- El cuerpo, las enfermedades y
la limpieza corporal - Los sustitutos del
agua - El agua fría, el agua
caliente y los grandes cambios del siglo
XIX
Intentar un acercamiento a la historia de la limpieza
implica jugar con una serie de variables
sumamente complejas y diversas.
Conceptos como enfermedad, peste,
moral, cuerpo, pudor, intimidad, costumbre y estamento o
clase
social, constituyen distintas vías de
aproximación a un proceso de civilización
(como diría Norbert Elías), que nos permite
comprender los cambios y las transformaciones de la sensibilidad
en el mundo occidental.
Siguiendo los preceptos vertidos por el historiador
Philippe Ariés en su menos conocida obra, El
Tiempo de la
Historia, pretenderemos en estas cortas líneas
cumplir con un objetivo,
sintetizado en la siguiente cita:
"A una civilización que elimina las
diferencias, la Historia tiene que devolverle el sentido perdido
de las peculiaridades (…)".
Y comprender peculiaridades supone, no sólo
captar la diversidad del mundo pasado (y también del
presente) para evitar encerrarse en valores
propios, negando tradiciones distintas, sino empezar a reelaborar
un bien siempre escaso: la tolerancia.
EL
CUERPO, LAS ENFERMEDADES Y LA LIMPIEZA
CORPORAL
El año 1348 marca,
tradicionalmente, el inicio de una etapa crítica
en la Europa Occidental
de la Edad Media.
Constituye el mojón, claro y evidente, de un siglo que fue
testigo de una de las epidemias más famosas de la
historia: la Peste Negra (la peste
bubónica).
Aunque esto no quite que antes y después de esta
fecha no hubieran existido pestes generalizadas. Las hubo,
y terriblemente virulentas; desarticulando aspectos
políticos y económicos, como así
también modificando procedimientos
terapéuticos y, naturalmente, las sensibilidades
colectivas.
Recién hacia fines del siglo XVIII, esa
realidad cotidiana —como llama Julio
Baldeón a la peste— empezó a ser exorcizada y
controlada por los incipientes avances de la ciencia de
entonces.
Y como era de prever, esos avances volvieron a trastocar
todo.
La historia de la limpieza encuentra muchos nexos de
unión con las conceptualizaciones que existían
respecto de la forma en que se transmitían las
enfermedades; y también respecto de las ideas imperantes
concernientes al cuerpo.
En épocas de peste el contacto entre las personas
se constituía en un riesgo.
Había que evitar la fraternización con vecinos, e
incluso parientes, siendo el expediente más común
la huída.
Pero no siempre eran los sanos aquellos que
participaban en esas migraciones.
Muchos infectados encaminaban también sus pasos
en busca de "mejores aires", propagando el mal por
comarcas que, hasta ese momento, se habían visto libre de
las pestilencias.
Estas medidas preventivas (como es el caso de la
huída lo más pronto y lejos posible) se
convirtieron en verdaderos catalizadores de la violencia.
Si hoy, a principios del
siglo XXI, y con el inmenso bagaje de conocimientos
científicos que nos jactamos en tener, discriminamos,
excluimos e incluso dictamos sentencia contra los enfermos de
SIDA, es
más fácil comprender actitudes
(consideradas bestiales o incivilizadas por muchos
que actualmente impiden la entrada al trabajo o al
hogar a infectados por el virus HIV) como
las practicadas por la ciudad de Mallorca en 1546 cuando
rechazó a cañonazos a un barco barcelonés
que pretendía comprar alimentos para
dar de comer a una Barcelona atacada por la peste.
Los Municipios y Consejos de las ciudades contaminadas
—o por contaminar— elaboraban reglamentos referidos a
la "higiene" individual.
Y es aquí en donde encontramos conceptos e ideas
referidas al cuerpo, que mucho influenciaron en lo que aquellos
hombres de los siglos XIV y XV entendían por
limpieza; y el grado de relación que
existía entre lo limpio, la salud y el
agua.
En épocas de peste, impedir el contacto, suprimir
las comunicaciones, era evitar todo tipo de
prácticas que predispusieran a los cuerpos a la amenaza de
los aires infecciosos.
De igual forma se debía rehuir a los trabajos
violentos "que calientan los miembros", como
así también del baño ya que el
conocimiento médico de aquel entonces dictaminaba que
"el líquido por su presión y
sobre todo por su calor, puede
efectivamente abrir los poros y centrar el peligro
(…)". Esto explicaría el consejo dado, en la
ciudad de París en 1516, cuando ante los efectos de una
epidemia se exhortaba:
"¡Por favor, huyan de los
baños de vapor o de agua o
morirán!".
Es evidente que en siglo XVI la enfermedad no se
combatía con higiene; o para
ser más exactos: la idea que se tenía sobre lo
higiénico era radicalmente diferente a la que la
mayoría de nosotros compartimos en la
actualidad.
Uno de los motivos de esta disparidad conceptual puede
ser claramente expresado por medio de un texto escrito
en 1568 (y que resume a muchos otros) de gran vigencia y
predicamento en la Europa Occidental, durante los siglos XV, XVI
y XVII:
"Conviene prohibir los baños, porque, al
salir de ellos la carne y el cuerpo son más blandos y
los poros están abiertos, por lo que el vapor apestado
puede entrar rápidamente hacia en interior del cuerpo y
provocar una muerte
súbita, lo que ha ocurrido en diferentes
ocasiones"[
A. Paré, Oeuvres, París,
1568].
El cuerpo, por lo tanto, es permeable.
El agua y el
aire pueden
traspasar sus débiles capas y provocar desequilibrios,
incluso la muerte. La
porosidad de la piel se dilata
con el agua caliente, aumentando las posibilidades de contagio.
Las fronteras entre lo interno y lo externo son
fáciles de violar; y, en consecuencia, se hace necesario
no sólo evitar el baño, sino protegerse con
vestimentas determinadas.
"El traje de las épocas de peste confirma
esta representación dominante, durante los siglos XVI y
XVII, de cuerpos totalmente porosos que requieren estrategias
específicas en este punto: evitar las lanas y algodones,
materiales
demasiado permeables; evitar las pieles cuyos largos pelos son
otros tantos asilos al aire contaminado. Hombres y mujeres
sueñan con vestidos lisos y herméticos,
totalmente cerrados, para que el aire pestilente pueda
deslizarse sobre ellos sin que encuentre nada en donde
agarrarse"
[Georges Vigarello, Lo Limpio y Lo Sucio,
1985].
El agua y el baño, enmarcados en épocas de
epidemias, elaboraron así una imagen del cuerpo
abierto a los venenos infecciosos de la peste, sin la cual no
podemos entender el proceso
histórico de la idea de limpieza, ni
comprender el motivo por el cual el rey de Francia, Luis
XIII, tardó siete años de su vida antes de
arriesgarse a sumergirse en su real bañera.
Estamos ante un mundo muy diferente al nuestro, no
sólo en costumbres, ideas o vestimenta, sino
también —y esto es fundamental— en
olores.
"Las diferencias entre buen olor y fetidez
manifiestan las fronteras que separan a unos estamentos de otros
(…)", por lo tanto se hace necesario combatir los
aromas desagradables, pero sin acudir al elemento líquido.
Las normas de
cortesía indicaban muy expresamente una serie de
procedimientos —un verdadero inventario de
comportamientos nobles— por los cuales la limpieza del
cuerpo se circunscribía a lo que el historiador Georges
Vigarello llama el "aseo seco".
Y dentro de estos parámetros culturales, la
palabra limpieza no era precisamente
sinónimo de "lavado".
El uso de perfumes y friegas en seco reemplazaron al
agua (utilizada durante el Imperio Romano y
gran parte del medioevo), que sólo fue recomendable en
rostros y manos (únicas partes visibles del
cuerpo).
Aunque no debemos confundirnos al creer que todo lo
antedicho haya implicado la desaparición del acto o
gesto de limpieza. Lo que sucede es que el mismo
adquirió una forma distinta a la que hoy nosotros podemos
tener en mente.
Si pudiéramos esquematizar la historia de la
limpieza del cuerpo con una imagen que pretenda ser sencilla,
diríamos que el hombre
occidental se ha ido higienizando por etapas y por
capas.
Este proceso, que alcanza una manifestación
nítida en el siglo XVI —y se acentúa en el
siglo XVII—, muestra
cómo la apariencia (involucrando en ella los
trajes, las pelucas, los bordados, camisas, encajes y
comportamientos) concentraba toda la atención a la hora de "sentirse
limpio".
El cuerpo, escondido debajo de cargados vestidos, no era
considerado. Ser limpio implicaba, ante todo, mostrarse
limpio y comportarse como tal. Ya lo establecía una
regla de buena conducta, vigente
en 1555:
"Es indecoroso y poco honesto rascarse la cabeza
mientras se come y sacarse del cuello, o de la espalda, piojos
y pulgas, y matarlas delante de la gente".
Por otra parte, ciertas ideas que eran colectivamente
compartidas, hacían posible eludir el agua, que tanto
temores despertaba.
Burgueses y aristócratas estaban convencidos de
que la ropa blanca (la ropa interior) "limpiaba",
puesto que impregnaba la mugre a modo de esponja. Por lo tanto,
al cambiarse de ropa el cuerpo se "purificaba",
simbolizando ese acto la limpieza interna (sin la necesidad de
acudir al inquietante elemento líquido).
Naturalmente, estas normas suntuarias (y el concepto de
limpieza implicado en ellas) eran ante todo normas
discriminatorias; al punto de considerar la blancura y el brillo
como signos
distintivos de pertenencia a una determinada clase o estamento
social.
Desde este punto de vista, la limpieza no podía
existir para los más pobres, ya que ellos no tenían
acceso a aquellas indumentarias que permitían poner en
escena al hombre aseado.
Apariencia, distinción social y nobleza implicaban no
sólo elegancia, sino también
"limpieza".
Durante el siglo XVII, perfumes, polvos y pelucas
odorantes toman una importancia significativa; y con ellos la
ilusión se complejiza debido a que estos elementos
cosméticos actúan como limpiadores, a la vez
que corrigen el aire corrompido, preservando al hombre del
contagio de la peste.
Todo este boato seguramente nos trae a la memoria la
imponente figura del rey Luis XIV, con toda su corte de bien
perfumados y empolvados súbditos, rodeados de
bellísimas fuentes con
aguas danzantes en los patios de Versalles; aunque, como era
natural, ninguno de ellos osara acercarse a un chorro para
refrescarse.
EL AGUA FRÍA, EL AGUA CALIENTE Y LOS
GRANDES CAMBIOS DEL SIGLO XIX
Hacia mediados del siglo XVIII, las fuentes documentales
y la literatura
empiezan a reflejar el inicio, aún lento y circunscrito a
la clase social más alta de la sociedad, de
un cambio en la
actitud hacia
el baño.
Aunque limitado incluso en la misma aristocracia
—y debido en parte al control existente
sobre pestes y epidemias—, el acto de inmersión
comienza a despojarse de sus antiguos temores. La
aparición de habitaciones específicas para el aseo
corporal (el cuarto de baño) y el aumento de
bañeras (consignadas en los inventarios que
quedan en los archivos), son
claros indicadores de
que algo se está trastocando. De igual forma, el estatuto
del agua también cambia; y la temperatura de
la misma tiene mucho que ver al respecto.
Los libros de
salud empiezan a
insistir con frecuencia en las virtudes estimulantes del
frío:
"El agua fría favorece tensiones y
reacciones musculares repetidas; sin ellas el tono de las
fibras será menor y los tejidos
musculares se aflojarán" [1754].
Incluso los médicos enciclopedistas le atribuyen
al agua cualidades morales, especialmente cuando es
fría.
Detrás de todos estos cambios conceptuales es
factible encontrar (según el historiador Georges
Vigarello) una nueva forma de diferenciación social, ahora
encabezada por un estamento cada vez con más poder
económico y político: la
burguesía.
Serán estos burgueses los que, embanderados con
los ideales de la libertad y el
vigor, difundan la imagen del baño caliente como generador
de afeminamiento, artificio aristocrático y origen de toda
haraganería. En síntesis:
agua fría para el burgués poderoso; agua
caliente para el noble decadente. Como ya podemos imaginar,
este enfrentamiento encontrará su manifestación
política
en julio de 1789.
En 1765, la Enciclopedia sanciona:
"No hay que confundir limpieza y
búsqueda de lujo".
He aquí una conversión importante: la
limpieza deja de estar vinculada con el adorno y la
apariencia. Polvos, pelucas y perfumes ya no señalan al
individuo
limpio; y la higiene, lentamente, deja de ser un tema tratado por
los manuales de urbanidad y buen comportamiento,
para iniciar su largo recorrido en los libros de
medicina. Desde entonces, la limpieza empieza a tomar una
forma más parecida a la que nosotros hoy
compartimos.
Será el siglo XIX quien asocie el vocablo nuevo
de "higiene" con el de salud. Y contrariamente a lo que se
ha creído por siglos, el agua y el baño empiezan a
promocionarse como defensas contra el contagio de
enfermedades.
Sucede que ahora se conocen —y se
ven— a los responsables directos de esos padecimientos.
Hay que combatir "monstruos invisibles": los
microbios. Por lo tanto, la limpieza comienza a actuar
contra esos agentes, protegiendo al ser humano.
También será en el XIX cuando, desde
ámbitos burgueses —principalmente en las grandes
ciudades industrializadas— empiece a generarse una
asociación de ideas: la limpieza del pobre (del
obrero de fábrica) se convierte en garantía de
moralidad; y el distanciamiento entre los "sucios
proletarios" y los "decentes capitalistas" intentará ser
paliado a través de una actitud paternalista, claramente
manifiesta en el dinero
invertido en organizaciones
misioneras y estatales, a fin de estimular códigos morales
y políticos "superiores" en la clase
trabajadora.
Civilizar, moralizar e higienizar al
obrero fue la consigna. Surgen así las piletas
públicas a muy bajo precio, los
baños públicos y un elemento hoy muy conocido: la
ducha.
¿Cuánto de todo lo dicho se mantiene?
¿Qué ideas y conceptos aún compartimos con
los moralistas del siglo XIX? ¿De qué forma
la sociedad de consumo en la
que estamos inmersos ha afectado la imagen que tenemos de "lo
limpio".
Son éstas, preguntas que escapan a las
posibilidades espaciales del presente artículo. De todas
maneras, y teniendo en cuenta lo leído, creemos
conveniente transcribir una cita del célebre historiador
Paul Viene, y dar así un cierre a esta breve
aproximación al devenir histórico de la
limpieza:
"La historia, como viaje que es
hacia lo otro, ha de servir para hacernos salir de nosotros
mismos, al menos tan legítimamente como para asegurarnos
dentro de nuestros propios límites".
- Georges Vigarello, Lo Limpio y Lo
Sucio, Alianza, 1985. - Norbert Elías, El Proceso de la
Civilización, FCE, 1977. - Philippe Ariés, El Tiempo de la
Historia, Paidos, 1988. - Roger-Henri Guerrand, Las Letrinas. Historia
de la higiene urbana, Ediciones Alfons El
Magnànim, 1988. - Sheldon Watts, Epidemias y poder, Ed.
Andrés
Bello, 1997.
Por
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia