- La herencia cultural de los
Incas - El
Tahuantinsuyu - La conquista
española - Los últimos días
del Cuzco incaico - El valor de una
región - Vilcabamba "la vieja":
resistencia y ocaso. - El diario de
viaje - La
expedición Vilcabamba ‘98 - La
noticia rica del Paititi - El
impacto de una leyenda - En la
ruta hacia el Paititi - El
Paititi - Palabras
finales - Los
exploradores y el imaginario - El
imaginario y lo plausible - Selva
y alteridad - El
universo onirico de los exploradores - Salirse del
mapa - Mundos
perdidos - Mundos
encontrados - Monstruos y
animales desconocidos - Ciudades y
tesoros perdidos - Tribus y
exploradores perdidos
En este libro hemos
querido volcar las experiencias recogidas a lo largo de la
Expedición Vilcabamba
'98 de manera tal que pudieran combinarse, en su
justa medida, los tres principios
rectores de la misma: "romanticismo, ciencia y
aventura". Principios que, lejos de ser
antagónicos, creemos se han complementado desde siempre en
todas las iniciativas exploratorias.
Cuando el proyecto
nació, una tarde de septiembre de 1997, no
suponíamos el trabajo
arduo en el que nos embarcábamos, ni tuvimos en cuenta los
sinsabores y alegrías que viviríamos a lo largo de
los nueve meses de preparación. Estábamos
organizando la realización de un sueño muy poco
común en estas latitudes: salir tras los pasos de los
últimos incas y
alcanzar las ruinas de la semiperdida ciudad de Vilcabamba "La
Vieja", a la que muy pocos habían llegado en los
últimos años. Desde el principio el proyecto
interesó y gracias al apoyo de instituciones
de la ciudad de Mar del Plata, y a la paciencia de nuestros seres
queridos, pudimos, finalmente, internarnos en las selvas
orientales del Perú y vivir, en carne propia, una de las
experiencias más fuertes y enriquecedoras de nuestras
vidas.
Queríamos llegar a la última capital de la
resistencia
incaica, y lo hicimos. Pretendíamos seguir las rutas de
penetración a la selva, inauguradas por incas y
españoles en el siglo XVI, y también lo hicimos.
Nos propusimos recopilar testimonios orales sobre leyendas y
mitos locales,
que de alguna manera reflejaran el sentimiento de resistencia de
la región, y los registramos. Buscábamos reeditar
el espíritu de exploración, y lo
encontramos.
Afortunadamente, todo salió bien, consiguiendo
logros que jamás hubiéramos pensado antes de salir.
Logros que exceden el mero plano del conocimiento,
ya que la convivencia del grupo
permitió afianzar los lazos de amistad
preexistentes y la puesta en práctica de la
cooperación mutua. Fue una prueba tanto física, intelectual
como humana.
Dado que los miembros del grupo poseemos intereses y
formaciones diferentes ( uno viene de la historia, el otro de la
filosofía y un tercero de la geografía) pudimos
brindar de la expedición ángulos y matices
distintos que, seguramente, enriquecieron el trabajo final.
Cada uno desde su perspectiva brinda, pues, sus puntos de vistas
y opiniones, sus conocimientos y dudas, haciendo de la
Expedición Vilcabamba una experiencia
multidisciplinaria.
Por razones prácticas hemos dividido el libro en
seis capítulos, cada uno subscripto por uno de los
miembros de la expedición y en los que se tratan aspectos
puntuales de la investigación. El lector que opte por
la lectura que
se describe en el índice, capítulo tras
capítulo, podrá advertir la contigüidad de
sentido; observando también que cada capítulo posee
su propia estructura y
sentido autónomo. Esto es lo que permite, también,
abordar cada sección de la obra como un trabajo unitario,
como un ensayo
corto, que encuentra en los demás un apoyo y una
ampliación de conceptos.
En el capítulo I, Del Gran Imperio a la
Resistencia, Fernando J. Soto Roland intenta una breve
aproximación a la historia incaica, contextuando a la
ciudad de Vilcabamba en el tiempo y
narrando los pasos de los últimos incas en las selvas
orientales del imperio.
En el capítulo II, Los Andes de Vilcabamba: un escenario natural
majestuoso, Juan Carlos Gasques analiza la
región explorada desde la perspectiva que da la
geografía.
En el capítulo III, El Diario de Viaje,
Fernando Soto Roland describe, paso a paso las vicisitudes de la
expedición, sus logros, sus peligros y
sentimientos.
En el capítulo IV, Apuntes de Viaje,
Eugenio César Rosalini brinda una visión particular
de la expedición, a partir de sus vivencias y contactos
con la gente.
En el capítulo V, La Noticia Rica del
Paititi, Fernando J. Soto Roland analiza una de las leyendas
más perdurables del imaginario andino, y que
acompañara a la expedición a lo largo de todo el
trayecto.
Finalmente, en el capítulo VI, Los
Exploradores y el Imaginario, una vez más Fernando J.
Soto Roland, nos introduce en el sentir del explorador, en sus
sueños y fantasías; y en la fuerza innata
del hombre por
saber que hay más allá de las montañas;
mostrando que muchos prejuicios y motivaciones de siglos pasados
siguen vigentes y actuantes hoy en día.
Mar del Plata, Marzo de 1999.
FJRS, ECR..
DEL GRAN
IMPERIO A LA RESISTENCIA.
Y VILCABAMBA
"LA VIEJA" (1200-1572).
PROFESOR EN
HISTORIA -DIRECTOR DE LA EXPEDICIÓN Vilcabamba
‘98
LA HERENCIA CULTURAL
DE LOS INCAS
Mucho antes de que el Imperio de los Incas floreciera,
otras organizaciones
políticas, en la costa y en la sierra
peruana, trataron de incorporar en una sola gran sociedad a los
miles de pequeños grupos que se
habían acomodado en los valles y montañas del
altiplano. Gracias a las magníficas condiciones
climáticas de la franja costera del Perú, podemos
conocer el largo proceso de
cambio y
desarrollo
cultural del área andina.
Sabemos que las primeras construcciones ceremoniales del
sector costero datan de entre los 2000 y 1800 a. C., y que
denotan la existencia de una organización comunitaria, y de una
división jerárquica del trabajo, realmente
notables. Señalan también la existencia de una
incipiente elite sacerdotal encargada de ejercer el control social
por medio de un sistema
teocrático que le permitió a los grupos
sacerdotales ir tomando un creciente prestigio y poder. Los
estudios arqueológicos han probado que estas sociedades
costeras no conocieron la agricultura
hasta mucho tiempo después, pudiendo sostenerse gracias a
los recursos marinos,
que se hallaban disponibles durante todo el
año.
Hacia mediados del segundo milenio antes de Cristo (1500
a. C. en adelante), la agricultura se generaliza,
iniciándose la canalización de valles y
ríos, con fines agrícolas. Desde entonces, ya
encontramos establecidas las bases para la formación de
organizaciones proto-estatales, en forma de pequeños
núcleos urbanos autónomos, de creciente poder e
influencia. Un claro ejemplo de ello lo constituye el pueblo que
habitó, alrededor del 1400 a. C., el sitio
arqueológico de Sechín Alto, en el valle de Casma
(costa del Perú); o, medio siglo después, hacia el
1350 a. C., la gente que levantó el "palacio" del Cerro
Sechín. En ambos casos, las bellas lápidas de
piedras grabadas nos muestran a una sociedad profundamente
guerrera y controlada por una casta de sacerdotes capaces de
organizar el trabajo colectivo y centralizar todo el poder en sus
manos.
Pero será hacia el 900 a. C. cuando aparezca, en
los Andes centro-norte del Perú, la primera gran cultura con
capacidades expansionistas efectivas. Estamos hablando de la
cultura Chavín de Huantar, que encarnó el primer
proceso de integración del área andina,
logrando unificar culturalmente un vasto territorio, y generando
lo que hoy se denomina el Primer Horizonte Panandino.
Chavín decayó hacia el siglo IV a. C., a
raíz de lo cual se produjo un fenómeno de
regionalización cultural que, como el propio nombre lo
indica, permitió a varias culturas regionales (antes bajo
la influencia chavinoide) organizar autónomamente sus
vidas. Surgieron, así, diversos estilos y formas
arquitectónicas, tejidos,
cerámicas y monumentos de carácter funerario o religioso muy
variados. El área andina se convirtió en un mosaico
de pueblos diferentes; y, entre el 300 a. C. y el 800 d. C.,
seremos testigos del florecimiento de culturas como la Mochica
(costa norte del Perú), la Nazca (costa central) y la
más importante, la cultura Tiahuanaco (a orillas del lago
Titicaca, Bolivia).
Tiahuanaco (o Tiwanaku) floreció entre el siglo
VII y el IX d. C., en una región ubicada casi a 4000
metros sobre el nivel del mar. Sus imponentes ruinas muestran que
allí se levantó un importantísimo centro de
culto y de peregrinación, con templos, plazas
subterráneas, estructuras
piramidales y enormes piedras paradas. Esta civilización
alcanzaría una fase de fuerte expansión
territorial, fijando su capital militar en la ciudad de Huari
(hoy departamento de Ayacucho, en Perú), desde la cual
organizó el Segundo Horizonte Panandino, conocido
justamente con el nombre de Tiahuanaco – Huari. A diferencia de
Chavín, esta cultura altiplánica, ejerció
una fuerte presión
militar sobre los pueblos que sojuzgó (la de Chavín
fue sólo cultural y religiosa), generando motivos para el
estallido de una aparente insurrección armada que
terminó con el poderío Huari aproximadamente en el
siglo XI d. C.; dando origen a una nueva etapa de
regionalización cultural.
El Imperio Huari, al fragmentarse, originó varios
reinos locales;
uno de ellos, con base en el valle de Cuzco, serían en el
futuro los Incas.
Como podemos ver, el proceso general de la cultura
andina del Perú, se puede esquematizar a partir de la
imagen de un
péndulo; ya que su ritmo al ser, efectivamente, pendular,
alternó momentos de separación, aislamiento y
autonomía (regionalización cultural), con
movimientos de unificación y centralismo
("Horizontes"). El último Horizonte Panandino, antes de la
llegada de los españoles (1531-32), fue el de los Incas.
Por lo tanto, lejos estamos de tratar con gentes surgidas como
por "generación espontánea". El pueblo inca fue
copartícipe y heredero de una larguísima cadena
cultural, que puede extenderse en el tiempo hasta los días
de Sechín, o incluso antes. Y esa herencia sería la
que ellos pondrían en práctica para transformarse
en una de las civilizaciones más destacadas de la
antigüedad americana.
El Imperio de los Incas, conocido como el Tahuantinsuyu
(del quechua, "Cuatro Regiones o Rumbos del Mundo"), no se
forjó de la noche a la mañana. La cultura incaica
necesitó más de doscientos años para poder
construir el andamiaje político-económico que le
permitiera sojuzgar militarmente al resto de las etnias, que
habitaban el área andina. Fue un proceso lento y repleto
de luchas y competencia por
el territorio que, más tarde, sería el centro
neurálgico del Estado
Incaico: el valle del Cusco (o Qosqo).
Hoy se afirma que los incas no eran originarios de la
región que los hiciera famosos. La zona del Cuzco fue
habitada por muy diversos pueblos o "naciones" mucho tiempo antes
de que el imperio Huari (o Wari) los invadiera, hacia el 750 d.
C. Una vez éste caído, en el año 1000 d. C.,
nuevas etnias poblaron el valle (wallas, lares, poques, pinawas,
ayarmacas, alqawisas) aproximadamente hasta el 1200 d. C., que es
cuando los incas arribaron al lugar. Es decir, que, al finalizar
la hegemonía Huari se creó un momento favorable
para los movimientos migratorios de diversas etnias que, en
sucesivas oleadas a lo largo de doscientos años, se
instalaron el valle.
Incluso los propios mitos señalan que los incas
no eran oriundos de la zona del Cusco, al revelar, en un lenguaje con
difíciles categorías simbólicas, la marcha a
lo largo de la sierra de pueblos enteros en busca de tierras
fértiles. Según el investigador cuzqueño,
Manuel Chávez Ballón, existieron varias oleadas de
migrantes procedentes del altiplano, siendo los incas la
más reciente y nueva de todas ellas.
Instalados en el valle, los incas iniciaron una gesta
que los transformó, del pequeño cacicazgo que eran,
en un gran Estado. Debieron enfrentarse a numerosos y peligrosos
enemigos; pero el tiempo, y la habilidad que desplegaron,
terminaron llevándolos a la victoria, edificando un
imperio en menos de cien años.
Para poder tener un panorama general de la dinámica cultural de los incas, creo
conveniente, antes de meternos de lleno en la historia de la
ciudad de Vilcabamba, mostrar una clara periodización de
su historia y, a partir de ella, gozar de una perspectiva
cronológica que permita ordenar los complejos antecedentes
que llevaron a la Conquista europea y a la caída del
Tahuantinsuyu.
Período Legendario o Curacal (1200 – 1300 d.
C.): En esta fase, el estado
incaico es un pequeño curacazgo (cacicazgo) más,
del valle del Cusco. Sus gobernantes son considerados
míticos y muchos historiadores dudan de la existencia real
de los mismos. El poder era meramente local y se encontraban
rodeados de etnias más vigorosas. Fue un momento de
competencia y lucha entre diversos pueblos.
Período del Estado Regional (1300 – 1438):
Constituye una fase de la historia en la que los incas consiguen
conformar un Reino Local capaz de organizar una limitada
confederación quechua, sin establecer un estado unificado,
ni evitar la mutua dependencia que entre estos reinos
existía. El poder inca sigue siendo limitado y
regionalizado al valle del Cusco, manteniendo tensos límites
con otros reinos regionales, tales como el de los Chinchas
(costa), los Chankas (región actual de Ayacucho, al NO de
Cusco) y los reinos Qolla y Lupaca (región del Titicaca).
Durante esta fase, el Inca era ante todo un rey – sacerdote
(Sinchi), y no un emperador.
Primera Etapa de los "Tiempos Revueltos" (1430 –
1438): Constituyó un momento de desorden, peligro y
extrema violencia. El
reino enemigo de los Chankas invade el Cusco, generando una
crisis interna
profunda y desestabilizante. El inca reinante (Huiracocha) huye,
abandonando la ciudad, y obligando a que el
príncipe Kusi Yupanqui tome las riendas de la defensa.
Éste, organizando una rápida alianza con pueblos
vecinos, logra vencer a los Chankas. Esa victoria fue,
quizás, el momento más significativo de la historia
incaica ya que, estimulados por el triunfo y el botín
conseguido, los habitantes del Cusco, guiados por el nuevo Inca
(ahora denominado Pachacuti o Pachacútec, "El Reformador
del Mundo"), inician una fase expansiva imperial sin precedentes
en América.
Período Imperial (1438 – 1527): Con
Pachacuti Inca Yupanqui, cuyo gobierno se
extendió desde 1438 a 1471, comienza la fase propiamente
"histórica" del Imperio Incaico; así denominada por
poseer pruebas
concretas sobre la existencia real de los soberanos
cusqueños, que desde entonces se sucedieron en el poder.
Ya no estamos hablando de personajes mitológicos, sino de
hombres de carne y hueso que dejaron pruebas materiales de
su paso por la vida.
Del mismo modo, a partir de 1438 podemos dar por
iniciada la etapa propiamente imperial, caracterizada por una
rápida expansión territorial y un efectivo control
sobre cientos de etnias vecinas. Así todo es, conveniente
aclarar dos conceptos, que usualmente suelen utilizarse como
sinónimos, sin serlos.
Ellos son: "Cultura Incaica" e "Imperio
Incaico". Éste último tuvo una existencia
limitada y perfectamente circunscripta al período que va
desde la asunción de Pachacuti a la ocupación de
Cusco por Francisco Pizarro, en 1533. Es decir, que, cuando
hablamos de Imperio Incaico, estamos haciendo referencia a
una coyuntura histórica de sólo noventa y cinco
años de duración. En cambio, cuando aludimos a la
"cultura inca" nos estamos refiriendo al conjunto de
creencias, modos de organización, formas de trabajo y
cosmovisión que existen desde, por lo menos, el año
1200 d. C., y aún perduran en la actualidad. Los Estados
mueren, las culturas no.
Con el poder centralizado en la nueva capital imperial,
los incas "históricos", a partir de sucesivas
campañas militares, convirtieron al otrora diminuto reino
provincial en un vasto imperio de más de 3.000.000 de
kilómetros cuadrados, que se extendía, por el
norte, hasta Ancasmayo, en la frontera
ecuatoriana – colombiana; y por el sur, hasta el río
Bío Bío, en Chile. En este imparable impulso
conquistador, los incas convirtieron en sus vasallos a los reyes
de otras regiones. Desde el gran Señorío
Chimú (en la costa norte) y su poderosa capital Chan Chan,
hasta los Qollas y Lupacas, de la región del lago
Titicaca, todos acabaron por someterse al emperador del Cusco. La
difusión de técnicas,
ideología, religión y lengua
aseguró por un tiempo la hegemonía cusqueña,
pero los problemas
internos y externos no tardaron en hacerse presentes.
Segunda Etapa de los "Tiempos Revueltos" (1527 –
1537): A lo largo de estos diez años el Imperio
Incaico advirtió que en realidad era un "gigante con pies
de barro". El espectacular derrumbe del Estado Inca se produjo
por una serie de motivos que pueden dividirse en dos tipos: las
causas visibles y las causas profundas.
Los fundamentos visibles son bien conocidos y fueron: la
guerra
fratricida que mantuvieron Atahualpa y Huascar (sucesores al
trono), tras la muerte del
Inca Huayna Cápac en 1527; la llegada de las huestes
españolas al dividido territorio peruano, y la captura del
Inca Atahualpa en la ciudad de Cajamarca en 1532; y la
superioridad tecnológica europea referida a sus armas (arcabuces,
perros,
caballos, enfermedades). Pero, si bien
estas razones pesaron en los acontecimientos, no fueron las
únicas que determinaron el triunfo de los
españoles.
Existieron otros elementos que actuaron de manera
decisiva, y constituyeron las causas profundas. Ellas fueron: la
falta de integración nacional (los aborígenes no
tuvieron nunca conciencia de
unidad frente al peligro extranjero, ésta surgiría
muchísimo tiempo después de desaparecido el
Tahuantinsuyu); la carencia de cohesión entre los grupos
étnicos; el creciente descontento de los grandes
"señores provincianos" frente a la política de los
soberanos cusqueños; la permanencia de grandes
señoríos étnicos, a los que el estado Inca
sólo les reclamaba reconocimiento y fuerza de trabajo (los
cusqueños en ningún momento procedieron a anular
las singularidades de los territorios que incorporaban al
Imperio); la competencia entre las panacas o familias reales
incas (que reclamaban tierras, mano de obra y honores de manera
constante para mantener la fidelidad al Inca reinante) y un
imperio que se había extendido demasiado, como para
mantenerlo controlado exitosamente.
A la llegada de los europeos el Tahuantinsuyu ya
mostraba signos de
decadencia. Evidentemente, cuando decimos que una sociedad
está en decadencia nos referimos a algo que ha ido mal
dentro de su propia estructura, o en las relaciones entre los
diversos grupos que la componen. Aún así, cada
decadencia es un caso propio, y para comprenderlas hay que
estudiarlas en su individualismo histórico, lo que no
quita que encontremos algunas notas características
comunes en todas ellas: las dificultades económicas, la
pérdida de preeminencia política, la
declinación y muerte. Y
estos puntos, de una u otra forma, se dieron en la fase final del
Incanato.
Sería sencillo analizar las decadencias causadas
por catástrofes, pero, por lo general estas calamidades no
son respuestas suficientes para explicar la decadencia de una
civilización. Las desapariciones de imperios por
catástrofes son extraordinariamente raras en historia.
Comúnmente, la cuestión se explica como una "falta
de respuesta al reto", y son factores internos los que determinan
la debilidad estructural de un Estado para que éste pueda
sucumbir a una invasión externa.
Cubierta en su mayor parte por el denso follaje de la
selva, la ciudad de Vilcabamba "La Vieja" encierra una historia
muy poco conocida. Sus ruinas testimonian mucho más que la
destreza arquitectónica de los incas; son el
símbolo de una resistencia activa y duradera que ha
quedado al margen en la mayoría de los manuales que
tratan sobre la Conquista del Tahuantinsuyo, por las huestes
españoles de Francisco Pizarro; o bien le dedican
resumidos comentarios en las últimas páginas de los
libros.
Afortunadamente, desde hace algunos años, temas que antes
eran marginales en la historiografía de la América
prehispánica y colonial son ahora importantes y han pasado
a acaparar el esfuerzo de muchos historiadores y
arqueólogos. Uno de esos temas es el de los incas de
Vilcabamba, tan rico en matices como en
problemáticas.
Dado que explicar y describir todo el proceso de
descubrimiento y conquista del Perú puede resultar una
tarea demasiado extensa y complicada, y puesto que ya existen
trabajos excelentemente documentados al respecto, he decidido
remitir al lector a que los consulte, en caso de que sienta
interés
y curiosidad por conocer los pormenores de tan significativo
momento histórico. De todas formas, se me hace necesario
recrear mínimamente el panorama general que vivía
el tambaleante Tahuantinsuyu, momentos previos a que Vilcabamba,
y la resistencia desde ella desplegada, entraran en
escena.
El Perú fue descubierto por Occidente en el
año 1528, cuando un grupo de españoles provenientes
de la ciudad de Panamá
(fundada en 1523) y al mando de Francisco Pizarro, desembarcaron
en sus costas septentrionales.
El capitán, autorizado por la corona
española para descubrir y conquistar nuevas tierras,
había llegado en un pequeño carabelín a la
ciudad de Tumbes, que por aquel entonces era un espléndido
centro provincial inca. Tras ser recibido por el gobernador
quechua, quién aparentemente se cuidó mucho de no
revelar ninguna noticia sobre su pueblo (e informara al emperador
Huayna Cápac sobre los extraños visitantes), los
españoles prosiguieron su avance hacia el sur en un
navío que, conforme consta, causó sorpresa en todas
las sociedades aborígenes costeras, a la sazón bajo
el yugo inca. Todos aquellos que fueron testigos de su paso, la
definieron como una "torre o casa flotante", y no pocos
creyeron que se trataba de la gran balsa que traía a los
emisarios del legendario dios Viracocha, que regresaba tal como
prometían los mitos.
Todo el viaje transcurrió sin problemas, siendo
recibidos con ceremonias y regalos; hasta que, cerca de la
desembocadura del río Santa, próximo al actual
pueblo de Chimbote, la marinería se amotinó,
negándose a proseguir el avance hacia lo desconocido. Ante
tal situación, Pizarro pegó la vuelta hacia el
norte, no sin antes tomar posesión de toda la costa en
nombre del rey Carlos V y sin haber sabido nada del fabuloso
imperio que existía a sólo días de la franja
costera.
Pero los españoles dejaron algo más que
una sorprendente impresión en el litoral peruano. Con su
sola presencia en la zona, depositaron un terrible virus, del que ni
siquiera ellos mismos eran conscientes: la viruela. Y fue esta
peste, tras la partida del europeo, la que arrasó con
cientos de miles de aborígenes, incluyendo al
mismísimo Inca Huayna Cápac y al heredero nombrado
al trono, Ninan Cuichi. Estas dos muertes produjeron tal
vacío de poder que terminarían constituyendo el
inicio de la cruenta guerra civil que estallaría entre dos
de los hijos del Inca muerto: Atahualpa (con su base de operaciones en la
ciudad de Tumebamba, Ecuador) y
Huáscar (desde la capital imperial del Cusco).
Simultáneamente, aprovechando el enfrentamiento
fratricida, varias etnias y aristocracias locales se sublevaron
contra el dominio
cusqueño, desarrollándose así un
enfrentamiento de descomunal violencia.
Tras tres años de ausencia (1528-1531), y
después de haber recibido las capitulaciones que le
otorgaban la facultad de seguir su descubrimiento y conquista,
Francisco Pizarro y sus socios, desembarcaron una vez más
en la costa norte del Perú (20 de enero de
1531).
Desde la gran isla de Puná, y después de
fuertes enfrentamientos y matanzas contra los habitantes del
lugar, los conquistadores atacaron Tumbes. Estaban decididos en
seguir hacia delante. Los sueños de riquezas, honores,
fama y tierras constituían los motores primarios
del avance. Por otra parte, las corazas de acero, los
ensordecedores arcabuces (de gran impacto psicológico
sobre los indios), los caballos (desconocidos en América)
y los perros, terminaron otorgándoles caracteres divinos.
No había dudas de que los "barbudos" eran dioses que
venían en ayuda de aquellos pueblos que soportaban la
opresión inca; y por ello recibieron el incondicional
apoyo de numerosas sociedades costeras. Ahí estuvo la real
fuerza de los españoles, quienes sin los miles de "indios
amigos" que los secundaron muy poco hubieran podido haber hecho
contra los disciplinados ejércitos del Inca.
Informado por sus espías, Atahualpa
subestimó a la fuerza invasora. Su atención estaba dirigida hacia la guerra
que libraba contra su hermanastro, Huáscar, y
aparentemente no consideró problemática la
presencia de los doscientos treinta españoles en sus
costas; que, por lo demás, lejos estaban de ser "dioses"
puesto que "enfermaban y morían", tal como lo precisaban
sus informantes.
Entre tanto, Pizarro, enterado ya de la guerra civil que
desangraba al imperio, se aprovechó de las circunstancias
consumando pactos y uniones con las diversas etnias que se
encontraba a su paso. Como bien señala Juan José
Vega, "El avance español no
fue una guerra, sino un desfile triunfal", en el que
colaboraron con aquellos pueblos que se rendían a sus
encantos y promesas; y destruyeron (o ayudaron a destruir) a los
que les negaban obediencia.
En ese ínterin, el enfrentamiento entre los incas
hermanos tomaba una inesperada dirección. Huáscar, que había
tenido desde el principio exitosos triunfos en el campo de
batalla, fue derrotado y apresado por los capitanes de su
hermano, en agosto de 1532. Posteriormente, Cusco fue ocupada por
los atahualpistas, ejerciéndose sobre los partidarios del
vencido soberano cusqueño severas represalias. El Ombligo
del Mundo había caído y la situación militar
se inclinaba irremediablemente a favor de Atahualpa. Fue
recién entonces cuando éste puso su atención
en los españoles e, interesado por conocerlos,
resolvió atraerlos hasta el tambo de Cajamarca, sitio en
el que había levantado su campamento y base de operaciones
bélicas.
Los emisarios del Inca fueron los encargados de llevar a
cabo la invitación, y en setiembre de 1532, sin advertir
las futuras consecuencias de tal decisión, Atahualpa les
abrió a los conquistadores españoles las puertas de
su Imperio.
Tras un largo y azaroso viaje desde la costa, Pizarro y
ciento setenta de sus soldados, arribaron a las montañas
de Cajamarca, una lluviosa tarde del 15 de noviembre de 1532.
Acamparon en la plaza del tambo y, de inmediato, se envió
una comisión hacia el campamento del Inca (ubicado en las
afueras de la ciudad) para invitarlo a cenar. El soberano
rechazó la invitación, por estar ayunando, y les
comunicó que iría a verlos al día
siguiente.
Durante las siguientes veinticuatro horas, tanto Pizarro
como Atahualpa prepararon sus respectivas celadas. Por lo que se
sabe, no existía de parte del inca la intención de
recibir pacíficamente a los "barbudos", y menos aún
someterse dócilmente a ellos. Su objetivo era
cercarlos y destruirlos de un solo golpe. Jamás se
mostró Atahualpa temeroso ante los europeos; por el
contrario, los testimonios escritos dejados por testigos
presenciales, lo muestran altivo, arrogante y totalmente
escéptico respecto del origen divino de los "viracochas
blancos". Por su parte, Francisco Pizarro mandó
secretamente a todos sus soldados a que se armasen y tuvieran los
caballos ensillados, dentro de las posadas que rodeaban la gran
plaza cercada de Cajamarca.
Cuando en el crepúsculo del 16 de noviembre de
1532, Atahualpa finalmente ingresó en el recinto, rodeado
de soldados y de todo el boato y parafernalia ritual de nuevo
Inca, estaba decidido a humillar y castigar a los
españoles por los crímenes cometidos en la costa.
Lo que no podía imaginar era que las Cuatro Partes o
Rumbos del Mundo estaban a punto de caer en manos de esos
enemigos que él mismo definiera como débiles y
"poca cosa".
El Elemento sorpresa fue esencial. En determinado
momento, mientras el Inca intercambiaba gestos con el padre
Valverde, y rechazaba airadamente la Biblia que éste le
ofreciera, los españoles arremetieron con violencia contra
él, bajo el estruendo de los arcabuces, que semejaban
truenos, y seco ruido de los
cascos de los caballos, que parecían monstruos impensables
montados por figuras de brillante acero. Los soldados incas
corrieron desesperados, en medio de una sangrienta matanza. Y
para cuando todo hubo terminado, Pizarro tenía prisionero
al todopoderoso soberano del Tahuantinsuyu.
Poco después de estos trágicos hechos, se
debió de llevar a cabo el regateo entre el jefe
español y Atahualpa, sobre los términos de un
rescate en oro y plata,
para dejar a éste último en libertad.
La captura del Inca fue recibida con júbilo por
los partidarios de Huáscar en Cusco; aunque no por mucho
tiempo: desde su prisión, Atahualpa mandó,
secretamente, a ejecutar a su hermanastro prisionero. Fue
entonces cuando un grupo de hijos del ex – soberano Huayna
Cápac decidió elegir al joven Manco Inca
Yupanqui como sucesor de la borla real.
En Cajamarca, las remesas de oro prometidas por
Atahualpa llegaban con atraso, razón por la que Pizarro
decidió enviar dos expediciones para agilizar los
trámites: una, al centro ceremonial costero de Pachacamac
(que fue saqueado y destruido) y la otra, al Cusco.
Para mediados de junio de 1533 se pudo finalmente reunir
el rescate exigido y Pizarro, haciendo caso omiso a su promesa,
acusó al inca de conspirar contra él y lo
mandó a ejecutar, tras una parodia de juicio. Atahualpa
fue agarrotado el 26 de julio de ese año en la gran plaza
de Cajamarca.
Ahora debían marchar hacia la capital con todas
las fuerzas; y para ello, Pizarro y los suyos, decidieron nombrar
al príncipe Túpac Hualpa como Inca títere
obediente de los peninsulares. Se pusieron en marcha en el mes de
agosto de 1533, pero a poco de dejar Cajamarca Túpac
Hualpa murió inesperadamente (probablemente envenenado por
los propios incas).
Entre tanto, la guerra entre atahualpistas y los
partidarios de Huáscar continuaba
solapadamente.
A poco de llegar al Cusco, la hueste conquistadora
europea se topó con los ejércitos de un
capitán de Atahualpa, librándose una cruenta
batalla. Pero no debemos confundir los tantos: en ella los
principales contrincantes fueron los propios incas entre
sí, ya que los españoles actuaron como meras
fuerzas mercenarias.
Vencidos y replegados los atahualpistas, Pizarro fue
recibido por Manco Inca Yupanqui en el pueblo de Xaquixaguana, el
12 o 13 de noviembre de 1533. En este encuentro, según
relata un cronista, Manco y Pizarro se "confederaron"
contra la gente de Atahualpa, y el español
reconoció la autoridad del
soberano recientemente elegido. Muchos funcionarios
cusqueños se oponían a dicha unión (entre
ellos la segunda personalidad
más poderosa de la sociedad incaica: el Wilca Oma o Huilca
Huma, Sumo sacerdote del Sol), pero debieron acatar la
resolución del Inca, quien internamente confiaba quitarse
de encima a los españoles una vez consolidado su
poder.
Así pues, al día siguiente, el 14 o 15 de
noviembre, Manco Inca y su nuevo aliado, Francisco Pizarro,
entraron triunfalmente en la ciudad sagrada del Cusco.
LOS
ÚLTIMOS DÍAS DEL CUSCO INCAICO
Entre noviembre de 1533 y mayo de 1534, los
españoles cumplieron con lo prometido desarticulando y
finalmente venciendo al bando atahualpista, que mantenía
una fuerte resistencia desde el actual territorio de Ecuador. Con
esta victoria el poder de Manco Inca Yupanqui se
consolidó, aunque no por mucho tiempo.
El comportamiento
de los españoles en el Cusco estaba lejos de ser el de un
aliado respetuoso. Se movían por la ciudad a su antojo,
violando lugares sagrados, tomando mujeres y despreciando
altivamente a muchas personalidades de la aristocracia quechua.
Se mostraban como lo verdaderos dueños del Cusco. Estos
hechos puntuales fueron los que le demostraron a Manco que la
partida de "Viracochas", instalados a su lado, no era lo que
parecía ser. Gradualmente se advertía que los
"aventureros – mercenarios" de las primeras horas eran en
realidad la avanzada conquistadora del lejano reino que llamaban
España.
Manco no se apresuró. Debía aguardar el
momento oportuno para quitarse de encima a sus desleales vecinos.
Éste pareció llegar a mediados de 1535, cuando,
tras el regreso de Francisco Pizarro a la costa (a la ciudad de
Lima, fundada en febrero de ese año) y la ida de su socio,
Diego de Almagro, en campaña de conquista hacia el
Collasuyu, el Cusco quedó con una pequeña
guarnición de soldados españoles.
Pero la capital imperial era un nido de intrigas y no
faltó el traidor (un "indio de servicio") que
alertara a los peninsulares sobre la conspiración que se
planeaba. De inmediato, y sin considerar en absoluto la dignidad de su
cargo, los españoles tomaron prisionero al Inca,
colocándole cadenas en el cuello y metiéndolo en la
cárcel.
Tras un intento de fuga, en el que participaran
activamente varios miembros de la elite quechua, Manco fue
re-capturado, con terribles represalias, tanto para él
como para sus seguidores. Fueron torturados, vejados y se les
exigieron rescates cuantiosos bajo la amenaza de ser
"quemados vivos". El propio Inca recibió la
mayor de las humillaciones cuando los soldados que lo custodiaban
orinaron y cagaron sobre su cara. Para enero de 1536 las
relaciones con el Inca estaban rotas. Los nuevos dueños
del Cusco continuaron con sus tropelías, denigrando a
la
personalidad más sagrada y respetada de la sociedad
aborigen.
Numerosos curacas provinciales se levantaron en armas
contra la opresión española, asesinando a varios
soldados europeos y solicitando la libertad y restitución
del Inca preso. La respuesta no se dejó esperar: la
mayoría fueron capturados y ajusticiados, generando un
mayor recelo en contra del invasor.
En tanto, Manco y su Sumo Sacerdote, seguían
tramando, desde las rejas, la evasión del Cusco; y llegado
el momento, le tendieron una trampa a Hernando Pizarro (hermano
de Francisco y encargado de la ciudad en ausencia de
éste).
Según varias versiones, el Inca alimentó
la codicia del capitán regalándole objetos de oro
de gran valor; y
cuando supo que se había ganado la confianza del
español, le dijo que en una fiesta que se
celebraría en el Valle de Yucay sacarían de un
escondite la estatua de oro macizo de su padre Huayna
Cápac, y que quería obsequiársela. Hernando
no pudo resistirse a tremenda fortuna y lo dejó salir del
Cusco, para que le trajera aquella famosa obra de
orfebrería aborigen.
Manco escapó de la ciudad el día 18 de
abril de 1536, en compañía del Sumo Sacerdote y
varios capitanes. Se dirigió al pueblo de Calca, sito en
el valle de Yucay; y lejos de buscar la estatua prometida,
convocó una reunión con todos sus seguidores en la
que se juramentaron luchar hasta la muerte contra los
españoles y sus aliados. Era el primer acto de resistencia
activa que protagonizaba un Soberano cusqueño.
Comprendiendo tardíamente su error, Hernando
Pizarro salió del Cusco con el ánimo de volver a
capturar a Manco, pero los ejércitos del Inca lo atacaron,
obligándolo a refugiarse en la ciudad. Entonces, temeroso,
el español observó cómo, las tropas de las
cuatro regiones del Imperio, lo cercaban totalmente
Según refieren los cronistas del siglo XVI, un
total de 50.000 a 100.000 hombres de guerra rodearon la ciudad; y
para principios de mayo de 1536, el cerco estaba terminado,
pudiéndose ocupar el Cusco sin temor al fracaso. Pero un
error táctico desbarató todo.
Manco, que dirigía las operaciones desde Calca,
mandó a frenar el ataque, aduciendo que deseaba dejar a
los españoles en el mismo aprieto que él
había tenido que sufrir, y prometiendo ir en persona al
día siguiente para darles el golpe final. Jamás
habían estado los incas tan cerca de terminar con la
conquista española en la sierra, y nunca más
tendrían esa oportunidad.
La decisión, aunque acatada (venía del
mismo Inca), no fue bien recibida por los capitanes. La demora,
efectivamente, les dio tiempo a los peninsulares para organizarse
mejor y resistir con éxito
durante un buen tiempo.
Cuando el 6 de mayo los incas llevaron a cabo el asalto
al Cusco, los españoles ya estaban prevenidos y se
habían parapetado en el reducido perímetro de la
gran Plaza de Armas, y sus edificios vecinos. Desde allí,
rechazaron los ataques durante una larga y angustiante semana.
Cercados y a punto de ser vencidos, los españoles, con el
apoyo de ciertos indios colaboracionistas, lanzaron un golpe
desesperado, que terminó convirtiéndose en un
"golpe de suerte", al poder tomar la "fortaleza" de Sacsahuaman,
la egregia construcción mandada a iniciar por el Inca
Pachacuti, varios años atrás, con el objeto de
conmemorar la victoria sobre los Chancas.
Pero el poder e influencia de Manco todavía no
estaban destruidos.
En Lima, y al enterarse del alzamiento, Francisco
Pizarro ordenó que varias columnas de militares
españoles marcharan en auxilio de su hermano. El plan no
resultó. Los ejércitos incaicos vencieron en el
camino a las expediciones ibéricas; y no sólo eso,
también asediaron y atacaron a la mismísima Ciudad
de los Reyes (agosto de 1536). Pero Lima estaba fuertemente
defendida y, tras unos días, los capitanes incas
levantaron el cerco y regresaron a la sierra.
Envalentonados por la "victoria" los españoles,
tras recibir refuerzos de Ecuador, Panamá,
Centroamérica y el Caribe, iniciaron la marcha de varios
meses hacia el Cusco, con el objeto de romper el sitio y
recuperar la ciudad. Este avance conquistador estuvo marcado por
la revancha y el odio. Se tomaron esclavos, se incendiaron
pueblos y se quemaron vivos a cuanto partidario del Inca
encontraron por el camino.
Por su parte, Almagro y su ejército (que
había marchado hacia el Collasuyu), regresaba ofuscado por
su fracaso, y en abril de 1537 ocupaba la ciudad del Cusco,
poniendo tras las rejas a los hermanos de Pizarro. Era el
preludio a una nueva guerra civil, esta vez entre los propios
conquistadores españoles.
Ya había muy poco que hacer. El proyecto de
Manco, de recuperar su capital, hacía agua por todas
partes. Las iniciales ventajas comparativas se habían
desperdiciado y ahora no quedaba otra cosa que levantar el cerco.
Por otra parte, ya empezaba a sentirse la falta de alimentos en las
propias filas del ejército sitiador, y parte del mismo
debió regresar a sus tierras para cultivarlas. Entendiendo
que ya no era posible mantenerse en una situación
ofensiva, Manco Inca Yupanqui decidió terminar con el
asedio y se dirigió, con toda su comitiva y guerreros, al
nuevo cuartel general en la fortaleza de Ollantaytambo, en el
valle de Yucay y al borde mismo de la selva.
Hacia junio de 1537, siendo consciente de que
sería imposible hacer frente a los españoles desde
su nueva base militar, Manco se retiró a la
difícil, estratégica y casi infranqueable
región de Vilcabamba.
Se iniciaba, entonces, una resistencia larga y
desgastante que demandaría la constante atención de
Manco, y de tres incas sucesivos, desde 1537 a 1572.
Según un gran número de cronistas, entre
ellos el fidedigno Juan de Betanzos (1551), el control incaico
sobre las regiones del Antisuyu había sido inaugurado por
Túpac Inca Yupanqui, allá por 1476. Sin embargo, se
atribuye también esta conquista al gran Pachacuti, el
noveno Inca y fundador del Tahuantinsuyu. Al respecto, el
arqueólogo e historiador norteamericano John Rowe afirma
que Pachacuti, tras la campaña militar victoriosa sobre
los Chancas en las cercanías de Cusco (1438),
decidió crear, en el actual valle del río
Vilcabamba, fortificaciones y tambos (centros administrativos)
con el objeto de mantener la frontera con el enemigo controlada.
Como producto de
esas intenciones habría sido fundado Vitcos, fortaleza
levantada en la cumbre de un cerro (hoy conocido como
"Rosaspata") y desde el cuál era posible no sólo
controlar el acceso al territorio de Vilcabamba, sino enviar
escuadrones de soldados contra los debilitados Chancas, ubicados
al norte (hoy departamento de Ayacucho).
Por otra parte, en ese inicial ímpetu
expansionista, Pachacuti encontró la zona ideal para
edificar la ciudadela más famosa de los incas: Machu
Picchu. En ruta hacia Vitcos, esta magnifica obra de arquitectura, hoy
considerada Patrimonio
Histórico de la Humanidad por la OEA, se
levanta varios kilómetros al norte de Ollantaytambo, en el
valle del río Urubamba.
Pero Manco Inca no pasó por Machu
Picchu cuando huía de los españoles, casi cien
años después. La ruta de su predecesor había
sido distinta.
¿Qué ruta siguió Manco Inca
Yupanqui, en 1537?
Cuando en 1438, en su persecución de los Chancas,
Pachacuti arribó al valle de Vilcabamba, el camino que
seguirían las tropas de Manco no era conocido. Sólo
mucho más tarde se descubriría la ruta de que
usarían los últimos incas; convirtiéndose en
la preferida, por ser menos abrupta, difícil y mucho
más poblada. Esto explicaría por qué los
españoles (que siguieron al inca rebelde) nunca se toparon
con Machu Picchu.
Al momento de abandonar Ollantaytambo (junio de 1537),
Manco Inca viró hacia el este, tomando el trayecto que
lleva al Abra de Málaga (o Panticalla), para luego
remontar el valle del Amaybamba hasta llegar al puente de
Chuquichaca (o Choquechaka), la entrada misma a la región
de la resistencia [ver mapas]. El
antiguo sendero por el Urubamba (seguido inicialmente por
Pachacuti) había entrado en desuso, por las razones arriba
nombradas.
Pero, ¿qué características
tenía el territorio de Vilcabamba, para ser seleccionado
por Manco Inca?.
En primer lugar, era una región marginal, de
frontera; desolada y con ciertas características naturales
que la convertían en una "zona refugio" ideal. En ella era
posible la protección que brindaban tanto las
montañas, los glaciares como la selva; al tiempo que era
posible explotar los diferentes pisos ecológicos que
existían (existen), con su consiguiente
diversificación de productos.
En segundo término, las innumerables quebradas y
difíciles caminos de cornisa, constituían sitios
perfectos para las emboscadas y la puesta en práctica de
una táctica profusamente usada por los incas: la guerra de
guerrilla. Estas condiciones fueron las que les permitieron a
Manco y sus descendientes detener a los europeos en el puente de
Choquechaka; haciendo de los valles, de los río Vilcabamba
y Pampaconas, sitios prácticamente
inexpugnables.
¿Qué otros factores fueron los que los
empujaron hacia las selvas del oriente?.
Más allá de los motivos tácticos y
estratégicos señalados, cuando se analiza el
comportamiento de un pueblo tan diferente al nuestro (y al de los
españoles de aquel entonces) se vuelve inevitable tener
que considerar variables que,
a primera vista, pueden resultarnos fuera de lugar. Estamos
tratando con una forma de vida que nos es ajena; con tecnología,
organización social, política y económica
que, aún después de tantos años de estudios,
siguen apareciendo turbias en muchos de sus aspectos. Es que nos
encontramos ante una sociedad que no compartió nuestra
actual cosmovisión antropocéntrica, y que su "forma
de ver el Mundo" (y de verse en el mundo) se hallaba en las
antípodas, respecto de la
nuestra.
Para los incas la religión y el mito eran la
forma "natural" de entender los acontecimientos y darle sentido a
todos sus actos. Nada quedaba al azar y la ritualización
no se excluía de las decisiones militares (como hemos
visto en el cerco del Cusco), ni mucho menos del destino de una
"huida" que, como la de Manco, estaba tan cargada de
significado.
El joven Inca intentaba reeditar, o al menos sostener,
lo que quedaba del Tahuantinsuyu. Había abandonado su
adorado Cusco, dejado atrás el precioso Coricancha (Templo
del Sol), y por más que portaba las momias de los Incas
precedentes (consideradas inapreciables objetos de poder sagrado,
huacas), no es lógico pensar que se dirigiera hacia una
región que careciera de un alto valor mítico –
religioso. Como bien dijo Mircea Eliade, en su libro El Mito
del eterno retorno, "El mundo arcaico ignora las
actividades profanas: toda acción
dotada de sentido participa de un modo u otro con lo
sagrado".
Los numerosos núcleos, construcciones y lugares
que están comprendidos por el área de Vilcabamba
denotan un singular peso religioso, ya sea por su
ubicación, orientación, forma o técnicas
usadas en la edificación de los mismos. Los sitios
rituales ("mochaderos", según las crónicas
españolas) aún pueden observarse, pocas son las
corrientes de aguas o cerros que no hayan sido depositarias de un
reverencial respeto (que hoy
se mantiene).
No cabe duda, pues, de que Vilcabamba tomó parte
activa en una geografía sagrada que mucho
influyó en la decisión de Manco, al hacerla su
residencia permanente. El hecho de que el propio soberano fuera
al frente del grupo exiliado, nos está marcando una clara
acción ritual: la imposición del "orden" en el
espacio que pretendía convertirse en el núcleo
originario de un nuevo imperio.
Si atendemos al carácter cíclico de la
cosmovisión andina, el repliegue de la elite incaica en
esa zona, tras el desastre frente a los españoles, resulta
un hecho significativo ya que implicaría sumergirse en el
"otro lado del mundo", un lado caótico, informe y poco
controlado, requisito indispensable para reanudar ritualmente el
"cosmos" y aspirar a un retorno al antiguo orden.
Por otra parte, el mismo nombre de "Vilcabamba" posee
una raíz ligada a lo trascendente.
Según Hiram Bingham (descubridor de Machu
Picchu), la palabra deviene de la conjunción de dos
vocablos quechuas: "huilca" y "pampa". El primero,
haría referencia a un árbol subtropical utilizado
como medicina
purgante del cuál también se preparaba un polvo
narcótico de aplicación nasal (cohoba), que
producía una especie de intoxicación o estado
hipnótico, acompañado con visiones consideradas
sobrenaturales. El segundo término, "pampa",
implicaría un terreno plano. Por consiguiente, para el
célebre historiador norteamericano, "Vilcabamba"
significaría: "Pampa en que crece la
huilca".
Pero el término "huilca" (también
willka o villca) tiene otras acepciones más
explícitas, para denotar la profunda carga religiosa del
mismo.
Luis E. Valcarcelobserva que la palabra willka
antecedió a Inti, para denominar al sol; que, como
es sabido, desde los tiempos de Pachacuti se convirtió en
la deidad oficial del Tahuantinsuyu. Incluso el río
más sagrado del valle de Yucay, el Urubamba, era conocido
antiguamente con el nombre de Willkamayu o Vilcamayo, el
Río Sol.
Finalmente, poseemos una última traducción que, a partir de
sinónimos en quechua, recrea la acepción que, a
nuestro entender, es la más completa y correcta.
Ésta sostiene que "villca" es un término de
parentesco recíproco que significa "bisabuelo" y
"bisnieto", y por extensión "antepasado" y
"descendiente". Como los incas practicaron un complicado
culto a los antepasados, los mismos eran considerados sacros (ya
vimos la importancia que tenían las momias), por lo tanto
eran huacas. Si "villca", entonces, es sinónimo de
"huaca" estamos frente a una palabra que tiende a designar el
genérico concepto de "lo
sagrado". En consecuencia, Vilcabamba podría traducirse
como "La Pampa Sagrada".
Naturalmente, con la llegada de Manco y su
séquito, el
prestigio, ya no militar, sino religioso de toda la región
se vio ensalzado por la presencia del Inca y las prácticas
rituales que se desplegaron en toda la zona. Vilcabamba "La
Vieja", la última capital, se convirtió en el
centro de las celebraciones religiosas y asiento de las
todopoderosas momias o "bultos" de los soberanos (antepasados)
fallecidos.
Como el propio Juan de Betanzos afirmaba en 1551: "…lo
que entienden allí donde están es en hacer toda la
vida sacrificios y ayunos y idolatrías gentilicias a sus
guacas e ídolos y en hacer todas las demás sus
fiestas según que se hacían en el Cuzco en tiempos
de los Yngas pasados según que se lo dejó orden
Ynga Yupangue…".
Estas prácticas y creencias serían muy
difíciles de erradicar después de la victoria
española en 1572.
VILCABAMBA "LA VIEJA": RESISTENCIA Y
OCASO.
Una vez abandonado Ollantaytambo, Manco guió a
sus seguidores por el valle de Amaybamba, región que
fortificó para evitar que las tropas españolas,
enviadas por Almagro, le dieran un fácil alcance.
También procedió a romper puentes y diques con el
objeto de retrasar el avance de sus enemigos. Estas tareas no le
impidieron enviar un mensajero al Cusco para pedirle a su hermano
Paullu (asociado con Almagro y nombrado, por éste, "Inca")
que abandonara a los "viracochas" y se le uniera en la lucha.
Paullu se negó y Manco, tras cruzar el río Urubamba
por el puente de Choquechaka, se internó en la
región de Vilcabamba.
Cuando llegó a la fortaleza de Vitcos
decidió permanecer en ella, pero las huestes
españolas enviadas desde el Cusco, y al mando de Rodrigo
Orgoñez, consiguieron rodear el cerro en el que se
levantaba el refugio y, en un ataque sorpresa, pudo tomar
prisioneros a varios miembros de la familia
real (al pequeño hijo de Manco y su esposa, entre otros).
El Inca logró evadirse, internándose en los
glaciares y dirigiendo sus pasos hacia la zona tropical, en donde
se levantaba su capital de la resistencia.
Orgoñez, por su parte, recibió la orden de
regresar a Cusco, para poder acompañar a Diego de Almagro
a Lima y conferenciar con su ex – socio Francisco
Pizarro.
Durante aquel año de 1537, Manco Inca se
ocupó de organizar, desde Vilcabamba, una efectiva guerra
de guerrillas contra las haciendas y poblados españoles.
La seguridad de los
peninsulares empezó a tambalear en muchas regiones de la
sierra. La "Cuestión Vilcabamba" se volvía un serio
problema, en tanto que otros nuevos debilitaban la efectiva
ocupación del territorio por parte de los peninsulares. De
todos ellos, la guerra civil, desatada entre los mismos
españoles, fue algo que, seguramente, llenó de
alegría y optimismo al propio Inca.
El triunfalismo de Almagro duró poco. Tras el
fallido viaje a Lima, debió regresar huyendo al Cusco y,
tiempo más tarde fue vencido por los pizarristas,
encarcelado, enjuiciado y sentenciado de muerte el 8 de julio de
1537. Su fiel amigo Paullu cambió de bando sin
remordimiento ni culpa.
Gonzalo Pizarro (otro de los hermanos de Francisco) era
ahora quien controlaba la antigua capital. Después de
tener sendos triunfos sobre varias arremetidas incaicas,
decidió organizar una expedición para internarse
más allá del puente de Choquechaka y atacar a Manco
en sus propios territorios.
En julio de 1539, Gonzalo Pizarro y Paullu entraron en
el valle de Vilcabamba y tras sufrir emboscadas terribles,
escapando por milagro de los ataques del Inca, debieron regresar
sobre sus pasos, sin pena ni gloria. Se dice que el Inca se dio
el lujo de desafiarlos, haciéndole burlas y gritando:"
Yo soy Manco Inca; yo soy Manco Inca". En represalia,
Gonzalo ordenó la muerte de Kura Oqllo, la esposa de
Manco, capturada en Vitcos. El odio del Inca por los invasores se
agigantó, emprendiendo, entre 1540 y 1541, una feroz
campaña contra ellos. La fama de Manco creció y se
convirtió en el símbolo mismo de la
resistencia.
En 1541, un grupo de almagristas tomó venganza
asesinado al mismísimo Francisco Pizarro, pero debieron
huir a la selva. Manco, entendiendo las ventajas que
obtendría recibiendo a los fugitivos, les dio asilo en sus
propias tierras. Se dice que los siete españoles le
enseñaron al Inca el uso de las armas de fuego, la
equitación y el juego de
bolos, ajedrez y
damas, entablando con él lazos interesada
amistad.
En tanto, el poder de los conquistadores en el
Perú entraba en su fase final. La Corona, deseosa de
controlar directamente sus posesiones, sin tener que lidiar con
esa nueva aristocracia guerrera nacida de la conquista, colocaba
al licenciado Vaca de Castro como nuevo gobernador del
Perú. Éste inició tratativas
diplomáticas con el Inca pudiendo evitar nuevos ataques a
las propiedades españolas, así como encausar las
negociaciones hacia lo que el funcionario llamaba la
"paz".
Pero muy poco duró esa situación. Dos
años más tarde, en 1544, el rey de España
enviaba a su más alto representante hacia América:
el primer Virrey del Perú, Blasco Nuñez Vela, cuya
misión
consistía en aplicar las Nuevas Leyes de
Indias (promulgadas en 1542), por las cuales se
pretendía acabar de una vez y para siempre con el abuso de
encomenderos y conquistadores. La respuesta no se dejó
esperar: éstos se levantaron en armas e intentaron echarlo
del Perú.
Mientras los peninsulares luchaban entre sí, en
las cordilleras de Vilcabamba se estaba gestando una
traición. Los siete soldados almagristas, que
vivían en la corte del inca, decidieron tenderle una
trampa y a fines de 1544, o principios de 1545, tras un juego de
bolos en la plaza de la fortaleza de Vitcos, lo asesinaron a
sangre
fría.
La muerte de Manco Inca Yupanqui fue rápidamente
vengada (los asesinos fueron decapitados), pero la pérdida
de tan insigne líder
debió crear confusión y temor en la "zona refugio";
situación que sólo se estabilizó tras la
elección del nuevo soberano: su hijo mayor, Sayri
Túpac.
Entre 1545 y 1555, Sayri Túpac, que
contrariamente a su padre era poco afecto a la guerra, se mantuvo
en Vilcabamba sin molestar a los peninsulares, aunque sosteniendo
la tradicional actitud de
resistencia ante el poder español.
Cuando el conflicto
entre los conquistadores y la corona terminó en 1548 con
el ajusticiamiento de Gonzalo Pizarro, las autoridades reales
decidieron inaugurar un período de diplomacia con los
incas rebeldes. El nuevo virrey del perú (desde 1557),
Marqués de Cañete, se propuso sacar
pacíficamente a Sayri Túpac de las selvas en donde
residía, prometiéndole una renta, una encomienda de
indios y tierras en el valle de Yucay. Para ello envió una
comisión, encabezada por Juan de Betanzos, hasta el puente
de Choquechaka. Ésta regresó con una buena noticia:
habían logrado convencer al inca.
En octubre de 1557 Sayri Túpac, contrariando las
opiniones de sus capitanes y sacerdotes, abandonaba Vilcabamba y
con la escolta de trescientos indios se dirigió a Lima,
para conferenciar con el virrey. En enero de 1558, después
de un "amoroso" recibimiento, obtuvo de éste todo
lo prometido y se instaló en su nueva hacienda en Yucay.
Pero sólo un año después, el Marqués
de Cañete supo, por una carta remitida
desde Vilcabamba, que Sayri Túpac no era Inca y que sus
hermanos continuaban manteniendo una férrea resistencia
armada contra España.
El virrey falleció a mediados de 1561, y pocos
meses después Sayri Túpac también
moría en su hacienda, probablemente envenenado.
¿Qué había sucedido?
¿Qué rol jugó el segundo Inca de
Vilcabamba?.
Según indica el historiador y explorador Edmundo
Guillén, varias probanzas y documentos de la
época indican que Sayri Túpac no fue el real
sucesor de Manco y que había decidido arriesgar su vida, y
conferenciar con el enemigo, al sólo efecto de ganar
tiempo y mantener al margen de una invasión a la
región de Vilcabamba.
Hacia 1560, un nuevo soberano dominaba la resistencia
desde la selva. Su nombre: Titu Cusi Yupanqui, y desde las
cordilleras de Vilcabamba implementaría una mayor ofensiva
contra los españoles, reiniciando la guerra de guerrilla y
organizando un gran alzamiento religioso/militar conocido como el
Taqui Ongoy. Éste, era una insurrección general
destinada a expulsar a los españoles del Perú que
unía los aspectos religiosos y militares de un modo muy
particular. El objetivo era restablecer el poder del inca y
restaurar el culto a las huacas, enviando "mensajeros" a todos
los pueblos y anunciando que la venganza de las huacas se
acercaba y que se debía renunciar al cristianismo y
al control peninsular. Como se puede observar, los aspectos
religiosos no se desechaban jamás. "Si la conquista
había sido explicada en términos religiosos (Dios
venció a las huacas), consecuentemente la salida se piensa
en término proporcionales: serán las huacas las
liberadoras y constructoras del nuevo orden".
Si bien su aspecto militar fue rápidamente
desbaratado, el aspecto ideológico/religiosos
(anticatólico) se difundió a gran velocidad,
debiéndose implementar "Campañas de
extirpación de idolatrías" para que las almas
descarriadas de los pobres indios se encausaran hacia el
Paraíso. Así lo creyó la Iglesia
colonial, y se así se hizo.
Para 1564 el Taqui Ongoy había sido desactivado y
los temores de un levantamiento armado contra España, que
involucrara a los pueblos aborígenes desde Ecuador al
norte de Argentina, se había desvanecido. Por ese entonces
el Perú esperaba a un nuevo virrey y era el gobernador
Lope García de Castro el encargado provisional de guiar
los destinos de la colonia; y como consideraba muy peligrosa la
existencia de un Estado dentro del Estado,
entró en nuevas tratativas diplomáticas con Titu
Cusi.
En 1565 se envía a Vilcabamba a un nuevo
mediador, Diego Rodríguez de Figueroa, cuya misión
consistía en intentar convertir al cristianismo al Inca y
convencerlo de que saliera de la región. En mayo de ese
año, Rodríguez de Figueroa consigue atravesar el
puente de Choquechaka, con autorización del Inca, y
reunirse con éste en el poblado de Pampaconas, tras pasar
por Vitcos. Su crónica constituye uno de los mejores
documentos para identificar hoy los sitios arqueológicos
de la zona.
Después de varios de días de charlas,
marchas y contramarchas, Titu Cusi accedió a conversar con
el oidor Juan de Matienzo en el famoso puente, y el 18 de junio
de 1565, a orillas del río Urubamba, se celebró la
importante reunión.
Durante la entrevista,
Titu Cusi pidió ser reconocido oficialmente como Inca y
conservar el derecho a dejar sucesión en el mando.
También reclamó ampliar sus territorios hacia la
margen izquierda del río Apurímac y la derecha del
Urubamba; amén de una renta vitalicia y heredable a sus
descendientes. El funcionario español regateó
durante un tiempo, pero finalmente accedió a las
propuestas, solicitando a cambio que se le permitiera el ingreso
a miembros del clero, para caquetizar Vilcabamba; dejando
abierta, para más adelante, la posible salida del Inca de
sus protegidas selvas. Acordado estos puntos, Matienzo
regresó al Cusco. Había hecho un buen negocio. Tras
tantos años de insistencia, España tendría
ahora una quinta columna dentro del territorio
rebelde.
En 1568, dos frailes agustinos, Fray Marcos
García y Fray Diego de Ortiz, entraron en la
región.
Según consta en las crónicas del Padre
Calancha, fueron bien recibidos por el Inca, pudiendo edificar
dos iglesias: una en la localidad de Puquiura (o Pucyura), en la
base misma del cerro donde se levantaba la fortaleza de Vitcos (y
a "tres largos días de distancia de la ciudad de
Vilcabamba"); la otra, en el pueblo de Guarancalla, a varios
días de camino de la primera.
La labor misionera tuvo éxitos iniciales bastante
significativos. El mismo Inca terminó por bautizarse,
aunque esto puede ser interpretado más como una maniobra
política que como una sincera conversión a la nueva
fe. De hecho, el culto a las huacas no desapareció en
Vilcabamba, situación ésta que enardeció el
celo evangelizador de los agustinos, quienes asumieron una
actitud predicativa que rozaba con la violencia.
Después de una buena convivencia con Titu Cusi
(tanto es así que en febrero de 1570 el Inca le
dictó a Fray Marcos un Memorial en el que contaba
la vida de su padre y la propia), las relaciones empezaron a
deteriorarse, especialmente después de que los sacerdotes
quemaran el adoratorio más reverenciado del valle: la gran
piedra blanca de Yurac Rumi (también conocida como
Ñustahispana).
Enterado de tal sacrilegio el Inca, que estaba en la
capital de Vilcabamba, viajó hasta Vitcos y expulsó
a Fray Marcos (principal instigador del hecho). Su
compañero permaneció con Titu Cusi, muy a pesar del
odio que por él sentían todos los sacerdotes
incaicos.
La suerte de Fray Diego estaba echada.
Muy poco tiempo después el Inca cayó
enfermo y murió (entre fines de 1570 y principios de
1571). El misionero católico fue acusado de haberlo
envenenado y tras recibir un terrible tormento, fue ultimado en
la localidad de Marcananay (o Marcanay) con un golpe en la
cabeza. La historia colonial del Perú poseía ya su
primer mártir.
Muerto Titu Cusi asumió en Vilcabamba su hermano
Túpac Amaru, quien según las crónicas estaba
residiendo en el pueblo de Picchu (probable Machu Picchu), de
donde fue sacado por los partidarios de una guerra total contra
los españoles.
El nuevo Inca cumplió con su cometido, cerrando
el ingreso a la región y reactivando los ataques en contra
de los peninsulares. Pero la situación política del
Virreinato del Perú estaba cambiando a principios de la
década de 1570.
Francisco de Toledo, el flamante virrey, tenía en
mente reorganizar todos los territorios bajo su administración. El Perú debía
asumir el rol de colonia y por eso no era admisible que un grupo
de incas rebeldes pusieran en jaque el prestigio y capacidades
militares del gran Imperio español. Había que
erradicar, de una vez y para siempre, la idolatría
que persistía, como así también una
insurrección que tenía casi treinta y cinco
años de vida.
Cansado y contrariado, Toledo decidió poner punto
final al problema y organizó el más poderoso
ejército de su tiempo para destruir "a sangre y
fuego" a los "salvajes" incas.
A fines de mayo de 1572, una de las tres ramas en que se
había dividido el ejército español,
inició la invasión de Vilcabamba por el puente de
Choquechaka (o Chuquichaca). Avanzaron con rapidez rompiendo toda
resistencia por el valle de Vitcos (hoy valle de Vilcabamba) y,
tras cruzar el abra de Qollpaqasa, entraron en el valle del
río Pampaconas, controlando los diversos fuertes que en
zona se levantaban (por ejemplo, el famoso Wayna Pucara, hoy
perdido en la selva).
Finalmente, en la mañana del 24 de junio de 1572,
los españoles entraron triunfalmente en la ciudad de
Vilcabamba, que los esperaba abandonada y en silencio, mostrando
sus residencias y templos destruidos por el fuego. Túpac
Amaru había escapado.
Después de tomar formalmente posesión de
la ciudad, el capitán general de la expedición
punitiva, Martín Hurtado de Arbieto, mandó a que se
persiguiera al Inca, ofreciendo una suculenta recompensa en
honres y dinero para
aquel soldado que lo aprendiera.
Martín García de Loyola y un grupo de
hombres partió inmediatamente en su búsqueda, y a
unas cincuenta leguas de Vilcabamba consiguió atrapar a
Túpac Amaru, antes de que éste se perdiera en las
profundidades de la selva amazónica.
Trasladado al Cusco, encadenado y vejado, el Inca fue
ejecutado en la Plaza de Armas, junto con familiares y
seguidores. La resistencia aborigen había terminado, y con
ella lo que podía haber quedado del Estado incaico. La
ciudad de Vilcabamba, tras una corta ocupación, fue
olvidada. La selva la cubrió y su existencia
histórica se convirtió desde entonces en
leyenda.
***
ROMANTICISMO, CIENCIA Y
AVENTURA
PROFESOR EN
HISTORIA – DIRECTOR DE LA EXPEDICIÓN VILCABAMBA
‘98
Tras nueve largos meses de organización,
estábamos cruzando la cordillera de los Andes rumbo a
Lima. Quedaban atrás las idas y venidas, las reuniones y
reportajes, las promesas y las decepciones. La agotadora fase
preparatoria de la Expedición Vilcabamba
había terminado y sentados en las incómodas butacas
(clase turista)
del boing 737 en el que viajábamos, no hacíamos
otra cosa que recordar los primeros e inconsistentes pasos de ese
proyecto, que nos había demandado tanta atención y
trabajo. Estábamos ansiosos por llegar.
El avión se sacudía a causa de las
corrientes de aire frío
que provenían del océano Pacífico,
obligándonos a permanecer con los cinturones de seguridad
abrochados y sin poder disfrutar de la insulsa comida
plástica que nos ofreció la azafata. En un
ejercicio de masoquismo, trataba de imaginar los picos nevados
que tenía justo debajo de mis pies y no en pocas
oportunidades me vino a la memoria el
tan mentado accidente aéreo de los ‘70, ése
en el que los sobrevivientes debieron practicar el canibalismo
para poder resistir el frío y el paso de los días.
Intenté sacar de mi mente esas ideas macabras, pero cada
sacudida del fuselaje repercutía tanto en mis
vísceras como en los nudillos de mis manos, blancos de
tanto aferrarse al posabrazos de la butaca. A mis treinta y cinco
años de edad, debía reconocer que detestaba
volar.
El 17 de julio de 1998 amaneció muy húmedo
y con una densa niebla que había demorado todos los vuelos
al exterior. No era un buen día para viajar, y a los
reclamos y quejas de los cientos de turistas que iniciaban sus
vacaciones de invierno, se les sumaba la noticia de un
avión accidentado y la posibilidad de tener que suspender
el viaje por veinticuatro horas. Todos estos contratiempos nos
retuvieron en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza (Buenos Aires)
más de lo previsto, con sus consiguientes gastos en
café y
cigarrillos que, como en toda terminal aérea, son mucho
más caros que en cualquier otra parte.
Afortunadamente esos inconvenientes iniciales fueron
superados; pero durante un buen tiempo me encontré sentado
en un aséptico ataúd volante, suspendido por encima
de unas montañas que la noche impedía que viera y
con una bandeja de acero inoxidable sobre mis rodillas, en la que
la se movían de un lado a otro los paquetes de
celofán que envolvían la cena. El único
aliciente que calmaba mi angustia eran esas ruinas incas que nos
esperaban semiperdidas en la selva. Pero ellas estaban
todavía muy lejos.
Aterrizamos en Lima muy de madrugada, tras cuatro horas
y media de tortura psicológica. Recogimos nuestras
mochilas y nos dispusimos a seguir soportando una espera de ocho
horas más, en los impersonales pasillos del aeropuerto de
la capital peruana. Debíamos hacer la combinación
aérea hacia el Cusco. Fue una noche larga y aburrida. El
cansancio nos impedía hacer algo productivo, como leer o
escribir. Sólo atinamos a comer algo y a intentar dormir
sobre el frío mármol de una mesa, siempre atentos a
nuestro equipaje, que para entonces parecía pesar el
doble.
Arribamos, finalmente, a la antigua capital inca hacia
el mediodía del 18 de julio, justo cuando el sol (el
adorado Inti) iluminaba las rojizas tejas de la achaparrada
capital departamental. A la admiración, por una estética urbana diferente de la que estamos
acostumbrados, se le sumaban los recuerdos de mis viajes
anteriores por tierras incas. ¡Cuántas imágenes
queridas volvían a mi memoria!,
¡Cuántos momentos cruciales de mi vida personal se
reeditaban, mientras sobrevolábamos aquel Ombligo del
Mundo!
Habíamos llegado y la expedición estaba a
punto de comenzar.
Permanecimos en el Cusco durante cinco días
organizando el equipo, contratando al guía y, por
supuesto, adaptándonos a la altura.
Queríamos partir cuanto antes pero
debíamos recibir una autorización del Instituto
Nacional de Cultura (INC) y una aprobación oficial de
nuestro proyecto por parte de las autoridades cusqueñas.
No queríamos pasar por encima de nadie, por lo que
demoramos nuestra salida más de lo previsto. Esto nos
permitió recorrer la ciudad y recabar cierta información adicional sobre las ruinas de
Vilcabamba.
Pocas de las personas que consultamos (fuera del
ámbito académico) sabían algo al respecto.
Nadie viajaba a Vilcabamba por aquellos días y las
historias que nos llegaban tenían más que ver con
el terrorismo, y
los supuestos focos guerrilleros, que con la historia de los
últimos incas. Por otra parte, la gente suele confundir
los lugares como consecuencia de una vieja costumbre, heredada de
la conquista española: nombrar una misma localidad con
nombres diferentes. Lo que nosotros denominábamos
Vilcabamba ellos lo llaman Espíritu Pampa (la Pampa de los
Espíritus), y la Vilcabamba de ellos es para nosotros el
pueblo colonial de San Francisco de la Victoria. De todas formas,
cada vez que nos explayábamos en nuestro proyecto de
exploración, la sorpresa y las advertencias hacían
acto de presencia. Nos decían que íbamos a meternos
"muy adentro" en la selva y que la empresa no
estaba exenta de peligros. Que debíamos darle un pago a
la tierra, a
la Pachamama, para que nos devolviera sanos y salvos; que
contratáramos guías confiables, porque era bastante
común que los inexpertos gringos se pusieran en manos de
sinvergüenzas que terminaban dejándolos desnudos en
plena caminata. No faltaron aquellos que se ofrecieran a
llevarnos o los que se negaban a meterse en la antigua
comarca/refugio, por seguir considerándola una
"zona roja", bajo control del grupo terrorista Sendero
Luminoso.
Pero aquellos días previos en el Cusco no fueron
todos tan pesimistas ni cargados de malos augürios. La
bellísima ciudad invita a soñar, trasladando a todo
espíritu sensible a un lugar fuera del tiempo,
retrotrayéndonos a los días en que los
españoles invadieron la capital imperial, o incluso a los
días mismos del Imperio Incaico. Allí se respira
historia. Se experimenta el orgullo que el cusqueño siente
por su pasado y el cariño con el que se recrean los hechos
pretéritos. Hay mucho de nostalgia por un
Paraíso Perdido (que la historia muestra que no
fue tal) y de furia contendida contra una invasión europea
que terminó dándoles la lengua con la que la
critican. Cusco es indescriptible, un sitió al que se
suele regresar más de una vez. Atrae, envuelve, encanta a
sus visitantes, quienes desde el momento mismo de pisar sus
callejuelas y trabar conversación con su gente, empiezan a
sentirse parte de su historia; y saben que al marcharse un pedazo
de ellos quedará para siempre en esos muros de pulidas
piedras, hechos por los incas. Cusco aún conserva ese
místico magnetismo
sagrado que la convirtiera en la capital
político/religiosa del imperio más descollado de la
América precolombina.
Queríamos disfrutarla y no dejamos momento libre
del día para recorrerla de arriba abajo. Visitamos sus
locales de artesanías, que incitaban al gasto; y en los
que una fauna
políglota y cosmopolita se arremolinaba alrededor de los
preciosos ponchos de vicuña o alpaca que se
exhibían. Los trabajos de platería, tan conocidos
en el mundo a partir de los famosos tumis (hachas
ceremoniales convertidas hoy en aros y brazaletes) fascinaban a
europeos y yanquis, quienes sin percibir la dura realidad social
que se escondía detrás de cada pequeña obra
de arte, regateaban
las ofertas, sintiéndose consumados compradores cuando
lograban rebajar el precio inicial
un veinte o treinta por ciento (sólo unos pocos
dólares). Y es que en Cusco, como en tantas otras partes
de Sudamérica, no hace falta que uno salga a buscar
productos tradicionales. Ellos van a uno, guiados por
ejércitos de vendedores ambulantes; que sorprenden al
turista a cada paso, en cada esquina, insistiendo hasta el
cansancio y cambiando el costo del
producto ofrecido a medida que se avanza por la calle. La
ley de la
oferta y la
demanda
funciona bien Cusco.
Como es común en esa hermosa ciudad colonial,
nuestro centro de operaciones, de reunión y debate era la
Plaza de Armas, que no es otra cosa que el corazón
mismo del Cusco y el antiguo centro del Imperio del Sol. Se dice
que la Plaza era la síntesis
de todo el Tahuantinsuyu, y que ella reflejaba el orden del
Estado, el aparato administrativo y la jerarquía social.
Era el altar de todos los dioses del Imperio y el punto de
partida hacia los cuatro "suyus", o rumbos, en que
los incas habían dividido el inmenso territorio que
controlaban. Su nombre original era Haucaypata (del
quechua, "la plaza o lugar del llanto y la tristeza"), y mucho
antes de que llegaran los españoles, estaba unida a otro
gran espacio abierto, de profundo significado religioso, conocido
como el Cusipata (o "la plaza de la alegría). En
ellas se practicaban todos los rituales políticos y
sagrados del Estado. Configuraba un enorme espacio rectangular,
dividido en dos por el río Saphi (hoy canalizado de manera
subterránea) y tenía funciones
diferentes a la moderna Plaza de Armas. Por allí no se
paseaban meditabundos turistas, ni extraviados buscadores de
ciudades perdidas.
Era un lugar reverenciado, en donde los incas
adoraban al Sol con muestras de dolor y llanto. Estaba rodeado de
seis palacios y en el centro se alzaba, en una de las rocas, el
Usno Ceremonial, el trono del Inca, del que partían
las calzadas hacia los cuatro lados de la plaza. Sobre uno de
ellos, en lo que actualmente es el Templo de la
Compañía de Jesús, se erigía el
palacio llamado Amaru Cancha, que perteneciera al Inca
Huayna Cápac, ése que a su muerte dejara al
Tahuantinsuyu en plena guerra civil. Un poco más
allá, se levantaba la Piedra de la Guerra, una roca
considerada huaca y adornada de ídolos de oro, tomados
como trofeos en las hazañas guerreras. Frente al palacio
de Qora Qora, hoy calle Procuradores, estaba una bella
fuente, adorada como huaca principal; y en lo que actualmente se
denomina Portal de Panes, se alzaba el palacio de
Q’asana, propiedad del
célebre Inca Pachacuti. Incluso los terrenos ocupados hoy
en día por la imponente Catedral servían de base al
Suntur Huasi o Casa de las Armas, verdadero museo de
emblemas e insignias, escudos y armas, que llevaron los Incas en
sus conquistas.
Pero en la actualidad ninguna de estas construcciones se
mantiene completamente en pie. Sólo con los ojos de la
imaginación puede uno tratar de reconstruir ese otro
Cusco, el puramente incaico.
Sea como fuere, allí, en el Haucaypata,
descansábamos todas las noches antes de retirarnos al
hostal en donde nos alojábamos, disfrutando de las
pequeñas luces de las casas, titilando en las laderas de
las montañas que circundan el valle. Era un
espectáculo fabuloso, que ningún comerciante
ambulante podía vendernos.
Sin pensarlo, estábamos en el sitio en donde todo
comenzó y en el cuál todo terminó.
Allí, bajo ese mismo espacio cercado (hoy por
restaurantes, bares y negocios), el
último de los Incas de Vilcabamba, Túpac Amaru,
había sido ajusticiado por las duras leyes de Castilla en
1572. Caminábamos por el sitio que deberíamos haber
recorrido hacia el final de la expedición, y no al
principio. El ciclo del eterno retorno nos
envolvía.
Aquellos primeros días en Cusco estuvieron en
gran parte ocupados por trámites burocráticos y
entrevistas.
Los papeles sellados iban y venían, y en cada dependencia
oficial debíamos defender nuestra iniciativa,
presentándonos como los Embajadores Turísticos, que
efectivamente éramos (gracias al interés puesto en
nosotros por la Municipalidad de Mar del Plata), para que los
funcionarios nos prestaran su valiosa atención. Eugenio
Rosalini, el "enemigo número uno de la burocracia",
protestaba a cada rato, haciéndonos ver que el papeleo
sólo terminaría cuando estuviéramos aislados
en las montañas.
Las horas pasaban deprisa; nuestro tiempo se acotaba y
los planes de abandonar Cusco lo más pronto posible
habían quedado únicamente en la carpeta donde
guardábamos nuestro proyecto.
Según se dice, cuando alguien emprende una
expedición por regiones inexploradas, o muy poco
transitadas (como lo era la nuestra), debe confiar su vida y
seguridad en un buen guía. El éxito de la empresa depende
por completo del baquiano, de su sinceridad, conocimientos y
lealtad. En ese aspecto, nosotros fuimos sumamente afortunados al
encontrar a un personaje nativo de la región de Vilcabamba
y gran conocedor del área y sus costumbres. Seguramente su
nombre nos acompañará de por vida, puesto que a
él le debemos la posibilidad de escribir estas
líneas.
Cuando hacia el mediodía del 20 de julio nos
dirigimos a la calle Fierro 571, a sólo unas diez cuadras
de la Plaza de Armas, jamás supusimos que en ese patio
cuadrangular, embaldosado y con casi cien años de
antigüedad, se iba a formalizar uno de los tratos más
importante de todo el viaje. Habíamos acudido a esa
dirección guiados por el buen consejo de un gran amigo,
Enrique Palomino Díaz, orgulloso qosqoruna (nativo del
Qosqo, o Cusco) y valioso informante de la expedición.
Gracias a sus conocimientos de la historia incaica, y a los
contactos que nos ofreciera, es que pudimos retro-alimentar
nuestros espíritus románticos y aventureros
escuchando leyendas, mitos y rumores sobre sitios que la
mayoría considera puramente imaginarios. Su tono gentil y
acompasado, respetuoso y lleno de generosidad, fue el que nos
sumergió en una realidad de la que no habíamos
tomado cabal conciencia: aquella que nos decía que
estábamos a punto de salir en expedición hacia la
selva.
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