La modernidad alimentaria. Debates actuales en la Sociología de la Alimentación
- Introducción
- El debate sobre la
desestructuración alimentaria - La vigencia de las clases
sociales y la proliferación de comportamientos
alimentarios individuales - La separación
entre la producción y el consumo en el campo de la
alimentación - Conclusiones
- Bibliografía
- Notas
Palabras clave adicionales
Additional keywords
El comensal tardo moderno se encuentra en una
posición ambigua para tomar decisiones sobre lo que debe
comer o no. Las opciones han aumentado complicando las
elecciones, y las agencias generadoras de normas no ofrecen
hoy una orientación inequívoca, sino más
bien compleja y diversa e incluso contradictoria, sobre
cómo comer bien. Elegir es cada vez más
difícil y obliga a contar con criterios de consumo
alimentario que permitan tomar decisiones sobre lo que es bueno
para comer. Ese es el marco general sobre el que se discute hoy
en la Sociología de la alimentación. Para unos las
tendencias muestran un descalabro en los comportamientos
alimentarios y una perdida de los referentes normativos sobre lo
que es una buena alimentación. Otros piensan que la
desestructuración alimentaria no es tan evidente, pues
siguen presentes las normas sociales de los grupos de
referencia que ayudan a tomar decisiones de consumo alimentario
ajustadas a la norma dietética. Además de este
debate sobre
los efectos de la modernidad en la alimentación, desde las
Ciencias
Sociales se comienza a reclamar una aproximación
holista al sistema
agroalimentario, que permita superar la tradicional ruptura entre
el campo de la producción y el campo del
consumo.
Abstract.
The characteristic social changes in the modern age have
also reached food. Choice of what food to eat or not to eat has
become more complex. Our options have increased, making the
process of choice more complicated, and the agencies generating
rules or regulations are not offe-ring us unmistakable
guidelines, but they are rather offering a wide range of very
complex options about how to eat well. Food choice is getting
more and more difficult and it requires us to have clear
consumption criteria in order to be able to make decisions on
what is good to eat. That is the general framework on which the
sociology of food is being discussed nowadays. For some
sociologists the tendency is going towards a setback in food
behaviour and a loss of rule referents about what a good intake
is. On the other hand, others think that the lack of food
structuring is not so evident, since the social rules of referent
groups are still present. These social rules help to make
decisions about food consumption that meet the dietary norm.
Apart from this debate on the consequences of the modern age on
food, in the field of Social Studies there has been an increasing
call for a holistic approach to the agrifood system. This is a
proposal to try to overcome the traditional breach between the
field of production and field of consumption.
El cuestionamiento de la alimentación como hecho
social ha dejado de ser hoy un tema de debate entre aquellos
analistas del comportamiento
alimentario que se han atrevido a considerar que existen
suficientes soportes teóricos y empíricos para
hablar de una Sociología de la Alimentación
(Mennell, Murcott, van Otterloo, 1992; Poulain, 2002). Esto no ha
sucedido en España
aún, pero sí en Francia, con
una relevante tradición en estudios alimentarios,
también en el ámbito anglosajón iniciada con
estudios antropológicos y acompañada, a partir de
los años ochenta, por la Sociología. En el caso
español no
se ha desarrollado específicamente una Sociología
de la Alimentación (Díaz Méndez, 2002). Los
trabajos españoles sobre comportamiento alimentario
realizados por sociólogos se encuentran adscritos a dos
áreas: a la Sociología del Consumo y a la
Sociología Rural, con un escaso vínculo entre ellas
(1). En Francia, Poulain ha aglutinado la diversidad de estudios
sociales sobre este tema en su libro
Sociologies de l´alimentation (2002). En el ámbito
anglosajón, Mennell, Murcott y van Otterloo acuñan
el término agrupando los trabajos empíricos y
teóricos en un monográfico de la revista
Current Sociology, titulado, The sociology of food: eating, diet
and culture (1992). Vamos a analizar a continuación los
caminos que han seguido los estudios sociológicos sobre la
alimentación, un análisis que no sobrepasa los veinticinco
años y que en el caso español se inicia aún
más tarde que en el resto de los países.
Los estudios en el campo de la alimentación desde
una perspectiva sociológica se centran hoy en conocer
cuáles son los cambios del comportamiento en el consumo de
alimentos que
pueden permitir hablar de lo que ya se conoce como modernidad
alimentaria. Al hablar de modernidad alimentaria se toma como
referencia el proceso de
modernización social planteado por Giddens (1993 y 1994),
Beck (1996) y Bauman (1996)(2) intentado establecer nexos entre
los cambios alimentarios y los cambios sociales de lo que se
conoce por modernidad. Aunque existen matices importantes en el
propio concepto de
modernidad (o tardomodernidad), éste se perfila en el
ámbito alimentario como una tendencia a la
individualización en las decisiones sobre lo que se come,
decisiones que se sitúan en un contexto de aumento de las
posibilidades de elección de los productos
disponibles. Existen al menos tres debates relevantes que cuentan
con posturas críticas y confrontadas. El primer debate
hace referencia al grado de estabilidad o
desestructuración de la alimentación
contemporánea. Para unos autores el proceso de cambio social,
particularmente la modernización de la sociedad, se
ve reflejado en una desestructuración de los
comportamientos relativos a la alimentación. Esto es
resultado del individualismo en las conductas de elección
sobre cómo alimentarse. Para otros autores, los modelos de
consumo alimentario son relativamente estables,
manteniéndose una persistencia relevante por encima de los
cambios aparentes. Un segundo debate hace referencia a la
pervivencia o no del factor clase social
como generador de normas alimentarias. Por un lado, unos autores
consideran que la modernización de las sociedades
lleva a un aumento de la disponibilidad de alimentos, y esto va
asociado a una disminución de las diferencias sociales en
la dieta. Esto daría lugar a un aumento en la diversidad
de modelos alimentarios que son resultado de la conjunción
de criterios de elección individuales diversos, no
adscritos exclusivamente a las clases
sociales.
Por otro lado, hay autores que apuestan por la
permanencia de una diferenciación social en los consumos
alimentarios, considerando que se mantienen las diferencias de
clase dando lugar a patrones de consumo alimentario en función
del origen social de los consumidores. No se trata, en realidad,
de dos debates aislados, sino de la interpretación que en su conjunto se hace
del cambio social y de la modernidad. En estos análisis
existen, no obstante, importantes coincidencias. Así,
quienes defienden la desestructuración alimentaria como
reflejo del proceso de individualización
característico de la modernidad apuestan por una
diversidad de pautas alimentarias o modelos plurales en materia de
alimentación. Estos se apoyan, sobre todo, en los trabajos
de Beck. En definitiva, la tesis de la
modernidad alimentaria se sustenta, por un lado, en la
desestructuración de los comportamientos alimentarios y,
por otro, en el declive de las clases sociales como
explicación de las pautas alimentarias de la modernidad.
Las orientaciones contrarias, preocupadas por el análisis
de los desequilibrios sociales, las desigualdades y las
relaciones de poder y
subordinación, están más próximas a
la idea de modelos de consumo de clase, donde se pueden observar
pautas de reproducción social de la desigualdad.
Apuestan por una visión más conservadora del cambio
alimentario y se apoyan en los trabajos de Bourdieu. Hay
además un tercer debate abierto, no ligado exclusivamente
a la modernidad alimentaria. Este debate hace referencia a la
necesidad de establecer (o reestablecer) el vínculo entre
la producción y el consumo, al considerar que los estudios
sobre alimentación están polarizados: por un lado,
se estudia el consumo alimentario; por otro, se trabaja sobre la
producción de alimentos. La preocupación del
consumidor sobre
el riesgo en los
alimentos, y los recientes problemas para
producción asociados a las crisis
alimentarias, han forzado este planteamiento. Han puesto de
manifiesto la necesidad de comprender los procesos
sociales a lo largo de todo el sistema alimentario para
aprehender su funcionamiento. Ante esta dualidad se reclama una
aproximación teórica y metodológica que
permita ofrecer una visión holista de la cadena
agroalimentaria. Estas posiciones críticas reclaman un
salto teórico y metodológico en los estudios sobre
la alimentación. Se trata más de una propuesta
analítica que de un debate propiamente dicho. Supone
aceptar que los trabajos realizados hasta ahora no establecen
nexos entre estos dos ámbitos y pretende dar un paso
adelante para lograr unir el nivel macrosocial y microsocial de
los estudios sobre la alimentación actual.
El debate sobre la
desestructuración alimentaria
No parece exagerado afirmar que la mayor parte de las
investigaciones desarrolladas desde una
perspectiva social en el ámbito de la alimentación
en las sociedades modernas buscan comprender las transformaciones
en este sentido. Todos los autores que analizan el comportamiento
de los individuos respecto al consumo de alimentos afirman que
hay modificaciones en tales pautas, si bien es verdad que los
cambios observados son no tratados de
manera homogénea ni con una misma aproximación
teórica. Poulain ha realizado un interesante
análisis del cambio alimentario considerando que se trata
de un proceso de eliminación o privación de algo.
Si nos atenemos al prefijo des que define las tendencias que este
autor describe, la modernidad alimentaria se definiría por
la desestructuración, la des–socialización, la
des-institucionalización, la
des-implantación horaria y la
des-ritualización (Poulain, 2002: 52). Los cambios
son detectados en la investigación empírica por tres
tendencias: la simplificación de la estructura de
la comida, el aumento de la ingesta fuera del hogar y el aumento
del número de ingestas. En sus investigaciones realizadas
a partir de la observación de comportamientos y la
reconstrucción de jornadas alimentarias de trabajadores
franceses que utilizan tickets para los comedores laborales (3),
confirma el fenómeno de la simplificación de los
platos y la tendencia hacia una estructura basada en una entrada,
un plato central y un postre (4). Pero además, muestra otro
ejemplo de desestructuración, el aumento de las ingestas
diarias fuera del hogar (5). En sus trabajos sobre las jornadas
alimentarias pone de manifiesto el aumento del picoteo entre
horas (el grinotage francés o el nibbling
sajón), en detrimento de las comidas centrales a una hora
más o menos estable, y una ampliación de los
horarios de las ingestas. También se constata lo que
podríamos castellanizar como la vuelta a la fiambrera (le
retour de la gamella), la comida que se lleva del hogar o se
adquiere en las proximidades del trabajo y se
come en el propio lugar de trabajo, práctica que ha ido en
aumento (Poulain, 2002: 61). Los trabajos españoles
realizados con estos mismos planteamientos, y que pueden dar
cuenta del grado de desestructuración alimentaria en estos
términos, están claramente representados por
Contreras. Este antropólogo constata estos postulados con
investigaciones recientes, realizadas en hogares catalanes.
Coincide con la hipótesis de Poulain sobre la
simplificación de la estructura alimentaria, y
también ofrece datos para pensar
en una extensión del uso de la fiambrera, que permite
ajustar horario de comida y horario de trabajo (Contreras y
Gracia Arnaíz, 2004). Contreras (2002) considera que hay
pruebas para
hablar de cambio alimentario y de modificaciones en su estructura
(que en España supondría un plato central
único y un postre), pero se muestra reticente a considerar
que esto dé cómo resultado una
desestructuración o una carencia de normas; apuesta
más por la aparición de una nueva estructura,
más compleja eso sí que la precedente. Los trabajos
de Díaz Méndez, apoyados en una metodología de carácter cualitativo, con entrevistas
semi-estructruradas a responsables de la alimentación y
grupos de discusión, no niegan la simplificación en
la estructura y confirman la existencia de fluctuaciones horarias
relevantes en las administraciones de las ingestas alimentarias
tradicionales en España (desayuno, comida, merienda y
cena) por motivos laborales, escolares y de responsabilidades
domésticas. Las comidas secundarias (desayuno y merienda)
retroceden en importancia, y varía también la
consideración de la comida principal, pues en unos hogares
ésta es la comida del mediodía, mientras que en
otros lo es la cena.
Pero también hay que decir a la luz de los
trabajos de Díaz Méndez que a estos cambios
horarios subyace una imagen sobre la
dieta adecuada, en un sentido amplio, que hace a las personas
responsables de la comida del hogar realizar ajustes horarios con
cierto éxito,
aunque no sin dificultades, para lograr concordar la realidad con
el imaginario; así quienes afirman comer mal, dan una
definición de lo que consideran buena alimentación
similar a la de aquéllos que afirman comer bien
(Díaz Méndez, 2005).
Los trabajos en el ámbito francés no han
sido del todo concluyentes en este sentido, pero han planteado el
problema de las diferencias entre las prácticas y las
normas. Las investigaciones de Grignon (1987), realizadas en 1985
a estudiantes, muestran datos menos concordantes con la
desestructuración alimentaria apuntada por otros
investigadores, pues no confirman el aumento del número de
ingestas realizadas fuera de casa ni la inestabilidad en las
comidas principales. Los estudiantes, a través de
cuestionarios autoadministrados en los que se registraba una
semana de alimentación, y elegidos precisamente por ser
sujetos con ritmos de comportamientos poco estables (6), no
mostraban con claridad estas pautas de desestructuración
alimentaria. Poulain menciona posibles errores
metodológicos en las investigaciones que no detectan
cambio alimentario, y considera que los métodos
declarativos y los cuestionarios autoadministrados seguidos en
otras investigaciones (en referencia sobre todo a Grignon) pueden
estar ocultando una parte de la realidad. Investiga la
adecuación de la norma social a la norma dietética
(Poulain, 2002: 65): la primera hace referencia a los acuerdos
sobre la composición estructural de las ingestas
alimentarias y a las condiciones y los contextos de su consumo;
la segunda, describe cualidades de lo que se considera una buena
comida y una comida equilibrada que debe ser la apropiada para
mantenerse sano (Poulain, 2002: 65). Señala Poulain que el
a sí mismo dando una respuesta ajustada a la norma cuando
se le pregunta por lo que come y por lo que considera una buena
comida; la disonancia entre práctica y norma sería
para este autor una muestra de la desestructuración
alimentaria. Este dilema sobre el predominio o no de pautas
desestructuradoras no hace más que dividir a los
investigadores; miran los cambios alimentarios centrándose
más en una u otra explicación y se cuestionan
mutuamente las metodologías de trabajo. El debate
está por tanto abierto, aunque algunos autores se han
atrevido a apuntar que existen intereses ocultos para mantenerlo
(Grignon, 1993). Para Grignon existe un empeño de la
agroindustria por favorecer una imagen de
desestructuración alimentaria. Le interesa al sector
agroindustrial resaltar socialmente esta tendencia, pues ataca de
este modo las pautas alimentarias tradicionales, que son el mayor
obstáculo, a juicio de Grignon, para la expansión
de la industria
agroalimentaria. La posibilidad de reducir esta
confrontación con estudios comparativos se dificulta si
consideramos las peculiaridades culturales de cada país.
Así, por ejemplo, y en referencia al eje sobre el que
giran los citados trabajos de Poulain y Grignon (la
simplificación de la estructura de las comidas y la
tendencia a las comidas fuera de casa) podemos constatar que la
relevancia de los comedores de empresa en
Francia, explorados para conocer los cambios de estructura, no
tiene correlato en España. Aquí no serviría
de referente para mostrar el cambio alimentario ni el comedor del
trabajo ni el de los estudiantes universitarios. Quizás
sería más próximo al conocimiento
de la ingesta y sus cambios el comedor de los colegios, en tanto
representa la comida considerada normal para las instituciones
(7). Por otra parte, en España, la comida fuera del hogar
tiene un componente de sociabilidad (incluso cuando se desarrolla
en el ámbito laboral) que lo
aproxima a un comportamiento de ocio más que a un consumo
estrictamente alimentario. De hecho, los estudios que existen en
España sobre el aumento del consumo alimentario fuera del
hogar, y que las estadísticas del MAPA constatan, apuntan a
un comportamiento muy ligado a la renta, lo que nos retrotrae a
los componentes de ocio de estas comidas (Rama, 1997) (8). Cabe
también decir que ni en Francia ni en España se ha
investigado el grinotage dentro del hogar, es decir, el
picoteo a lo largo del día que realizan en sus propios
domicilios las personas que no trabajan fuera del hogar o los
estudiantes.
Es previsible que esta práctica esté tan
extendida como lo está el pincho de media mañana de
quienes tienen empleo y su
exploración puede llegar a mostrar que las ingestas
secundarias no son ni un hábito nuevo ni exclusivamente
externo al hogar. Puede además poner en duda la
hipótesis del retroceso de las comidas principales como
consecuencia de este tipo de aperitivos. Algunos autores han
considerado también que faltan datos referidos a
períodos de tiempo largos
para ver con claridad la estabilidad y el cambio en un
comportamiento cultural tan arraigado como la alimentación
(Grignon, 1993). Es evidente que hay que relativizar los datos
sobre el cambio, pues curiosamente seguimos comiendo con los
mismos utensilios que en el siglo XVI, cuando aparece el tenedor
y se deja de comer con los dedos. Y en esas fechas sí se
produjo un gran cambio: el paso de la comida colectiva, donde
escudillas y manjares eran comunes, a la individualización
del cubierto y al distanciamiento entre los comensales, y entre
éstos y la comida (Neirinck y Poulain, 2001) (9).
Quizás este cambio tenga similitudes con una tendencia
menos explorada, y no menos relevante: el proceso de
individualización en la alimentación.
Es Fischler quien nos conecta estos dos escenarios: la
desestructuración y la individualización,
asociándola a la modernidad. Fischler (1995) ha deseado
siempre mantenerse en una postura intermedia en la
polémica sobre la desestructuración alimentaria,
aunque cabe decir que es uno de los autores que más la ha
promovido. Fischler, sociólogo e investigador del Centre
National de la Recherche Scientifique en Francia, ha tomado la
riendas de los debates alimentarios: sus trabajos sobre los
cambios en los hábitos alimentarios en las sociedades
desarrolladas le han hecho internacionalmente conocido, sobre
todo por sus posiciones teóricas para entender al comensal
actual, expresadas en su libro El (h)omnívoro. El gusto,
la cocina y el cuerpo, publicado en Francia en 1990, y por el
desarrollo
teórico del juego
lingüístico entre gastronomía y gastroanomía
(artículo publicado en Francia en 1979) que muestra la
falta de normas en la alimentación contemporánea.
Fischler habla de un mangeur éternel, un comensal que para
alimentarse cuenta con tres orientaciones: el pensamiento
clasificatorio (en esencia, el comensal cuenta con reglas propias
de su sociedad para tomar decisiones sobre lo que es bueno y lo
que es malo para comer); el principio de incorporación (el
comensal integra lo material y lo simbólico del alimento
que ingiere) y la paradoja del omnívoro (ser
omnívoros significa que nos movemos entre la
búsqueda por conocer nuevas fuentes de
nutrición
—neofilia—y el riesgo de ingerir una toxina —
neofobia—) (10). El comensal de hoy no es nuevo, dice
Fischler; sigue siendo un omnívoro, cuyas
características biológicas se han forjado con la
evolución
humana, un omnívoro que ha sobrevivido a la
incertidumbre y a la escasez. Pero la
situación sí es nueva. El comensal moderno vive en
una sociedad de la abundancia sin carencias alimentarias, a pesar
de estar preparado para ellas, y debe tomar decisiones sobre la
forma de alimentarse ante un sinfín de productos nuevos.
El mayor problema de este comensal no es la incertidumbre, sino
la elección (Fischler, 1995). Para Fischler, en las
sociedades modernas se ha modificado la función reguladora
del sistema culinario del comensal, provocando un debilitamiento
de las normas, una anomia gastronómica, una falta de
normas que dificultan la elección de los alimentos, pues
los dispositivos de regulación social son cada vez menos
eficaces y no hay criterios unívocos, sino una gama de
criterios a veces contradictorios (cacofonía alimentaria).
Afirma este autor que "la autonomía progresa, pero con
ella progresa la anomia" (1995:206), y considera que el comensal
moderno, falto de normas y con un mayor campo de decisión,
vive en un estado de
ansiedad permanente, pues aspira al equilibrio en
un entorno de desorden. La comida, por ello, siempre es fuente de
ansiedad. Fischler abre paso así a otro de los debates
centrales en las Ciencias
Sociales al abordar el análisis de la alimentación
contemporánea, el debilitamiento de las normas
alimentarias. No se pude afirmar hoy que nos encontremos ante una
situación de desestructuración alimentaria, aunque
la polémica sigue enfrentando a sus partidarios con los
analistas más conservadores. Se puede decir, sin embargo,
que todos parecen coincidir en la existencia de lo que
podríamos llamar nuevos sistemas
alimentarios, que han variado en forma y contenido respecto a los
sistemas alimentarios anteriores cuya estabilidad era claramente
mayor.
La vigencia de las clases
sociales y la proliferación de comportamientos
alimentarios individuales
Las tesis sobre la anomia de los comportamientos
alimentarios en la modernidad hace referencia al peso de las
clases sociales como variables
explicativas de las diferencias en el consumo alimentario de la
población.
Esta polémica se enmarca dentro de la
Sociología del Consumo, y si bien no se trata de un debate
específico del ámbito alimentario, se argumenta
sobre el peso de las clases sociales en la conformación de
las pautas alimentarias básicas. En términos
generales, desde el ámbito de la Sociología del
Consumo se considera a éste como un proceso vinculado a la
producción, de tal modo que los cambios en los procesos
productivos inducen a cambios en las formas de consumo. El acceso
de los individuos a los medios de
producción sirve para explicar sus comportamientos, pues
el consumo está relacionado con la posición social
(11). Desde esta perspectiva, es la posición en el trabajo, en
el mundo productivo, lo que confiere identidad
social. Las desigualdades sociales son desigualdades por el
diferente acceso a los recursos, ya sean
de carácter material o simbólico. De este modo, el
concepto de clase es clave para comprender las desigualdades que
se producen en la sociedad, aunque en este marco
teórico también se apoyan quienes realizan
análisis sobre las desigualdades de género.
Las referencias a la desigualdad han sido una pauta
característica de los estudios sobre el comportamiento
alimentario a lo largo de toda su historia, centrándose
particularmente en la relación entre hambre y comida. En
muchos casos, el objetivo era
constatar las deficiencias de salud y nutrición
(Sen, 1981); en otros, remarcar alguna forma de desigualdad, como
los más recientes estudios de género que ponen en
evidencia las desigualdades en la distribución de alimentos dentro del hogar.
Murcott, en Gran Bretaña, desde una perspectiva femenista,
ha realizado análisis sobre las relaciones de hombres y
mujeres con la comida del hogar. Ha puesto de manifiesto las
relaciones de poder dentro y fuera del hogar (Murcott, 1982) y ha
explicado las decisiones de las mujeres sobre la
alimentación, decisiones en las que priman los gustos y
preferencias de los otros sobre los suyos propios, en respuesta a
lo que es socialmente esperado como buenas madres y/o esposas
(Murcott, 1983). Pero quizás los trabajos más
característicos de esta orientación sean los ya
clásicos estudios de Grignon sobre las diferencias entre
las comidas de ricos y pobres en Francia, realizados en los
años 80. En estos trabajos se constatan las diferencias
alimentarias de la población en función de factores
vinculados a la clase social (Grignon y Gringon, 1980; 1981). Los
trabajos de Bourdieu son una referencia obligada para quienes
postulan la pervivencia de las clases sociales. Analizando la
estructura de consumo y los gastos a
través de encuestas a la
población francesa, establece una diferenciación en
los consumos alimentarios de los empleados, capataces y obreros
cualificados constatando el efecto de la clase en la
alimentación (Bourdieu 1998: 180) (12). Las bases de la
diferenciación entre clases se sustentarían en el
volumen del
capital (el
capital económico y el capital cultural), donde la clase
obrera se opone a la clase media, y en la estructura del capital,
donde distintas fracciones de la clase media se oponen entre
sí. Bourdieu remarca el efecto de la clase sobre la
alimentación, confirmando la hipótesis de que las
desigualdades de clase en el consumo alimentario no sólo
se mantienen, sino que incluso se acrecientan. Lambert, en
Francia, a partir del análisis de fuentes
estadísticas oficiales y en la línea de diferentes
modelos alimentarios de clase, elabora dos modelos alimentarios:
uno tradicional, gastronomique, dominante hasta épocas
reciente y en retroceso: y otro moderno, en
expansión.
Basándose en los trabajos de Bourdieu en un
primer paso, y en Elías, plantea las
características de estos modelos y la tendencia a la
imitación por parte de las clases populares del modelo
emergente de las clases intelectuales
urbanas (1987: 179).
Warde en Gran Bretaña confirma también que
la clase social es la variable explicativa de las heterogeneidad
alimentaria, al menos cuando la referencia es el gasto
alimentario (13). Las diferencias se dan sobre todo entre la
clase obrera y la clase media. La clase obrera consume más
pan, carne, azúcar… aunque la clase media cuenta con
diferencias intraclase: unos grupos se acercan más a la
alimentación de la clase obrera en sus preferencias
alimentarias, otros tienen gustos diferentes (Warde, 1997:
118)14. En España, el trabajo en esta línea no
procede del ámbito de la Sociología, sino de la
Antropología, y está representado,
entre otros, por Gracia Arnaíz (1997) y por
González Turmo (1997). A través de diferentes
investigaciones de carácter cualitativo (15), en
Cataluña y Andalucía respectivamente, estas
antropólogas consideran que persisten las diferencias de
clase en los hábitos alimentarios, y que siguen presentes
las comidas de ricos y las comidas de pobres (González
Turmo, 1997), pudiendo afirmarse que la abundancia alimentaria
reinante en España no garantiza un reparto equitativo de
los alimentos. Las desigualdades basadas en el origen social son
visibles si se realizan aproximaciones empíricas que
permitan constatarlas (Gracia Arnaíz, 2003). Hay autores
que no han analizado las diferencias alimentarias en
términos de clase. El autor más representativo de
esta postura es Mennell (1985), quien postula que la modernidad
alimentaria trae consigo un aumento de la diversidad y con ello
un aumento de las decisiones individuales, considerando que en
este proceso de individualización, también
planteado por Fischler, disminuyen claramente las diferencias de
clase. Se da paso a una pluralidad de opciones diversas que se
plasman en consumos alimentarios plurales. El efecto clase no se
considera como explicación de la jerarquía de los
gustos. Algunos autores han puesto en cuestión el propio
debate. Goody (1995), por ejemplo, plantea que quizás el
empeño de la Sociología por buscar diferencias de
clase puede provocar un prematuro determinismo explicativo sobre
la diversidad. Estas dudas se tienen aún más en
cuenta si se considera que algunos autores que han seguido las
orientaciones de Bourdieu constatan un fraccionamiento de las
clases medias y la aparición de pautas de consumo guiadas
por criterios, como la salud o la belleza, presentes en todos los
grupos
sociales (Warde, 1997). Aunque no deseemos adoptar una
posición definida en esta polémica, no se puede
negar la mayor accesibilidad de la población a los
alimentos, que al ir acompañada de una cierta
homogeneización en los consumos, hace dudar de que las
diferencias en la alimentación estén asociadas al
origen social. Pero también es evidente la persistencia de
la desigualdad social en el acceso a ciertos alimentos y la
importancia de los condicionantes socioculturales de grupos e
individuos a la hora de elegir qué comer, aspectos que se
hacen más o menos visibles dependiendo, en muchos casos,
de la metodología de las investigaciones. De nuevo en este
debate las investigaciones no parecen confirmar ni una clara
pervivencia de las diferencias de clase ni una apuesta firme por
su desaparición. Podría decirse que no hay autores
que nieguen la existencia de comportamientos asociados al origen
social, pero los resultados empíricos constatan una
pluralidad de comportamientos o de estilos alimentarios que son
explicados poniendo más o menos énfasis en ello
según las posiciones teóricas y
metodológicas de los distintos investigadores. Se ha
planteado que las propuestas de Maffesoli representan una nueva
explicación sobre la diversidad de los comportamientos de
consumo en las sociedades post-modernas y que pueden suponer una
ruptura en la dualidad explicativa sobre el peso de las clases
sociales en la generación de pautas de comportamiento
estables y diferenciadas por un lado, y el proceso de
individualización relacionado con la
homogeneización de comportamientos por otro. En su obra El
tiempo de las tribus, este autor (Maffesoli, 1990) plantea que la
dinámica social reflejada en la
multiplicidad de comportamientos no puede ser comprendida por la
tendencia al individualismo y por la lógica
de la búsqueda de identidad postulada por Beck y Giddens.
Hay un sentimiento de identificación grupal, contrario al
individualismo, que resulta igualmente identitario. Los
alimentos, igual que la lengua, son,
señala Maffesoli, un referente cultural que genera
sentimientos identitarios. Los grupos presentan a sus miembros un
conjunto de reglas y pautas predefinidas de comportamiento sobre
las que orientar el consumo, es decir, nuevas formas de ser y de
consumir a partir de la disciplina
impuesta por el grupo donde
las reglas estéticas son fundamentales para definir el
estilo de la tribu y su pertenencia a él. Podría
decirse que estos grupos funcionan como una clase social, con
modelos de comportamiento claros y estables, pero no son clases,
sino tribus, grupos sociales más pequeños. Pero
quizás lo más relevante de la obra de Maffesoli sea
la conexión que permite establecer entre individuo,
grupo y entorno. Mediante el término proxemia, Maffesoli
llama la atención sobre el comportamiento relacional
de la vida social, y "no sólo la relación
interindividual, sino también a eso que me liga a un
territorio, a una ciudad, a un entorno natural, que yo comparto
con otros (…) "un tiempo que cristaliza en espacio" (1990:
214). Para Maffesoli se forma un nosotros y esto da lugar a un
enfoque nuevo sobre la realidad social en tanto en cuanto integra
las redes de
relación en el análisis: "la constitución de los microgrupos o de las
tribus (…) se hace a partir del sentimiento de pertenencia, en
función de una ética
específica y en el marco de una red de comunicación" (16) (Maffesoli, 1990: 241).
El funcionamiento de estos microgrupos tiene un interesante poder
analítico sobre cómo se produce la realidad social
a partir del funcionamiento de estas redes de
comunicación. Entre redes existe una multiplicidad de
entrelazamientos a través de los que circula la
comunicación. Sus protagonistas producen, y son
producto de,
esta multiplicidad de redes. La red de redes nos remite a un
espacio en el que las actividades sociales no están
diferenciadas ni yuxtapuestas, sino "más bien un espacio
en el que todo esto se conjuga, se multiplica y se desmultiplica,
formando figuras caleidoscópicas de contornos cambiantes y
diversificados" (Maffesoli, 1990: 225). Esto ofrece una
explicación alternativa a la pluralidad de comportamientos
de la modernidad, que permite contar con la identidad grupal como
pauta explicativa del comportamiento, y que además combina
la existencia de un estructura preestablecida con la
participación de los actores. Todo ello constituye una
alternativa teórica que va más allá del
proceso de individualización y de la búsqueda
individual de la identidad planteada desde algunas de las
teorías
sobre la modernidad. El planteamiento teórico de Warde
integra esta orientación tribalista planteada por
Maffesoli y realiza una interesante aproximación al
análisis de la diversidad de pautas alimentarias. Niega,
en principio, la dominancia de la explicación basada en la
individualización de los comportamientos alimentarios,
pues sostiene que en este ámbito sucede lo mismo que en el
caso del suicidio
analizado por Durkheim: hay
una apariencia de comportamiento individual pero se esconde un
comportamiento claramente social y grupal. Para Warde existen
fuerzas sociales que van en una doble dirección, contraponiéndose las
tendencias y actuando sobre los comportamientos alimentarios
(17): la individualización y la integración comunitaria (18), por un lado,
y la estilización y la informalización, por otro.
Para Warde se dan de manera simultánea estas fuerzas. La
individualización es similar a la idea de modernidad de
Beck y Giddens y que ha sido trasladada a la alimentación
por Fischler, un aumento de los espacios y las decisiones
individuales y una individualización de las elecciones
alimentarias y sus menús. La integración
comunitaria consiste en un conjunto de comportamientos tendentes
a establecer vínculos o ataduras con la comunidad social
para afirmar sentimientos de identidad. Las culturas regionales,
y con ellas las lenguas y los alimentos, son generadoras de
identidad. Por esto se dan comportamientos de valoración
de lo regional, de aquellos alimentos que llevan asociados
símbolos culturales que otorgan
sentimientos de identidad a quienes los consumen.
Hay otras dos fuerzas contrapuestas que completan el
análisis: la informatización, por un lado, y la
estilización, por otro. La primera hace referencia a la
desestructuración, a la tendencia a la
desregulación en la nutrición y al descenso de la
disciplina alimentaria; un proceso similar a la
gastronomía planteada por Fischler. Y la
estilización hace referencia al fenómeno denominado
neotribalismo por Maffesoli (1990), a nuevas formas de disciplina
relacionadas con los gustos, que aportan nuevas reglas de
actuación claras y concretas a través de
prácticas de consumo. Son reglas estéticas propias
de grupos sociales concretos. Estas cuatro fuerzas sociales
combinadas dan lugar, para Warde, a diferentes modelos de consumo
que se corresponden con los cuatro modelos de Durkheim del
suicidio: integración débil (suicidio
egoísta), integración fuerte (suicidio altruista),
regulación débil (suicidio anómico) y
regulación fuerte (suicidio fatalista). Estos postulados
permiten plantear explicaciones nuevas sobre la diversidad en los
modelos de comportamiento alimentario sin huir del grupo ni de la
individualidad, o combinando ambas. El modelo de Warde muestra
cuatro pautas de diferenciación en la elección de
la comida, basadas en la confluencia diversa de las cuatro
fuerzas sociales antes planteadas (Warde, 1997:42). Conforman una
tipología de comportamientos de comensales, interesantes
sobre todo para el campo del consumo alimentario y muy
útil para comprender la diversidad en la elección
de los alimentos sin posicionarse ni en la pluralidad (resultado
de la elección individual que plantean los partidarios de
la individualización) ni en la inevitable
adscripción a las clases sociales de los partidarios de la
reproducción social.
La separación entre la
producción y el consumo en el campo de la
alimentación
Adentrándose en el análisis sobre la
seguridad
alimentaria La separación analítica entre la
producción y el consumo es uno de los aspectos más
cuestionados de los estudios sociales sobre la
alimentación contemporánea. Esta
contraposición ha sido puesta de manifiesto,
fundamentalmente, por la Sociología Rural. Cabría
decir que el debate se inicia entre la ciudadanía, y no entre los expertos, pues
surge a partir de las llamadas crisis alimentarias, que provocan
fuertes críticas a la manipulación industrial de
los alimentos (19) y generan una incertidumbre en el consumo que
repercute en la producción. Los recientes casos de
alimentos que perjudican la salud humana (20) hacen cambiar la
percepción del consumidor sobre los
productores, y éstos comienzan a mirar al consumidor como
un agente no tan pasivo ni susceptible de manipulación
como los primeros análisis del consumo y los estudios de
mercado
parecían mostrar (21). La seguridad alimentaria, llamada
así hasta los años 90 para designar las acciones
tendentes a paliar el hambre en el mundo, aparece ahora con una
nueva acepción: el riesgo de los alimentos en las
sociedades con sobreabundancia alimentaria (Millán, 2002).
La cadena agroalimentaria se cuestiona en todos los niveles, pues
en todos ellos pueden darse riesgos para
la salud. Algunos autores han argumentado que la complejidad de
las relaciones sociales que conlleva la alimentación,
desde el terreno en el que se produce hasta la mesa en la que se
consume, ha dado lugar a una separación de los
ámbitos de la producción y el consumo necesaria
para su análisis, impidiendo una visión holista del
sistema agroalimentario. Aún así, se reconoce la
irrelevancia dada al consumo desde los estudios agrarios
(Friedland, 2001). En estas aproximaciones teóricas, el
papel que se le otorga al consumidor, es instrumental y externo,
ajeno a la cadena agroalimentaria o considerado tan solo en la
medida en que tiene capacidad económica de compra (Goodman
y Dupuis, 2002).
La aceptación de estas limitaciones ha generado
en los últimos años estudios orientados a reducir
la distancia entre la producción y el consumo, intentando
establecer vínculos entre estos dos ámbitos, que
difuminen la tradicional separación analítica entre
ambos, no obstante, y coincidiendo con quienes realizan
análisis teóricos desde la Sociología Rural
(Blandford, 1984; Goodman, 2002, Goodman y DuPuis, 2002,) hay
varias líneas de análisis abiertas. Mintz puede
considerarse un holista, ya que en su libro Dulzura y poder
(1985) analiza la cadena agroalimentaria seguida por el
azúcar, desde la demanda al
suministro y su consumo. Mintz traza todo el desarrollo de las
plantaciones de azúcar desde sus inicios en el siglo XVI
hasta la creación de un mercado de masas de este producto,
que pasa de ser una rareza a ser consumido y producido
masivamente. Demuestra en su trabajo que el aumento del consumo
de azúcar sólo puede ser explicado por una
combinación de factores, entre los que se encuentran,
desde los intereses económicos y políticos, hasta
las necesidades nutricionales o los significados culturales.
Contradice así el cambio en el consumo planteado como un
proceso de imitación de las élites, o como una
necesidad de obtener calorías. Esta aproximación
sistémica le convierte, en cierto modo, en un precursor de
los estudios que más adelante intentan explorar las
relaciones entre producción y consumo. Recientemente Fine
(1994), citado también como un continuador de esta
corriente de análisis en la que se plantea el
conocimiento del sistema agroalimentario a través de
la exploración de un producto desde la tierra a la
mesa, aporta ideas interesantes relacionadas con la propiedad de
la tierra.
Considera que el sistema agroalimentario depende, en primera
instancia, de la agricultura y
que el tipo de propiedad de la tierra y sus cambios a lo largo de
la historia afectan a toda la cadena. Como a Mintz, se le valora
a Fine el análisis histórico en la
comprensión de las prácticas alimentarias, pero se
cuestiona la verticalidad que realiza de su análisis. En
la cadena agroalimentaria, Fine señala que la
relación se establece de abajo arriba, de la planta al
plato, estableciendo un vínculo causal y determinista de
la relación entre los diferentes momentos de la cadena.
Esto no permite aclarar los comportamientos de consumo, y
además ignora al consumidor, sus gustos y preferencias,
como orientadores de cambios en la cadena agroalimentaria. En
esta misma línea histórica del cambio alimentario
hay un conjunto de trabajos que conectan también la
producción y el consumo a través de un
análisis histórico del cambio en los sistemas
agroalimentarios, aunque con una visión más abierta
y horizontal.
Tomaremos como referencia los trabajos de Fonte (1991 y
1998), Bush (1991) y Blandford (1984). Este análisis se
sustenta en una visión del cambio social como un proceso
unilineal de fases sucesivas, que va dando respuesta a las
diferentes relaciones del hombre con la
naturaleza.
Esta visión permite integrar los cambios experimentados en
la producción y el consumo en los cambios sociales
acontecidos desde la industrialización hasta la
actualidad. Desde esta perspectiva histórica, es el cambio
en la relación con la naturaleza lo que marca la
diferencia (22). En las sociedades agrarias tradicionales, el
producto de la tierra es consumido directamente por la persona o grupo
que lo produce, por lo que podría hablarse de un sistema
alimentario tradicional. El campesino,
productor y consumidor a un tiempo, conoce de forma directa las
características de los productos. Los alimentos son
consumidos a través de una transformación, no muy
sofisticada, que se produce en la cocina del grupo. Todos los
productos en estas sociedades son productos procedentes de la
tierra y de las actividades realizadas en torno a ella. Se
trata de pocos productos, asociados fundamentalmente (aunque no
exclusivamente) a las particularidades del entorno que favorecen
ciertas producciones y dificultan otras. El criterio de selección
de los alimentos a consumir responde, en gran medida, a criterios
de tipo racional asociados a las necesidades alimentarias de
quien los produce y a las limitaciones de la producción.
La abundancia y la escasez se alternan, la estación del
año y el tiempo marcan la pauta de la variedad. A pesar de
estas limitaciones se dan desigualdades, marcadas no sólo
por la disponibilidad objetiva de productos sino por el estatus
del grupo. El sistema agroalimentario en esta fase utiliza
canales locales de distribución de productos, que combina
con el intercambio entre parientes y redes sociales. En una fase
posterior, con un sistema agroalimentario moderno y en una
sociedad industrial, la relación entre el consumidor y el
productor se rompe. El consumidor compra productos que son
elaborados por personas que no conoce y el conocimiento acerca de
su origen o calidad procede
de la información que se da en las etiquetas o en
los establecimientos donde se adquieren. Esta separación
productor-consumidor se encuentra mediada por un control
institucional, ahora necesario en tanto en cuanto el consumidor
debe tener garantía de los productos que consume y no
conoce, por lo que la legislación garantiza que el consumo
es fiable y que no perjudica la salud del consumidor. La
producción sufre cambios importantes: del trabajo familiar
agrario se llega a las empresas
agrícolas industrializadas que producen de forma intensiva
y orientan su producción claramente al mercado. La
explotación de la naturaleza es un hábito
legítimo, pero además legitimado, pues la tierra
puede ser manipulada al antojo del productor, en busca de un
aumento de productos que el mercado indica de qué tipo han
de ser. Pero además, los alimentos, tras su
producción, son trasformados en fábricas y la
mayoría de ellos llevan algún tipo de proceso
industrial (aunque sólo sea el envasado o los ingredientes
añadidos) que los hacen separarse de su procedencia y con
ello también de su aspecto, de su apariencia. Se
incorporan ingredientes, algunos de ellos creados artificialmente
(conservantes y colorantes) y en el progresivo alejamiento del
producto de su origen se hace necesaria la utilización de
otros productos que den la apariencia de la naturalidad perdida
(naranjas a las que se inyecta el color naranja,
por ejemplo). La apariencia es, como menciona Baudrillard (1984),
un simulacro de la realidad. Las posibilidades de elección
se amplían considerablemente en un mercado repleto de
productos y en el que siempre están disponibles, a la
venta, para
cualquier consumidor. La elección genera desigualdades,
determinadas por las diferencias económicas de quien
adquiere los productos y aparecen desigualdades nutricionales muy
marcadas entre distintas sociedades. Puede hablarse
también de una fase posterior, de una sociedad postmoderna
o postindustrial, de un sistema agroalimentario tardomoderno. La
procedencia agraria se pierde en el tiempo (y en el espacio) y la
industria gana peso frente a la agricultura. La apariencia del
producto pasa a ser la realidad, aunque curiosamente es cada vez
menos real (los pollos triturados y recompuestos con forma de
pollo, serían un buen ejemplo). La producción
agraria emplea cada vez más las tecnologías para la
producción y el riesgo de sus efectos comienza a
vislumbrarse a través de la
contaminación y la destrucción progresiva e
irrecuperable de recursos y de biodiversidad.
En los productos se inicia el etiquetado no ya de los
ingredientes, sino de los nutrientes (hidratos de carbono,
calcio) dando así un carácter científico a
los productos y sustituyendo la falta de conocimiento sobre ellos
con informaciones especializadas que confirman las bondades de lo
comprado. Los riesgos también están presentes
aquí: la contaminación alimentaria no detecta los
controles y ciertos efectos negativos del consumo de algunos
productos contaminados ponen de manifiesto el riesgo no
sólo incontrolado, sino incontrolable. Junto a la variedad
se encuentra también el riesgo del mercado globalizado. La
distribución se organiza y se sofistica, la posibilidad de
comer de todo en cualquier tiempo y lugar hace patente la
separación entre el origen y el consumo de los productos;
la elección entre productos es lo más complicado
para el consumidor, que se ve impedido para realizar una
decisión basada en motivaciones de tipo racional; el deseo
empieza a ocupar el lugar de la razón y los motivos para
consumir se hacen cada vez más complejos y sofisticados.
La fase siguiente a la descrita ya está en marcha; el
futuro ya está aquí, dice Ritzer (1996). La
producción puede ya sobrepasar sus fines alimentarios, de
tal modo que se puede producir a través de la biotecnología según las necesidades
de esas apariencias de realidad que hemos creado: se producen
tomates sin semillas porque son más compactos para el
consumo, perdiendo con ello su esencia reproductiva (no es
necesaria, no importa su infertilidad para la producción),
o incluso se pueden crear alimentos que incorporen un
antibiótico para una común infección de
garganta (su uso médico justifica cualquier
manipulación). Es el control total de la naturaleza, un
control que supone un alejamiento radical de su origen productivo
y agrario basado en la elaboración de alimentos para
satisfacer el hambre de las personas. Desde esta perspectiva se
considera que el sistema alimentario tradicional es bastante
simple y el moderno muy complejo, de ahí que se encuentre
lógica su parcelación analítica. Este
planteamiento evolutivo del cambio alimentario en la modernidad
ha sido, sin embargo, cuestionado. Es cierto que se ofrece una
visión de un cambio homogéneo y lineal en el que no
parece estar integrada, o al menos no suficientemente
considerada, la diversidad de comportamientos que se observan en
la alimentación actual.
Pero no es menos cierto que este planteamiento abre un
camino no iniciado antes: la consideración de todo el
sistema agroalimentario en el análisis; donde, desde el
productor al consumidor, se va reseñando la tendencia de
cambio y, en cierta medida, cómo unos cambios dan lugar a
los otros dentro de la misma cadena. Pero, sin duda, el papel del
consumidor queda difuminado e inserto en procesos globales que le
quitan protagonismo o que le consideran un mero agente pasivo
dentro de todo el proceso de desarrollo industrial. La acción
de los actores parece irrelevante, o sometida a fuerzas que los
sobrepasan o dirigen. El sistema, o la estructura, domina sobre
la acción de productores, consumidores y distribuidores
individualmente considerados. Por eso, quizás sea
necesario comentar algunos estudios que ofrecen visiones
complementarias. Los trabajos sobre el comercio justo
de Raynolds (2002), por poner un ejemplo peculiar, representan
una buena aproximación para tomar en cuenta al consumidor,
pues ofrecen instrumentos de análisis de la
relación entre productor y consumidor. Esta autora estudia
el comercio del café y
las luchas de los activistas americanos del comercio justo.
Muestra cómo se reduce la distancia entre productores y
consumidores en las transacciones de comercio justo y apuesta por
unir la producción, el mercado y el consumo a
través de valores
compartidos de equidad y
confianza. Explica cómo las etiquetas de los productos y
su empaquetado pueden humanizar las relaciones comerciales entre
productores y consumidores reduciendo la distancia social entre
ambos. Pero Raynolds constata las dificultades de comercializar
estos productos por la desigualdad de poder presente en las redes
de mercado, una desigualdad que difícilmente podrá
superarse para lograr el empoderamiento de los productores de los
países del Tercer Mundo. Otro grupo de trabajos que
refleja la importancia del vínculo entre producción
y consumo son los relacionados con la implementación de
las políticas
y sus efectos sobre la alimentación.
Con el objetivo de mejorar la nutrición de la
población y de prevenir enfermedades, se han puesto
en marcha programas
alimentarios que han variado en tiempo y lugar. Desde sus
inicios, los trabajos de la FAO presentan una amplia variedad de
orientaciones que son reflejo de una diferente concepción
de lo que es la salud y la enfermedad, así como de lo que
se entiende por una buena o una deficiente comida. La
mayoría de estos trabajos se enmarcan en el estudio de
cómo ciertos modelos dominantes intentan introducirse y
cambiar las dietas de la población, y llaman la
atención sobre la creación de estándares
nutricionales de salud (Douglas, 1984). Este tipo de trabajos
suele ir acompañado de la constatación del impacto
cultural que producen en las poblaciones a las que van dirigidos
(23). En el caso español son numerosos los trabajos que
ofrecen análisis sobre las variaciones en la demanda de
productos concretos, incluso podría decirse que la mayor
parte de los trabajos sobre cambio alimentario en España
son de este tipo. Enmarcados en la Sociología del Consumo
y apoyados en las estadísticas oficiales sobre
alimentación (24), pretenden ofrecer información a
las empresas o a la
Administración sobre las variaciones en la compra de
productos, pero suelen detener ahí su análisis
(25). Algunos autores se han animado a realizar una
aproximación al análisis de los actores sociales
para estudiar el impacto de las políticas agrarias en la
producción (Garrido Fernández, 2002) (26). Pero ni
unos ni otros han establecido nexos, quedándose en el
mundo de la producción unos y en el del consumo los otros.
En la actualidad se está desarrollando una línea de
investigación dirigida por Contreras orientada al estudio
de las relaciones que se producen dentro de las redes
agroalimentarias. Actualmente, dicho autor se encuentra
analizando los mecanismos de gestión
y de transmisión de la información en las crisis
alimentarias, poniendo de relieve la
incidencia de la percepción del consumidor sobre los
riesgos alimentarios y sus efectos sobre el consumo (27). Este
antropólogo, con un equipo multidisciplinar, ha estudiado
también el poder de los consumidores sobre la
producción de productos transgénicos. En este
trabajo se constata la utilización de información
interesada por parte tanto de los partidarios del desarrollo de
los productos transgénicos, como de quienes se oponen a su
expansión.
También en Francia se está trabajando en
esta línea (Merdji y Debucquet, 2001) buscando comprender
las diferentes respuestas del consumidor hacia la tecnología
alimentaria planteando hipótesis culturales para explicar
la mayor o menor aceptación del consumidor hacia los
productos transgénicos (28). El consumidor aparece como un
sujeto activo y reflexivo en sus apreciaciones acerca del debate
sobre los organismos genéticamente modificados. Ha sido
precisamente su rechazo a esta aplicación
tecnológica novedosa (los OGM´s) lo que ha motivado
la mayor parte de las investigaciones, pues ha sorprendido a
todos la paralización de la expansión de la
producción de este tipo de cultivos en Europa en
respuesta a la desconfianza generada en el consumidor. Las
industrias y los
poderes públicos se han hecho eco del rechazo del
consumidor, aunque éste ha estado inmerso en informaciones
contradictorias procedentes de instituciones diversas. En esta
incertidumbre, es el poder mediático el que sirve de
referencia y el que puede hacer variar las opiniones de los
consumidores, transmitiendo los discursos
dominantes (y contradictorios) de las instituciones
públicas y privadas (Díaz Méndez y Herrera
Racionero, 2004). Las explicaciones no cierran otras
posibilidades, pues el debate, y las políticas sobre los
OMG, aún está abierto y en proceso de
elaboración, pero constituye sin duda un interesante campo
de análisis sobre el papel que los diferentes actores
juegan en las decisiones políticas a lo largo de toda la
cadena agroalimentaria y enmarca un problema nuevo y aún
no abordado en todas sus dimensiones: la percepción del
riesgo alimentario. Los trabajos que intentan explorar las redes
agroalimentarias de principio a fin suponen una
aproximación analítica de interés
para conocer más a fondo cuáles son las situaciones
de riesgo, donde se sitúan y cómo se responde a
ellas por parte de todos los actores que interactúan a lo
largo de la cadena agroalimentaria. Sin embargo, a estos trabajos
se les puede reprochar el haber considerado preferentemente el
poder como elemento explicativo del funcionamiento de las redes
agroalimentarias.
Para unos son las empresas las que tienen la
última palabra; para otros, son los minoristas o los
consumidores; no faltando quienes señalan que son las
administraciones o los medios de
comunicación los que orientan las decisiones del
consumidor o del productor generando los cambios que se analizan.
Lockie (2002) ha planteado esta deficiencia considerando la
necesidad de dar un giro teórico y metodológico a
los estudios agroalimentarios. Para ello desarrolla la teoría
del actor red (ANT) en el
ámbito de la alimentación.
Esta teoría se sustenta, según el propio
Lockie, en el concepto de acción a distancia de Latour y
en los estudios de Foucault y Law.
Varios autores coinciden al afirmar que esta corriente
analítica ha sido abierta por los trabajos de Dixon (1999,
2002) (29). Dixon inicia la ruptura de la dicotomía
producción-consumo examinando las cadenas agroalimentarias
en la carne de pollo australiana. Plantea un modelo
económico- cultural y pretende averiguar no sólo
dónde se encuentra el poder, sino también
cómo va cambiando dentro de esta cadena; de ahí que
su aportación sea novedosa. Tras esta exploración,
Dixon realiza unas aportaciones teóricas que sientan las
bases para el estudio de las interacciones de redes
agroalimentarias.
Considera necesario explorar toda la cadena y averiguar
dónde se añade valor a los
productos y dónde se mantiene ese valor. Efectivamente
constata que este valor no se aporta solamente en las redes
mercantilizadas; de ahí que sea necesario explorar los
hogares y el intercambio alimentario que se da en ellos, pues el
valor del alimento también se modifica con su
preparación. Además, Dixon considera necesario
analizar los procesos de intercambio de valor simbólico.
De ahí que considere las nuevas relaciones de autoridad
procedentes de la autoridad científica y de las industrias
nutricionales, unas relaciones de autoridad que pueden estar
modificando el valor simbólico de los alimentos. Se pueden
desprender de su trabajo dos aspectos decisivos para futuros
análisis: por un lado, que el valor de los productos no se
da siempre en el mismo grupo de actores, destacando así el
valor que confieren a los productos los propios consumidores y la
importancia que esto tiene para la dinámica de la redes
agroalimentarias; por otro lado, que los significados que se les
da a los productos, como un valor más, resalta así
cómo éstos, aparentemente sin valor monetario,
cobran valor de mercado. (Dixon, 1999). La cuestión radica
en averiguar si es posible visibilizar los intercambios de valor
y significado. Esto es importante en lo que se refiere a los
intercambios de valor porque no se encuentran siempre en el campo
de la producción (por ejemplo, se ignora el valor que
confiere a los alimentos su preparación en los hogares).
Por otra parte, nos encontramos con que los intercambios de
significados no se encuentran visiblemente mercantilizados y no
resulta fácil, por ejemplo, transformar la autenticidad o
la naturalidad de un producto en dinero. Dixon
afirma que es posible hacerlo y explora el status
simbólico del pollo y el valor simbólico
añadido (trasformado en dinero) de otros productos
derivados del pollo. Sin embargo, Dixon concluye que el control
real de la cadena agroalimentaria se encuentra en los
supermercados minoristas, dejando de nuevo la duda sobre la
capacidad última del consumidor o el papel de otros
actores en las redes alimentarias en las que están
insertos. Resulta, pues, más interesante su
análisis teórico y la exploración de lo que
sucede en las redes, que las propias conclusiones a las que
llega, que caen en el error, ya mencionado, de situar el poder en
un punto concreto de la
cadena olvidando el protagonismo de otros actores y de la
interacción entre ellos. Estos trabajos
podrían incluirse dentro del paradigma
accionista, pues en todos ellos se considera el papel de los
actores en la cadena alimentaria y se intenta, a través
del análisis del papel de estos actores, entender las
conexiones entre unas redes y otras.
Pero adolecen de las mismas deficiencias planteadas en
los análisis accionistas desde la sociología: unos,
son más favorables a considerar el peso de la estructura
sobre el actor; y otros, de éste sobre
aquél.
Creemos que Guthman da un paso más. Realiza una
aportación significativa en la línea de lo que ella
misma denomina enfoque de la cadena alimentaria (30), apuntando
en una dirección distinta a la de los trabajos hasta
aquí mencionados, aunque inserta en el estudio de las
redes de actores. El trabajo de Guthman explora las redes que se
establecen en el mercado de productos orgánicos, y busca
conocer la forma en que se modelan las redes de producción
y consumo, conectando al consumidor, sus deseos y preocupaciones,
con las prácticas alimentarias de producción,
procesamiento y distribución. A partir de un consumo
emergente, como el de los productos ecológicos, es posible
comprender las influencia de unos actores sobre otros dentro de
las redes en las que se establecen vínculos. Se
desvía del análisis del poder de los actores para
explorar la forma en que se mercantiliza el gusto, concretamente
el gusto del consumidor hacia los pro- ductos ecológicos,
para resaltar las transformaciones que se dan en las
políticas de consumo. En este proceso va poniendo de
manifiesto la forma en que los gustos hacia ciertas comidas van
dando valor a los productos y afectando a la distribución
de los mismos. Explora también la contradicción que
existe entre ciertos significados de los productos
ecológicos y el freno que estos significados suponen para
su mercantilización. Concluye que este bloqueo sólo
se puede resolver reelaborando los significados de los productos
ecológicos; por eso plantea que los significados de estos
productos han sido desestabilizados para aumentar el mercado
ecológico. Guthman explora el gusto, pues lo considera la
puerta de entrada del consumo (31), y lo hace pensando que las
explicaciones desde la teoría del actor red son
insuficientes, entre otras cosas por privilegiar el papel de los
actores y dejar en segundo plano el proceso de
mercantilización (32) de los productos. En definitiva
retoma el debate sociológico sobre el poder de la agencia
y la estructura, considerando que esta teoría se excede en
el papel que da a la agencia y olvida el sustrato estructural
para el funcionamiento del sistema social. Pero Guthman opta por
una visión de consenso, en la que desarrolla lo que
podríamos llamar un modelo constructivista del gusto.
Explora los gustos que no han pasado al mercado, pero que
considera los más relevantes a la hora de analizar el
consumo: el gusto por la reflexión, donde el valor
simbólico que se añade es el conocimiento; el gusto
por la distinción, cuyo valor simbólico es lo
estético; el gusto por la simplicidad donde el valor es la
transparencia. Analiza como hemos indicado, el gusto por los
productos orgánicos, para ejemplificar el funcionamiento
de estos gustos y sus simbolismos (Guthman, 2002: 299). Apoya sus
explicaciones en las oposiciones planteadas por Warde (1997:55),
quien identifica cuatro contradicciones que ofrecen valores para
legitimar la elección de la comida (33). Al situar la
comida orgánica en este mapa de oposiciones o antinomias
de Warde, Guthman conecta los gustos con los productores haciendo
intermediar el gusto en la propia cadena agroalimentaria.
Constata así que los significados atribuidos a los
alimentos producen importantes tensiones en la política
económica de la producción ecológica por
varios motivos: para conservar estos significados la comida
ecológica tiene que ser escasa, una característica
contrapuesta a la generalización de productos
ecológicos; para satisfacer las necesidades de
transparencia y simplicidad y para privilegiar el esmero sobre la
comodidad, se ofrecen menos oportunidades a los productores para
incorporar valor añadido; traer la comida orgánica
al mercado de masas contradice su exclusividad y a la vez crea un
tipo de competencia
contra la que se revelan los productores; además,
añade Guthman, la preocupación medioambiental que
sustenta el consumo ecológico enfrenta a la naturaleza y a
la técnica y crea problemas de mercantilización. En
definitiva, y sin entrar a discutir el modelo de esta autora, su
trabajo constituye sin duda un buen ejemplo de la relación
entre producción y consumo, que, sin ignorar la
importancia de las redes implicadas en la cadena agroalimentaria,
sugiere mirar hacia el consumidor, resaltando cómo la
mediación de los gustos tiene implicaciones sobre
cómo se produce, dónde se produce y cómo se
come la comida. Tanto la perspectiva de Guthman, como las
visiones de la red de actores antes mencionadas, hacen referencia
a los significados de los alimentos y al valor no mercantilizado
que a lo largo de la cadena alimentaria se le va dando y quitando
a la comida. Estas últimas explicaciones reposan
además en la interacción que se establece entre los
actores, y no sólo en el poder de unos sobre otros como
las explicaciones precedentes. Suponen una posibilidad
interesante de establecer nexos entre los niveles macrosociales y
microsociales, afrontando el estudio de la alimentación
desde una visión global antes ignorada. 33 Warde, en la
parte segunda de su libro (1997), establece estas cuatro
antinomias: novedad frente a tradición; salud frente a
exceso; ahorro frente
a derroche; comodidad frente a esmero (estos términos
hacen referencia a su sentido específico en la
contraposición propuesta por la autora en el texto
original, la traducción literal sería
posiblemente poco explicativa). Explica varias claves sobre los
gustos. En el gusto por la reflexión se hace referencia a
las etiquetas de los productos como medio de
mercantilización del conocimiento y se explica que median
a la hora de decidirse por un producto, atenuando las diferencias
entre optar por la comodidad o por una comida esmerada. El gusto
por la distinción está asociado a la escasez, y
cuenta con valores simbólicos relacionados con la estética y donde se comercia con
significados sobre lo que es diferente, excepcional y de calidad.
El gusto por la simplicidad está relacionado con el gusto
por la evitación: los comensales son reacios al riesgo y
quieren transparencia en la comida, quieren conocerla. Lo
adulterado y elaborado es contrario a lo simple y se asocia a la
industrialización de los productos. Se apuesta por una
comercialización directa, siendo la cocina
casera la garante final de la simplicidad; el cuidado se
añade como valor simbólico añadido por la
propia mano de obra de la elaboración.
La Sociología de la Alimentación ha tenido
carácter propio en el ámbito anglosajón y en
el francófono desde los años ochenta y cuenta en
estos países con importante seguidores que han abierto
líneas de investigación sólidas a lo largo
de los últimos veinticinco años. Sus trabajos
constatan el avance del conocimiento en este campo, siendo una
muestra de ello el hecho que se haya superado el debate inicial
sobre el retraso de la Sociología en el campo alimentario
o de que no se discuta la necesidad de una Sociología de
la Alimentación. En España, las cosas son de otro
modo. La mayoría de los trabajos que realizan una
aproximación sociológica a la alimentación
son de carácter empírico y se insertan en el campo
de la Sociología del Consumo. Los sociólogos
españoles seguimos intentando justificar la necesidad de
realizar una aproximación sociológica a la comida
que permita avanzar en el análisis teórico y que
enmarque las investigaciones que hoy hacen sociólogos,
antropólogos, economistas, historiadores y nutricionistas.
Esto no quiere decir que no existan trabajos en esta
línea, sino que las investigaciones que se realizan
están adscritas a otras áreas de la
Sociología con mayor tradición. Al margen de este
distanciamiento de la Sociología española se
constata hoy la preocupación por conocer los aspectos
sociales del comportamiento alimentario en todos los
países de nuestro entorno y los trabajos existentes dan
muestra de ello. Hemos presentado aquí un recorrido por
estos trabajos apoyándonos en los debates actuales. Esta
aproximación no es la única posible, pero da cuenta
del estado de los estudios sociales sobre la alimentación,
de su importancia tanto teórica como empírica, y
abre posibilidades para la realización de propuestas de
investigación. Los debates sobre la alimentación
contemporánea responden a la preocupación sobre las
consecuencias del cambio en la sociedades actuales, sobre
cómo se están produciendo los cambios y qué
dirección están tomando éstos.
No es por ello extraño que los hayamos enmarcado
todos ellos en lo que se conoce como modernidad alimentaria,
aunque no exista un acuerdo unánime sobre esta
acepción. Los partidarios de la desestructuración
alimentaria se oponen a quienes consideran que hay estabilidad en
los comportamientos; siendo todos ellos bastante extremos, ambas
posiciones esconden una visión del cambio social finalista
y endocéntrico en la que la evolución, antes o después, nos
conduce hacia un futuro predecible, de la mano de la modernidad
social. Las tendencias, asociadas al proceso de
industrialización y modernización, no son,
probablemente, ni tan seguras, ni tan unidireccionales, ni tan
homogéneas como apuntan algunos y es poco probable que la
comida caliente en grupo vaya a dar paso inevitablemente a la
soledad de la bandeja frente al televisor. Del mismo modo, la
negación del cambio parece esconder un miedo al declive de
ciertos comportamientos de carácter tradicional,
vinculados con el pasado, y una añoranza de un grupo, el
familiar, que ya poco tiene que ver con las nuevas formas de
familia.
Las situaciones son nuevas, y no se puede negar que el
comensal tardomoderno se encuentra en una posición ambigua
para tomar decisiones sobre lo que debe comer o no. Las opciones
han aumentado, complicando de este modo las elecciones, y las
agencias generadoras de normas no ofrecen hoy una
orientación inequívoca, sino más bien
compleja y diversa, e incluso contradictoria, sobre cómo
comer bien. Elegir es cada vez más difícil y obliga
a contar con normas propias y a elaborar criterios de consumo
alimentario que permitan tomar una dirección correcta
sobre lo que es bueno para comer. Cabe pensar que la
informalización da lugar a comportamientos
desestructuradores, pues la falta de normas de conducta que
ayuden a elegir puede generar un caos que lleve a comportamientos
sin pautas. Pero no parece que nos encontremos ante una sociedad
que deja de comer a diario, o que sólo ingiere para
satisfacer el hambre o por capricho, sino que seguimos captando
pautas regulares en la alimentación que nos retrotraen a
una forma más o menos estable de organizar nuestras
elecciones alimentarias: parece que elegimos con una relativa
consistencia y que detrás del caos aparente no hay sino un
desconocimiento del orden existente. Sea por la presencia de
normas culturales que siguen siendo determinantes en la
elección, sea por la construcción activa y reflexiva de estas
normas por parte del comensal ante esta situación de
novedad e incertidumbre, sea por la actualización de
normas pasadas y acciones presentes, el comensal elige dando
lugar a patrones de comportamiento que tienen una relativa
estabilidad. Y es aquí donde surge el segundo debate
referido al origen de estos patrones alimentarios. Si para unos
las clases siguen siendo claves para ver de dónde surge el
patrón de conducta alimentaria, para otros la diversidad
es tan plural en sus manifestaciones como en su
conformación. Y el debate continúa. Un grupo muy
relevante de autores franceses se muestran partidarios de seguir
avanzando en la exploración de las diferencias
alimentarias para comprender la diversidad de los patrones de
consumo. Para ellos, el origen social es generador de
diferencias, que se traducen en desigualdades basadas en el lugar
que se ocupa en la jerarquía social, en el ámbito
de la producción. El comportamiento alimentario
sería el resultado de la reproducción de pautas de
comportamiento y las preferencias alimentarias ponen en evidencia
la pertenencia a un grupo; hay un interés entre los
individuos por adaptarse a las normas del grupo al que pertenecen
y los sistemas de clase (así como los de género)
operan dentro del aparente pluralismo gastronómico,
según algunos autores. El cambio vendría
aquí de la mano de la emulación de las
élites: se buscarían nuevas formas de
alimentación y se modificarían los gustos con el
objetivo de parecerse a aquellos grupos situados por encima en la
escala social.
Parece que esta consideración del cambio alimentario ha
sido bien fundamentada teóricamente, pero en algunos casos
las diferencias interclase e intraclase no son tan evidentes y
cabe preguntarse por la existencia de variables que operan como
orientadores de la conducta al margen del grupo. Las diferencias,
y con ellas las desigualdades, se difuminan en una sociedad que
aparece diversa, plural.
Es cierto que en sociedades de suficiencia alimentaria
como la nuestra (algunos dirían de sobreabundancia
alimentaria), la presencia de grupos sociales con menor acceso a
los recursos es menos visible al no ser el hambre un problema
social prioritario. Lo más visible es la pluralidad de
comportamientos que parecen responder a una elección
individual. Variables, como la salud o la estética,
orientan la elección de los alimentos mostrando una
diversidad de patrones de comportamiento que hacen dudar del
poder del grupo en la regulación de los gustos y fuerzan a
pensar en elecciones individualizadas. Pero esta diversidad no es
ni tan individualizada ni tan amplia y se pueden detectar gustos
con una relativa estabilidad o pautas alimentarias regionales o
nacionales consistentes, lo que puede estar escondiendo la
presencia de normas vinculadas a grupos de referencia nuevos o al
menos distintos a los tradicionales. No hay un comportamiento
caótico ni ultradiverso, sino normas procedentes de grupos
con los que se comparten ciertos valores y que orientan ciertos
estilos de vida; quizás nuevas tribus, que pueden estar en
el trasfondo de la diversidad y que siguen orientando la conducta
y ofreciendo normas. El debate también sigue
abierto.
Hemos comentado, aunque brevemente, algunas de las
críticas metodológicas planteadas a los estudios
sobre la alimentación. Al repasar las distintas
investigaciones sobre la comida, hemos visto que se ha pasado de
la exploración cuantitativa de los comportamientos,
generalmente a través de fuentes oficiales, hacia trabajos
cualitativos que buscan contestar a los interrogantes que se
derivan de los primeros. En estos momentos, tanto en
España como en el resto de los países de nuestro
entorno, las aproximaciones cualitativas y las cuantitativas en
las investigaciones alimentarias conviven con una armonía
mucho mayor de la que es habitual en la Sociología.
Quizás esto se deba a la aceptación de la
complejidad de abordar la alimentación, pues todos los
investigadores, desde sus inicios, constatan que en el estudio de
este hecho social es preciso seguir orientaciones
multicisciplinares para acercarse con una cierta garantía
a su conocimiento. A la lectura de
antropólogos y sociólogos, a la necesidad de
recurrir a historiadores, a la inevitable aproximación
económica sobre el consumo de alimentos, se
acompaña la aceptación, con una gran apertura de
miras, de las metodologías cualitativa y cuantitativa.
Pero también esta visión de un comportamiento
complejo y de difícil análisis ha iniciado las
crítica
sobre la forma de estudiar todo el proceso seguido por el
alimento desde la tierra a la mesa. Ante la pregunta de
cuál es la razón para que los análisis
sociales sobre los sistemas agroalimentarios se hayan centrado en
la producción olvidando el consumo, la respuesta no es
específica de este ámbito y puede ampliarse a otras
áreas. Se ha estudiado más la producción por
ubicarse el poder en este ámbito. Los consumidores han
sido tratados como agentes pasivos del desarrollo, sin capacidad
de acción ni de decisión, y por tanto sin poder.
Las corrientes estructuralistas, con su particular visión
del cambio social ajeno a los actores, han favorecido la
consolidación de esta perspectiva, que ignora el papel del
consumidor y que ignora las interacciones entre los actores de
uno y otro ámbito. Y aunque algunos análisis
más recientes han comenzado a considerar la relevancia de
los gustos de los consumidores en la orientación de la
producción, a este consumidor se le ha tratado como un ser
irreflexivo o caprichoso, sujeto a los dictados de la publicidad. Con
frecuencia, los trabajos sobre los gustos y preferencias de los
consumidores están orientados a conocerlos (o a
manipularlos) y son tratados como un elemento ajeno al proceso
productivo, que interesa exclusivamente en el acto mismo de
compra. Visto así, su poder, si lo tuviere, nacería
del papel económico que ejerce en el sistema a
través de la compra de los productos. En el ámbito
agrario, la separación entre la producción y el
consumo es igualmente perniciosa. El producto parece salir de la
tierra sin pensar en el plato, aunque el giro hacia la calidad de
los productos o la revitalización de las producciones
locales ha vuelto la mirada a los vínculos entre la
producción y el consumo. Además, tanto las
políticas agrarias como los debates públicos sobre
la seguridad de los alimentos, han visibilizado para el
consumidor el otro extremo de la cadena agroalimentaria, ya
perdido en el tiempo. Las propuestas que hemos explorado
aquí apuntan a la necesidad de ampliar el análisis
de la cadena agroalimentaria a aspectos ocultos hasta ahora, pero
que son decisivos para comprender la conexión entre el
productor y el consumidor. Parece necesario estudiar las
relaciones de poder que encierra la cadena agroalimentaria y ver
de qué modo este poder orienta las decisiones de unos y
otros. No se puede tampoco dejar a un lado todo lo que no
está mercantilizado y que sin embargo aporta valor a los
productos; por ello parece necesario estudiar los intercambios
simbólicos, como la elaboración de las comidas, o
los significados que se les dan o se les quitan a los alimentos a
lo largo de toda la cadena. Estas orientaciones abren
también la puerta para estudiar la relevancia de la
información científica sobre nutrición como
fuente de autoridad que afecta tanto a la producción como
al consumo, y que incluso media entre estos dos ámbitos.
La noción de red aporta una nueva dimensión al
análisis, ya que nos introduce en las interrelaciones
entre las personas y los objetos, una aproximación
necesaria para explorar toda el recorrido seguido por la comida,
desde la tierra al plato. Se trata, dicen, de reabrir las cajas
negras, lo que se da por supuesto y no se cuestiona, pero que
además está cerrado por los propios actores. La
producción y el consumo, que habían aparecido hasta
ahora como categorías diferenciadas de la vida social,
encuentran aquí un punto de confluencia al investigar
sobre los nodos, los puntos centrales de conexión, dentro
de un sistema de redes interconectadas entre sí. Son
muchas las preguntas abiertas, aún no contestadas, que
abren caminos de análisis de gran interés para
conocer los aspectos sociales de la alimentación desde la
tierra al plato. Hasta ahora son pocos los trabajos que han
logrado unir los niveles microsociales con los macrosociales y
las propuestas teóricas son tan complejas que no parece
que sea sencillo abordarlas empíricamente. Pero
están planteando lagunas en los estudios actuales sobre la
alimentación que ya no es posible ignorar por más
tiempo. Parece un buen momento para que la Sociología
española se abra camino en el ámbito de la
alimentación y comience a dar respuestas a algunos
interrogantes.
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