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Expedición Vilcabamba – Romanticismo, ciencia y aventura



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Monografía destacada

    1. La herencia cultural de los
      Incas
    2. El
      Tahuantinsuyu
    3. La conquista
      española
    4. Los últimos días
      del Cuzco incaico
    5. El valor de una
      región
    6. Vilcabamba "la vieja":
      resistencia y ocaso.
    7. El diario de
      viaje
    8. La
      expedición Vilcabamba ‘98
    9. La
      noticia rica del Paititi
    10. El
      impacto de una leyenda
    11. En la
      ruta hacia el Paititi
    12. El
      Paititi
    13. Palabras
      finales
    14. Los
      exploradores y el imaginario
    15. El
      imaginario y lo plausible
    16. Selva
      y alteridad
    17. El
      universo onirico de los exploradores
    18. Salirse del
      mapa
    19. Mundos
      perdidos
    20. Mundos
      encontrados
    21. Monstruos y
      animales desconocidos
    22. Ciudades y
      tesoros perdidos
    23. Tribus y
      exploradores perdidos

    INTRODUCCIÓN

    En este libro hemos
    querido volcar las experiencias recogidas a lo largo de la
    Expedición Vilcabamba
    '98 de manera tal que pudieran combinarse, en su
    justa medida, los tres principios
    rectores de la misma: "romanticismo, ciencia y
    aventura
    ". Principios que, lejos de ser
    antagónicos, creemos se han complementado desde siempre en
    todas las iniciativas exploratorias.

    Cuando el proyecto
    nació, una tarde de septiembre de 1997, no
    suponíamos el trabajo
    arduo en el que nos embarcábamos, ni tuvimos en cuenta los
    sinsabores y alegrías que viviríamos a lo largo de
    los nueve meses de preparación. Estábamos
    organizando la realización de un sueño muy poco
    común en estas latitudes: salir tras los pasos de los
    últimos incas y
    alcanzar las ruinas de la semiperdida ciudad de Vilcabamba "La
    Vieja", a la que muy pocos habían llegado en los
    últimos años. Desde el principio el proyecto
    interesó y gracias al apoyo de instituciones
    de la ciudad de Mar del Plata, y a la paciencia de nuestros seres
    queridos, pudimos, finalmente, internarnos en las selvas
    orientales del Perú y vivir, en carne propia, una de las
    experiencias más fuertes y enriquecedoras de nuestras
    vidas.

    Queríamos llegar a la última capital de la
    resistencia
    incaica, y lo hicimos. Pretendíamos seguir las rutas de
    penetración a la selva, inauguradas por incas y
    españoles en el siglo XVI, y también lo hicimos.
    Nos propusimos recopilar testimonios orales sobre leyendas y
    mitos locales,
    que de alguna manera reflejaran el sentimiento de resistencia de
    la región, y los registramos. Buscábamos reeditar
    el espíritu de exploración, y lo
    encontramos.

    Afortunadamente, todo salió bien, consiguiendo
    logros que jamás hubiéramos pensado antes de salir.
    Logros que exceden el mero plano del conocimiento,
    ya que la convivencia del grupo
    permitió afianzar los lazos de amistad
    preexistentes y la puesta en práctica de la
    cooperación mutua. Fue una prueba tanto física, intelectual
    como humana.

    Dado que los miembros del grupo poseemos intereses y
    formaciones diferentes ( uno viene de la historia, el otro de la
    filosofía y un tercero de la geografía) pudimos
    brindar de la expedición ángulos y matices
    distintos que, seguramente, enriquecieron el trabajo final.
    Cada uno desde su perspectiva brinda, pues, sus puntos de vistas
    y opiniones, sus conocimientos y dudas, haciendo de la
    Expedición Vilcabamba una experiencia
    multidisciplinaria.

    Por razones prácticas hemos dividido el libro en
    seis capítulos, cada uno subscripto por uno de los
    miembros de la expedición y en los que se tratan aspectos
    puntuales de la investigación. El lector que opte por
    la lectura que
    se describe en el índice, capítulo tras
    capítulo, podrá advertir la contigüidad de
    sentido; observando también que cada capítulo posee
    su propia estructura y
    sentido autónomo. Esto es lo que permite, también,
    abordar cada sección de la obra como un trabajo unitario,
    como un ensayo
    corto, que encuentra en los demás un apoyo y una
    ampliación de conceptos.

    En el capítulo I, Del Gran Imperio a la
    Resistencia, Fernando J. Soto Roland intenta una breve
    aproximación a la historia incaica, contextuando a la
    ciudad de Vilcabamba en el tiempo y
    narrando los pasos de los últimos incas en las selvas
    orientales del imperio.

    En el capítulo II, Los Andes de Vilcabamba: un escenario natural
    majestuoso
    , Juan Carlos Gasques analiza la
    región explorada desde la perspectiva que da la
    geografía.

    En el capítulo III, El Diario de Viaje,
    Fernando Soto Roland describe, paso a paso las vicisitudes de la
    expedición, sus logros, sus peligros y
    sentimientos.

    En el capítulo IV, Apuntes de Viaje,
    Eugenio César Rosalini brinda una visión particular
    de la expedición, a partir de sus vivencias y contactos
    con la gente.

    En el capítulo V, La Noticia Rica del
    Paititi, Fernando J. Soto Roland analiza una de las leyendas
    más perdurables del imaginario andino, y que
    acompañara a la expedición a lo largo de todo el
    trayecto.

    Finalmente, en el capítulo VI, Los
    Exploradores y el Imaginario, una vez más Fernando J.
    Soto Roland, nos introduce en el sentir del explorador, en sus
    sueños y fantasías; y en la fuerza innata
    del hombre por
    saber que hay más allá de las montañas;
    mostrando que muchos prejuicios y motivaciones de siglos pasados
    siguen vigentes y actuantes hoy en día.

    Mar del Plata, Marzo de 1999.

    FJRS, ECR..

    DEL GRAN
    IMPERIO A LA RESISTENCIA.

    LOS INCAS, EL
    TAHUANTINSUYU

    Y VILCABAMBA
    "LA VIEJA" (1200-1572).

    POR

    FERNANDO J.
    SOTO ROLAND

    PROFESOR EN
    HISTORIA
    -DIRECTOR DE LA EXPEDICIÓN Vilcabamba
    ‘98

    LA HERENCIA CULTURAL
    DE LOS INCAS

    Mucho antes de que el Imperio de los Incas floreciera,
    otras organizaciones
    políticas, en la costa y en la sierra
    peruana, trataron de incorporar en una sola gran sociedad a los
    miles de pequeños grupos que se
    habían acomodado en los valles y montañas del
    altiplano. Gracias a las magníficas condiciones
    climáticas de la franja costera del Perú, podemos
    conocer el largo proceso de
    cambio y
    desarrollo
    cultural del área andina.

    Sabemos que las primeras construcciones ceremoniales del
    sector costero datan de entre los 2000 y 1800 a. C., y que
    denotan la existencia de una organización comunitaria, y de una
    división jerárquica del trabajo, realmente
    notables. Señalan también la existencia de una
    incipiente elite sacerdotal encargada de ejercer el control social
    por medio de un sistema
    teocrático que le permitió a los grupos
    sacerdotales ir tomando un creciente prestigio y poder. Los
    estudios arqueológicos han probado que estas sociedades
    costeras no conocieron la agricultura
    hasta mucho tiempo después, pudiendo sostenerse gracias a
    los recursos marinos,
    que se hallaban disponibles durante todo el
    año.

    Hacia mediados del segundo milenio antes de Cristo (1500
    a. C. en adelante), la agricultura se generaliza,
    iniciándose la canalización de valles y
    ríos, con fines agrícolas. Desde entonces, ya
    encontramos establecidas las bases para la formación de
    organizaciones proto-estatales, en forma de pequeños
    núcleos urbanos autónomos, de creciente poder e
    influencia. Un claro ejemplo de ello lo constituye el pueblo que
    habitó, alrededor del 1400 a. C., el sitio
    arqueológico de Sechín Alto, en el valle de Casma
    (costa del Perú); o, medio siglo después, hacia el
    1350 a. C., la gente que levantó el "palacio" del Cerro
    Sechín. En ambos casos, las bellas lápidas de
    piedras grabadas nos muestran a una sociedad profundamente
    guerrera y controlada por una casta de sacerdotes capaces de
    organizar el trabajo colectivo y centralizar todo el poder en sus
    manos.

    Pero será hacia el 900 a. C. cuando aparezca, en
    los Andes centro-norte del Perú, la primera gran cultura con
    capacidades expansionistas efectivas. Estamos hablando de la
    cultura Chavín de Huantar, que encarnó el primer
    proceso de integración del área andina,
    logrando unificar culturalmente un vasto territorio, y generando
    lo que hoy se denomina el Primer Horizonte Panandino.

    Chavín decayó hacia el siglo IV a. C., a
    raíz de lo cual se produjo un fenómeno de
    regionalización cultural que, como el propio nombre lo
    indica, permitió a varias culturas regionales (antes bajo
    la influencia chavinoide) organizar autónomamente sus
    vidas. Surgieron, así, diversos estilos y formas
    arquitectónicas, tejidos,
    cerámicas y monumentos de carácter funerario o religioso muy
    variados. El área andina se convirtió en un mosaico
    de pueblos diferentes; y, entre el 300 a. C. y el 800 d. C.,
    seremos testigos del florecimiento de culturas como la Mochica
    (costa norte del Perú), la Nazca (costa central) y la
    más importante, la cultura Tiahuanaco (a orillas del lago
    Titicaca, Bolivia).

    Tiahuanaco (o Tiwanaku) floreció entre el siglo
    VII y el IX d. C., en una región ubicada casi a 4000
    metros sobre el nivel del mar. Sus imponentes ruinas muestran que
    allí se levantó un importantísimo centro de
    culto y de peregrinación, con templos, plazas
    subterráneas, estructuras
    piramidales y enormes piedras paradas. Esta civilización
    alcanzaría una fase de fuerte expansión
    territorial, fijando su capital militar en la ciudad de Huari
    (hoy departamento de Ayacucho, en Perú), desde la cual
    organizó el Segundo Horizonte Panandino, conocido
    justamente con el nombre de Tiahuanaco – Huari. A diferencia de
    Chavín, esta cultura altiplánica, ejerció
    una fuerte presión
    militar sobre los pueblos que sojuzgó (la de Chavín
    fue sólo cultural y religiosa), generando motivos para el
    estallido de una aparente insurrección armada que
    terminó con el poderío Huari aproximadamente en el
    siglo XI d. C.; dando origen a una nueva etapa de
    regionalización cultural.

    El Imperio Huari, al fragmentarse, originó varios
    reinos locales;
    uno de ellos, con base en el valle de Cuzco, serían en el
    futuro los Incas.

    Como podemos ver, el proceso general de la cultura
    andina del Perú, se puede esquematizar a partir de la
    imagen de un
    péndulo; ya que su ritmo al ser, efectivamente, pendular,
    alternó momentos de separación, aislamiento y
    autonomía (regionalización cultural), con
    movimientos de unificación y centralismo
    ("Horizontes"). El último Horizonte Panandino, antes de la
    llegada de los españoles (1531-32), fue el de los Incas.
    Por lo tanto, lejos estamos de tratar con gentes surgidas como
    por "generación espontánea". El pueblo inca fue
    copartícipe y heredero de una larguísima cadena
    cultural, que puede extenderse en el tiempo hasta los días
    de Sechín, o incluso antes. Y esa herencia sería la
    que ellos pondrían en práctica para transformarse
    en una de las civilizaciones más destacadas de la
    antigüedad americana.

    EL
    TAHUANTINSUYU

    El Imperio de los Incas, conocido como el Tahuantinsuyu
    (del quechua, "Cuatro Regiones o Rumbos del Mundo"), no se
    forjó de la noche a la mañana. La cultura incaica
    necesitó más de doscientos años para poder
    construir el andamiaje político-económico que le
    permitiera sojuzgar militarmente al resto de las etnias, que
    habitaban el área andina. Fue un proceso lento y repleto
    de luchas y competencia por
    el territorio que, más tarde, sería el centro
    neurálgico del Estado
    Incaico: el valle del Cusco (o Qosqo).

    Hoy se afirma que los incas no eran originarios de la
    región que los hiciera famosos. La zona del Cuzco fue
    habitada por muy diversos pueblos o "naciones" mucho tiempo antes
    de que el imperio Huari (o Wari) los invadiera, hacia el 750 d.
    C. Una vez éste caído, en el año 1000 d. C.,
    nuevas etnias poblaron el valle (wallas, lares, poques, pinawas,
    ayarmacas, alqawisas) aproximadamente hasta el 1200 d. C., que es
    cuando los incas arribaron al lugar. Es decir, que, al finalizar
    la hegemonía Huari se creó un momento favorable
    para los movimientos migratorios de diversas etnias que, en
    sucesivas oleadas a lo largo de doscientos años, se
    instalaron el valle.

    Incluso los propios mitos señalan que los incas
    no eran oriundos de la zona del Cusco, al revelar, en un lenguaje con
    difíciles categorías simbólicas, la marcha a
    lo largo de la sierra de pueblos enteros en busca de tierras
    fértiles. Según el investigador cuzqueño,
    Manuel Chávez Ballón, existieron varias oleadas de
    migrantes procedentes del altiplano, siendo los incas la
    más reciente y nueva de todas ellas.

    Instalados en el valle, los incas iniciaron una gesta
    que los transformó, del pequeño cacicazgo que eran,
    en un gran Estado. Debieron enfrentarse a numerosos y peligrosos
    enemigos; pero el tiempo, y la habilidad que desplegaron,
    terminaron llevándolos a la victoria, edificando un
    imperio en menos de cien años.

    Para poder tener un panorama general de la dinámica cultural de los incas, creo
    conveniente, antes de meternos de lleno en la historia de la
    ciudad de Vilcabamba, mostrar una clara periodización de
    su historia y, a partir de ella, gozar de una perspectiva
    cronológica que permita ordenar los complejos antecedentes
    que llevaron a la Conquista europea y a la caída del
    Tahuantinsuyu.

    Período Legendario o Curacal (1200 – 1300 d.
    C.):
    En esta fase, el estado
    incaico es un pequeño curacazgo (cacicazgo) más,
    del valle del Cusco. Sus gobernantes son considerados
    míticos y muchos historiadores dudan de la existencia real
    de los mismos. El poder era meramente local y se encontraban
    rodeados de etnias más vigorosas. Fue un momento de
    competencia y lucha entre diversos pueblos.

    Período del Estado Regional (1300 – 1438):
    Constituye una fase de la historia en la que los incas consiguen
    conformar un Reino Local capaz de organizar una limitada
    confederación quechua, sin establecer un estado unificado,
    ni evitar la mutua dependencia que entre estos reinos
    existía. El poder inca sigue siendo limitado y
    regionalizado al valle del Cusco, manteniendo tensos límites
    con otros reinos regionales, tales como el de los Chinchas
    (costa), los Chankas (región actual de Ayacucho, al NO de
    Cusco) y los reinos Qolla y Lupaca (región del Titicaca).
    Durante esta fase, el Inca era ante todo un rey – sacerdote
    (Sinchi), y no un emperador.

    Primera Etapa de los "Tiempos Revueltos" (1430 –
    1438):
    Constituyó un momento de desorden, peligro y
    extrema violencia. El
    reino enemigo de los Chankas invade el Cusco, generando una
    crisis interna
    profunda y desestabilizante. El inca reinante (Huiracocha) huye,
    abandonando la ciudad, y obligando a que el
    príncipe Kusi Yupanqui tome las riendas de la defensa.
    Éste, organizando una rápida alianza con pueblos
    vecinos, logra vencer a los Chankas. Esa victoria fue,
    quizás, el momento más significativo de la historia
    incaica ya que, estimulados por el triunfo y el botín
    conseguido, los habitantes del Cusco, guiados por el nuevo Inca
    (ahora denominado Pachacuti o Pachacútec, "El Reformador
    del Mundo"), inician una fase expansiva imperial sin precedentes
    en América.

    Período Imperial (1438 – 1527): Con
    Pachacuti Inca Yupanqui, cuyo gobierno se
    extendió desde 1438 a 1471, comienza la fase propiamente
    "histórica" del Imperio Incaico; así denominada por
    poseer pruebas
    concretas sobre la existencia real de los soberanos
    cusqueños, que desde entonces se sucedieron en el poder.
    Ya no estamos hablando de personajes mitológicos, sino de
    hombres de carne y hueso que dejaron pruebas materiales de
    su paso por la vida.

    Del mismo modo, a partir de 1438 podemos dar por
    iniciada la etapa propiamente imperial, caracterizada por una
    rápida expansión territorial y un efectivo control
    sobre cientos de etnias vecinas. Así todo es, conveniente
    aclarar dos conceptos, que usualmente suelen utilizarse como
    sinónimos, sin serlos.

    Ellos son: "Cultura Incaica" e "Imperio
    Incaico
    ". Éste último tuvo una existencia
    limitada y perfectamente circunscripta al período que va
    desde la asunción de Pachacuti a la ocupación de
    Cusco por Francisco Pizarro, en 1533. Es decir, que, cuando
    hablamos de Imperio Incaico, estamos haciendo referencia a
    una coyuntura histórica de sólo noventa y cinco
    años de duración. En cambio, cuando aludimos a la
    "cultura inca" nos estamos refiriendo al conjunto de
    creencias, modos de organización, formas de trabajo y
    cosmovisión que existen desde, por lo menos, el año
    1200 d. C., y aún perduran en la actualidad. Los Estados
    mueren, las culturas no.

    Con el poder centralizado en la nueva capital imperial,
    los incas "históricos", a partir de sucesivas
    campañas militares, convirtieron al otrora diminuto reino
    provincial en un vasto imperio de más de 3.000.000 de
    kilómetros cuadrados, que se extendía, por el
    norte, hasta Ancasmayo, en la frontera
    ecuatoriana – colombiana; y por el sur, hasta el río
    Bío Bío, en Chile. En este imparable impulso
    conquistador, los incas convirtieron en sus vasallos a los reyes
    de otras regiones. Desde el gran Señorío
    Chimú (en la costa norte) y su poderosa capital Chan Chan,
    hasta los Qollas y Lupacas, de la región del lago
    Titicaca, todos acabaron por someterse al emperador del Cusco. La
    difusión de técnicas,
    ideología, religión y lengua
    aseguró por un tiempo la hegemonía cusqueña,
    pero los problemas
    internos y externos no tardaron en hacerse presentes.

    Segunda Etapa de los "Tiempos Revueltos" (1527 –
    1537):
    A lo largo de estos diez años el Imperio
    Incaico advirtió que en realidad era un "gigante con pies
    de barro". El espectacular derrumbe del Estado Inca se produjo
    por una serie de motivos que pueden dividirse en dos tipos: las
    causas visibles y las causas profundas.

    Los fundamentos visibles son bien conocidos y fueron: la
    guerra
    fratricida que mantuvieron Atahualpa y Huascar (sucesores al
    trono), tras la muerte del
    Inca Huayna Cápac en 1527; la llegada de las huestes
    españolas al dividido territorio peruano, y la captura del
    Inca Atahualpa en la ciudad de Cajamarca en 1532; y la
    superioridad tecnológica europea referida a sus armas (arcabuces,
    perros,
    caballos, enfermedades). Pero, si bien
    estas razones pesaron en los acontecimientos, no fueron las
    únicas que determinaron el triunfo de los
    españoles.

    Existieron otros elementos que actuaron de manera
    decisiva, y constituyeron las causas profundas. Ellas fueron: la
    falta de integración nacional (los aborígenes no
    tuvieron nunca conciencia de
    unidad frente al peligro extranjero, ésta surgiría
    muchísimo tiempo después de desaparecido el
    Tahuantinsuyu); la carencia de cohesión entre los grupos
    étnicos; el creciente descontento de los grandes
    "señores provincianos" frente a la política de los
    soberanos cusqueños; la permanencia de grandes
    señoríos étnicos, a los que el estado Inca
    sólo les reclamaba reconocimiento y fuerza de trabajo (los
    cusqueños en ningún momento procedieron a anular
    las singularidades de los territorios que incorporaban al
    Imperio); la competencia entre las panacas o familias reales
    incas (que reclamaban tierras, mano de obra y honores de manera
    constante para mantener la fidelidad al Inca reinante) y un
    imperio que se había extendido demasiado, como para
    mantenerlo controlado exitosamente.

    A la llegada de los europeos el Tahuantinsuyu ya
    mostraba signos de
    decadencia. Evidentemente, cuando decimos que una sociedad
    está en decadencia nos referimos a algo que ha ido mal
    dentro de su propia estructura, o en las relaciones entre los
    diversos grupos que la componen. Aún así, cada
    decadencia es un caso propio, y para comprenderlas hay que
    estudiarlas en su individualismo histórico, lo que no
    quita que encontremos algunas notas características
    comunes en todas ellas: las dificultades económicas, la
    pérdida de preeminencia política, la
    declinación y muerte. Y
    estos puntos, de una u otra forma, se dieron en la fase final del
    Incanato.

    Sería sencillo analizar las decadencias causadas
    por catástrofes, pero, por lo general estas calamidades no
    son respuestas suficientes para explicar la decadencia de una
    civilización. Las desapariciones de imperios por
    catástrofes son extraordinariamente raras en historia.
    Comúnmente, la cuestión se explica como una "falta
    de respuesta al reto", y son factores internos los que determinan
    la debilidad estructural de un Estado para que éste pueda
    sucumbir a una invasión externa.

    LA
    CONQUISTA ESPAÑOLA

    Cubierta en su mayor parte por el denso follaje de la
    selva, la ciudad de Vilcabamba "La Vieja" encierra una historia
    muy poco conocida. Sus ruinas testimonian mucho más que la
    destreza arquitectónica de los incas; son el
    símbolo de una resistencia activa y duradera que ha
    quedado al margen en la mayoría de los manuales que
    tratan sobre la Conquista del Tahuantinsuyo, por las huestes
    españoles de Francisco Pizarro; o bien le dedican
    resumidos comentarios en las últimas páginas de los
    libros.
    Afortunadamente, desde hace algunos años, temas que antes
    eran marginales en la historiografía de la América
    prehispánica y colonial son ahora importantes y han pasado
    a acaparar el esfuerzo de muchos historiadores y
    arqueólogos. Uno de esos temas es el de los incas de
    Vilcabamba, tan rico en matices como en
    problemáticas.

    Dado que explicar y describir todo el proceso de
    descubrimiento y conquista del Perú puede resultar una
    tarea demasiado extensa y complicada, y puesto que ya existen
    trabajos excelentemente documentados al respecto, he decidido
    remitir al lector a que los consulte, en caso de que sienta
    interés
    y curiosidad por conocer los pormenores de tan significativo
    momento histórico. De todas formas, se me hace necesario
    recrear mínimamente el panorama general que vivía
    el tambaleante Tahuantinsuyu, momentos previos a que Vilcabamba,
    y la resistencia desde ella desplegada, entraran en
    escena.

    El Perú fue descubierto por Occidente en el
    año 1528, cuando un grupo de españoles provenientes
    de la ciudad de Panamá
    (fundada en 1523) y al mando de Francisco Pizarro, desembarcaron
    en sus costas septentrionales.

    El capitán, autorizado por la corona
    española para descubrir y conquistar nuevas tierras,
    había llegado en un pequeño carabelín a la
    ciudad de Tumbes, que por aquel entonces era un espléndido
    centro provincial inca. Tras ser recibido por el gobernador
    quechua, quién aparentemente se cuidó mucho de no
    revelar ninguna noticia sobre su pueblo (e informara al emperador
    Huayna Cápac sobre los extraños visitantes), los
    españoles prosiguieron su avance hacia el sur en un
    navío que, conforme consta, causó sorpresa en todas
    las sociedades aborígenes costeras, a la sazón bajo
    el yugo inca. Todos aquellos que fueron testigos de su paso, la
    definieron como una "torre o casa flotante", y no pocos
    creyeron que se trataba de la gran balsa que traía a los
    emisarios del legendario dios Viracocha, que regresaba tal como
    prometían los mitos.

    Todo el viaje transcurrió sin problemas, siendo
    recibidos con ceremonias y regalos; hasta que, cerca de la
    desembocadura del río Santa, próximo al actual
    pueblo de Chimbote, la marinería se amotinó,
    negándose a proseguir el avance hacia lo desconocido. Ante
    tal situación, Pizarro pegó la vuelta hacia el
    norte, no sin antes tomar posesión de toda la costa en
    nombre del rey Carlos V y sin haber sabido nada del fabuloso
    imperio que existía a sólo días de la franja
    costera.

    Pero los españoles dejaron algo más que
    una sorprendente impresión en el litoral peruano. Con su
    sola presencia en la zona, depositaron un terrible virus, del que ni
    siquiera ellos mismos eran conscientes: la viruela. Y fue esta
    peste, tras la partida del europeo, la que arrasó con
    cientos de miles de aborígenes, incluyendo al
    mismísimo Inca Huayna Cápac y al heredero nombrado
    al trono, Ninan Cuichi. Estas dos muertes produjeron tal
    vacío de poder que terminarían constituyendo el
    inicio de la cruenta guerra civil que estallaría entre dos
    de los hijos del Inca muerto: Atahualpa (con su base de operaciones en la
    ciudad de Tumebamba, Ecuador) y
    Huáscar (desde la capital imperial del Cusco).

    Simultáneamente, aprovechando el enfrentamiento
    fratricida, varias etnias y aristocracias locales se sublevaron
    contra el dominio
    cusqueño, desarrollándose así un
    enfrentamiento de descomunal violencia.

    Tras tres años de ausencia (1528-1531), y
    después de haber recibido las capitulaciones que le
    otorgaban la facultad de seguir su descubrimiento y conquista,
    Francisco Pizarro y sus socios, desembarcaron una vez más
    en la costa norte del Perú (20 de enero de
    1531).

    Desde la gran isla de Puná, y después de
    fuertes enfrentamientos y matanzas contra los habitantes del
    lugar, los conquistadores atacaron Tumbes. Estaban decididos en
    seguir hacia delante. Los sueños de riquezas, honores,
    fama y tierras constituían los motores primarios
    del avance. Por otra parte, las corazas de acero, los
    ensordecedores arcabuces (de gran impacto psicológico
    sobre los indios), los caballos (desconocidos en América)
    y los perros, terminaron otorgándoles caracteres divinos.
    No había dudas de que los "barbudos" eran dioses que
    venían en ayuda de aquellos pueblos que soportaban la
    opresión inca; y por ello recibieron el incondicional
    apoyo de numerosas sociedades costeras. Ahí estuvo la real
    fuerza de los españoles, quienes sin los miles de "indios
    amigos" que los secundaron muy poco hubieran podido haber hecho
    contra los disciplinados ejércitos del Inca.

    Informado por sus espías, Atahualpa
    subestimó a la fuerza invasora. Su atención estaba dirigida hacia la guerra
    que libraba contra su hermanastro, Huáscar, y
    aparentemente no consideró problemática la
    presencia de los doscientos treinta españoles en sus
    costas; que, por lo demás, lejos estaban de ser "dioses"
    puesto que "enfermaban y morían", tal como lo precisaban
    sus informantes.

    Entre tanto, Pizarro, enterado ya de la guerra civil que
    desangraba al imperio, se aprovechó de las circunstancias
    consumando pactos y uniones con las diversas etnias que se
    encontraba a su paso. Como bien señala Juan José
    Vega, "El avance español no
    fue una guerra, sino un desfile triunfal
    ", en el que
    colaboraron con aquellos pueblos que se rendían a sus
    encantos y promesas; y destruyeron (o ayudaron a destruir) a los
    que les negaban obediencia.

    En ese ínterin, el enfrentamiento entre los incas
    hermanos tomaba una inesperada dirección. Huáscar, que había
    tenido desde el principio exitosos triunfos en el campo de
    batalla, fue derrotado y apresado por los capitanes de su
    hermano, en agosto de 1532. Posteriormente, Cusco fue ocupada por
    los atahualpistas, ejerciéndose sobre los partidarios del
    vencido soberano cusqueño severas represalias. El Ombligo
    del Mundo había caído y la situación militar
    se inclinaba irremediablemente a favor de Atahualpa. Fue
    recién entonces cuando éste puso su atención
    en los españoles e, interesado por conocerlos,
    resolvió atraerlos hasta el tambo de Cajamarca, sitio en
    el que había levantado su campamento y base de operaciones
    bélicas.

    Los emisarios del Inca fueron los encargados de llevar a
    cabo la invitación, y en setiembre de 1532, sin advertir
    las futuras consecuencias de tal decisión, Atahualpa les
    abrió a los conquistadores españoles las puertas de
    su Imperio.

    Tras un largo y azaroso viaje desde la costa, Pizarro y
    ciento setenta de sus soldados, arribaron a las montañas
    de Cajamarca, una lluviosa tarde del 15 de noviembre de 1532.
    Acamparon en la plaza del tambo y, de inmediato, se envió
    una comisión hacia el campamento del Inca (ubicado en las
    afueras de la ciudad) para invitarlo a cenar. El soberano
    rechazó la invitación, por estar ayunando, y les
    comunicó que iría a verlos al día
    siguiente.

    Durante las siguientes veinticuatro horas, tanto Pizarro
    como Atahualpa prepararon sus respectivas celadas. Por lo que se
    sabe, no existía de parte del inca la intención de
    recibir pacíficamente a los "barbudos", y menos aún
    someterse dócilmente a ellos. Su objetivo era
    cercarlos y destruirlos de un solo golpe. Jamás se
    mostró Atahualpa temeroso ante los europeos; por el
    contrario, los testimonios escritos dejados por testigos
    presenciales, lo muestran altivo, arrogante y totalmente
    escéptico respecto del origen divino de los "viracochas
    blancos". Por su parte, Francisco Pizarro mandó
    secretamente a todos sus soldados a que se armasen y tuvieran los
    caballos ensillados, dentro de las posadas que rodeaban la gran
    plaza cercada de Cajamarca.

    Cuando en el crepúsculo del 16 de noviembre de
    1532, Atahualpa finalmente ingresó en el recinto, rodeado
    de soldados y de todo el boato y parafernalia ritual de nuevo
    Inca, estaba decidido a humillar y castigar a los
    españoles por los crímenes cometidos en la costa.
    Lo que no podía imaginar era que las Cuatro Partes o
    Rumbos del Mundo
    estaban a punto de caer en manos de esos
    enemigos que él mismo definiera como débiles y
    "poca cosa".

    El Elemento sorpresa fue esencial. En determinado
    momento, mientras el Inca intercambiaba gestos con el padre
    Valverde, y rechazaba airadamente la Biblia que éste le
    ofreciera, los españoles arremetieron con violencia contra
    él, bajo el estruendo de los arcabuces, que semejaban
    truenos, y seco ruido de los
    cascos de los caballos, que parecían monstruos impensables
    montados por figuras de brillante acero. Los soldados incas
    corrieron desesperados, en medio de una sangrienta matanza. Y
    para cuando todo hubo terminado, Pizarro tenía prisionero
    al todopoderoso soberano del Tahuantinsuyu.

    Poco después de estos trágicos hechos, se
    debió de llevar a cabo el regateo entre el jefe
    español y Atahualpa, sobre los términos de un
    rescate en oro y plata,
    para dejar a éste último en libertad.

    La captura del Inca fue recibida con júbilo por
    los partidarios de Huáscar en Cusco; aunque no por mucho
    tiempo: desde su prisión, Atahualpa mandó,
    secretamente, a ejecutar a su hermanastro prisionero. Fue
    entonces cuando un grupo de hijos del ex – soberano Huayna
    Cápac decidió elegir al joven Manco Inca
    Yupanqui como sucesor de la borla real.

    En Cajamarca, las remesas de oro prometidas por
    Atahualpa llegaban con atraso, razón por la que Pizarro
    decidió enviar dos expediciones para agilizar los
    trámites: una, al centro ceremonial costero de Pachacamac
    (que fue saqueado y destruido) y la otra, al Cusco.

    Para mediados de junio de 1533 se pudo finalmente reunir
    el rescate exigido y Pizarro, haciendo caso omiso a su promesa,
    acusó al inca de conspirar contra él y lo
    mandó a ejecutar, tras una parodia de juicio. Atahualpa
    fue agarrotado el 26 de julio de ese año en la gran plaza
    de Cajamarca.

    Ahora debían marchar hacia la capital con todas
    las fuerzas; y para ello, Pizarro y los suyos, decidieron nombrar
    al príncipe Túpac Hualpa como Inca títere
    obediente de los peninsulares. Se pusieron en marcha en el mes de
    agosto de 1533, pero a poco de dejar Cajamarca Túpac
    Hualpa murió inesperadamente (probablemente envenenado por
    los propios incas).

    Entre tanto, la guerra entre atahualpistas y los
    partidarios de Huáscar continuaba
    solapadamente.

    A poco de llegar al Cusco, la hueste conquistadora
    europea se topó con los ejércitos de un
    capitán de Atahualpa, librándose una cruenta
    batalla. Pero no debemos confundir los tantos: en ella los
    principales contrincantes fueron los propios incas entre
    sí, ya que los españoles actuaron como meras
    fuerzas mercenarias.

    Vencidos y replegados los atahualpistas, Pizarro fue
    recibido por Manco Inca Yupanqui en el pueblo de Xaquixaguana, el
    12 o 13 de noviembre de 1533. En este encuentro, según
    relata un cronista, Manco y Pizarro se "confederaron"
    contra la gente de Atahualpa, y el español
    reconoció la autoridad del
    soberano recientemente elegido. Muchos funcionarios
    cusqueños se oponían a dicha unión (entre
    ellos la segunda personalidad
    más poderosa de la sociedad incaica: el Wilca Oma o Huilca
    Huma, Sumo sacerdote del Sol), pero debieron acatar la
    resolución del Inca, quien internamente confiaba quitarse
    de encima a los españoles una vez consolidado su
    poder.

    Así pues, al día siguiente, el 14 o 15 de
    noviembre, Manco Inca y su nuevo aliado, Francisco Pizarro,
    entraron triunfalmente en la ciudad sagrada del Cusco.

    LOS
    ÚLTIMOS DÍAS DEL CUSCO INCAICO

    Entre noviembre de 1533 y mayo de 1534, los
    españoles cumplieron con lo prometido desarticulando y
    finalmente venciendo al bando atahualpista, que mantenía
    una fuerte resistencia desde el actual territorio de Ecuador. Con
    esta victoria el poder de Manco Inca Yupanqui se
    consolidó, aunque no por mucho tiempo.

    El comportamiento
    de los españoles en el Cusco estaba lejos de ser el de un
    aliado respetuoso. Se movían por la ciudad a su antojo,
    violando lugares sagrados, tomando mujeres y despreciando
    altivamente a muchas personalidades de la aristocracia quechua.
    Se mostraban como lo verdaderos dueños del Cusco. Estos
    hechos puntuales fueron los que le demostraron a Manco que la
    partida de "Viracochas", instalados a su lado, no era lo que
    parecía ser. Gradualmente se advertía que los
    "aventureros – mercenarios" de las primeras horas eran en
    realidad la avanzada conquistadora del lejano reino que llamaban
    España.

    Manco no se apresuró. Debía aguardar el
    momento oportuno para quitarse de encima a sus desleales vecinos.
    Éste pareció llegar a mediados de 1535, cuando,
    tras el regreso de Francisco Pizarro a la costa (a la ciudad de
    Lima, fundada en febrero de ese año) y la ida de su socio,
    Diego de Almagro, en campaña de conquista hacia el
    Collasuyu, el Cusco quedó con una pequeña
    guarnición de soldados españoles.

    Pero la capital imperial era un nido de intrigas y no
    faltó el traidor (un "indio de servicio") que
    alertara a los peninsulares sobre la conspiración que se
    planeaba. De inmediato, y sin considerar en absoluto la dignidad de su
    cargo, los españoles tomaron prisionero al Inca,
    colocándole cadenas en el cuello y metiéndolo en la
    cárcel.

    Tras un intento de fuga, en el que participaran
    activamente varios miembros de la elite quechua, Manco fue
    re-capturado, con terribles represalias, tanto para él
    como para sus seguidores. Fueron torturados, vejados y se les
    exigieron rescates cuantiosos bajo la amenaza de ser
    "quemados vivos". El propio Inca recibió la
    mayor de las humillaciones cuando los soldados que lo custodiaban
    orinaron y cagaron sobre su cara. Para enero de 1536 las
    relaciones con el Inca estaban rotas. Los nuevos dueños
    del Cusco continuaron con sus tropelías, denigrando a
    la
    personalidad más sagrada y respetada de la sociedad
    aborigen.

    Numerosos curacas provinciales se levantaron en armas
    contra la opresión española, asesinando a varios
    soldados europeos y solicitando la libertad y restitución
    del Inca preso. La respuesta no se dejó esperar: la
    mayoría fueron capturados y ajusticiados, generando un
    mayor recelo en contra del invasor.

    En tanto, Manco y su Sumo Sacerdote, seguían
    tramando, desde las rejas, la evasión del Cusco; y llegado
    el momento, le tendieron una trampa a Hernando Pizarro (hermano
    de Francisco y encargado de la ciudad en ausencia de
    éste).

    Según varias versiones, el Inca alimentó
    la codicia del capitán regalándole objetos de oro
    de gran valor; y
    cuando supo que se había ganado la confianza del
    español, le dijo que en una fiesta que se
    celebraría en el Valle de Yucay sacarían de un
    escondite la estatua de oro macizo de su padre Huayna
    Cápac, y que quería obsequiársela. Hernando
    no pudo resistirse a tremenda fortuna y lo dejó salir del
    Cusco, para que le trajera aquella famosa obra de
    orfebrería aborigen.

    Manco escapó de la ciudad el día 18 de
    abril de 1536, en compañía del Sumo Sacerdote y
    varios capitanes. Se dirigió al pueblo de Calca, sito en
    el valle de Yucay; y lejos de buscar la estatua prometida,
    convocó una reunión con todos sus seguidores en la
    que se juramentaron luchar hasta la muerte contra los
    españoles y sus aliados. Era el primer acto de resistencia
    activa que protagonizaba un Soberano cusqueño.

    Comprendiendo tardíamente su error, Hernando
    Pizarro salió del Cusco con el ánimo de volver a
    capturar a Manco, pero los ejércitos del Inca lo atacaron,
    obligándolo a refugiarse en la ciudad. Entonces, temeroso,
    el español observó cómo, las tropas de las
    cuatro regiones del Imperio, lo cercaban totalmente

    Según refieren los cronistas del siglo XVI, un
    total de 50.000 a 100.000 hombres de guerra rodearon la ciudad; y
    para principios de mayo de 1536, el cerco estaba terminado,
    pudiéndose ocupar el Cusco sin temor al fracaso. Pero un
    error táctico desbarató todo.

    Manco, que dirigía las operaciones desde Calca,
    mandó a frenar el ataque, aduciendo que deseaba dejar a
    los españoles en el mismo aprieto que él
    había tenido que sufrir, y prometiendo ir en persona al
    día siguiente para darles el golpe final. Jamás
    habían estado los incas tan cerca de terminar con la
    conquista española en la sierra, y nunca más
    tendrían esa oportunidad.

    La decisión, aunque acatada (venía del
    mismo Inca), no fue bien recibida por los capitanes. La demora,
    efectivamente, les dio tiempo a los peninsulares para organizarse
    mejor y resistir con éxito
    durante un buen tiempo.

    Cuando el 6 de mayo los incas llevaron a cabo el asalto
    al Cusco, los españoles ya estaban prevenidos y se
    habían parapetado en el reducido perímetro de la
    gran Plaza de Armas, y sus edificios vecinos. Desde allí,
    rechazaron los ataques durante una larga y angustiante semana.
    Cercados y a punto de ser vencidos, los españoles, con el
    apoyo de ciertos indios colaboracionistas, lanzaron un golpe
    desesperado, que terminó convirtiéndose en un
    "golpe de suerte", al poder tomar la "fortaleza" de Sacsahuaman,
    la egregia construcción mandada a iniciar por el Inca
    Pachacuti, varios años atrás, con el objeto de
    conmemorar la victoria sobre los Chancas.

    Pero el poder e influencia de Manco todavía no
    estaban destruidos.

    En Lima, y al enterarse del alzamiento, Francisco
    Pizarro ordenó que varias columnas de militares
    españoles marcharan en auxilio de su hermano. El plan no
    resultó. Los ejércitos incaicos vencieron en el
    camino a las expediciones ibéricas; y no sólo eso,
    también asediaron y atacaron a la mismísima Ciudad
    de los Reyes (agosto de 1536). Pero Lima estaba fuertemente
    defendida y, tras unos días, los capitanes incas
    levantaron el cerco y regresaron a la sierra.

    Envalentonados por la "victoria" los españoles,
    tras recibir refuerzos de Ecuador, Panamá,
    Centroamérica y el Caribe, iniciaron la marcha de varios
    meses hacia el Cusco, con el objeto de romper el sitio y
    recuperar la ciudad. Este avance conquistador estuvo marcado por
    la revancha y el odio. Se tomaron esclavos, se incendiaron
    pueblos y se quemaron vivos a cuanto partidario del Inca
    encontraron por el camino.

    Por su parte, Almagro y su ejército (que
    había marchado hacia el Collasuyu), regresaba ofuscado por
    su fracaso, y en abril de 1537 ocupaba la ciudad del Cusco,
    poniendo tras las rejas a los hermanos de Pizarro. Era el
    preludio a una nueva guerra civil, esta vez entre los propios
    conquistadores españoles.

    Ya había muy poco que hacer. El proyecto de
    Manco, de recuperar su capital, hacía agua por todas
    partes. Las iniciales ventajas comparativas se habían
    desperdiciado y ahora no quedaba otra cosa que levantar el cerco.
    Por otra parte, ya empezaba a sentirse la falta de alimentos en las
    propias filas del ejército sitiador, y parte del mismo
    debió regresar a sus tierras para cultivarlas. Entendiendo
    que ya no era posible mantenerse en una situación
    ofensiva, Manco Inca Yupanqui decidió terminar con el
    asedio y se dirigió, con toda su comitiva y guerreros, al
    nuevo cuartel general en la fortaleza de Ollantaytambo, en el
    valle de Yucay y al borde mismo de la selva.

    Hacia junio de 1537, siendo consciente de que
    sería imposible hacer frente a los españoles desde
    su nueva base militar, Manco se retiró a la
    difícil, estratégica y casi infranqueable
    región de Vilcabamba.

    Se iniciaba, entonces, una resistencia larga y
    desgastante que demandaría la constante atención de
    Manco, y de tres incas sucesivos, desde 1537 a 1572.

    EL VALOR DE UNA
    REGIÓN

    Según un gran número de cronistas, entre
    ellos el fidedigno Juan de Betanzos (1551), el control incaico
    sobre las regiones del Antisuyu había sido inaugurado por
    Túpac Inca Yupanqui, allá por 1476. Sin embargo, se
    atribuye también esta conquista al gran Pachacuti, el
    noveno Inca y fundador del Tahuantinsuyu. Al respecto, el
    arqueólogo e historiador norteamericano John Rowe afirma
    que Pachacuti, tras la campaña militar victoriosa sobre
    los Chancas en las cercanías de Cusco (1438),
    decidió crear, en el actual valle del río
    Vilcabamba, fortificaciones y tambos (centros administrativos)
    con el objeto de mantener la frontera con el enemigo controlada.
    Como producto de
    esas intenciones habría sido fundado Vitcos, fortaleza
    levantada en la cumbre de un cerro (hoy conocido como
    "Rosaspata") y desde el cuál era posible no sólo
    controlar el acceso al territorio de Vilcabamba, sino enviar
    escuadrones de soldados contra los debilitados Chancas, ubicados
    al norte (hoy departamento de Ayacucho).

    Por otra parte, en ese inicial ímpetu
    expansionista, Pachacuti encontró la zona ideal para
    edificar la ciudadela más famosa de los incas: Machu
    Picchu. En ruta hacia Vitcos, esta magnifica obra de arquitectura, hoy
    considerada Patrimonio
    Histórico de la Humanidad por la OEA, se
    levanta varios kilómetros al norte de Ollantaytambo, en el
    valle del río Urubamba.

    Pero Manco Inca no pasó por Machu
    Picchu cuando huía de los españoles, casi cien
    años después. La ruta de su predecesor había
    sido distinta.

    ¿Qué ruta siguió Manco Inca
    Yupanqui, en 1537?

    Cuando en 1438, en su persecución de los Chancas,
    Pachacuti arribó al valle de Vilcabamba, el camino que
    seguirían las tropas de Manco no era conocido. Sólo
    mucho más tarde se descubriría la ruta de que
    usarían los últimos incas; convirtiéndose en
    la preferida, por ser menos abrupta, difícil y mucho
    más poblada. Esto explicaría por qué los
    españoles (que siguieron al inca rebelde) nunca se toparon
    con Machu Picchu.

    Al momento de abandonar Ollantaytambo (junio de 1537),
    Manco Inca viró hacia el este, tomando el trayecto que
    lleva al Abra de Málaga (o Panticalla), para luego
    remontar el valle del Amaybamba hasta llegar al puente de
    Chuquichaca (o Choquechaka), la entrada misma a la región
    de la resistencia [ver mapas]. El
    antiguo sendero por el Urubamba (seguido inicialmente por
    Pachacuti) había entrado en desuso, por las razones arriba
    nombradas.

    Pero, ¿qué características
    tenía el territorio de Vilcabamba, para ser seleccionado
    por Manco Inca?.

    En primer lugar, era una región marginal, de
    frontera; desolada y con ciertas características naturales
    que la convertían en una "zona refugio" ideal. En ella era
    posible la protección que brindaban tanto las
    montañas, los glaciares como la selva; al tiempo que era
    posible explotar los diferentes pisos ecológicos que
    existían (existen), con su consiguiente
    diversificación de productos.

    En segundo término, las innumerables quebradas y
    difíciles caminos de cornisa, constituían sitios
    perfectos para las emboscadas y la puesta en práctica de
    una táctica profusamente usada por los incas: la guerra de
    guerrilla. Estas condiciones fueron las que les permitieron a
    Manco y sus descendientes detener a los europeos en el puente de
    Choquechaka; haciendo de los valles, de los río Vilcabamba
    y Pampaconas, sitios prácticamente
    inexpugnables.

    ¿Qué otros factores fueron los que los
    empujaron hacia las selvas del oriente?.

    Más allá de los motivos tácticos y
    estratégicos señalados, cuando se analiza el
    comportamiento de un pueblo tan diferente al nuestro (y al de los
    españoles de aquel entonces) se vuelve inevitable tener
    que considerar variables que,
    a primera vista, pueden resultarnos fuera de lugar. Estamos
    tratando con una forma de vida que nos es ajena; con tecnología,
    organización social, política y económica
    que, aún después de tantos años de estudios,
    siguen apareciendo turbias en muchos de sus aspectos. Es que nos
    encontramos ante una sociedad que no compartió nuestra
    actual cosmovisión antropocéntrica, y que su "forma
    de ver el Mundo" (y de verse en el mundo) se hallaba en las
    antípodas, respecto de la
    nuestra.

    Para los incas la religión y el mito eran la
    forma "natural" de entender los acontecimientos y darle sentido a
    todos sus actos. Nada quedaba al azar y la ritualización
    no se excluía de las decisiones militares (como hemos
    visto en el cerco del Cusco), ni mucho menos del destino de una
    "huida" que, como la de Manco, estaba tan cargada de
    significado.

    El joven Inca intentaba reeditar, o al menos sostener,
    lo que quedaba del Tahuantinsuyu. Había abandonado su
    adorado Cusco, dejado atrás el precioso Coricancha (Templo
    del Sol), y por más que portaba las momias de los Incas
    precedentes (consideradas inapreciables objetos de poder sagrado,
    huacas), no es lógico pensar que se dirigiera hacia una
    región que careciera de un alto valor mítico –
    religioso. Como bien dijo Mircea Eliade, en su libro El Mito
    del eterno retorno
    , "El mundo arcaico ignora las
    actividades profanas: toda acción
    dotada de sentido participa de un modo u otro con lo
    sagrado
    ".

    Los numerosos núcleos, construcciones y lugares
    que están comprendidos por el área de Vilcabamba
    denotan un singular peso religioso, ya sea por su
    ubicación, orientación, forma o técnicas
    usadas en la edificación de los mismos. Los sitios
    rituales ("mochaderos", según las crónicas
    españolas) aún pueden observarse, pocas son las
    corrientes de aguas o cerros que no hayan sido depositarias de un
    reverencial respeto (que hoy
    se mantiene).

    No cabe duda, pues, de que Vilcabamba tomó parte
    activa en una geografía sagrada que mucho
    influyó en la decisión de Manco, al hacerla su
    residencia permanente. El hecho de que el propio soberano fuera
    al frente del grupo exiliado, nos está marcando una clara
    acción ritual: la imposición del "orden" en el
    espacio que pretendía convertirse en el núcleo
    originario de un nuevo imperio.

    Si atendemos al carácter cíclico de la
    cosmovisión andina, el repliegue de la elite incaica en
    esa zona, tras el desastre frente a los españoles, resulta
    un hecho significativo ya que implicaría sumergirse en el
    "otro lado del mundo", un lado caótico, informe y poco
    controlado, requisito indispensable para reanudar ritualmente el
    "cosmos" y aspirar a un retorno al antiguo orden.

    Por otra parte, el mismo nombre de "Vilcabamba" posee
    una raíz ligada a lo trascendente.

    Según Hiram Bingham (descubridor de Machu
    Picchu), la palabra deviene de la conjunción de dos
    vocablos quechuas: "huilca" y "pampa". El primero,
    haría referencia a un árbol subtropical utilizado
    como medicina
    purgante del cuál también se preparaba un polvo
    narcótico de aplicación nasal (cohoba), que
    producía una especie de intoxicación o estado
    hipnótico, acompañado con visiones consideradas
    sobrenaturales. El segundo término, "pampa",
    implicaría un terreno plano. Por consiguiente, para el
    célebre historiador norteamericano, "Vilcabamba"
    significaría: "Pampa en que crece la
    huilca
    ".

    Pero el término "huilca" (también
    willka o villca) tiene otras acepciones más
    explícitas, para denotar la profunda carga religiosa del
    mismo.

    Luis E. Valcarcelobserva que la palabra willka
    antecedió a Inti, para denominar al sol; que, como
    es sabido, desde los tiempos de Pachacuti se convirtió en
    la deidad oficial del Tahuantinsuyu. Incluso el río
    más sagrado del valle de Yucay, el Urubamba, era conocido
    antiguamente con el nombre de Willkamayu o Vilcamayo, el
    Río Sol.

    Finalmente, poseemos una última traducción que, a partir de
    sinónimos en quechua, recrea la acepción que, a
    nuestro entender, es la más completa y correcta.
    Ésta sostiene que "villca" es un término de
    parentesco recíproco que significa "bisabuelo" y
    "bisnieto", y por extensión "antepasado" y
    "descendiente". Como los incas practicaron un complicado
    culto a los antepasados, los mismos eran considerados sacros (ya
    vimos la importancia que tenían las momias), por lo tanto
    eran huacas. Si "villca", entonces, es sinónimo de
    "huaca" estamos frente a una palabra que tiende a designar el
    genérico concepto de "lo
    sagrado". En consecuencia, Vilcabamba podría traducirse
    como "La Pampa Sagrada".

    Naturalmente, con la llegada de Manco y su
    quito, el
    prestigio, ya no militar, sino religioso de toda la región
    se vio ensalzado por la presencia del Inca y las prácticas
    rituales que se desplegaron en toda la zona. Vilcabamba "La
    Vieja", la última capital, se convirtió en el
    centro de las celebraciones religiosas y asiento de las
    todopoderosas momias o "bultos" de los soberanos (antepasados)
    fallecidos.

    Como el propio Juan de Betanzos afirmaba en 1551: "…lo
    que entienden allí donde están es en hacer toda la
    vida sacrificios y ayunos y idolatrías gentilicias a sus
    guacas e ídolos y en hacer todas las demás sus
    fiestas según que se hacían en el Cuzco en tiempos
    de los Yngas pasados según que se lo dejó orden
    Ynga Yupangue…".

    Estas prácticas y creencias serían muy
    difíciles de erradicar después de la victoria
    española en 1572.

    VILCABAMBA "LA VIEJA": RESISTENCIA Y
    OCASO.

    Una vez abandonado Ollantaytambo, Manco guió a
    sus seguidores por el valle de Amaybamba, región que
    fortificó para evitar que las tropas españolas,
    enviadas por Almagro, le dieran un fácil alcance.
    También procedió a romper puentes y diques con el
    objeto de retrasar el avance de sus enemigos. Estas tareas no le
    impidieron enviar un mensajero al Cusco para pedirle a su hermano
    Paullu (asociado con Almagro y nombrado, por éste, "Inca")
    que abandonara a los "viracochas" y se le uniera en la lucha.
    Paullu se negó y Manco, tras cruzar el río Urubamba
    por el puente de Choquechaka, se internó en la
    región de Vilcabamba.

    Cuando llegó a la fortaleza de Vitcos
    decidió permanecer en ella, pero las huestes
    españolas enviadas desde el Cusco, y al mando de Rodrigo
    Orgoñez, consiguieron rodear el cerro en el que se
    levantaba el refugio y, en un ataque sorpresa, pudo tomar
    prisioneros a varios miembros de la familia
    real (al pequeño hijo de Manco y su esposa, entre otros).
    El Inca logró evadirse, internándose en los
    glaciares y dirigiendo sus pasos hacia la zona tropical, en donde
    se levantaba su capital de la resistencia.

    Orgoñez, por su parte, recibió la orden de
    regresar a Cusco, para poder acompañar a Diego de Almagro
    a Lima y conferenciar con su ex – socio Francisco
    Pizarro.

    Durante aquel año de 1537, Manco Inca se
    ocupó de organizar, desde Vilcabamba, una efectiva guerra
    de guerrillas contra las haciendas y poblados españoles.
    La seguridad de los
    peninsulares empezó a tambalear en muchas regiones de la
    sierra. La "Cuestión Vilcabamba" se volvía un serio
    problema, en tanto que otros nuevos debilitaban la efectiva
    ocupación del territorio por parte de los peninsulares. De
    todos ellos, la guerra civil, desatada entre los mismos
    españoles, fue algo que, seguramente, llenó de
    alegría y optimismo al propio Inca.

    El triunfalismo de Almagro duró poco. Tras el
    fallido viaje a Lima, debió regresar huyendo al Cusco y,
    tiempo más tarde fue vencido por los pizarristas,
    encarcelado, enjuiciado y sentenciado de muerte el 8 de julio de
    1537. Su fiel amigo Paullu cambió de bando sin
    remordimiento ni culpa.

    Gonzalo Pizarro (otro de los hermanos de Francisco) era
    ahora quien controlaba la antigua capital. Después de
    tener sendos triunfos sobre varias arremetidas incaicas,
    decidió organizar una expedición para internarse
    más allá del puente de Choquechaka y atacar a Manco
    en sus propios territorios.

    En julio de 1539, Gonzalo Pizarro y Paullu entraron en
    el valle de Vilcabamba y tras sufrir emboscadas terribles,
    escapando por milagro de los ataques del Inca, debieron regresar
    sobre sus pasos, sin pena ni gloria. Se dice que el Inca se dio
    el lujo de desafiarlos, haciéndole burlas y gritando:"
    Yo soy Manco Inca; yo soy Manco Inca". En represalia,
    Gonzalo ordenó la muerte de Kura Oqllo, la esposa de
    Manco, capturada en Vitcos. El odio del Inca por los invasores se
    agigantó, emprendiendo, entre 1540 y 1541, una feroz
    campaña contra ellos. La fama de Manco creció y se
    convirtió en el símbolo mismo de la
    resistencia.

    En 1541, un grupo de almagristas tomó venganza
    asesinado al mismísimo Francisco Pizarro, pero debieron
    huir a la selva. Manco, entendiendo las ventajas que
    obtendría recibiendo a los fugitivos, les dio asilo en sus
    propias tierras. Se dice que los siete españoles le
    enseñaron al Inca el uso de las armas de fuego, la
    equitación y el juego de
    bolos, ajedrez y
    damas, entablando con él lazos interesada
    amistad.

    En tanto, el poder de los conquistadores en el
    Perú entraba en su fase final. La Corona, deseosa de
    controlar directamente sus posesiones, sin tener que lidiar con
    esa nueva aristocracia guerrera nacida de la conquista, colocaba
    al licenciado Vaca de Castro como nuevo gobernador del
    Perú. Éste inició tratativas
    diplomáticas con el Inca pudiendo evitar nuevos ataques a
    las propiedades españolas, así como encausar las
    negociaciones hacia lo que el funcionario llamaba la
    "paz".

    Pero muy poco duró esa situación. Dos
    años más tarde, en 1544, el rey de España
    enviaba a su más alto representante hacia América:
    el primer Virrey del Perú, Blasco Nuñez Vela, cuya
    misión
    consistía en aplicar las Nuevas Leyes de
    Indias
    (promulgadas en 1542), por las cuales se
    pretendía acabar de una vez y para siempre con el abuso de
    encomenderos y conquistadores. La respuesta no se dejó
    esperar: éstos se levantaron en armas e intentaron echarlo
    del Perú.

    Mientras los peninsulares luchaban entre sí, en
    las cordilleras de Vilcabamba se estaba gestando una
    traición. Los siete soldados almagristas, que
    vivían en la corte del inca, decidieron tenderle una
    trampa y a fines de 1544, o principios de 1545, tras un juego de
    bolos en la plaza de la fortaleza de Vitcos, lo asesinaron a
    sangre
    fría.

    La muerte de Manco Inca Yupanqui fue rápidamente
    vengada (los asesinos fueron decapitados), pero la pérdida
    de tan insigne líder
    debió crear confusión y temor en la "zona refugio";
    situación que sólo se estabilizó tras la
    elección del nuevo soberano: su hijo mayor, Sayri
    Túpac.

    Entre 1545 y 1555, Sayri Túpac, que
    contrariamente a su padre era poco afecto a la guerra, se mantuvo
    en Vilcabamba sin molestar a los peninsulares, aunque sosteniendo
    la tradicional actitud de
    resistencia ante el poder español.

    Cuando el conflicto
    entre los conquistadores y la corona terminó en 1548 con
    el ajusticiamiento de Gonzalo Pizarro, las autoridades reales
    decidieron inaugurar un período de diplomacia con los
    incas rebeldes. El nuevo virrey del perú (desde 1557),
    Marqués de Cañete, se propuso sacar
    pacíficamente a Sayri Túpac de las selvas en donde
    residía, prometiéndole una renta, una encomienda de
    indios y tierras en el valle de Yucay. Para ello envió una
    comisión, encabezada por Juan de Betanzos, hasta el puente
    de Choquechaka. Ésta regresó con una buena noticia:
    habían logrado convencer al inca.

    En octubre de 1557 Sayri Túpac, contrariando las
    opiniones de sus capitanes y sacerdotes, abandonaba Vilcabamba y
    con la escolta de trescientos indios se dirigió a Lima,
    para conferenciar con el virrey. En enero de 1558, después
    de un "amoroso" recibimiento, obtuvo de éste todo
    lo prometido y se instaló en su nueva hacienda en Yucay.
    Pero sólo un año después, el Marqués
    de Cañete supo, por una carta remitida
    desde Vilcabamba, que Sayri Túpac no era Inca y que sus
    hermanos continuaban manteniendo una férrea resistencia
    armada contra España.

    El virrey falleció a mediados de 1561, y pocos
    meses después Sayri Túpac también
    moría en su hacienda, probablemente envenenado.

    ¿Qué había sucedido?
    ¿Qué rol jugó el segundo Inca de
    Vilcabamba?.

    Según indica el historiador y explorador Edmundo
    Guillén, varias probanzas y documentos de la
    época indican que Sayri Túpac no fue el real
    sucesor de Manco y que había decidido arriesgar su vida, y
    conferenciar con el enemigo, al sólo efecto de ganar
    tiempo y mantener al margen de una invasión a la
    región de Vilcabamba.

    Hacia 1560, un nuevo soberano dominaba la resistencia
    desde la selva. Su nombre: Titu Cusi Yupanqui, y desde las
    cordilleras de Vilcabamba implementaría una mayor ofensiva
    contra los españoles, reiniciando la guerra de guerrilla y
    organizando un gran alzamiento religioso/militar conocido como el
    Taqui Ongoy. Éste, era una insurrección general
    destinada a expulsar a los españoles del Perú que
    unía los aspectos religiosos y militares de un modo muy
    particular. El objetivo era restablecer el poder del inca y
    restaurar el culto a las huacas, enviando "mensajeros" a todos
    los pueblos y anunciando que la venganza de las huacas se
    acercaba y que se debía renunciar al cristianismo y
    al control peninsular. Como se puede observar, los aspectos
    religiosos no se desechaban jamás. "Si la conquista
    había sido explicada en términos religiosos (Dios
    venció a las huacas), consecuentemente la salida se piensa
    en término proporcionales: serán las huacas las
    liberadoras y constructoras del nuevo orden
    ".

    Si bien su aspecto militar fue rápidamente
    desbaratado, el aspecto ideológico/religiosos
    (anticatólico) se difundió a gran velocidad,
    debiéndose implementar "Campañas de
    extirpación de idolatrías" para que las almas
    descarriadas de los pobres indios se encausaran hacia el
    Paraíso. Así lo creyó la Iglesia
    colonial, y se así se hizo.

    Para 1564 el Taqui Ongoy había sido desactivado y
    los temores de un levantamiento armado contra España, que
    involucrara a los pueblos aborígenes desde Ecuador al
    norte de Argentina, se había desvanecido. Por ese entonces
    el Perú esperaba a un nuevo virrey y era el gobernador
    Lope García de Castro el encargado provisional de guiar
    los destinos de la colonia; y como consideraba muy peligrosa la
    existencia de un Estado dentro del Estado,
    entró en nuevas tratativas diplomáticas con Titu
    Cusi.

    En 1565 se envía a Vilcabamba a un nuevo
    mediador, Diego Rodríguez de Figueroa, cuya misión
    consistía en intentar convertir al cristianismo al Inca y
    convencerlo de que saliera de la región. En mayo de ese
    año, Rodríguez de Figueroa consigue atravesar el
    puente de Choquechaka, con autorización del Inca, y
    reunirse con éste en el poblado de Pampaconas, tras pasar
    por Vitcos. Su crónica constituye uno de los mejores
    documentos para identificar hoy los sitios arqueológicos
    de la zona.

    Después de varios de días de charlas,
    marchas y contramarchas, Titu Cusi accedió a conversar con
    el oidor Juan de Matienzo en el famoso puente, y el 18 de junio
    de 1565, a orillas del río Urubamba, se celebró la
    importante reunión.

    Durante la entrevista,
    Titu Cusi pidió ser reconocido oficialmente como Inca y
    conservar el derecho a dejar sucesión en el mando.
    También reclamó ampliar sus territorios hacia la
    margen izquierda del río Apurímac y la derecha del
    Urubamba; amén de una renta vitalicia y heredable a sus
    descendientes. El funcionario español regateó
    durante un tiempo, pero finalmente accedió a las
    propuestas, solicitando a cambio que se le permitiera el ingreso
    a miembros del clero, para caquetizar Vilcabamba; dejando
    abierta, para más adelante, la posible salida del Inca de
    sus protegidas selvas. Acordado estos puntos, Matienzo
    regresó al Cusco. Había hecho un buen negocio. Tras
    tantos años de insistencia, España tendría
    ahora una quinta columna dentro del territorio
    rebelde.

    En 1568, dos frailes agustinos, Fray Marcos
    García y Fray Diego de Ortiz, entraron en la
    región.

    Según consta en las crónicas del Padre
    Calancha, fueron bien recibidos por el Inca, pudiendo edificar
    dos iglesias: una en la localidad de Puquiura (o Pucyura), en la
    base misma del cerro donde se levantaba la fortaleza de Vitcos (y
    a "tres largos días de distancia de la ciudad de
    Vilcabamba"
    ); la otra, en el pueblo de Guarancalla, a varios
    días de camino de la primera.

    La labor misionera tuvo éxitos iniciales bastante
    significativos. El mismo Inca terminó por bautizarse,
    aunque esto puede ser interpretado más como una maniobra
    política que como una sincera conversión a la nueva
    fe. De hecho, el culto a las huacas no desapareció en
    Vilcabamba, situación ésta que enardeció el
    celo evangelizador de los agustinos, quienes asumieron una
    actitud predicativa que rozaba con la violencia.

    Después de una buena convivencia con Titu Cusi
    (tanto es así que en febrero de 1570 el Inca le
    dictó a Fray Marcos un Memorial en el que contaba
    la vida de su padre y la propia), las relaciones empezaron a
    deteriorarse, especialmente después de que los sacerdotes
    quemaran el adoratorio más reverenciado del valle: la gran
    piedra blanca de Yurac Rumi (también conocida como
    Ñustahispana).

    Enterado de tal sacrilegio el Inca, que estaba en la
    capital de Vilcabamba, viajó hasta Vitcos y expulsó
    a Fray Marcos (principal instigador del hecho). Su
    compañero permaneció con Titu Cusi, muy a pesar del
    odio que por él sentían todos los sacerdotes
    incaicos.

    La suerte de Fray Diego estaba echada.

    Muy poco tiempo después el Inca cayó
    enfermo y murió (entre fines de 1570 y principios de
    1571). El misionero católico fue acusado de haberlo
    envenenado y tras recibir un terrible tormento, fue ultimado en
    la localidad de Marcananay (o Marcanay) con un golpe en la
    cabeza. La historia colonial del Perú poseía ya su
    primer mártir.

    Muerto Titu Cusi asumió en Vilcabamba su hermano
    Túpac Amaru, quien según las crónicas estaba
    residiendo en el pueblo de Picchu (probable Machu Picchu), de
    donde fue sacado por los partidarios de una guerra total contra
    los españoles.

    El nuevo Inca cumplió con su cometido, cerrando
    el ingreso a la región y reactivando los ataques en contra
    de los peninsulares. Pero la situación política del
    Virreinato del Perú estaba cambiando a principios de la
    década de 1570.

    Francisco de Toledo, el flamante virrey, tenía en
    mente reorganizar todos los territorios bajo su administración. El Perú debía
    asumir el rol de colonia y por eso no era admisible que un grupo
    de incas rebeldes pusieran en jaque el prestigio y capacidades
    militares del gran Imperio español. Había que
    erradicar, de una vez y para siempre, la idolatría
    que persistía, como así también una
    insurrección que tenía casi treinta y cinco
    años de vida.

    Cansado y contrariado, Toledo decidió poner punto
    final al problema y organizó el más poderoso
    ejército de su tiempo para destruir "a sangre y
    fuego
    " a los "salvajes" incas.

    A fines de mayo de 1572, una de las tres ramas en que se
    había dividido el ejército español,
    inició la invasión de Vilcabamba por el puente de
    Choquechaka (o Chuquichaca). Avanzaron con rapidez rompiendo toda
    resistencia por el valle de Vitcos (hoy valle de Vilcabamba) y,
    tras cruzar el abra de Qollpaqasa, entraron en el valle del
    río Pampaconas, controlando los diversos fuertes que en
    zona se levantaban (por ejemplo, el famoso Wayna Pucara, hoy
    perdido en la selva).

    Finalmente, en la mañana del 24 de junio de 1572,
    los españoles entraron triunfalmente en la ciudad de
    Vilcabamba, que los esperaba abandonada y en silencio, mostrando
    sus residencias y templos destruidos por el fuego. Túpac
    Amaru había escapado.

    Después de tomar formalmente posesión de
    la ciudad, el capitán general de la expedición
    punitiva, Martín Hurtado de Arbieto, mandó a que se
    persiguiera al Inca, ofreciendo una suculenta recompensa en
    honres y dinero para
    aquel soldado que lo aprendiera.

    Martín García de Loyola y un grupo de
    hombres partió inmediatamente en su búsqueda, y a
    unas cincuenta leguas de Vilcabamba consiguió atrapar a
    Túpac Amaru, antes de que éste se perdiera en las
    profundidades de la selva amazónica.

    Trasladado al Cusco, encadenado y vejado, el Inca fue
    ejecutado en la Plaza de Armas, junto con familiares y
    seguidores. La resistencia aborigen había terminado, y con
    ella lo que podía haber quedado del Estado incaico. La
    ciudad de Vilcabamba, tras una corta ocupación, fue
    olvidada. La selva la cubrió y su existencia
    histórica se convirtió desde entonces en
    leyenda.

    ***

    EXPEDICIÓN VILCABAMBA

    ROMANTICISMO, CIENCIA Y
    AVENTURA

    EL DIARIO DE
    VIAJE

    POR

    FERNANDO J.
    SOTO ROLAND

    PROFESOR EN
    HISTORI
    A – DIRECTOR DE LA EXPEDICIÓN VILCABAMBA
    ‘98

    Tras nueve largos meses de organización,
    estábamos cruzando la cordillera de los Andes rumbo a
    Lima. Quedaban atrás las idas y venidas, las reuniones y
    reportajes, las promesas y las decepciones. La agotadora fase
    preparatoria de la Expedición Vilcabamba
    había terminado y sentados en las incómodas butacas
    (clase turista)
    del boing 737 en el que viajábamos, no hacíamos
    otra cosa que recordar los primeros e inconsistentes pasos de ese
    proyecto, que nos había demandado tanta atención y
    trabajo. Estábamos ansiosos por llegar.

    El avión se sacudía a causa de las
    corrientes de aire frío
    que provenían del océano Pacífico,
    obligándonos a permanecer con los cinturones de seguridad
    abrochados y sin poder disfrutar de la insulsa comida
    plástica que nos ofreció la azafata. En un
    ejercicio de masoquismo, trataba de imaginar los picos nevados
    que tenía justo debajo de mis pies y no en pocas
    oportunidades me vino a la memoria el
    tan mentado accidente aéreo de los ‘70, ése
    en el que los sobrevivientes debieron practicar el canibalismo
    para poder resistir el frío y el paso de los días.
    Intenté sacar de mi mente esas ideas macabras, pero cada
    sacudida del fuselaje repercutía tanto en mis
    vísceras como en los nudillos de mis manos, blancos de
    tanto aferrarse al posabrazos de la butaca. A mis treinta y cinco
    años de edad, debía reconocer que detestaba
    volar.

    El 17 de julio de 1998 amaneció muy húmedo
    y con una densa niebla que había demorado todos los vuelos
    al exterior. No era un buen día para viajar, y a los
    reclamos y quejas de los cientos de turistas que iniciaban sus
    vacaciones de invierno, se les sumaba la noticia de un
    avión accidentado y la posibilidad de tener que suspender
    el viaje por veinticuatro horas. Todos estos contratiempos nos
    retuvieron en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza (Buenos Aires)
    más de lo previsto, con sus consiguientes gastos en
    café y
    cigarrillos que, como en toda terminal aérea, son mucho
    más caros que en cualquier otra parte.

    Afortunadamente esos inconvenientes iniciales fueron
    superados; pero durante un buen tiempo me encontré sentado
    en un aséptico ataúd volante, suspendido por encima
    de unas montañas que la noche impedía que viera y
    con una bandeja de acero inoxidable sobre mis rodillas, en la que
    la se movían de un lado a otro los paquetes de
    celofán que envolvían la cena. El único
    aliciente que calmaba mi angustia eran esas ruinas incas que nos
    esperaban semiperdidas en la selva. Pero ellas estaban
    todavía muy lejos.

    Aterrizamos en Lima muy de madrugada, tras cuatro horas
    y media de tortura psicológica. Recogimos nuestras
    mochilas y nos dispusimos a seguir soportando una espera de ocho
    horas más, en los impersonales pasillos del aeropuerto de
    la capital peruana. Debíamos hacer la combinación
    aérea hacia el Cusco. Fue una noche larga y aburrida. El
    cansancio nos impedía hacer algo productivo, como leer o
    escribir. Sólo atinamos a comer algo y a intentar dormir
    sobre el frío mármol de una mesa, siempre atentos a
    nuestro equipaje, que para entonces parecía pesar el
    doble.

    Arribamos, finalmente, a la antigua capital inca hacia
    el mediodía del 18 de julio, justo cuando el sol (el
    adorado Inti) iluminaba las rojizas tejas de la achaparrada
    capital departamental. A la admiración, por una estética urbana diferente de la que estamos
    acostumbrados, se le sumaban los recuerdos de mis viajes
    anteriores por tierras incas. ¡Cuántas imágenes
    queridas volvían a mi memoria!,
    ¡Cuántos momentos cruciales de mi vida personal se
    reeditaban, mientras sobrevolábamos aquel Ombligo del
    Mundo!

    Habíamos llegado y la expedición estaba a
    punto de comenzar.

    Permanecimos en el Cusco durante cinco días
    organizando el equipo, contratando al guía y, por
    supuesto, adaptándonos a la altura.

    Queríamos partir cuanto antes pero
    debíamos recibir una autorización del Instituto
    Nacional de Cultura (INC) y una aprobación oficial de
    nuestro proyecto por parte de las autoridades cusqueñas.
    No queríamos pasar por encima de nadie, por lo que
    demoramos nuestra salida más de lo previsto. Esto nos
    permitió recorrer la ciudad y recabar cierta información adicional sobre las ruinas de
    Vilcabamba.

    Pocas de las personas que consultamos (fuera del
    ámbito académico) sabían algo al respecto.
    Nadie viajaba a Vilcabamba por aquellos días y las
    historias que nos llegaban tenían más que ver con
    el terrorismo, y
    los supuestos focos guerrilleros, que con la historia de los
    últimos incas. Por otra parte, la gente suele confundir
    los lugares como consecuencia de una vieja costumbre, heredada de
    la conquista española: nombrar una misma localidad con
    nombres diferentes. Lo que nosotros denominábamos
    Vilcabamba ellos lo llaman Espíritu Pampa (la Pampa de los
    Espíritus), y la Vilcabamba de ellos es para nosotros el
    pueblo colonial de San Francisco de la Victoria. De todas formas,
    cada vez que nos explayábamos en nuestro proyecto de
    exploración, la sorpresa y las advertencias hacían
    acto de presencia. Nos decían que íbamos a meternos
    "muy adentro" en la selva y que la empresa no
    estaba exenta de peligros. Que debíamos darle un pago a
    la tierra, a
    la Pachamama, para que nos devolviera sanos y salvos; que
    contratáramos guías confiables, porque era bastante
    común que los inexpertos gringos se pusieran en manos de
    sinvergüenzas que terminaban dejándolos desnudos en
    plena caminata. No faltaron aquellos que se ofrecieran a
    llevarnos o los que se negaban a meterse en la antigua
    comarca/refugio, por seguir considerándola una
    "zona roja", bajo control del grupo terrorista Sendero
    Luminoso.

    Pero aquellos días previos en el Cusco no fueron
    todos tan pesimistas ni cargados de malos augürios. La
    bellísima ciudad invita a soñar, trasladando a todo
    espíritu sensible a un lugar fuera del tiempo,
    retrotrayéndonos a los días en que los
    españoles invadieron la capital imperial, o incluso a los
    días mismos del Imperio Incaico. Allí se respira
    historia. Se experimenta el orgullo que el cusqueño siente
    por su pasado y el cariño con el que se recrean los hechos
    pretéritos. Hay mucho de nostalgia por un
    Paraíso Perdido (que la historia muestra que no
    fue tal) y de furia contendida contra una invasión europea
    que terminó dándoles la lengua con la que la
    critican. Cusco es indescriptible, un sitió al que se
    suele regresar más de una vez. Atrae, envuelve, encanta a
    sus visitantes, quienes desde el momento mismo de pisar sus
    callejuelas y trabar conversación con su gente, empiezan a
    sentirse parte de su historia; y saben que al marcharse un pedazo
    de ellos quedará para siempre en esos muros de pulidas
    piedras, hechos por los incas. Cusco aún conserva ese
    místico magnetismo
    sagrado que la convirtiera en la capital
    político/religiosa del imperio más descollado de la
    América precolombina.

    Queríamos disfrutarla y no dejamos momento libre
    del día para recorrerla de arriba abajo. Visitamos sus
    locales de artesanías, que incitaban al gasto; y en los
    que una fauna
    políglota y cosmopolita se arremolinaba alrededor de los
    preciosos ponchos de vicuña o alpaca que se
    exhibían. Los trabajos de platería, tan conocidos
    en el mundo a partir de los famosos tumis (hachas
    ceremoniales convertidas hoy en aros y brazaletes) fascinaban a
    europeos y yanquis, quienes sin percibir la dura realidad social
    que se escondía detrás de cada pequeña obra
    de arte, regateaban
    las ofertas, sintiéndose consumados compradores cuando
    lograban rebajar el precio inicial
    un veinte o treinta por ciento (sólo unos pocos
    dólares). Y es que en Cusco, como en tantas otras partes
    de Sudamérica, no hace falta que uno salga a buscar
    productos tradicionales. Ellos van a uno, guiados por
    ejércitos de vendedores ambulantes; que sorprenden al
    turista a cada paso, en cada esquina, insistiendo hasta el
    cansancio y cambiando el costo del
    producto ofrecido a medida que se avanza por la calle. La
    ley de la
    oferta y la
    demanda
    funciona bien Cusco.

    Como es común en esa hermosa ciudad colonial,
    nuestro centro de operaciones, de reunión y debate era la
    Plaza de Armas, que no es otra cosa que el corazón
    mismo del Cusco y el antiguo centro del Imperio del Sol. Se dice
    que la Plaza era la síntesis
    de todo el Tahuantinsuyu, y que ella reflejaba el orden del
    Estado, el aparato administrativo y la jerarquía social.
    Era el altar de todos los dioses del Imperio y el punto de
    partida hacia los cuatro "suyus", o rumbos, en que
    los incas habían dividido el inmenso territorio que
    controlaban. Su nombre original era Haucaypata (del
    quechua, "la plaza o lugar del llanto y la tristeza"), y mucho
    antes de que llegaran los españoles, estaba unida a otro
    gran espacio abierto, de profundo significado religioso, conocido
    como el Cusipata (o "la plaza de la alegría). En
    ellas se practicaban todos los rituales políticos y
    sagrados del Estado. Configuraba un enorme espacio rectangular,
    dividido en dos por el río Saphi (hoy canalizado de manera
    subterránea) y tenía funciones
    diferentes a la moderna Plaza de Armas. Por allí no se
    paseaban meditabundos turistas, ni extraviados buscadores de
    ciudades perdidas.

    Era un lugar reverenciado, en donde los incas
    adoraban al Sol con muestras de dolor y llanto. Estaba rodeado de
    seis palacios y en el centro se alzaba, en una de las rocas, el
    Usno Ceremonial, el trono del Inca, del que partían
    las calzadas hacia los cuatro lados de la plaza. Sobre uno de
    ellos, en lo que actualmente es el Templo de la
    Compañía de Jesús, se erigía el
    palacio llamado Amaru Cancha, que perteneciera al Inca
    Huayna Cápac, ése que a su muerte dejara al
    Tahuantinsuyu en plena guerra civil. Un poco más
    allá, se levantaba la Piedra de la Guerra, una roca
    considerada huaca y adornada de ídolos de oro, tomados
    como trofeos en las hazañas guerreras. Frente al palacio
    de Qora Qora, hoy calle Procuradores, estaba una bella
    fuente, adorada como huaca principal; y en lo que actualmente se
    denomina Portal de Panes, se alzaba el palacio de
    Q’asana, propiedad del
    célebre Inca Pachacuti. Incluso los terrenos ocupados hoy
    en día por la imponente Catedral servían de base al
    Suntur Huasi o Casa de las Armas, verdadero museo de
    emblemas e insignias, escudos y armas, que llevaron los Incas en
    sus conquistas.

    Pero en la actualidad ninguna de estas construcciones se
    mantiene completamente en pie. Sólo con los ojos de la
    imaginación puede uno tratar de reconstruir ese otro
    Cusco, el puramente incaico.

    Sea como fuere, allí, en el Haucaypata,
    descansábamos todas las noches antes de retirarnos al
    hostal en donde nos alojábamos, disfrutando de las
    pequeñas luces de las casas, titilando en las laderas de
    las montañas que circundan el valle. Era un
    espectáculo fabuloso, que ningún comerciante
    ambulante podía vendernos.

    Sin pensarlo, estábamos en el sitio en donde todo
    comenzó y en el cuál todo terminó.
    Allí, bajo ese mismo espacio cercado (hoy por
    restaurantes, bares y negocios), el
    último de los Incas de Vilcabamba, Túpac Amaru,
    había sido ajusticiado por las duras leyes de Castilla en
    1572. Caminábamos por el sitio que deberíamos haber
    recorrido hacia el final de la expedición, y no al
    principio. El ciclo del eterno retorno nos
    envolvía.

    Aquellos primeros días en Cusco estuvieron en
    gran parte ocupados por trámites burocráticos y
    entrevistas.
    Los papeles sellados iban y venían, y en cada dependencia
    oficial debíamos defender nuestra iniciativa,
    presentándonos como los Embajadores Turísticos, que
    efectivamente éramos (gracias al interés puesto en
    nosotros por la Municipalidad de Mar del Plata), para que los
    funcionarios nos prestaran su valiosa atención. Eugenio
    Rosalini, el "enemigo número uno de la burocracia",
    protestaba a cada rato, haciéndonos ver que el papeleo
    sólo terminaría cuando estuviéramos aislados
    en las montañas.

    Las horas pasaban deprisa; nuestro tiempo se acotaba y
    los planes de abandonar Cusco lo más pronto posible
    habían quedado únicamente en la carpeta donde
    guardábamos nuestro proyecto.

    Según se dice, cuando alguien emprende una
    expedición por regiones inexploradas, o muy poco
    transitadas (como lo era la nuestra), debe confiar su vida y
    seguridad en un buen guía. El éxito de la empresa depende
    por completo del baquiano, de su sinceridad, conocimientos y
    lealtad. En ese aspecto, nosotros fuimos sumamente afortunados al
    encontrar a un personaje nativo de la región de Vilcabamba
    y gran conocedor del área y sus costumbres. Seguramente su
    nombre nos acompañará de por vida, puesto que a
    él le debemos la posibilidad de escribir estas
    líneas.

    Cuando hacia el mediodía del 20 de julio nos
    dirigimos a la calle Fierro 571, a sólo unas diez cuadras
    de la Plaza de Armas, jamás supusimos que en ese patio
    cuadrangular, embaldosado y con casi cien años de
    antigüedad, se iba a formalizar uno de los tratos más
    importante de todo el viaje. Habíamos acudido a esa
    dirección guiados por el buen consejo de un gran amigo,
    Enrique Palomino Díaz, orgulloso qosqoruna (nativo del
    Qosqo, o Cusco) y valioso informante de la expedición.
    Gracias a sus conocimientos de la historia incaica, y a los
    contactos que nos ofreciera, es que pudimos retro-alimentar
    nuestros espíritus románticos y aventureros
    escuchando leyendas, mitos y rumores sobre sitios que la
    mayoría considera puramente imaginarios. Su tono gentil y
    acompasado, respetuoso y lleno de generosidad, fue el que nos
    sumergió en una realidad de la que no habíamos
    tomado cabal conciencia: aquella que nos decía que
    estábamos a punto de salir en expedición hacia la
    selva.

     

     

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