caillois que "el horror nace de la
revelación de lo imposible"; y desde entonces,
espectros, fantasmas,
íncubos y súcubos, vampiros y brujas, poblaron el
escenario de la noche, siendo todos interpretados como
manifestaciones ocultas de fuerzas resueltamente
malignas.
La construcción simbólica de la noche
se alteró y lo antinatural irrumpió fracturando el
mundo real. La razón ?no precisamente dormida?
engendró nuevos monstruos. Levantó fronteras, y
originó temor y rechazo en donde antes no
existían.
Oculto, latente, muchas veces exteriorizado con
violencia o inculcado desde las cúpulas dirigentes, el
miedo siempre está presente. Basta con leer un periódico,
escuchar el discurso
económico o las orientaciones fluctuantes de la Bolsa,
para observar y comprender la importancia que posee esta
"emoción-choque" en el comportamiento
de una sociedad. Aunque no sería correcto generalizar,
como lo hace G. Ferrero cuando escribe que "toda
civilización es el producto de
una larga lucha contra el miedo".
Ya sea por peligros reales o imaginarios, todos hemos
tenido miedo alguna vez. Comúnmente desencadenado por la
sorpresa, el miedo nace por la toma de conciencia ante un peligro
que amenaza ?de algún modo? nuestra conservación,
Nos traslada a un mundo de inseguridades e incertidumbres que, en
la mayoría de los casos, suelen traducirse en reacciones
físicas, psíquicas y colectivas que buscan
restaurar el equilibrio
perdido.
Lo insólito, la novedad y la crisis de normas,
comportamientos y valores,
producen esa duda generalizada que prolonga la
desorientación y la inadaptación. Y puesto que es
imposible mantener el equilibrio interno viviendo una angustia
constante, surge la necesidad de transformar, fragmentar y
objetivar esa incertidumbre en miedos concretos,
encarnándolos en algo o en alguien; y brindar así
una chance para enfrentarlos.
Nadie pone en duda que vivimos una época de
acelerados cambios. La historia, dicen, parece
estar debocada. Cosmovisiones seculares están mutando y
nada encuentra una justificación sólida.
En ciertos círculos, que se amplían a
diario, el milagro, lo sobrenatural y lo fantástico
vuelven a ser aceptados como hechos cotidianos, dando por
tierra con el
legado racionalista del siglo XVIII.
Recuerdo en este instante un antigua maldición
china que
dice: "¡Ojalá te toque vivir una época
interesante!". Pocos dudaran hoy que, en ese sentido, somos
"malditamente afortunados".
FJSR.-
sotopaikikin[arroba]hotmail.com
Noviembre de 2005
Por
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia