La ciudad ha sido considerada, desde los tiempos
clásicos, foco de civilización,
humanidad e ímpetu antropocéntrico.
Ideal mismo de elevación intelectual y moral, la
ciudad occidental fue la protagonista de un proceso
secular ?iniciado aproximadamente en el siglo XIII d.C.? que dio
por resultado ?durante los siglos XV y XVI? una nueva mentalidad
que generalizamos con el nombre de burguesa.
Esta mentalidad, más fáctica, materialista
y profana que la medieval, toma cuerpo y preponderancia en una
Europa que se
abría al mundo después de centurias de encierro y
repliegue en sí misma. Así todo, los
descubrimientos geográficos inaugurados por
Cristóbal Colón en 1492, revivieron antiguas
fantasías, profecías, leyendas y
mitos,
mostrando que las viejas estructuras
clásicas y medievales aún permanecían
ocultas, pero vigentes, detrás de los novedosos
comportamientos modernos. Y esto es comprensible; ya que,
como escribió Johan Huizinga, los cambios en historia nunca son
verticales (abruptos), sino que se dan transversalmente,
permitiendo que lo viejo conviva con lo nuevo; especialmente
en el campo del imaginario colectivo.
La inmensidad del continente americano, sus espacios
incultos (según la óptica
eurocéntrica), sus selvas, montañas e inimaginables
sociedades
aborígenes, conformaron el escenario de maravillas en
donde todos los sueños mediterráneos eran posibles.
Antiguos mitos y leyendas resurgieron; ésos que el
historiador Juan Gil llama "mitos áureos de la frontera".
Y fueron en esas fronteras (entre lo urbano y lo rural; entre la
civilización y la barbarie) desde donde se proyectaron a
zonas desconocidas todo aquello que Europa no había
logrado dar.
Un sentimiento milenarista los embarcó a todos, y
el delirio aumentó ante lo ignoto, imposibilitando el
dejar de soñar. La riqueza fácil, el honor, el
prestigio, como también el hecho concreto de
poder
encontrar las míticas localidades, aludidas en la bibliografía
teológica y profana de la Edad Media, se
exacerbó en suelo americano.
Posteriormente, y pasados unos siglos, cuando nuevas porciones de
tierra se
abrieron a los intereses de Occidente, esos mismos mitos, aunque
acondicionados a los nuevos tiempos, volvieron a aparecer. Y
tanto el oro, como las
ciudades
perdidas fueron (y siguen siendo) una constante interesante
de analizar.
Desde el mítico El Dorado (nombrado y
perseguido por los conquistadores españoles del siglo XVI)
a la legendaria ciudad perdida de Zinj, que la
tradición ubica en las selvas tropicales de África
Central (y que el novelista Michael Crichton rescatara del olvido
para colocarla como centro de su novela
Congo), las ciudades perdidas han venido
enriqueciendo la literatura y la
exploración.
Su atractivo se mantiene vigente y, temporada tras
temporada, los románticos que quedan en el mundo alistan
sus mochilas y siguen partiendo en su búsqueda. Las hay de
todos los metales y tipos.
Están las habitadas y las deshabitadas; las ubicadas en lo
alto de las montañas, en las impenetrables marañas
selváticas o, incluso, las construidas bajo tierra. Pueden
ser de oro, plata o marfil.
Puede que estén encantadas, o simplemente
protegidas por mil peligros, para impedir el acceso de
extraños. Pero el encanto que todas las ciudades perdidas
encierran es que, precisamente, están perdidas.
No nos vamos a detener aquí a analizar las
infinitas expediciones españolas de la época de la
conquista, que salieron tras las huellas de El Dorado; para ello
remitimos al lector a "La Noticia Rica del Paititi"
(www.la-lectura.com) en el que intentamos una
aproximación al mito
más duradero y fascinante de los Andes peruanos. En este
artículo, que por supuesto se complementa con el texto
mencionado, trataremos de mostrar aquellas ideas fuerza que se
siguen asociando con la temática de las ciudades
perdidas, refiriéndonos específicamente a
las búsquedas practicadas durante los siglos XIX y XX, en
territorio americano.
Como hemos sostenido en otra oportunidad, las
exploraciones estuvieron siempre incentivadas por el
misterio de ciertas regiones y sociedades. Lo legendario y
lo prohibido, lo mítico o lo perdido, aparecen con
frecuencia como los más profundos movilizadores de
hombres, y estructuran un componente indispensable del ser
romántico. De todas las cosas que pueden haberse
extraviado a lo largo de la historia no existe nada más
atractivo que una ciudad.
Del enorme catálogo de ciudades perdidas que
existen, sólo un pequeño porcentaje de ellas ha
sido efectivamente encontrado. Sucede que, en su gran
mayoría, aquellas que se han buscado por décadas,
jamás tuvieron una realidad concreta. Como en el caso de
los monstruos de las leyendas, estas elusivas urbes se niegan a
revelar fácilmente sus secretos; razón por la cual
son difíciles de olvidar y fáciles de convertirse
en obsesión. Paradójicamente, los lugares que
nunca existieron han sido los depositarios de una inversión de capital y de
sacrificio humano enorme.
Pero el mito rara vez desaparece y los descubrimientos
que se realizan no hacen otra cosa que transformarlos y
aumentarlos. "Si tal ciudad que se creía perdida para
siempre ha sido hallada, ¿por qué no puede suceder
lo mismo con tal otra?". Este sencillo argumento ha sido
encontrado en boca de grandes exploradores que, con mayor o menor
fortuna, se lanzaron en la búsqueda.
En 1839, un joven abogado norteamericano, llamado John
L. Stephens, ingresó en Honduras con los manuscritos de un
cierto coronel Garlindo en la mano. El militar hacía
mención de extraños monumentos perdidos en la selva
de Yucatán y América
Central; y refería que, en un documento del año
1700, se hablaba de antiguas edificaciones a orillas del
río Copán, en Honduras. Stephens se
entusiasmó con la idea y, junto al magnífico
dibujante Frederic Catherwood, decidió partir para
descubrir el misterio.
Tras innumerables contratiempos (entre los que
encontraron la cárcel misma), el abogado contrató
algunos guías nativos y se internó en la selva
tropical. Luego de largos días de caminatas, martirizados
por los insectos, la humedad y las lianas, los exploradores
alcanzaron una pequeña aldea india a
orillas del tan buscado río. Nadie conocía nada
sobre las ruinas que referían los documentos que
habían leído los gringos.
Desalentados, decidieron hacer una visita final por los
alrededores y, como en las novelas, a
último momento, después de despejar una cortina de
ramas, Catherwood se topó con una estela de tres metros de
alto, cuadrangular y completamente esculpida en sus cuatro caras.
Era una muestra de
arte
completamente desconocida en las Américas. Entusiasmados
con el hallazgo siguieron explorando y sacaron a la luz otras trece
estelas; más tarde escaleras, pirámides y palacios.
Una nueva civilización acababa de salir del olvido: la
Maya.
Stephens y Catherwood registraron y dibujaron todo lo
que pudieron, y cuando la oportunidad se presentó (bajo la
figura de un indio llamado José María, que
poseía un arrugado título de propiedad
sobre los terrenos), compraron las tierras, con ruinas incluidas,
al "exorbitante" precio de
cincuenta dólares. Ya de regreso a los Estados Unidos,
Stephens escribió y publicó el relato de su viaje,
enriquecido con los dibujos de su
compañero, logrando un éxito
enorme.
Otro afortunado explorador de fines del siglo pasado fue
el arqueólogo americano Edward Herbert Thompson, quien, en
las soledades de la retorcida selva al norte de Yucatán,
descubrió, junto con su guía indio, las
monumentales ruinas de la ciudad más famosa del nuevo
imperio maya: Chichén Itzá. Al igual que Stephens,
Thompson había sido conducido por una crónica; la
del primer obispo de Yucatán, Diego de Landa, quien en
1566 escribiera su Relación de las cosas de
Yucatán.
Bastante más al sur, en territorio peruano, el
historiador norteamericano Hiram Bingham, experimentaba, en 1911,
la inmensa sorpresa de encontrar, tapada por el follaje, la
majestuosa ciudadela de Machu Picchu, centro ceremonial inca que
permanecía "perdido" desde hacía más de
cuatrocientos años. También Bingham, respetando la
tradición de todo explorador, había sido conducido
por los manuscritos de un cronista español
del siglo XVII, Fernando de Montesinos.
En éstos, y en muchos otros casos, ciertas
variables se
repiten. Variables que la literatura de ficción hizo
propias y que consiguen todavía captar el interés de
miles de lectores contemporáneos. Cuando uno se mete en la
piel de
cualquier explorador reconocido, y accede a sus propios relatos
de viaje, se detectan una serie de pasos que parecieran ser
obligatorios.
En primer lugar, la fuente documental encontrada al azar
en alguna polvorienta biblioteca y a la
que nunca nadie antes le prestara atención. La interpretación original del futuro
descubridor es ahí la protagonista principal, y luchando
contra viento y marea trata de imponer su alocada hipótesis (a un ambiente
académico que se presenta escéptico) de que la ruta
señalada por el olvidado documento puede llevar a los
muros de una ciudad, aún más perdida que el
manuscrito que la nombra. Es el momento de la soledad; de la
exploración intelectual sobre mapas inseguros;
de la incomprensión de los colegas; de la burla. Ya
vendrá la época de la revancha; pero, antes de
ello, tendrá que soportar largas horas de conflicto
entre la razón, la duda y la fe.
En segundo término ubicamos a la
expedición propiamente dicha, con sus sacrificios,
sinsabores y peligros. El explorador queda en un segundo plano y
el paisaje, los insectos y el clima pasan a
ocupar la escena. Tomemos como ejemplo las descripciones hechas
por el escritor francés André Malraux, en su novela
La Vía Real, en la que puntillosamente hace
referencia e este paso del que hablamos:
"Desde hacía cuatro días, la selva.
Desde hacía cuatro días, campamentos cerca de los
poblados nacidos de ella […], del suelo blando, semejantes a
monstruosos insectos; descomposición del espíritu
en esa luz de acuario, de un espesor de agua.
Habían encontrado ya pequeños monumentos
derruidos, con las piedras apretadas por las raíces que
las fijaban al suelo como patas que ya no parecían haber
sido erigidos por los hombres, sino por seres desaparecidos,
habituados a esa vida sin horizontes, a esas tinieblas marinas.
Descompuesta por los siglos, la Vía solo mostraba su
presencia por esas masas minerales
podridas, con los dos ojos de algún sapo inmóvil
en un ángulo de las piedras. ¿Eran promesas o
rechazos aquellos monumentos abandonados por la selva como
esqueletos? ¿La caravana alcanzaría por fin el
templo esculpido hacia el que los guiaba el adolescente que
fumaba sin cesar[…]? Deberían de haber llegado
hacía ya tres horas… Sin embargo, la selva y el
calor eran
más fuertes que la inquietud […]. Las sombras se
hinchaban, se alargaban, se pudrían fuera del mundo en
que el hombre
cuenta, que le separaba de sí mismo con la fuerza de la
oscuridad. Y por todas partes, los insectos" .
El investigador, pues, se agazapa; toma impulso, para
poder hacer su entrada triunfal a último momento. Se llega
así al instante crucial del relato: el del descubrimiento
mismo, en el que pasado y presente se funden en frases de
admiración y sorpresa. La ciudad ha sido encontrada. La
leyenda se ha vuelto realidad. El ciclo tradicional ha sido
cubierto y la iniciación concluida.
Pero no todos los buscadores de
ciudades perdidas han tenido la suerte de Stephens, Thompson o
Bingham. Ellos son algunos de los pocos afortunados que
alcanzaron el éxito. Constituyen una pequeña
legión de tenaces soñadores que, comparados con los
infinitos fracasos que se registran, son una minoría casi
insignificante. Y se los recuerda sólo por haber tenido
suerte. Detrás de ellos se aglomeran anónimos
exploradores que, sin tanta fortuna, invirtieron tiempo y
dinero
buscando irreales reinos,
pletóricos de riquezas. Un precio que la mayoría
jamás lamentó de haber pagado; puesto que fue lo
que les dio sentido a sus vidas.
En casi todos los continentes existieron esos imanes
poderosos. Muchas selvas y montañas del mundo conservan
leyendas sobre ciudades extraviadas, pero el continente americano
es el más privilegiado al respecto. En él muchos
productos de
la fantasía literaria cobraron una existencia
supuestamente real. "De los libros, y
más de la poesía,
salieron una muchedumbre de fantasmas,
encaminados a rellenar los vacíos del hemisferio que nadie
había visitado" ; y a pesar de los cinco siglos
transcurridos, muchos de ellos continúan tan vigentes como
al principio. La lista de estos lugares es larguísima y
han arrastrado a más gente, por más tiempo, que
ningún otro mito.
Como escribió Arturo Uslar
Pietri:
"El mito de El Dorado ha sido la concreción
más tenaz de la noción mágica de la riqueza
que caracterizó a los pueblos de Occidente. La riqueza era
algo que se encontraba por azar y fortuna. Fortuna y azar eran la
misma cosa, aquella deidad que rodaba insegura sobre una alada
rueda. La riqueza era el tesoro oculto que se topaba por suerte o
por revelación sobrenatural. Desde el tesoro del Rey
Salomón y la cueva de Alí Babá hasta las
hadas amigas que regalaban palacios, ciudades y reinos […], el
descubrimiento de
América (o el de cualquier zona inexplorada, FJSR) le
dio, a esas viejas creencias en la riqueza prodigiosa, un asiento
y una posibilidad ciertos" .
Sorprende, pues, observar cómo detrás de
toda ciudad perdida brilla siempre el oro. Son pocas las
referencias que aluden a ellas que no consignen de alguna forma
la existencia de grandes tesoros; y ya sea que se los busque por
un interés puramente artístico o
arqueológico (estatuillas, platería, adornos de
orfebrería, ajuares funerarios etc.) o por una fiebre de
prestigio y riqueza puramente material, el oro ha sido, es y
será, el más extraordinario símbolo de la
ambición occidental. Tras él se disfrazaron
proyectos,
intentando legitimar su búsqueda anteponiendo argumentos
científicos o políticos que, a la postre,
resultaron ser sólo excusas. La fiebre del oro (a la que
todavía no se le ha encontrado una vacuna) reavivó
la hipocresía, la traición y la muerte.
Conjugó los sueños de poder y de riqueza en una
danza que
resultó siendo macabra por sus resultados en sacrificios y
pérdidas humanas. El imaginario de muchas regiones
de América conserva historias prototípicas de esas
traiciones y nos hablan de hombres (amigos y hermanos) que se han
dado muerte al
encontrar esos recursos de
poder. Historias moralizantes, casi infantiles, que revelan los
siniestros resultados que producen los reflejos metálicos
y confirman que, siendo "[…] por esencia el mito
áureo propio de la frontera, la frontera es de suyo
violenta" .
Buscado en oscuros laboratorios, que la
imaginación oscurece aún más, el oro fue
perseguido ?sin viajar? por los primeros alquimistas del siglo
III d.C.. En América, varias centurias más tarde,
los alquimistas vistieron como soldados, almirantes y
adelantados, siempre en pos del codiciado metal; que las
rebuscadas fórmulas de los gabinetes de
experimentación no habían logrado
conseguir.
Se había desechado la idea de producirlo, por lo
que se intentó hallarlo en su estado natural
y en un Nuevo Mundo que prometía darlo a mansalva. Primero
se filtraron los ríos, más tarde se saquearon los
templos aborígenes y, sólo después, se
explotaron los socavones de las minas. Pero siempre quedaba la
esperanza de que, sin gran esfuerzo ni inversiones,
era posible toparse con un nuevo templo escondido en las
inmensidades americanas. Este sueño se mantuvo,
persistió largamente; y, aún hoy, en países
como el Perú, es imposible no pasar un día sin
escuchar hablar de tesoros o "tapados" perdidos.
La riqueza fácil sigue siendo un sueño
compartido por muchos, máxime si la época es de
crisis.
Loterías, bingos y demás juegos de azar
encierran una raíz semejante a la búsqueda de
ciudades perdidas y sus tesoros. Y aunque haya más
posibilidades de ganar la lotería que de encontrar el
mítico Dorado, todo explorador prefiere dar con la ciudad
que tener el billete ganador en sus manos. Y en parte esto se
debe a que todo el mundo sabe que nadie, que sea acreedor de un
premio moderno, recibirá lingotes o estatuillas de oro.
Los billetes no guardan el encanto que se mantiene en las
llamadas "lágrimas del sol". Por otro lado, el prestigio
del pasado se encarna de manera muy especial en todo objeto
antiguo y su posible hallazgo no sólo da riqueza, sino
también historia. Una historia que absorbe al descubridor
y lo hace parte de ella. Nadie recuerda hoy al ganador de la
lotería de 1911, pero sí el apellido
Bingham.
El oro ha estado siempre ligado a aspectos
sobrenaturales. Acceder a un filón de semejante metal
implica, en casi todas las leyendas y rumores, superar
obstáculos terribles, probarse a sí mismo. Con
frecuencia el tesoro se encuentra en un lugar difícil de
alcanzar y las penalidades y trabajos sufridos para llegar a
él pueden ser equiparados, según J. G. Cirlot, con
un proceso de iniciación.Todo lo bueno o todo lo malo se
condensa en el oro. Metal ambivalente que al tiempo de despertar
codicias se transforma en emblema de superación y
perfeccionamiento. Luz condensada que ilumina, pero que
también encandila y pierde.
América, lejos de desechar los viejos mitos, los
alimentó y ofreció nuevas fuerzas. Sus regiones,
aún inexploradas a fines del siglo XIX, especialmente en
la zona amazónica, continuaron conservando la posibilidad
de encontrar en ellas los restos de civilizaciones perdidas. Una
de ellas, citada por Platón
en el siglo IV a. C., y revivida, con enorme éxito, por la
Teosofía y la prédica de místicos y
charlatanes, pareció ponerse de moda. Estamos
haciendo referencia a la misteriosa Atlántida; esa que se
hundiera en una sola noche, llevándose sus avances
y conocimientos al fondo del mar, pero dándole tiempo a
sus últimos y precavidos habitantes a viajar hacia
América y dar origen a las sorprendentes culturas
precolombinas.
Esta "teoría", refutada por los miles de
estudios arqueológicos que se han practicado desde hace
casi doscientos años, tuvo un enorme éxito y una
difundida prédica en distintos sectores de la
intelectualidad europea, a fines del siglo pasado y principios del
actual. Pero, aún así, casi todos los
océanos del planeta siguieron teniendo sus respectivos
continentes perdidos. El Pacífico, generó al
Continente de Mu, inventado en 1931 por el coronel James
Churchward; quien sostuvo haber recibido de un sacerdote de la
India unas misteriosas tablillas en las que descubrió
(tras una laboriosa traducción) la historia de los
orígenes de la civilización y del continente en
cuestión (el tema de las tablillas misteriosas se
repetirá una y otra vez en excéntricos trabajos de
exploración, pasando a formar parte del imaginario de
muchos relatos de viajes). Por
su parte, el océano Índico es depositario de la
legendaria Lemuria, otra porción de tierra hundida que
arrastró a más de uno en su búsqueda. Pero
la Atlántida es la que mayor cantidad de tinta ha
demandado por parte de escritores y viajeros.
Según cuenta Platón en
su diálogo
entre Timeo y Critias, hace casi doce mil años
existía en el corazón
del océano Atlántico una gran isla y que
"[…]en aquel tiempo podía atravesarse dicho
mar. […]Esa isla era más grande que Asia y Libia
reunidas. Y los viajeros de aquel tiempo podían pasar de
dicha isla a otras islas y desde aquellas alcanzar todo el
continente, en la ribera opuesta de ese mar que merecía
verdaderamente su nombre"(Platón, Timeo, 24,
25).
Este relato, que el filósofo griego puso en boca
de su personaje (y que por supuesto es mucho más extenso),
es el único, primer y último documento de la
antigüedad que hace referencia a la Atlántida. Todos
los que hablaron del tema posteriormente no hicieron otra cosa
que tomar como base ese texto. Como ha probado el
arqueólogo francés Jean Pierre Adam, la leyenda de
la Atlántida no es más que una parábola del
pensador heleno para dar una enseñanza moral e histórica de su
propio país. La Atlántida nunca existió,
más que en su imaginación. Pero los incontenibles
deseos por encontrarla realmente se fueron acumulando a lo largo
de los siglos. Incluso en nuestros días una
expedición británica intenta rescatar el pasado
atlante en el Altiplano boliviano (!).
Con fecha 23 de marzo de 1998, una agencia noticiosa
lanzó al mundo la primicia de que el explorador John
Blashford-Snell, junto con un equipo de arqueólogos
bolivianos, había localizado a orillas del río
Desaguadero (que desemboca en el lago Titicaca) un gran pedestal
y dos estatuas correspondientes a la civilización
preincaica de Tiahuanaco y que, según el explorador
inglés,
podrían indicar que están bien encaminados en la
búsqueda de los restos de la mítica ciudad de
Atlántida, que él ubica en el sitio del lago
Poopó.
Pero Blashford-Snell no es, ni ha sido el único,
en buscar la imaginaria tierra de Platón en suelo
americano. Tuvo un antecesor más audaz y soñador.
Ya hemos hecho referencia a él en otros artículos,
y volvemos a hacerla porque quizás sea el último
gran romántico que invirtió toda su vida tras una
quimera. Nos referimos, pues, al coronel Percy Harrison
Fawcett.
Las ciudades perdidas fueron su gran debilidad y es, con
seguridad, el
explorador que mejor supo captar la emoción que despiertan
los rumores y las leyendas de la selva, respecto de ellas. Todo
su peregrinar por Bolivia,
Perú y Brasil estuvo, de
algún modo, motivado por esos cuentos, que
lo guiaron e hicieron ver aquello que, efectivamente, deseaba
ver.
En Fawcett se condensan, como en pocos, los más
exóticos delirios exploratorios; esos que van desde
monstruos prehistóricos, hasta ruinosos restos cubiertos
de moho, pertenecientes a la legendaria Atlántis. En
él, el rumor fue una fuente fidedigna de información. Indios, caucheros, bribones y
poco confiables funcionarios públicos, se transformaron en
las catapultas que lo impulsaron a recorrer miles de
kilómetros de insumisa selva, tras comentarios que raras
veces trataba de confirmar. Pospuso durante años la "gran
expedición de su vida", en la que encontraría la
ciudad que él denominaba con la letra "Z"; y quiso el
destino que en ese proyecto,
concretado en 1925, perdiera su vida.
En su crónica de exploraciones, Fawcett relata
las circunstancias prototípicas de un encuentro casual con
ruinas perdidas (circunstancias que todavía en la
actualidad son posibles escuchar cuando uno se interna en la
selva amazónica).
En cierta oportunidad cuenta que
"Se habían descubierto aquí (Matto
Grosso) inscripciones en las rocas y […]
cerca del pueblo de Conquista un anciano que regresaba de Ilheos
una noche perdió un buey, y siguiendo sus huellas por el
matto, se encontró en la plaza de una antigua ciudad.
Pasó debajo de los arcos, encontró calles de piedra
y vio, en el centro de la plaza, la estatua de un hombre.
Aterrorizado, huyó de las ruinas.[…]Esto me hizo pensar
que quizá este anciano había tropezado con la
ciudad de 1753 (ciudad que Fawcett buscaba, y de la que
había leído por primera vez en una antigua
crónica portuguesa, con la fecha en
cuestión).
La obsesión del coronel inglés por
encontrar la ciudad "Z" se sostuvo firme durante toda su vida. La
desaparición que sufriera en la jungla brasileña
(1925) y la publicación postmortem de su libro,
desataron las ansias reprimidas de muchos por imitarlo y,
detrás de sus esquivos pasos, siguieron desapareciendo
exploradores. El misterio de la ciudad se agigantó con el
misterio de su muerte y, aún después de haber
transcurrido setenta y ocho años desde que se tuviera la
última noticia de Fawcett, la leyenda sigue atrayendo al
público, y el Times de Londres manteniendo vigente
la recompensa por tener noticias
fidedignas del explorador.
El ejemplo de Percy H. Fawcett es paradigmático.
Su relato condensa el espíritu de muchas de las
crónicas, españolas y portuguesas, de la
época de la conquista de América; sus comentarios y
actitudes (que
creemos recreadas y adornadas, varios años después
de haber vivido sus experiencias en la selva) recibieron
también el innegable aporte de la literatura de
ficción y aventura de su época. Las referencias que
el propio autor hace de Arthur Conan Doyle ya han sido
analizadas; pero hay otro ejemplo que permite intuir que Fawcett
escribió en realidad una novela de su propia
vida.
En el capítulo I de A Través de la
Selva Amazónica, tras contarnos los esfuerzos de
un anónimo cronista del siglo XVIII, que él bautiza
antojadizamente con el nombre de Francisco Raposo, Fawcett hace
pública una historia que define como "fascinante". Cuenta
del hallazgo de un documento portugués, "que aún
se conserva en Río de Janeiro" , en el que se
especifican los pasos seguidos por un grupo de
aventureros, encabezados por el tal Raposo, y las circunstancias
fortuitas del encuentro con una ciudad perdida.
Dejemos que Fawcett nos las relate:
"Buscando leña para el fuego en el monte bajo,
divisaron […] un ciervo […] al otro lado del riachuelo.
Preparando sus arcabuces, […] lo siguieron tan
rápidamente como pudieron ya que con él
tendrían carne suficiente para varios días. El
ciervo se había esfumado, pero más allá de
picacho se encontraron con una profunda hendidura frente al
precipicio y vieron que era posible llegar a la cumbre de la
montaña escalándola.
[…]Penetraron en fila india por la hendidura para
descubrir que se ensanchaba a medida que se adentraba en la
montaña; se hacía difícil caminar, pero
aquí y allá existían rastros de antiguo
pavimento y en algunos lugares las escarpadas paredes de la
hendidura mostraron borrosas marcas de
herramientas.
El ascenso era tan difícil que transcurrieron
tres horas antes que surgieran […] en una ladera mucho
más alta. Desde allí hasta la cumbre existía
un terreno limpio, y pronto se encontraron en lo alto […]
contemplando, alelados, el asombroso espectáculo que se
extendía a sus pies.
Allí abajo, a cuatro millas de distancia, se
alzaba una gran ciudad.
[…] No divisaron signo alguno de vida, no se alzaba
humo en el aire quieto, ni
un rumor venía a quebrar el silencio total[…]. El lugar
estaba desierto […]. descendieron hasta llegar a una entrada
bajo tres arcos formados de enormes losas. Quedaron tan
impresionados con esta estructura
ciclópea – semejante a las que todavía pueden
admirarse en Perú -, que ningún hombre se
atrevió a pronunciar una sola palabra y se deslizaron
[…] por la senda de piedra ennegrecida.
En lo alto del arco se veían caracteres
grabados profundamente en la piedra gastada por el tiempo […].
Los arcos estaban todavía en buen estado de
conservación pero uno o dos de los colosales soportes se
habían retorcido ligeramente en sus bases. Los hombres
avanzaron […] en lo que un vez fuera amplia calle […]. A
ambos lados había casas de dos pisos, construidas de
grandes bloques unidos por junturas sin mezcla, de una
perfección increíble; los pórticos […]
estaban decorados con esculturas elaboradas que a ellos les
parecieron figuras demoníacas.
[…] Por todas partes existían ruinas, pero
muchos edificios estaban techados con grandes losas que
aún se mantenían en su sitio. […] Los hombres
continuaron calle abajo hasta llegar a una vasta plaza. En el
centro se alzaba una columna colosal de piedra negra y sobre ella
la efigie de un hombre en perfecto estado de conservación
con la mano descansando en la cadera y la otra apuntando al
norte. […] Obeliscos esculpidos de la misma piedra negra […]
se levantaban en cada esquina de la plaza, mientras en uno de sus
costados se alzaba un edificio tan magnífico por su
diseño
y decorado que probablemente era un palacio […]. Sus grandes
columnas cuadradas aún se conservaban intactas. Una amplia
escalera […] conducía a un gran vestíbulo que
aún conservaba rastros de pintura en sus
frescos y esculturas.
[…] La figura de un adolescente estaba esculpida
sobre lo que parecía ser la entrada principal.
Representaba a un hombre sin barba, desnudo de la cintura para
arriba, con un escudo en la mano y una banda atravesada sobre un
hombro. La cabeza adornada con […] una corona de laureles y
[…] al pie una inscripción escrita con caracteres
parecidos a los de la antigua Grecia […].
Más allá de la plaza y de la calle principal, la
ciudad yacía completamente en ruinas. […]Casi no
existía duda de la catástrofe que había
desbastado el lugar.
[…] Joâo Antonio – el único miembro de
la partida a quien se lo anuncia por su nombre en el documento –
encontró una pequeña moneda de oro […]. En una de
sus caras mostraba la efigie de un joven arrodillado y en la otra
un arco, una corona y un instrumento musical no identificado.
[…] El documento sugiere el descubrimiento del tesoro, pero no
da detalles.
Francisco Raposo […] decidió seguir la
corriente de un río, esperando que los indios
recordarían las señales
cuando regresasen con una expedición mejor equipada
[…].
Los aventureros […]se pusieron de acuerdo en no
revelar una palabra a nadie, con excepción del virrey
[…].Volverían tan pronto como les fuera posible a tomar
posesión de todos los tesoros de la ciudad.
Después de algunos meses de dura
travesía […] alcanzaron Bahía. Desde allí
envió el documento, cuya historia acabo de contar, al
virrey, don Luiz Peregrino de Carvalho Menezes de
Athayde.
Nada hizo el virrey, y tampoco se puede decir si
Raposo regresó o no al lugar donde hiciera su
descubrimiento. En todo caso, no se volvió a saber nada de
él" .
Fue este relato sobre una ciudad incierta, basado en un
cronista anónimo y plasmado en un documento
sospechosamente real, lo que movió a Fawcett durante
varias décadas. La historia mezcla los ingredientes
tradicionales del azar, del valle perdido, de los tesoros
irrecuperables y de los restos de una cultura que,
por las descripciones, no corresponden a ninguna
civilización americana conocida.
No cabe duda que los métodos
victorianos del coronel inglés fueron poco convencionales,
máxime si, tras leer el capítulo II de su libro,
advertimos que llegó a consultar a un espiritista (!) para
certificar el origen de otro "misterio": el ídolo de
piedra.
Inscripciones esotéricas (adjudicadas,
indistintamente, a fenicios,
hebreos, romanos, egipcios o vikingos) han venido siendo
encontradas en América por un sin fin de exploradores
desde hace tiempo. Nunca ninguno pudo certificar la autenticidad
de esas escrituras ni entregar, a un cuerpo de técnicos
especialistas, un ejemplar material de ellas. Sólo
comentarios, rumores, pruebas
perdidas en accidentes,
pero jamás un dato seguro, una
datación comprobable o un sitio específico en donde
encontrarlas. Siempre un imaginario desaforado que devora
cualquier resto de sentido común y cientos de investigaciones,
responsables y serias. Así todo, la perdurabilidad del
culto al misterio (tan atrayente, por cierto) se mantiene; y se
mantuvo en Fawcett cuando anunció al mundo haber tenido en
su poder una imagen de basalto
negro en la que se representaba una figura humana, sonriente, con
una corta barba y sosteniendo sobre su pecho una plancha con un
gran número de caracteres jeroglíficos no
identificados.
¿De dónde sacó Fawcett esa
estatuilla? Él mismo responde la pregunta:
"Me la dio Sir H. Rider Haggard, quien la obtuvo en
Brasil, y yo creo que procede de una de las ciudades
perdidas".
Cuestión de fe. Pero también influencia de
la literatura. Rider Haggard no es otro que el escritor de una de
las más famosas novelas de aventura de fines del siglo
XIX, Las Minas del Rey Salomón (1885), en la
que relata el hallazgo de un reino perdido en el centro de
África, rebosante de riquezas y producto de
una antigua civilización blanca olvidada.
Otro mundo perdido vuelto a la realidad por la
imaginación del excéntrico coronel
británico.
Otro ejemplo de la débil frontera existente entre
la novela y la
exploración.
A partir del relato de Raposo, de la misteriosa
estatuilla, y de un sin fin de leyendas recogidas en las selvas
sudamericanas, Fawcett resucitó a la Atlántida en
Brasil; sosteniendo su heterodoxa teoría
en los dichos de psíquicos y novelistas. Platón
tenía razón y el imaginario se organizó para
avalar los dichos del filósofo griego.
De todos los organizadores, P. H. Fawcett, fue el
más consecuente.
"Sobre esta parte del mundo cayó la
maldición de un gran cataclismo, recordado en las
tradiciones de todos los pueblos[…]. Puede haber sido una serie
de catástrofes locales […], o también un desastre
repentino y arrollador. Su resultado fue cambiar la faz del
océano Pacífico y levantar Sudamérica en
algo semejante a su forma actual.[…] No requiere mucho esfuerzo
de imaginación comprender la desintegración y
degeneración gradual de los sobrevivientes, después
del cataclismo, con espantosas pérdidas de vida.[…]
Sabemos que tanto los nahuas como los incas fundaron
sus imperios sobre las ruinas de una civilización
más antigua" .
La ciudad que buscó pertenecía a esa
gran civilización.
Y la fuerza del imaginario lo
arrastró.
¿A cuántos más nos seguirá
arrastrando la fuerza de las leyendas?
Prof. Fernando J. Soto Roland
Marzo de 2003
Palabras Finales
Quiero dar públicamente mi más profundo
agradecimiento a las siguientes personas, amigos todos, que
supieron insuflarme, de una u otra forma, el entusiasmo
romántico ? a la vez racional y medido? que me ha
impulsado ?e impulsa? tras legendarias ruinas perdidas en las
selvas del Perú.
Dr. Manuel Chávez Ballón
Dr. Carlos Neuenschwander Landa
Greg Deyermenjian
Enrique Palomino Díaz
Eugenio César Rosalini
Carlos Marcelo Ortiz
Mis Hijos.
Por:
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia
Director de la Expedición Vilcabamba
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