(Trabajo
realizado con motivo del Encuentro de Intelectuales Populares
y de Izquierda, realizado en Quito, del
15 al 17 de noviembre de 2004)
- Resumen
- Introducción
- Los mitos más difundidos
en torno al intelectual - El intelectual en las modernas
sociedades capitalistas - El rol de los
intelectuales - Los intelectuales y la
izquierda partidaria - Importancia de la
producción intelectual - Conclusiones
- Bibliografía
A lo largo de toda la historia del mundo
occidental, se ha difundido el mito del
intelectual como un ser muy especial. En la antigua Grecia, eran
los filósofos quienes cumplían este rol,
en el marco de lo que se denominó la Paideia –
término intraducible al español
– como un ideal de culturas universal. En la Edad Media
fueron los monjes y sacerdotes quienes cumplieron el rol de
celosos guardianes de la sabiduría y la verdad.
En las modernas sociedades
capitalistas, tanto el rol como del mito de los intelectuales sed
ha difuminado debido a la
organización social del capitalismo.
En estas sociedades, el intelectual deja de ser una élite
y se convierte en una categoría que caracteriza al
intelectual por su función en
la sociedad más que por su papel en la estructura
productiva, tal como señalan teóricos de la
calidad de
Gramsci y Lukács. La relación de los intelectuales
con las estructuras
partidarias de izquierda ha sido conflictiva y tensa y casi
siempre sed ha resuelto con la expulsión de
aquellos.
Sin embargo, hoy más que nunca su función
debe rescatarse, en la medida en que la construcción del nuevo proyecto
histórico de las clases dominadas y subalternas exige la
confluencia de intelectuales – como sector autónomo
– militancias partidarias y movimientos sociales, para
elaborar las teorías
alternativas al capitalismo neoliberal.
Los intelectuales en el mundo antiguo, en la edad media
y en el capitalismo. Las teorías de Gramsci y
Lukács. Los intelectuales y las estructuras partidarias de
izquierda. Intelectuales de izquierda y de derecha.
Construcción del proyecto histórico orientado a la
emancipación de las clases subalternas. El Socialismo del
siglo XXI.
A propósito del Encuentro Ecuatoriano de
Intelectuales Populares y de Izquierda, se han presentado algunas
confusiones en torno a los
sujetos de la convocatoria. La primera gira alrededor de la
caracterización del término
"intelectual".
Para algunas personas, el mencionado Encuentro no
sería sino la repetición continuada de eventos que
convocan a determinados sectores cuyo quehacer se encuentra
desligado de la práctica social y política,
reeditándose la vieja dicotomía entre la "teoría"
y la "práctica". La segunda se refiere al carácter mismo del Encuentro.
El término "izquierda", se dice, ha perdido
vigencia debido al "fracaso" de su referente teórico que
era el socialismo. Al mismo tiempo, con el
perentorio fracaso del socialismo histórico se ha
consolidado la democracia
liberal como el único modelo de
sociedad ajustado a la naturaleza del
ser humano, situación en la cual pierden vigencia las
ideologías con la consiguiente anulación de las
tradicionales posturas de derecha e izquierda.
En el presente ensayo, nos
ocuparemos en la medida de los posibles de los problemas
señalados, tratando de precisar el papel que han cumplido
y cumplen los intelectuales, particularmente de izquierda, en el
proceso
social.
Los mitos
más difundidos en torno al intelectual
Existen algunos mitos, en unos casos, y ciertos
prejuicios ideológicos, en otros, con relación al
intelectual y el rol que juega en la sociedad. En cuanto a lo
primero, empecemos por señalar que el término
intelectual se ha reservado, por lo general, a los
filósofos, poetas, ensayistas, pensadores,
científicos sociales y todos aquellos personajes que han
hecho de la palabra hablada y escrita su actividad
primordial.
Solo de un tiempo a esta parte, debido a la
redefinición del concepto de
cultura, se ha
incluido entre los intelectuales a los artistas que manejan
diferentes géneros: pintores, escultores, músicos,
entre otros. De allí que, en el imaginario colectivo, se
asocia de manera involuntaria los conceptos de intelectual y
escritor; o, por lo menos, a éstos se atribuye con
preferencia el término intelectual.
El mito sobre el intelectual es tan viejo como la
civilización occidental. En la antigua Grecia, eran los
filósofos quienes cumplían el rol de intelectuales
y de ellos la sociedad, con razón o sin ella, se
formó un idea particular que se ha convertido en
estereotipo en las épocas posteriores.
Tal idea derivó de la "peculiar actitud
espiritual" de los primeros filósofos, según la
caracterización hecha por Werner Jaeger, que
consistía en "su consagración incondicional al
conocimiento,
al estudio y la profundización del ser por sí
mismo" y la concomitante indiferencia "por las cosas que
parecían importantes al resto de los hombres, como
el dinero, el
honor, e incluso la casa y la familia, su
aparente ceguera para sus propios intereses" e incluso para el
ejercicio práctico de la política. Esto
último tiene algo de paradójico, puesto que la
mayor parte de ellos, si no todos, jamás perdieron de
vista la política, que era entendida como "servicio a la
comunidad".
Prueba de ello, sin ir más lejos, son las obras
inmortales de Platón
y Aristóteles, entre los más
conocidos, como son La República y La
Política, respectivamente. Sin embargo, no es
usual encontrar su nombre en los anales de la historia
política de Grecia, exceptuando quizá Solón,
quien podría decirse que fue el prototipo del
intelectual-político en la Grecia
presocrática.
Esta peculiar actitud espiritual de los
filósofos, los convirtió en seres extravagantes y
misteriosos, pero altamente estimados por sus
contemporáneos. El filósofo es "ingenuo como un
niño, torpe y poco práctico, y existe fuera de las
condiciones del espacio y del tiempo", imagen que
sirvió de base para la difusión de anécdotas
que ahora son muy conocidas: el sabio Tales de Mileto,
embebido en la observación de los fenómenos
celestes, cae en un pozo y es su criada quien le reprocha que por
ver lo que tiene sobre su cabeza no ve lo que tiene bajo los
pies.
Tal vez fueron los romanos quienes pudieron conjugar
mejor el sentido práctico con la reflexión
filosófica, probablemente debido a que las exigencias de
la época les obligaron a pensar con mayor ahínco en
cosas concretas, como aquellas que tiene que ver con el ejercicio
del poder. Son
conocidos los nombres de Ovidio, Tácito y Séneca,
entre otros, quienes cumplieron importantes funciones
públicas.
Sea de esto lo que fuese, el hecho es que los
filósofos constituyeron una élite intelectual cuya
vida, muy a su pesar, estuvo relacionada y muy estrechamente con
el poder; en su mayoría fueron consejeros de reyes y
emperadores o preceptores de las familias reales.
La situación fue diferente en la Edad Media. Con
el ocaso del Imperio Romano,
que se levantó sobre las ruinas de las polis griegas, la
sociedad europea se fragmentó, la cultura se
dispersó y las obras monumentales de los filósofos
griegos se perdieron por largo tiempo. La incorporación
del Cristianismo a
la lógica
del poder le restó su vitalidad revolucionaria y
convirtió a la Iglesia
Católica en el más fiel instrumento de los poderes
imperiales.
Europa se convirtió en una sociedad
teocéntrica y teocrática, y todas las
manifestaciones culturales se sometieron a su lógica.
Dividido el Imperio entre Oriente y Occidente, el predominio
tanto comercial como religioso del primero, convirtió a
Bizancio en el eje de la cultura medieval, concentrándose
en ella la antigua sabiduría heredada de los griegos. Los
clérigos se convirtieron en los nuevos intelectuales, que
asumieron el carácter de "guardianes" de la cultura,
reservada exclusivamente para uso y consumo
especulativo de las élites religiosas. Tanto en Oriente
como en Occidente, los monasterios se transformaron en el
símbolo de la radical separación entre las
élites "cultas" y las masas "incultas"; y, aun en su
interior, se produce una división marcada entre los
"monjes sacerdotes, que se dedicaban a los oficios ligados a los
fines de la institución", entre los que se cuentan el
cuidado y la copia de pergaminos, y "los que debían
atender a los servicios de
la casa". Habrán de pasar muchos siglos antes de que la
cultura adquiera de nuevo su dinámica, y se expanda otra vez hacia el
anquilosado occidente de la Edad Media, cosa que ocurrirá
solo con el Renacimiento y
la recuperación de la antigüedad clásica, en
peligro de perderse entre las hordas invasoras.
Si nos atenemos a la interpretación de Jaeger sobre la
función que cumplieron los filósofos de la
antigüedad, no es difícil descubrir la gran
diferencia entre aquellos y los nuevos intelectuales de la Edad
Media. Los intelectuales griegos fueron educadores por
excelencia.
Su visión del mundo parte de una
comprensión de la íntima unidad existente entre el
mundo natural y el mundo humano. El Cosmos, que en su
acepción originaria significa un orden opuesto al caos, es
una totalidad viviente dentro de la cual el ser humano ocupa un
lugar preponderante, pero jamás situado fuera ni por
encima de él.
De allí derivaron los griegos esa especia de
humanismo
objetivo
– muy diferente al humanismo renacentista -, que consiste
en conceder especial preocupación al ser humano, pero
sujeto siempre a las leyes impuestas
por la naturaleza. Para el espíritu griego, lo universal,
el Logos, constituye la esencia del espíritu. La educación consiste
en modelar los sujetos sociales para la construcción de un
ideal de cultura basado en una racionalidad que, a su vez, se
fundamenta en la armonía del Cosmos. Por eso, las
"humanidades"- como se llamaron luego a las ciencias
dedicadas al estudio de lo humano – tiene su más
remoto origen en los griegos, en quienes la educación
humanística era integradora y totalizante. Los griegos no
conocieron el actual concepto de educación como puro
adiestramiento
para fines exteriores a las exigencias universales del ser
humano. La Paideia – término intraducible para
nosotros – constituyó todo un proyecto de
civilización humana.
En la Edad Media, por el contrario, los intelectuales
cumplen funciones más pronunciadamente ideológicas,
en el sentido marxista: la supremacía del concepto de
divinidad provoca un deterioro de la valoración del
concepto de libertad, muy
caro a los griegos a pesar de las condiciones sociales y políticas,
y el pensamiento
pierde su autonomía para transformarse en una herramienta
del ideal religioso. De manera conciente se restringe el acceso
al conocimiento, con el propósito de poner freno a la
"concupiscencia intelectual", es decir a esa morbosa
afectación por la curiosidad, condenada por la Biblia a
través del mito adámico: la serpiente (el mal)
ofrece dadivosamente a Adán y Eva el fruto del
conocimiento del Bien y del Mal, promesa cuyo cumplimiento lleva
aparejada una tragedia: ser como Dios, es decir descubrir
mediante el
conocimiento los secretos de la creación, sacrilegio
que es castigado con la pérdida de la inocencia: el saber
entraña la culpa que despoja a la vida de su inocente
ignorancia.
Esta concupiscencia puede provocar desviaciones en el
camino a la felicidad eterna, de la cual la Iglesia se cree la
única responsable. Los clérigos y monjes cumplen la
función de guardianes de la verdad y administradores
celosos del conocimiento, administración que opera en base al
criterio de autoridad y no
de la razón: Solo la autoridad puede determinar qué
es lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo verdadero y lo
falso y, finalmente, lo que conviene o no a los fieles. Al
resguardar celosamente la sabiduría, los monjes, al tiempo
que cumplían con el mandato divino de someter a los
mortales a la virtuosa ignorancia, habilitaban el camino de su
redención al entregarles, sin ningún esfuerzo para
los "simples", las verdades que les eran indispensables practicar
para lograr el fin supremo del hombre.
Como puede apreciarse, a la imagen del intelectual como
un ser abstraído en sus meditaciones transcendentes, los
monjes de la Edad Media aportaron algunos elementos culturales
que fortalecieron el mito del intelectual como un personaje de
respeto, por ser
el depositario de una sabiduría cuyo acceso se encuentra
vedado, o por lo menos limitado, a la generalidad de los
mortales.
Bien podría decirse, entonces, que en las
sociedades tradicionales que antecedieron a las capitalistas,
más que en cualquiera otra, la separación entre
intelectuales y no intelectuales estaba determinada por la
ubicación de los sujetos en la estructura
económico-social: los primeros ejercitaban una actividad,
llamémoslo así, "espiritual", mientras los segundos
realizaban quehaceres de tipo corporal, si se quiere manual o
productivo.
Este fenómeno objetivo estaba legitimado por una
concepción filosófica que, en términos
generales, asigna al "alma"
funciones superiores, como el pensar, y al "cuerpo" funciones
puramente biológicas que alimentan la natural
inclinación pecaminosa del ser humano. La
Escolástica concebía a éste como una unidad
compuesta de tres partes diferenciadas: las almas vegetativa,
sensitiva e intelectiva. Las dos primeras pertenecen a todos los
seres de la naturaleza y de las cuales participa también
el ser humano; pero, solo la última es privativa de
éste, confiriéndole una superioridad
ontológica. Dada su dignidad, pues
el hombre fue
creado a semejanza de Dios, el alma intelectiva debe someter a su
arbitrio y dirección, con el auxilio de la gracia
divina, a las demás, que constituyen el asiento de la
concupiscencia y el pecado.
Los religiosos, al renunciar al cuerpo aún en sus
expresiones biológicas más elementales – por
ejemplo, a través del ayuno y la abstinencia -, fortalecen
las facultades propias del alma intelectiva, alcanzando el rango
distintivo de "humanidad" y, por tanto, elevándose a un
plano superior que los situaba por encima de la mayoría de
la gente, incapaz de rebasar los niveles de la vida vegetativa y
sensitiva. El alma, el espíritu, el pensamiento y
conceptos similares estaban asociados al mundo ideal, mientras
que la producción, el cuerpo, las necesidades
biológicas, etc., lo estaban al mundo material. Este
modelo antropológico constituye el soporte de arraigadas
creencias, vigentes aún en la actualidad aunque en
estado
práctico, que confieren a las actividades espirituales y,
por ende, a los intelectuales, un rango superior, fortaleciendo
de esta manera el mito de que hablamos al inici
El intelectual
en las modernas sociedades capitalistas
En la Modernidad se ha
democratizado el acceso al conocimiento y a la producción
ideológico-cultural desde la invención de la
imprenta en el
siglo XVI, invención que solo fue el punto de partida,
infinitamente superado en la actualidad por técnicas
de escritura y
comunicación más sofisticados. En
las nuevas condiciones, la función del intelectual no ha
desaparecido, pero se ha modificado sensiblemente; y, al mismo
tiempo, el mito sobre el intelectual, sin perder vigencia, ha
cobrado nuevas connotaciones.
Para empezar, se han borrado las fronteras que separaban
el trabajo
intelectual del trabajo manual. Al hacerse infinitamente
más complejas las relaciones sociales, atravesadas por un
modo de producción que integra en un mismo proceso
funciones intelectuales y manuales, pierde
vigencia la separación entre el trabajo intelectual y el
trabajo manual o, al menos, la diferencia se hace muy sutil, como
lo advierte Antonio
Gramsci, cuando señala: "La relación entre los
intelectuales y el mundo de la producción (se refiere al
capitalismo) no es inmediata, como ocurre con los grupos
sociales fundamentales, sino que es "mediata" en grado
diverso en todo el tejido social y en el complejo de las
superestructuras, en los que los intelectuales son los
"funcionarios".
Desde el punto de vista filosófico, el
cartesianismo del siglo XVII constituye un cambio
decisivo en la cosmovisión antropológica de la
sociedad moderna.
Para Descartes,
alma y cuerpo – y por tanto las funciones que en el
pensamiento tradicional les eran propias – no constituyen
ya la unidad jerarquizada que hacía posible la
subordinación de la materia al
espíritu. Si bien es cierto que, en teoría,
Descartes sigue sosteniendo la idea de superioridad del
pensamiento sobre la materia, el conjunto de su doctrina se
aparta de la tradición escolástica. Solo existen
tres substancias: la res cogitans (el pensamiento), las rex
extensa (La materia, los cuerpos físicos) y la res
infinita (Dios). El hecho de ser substancias las hace
autónomas aunque conserven cierto grado de
dependencia.
Así, la res cogitans constituye el asiento de la
libertad, que es una facultad propia del alma; pero, el alma se
encuentra perfectamente ubicada en el microcosmos de la res
extensa: la glándula pineal, desde la cual ejerce su
potestad sobre el cuerpo. Según el mecanicismo fundado por
él, el hombre muere no porque se separa el alma del
cuerpo, sino al contrario: el alma se separa del cuerpo cuando
éste ha dejado de funcionar. Pequeña diferencia en
la cual se encuentra toda la diferencia.
Pero, la res cogitans es privativa del hombre y su
esencia radica en el pensamiento – de allí su nombre
-; el pensamiento, por tanto, es común a los humanos, de
donde puede concluirse que todos los hombres son potencialmente
intelectuales, en el sentido de que pueden crear productos de
pensamiento. Nótese la diferencia con relación al
pensamiento medieval que depositaba en factores sobrenaturales la
posibilidad de lograr la perfección: conocimiento,
más virtud, más práctica piadosa,
justificando el carácter elitista de los
intelectuales.
Al ser sustituida la autoridad por la razón
– el famoso sentido común de Descartes – se
reconoce el carácter universal de esta última, de
tal manera que el conocimiento deja de ser un privilegio; al
menos en teoría, todos los seres humanos tienen la
facultad de pensar y, eventualmente, de producir no solo
"artefactos" sino también ideas.
En la sociedad capitalista, el que se produzca
artefactos o ideas es indiferente mientras unos y otras se
conviertan en mercancías. Por lo tanto, en el mundo de la
producción, todos los sujetos sociales participan y
cumplen un rol determinado: unos son directivos, otros
técnicos, y los más, obreros y empleados.
¿Qué factor determina la asignación de los
roles mencionados? El acceso al conocimiento, que es, con la
democratización de la sociedad, un "derecho universal":
los más instruidos cumplen funciones de dirección y
mando y los menos instruidos, las de subordinación y
dependencia, independientemente de si producen libros o pollo
frito. En teoría, todos los seres humanos pueden ser
sabios, instruidos, "cultos"; si no lo son, ello obedece –
de acuerdo a doctrinas desarrolladas posteriormente – a
factores de carácter psicológico (mayor o menor
capacidad intelectual determinada por el famoso "cuociente
intelectual"), moral
(debilidad de ciertas facultades espirituales que hacen a unos
hombres vagos por naturaleza), biológicas (la raza) o,
finalmente, geográficas (el clima, la
región, etc.).
En cierta medida, pues, es el grado de
instrucción el que asigna diferentes roles a los sujetos
sociales. Sin embargo, sería un grave error – en el
que incurre la mayoría de la gente – pensar que por
el hecho de cumplir funciones de dirección y mando, los
sujetos correspondientes pertenecen a la categoría de
intelectuales.
Cierto es que hay una estrecha relación entre el
conocimiento y el ejercicio de funciones directivas o, en
términos más generales, entre saber y poder. No en
vano, como se dijo, los intelectuales han constituido un grupo
privilegiado enquistado o, al menos, cercano al poder. Y
sería un error porque, a poco que meditemos en el asunto,
repararíamos en el rechazo espontáneo que provoca
la idea de que un gerente o un
dirigente político sean considerados como
tales.
De hecho, ellos mismos rechazarían tal idea, y
efectivamente lo hacen, ya sea por considerar peyorativa dicha
categoría – algún político
habló de los intelectuales como de "sociólogos
vagos" – ya sea porque, en tal caso, no habría
ninguna diferencia entre los mencionados personajes y un
científico social, por ejemplo. Igualmente, esta
categorización impediría que las personas que no
cumplen funciones de dirección sean catalogadas como
intelectuales. ¿Acaso no puede ser intelectual el obrero
de una fábrica? Para responderse basta leer la obra tan
conocida de Antonio Skármeta, El Cartero de
Neruda, para reparar en el hecho de que no existe una
relación de causa efecto entre el grado de
instrucción y la función intelectual.
Salta a la vista que las funciones que cumplen los
personajes adscritos a tales categorías en nada se
parecen, por más que unos y otros sean seres
pensantes.
De allí que resulte un prejuicio
ideológico identificar intelectuales con dirigentes,
basados en el criterio del grado de instrucción. Incluso
en los partidos
políticos, cuya naturaleza parecería exigir tal
identificación, las diferencias son claras. Un dirigente
no es tal porque sea intelectual, como tampoco un intelectual por
ser tal puede convertirse en dirigente, aunque eventualmente los
dos roles puedan conjugarse en una misma persona.
Es en el seno del movimiento
obrero de Occidente y también de América
Latina donde se puede apreciar ciertos casos
paradigmáticos de identificación de los dos roles
en una misma persona. Marx, Lenin,
Trotsky, Lukács, Gramsci, Fidel, el Che, etc. representan
el prototipo del intelectual revolucionario que es a la vez
dirigente político. Pero, esos son casos excepcionales; la
mayoría de intelectuales cumple un rol más modesto,
pero no por ello menos importante.
Otro prejuicio ideológico derivado de la organización capitalista de la sociedad
sería considerar a los intelectuales como una élite
especializada sin mayor relación con la vida
práctica, ante quienes la sociedad ha adoptado una doble
posición: la reverencia o la descalificación.
Quienes adoptan la primera actitud, lo hacen impulsados
todavía por los efectos de esa mitificación en
franca decadencia. La descalificación, en cambio, proviene
de esa misma mitificación, pero valorada en sentido
inverso: los intelectuales son esos personajes que, por estar
alejados de la vida práctica, solo "teorizan" y son
incapaces de dar soluciones a
los problemas concretos, opinión que no carece de
fundamento y hasta es válida mientras no se generalice a
todo el gremio.
Los más recalcitrantes consideran a los
intelectuales como personajes improductivos; no solo que se
encuentran separados de la vida práctica sino que,
además, sus productos en nada aportan al progreso material
de la sociedad, salvo raras excepciones que dicen relación
a la transformación de los productos
ideológico-culturales en mercancías.
Es en el seno de la filosofía de la praxis donde
se ha debatido con mayor interés
este problema relacionado con el rol de los intelectuales,
probablemente debido al hecho de que gran parte de los dirigentes
revolucionarios, desde Marx y Engels, fueron a la vez
intelectuales.
Si en el conjunto de la sociedad moderna la
ubicación de los intelectuales se volvió
problemática, lo fue más en el seno del movimiento
obrero y de los partidos que surgieron en representación
suya. ¿Cuál era y es su rol? ¿Dirigir,
orientar, impulsar los procesos
revolucionarios? ¿Formular teorías?
¿Criticar a las dirigencias siendo el ojo avizor de los
dirigidos? Las luchas intestinas dentro del Partido bolchevique,
gestor de la Revolución
de Octubre de 1917, y la postura del estado soviético
frente a los intelectuales – una postura que solo
reconoció la legitimidad de aquellos que de manera
incondicional habían adherido a las "teorías"
oficiales del Partido y del Estado – atestiguan esta
problematicidad.
En este sentido, no cabe duda que el Estado
capitalista ha sido relativamente más tolerante con los
intelectuales que el estado "socialista", lo cual se atribuye
equivocadamente a la adhesión del primero al supremo
principio de la libertad. Y digo equivocadamente porque uno y
otro, en momentos en que se pone en juego la
estabilidad y permanencia del Estado, son implacables con los
intelectuales.
A pesar de ese interés, siempre ha llamado la
atención el hecho de que los fundadores de
la filosofía de la praxis, Marx y Engles, no le hayan
prestado suficiente atención, de tal suerte que aparte de
encontrarse ciertas alusiones en algunos textos de juventud del
primero, el tema se encuentra ausente en las obras fundamentales
del marxismo. Y lo
propio puede decirse respecto a los temas relacionados con la
cultura en general, lo que ha alimentado ciedrtas posiciones
economicistas que reducen el marxismo a la relación entre
infraestructura y superestructura. Esto parece obedecer a
factores de carácter histórico. Desde el Manifiesto
Comunista de 1848 hasta la Revolución
Rusa de 1917, el movimiento revolucionario internacional
había experimentado un constante crecimiento,
habiéndose principalizado la estrategia del
"asalto al poder", tal como ocurrió en el último de
los acontecimientos mencionados.
En el plano de la teoría, esta estrategia
obligó a los dirigentes a privilegiar las discusiones en
torno a problemas políticos como el carácter del
Estado, las alianzas de clases, etc., dejando de lado aquellos
que dicen relación a la organización de la cultura,
el papel de los intelectuales, y otros más.
Entre 1920 y 1930, sin embargo, el movimiento comunista
internacional es fuertemente atacado por el surgimiento del
fascismo
europeo y entra en una etapa de reflujo, especialmente
después del triunfo de Adolfo Hitler en
1933. Por otra parte – según lo señala
Moreano en su ponencia – la estrategia de asalto al poder
era factible frente a la endeblez de la sociedad civil de
la Rusia
prerrevolucionaria. En Occidente, en cambio, la sociedad civil
burguesa estaba orgánicamente estructurada siendo inviable
un nuevo proyecto histórico por la vía de las
armas, como lo
demostró el intento húngaro de 1924 y ya, mucho
antes, la Comuna de París. Estos dos factores, la
debilidad del movimiento comunista frente al fascismo y al
agotamiento de la vía revolucionaria en Occidente,
obligaron al movimiento obrero y a los intelectuales marxistas a
diseñar nuevas estrategias en
las que se privilegiaron los aspectos
ideológico-culturales. Antonio Gramsci desarrolla su
teoría política articulada al concepto de
"hegemonía", que consiste en la construcción de un
proceso de dirección en el seno de la sociedad civil (toma
de la hegemonía) por parte del nuevo bloque
histórico de la revolución social, dirigido por el
Nuevo Príncipe, el Partido intelectual orgánico del
proletariado y las clases subalternas.
Esa toma de hegemonía, a través de una
larga guerra de
trincheras, comprendía la construcción de una nueva
cultura, un nuevo proyecto ético-espiritual de toda la
sociedad, fundado en la concepción del mundo de la nueva
clase
fundamental, proyecto en el cual los intelectuales juegan un rol
preponderante. La estrategia de asalto al poder postergó
los temas relacionados con la educación y la
organización de la cultura; entre tanto, la evidencia de
que tal vía se encontraba agotada privilegió la
estrategia de la "dirección política y cultural"
(hegemonía).
Dicho en otras palabras, si la endeblez de la sociedad
civil rusa, que no estuvo atravesada por los valores
democráticos de la revolución burguesa de Europa,
permitió el asalto al poder de los bolcheviques, el
carácter orgánicamente estructurado de las
sociedades occidentales exigía un largo proceso de
educación de los sujetos sociales para ganar legitimidad
dentro de la sociedad burguesa. Esto es lo que Antonio Gramsci
denominó la "construcción de una nueva
hegemonía": la clase obrera debe convertirse en
"dirigente", con alto prestigio intelectual y moral y con un
sólido proyecto educativo, aún antes de la toma del
poder. Naturalmente, en este proceso el rol de los intelectuales
es decisivo, de donde deriva la atención privilegiada que
éste y otros pensadores alineados en la filosofía
de la praxis otorgaron a este tema.
Las formulaciones gramscianas sobre el intelectual
orgánico han servido de soporte a nuevas reflexiones en el
seno del pensamiento crítico. Una de las obras más
significativas al respecto pertenece a Michael Löwy,
Para una sociología de los intelectuales
revolucionarios, en la cual el autor analiza a
profundidad la evolución intelectual de George
Lukács – marxista húngaro y dirigente
revolucionario – entre 1909 y 1929, evolución que puede
considerarse como paradigmática del intelectual
revolucionario de Occidente. En ella muestra el cambio
paulatino de Lukács desde un pensamiento
liberal-burgués hasta la adscripción
teórico-práctica al proyecto revolucionario del
proletariado, que por entonces era el sector social que lideraba
los procesos de transformación política de Europa.
A partir de esa investigación formula una teoría que
resulta útil para efectos de esta ponencia.
La tesis
más importante de Löwy es que los intelectuales no
son una clase y, por lo tanto, su posición no se define en
relación con los medios de
producción y la estructura económico-social, sino
una "categoría social". Esto significa lo
siguiente:
- Los intelectuales, en cuanto tales, no son
productores de bienes y
servicios, sino creadores de productos
ideológico-culturales. Independientemente del lugar que
ocupen en la estructura económico social, todos los
seres humanos, por el mero hecho de ser tales, pueden crear
productos ideológico-culturales: ser pintores,
escultores, poetas o escritores; y quien lo haga cumple una
función intelectual. - Por fuertes que sean los condicionamientos
económico-sociales, como la pertenencia a una clase
social determinada o la posición en la estructura
productiva, quien se ha definido como intelectual siempre tiene
la capacidad de optar por los intereses de los opresores o de
los oprimidos; valer decir, puede elegir entre la alternativa
de crear productos ideológico-culturales enmarcados en
los fines de la explotación o en los ideales de
emancipación y liberación del género
humano. - No existe, por lo tanto, "inteligentzia" neutra, por
más que los intelectuales "gocen de una cierta
autonomía relativa con respecto a las clases
sociales". Como creadores de productos
ideológico-culturales expresan las demandas sociales
desde la perspectiva del proyecto histórico al cual han
adherido. - Por lo general, los intelectuales se rigen por
valores
cualitativos que se desprenden de su sensibilidad estética, de su comportamiento moral o de su comprensión
teórica. En la medida en que el capitalismo todo lo
convierte en dinero, en
mercancía, en valores puramente cuantitativos, los
intelectuales sienten una aversión casi natural contra
el capitalismo. Incluso quienes no han adherido al proyecto
histórico de las clases subalternas, que en
términos generales se define como "socialismo",
coinciden con los intelectuales revolucionarios en esta
aversión, convirtiéndose en críticos del
sistema y de
sus formas de poder.
Estas precisiones conceptuales nos permiten esclarecer
las confusiones anotadas. Gramsci señalaba. "Todos los
hombres son intelectuales, pero no todos los hombres cumplen en
la sociedad la función de intelectuales".
Con esto quiere decir que todos los hombres, desde la
máxima autoridad de una empresa
productiva, hasta el más humilde de los trabajadores
aportan con su capacidad intelectual, en diferentes niveles y
condiciones, en la realización de sus tareas.
Pero, no por cumplir funciones de dirección el
gerente puede ser catalogado como el "intelectual" de la empresa. Que
eventualmente pueda ser más instruido que el resto de
trabajadores – cosa que es por demás obvia dada la
estructura de clases de la sociedad – no implica que cumpla
un función intelectual.
Este ejemplo es válido para todos los espacios
micro y macrosociales, en los cuales existen funciones de
dirección y mando y personas que las ejecutan, como parte
de las necesidades de organización de la sociedad; pero,
ello no es razón suficiente para catalogar a unos como
intelectuales (directivos) y a los otros (subordinados) como no
intelectuales.
Sin embargo, tanto el gerente como el último
empleado en la jerarquía empresarial pueden cumplir las
funciones de intelectual, en la medida en que, independientemente
de su rol dentro de la empresa, puedan
crear productos ideológico-culturales; que tales productos
sean liberadores o alienantes, de buena o de mala calidad, es
otro problema que no incide en la función
intelectual.
Esto permite esclarece la confusión, muy
frecuente en las organizaciones
partidarias, que tiende a identificar al dirigente con el rol del
intelectual. Un dirigente es tal no porque sea intelectual, sino
porque tiene capacidad de liderazgo,
cuyo perfil entre otras cosas puede contener una buena
formación teórica; igualmente, un intelectual no
por el hecho de ser tal tiene méritos suficientes para
ejercer las funciones de dirección.
Por lo tanto, es preciso establecer el rol del
intelectual en la sociedad. Independientemente de su
adscripción ideológica, puede decirse que hay algo
en común en todos los intelectuales: sus más
profundas motivaciones están dadas por los valores
ético-culturales. De allí que Jorge
Castañeda, por ejemplo, atribuye a los intelectuales de
América
Latina algunos rasgos distintivos que les confiere un rol,
más allá de su filiación
ideológico-partidaria: guardianes de la conciencia
nacional, críticos en constante exigencia de responsabilidad, baluartes de rectitud, defensores
de los principios de
carácter ético-político del humanismo,
críticos del sistema imperante y de los abusos de poder,
etc. Sus productos ideológico-culturales están
fuertemente marcados por esos rasgos.
El intelectual, pues, cumple una doble función:
es crítico frente al poder y, al mismo, tiempo es
constructor de una "nueva e integral concepción del
mundo". Tal vez este último carácter sea decisivo
en la diferenciación entre intelectuales de izquierda y de
derecha: si todos los intelectuales son críticos frente al
poder y frente a toda clase de atropellos, los primeros se
encuentran empeñados en la construcción de un nuevo
mundo de valores; participan activamente en la lucha social con
esos fines y sus obras son expresión de los valores que
encarnan los nuevos sujetos sociales. Sea a través de la
sensibilidad estética o sea a través del
razonamiento lógico, sea con los instrumentos del arte o con el de
las ciencias y la filosofía, los intelectuales participan
en ese gran proyecto de construir una nueva e integral
concepción del mundo que termine por enterrar la barbarie
suicida del capitalismo.
Los intelectuales y
la izquierda partidaria
Se dijo en páginas anteriores que la
ubicación del intelectual en las modernas sociedades es
problemática; y lo es más en el seno del movimiento
revolucionario de izquierda. En este caso, tal problematicidad
deriva de la conflictiva relación entre la teoría y
la práctica, un problema que más allá de los
ámbitos académicos, en los cuales el propio
marxismo ha proporcionado matrices
orientadoras, atañe a la conducción de los procesos
de transformación social.
Desde su origen, en el seno de los movimientos de
izquierda se definieron tradicionalmente dos posiciones
contrapuestas: la primera, aquella que sostenía que la
conciencia socialista es producto del
papel de la inteligencia
ilustrada que la introduce desde fuera del movimiento de masas, a
través de la teoría revolucionaria, elaborada por
la misma intelectualidad proveniente de la burguesía y de
las capas medias de la sociedad.
La postura opuesta pensaba que el movimiento de masas es
susceptible de desarrollar la conciencia de clase y adherir al
socialismo de manera espontánea, a partir de su propia
experiencia producto de la lucha, de tal manera que el papel de
los intelectuales era secundaria, cuando no inútil. Como
es obvio, la primera postura atribuía a los intelectuales
– generalmente identificados con la pequeña
burguesía – un rol determinante, mientras que la
segunda ponía el acento en el papel de las "masas". Por
extensión, teoría y práctica tenían
la supremacía una sobre otra, según el caso.
Durante mucho tiempo estas tesis fueron tratadas de manera
antagónica, provocando serias disensiones en el seno de
los movimientos de izquierda. Las polarizaciones llegaron al
extremo de situar dos polos de enfrentamiento: los intelectuales
y teóricos versus los prácticos.
Estas contradicciones han venido decantándose con
el tiempo y la discusión, pero están lejos de
terminar y tampoco puede decirse que ni en las organizaciones de
izquierda ni entre ciertos intelectuales se haya logrado una
comprensión cabal sobre el problema.
Lo que está bastante claro, al menos en
teoría, es que teoría y práctica son dos
aspectos de una misma realidad que deben ser tratados con
espíritu dialéctico, es decir sin buscar
polarizaciones antagónicas que son expresión de un
modo metafísico de tratar las cosas. Y lo mismo puede
decirse de la relación entre los intelectuales y las
organizaciones partidarias.
En el caso del Ecuador, el
origen del Partido Socialista Ecuatoriano estuvo marcado por una
virulenta oposición a la labor de los intelectuales. En
1924 se fundó en Quito el grupo Antorcha compuesto por 10
intelectuales, quienes editaron el
periódico del mismo nombre, constituyendo la base
fundamental para la construcción del Partido Socialista
Ecuatoriano, en 1926.
Otro grupo no menos importante estuvo constituido por
dirigentes gremiales de tendencia anarco-sindicalista de
Guayaquil. Si bien en un principio, los intelectuales de La
Antorcha y otros que provenían de capas similares,
tuvieron un peso gravitante en la conformación del
Partido, pronto vieron desmoronarse sus expectativas, ante las
maniobras burocráticas de los núcleos comunistas
que adhirieron incondicionalmente a la Internacional Comunista,
que impartía sus directivas desde Moscú.
Éste fue precisamente uno de los temas de
controversia.
La adhesión a las 21 tesis programáticas
de Moscú – que constituía el requisito sine
qua non para pertenecer a las filas de la Internacional Comunista
– dividió a los socialistas ecuatorianos y,
según lo narra Alexei Páez, "en 1927 abandonaron el
Consejo Central del Partido Angel Modesto Paredes, los hermanos
Carlos y Jorge Carrera Andrade… Néstor Mogollón y
Emilio Uzcátegui", nombres que son ampliamente conocidos
como intelectuales de izquierda cuya gravitación en la
cultura nacional ha sido reconocida tanto nacional como
internacionalmente. Tres años después de fundado el
PSE, las posiciones se radicalizaron en torno al papel de los
intelectuales dentro del Partido, a quienes la fracción
comunista acusó de ser los portadores de uno de los
más nefastos vicios: el intelectualismo, caracterizado por
"la locura de la
ilustración, por la bibliofagia insaciable", como se
expresan en las Actas de la Conferencia del
CCA de 1929, citado por Páez. La fracción
comunista, que ganaba terreno al interior del Partido, hizo
íntegramente suya la política del VI Congreso de la
IC, caracterizada entre otras cosas por los ataques violentos a
la "pequeña burguesía intelectual". En muchos de
los partidos comunistas latinoamericanos, esta política
terminó en la expulsión de los "intelectuales
librepensadores".
Una de las razones de este conflicto la
esbozamos en páginas anteriores: la toma de
posición de los intelectuales frente al proyecto
histórico de las clases subalternas estuvo siempre mediada
por motivos ético-culturales, es decir por una serie de
valores que, hoy nos percatamos de ninguna manera
antagónicos a los ideales ilustrados de la
burguesía liberal de los siglos XVIII y XIX – lo que
explica además que los primeros socialistas fueran
intelectuales provenientes del ala radical del liberalismo –
; entre ellos, el principal valor
defendido por los intelectuales – y en esto han coincidido
con frecuencia los intelectuales de derecha y de izquierda
– es la libertad en todas sus manifestaciones,
especialmente la de expresión.
Las 21 tesis programáticas de la Tercera
Internacional constituían de hecho una camisa de fuerza que
subordinaba a la militancia ecuatoriana a los dictámenes
foráneos con la imposición de un modelo
centralista-burocrático de organización, imperante
ya en la URSS, y que anulaba toda iniciativa particular de la
militancia nacional. Cabe señalar que esta adhesión
de los intelectuales de izquierda a los valores
ético-culturales del pensamiento ilustrado siempre ha sido
mirado con sospecha por los ortodoxos, en el marco de su
concepción maniquea que opone la ideología burguesa a la ideología
proletaria.
La pregunta es: ¿por qué si los
intelectuales, por la propia naturaleza de su oficio, estaban en
mejores condiciones de posicionarse al interior de las
organizaciones partidarias, generalmente terminaron aislados y
hasta desprestigiados? La razón, por desgracia, tiene que
ver con un estigma de la política nacional, no solo de
izquierda, en todos los tiempos: en la lucha política no
se privilegian los instrumentos de la razón, sino la
violencia
verbal o física,
la manipulación, el chantaje y las negociaciones por
detrás de los bastidores.
Obedece también, aunque en menor medida, a la
debilidad teórica de los intelectuales, al menos en la
etapa de fundación la izquierda latinoamericana.
Teóricos y prácticos en todo el continente,
exceptuando a José Carlos Mariátegui, apenas
conocían los rudimentos del marxismo proporcionado por
manuales de amplia circulación, provenientes de
Moscú y Pekín. Parece ser que intelectuales del
prestigio que adornaba a los fundadores del socialismo
ecuatoriano, como los mencionados anteriormente, no
conocían el marxismo y quizá no tenían por
qué hacerlo: muchos de ellos eran poetas, otros estaban
animados por motivaciones cercanas al socialismo utópico,
en tanto que los "prácticos" disponían de
"Líneas generales de la revolución" que
podían ser fácilmente adaptadas a la realidad
ecuatoriana con el maquillaje correspondiente.
Es en las décadas de los años 60 y 70 que
la teoría marxista se fortalece en América Latina y
el Ecuador, aunque casi exclusivamente en los campos de la
economía y
las ciencias políticas y sociales; en la filosofía,
en cambio, acusa una fuerte debilidad. Así y todo, ese
fortalecimiento constituye un nuevo foco de
tensión.
Los intelectuales, que intentan pensar la realidad
propia con cabeza propia, adoptan actitudes
críticas frente a las líneas oficiales, que no son
sino una caricatura de las líneas elaboradas en los
centros metropolitanos del comunismo
internacional. Y parecería ser que no son hábiles
en la maniobra, de tal manera que aún ocupando puestos de
relevancia no lograron construir bases de poder que sustentara
sus propuestas.
Después de la experiencia de los primeros
intelectuales al interior del Partido Socialista, una de cuyas
fracciones fundó siete años después el
Partido Comunista, no se han repetido experiencias tan radicales
de tensión. La vía ha sido más expedita: un
brevísimo "juicio verbal sumario" y la expulsión,
tal como ocurrió durante las mismas décadas en el
Partido Comunistas Marxista Leninista, en el cual se formaron
muchos de los prestigiosos intelectuales de izquierda que hoy
tienen un peso gravitante en la cultura nacional.
Por su parte, los intelectuales no siempre han tenido
una actitud positiva frente a las estructuras partidarias, y la
frecuente acusación de "ultracriticismo" y "teoreticismo"
no dejan de tener su fundamento. Muchos han adoptado actitudes
arrogantes, prevalidos de sus conocimientos y el manejo de la
teoría marxista. Épocas hubo en que los
intelectuales arrastraron, o pretendieron hacerlo, a las
organizaciones partidarias a la "discusión teórica
permanente", especialmente en los claustros universitarios,
provocando discusiones bizantinas sobre el carácter de la
formación social ecuatoriana y de la revolución,
con actitudes dogmáticas que lejos de mostrar una
predisposición al conocimiento estaban más
interesadas en imponer su verdad, misma que escondía
apetitos de poder.
No fueron pocos los casos en que los intelectuales,
armados de un discurso
grandilocuente, provocaron la resistencia de
las direcciones partidarias compuestas por militantes que no
habían tenido acceso a la educación universitaria
y, por tanto, carecían de oportunidades para adquirir una
"sólida" formación marxista.
Para muchos de ellos, los manuales de divulgación
eran el único alimento teórico que
esclarecía su práctica revolucionaria, cosa que no
fue comprendida por los intelectuales. Y las confusiones no se
hicieron esperar: éstos pertenecían a la
pequeña burguesía, cuyas condiciones
económico-sociales les habilitaba para ser tales, y
adolecían de los vicios propios de esta clase.
Enfrentada a ellos se encontraba el grueso de la
militancia, que pretendía ser de extracción obrera
y campesina – y en muchos casos lo era -, que clamaba por
acciones
inmediatas y efectivas, liberados de los vicios de la
pequeña burguesía. Muchos eran mirados con
admiración y respeto, pero también con sospecha y
aversión, y lo que debía ser una saludable lucha
ideológica se convirtió en pugnas irracionales por
el poder.
Con la crisis del
socialismo y sus secuelas, que afectaron fuertemente a los
partidos de izquierda, estas tensiones no se han resuelto pero,
al parecer, hoy carecen de importancia. Los intelectuales,
generalmente sin militancia, constituyen un mundo aparte, y no
siendo ya la autoridad del marxismo el criterio de
diferenciación entre revolucionarios y reformistas, hoy
constituyen un sector disperso y acaso amorfo en el que caben
posiciones que van desde el marxismo – al menos para
quienes siguen pensando que ésta es una teoría
válida para interpretar la realidad – hasta
posiciones socialdemócratas y liberales progresistas, que
ante el desencanto del socialismo al menos buscan la
profundización de la democracia y la defensa de los
ideales ilustrados de la burguesía del siglo XVIII,
pasando por los románticos que aun sueñan en las
armas sin mayor convicción.
Ahora bien, el tema central que da origen a estas
discrepancias tiene que ver con la construcción del
proyecto histórico del socialismo, cuyo descrédito
inicial está siendo superado a pasos agigantados. Hay
teóricos importantes en América Latina que se
acercan con mayor firmeza a la definición de lo que llaman
el Socialismo del Siglo XXI. Resulta por demás evidente
que la definición de este proyecto será obra de la
acción
mancomunada de los intelectuales, las militancias partidarias de
izquierda y los movimientos sociales, todos empeñados en
encontrar alternativas viables al capitalismo
neoliberal.
Por lo tanto, y estando las organizaciones partidarias
aventajadas en cuanto a organización y definición
ideológica y programática, son las llamadas a
definir políticas que permitan incorporar a los
intelectuales a este proceso de construcción del nuevo
proyecto histórico de las clases dominadas.
Resta un aspecto que merece atención
privilegiada. A pesar de que en la actualidad no aparece como
problemática la relación entre la teoría y
la práctica – al menos no hay vestigios de ello en
las discusiones tanto académicas como partidarias –
es necesario hacer alusión a ella porque de su
comprensión dependen también las políticas
de alianzas mencionadas anteriormente. Hoy sabemos que la
oposición entre teoría y práctica es
insostenible.
Ni las masas y los sectores subalternos van a adherir
espontáneamente al proyecto histórico del
socialismo, ni éste es producto de la reflexión
teórica de los intelectuales. Como dice Helio Gallardo,
"La miseria y el hambre abren paso a muchas y variadas reacciones
en América latina (en Colombia, por
ejemplo, los sicarios, los matones al servicio de la
dominación, algunos de los cuadros torturadores de las
Fuerzas Armadas y de los asesinos y violadores de
campesinos).
Pero el socialismo no descansa en una merca
reacción, sino en una acción independiente de
resistencia social que exige un sujeto humano", un proyecto
histórico – se diría – que transforme
la potencial energía de las masas en acciones libres y
concientemente dirigidas a un fin. "El socialismso – dice
Gallardo – no es el nombre de un pretendido instinto de
libertad y rebeldía", sino un proyecto de existencia,
alternativo a la existencia que configura la sociedad
capitalista".
Ahora bien, todo proyecto histórico se asienta en
tres coordenadas fundamentales: 1) un pensamiento crítico
(teoría científica y/o filosófica) que
demuestre la inviabilidad del sistema que se pretende superar; 2)
una utopía, entendida como un conjunto de ideas-fuerza que
impulsan la acción hacia la construcción de un
futuro posible y deseable; y 3) un sujeto
histórico.
Estas tres condiciones se cumplieron en el proyecto de
la burguesía liberal del siglo XVIII. Durante 300
años la burguesía sentó las bases
filosóficas de la sociedad capitalista, cubriendo todos
los ámbitos del saber, hasta desembocar en la Ilustración como la síntesis
del ideario de las clases emergentes. Su utopía se
expresó, en íntima correspondencia con lo anterior,
en los postulados que guiaron las revoluciones norteamericana de
1772 y la francesa de 1789: libertad, igualdad,
fraternidad. Y, naturalmente, durante un lapso histórico
similar, el sujeto histórico se fue construyendo desde los
primeros advenedizos asentados en los burgos exteriores a los
castillos feudales, hasta la plena constitución de la burguesía como
clase que estuvo en capacidad de liquidar el sistema
imperante.
Este proceso fue el producto de la confluencia de varios
factores: la paulatina elaboración de una nueva
concepción del mundo, por parte de los ideólogos
del liberalismo (filósofos y literatos que formularon
nuevas teorías) que legitimó la acción
revolucionaria de la burguesía; las luchas sociales que se
desataron durante varios siglos, acompañada de la
acción corrosiva de herejes y contestatarios que dieron
con sus carnes en la hoguera; la larga pero sostenida
formación de una clase social que se convirtió en
el sujeto de la revolución burguesa, aparte de la
transformación paulatina de las condiciones
económico-sociales por efectos de factores
difícilmente identificables como causa: el desarrollo
científico y tecnológico, la crisis del modo de
producción feudal, etc. Es justamente basado en estas
experiencias que Gramsci dio particular atención al rol de
los intelectuales.
Contrariamente a lo que podría creerse, la
Revolución
Francesa no fue el origen sino la culminación del
proceso de construcción de la nueva sociedad anhelada por
la burguesía, pensada desde siglos atrás por los
intelectuales que fundaron una nueva concepción del
hombre, de la cual se desprendieron los ideales políticos
que se transformaron en las ideas-fuerza de la revolución,
libertad, igualdad, fraternidad. Y es probable que dicha
revolución no habría sido posible si antes no se
sentaban las bases filosóficas de la misma. La
burguesía empezó por construir una nueva
concepción del mundo, antes del "asalto al poder". Algo
similar ocurrió con la Revolución Rusa, aunque en
este caso el tiempo que dispusieron los bolcheviques para la
construcción de la nueva concepción del mundo fue
escaso, con el agravante de que estaba en auge la novedad del
liberalismo.
Ahora bien, el complejo teórico elaborado por el
liberalismo, desde la Filosofía hasta las Ciencias
Naturales pasando por la Economía y la
Sociología, fue útil – y en ese sentido
verdadero – para explicar los fenómenos humanos y
naturales; sin embargo, en la medida que buscaban la
liberación de una clase social, gran parte de sus
contenidos se convirtió en ideológico. Como
señaló Marx en El Capital, la
libertad y la igualdad son conceptos que a la larga sirvieron
para funcionalizar la explotación capitalista.
También en el socialismo la teoría devino,
en gran parte, en ideología, a pesar de su
propósito de liberar al proletariado y con él a
toda la humanidad. Estos dos ejemplos solo muestran que la
teoría es algo más complejo de lo que solemos
pensar, y que no se reduce a la relación entre pensadores
o teóricos y prácticos. El problema es cómo
se construye la teoría, quiénes la construyen y
para qué.
Si el socialismo entraña la aspiración a
liberar no solo a una clase social sino a toda la humanidad, debe
existir alguna certeza de que la conciencia de ese
propósito no se obnubile y la nueva sociedad no se
transforme en otro mecanismo de dominación.
Y la única certeza proviene de los instrumentos
proporcionados por la razón para ejercitar una permanente
reflexión sobre la realidad, lo cual supone concebir a la
teoría como una actividad orientada a esclarecer el
proceso histórico.
El sociólogo chileno Helio Gallardo, intentando
superar la dicotomía entre teoría y
práctica, decía que "una teoría que no solo
se distanciara o emancipara de lo empírico sino que se le
opusiera y lo enfrentara como "modelo ideal" o "deber ser"… es
no solo imposible, sino políticamente autodestructivo". El
proyecto histórico de las clases subalternas no puede
concebir la teoría como especulación ("que solo
mira y reflexiona una cosa, sin tocarla"). "Lo teórico se
encuentra en una relación productiva, favorable y
necesaria, con las regiones y aspectos prácticos y
experiencias de lo real-social"; es decir, la teoría se
encuentra siempre en un proceso de "articulación
constructiva" con lo experiencial.
De esta apreciación, y haciendo uso de otros
aportes del pensamiento occidental, podríamos decir que la
teoría cumple una triple función, entre
otras:
En primer lugar, elimina la conciencia
ideológica, que es el conjunto de falsas representaciones
que sobre la sociedad y su propia identidad se
hacen los individuos, aceptando como naturales las condiciones de
la dominación. Como diría el filósofo checo
Karel Kosík, destruir el mundo de la
"pseudoconcreción", es decir la cotidianidad en la cual
las representaciones y fantasías, producto de la
inserción en un mundo opaco encubierto por los valores de
la dominación, son asumidas como verdades. El mundo en el
cual la explotación, la dominación y la enajenación encuentran fáciles
explicaciones trascendentes o fatalistas que conducen a la
inercia, es decir al conformismo y la
resignación.
En segundo lugar, la teoría cumple una
función epistemológica. "Puesto que las cosas no se
presentan al hombre directamente como son y el hombre no posee la
facultad de penetrar de un modo directo e inmediato en la esencia
de ellas, la humanidad tiene que dar un rodeo para poder conocer
las cosas y la estructura de ellas", a través de la ciencia y
la filosofía.
Solo cuando la burguesía logró –
hasta donde le fue posible – "penetrar en la esencia de las
cosas" mediante la ciencia y la
filosofía, pudo afinar su proyecto histórico,
transformar políticamente la sociedad y potenciar el
desarrollo material y espiritual de la humanidad, cuyos
resultados, por desgracia, se orientaron en provecho de una
minoría, no por culpa de la ciencia sino de la estructura
socio-económica del capitalismo.
En tercer lugar, al "hacer referencia a una
acción política transformadora exigida socialmente
por el pensar" y hacerlo de una manera clarificadora y
consistente, provoca no solo la adhesión pasiva sino la
participación activa en las luchas por la
transformación social. Mientras más claro se
presente a la conciencia la posibilidad de trascender el proyecto
histórico de las clases dominantes, mayores probabilidades
existen de generar una práctica revolucionaria.
La idea de que las masas se mueven solo por sus
reivindicaciones materiales es
falsa; aunque no con la misma intensidad que los intelectuales,
ellas también se mueven por valores; de hecho, los
movimientos sociales gestados en las últimas
décadas se movilizan por reivindicaciones que rebasan las
exigencias económicas: la defensa de los derechos humanos,
del medio
ambiente; contra la discriminación racial, por la
afirmación de la identidad cultural, etc.
El punto es que la alianza entre los intelectuales y la
izquierda debe enfocarse con el propósito de construir lo
que Gramsci denominó la hegemonía, es decir la
construcción de una nueva cultura ética-política que anteponga los
intereses del conjunto de la humanidad a los intereses materiales
de los grupos o las
clases, bajo la dirección de las clases subalternas y
dominadas, articuladas en un nuevo bloque
histórico.
Desde este punto de vista, las fronteras que separan al
intelectual del activista terminan por anularse. "El nuevo modo
de ser del intelectual – dice Gramsci – ya no puede
consistir en la elocuencia, motora exterior y momentánea
de los afectos y las pasiones, sino en su participación
activa en la vida práctica, como constructor, organizador,
"persuasivo permanentemente" no como simple
orador…"
Sin embargo, cuando la teoría es considerada como
"base segura" para la acción o como fuente doctrinal de la
identidad de un grupo – a la manera cómo operan el
cristianismo y las religiones en general -, se
desvirtúa su función, pierde su capacidad de
interlocución, reproduciendo los mismos esquemas de la
dominación: los teóricos (autoridad), los sabios,
los intelectuales, los forjadores de la "teoría" toman las
decisiones y "conducen" a las masas; éstas, como un
obediente rebaño, se dirigen por el camino trazado por
aquellos.
Si la teoría no es una doctrina, el problema es
cómo se construye; y la respuesta es: en diálogo
permanente con los actores sociales tanto del presente como del
pasado, mediante el empleo del
acervo conceptual y metodológico de la cultura universal
para pensar la realidad y sus proyecciones; mediante la interacción constante y el diálogo
permanente entre intelectuales, dirigentes, líderes
políticos y actores sociales; a través de la
participación activa y sistemática en el proceso de
las luchas sociales
De allí que los espacios más fecundos para
la construcción de la teoría han sido precisamente
los foros democráticos en los cuales todos tiene derecho a
decir su palabra de vida, a denunciar las injusticias del
sistema, pero también a proponer alternativas. Solo
así se salvan las abismales e interesadas diferencias
entre intelectuales y no intelectuales, entre dirigentes y
dirigidos, entre líderes y masas.
No es, por tanto, inocua la organización de foros
nacionales e internacionales que convoquen a los intelectuales,
como un sector independiente, a debatir con rigurosidad los
problemas y expectativas de la sociedad, los mecanismos de
construcción de los nuevos sujetos sociales, las
características del nuevo proyecto histórico, etc.,
superando los foros académicos que se limitan a los
diagnósticos económico-sociales.
Ciertamente, este tipo de eventos no es común, al
menos en el Ecuador, en gran parte por los prejuicios
ideológicos señalados a lo largo de este trabajo:
unos piensan que, por estar especulando lejos de la realidad, los
intelectuales no tienen nada que aportar; otros piensan que solo
las organizaciones partidarias tienen el privilegio de discutir,
a puertas cerradas, en Asambleas y Congresos – en el mejor
de los casos – temas relacionados con la
construcción del nuevo proyecto histórico. Por
desgracia, sucede que estos foros particulares no son el espacio
adecuado para tales discusiones porque, a la postre, terminan
privilegiando asuntos coyunturales, como la elección de
nuevos dirigentes – o la reelección de los antiguos
que es lo más común – y cuando se trata de
líneas programáticas y de estatutos, la pobreza
teórica es alarmante.
A modo de conclusión, señalemos algunas
ideas fundamentales:
Las condiciones objetivas impuestas por la
democratización, aunque limitada, de las sociedades
occidentales, tienden a eliminar el mito de los intelectuales
como gestores de una actividad especialísima en
confrontación con las actividades
prácticas.
El tratamiento a-crítico de la relación
entre los intelectuales y los no intelectuales ha generado
confusiones que tienden a disociar la producción
intelectual y la práctica cotidiana, desvalorizando en
unos casos las tareas intelectuales, consideradas como mera
especulación; y en otros, sublimizando los productos
culturales.
Según algunos representantes del pensamiento
crítico, los intelectuales no son una clase sino una
categoría social, cuya definición no se determina
por su ubicación en la estructura productiva sino por la
función social que cumplen en tanto creadores de productos
ideológico-culturales. Tienen, por lo tanto, una
autonomía relativa que les permite una adscripción
al proyecto histórico de las clases subalternas a
través de motivaciones ético-culturales, más
que económicas.
La relación entre los intelectuales y las
estructuras partidarias, especialmente de los partidos
comunistas, ha sido tensa y conflictiva debido a la
sobrevaloración de la "práctica" que ha
caracterizado la concepción de aquellos. En el marco del
pensamiento crítico, partidos e intelectuales deben ser
considerados como sectores diferenciados que tiene su propia
identidad, pero de ninguna manera opuestos, de tal manera que hay
que tender puentes entre los dos sobre la base de una correcta
interpretación de la unidad dialéctica entre
teoría y práctica.
En el marco de la construcción de un nuevo
proyecto histórico, la presencia de una teoría, y
específicamente de una teoría radical, es
ineludible, si se quiere impulsar la transformación
social.
La producción de la teoría no es producto
exclusivo de los intelectuales sino de la creación de
espacios de reflexión y diálogo entre éstos
y los actores sociales. Los intelectuales deben acercarse
más a los movimientos sociales y nutrirse de sus
experiencias, de su espíritu transformador y, al mismo
tiempo, éstos deben promover un diálogo con la
ciencia y la filosofía de aquellos para juntos construir
el nuevo proyecto histórico.
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Quito, 4 de febrero de 2005.
Datos del autor:
Marcelo Villamarín C.,
Doctor en Filosofía. Profesor de
Pensamiento moderno y Pensamiento contemporáneo en la
Escuela de
Filosofía de la Pontificia Universidad
Católica del Ecuador, Quito. Director editorial de la
empresa Radmandí, Proyectos
Editoriales de Quito.