1. La mujer: un espacio
ganado en la sociedad y en la academia
La mujer y los poderes de
la creación
La mujer y los problemas
sobrenaturales
La mujer y los juegos
especulares
3. De manera conclusiva y
provisional
La mujer, en las
más diversas culturas y desde tiempos inmemoriales, ha
debido ganarse, palmo a palmo, un espacio digno en la sociedad.
Mucho es lo que ha tenido que luchar, que trabajar, para ser
reconocida en términos más equitativos con respecto
a su compañero y, quizás, todavía sea mucho
lo que falta por hacer. Uno de los campos en los que su presencia
y trayectoria ha sido trascendental es el de la educación. Es
importante, por eso, hacer un alto en el camino y detenernos a
intercambiar puntos de vista, reflexiones, problemas,
avizorar soluciones en
torno a la mujer-maestra
que construye día con día los proyectos
educativos de nuestras instituciones
formativas.
1. La mujer: un espacio
ganado en la sociedad y en la academia
La lucha de las mujeres, sus logros, las carencias y
problemas aún existentes son hoy reconocidos por gran
parte de la humanidad y como periódica rememoración
y como día de reflexión sobre ello fue creado el
Día Internacional de la Mujer. Éste fue establecido
en Dinamarca en 1910 como parte de los acuerdos del segundo
Congreso Internacional de Mujeres Socialistas. (1) Esta
iniciativa marcó uno de los hitos importantes en la larga
lucha de las mujeres por un reconocimiento paritario al del
hombre, pues
se remite a la huelga que ese
mismo día, sólo que en el año 1857,
iniciaron las obreras de la industria
textil y de la confección de Nueva York para lograr su
reivindicación salarial y una regulación de las
jornadas de trabajo que
resultaran más favorables, lo que significó su
reducción a diez horas en vez de doce o quince sin
control
alguno.
Ubicados en esta misma celebración del Día
Internacional de la Mujer, también me parece importante
referirme a un campo de estudios, precisamente el de la mujer,
que paulatinamente se ha ido consolidando y legitimando en los
ámbitos académicos: si bien es cierto que las
diversas expresiones de las mujeres por hacer valer sus derechos en diferentes
esferas y en diversos sentidos datan de finales del siglo XVII,
el desarrollo de
los estudios que directamente las abordan en su particularidad
son más recientes. Podríamos incluso ubicar su
institucionalización en el siglo pasado alrededor
de la década de los setentas; esto es, hacia esos
años encontramos indicios que corroboran su legitimación académica en Europa y en las
Américas:
Primero, se establecen espacios permanentes de
discusión e intercambio —como coloquios, mesas
redondas, congresos y otras modalidades—; se editan
publicaciones especializadas al respecto; se introducen
seminarios de estudio en los currículos de diferentes
facultades y escuelas; se establecen programas de
investigación. En nuestro país
éstos son más recientes: el primero que se
estableció, hacia 1983 en el Colegio de México,
fue el Programa
Interdisciplinario de Estudios de la Mujer. En 1984 se
estableció en la UNAM el Centro de Estudios sobre la Mujer
de la Facultad de Psicología, seguido
en la década de los noventa del PUEG (Programa
Universitario de Estudios de Género),
ampliamente reconocidos a nivel nacional e internacional. Estos
programas han continuado incrementándose en diversas
instituciones públicas y privadas.
A la fecha, este ámbito de estudios representa la
convergencia de diversas disciplinas, diversas ópticas,
diversos temas que se renuevan constantemente; a ello se integra
una rica red de
personas, grupos e
instituciones vinculadas entre sí, en un intenso diálogo
planetario.
La legitimación de dichos estudios, por lo
demás, también se sustenta en la renovación
paradigmática que se enraíza con el movimiento del
68, donde se evidenciaron los vacíos de
explicación, las ausencias y los silencios para ese
entonces insostenibles en las ciencias del
hombre.
El resquebrajamiento paradigmático de aquellas
décadas ya no convencía con las explicaciones para
las múltiples expresiones de la vida social en las que se
confería una atención privilegiada al sistema y a las
estructuras,
ya no creía en la objetividad a toda prueba de los
análisis, en la estabilidad y el equilibrio de
la sociedad. Ahora se tratarían de indagar las
transformaciones de la vida social a partir de los propios
protagonistas, de sus incertidumbres y de sus luchas, sobre todo
de aquellos que nunca se habían escuchado. Así fue
como la mirada se dirigió a las minorías, a los
oprimidos, a los exiliados y, en general, a todos los grupos que
representaban la periferia o los márgenes respecto a los
centros del poder, de la
cultura, de la
economía,
de la sociedad.
Precisamente aquí, entre la pluralidad de voces
nuevas que se escucharon, cobró fuerza la de
la mujer demandando un nuevo lugar en la sociedad. De esto han
pasado treinta años y es mucho lo que se ha
avanzado.
En este texto propongo
hacer un breve recorrido por algunas de las imágenes
cambiantes de las mujeres, no necesariamente actuales pero
sí vigentes y plenas de riqueza en la vida de todos los
días. Para ello, escogí cinco imágenes que a
continuación expongo.
La mujer y los poderes de la
creación
Uno de los rasgos consustanciales a lo femenino es
precisamente la maternidad. Con este don la mujer, portadora de
vida, participa de lleno, al igual que las diosas, en el
territorio de la creación. La mujer-madre constituye, sin
lugar a dudas, el primer contacto con el mundo. Para el
niño, en un primer momento, lo es todo: inicio de la
existencia, impulso al crecimiento, nutrición, cobijo,
amparo, cuidados,
dependen de ella y el hijo lo sabe. Ella lo es todo para
él.
Es la mujer, con su prodigalidad y amor, con su
atenta y generosa vigilancia quien, portando la vida, le da
continuidad y la nutre directamente o bien, a través de su
esfuerzo y abnegación la sigue alimentando. Y es este acto
de procreación el más próximo y cotidiano,
el de la transmisión de la vida a cada quien en
particular, el que marca al hombre
de por vida y le sirve en todos los tiempos como paradigma para
percibirse y explicarse aquel otro acto de la continuidad de la
vida en el universo.
Ahí, enraizada en las más antiguas creencias y
confrontándose con la imagen primordial
del hijo que sale del vientre de la madre, surgió la
figura de la Madre Tierra, de la
cual nacen todas las plantas y los
árboles.
Fig. 1. La Gran Diana. Diosa de la
fertilidad. Éfeso, sigloII a.C.
Esto la elevaría a la categoría de una de
las deidades primeras y primordiales, dedicada a infundir
energía vital a las plantas haciéndolas crecer y
fructificar para que alimenten a los seres humanos. Fueron, entre
otras, las antiguas culturas asentadas en las márgenes de
los grandes ríos —Nilo, Tigris, Éufrates,
Ganges, Indo— para las que quedó claro que la Diosa
Madre, Madre Naturaleza por
excelencia, estaba vinculada con la fertilidad, que era
dueña y señora de las artes de la agricultura.
De tal modo las diosas madres quedaron indisolublemente unidas a
estos dones: Gea, Démeter, Diana entre los griegos (figura
1); Nut (figura 2), Isis entre los egipcios; Kali, entre los
hindúes; Ishtar, entre los babilonios; Astarté,
entre los fenicios; la
diosa del maíz,
entre los antiguos mexicas; la diosa del agua entre los
chontales.
Fig. 2. Nut (el cielo) da a la luz el Sol, cuyos
rayos caen sobre Hathor en el horizonte (Amor y Vida )
Resulta interesante señalar en la compleja
geografía
de las deidades masculinas y femeninas que las más
antiguas son las diosas vinculadas con la tierra y
el agua,
elementos en donde la vida . No fue sino hasta la
aparición de la caza y el pastoreo, tareas vinculadas con
la muerte del
animal para la alimentación de los
grupos humanos, cuando los dioses, aguerridos y violentos, con
otros atributos, desplazaron a las diosas de sus regiones,
erigiéndose entonces en las deidades predominantes; fue
entonces cuando, curiosamente, ya no se habla de la diosa-madre,
sino que apareció la imagen de la diosa-abuela, con lo
cual la procreación pasó a un plano indirecto.(2)
Pasado el tiempo, se
restituyó el equilibrio en la presencia de dioses y diosas
que se complementaban, como sucedió en las culturas del
Mediterráneo —baste pensar en el Olimpo con sus
complejas genealogías de parejas o en el matrimonio de
Isis y Osiris— y en las propias culturas mesoamericanas
dominadas por el principio dual que integra masculino y femenino.
La presencia de la diosa-madre, sin embargo, continuó
siendo muy fuerte en el mundo antiguo, como lo muestra la
escultura del siglo XVI a.C. de Isis con su hijo Horus sentado en
el regazo, que se conserva en nuestros días (figura
3).
Fig. 3. Isis Madre amamanta a Horus.
Siglo XVI a.C.
La diosa es la Tierra y es el Mar, abismos donde se
originan las múltiples formas de la vida, matrices de
agua y de tierra que reciben el don de la vida y se erigen en sus
portadoras —resulta muy sugerente que sea en la
región tabasqueña, dominio del Sol,
donde la diosa Ix-Chel, próxima a las aguas primordiales,
se hermane con la Luna: (3) se trata del Sol y la Luna como
imágenes complementarias, recurrente en las diversas
culturas. La diosa es la Gran Madre (4) universal que acoge a
todos. Es el todo que integra y unifica la diversidad de los
principios de
la vida. Sus poderes radican precisamente en sus no límites,
en su no medida, capaz de abarcar todo y acoger a todos,
protegiéndolos, brindándoles afecto y
comprensión, integrándolos en su
diferencia.
Imbuida en sus propios poderes, la diosa participa del
misterio de la vida, de las transformaciones profundas que se dan
en el interior, en el ámbito de aquello que es secreto e
íntimo, que no es visible a los ojos de los demás
hasta que deviene fruto.
Solamente que la Gran Diosa, Tierra y Mar, acoge en la
vida y también en la muerte.
Acompaña al hombre a lo largo de su existencia y, si es el
impulso vital que anima a los seres que existen, también
puede ser la muerte de todo lo que muere. De hecho, el hombre nace
de la Tierra y se restituye a ella; sale del agua y retorna a
ella. Para los aztecas, por
ejemplo, la diosa Tierra a la vez que es la Madre Nutricia que
nos permite vivir de su vegetación, también reclama a los
muertos de los que ella misma se alimenta. En la diosa madre
habita la Madre Nutricia, que a la vez puede revestirse de
atributos destructivos prolongando sus cuidados más
allá de los límites, volviéndose posesiva y
acaparadora. Se trata de la Madre terrible, destructora y voraz,
de la que todos sus poderes y sus encantos sirven para atrapar,
para acaparar, para dominar, para ahogar, para posesionarse de
los otros y, conservándolos para sí, no dejarlos ni
vivir ni crecer. (5 )
En fin, como expresión de totalidad de lo que es
dable conocer, la diosa-mujer lo contiene todo. Representa el don
del amor; es la promesa de la plenitud. Es la marca de la imagen
de felicidad del mundo de la infancia y
sugiere la añoranza de la bondad y cobijo maternos, de la
madre juvenil, plena y hermosa que una vez conocimos. Es la
imagen que, a pesar del tiempo, persiste en el fondo de la
conciencia de los
hombres. A ella le corresponden, en la dialéctica del
mundo de lo femenino y de lo masculino, las aguas inferiores
(figura 4) donde Mar y Tierra devienen fuentes de
vida; a ella le corresponde, en la dialéctica de la vida,
recibir el don de la vida, atributo masculino, y operar la magia
de la procreación, custodiándolo y
vigilándolo a lo largo de la existencia. Con ella se abren
las preguntas y se cierran las respuestas.
Fig. 4. Aguas. Grabado del libro
Sideralis Abysus (1511).
La mujer, como la diosa, contiene el misterio de la
creación y, en él, participa de los dones del
amor.
La mujer y los problemas
sobrenaturales
De entre los cuentos
infantiles, de los relatos medievales, de las narraciones
románticas y de toda una vasta narrativa irlandesa,
británica y nórdica en general, pero también
de las telenovelas de nuestros días y de los apelativos
afectuosos y familiares, emergen las brujas y las
‘brujitas’, expresión de las facetas
más oscuras de la naturaleza femenina. Ésta es una
de las formas recurrentes que asume la mujer de todos los tiempos
y lugares, donde toman cuerpo los aspectos que el hombre teme en
ella y que quizá desea. La mujer, por diversas vertientes,
se cree que puede causarle terribles daños. El mismo
refrán, que el medievo acuñó, lo corrobora:
"En toda mujer se esconde una bruja".
Dueñas de una seductora belleza pueden, a la vez,
ser repelentes por su fealdad. Pueden ser extraordinariamente
bondadosas y atractivas, pero también terriblemente
perjudiciales y maléficas; pueden tender trampas y operar
encantamientos mortíferos, o bien prodigar
bienaventuranzas y mostrar el camino para superar los escollos.
Hadas o brujas, pero, finalmente, mujeres.
Ambas, hadas y brujas, potencialmente se inscriben en el
ámbito de la bondad o el del maleficio, participan de los
mismos atributos y del manejo de fuerzas que rebasan el espacio
de lo pensable y lo predecible, incurren en el dominio de lo
sobrenatural. Son capaces de poner en movimiento castigos y
conjuras, sueños y fantasías, luminosidades y
sombras. Sus dones y sus poderes rebasan el ámbito de lo
natural. Tal es el caso de las nahualas, por ejemplo.
Las hadas se vinculan con el destino y la fatalidad,
tienen el don de la profecía —su mismo nombre lleva
el signo del destino—; son las diosas del Hado que
los libros de
caballería imaginaron como seres femeninos sobrenaturales
que habitaban los bosques e intervenían de diversas formas
en la vida de los hombres. (6) No obstante, si bien las hadas
pueden ser ‘buenas’ o ‘malas’, las brujas
siempre son tenebrosas; su carga es terrible y destructiva; su
misma denominación, derivada de una onomatopeya, nos
aproxima a las borrascas, al viento que brama, a las aves nocturnas
como la lechuza. (7)
Nuevamente la imagen de la bruja nos confronta con los
imaginarios colectivos, con la visión del mundo y las
explicaciones que los seres humanos no estaban en condiciones de
darse frente a lo que acontecía, con la sanción
social de los papeles que han de desempeñar hombres y
mujeres, con poderes y cualidades que escapan al control de la
razón.
Alrededor de la imagen de la bruja se tejen muchas de
las leyendas
negras del cristianismo
medieval desde siglos muy tempranos en los que ella es la
principal protagonista. La satanización de su imagen
paulatinamente trastocó la magia blanca de las hadas en
magia negra, los poderes diurnos en nocturnos, su cualidad
protectora en maléfica, las visitas nocturnas deseadas en
temidas. A ella se le atribuirían todos los males y
penurias, fueran personales —el desamor, la muerte de un
niño, la enfermedad— o de un grupo social
—las malas cosechas, las catástrofes naturales, los
infortunios económicos— y terminó por ser el
chivo expiatorio de todos. Como la temen, la persiguen, le echan
agua, la ahorcan, la queman… (figura 5). Se organizaron las
famosas ‘cacerías de brujas’ después de
cada catástrofe natural, de cada epidemia, de cada mal
social. (8)
La mujer-bruja, durante la Edad Media y
hasta entrado el siglo XVII, se constituyó en la
depositaria de todo tipo de fechorías y herejías en
las que sale a relucir su pacto con el diablo. Se le asocia con
la noche, con las orgías del sabbat a menudo
celebradas en lo más alto de las montañas, con los
aquelarres o vuelos nocturnos. Se las imagina preparando brebajes
con fórmulas secretas mientras revolotean alrededor de
ella los pájaros de la noche que son capaces de
transformarse en sapos, en serpientes, en gatos negros. Se las
considera capaces de los crímenes más atroces, de
los más exacerbados desbordamientos sexuales, en los que
comen niños,
copulan con demonios, se apoderan de los genitales de los
hombres.
Muchas de estas brujerías personificadas en
mujeres de hecho representan el combate de la Iglesia a
cualquier reminiscencia de paganismo. En realidad los vuelos
nocturnos y los aquelarres tienen su origen en antiguos ritos
paganos propicios a las buenas cosechas y que resultaban
inaceptables a los ojos de los inquisidores:
Fig. 5. Un quemadero de brujas,
según grabado francés, siglo XVII Madrid,
Biblioteca
Nacional.
No puede admitirse —se documentaba en el siglo
IX— que ciertas mujeres perversas, pervertidas y seductoras
por las ilusiones y espejismos de Satán, crean y digan que
se van de noche con la diosa Diana o con Herodiada, y junto con
una gran masa de mujeres, montando ciertos animales,
recorriendo amplios espacios de la tierra en el silencio de la
noche y obedeciendo a Diana como señora suya.
(9)
Los temores de los cristianos con respecto a las brujas,
imagen deteriorada de la mujer que crece bajo la sombra del
pecado original, en el curso del cristianismo medieval no
quedaron sólo en el plano de lo imaginario, como sabemos.
Una vasta documentación recopilada en los tratados
jurídicos e inquisitoriales da cuenta de su
persecución, de los ‘crímenes de
brujería’ que se les atribuyeron. Su
persecución se exacerbó entre los siglos XV y XVII;
el 80% de los juicios y ejecuciones en Occidente por estos
motivos por lo regular correspondió a ellas.
(10)
Fig. 6. Brujas que vuelan sobre un palo
de ahorcado.
Incisión del Tratado de las mujeres maléficas
llamadas brujas.
Toda mujer, por diversos motivos, podía incurrir
en estos delitos.
Podía darse que, por algún motivo, tuviera algunos
rasgos marginales que suscitaran temor, como ser fea,
contrahecha, pobre, vieja. A menudo se daba una extraña
ecuación en la que la mujer salía perdiendo: a
mayor edad y experiencia, potencialmente estaba más
expuesta a las persecuciones; tal era el caso de comadronas,
curanderas y mujeres del pueblo que poseían un particular
conocimiento
de las plantas
medicinales y de sus principios curativos y de muchos otros
remedios caseros. También ocurría el caso de
mujeres cuyo comportamiento
rompía con lo establecido, fuera por su inteligencia
extraordinaria, por su gran intuición, por su incidencia
en la vida pública, por su posición de avanzada
frente al poder clerical, por su autonomía, por su
cualidad profética. Las viudas y las solteras que gozaban
de buena posición pero que no tenían herederos
estaban en la mira de la persecución. Tampoco quedaban
exentas las mujeres hermosas y acosadas sexualmente. Ninguna
quedaba a salvo.
Fig. 7. En la imagen dos brujas utilizan
una serpiente y un gall en la reparación de una
pócima.
Del libro Tratado de las mujeres maléficas llamadas
brujas. Augsburgo, 1508.
El Martillo de Brujas, de los dominicos J.
Sprenger y Enrique Institoris (Magdeburgo, 1486 o 1487), recopila
lo que se sabía sobre el tema: una de las discusiones
interesantes es la que se refiere a los tipos de transporte
utilizados. "En cuanto al modo de transporte, es éste: las
brujas, por instrucciones del diablo, hacen un ungüento con
el cadáver de niños, sobre todo de los que han
matado antes del bautismo". (11) La famosa escoba para volar,
cuando no se emplea algún animal, tiene su origen en el
bastón para hacer magia que se alarga con ese
propósito (figura 6). Entre los documentos no
falta la información referida a las recetas y
demás elementos que se intercambiaban (figura
7).
Uno de los juicios famosos, que dio material para una
ópera, es el de una tal Beatriz, que alrededor de 1320, en
Francia, fue
acusada de tener poderes maléficos que había
aprendido de los herejes de la región, uno de los cuales
había sido su esposo. Cuando la aprehendieron, entre sus
pertenencias encontraron algunos extraños objetos que, sin
lugar a dudas, se supuso que eran utensilios de brujería.
Ella da cuenta de ellos de la siguiente manera:
Estos cordones umbilicales son los de los hijos varones
de mis hijas y los he conservado porque una judía, luego
bautizada, me había dicho que si los llevaba conmigo y
tenía un proceso, no
sufriría daño.
Por eso he cogido los de mis nietos y los he conservado. Mientras
tanto, no he sufrido proceso y no he podido verificar la eficacia de estos
cordones.
[…) No fue para hacer un maleficio para lo que puse
estas telas en la bolsa con los granos de incienso. El incienso
no lo tenía para hacer un maleficio. Pero este año
mi hija sufrió un dolor de cabeza. Me dijeron que el
incienso mezclado con otras cosas curaba ese mal. Quedaron granos
de incienso en este saco, que son los que se han encontrado. No
tenía intención de hacer ninguna otra cosa
[…]
Al abjurar de la herejía, el inquisidor de la
desviación herética en Francia le perdonó la
vida y la envió a la cárcel; al año
siguiente se le condonó la sentencia. Sin embargo, de las
secuelas no se pudo deshacer, pues la obligaron a usar de por
vida una cruz amarilla en su ropa que advertía a los
demás que no era una persona
confiable. (12)
El siglo XVI, la Reforma luterana, que marca el cisma
entre la Iglesia católica y la disidencia, traería
otras preocupaciones para los inquisidores, otras herejías
que perseguir. La pesadilla empezó a pasar y estas brujas
se fueron olvidando… Sin embargo, las fuerzas oscuras del
inconsciente del hombre seguirían depositadas en la bruja
o en el hada de la que depende su destino y que reviste diversos
rostros de mujer. De ellas depende su fortuna y espera todo el
beneficio o el maleficio posible, pero, al fin, el
prodigio…
Fig. 8. Palas Atenea, diosa de la
sabiduría fundadora de Atenas.
Las imágenes de la mujer relacionadas con su
inteligencia, con su intuición, con atributos, como la
sabiduría, que rebasan el plano formal del conocimiento
son frecuentes. Baste recordar a Palas Atenea entre los griegos
(figura 8), que entre los romanos se llamó
Minerva.
Sin embargo, aquí me interesa traer a
colación la imagen de la mujer como fundadora de los
saberes, en la figura de Mnemósine, cuyo principal
atributo es la memoria:
como antídoto frente a la necesidad de
conquistar el propio pasado individual y colectivo, de no perder
la riqueza y experiencia acumuladas en diversos ámbitos de
la existencia y penetrar en ella, emerge su imagen. Uno de los
relatos más socorridos hacen de Mnemósine una
titania, hermana de Cronos y Océano, madre de las Musas,
cuarta esposa de Zeus.
La memoria,
sacralizada en la persona de Mne-mósine, preside la
función
poética por excelencia; es decir, cantar el
tiempo primordial en el que se originó todo lo que
existe en el cosmos, discurso que
nos confronta con la única forma de comprender el ser en
su devenir, de anclar en los centros fundadores del
presente. No recurre al pasado como lo que aconteció, lo
transcurrido, lo que antecedió al momento actual, lo que
quedó plasmado en cronología, sino como
orígenes del presente, como génesis, como
genealogías de dioses, de héroes, de pueblos, como
el sucederse de transformaciones hasta llegar a ser lo que hoy
somos: "Ella sabe todo lo que ha sido, todo lo que es y todo lo
que será", nos dice Hesíodo en la
Teogonía. (13)
La función poética que ella preside
también es atributo de literatos, cantores, músicos
y adivinos, cuyo don, la ‘videncia’, les permite
penetrar en los secretos de los tiempos y conocer todo lo que ha
sido y será; tienen el privilegio de conocer lo que
está vedado a los mortales. Los videntes pueden percibir
las verdades ocultas que atañen al ser y,
paradójicamente, son ciegos. Es el precio que
tienen que pagar por su visión profunda. El poeta tiene la
cualidad de poder descubrir lo que permanece oculto a los
demás hombres. Es importante señalar que esta
facultad es común tanto al poeta de la Grecia arcaica
como al de nuestra cultura náhuatl. (14)
Los dominios de Mnemósine no necesariamente nos
remiten a la génesis del universo;
también se enlazan con el mundo del más allá
y nos descubren otra de sus facetas que resulta igualmente
ilustradora para nuestro propósito: Mnemósine, en
la región de Leteo, se vincula con las aguas del Olvido. A
los que se acercan a consultar los oráculos les plantea
como condición la pérdida de la memoria del
presente, como sucede con los muertos, para poder transitar en el
reino de las sombras; asimismo, les dona la memoria para poder
recordar todo lo que aquel mundo les revelaría y
enriquecerse de tal manera que al regresar al mundo de los vivos
su horizonte sería inmenso. Una intención anima el
viaje: derribar las murallas entre pasado, presente y futuro para
penetrar otras realidades. Es así como Olvido y Recuerdo
en Mnemósine son dos hilos que se enlazan en la misma
trama: la memoria; constituyen las dos fuentes que han de beberse
de manera complementaria puesto que una se nutre con el agua
mortal que concede la pérdida del recuerdo de lo vivido,
más aún de la conciencia, y permite deambular en el
reino de la noche y trascender a otros universos, a otras
regiones de los que fueron; la otra contiene el agua vital que
concede la no-muerte, acaso la inmortalidad, que permite
desplazarse a voluntad en el pasado, desde el presente y entrever
el porvenir. En esta conjunción de elementos radican las
posibilidades de salvación, de la afirmación de la
vida respecto al tiempo y a la muerte.
Fig. 9. Apolo y las Nueve Musas. Grabado
de la "Práctica Musical" (1496) de F. Gaffurio.
Mnemósine, la memoria, y Zeus, rey de los dioses,
procrean a las Musas, quienes constituyen la fuente de
inspiración del poeta al evocar el recuerdo de las
hazañas y de las filiaciones del Olimpo y lo impulsan a la
creación (figura 9).
En sus orígenes las Musas son plásticas,
movibles, versátiles; cuando una lo requiere, concurren
las otras a realizar diferentes papeles (figura 10). Con el
tiempo, por la exacerbación de la razón, se les
fueron delimitando sus territorios, sus ámbitos de
competencia,
se les asignaron funciones muy
precisas, circunscribiéndolas en disciplinas y
encasillándolas, de tal modo que, como dijo Justo Sierra,
más bien parecieron ‘jefas de
departamento’.
Fig. 10. Las Nueve Musas. Grabado del
siglo XVII.
Me parece oportuno subrayar que Mnemósine, la
memoria, es la que procrea a todas las musas. Es la memoria como
tal, a través de sus nueve hijas, (15) la que
necesariamente se encuentra presidiendo, registrando y
custodiando todos los saberes de poetas, filósofos y músicos de la Grecia
arcaica, personificados en: Calíope (poesía
épica), Clío (historia), Euterpe
(poesía lírica), Melpóme-ne (tragedia),
Terpsícore (música y danza), Erato
(poesía amorosa), Polimnia (poesía sagrada), Urania
(astronomía), Talía
(comedia).
Más adelante, hacia la Edad Media, estos cuerpos
de saberes se transformarán en las siete artes liberales.
Sin Mnemósine, la mujer como alegoría de la
memoria, esto es, de lo que es necesario recordar y de lo que es
necesario olvidar, sería inconcebible la existencia de los
cuerpos de saberes, su recreación
y enriquecimiento constantes; sin las musas, sus hijas, que
presiden las ciencias y las artes, careceríamos
también de las fuentes de inspiración del
conocimiento.
La mujer y los juegos
especulares
Desde los últimos grados de la escuela primaria
aprendimos a diferenciar los sexos, más adelante
renombrados como géneros, nos familiarizamos con los
signos de
masculino y femenino (figura 11). Pronto nos informaron que en un
caso se trataba del Arco de Apolo; en el otro, del
Espejo de Venus y hemos convivido con ellos de por vida,
pero, ¿por qué a las mujeres nos definieron por el
espejo?
Fig. 11. Símbolos de femenino y
masculino.
Si bien el espejo revistió diversos sentidos
entre las culturas de antaño, mismos que se han ido
transformando en el curso de los años, ¿en
qué tiempo y espacio el espejo se fija como un objeto
eminentemente femenino? Baste constatar que en nuestros
días casi siempre las mujeres portan consigo un espejo,
del más sencillo al más elaborado,
difícilmente pueden prescindir de él; los hombres,
en cambio, si
bien suelen verse en el espejo del coche, de la
peluquería, del baño de su casa o en el de la
oficina,
apreciar su figura reflejada en alguna vitrina,
difícilmente traerán permanentemente consigo un
espejo de mano entre sus menesteres
El Espejo de Venus es uno de los legados de la
Grecia clásica, perceptible en la cerámica ática de los siglos VI-V
a.C., para las mujeres. Ahí se estableció su
carácter simbólico para diferenciar
a las mujeres de los hombres; alrededor de él se teje la
trama de la identidad
femenina frente a la identidad masculina. Las relaciones reales e
imaginarias entre ambos sexos están atravesadas por las
fronteras que les establece el espejo: mientras que para unas
constituye la propia definición, para otros es una
prohibición.
Esencias, fragancias y aceites, texturas,
túnicas, cabellos sedosos y espejos constituyen el mundo
femenino, real o imaginado por los griegos, que podemos explorar
a través de vasos, vasijas, aceiteras, ánforas y un
sin fin de piezas de cerámica que proceden de esos siglos
(figura 12).
Fig. 12. El visitante, alabastro.
París, biblioteca Nacional.
En ninguno falta la pintura de un
espejo de mano o colgado en la pared, prolongación del ser
femenino, que deviene el atributo por excelencia de la mujer. Los
rescates arqueológicos constatan lo anterior, pues en las
tumbas femeninas se han encontrado un sinfín de utensilios
de este tipo.
Para mayor precisión, el espejo que define
a la mujer es precisamente el de Venus, la diosa del amor
y de la belleza entre los antiguos latinos, equivalente a la
diosa Afrodita de los antiguos griegos. Como tal, custodia la
gracia, la seducción, el placer, la sensualidad, la
ternura, la embriaguez de la vida y del amor. (16) De tal modo
que si la mujer vuelca su mirada al espejo que sostiene entre las
manos revestido con los atributos venusinos, es para acicalarse,
para lograr la hermosura en su máxima expresión y
disponerse a disfrutar el intercambio y la comunión con el
otro. A través de este ritual se apropia de esa imagen
cara a cara que le devuelve su mirada, se refleja y se refracta
antes de dejarse ver por los otros, y si el espejo recoge su
mirada, ella recoge la mirada de los otros. Mediante el espejo
establece los juegos de seducción que la preparan para el
encuentro, que hacen posible el amor. No es
el
conocimiento de sí misma lo que busca su mirada en el
espejo, sino la confrontación consigo misma en
relación con su embellecimiento, con su conquista amorosa
que la hará salir de sí misma, ya que no se mira a
sí misma a la manera de Narciso, centrado en su
autocomplacencia e incapaz de rebasar los estrechos
límites de su imagen reflejada en el agua.
Pero el espejo también la descubre: delata el
paso de los años, el encanecimiento, la pérdida de
lozanía del rostro y esto lo hace abominable. Se cuenta
que Lais, al igual que otras de las más famosas cortesanas
griegas, declaró ante el altar de la diosa de
Pafos:
Yo, que con mi risa altanera me mofaba de toda Grecia;
yo, que en mi antecámara tenía un enjambre de
jóvenes, consagro mi espejo a la diosa de Pafos, pues
verme tal como soy no quiero, y tal como era antaño, no
puedo. (17)
En una sociedad como la ateniense, eminentemente
masculina, el espejo opera el deslinde entre el mundo femenino y
el mundo masculino: la mujer vive en los interiores, habita el
Gineceo, se rodea de cofres como parte de su mobiliario, emplea
estuches y cajitas diversas como parte de la decoración de
los espacios en los que se desenvuelve. Ella se refleja a
sí misma. La vida pública es para el hombre, para
él la condición de ciudadano, para él la
fama y la gloria al precio de las hazañas y las palabras:
son los demás los que lo reflejan. (18) El hombre se abre
hacia el otro, hacia el exterior, construye su identidad en el
encuentro con los demás, porque es en sus palabras, en sus
gestos, en sus expresiones como reconoce sus propias virtudes y
su valor. Esto es
lo que lo remite a su condición de Sujeto; la mujer, por
el contrario, en su diferencia con el hombre, se recluye en el
interior, se cierra, se asume pasivamente, espera y con ello gana
en fortaleza, en sabiduría y en virtud.
Debemos notar, no obstante, que el recorrido por el
mundo femenino del que se desprende la caracterización de
la condición femenina que, curiosamente, no fue hecha por
mujeres, sino por los hombres para las mujeres, pues son los
artesanos los que pintan la cerámica, los que comunican
escenas de la vida cotidiana en las habitaciones femeninas, los
que decoran los objetos usados principalmente por las mujeres,
los que con su imaginación se desplazan por los gineceos y
pintan las escenas más íntimas (figura 13). Sin
embargo, más que la vida real, lo que logran transmitirnos
las imágenes que conocemos a través de la
cerámica ática son algunas facetas del imaginario
colectivo de los griegos, así como el lugar que en esa
sociedad atribuyeron a la mujer.
Fig. 13. Espejo grabado colgado,
aceitera. Boston, Museum of Fine Arts.
Y a través de ello podemos acceder al plano de lo
simbólico: la mujer es, para el hombre griego de tiempos
remotos, un espejo. Ése es el papel que le corresponde
representar en el deslinde de los géneros y así lo
expresa en diferentes contextos.
Son los griegos los que dan el nombre de
‘muchacha’ —koré en griego—
a la pupila de los ojos y es el hombre el que acepta ver el mundo
a través de ella. (19) Asimismo, ven a su esposa como un
espejo que ha de reflejar su imagen masculina en su
comportamiento, en sus afinidades, en sus hijos, en sus
pertenencias. En estos términos el hombre atribuye a la
mujer una condición especular —en cuyo caso no
estamos lejos del simbolismo de la Luna con respecto al Sol,
donde uno tiene luz propia y la otra, careciendo de ella, refleja
la luz solar—, sólo que ella no permanece en un
plano eminentemente pasivo, pues responde y decide refractar la
imagen del hombre. Quizá su poder, desde entonces,
radicaba en otra parte, al igual que sus atributos.
El hombre, como Sujeto enseñoreado de un mundo
eminentemente masculino, se encuentra permanentemente rodeado de
mujeres que se desplazan alrededor suyo, trátese de
mujeres banalizadas o temidas, pero mujeres al fin que siempre
están presentes y, reflejándolo, le permiten
definir su identidad masculina. Por eso él, desde la
antigüedad griega, les atribuyó el espejo como
definición de su condición. Se trata de las mujeres
percibidas por el hombre.
Los desplazamientos en el plano de lo real y en el plano
de lo simbólico se suceden continuamente, de la alteridad
inicial de la mujer respecto del hombre paulatinamente se
transita a la relación de complementariedad entre ambos,
de tal modo que el reflejo del hombre en la mujer implique
también su refracción; el viaje es de ida, pero
también de vuelta. Entramos al plano de las
correspondencias y de las reciprocidades que están en el
centro de los juegos especulares entre el hombre y la
mujer.
Al respecto resulta ilustradora la manera en que Aquiles
Tacio, inspirado en el Fedro de Platón,
anuda el amor por el intercambio de miradas entre el hombre y la
mujer; nos dice:
No sabes qué es mirar a la amada. Se trata de un
placer más grande que el acto físico: los ojos, al
reflejarse unos en otros, se modelan recíprocamente, como
lo hacen en un espejo las imágenes de los cuerpos. La
emanación de la belleza, al derramarse a través de
los ojos hasta el fondo del alma, lleva a
cabo una especie de unión a distancia. Es casi la
unión de los cuerpos. (20)
Es el ojo, a la manera de un espejo, el que recibe la
imagen del amante, pero a partir de ese momento los juegos
especulares son recíprocos, pues en el intercambio de
miradas los ojos de la amada y del amante son espejo uno del otro
(figura 14), receptores y emisores, a la vez, del amor, de sus
propias imágenes, de sus mutuas complacencias y
complicidades.
Fig. 14. Con el espejo grabado a cuestas,
aceitera.Bruselas, Biblioteca Real.
Ciertamente, si han transcurrido muchos siglos desde el
momento en que el Espejo de Venus y el Arco de Apolo definieron
la identidad femenina y la identidad masculina, no cabe la menor
duda de que estos ámbitos del imaginario colectivo
aún atraviesan nuestra vida diaria.
Sabemos que el estereotipo de la mujer que no trabaja se
hizo añicos hace algunas décadas. Si echamos un
vistazo al respecto en diferentes tiempos y lugares lo que
podemos percibir son imágenes de mujeres que realizan
diferentes actividades. Desde los tiempos de los antiguos
mexicanos, en que la mujer inicia sus actividades a las cuatro de
la mañana moliendo, preparando el nixtamal, haciendo
tortillas, etc., hasta nuestros días, la mujer ha
desplegado distintas ocupaciones mediadas por su condición
de vivir en ambientes rurales o bien urbanos, por sus
circunstancias de pertenecer a una familia
acomodada, con medianos recursos o estar
en una situación vulnerable, por su estado civil:
soltera o casada.
Entre los sectores acomodados y medianamente acomodados,
que cuentan además con los apoyos ad hoc, la
ocupación de la mujer se centró en la
procreación, la crianza y la gestión
de la familia y
lo que compete a la realización de esta función; no
obstante, en los ambientes campesinos y urbanos con pocos
ingresos la
mujer siempre contribuyó al gasto familiar
integrándose a diversas tareas ya sea referidas a la
agricultura —como colaborar en la siembra y la
cosecha—, a la ganadería
—la ordeña y la elaboración de productos
lácteos—, a la manufactura en
pequeña escala
—alfarería, los hilados, tejidos,
bordados, costura, orfebrería—, al comercio
—de los bienes
producidos o de otros—, a los servicios
—lavandería, limpieza, haciendo comida, atendiendo
posadas, cuidando niños.
Los llamados ‘trabajos de aguja’ (figura 15)
y el ‘servicio
doméstico’ han sido algunas de las ocupaciones
femeninas de más antigua data que persistieron y se
adecuaron a las sucesivas transformaciones que el maquinismo
impuso. Muchas de estas actividades, aún en pleno siglo
XIX, las realizaban en espacios no formales, pues de este modo se
suponía que podían compaginarlas con la
atención a la familia, aunque en realidad a menudo se
trataba, y se trata, de trabajo a destajo, pésimamente
pagado, sin límite de horario y sin ninguna
garantía laboral.
Fig. 15. A. Raspal, siglo XIX, Taller de
modista. Artes, Museo Reáttu.
El siglo XIX presenció el desplazamiento del
servicio doméstico a los servicios en el sector de
‘cuello blanco’, donde la mujer hace las veces de
secretaria y dactilógrafa, atiende tiendas y almacenes, ofrece
servicios en el terreno de la cosmética, en las
peluquerías y salones de belleza. Si bien se trataba de
ambientes más complejos y dinámicos propios de la
vida que se urbanizaba mantenían las pautas de
ocupación anteriores. (21)
El cambio cualitativo en relación con el trabajo
femenino lo impulsó, sin lugar a dudas, el desarrollo del
industrialismo y la prestación de servicios en
fábricas, principalmente las de la industria textil y del
vestido (figura 16), en las cuales la mujer adquiriría la
categoría de trabajadora-obrera, sometida a otro
tipo de regulaciones y controles institucionales, así como
remunerada a través del salario. Al
respecto, es importante recordar que la Revolución
Industrial irradiada desde Inglaterra a
horcajadas de los siglos XVIII y XIX fundamentalmente
transformó la
organización de la producción, ya que en vez de distribuir los
diversos trabajos entre las familias de los poblados para que los
realizaran en sus hogares, inventa la fábrica:
"antes de 1760, lo normal era llevar el trabajo a los aldeanos, a
sus propias casas. En 1820, lo normal era llevar a todo el mundo
a una fábrica y ponerlo a trabajar allí", nos dicen
Bronowsky y Mazlish.
Fig. 16. Taller textil.
En esta nueva condición femenina, la economía
política propuso el discurso de la
‘división sexual del trabajo’ (22) y esto
sirvió para justificar, ya no digamos la valoración
de la calidad y acabado
del producto
diferenciado entre el hombre y la mujer a desventaja de la
segunda, sino el mejor sueldo para el hombre, que era el que
mantenía a la familia. Los ingresos de la mujer, en este
contexto, se consideraban meramente complementarios y hasta se
podía prescindir de ellos: la esposa que no trabajaba
devino el prototipo de respeto y
dignidad de la
clase obrera;
las hijas trabajaban sólo hasta antes de casarse y hasta
podía verse con malos ojos trabajar una vez casada, pues
era indicio de que el hombre no podía cumplir cabalmente
con sus obligaciones
como cabeza de familia.
Puede decirse que la condición femenina de
trabajadora no era permanente. Esto tuvo sus implicaciones a
nivel de imágenes y representaciones sociales: de este
modo poco a poco se impuso en los diferentes sectores sociales la
idea de que ser mujer era sinónimo de maternidad y hogar
como ocupación. A fin de cuentas, como
hija dependía del sueldo del padre; como esposa, del
marido; si viuda o soltera sin respaldo familiar, la
situación se agravaba. No faltó quien la definiera
en los siguientes términos: "Una mujer es una hija, una
hermana, una esposa, una madre, un mero apéndice de la
raza humana" (Richard Steele, siglo XVIII).
Mientras tanto, las trabajadoras de las fábricas
y de otras dependencias siguieron un rumbo diferente: se
organizaron por su cuenta en sindicatos,
convocaron congresos para plantear iniciativas de ley, montaron
huelgas, organizaron marchas. No fue fácil, pero fueron
ganando la paridad de derechos con el hombre y la atención
a sus necesidades específicas.
El siglo XIX también presenció el
surgimiento de las primeras profesiones femeninas: los hospitales
poco a poco contrataron matronas y parteras y las escuelas de
primeras letras particulares, maestras (figura 17). En ambos
casos, autorizadas por el gremio —muy al inicio del siglo
XIX— y, más adelante, con exigencias de una
preparación más especializada que poco a poco dio
lugar a las escuelas normales.
Fig. 17. La profesión de enseñanza es de las primeras que realiza la
mujer.
Si bien las prácticas y los modelos
formativos desde tiempos muy antiguos habían sido
fuertemente diferenciados por sexos, esta nueva situación
social en el contexto del desarrollo industrial posibilitó
ir salvando muy lentamente los abismos. Además de las
luchas sociales por el reconocimiento de los derechos de las
mujeres, hubo que superar muchos prejuicios sociales que se
dirigían por igual a las mujeres trabajadoras y a las que
tenían un cierto nivel de instrucción. "Una mujer
con un libro en la mano, nos dice Gabelli en el siglo XIX, en la
fantasía de no pocos, ya no era una mujer", señala
Santoni Rugiu. (23)
Por otro lado, aún a finales del XIX, se afirmaba
que uno de los principales elementos de corrupción
social era la emancipación de la mujer, pues erosionaba
los pilares que anteriormente habían sostenido la vida
familiar. Se consideraba que una mujer escandalosa hacía
más noticia que mil virtuosas o cien mil normales. (24)
Pero el asunto es que todas estas críticas ponían
el dedo en la llaga de las nuevas exigencias de la propia
sociedad y sensibilizaban los ambientes para el
cambio.
Ciertamente, ahora las mujeres estamos lejos de la
famosa ‘división sexual del trabajo’, de que
se desconozca legalmente la función de la maternidad, de
una brutal diferenciación de salarios y de
otras muchas arbitrariedades, pero no estamos exentas, al igual
que el hombre, de otros malestares que pueden derivar de las
condiciones actuales del trabajo, que son las que a
continuación pongo a su consideración.
Por un lado, es innegable que la mujer ha encontrado en
el trabajo un espacio muy importante para su realización
personal y su
desarrollo profesional. El trabajo ocupa en la vida diaria un
lugar relevante. Fue precisamente la modernidad la que
hizo de él un eje que estructura la
vida humana: si recordamos, la modernidad se inicia en la medida
en que el ser humano asume la posibilidad de conocer y dominar la
naturaleza en su propio provecho. Hacer y fabricar, producir y
crear serían sus consignas, como buen homo faber.
Paulatinamente le interesará más el cómo que
el qué y el porqué; la producción, los
productos, la utilidad,
más que las ideas, el sentido de la vida, los valores y
fines que se persiguen.
El problema no estriba en el reconocimiento que se ha
hecho del homo faber, sino en el hecho de que hace muchos
años que venimos operando una conversión de
prioridades, pues productividad,
producción y productos medibles y cuantificables son los
que se han ido imponiendo en la más alta jerarquía,
por sobre la vida personal y social, de la existencia humana
comprometida con el crecimiento personal y social. Como
diría Hanna Arendt, parece que ahora se le da más
importancia al reloj que al relojero que lo fabrica.
[…) los hombres persisten en hacer, fabricar y
construir, aunque estas facultades se restrinjan cada vez
más a las habilidades del artista, de manera que las
existencias concomitantes a la mundanidad escapan cada vez
más de la experiencia humana corriente. (25)
Es decir, el trabajo creativo, el que hace posible la
expresión de nuestras potencialidades, no está al
alcance de la mano de todos. Se va imponiendo la rutina y la
burocratización.
El ‘paradigma del trabajo’, que
paulatinamente se fue consolidando y se ha vuelto dominante en
nuestras sociedades,
actualmente parecería revertirse y encerrarnos en nuevas
cár-celes. El trabajo corre el riesgo de
volverse desestructurante de la vida humana y no estructurante
como antaño. Pareciera atraparnos, afectando aspectos
fundamentales de la vida: nuestras lealtades y compromisos con
los compañeros de trabajo y los estudiantes, nuestra forma
de ser, nuestro carácter, nuestra vida de todos los
días, en el ámbito de la familia, en el de la
amistad. Se ha
ido imponiendo en nuestros ambientes de trabajo el principio de
la productivitis, de la titulitis, del falseamiento
y de la apariencia, de la desconfianza, del control, del someter
a comprobación y a punteo cada actividad que se realice.
La ética
de la simulación
y la zancadilla se ha generalizado.
Contamos ya una década en que cada día
resulta más evidente la distorsión del sentido del
trabajo académico. Y esto nos empuja a hacer un alto en el
camino, a repensar nuestros porqués y no
sólo a actualizar nuestros cómos, a no
perder el sentido de la simple y llana, de la maravillosa
experiencia de acompañar al otro en su formación,
del formarnos formándolo, que hemos asumido como trabajo
principal.
3. De manera conclusiva y
provisional
¿Qué relación pueden tener estas
‘mujeres en cinco tiempos’ con los programas
formativos que nos ocupan?, ¿cuál puede ser su
significado en relación con la educación?
Creo que, en principio, las imágenes sugieren en
sí mismas algunas líneas de indagación que
nos aproximan a los proyectos de intervención educativa
desde diferentes lugares:
1. °Al principio mencionamos una crisis de
explicaciones que se da en el ámbito de las ciencias del
hombre y que las impele a buscar explicaciones sobre lo que
acontece en la vida social en otros ámbitos, a escuchar
otras voces en la sociedad, la de la mujer, entre ellas. Esta
indagación puede regirse por dos categorías
recurrentes en educación: la de la mujer, como actriz
social, y la de la mujer, como Sujeto social. Cada una de estas
opciones, de entrada, marca diferentes orientaciones.
Si elegimos la categoría Sujeto para
estudiar a las mujeres, estamos optando fundamentalmente por el
ámbito de la reflexión sobre sí misma, donde
la conciencia deviene la vía privilegiada de
aprehensión de la realidad y de proyección personal
y social. El Sujeto es una categoría que parte del
ámbito de la filosofía y conserva la impronta de la
autorreflexión, de la conciencia. Nace una vez superada la
visión teocéntrica, cuando el ser humano se asume a
sí mismo. Aquí se fundan las nociones de
formación, edades formativas, sujetos formativos y otras
muchas.
Si decidimos estudiar a la mujer como Actriz
Social, fundamentalmente dirigiremos nuestra atención
al ámbito de su participación en las
transformaciones de la vida social, al de su incidencia en los
ámbitos en que participa y trabaja. Esta categoría
nace en el campo de las ciencias
sociales al indagar cuál es el papel social que
representa la persona. Interesa aprehender a la actriz como
portadora de cambios sociales. Aquí estamos más
bien en el terreno de las instituciones, de la socialización, de los movimientos
sociales.
Ambas categorías encuentran puntos de
convergencia y de intercambiabilidad, pues el actor social
también se inscribe en el espacio de la conciencia, y el
sujeto no es ajeno a los procesos de
transformación social. (26)
2° En el recorrido que hicimos también saltan
a la vista otras dos categorías por lo menos: la de
imágenes y representaciones sociales, que nos remite a las
maneras en que a los grupos
sociales les es dable pensarse y percibirse. También
podemos inferir la noción de modelos educativos y abordar
las formas en que cada sociedad y cada tiempo educa a sus
mujeres.
Todo esto constituye parte de la cultura escolar y se
traduce en "un conjunto de teorías, principios o criterios, normas y
prácticas sedimentadas a lo largo del tiempo en el seno de
las instituciones educativas", (27) que forman parte de la
‘caja negra’ de la vida cotidiana de nuestras
escuelas, que dan curso a un proyecto
educativo apenas presentido, apenas vislumbrado, y que hoy por
hoy nos reúne en diversos foros.
3° Para estas indagaciones podemos recurrir, por
ejemplo, a diversos enfoques, desde etnometodología
aplicada al aula, hasta la historia oral en cualesquiera de sus
vertientes, incluido el recurso a la biografía.
El horizonte está abierto…
1. La iniciativa fue de Clara Zetkin
(1857-1933).
2. Joseph Campell en diálogo con Bill Moyers
(1991), El poder del mito,
versión de César Aira, Barcelona, Emecé
editores, Colección Reflexiones.
3. Entre los chontales (mayas de
Tabasco), Ix-Chel, la diosaLuna, descendía de las alturas
para bañarse en las aguas de Tabasco y prodigarles vida en
todo: "el parto, el
maíz, la pesca, la
hechura de la cerámica. Se siembra en luna llena para que
se den grandes mazorcas. El plátano, la calabaza y la yuca
se siembran en menguante. La luna llena rige el corte de los
árboles y la pesca. El barro de la luna tierna se quiebra al
cocerse y la quema de las piezas debe hacerse en plenitud. Es
más segura la llegada del niño que coincide con la
luna llena". En tierras calientes, donde solía ser hostil
el sol por su rigor quemante, era la luna, con su húmeda
luz, la propiciadora de fertilidad, tanto de la tierra como de la
mujer (agradezco esta información al maestro Pablo
Gómez Jiménez, de la Universidad
Autónoma de Tabasco).
4. Se trata de un arquetipo de Jung que remite al
"centro y fermento de unificación" que no necesariamente
se remite a la madre de carne y hueso o a quien hace tales
funciones, sino que trasciende en otras muchas figuras que
protegen y unifican: Iglesia, universidad, ciudad, el territorio
y otras muchas. Rfr. C. G. jung (1993), Símbolos de
transformación, versión en español de
E. Butelman, Barcelona: Ediciones Paidós, Colección
Psicología profunda.
5. Rfr. Hans Biedermann, Enciclopedia dei simboli,
Milano; Garzanti editores, 1991.
6. Hada no es sino el femenino de Hado, del latín
fatum, ‘predicción, oráculo’,
‘destino, fatalidad’. Rfr. J. corominas y J. A.
pascual (1980), Diccionario
Crítico Etimológico Castellano e
Hispánico, vol. 1, Madrid: Gredos, pp. 303.
7. Idem. Bruja es una palabra de origen prerromano,
común a los tres romances hispánicos y a los
dialéctos gascones y languedocianos. En principio se
refiere a un fenómeno atmosférco relacionado con la
borrasca, el viento frío, la llovizna, la
nieve.
8. Rfr. Jean-Michel Sallman, "La bruja", en:
Georges DUBY y Michelle PERROT (1992), op. cit.Historia de las
mujeres en Occidente. Tomo 3, versión en español de
Marco Aurelio Galmarín, Madrid: Editorial
Santillana.
9. Siglo ix, en un capitular de Carlos el Calvo, se
recoge esta información: Libri duo de synodalibus causis,
Reginon de Prüm, citado en: Claude Lecouteux (1999), Hadas,
brujas y hombres lobo en la Edad Media. Historia doble,
versión de Plácido de Prada, Barcelona, Medievalia,
no. 6, p. 93.
10. Jean-Michel sallman, op. cit.
11. Citado por: c. lecouteux, 1999: p. 102.
12. Citado por: Georges duby y Michelle perrot (1992),
op. cit., tomo 2, pp. 612-613.
13. Rfr.Jean-Pierre VERNANT (1973), Mito y pensamiento en
la Grecia antigua, versión de Juan Diego López,
Barcelona, Ariel.
14. Miguel León-Portilla, La filosofía
náhuatl estudiada en sus fuentes, México,
Universidad Nacional Autónoma de México,
1959.
15. Los nombres más antiguos de las Musas eran:
Ejercicio, Memoria y Canto (Meleté, Mneme, Aoidé).
Sólo eran tres musas, porque este número es la
forma primordial del plural. Después se ampliaron a nueve,
que es un múltiplo del tres.
16.. Juan Eduardo Cirlot (1969), Diccionario de
símbolos, Barcelona, Editorial Labor, S.A.
17. Rfr. Francoise frontisi-ducroux y Jean-Pierre vernat
(1999), En el ojo del espejo, versión española de
Horacio Pons, Argentina, fce.
18. Ampliar en ídem.
19. Rfr. Idem.
20. Idem, p. 97.
21. Ampliar en: Olwen hufton, "Mujeres, trabajo y
familia", en: Georges duby y Michelle perrot (1993), op. cit.,
tomo 4.
22. Idem, p. 416.
23. Antonio Santoni Rugiu (1994), Scenari
dell’educazione moderna, Firenze, La Nuova Italia
editrice.
24. Rfr. Idem.
25. Hanna arendt (1993), La condición humana,
versión de Ramón Gil,
Barcelona: Paidós, Colección Estado y sociedad, p.
347.
26. Lo referente a ambas categorías se puede
ampliar en: María Esther aguirre (2000), "El Sujeto y el
Actor. Trazos para la geografía de dos conceptos. En:
Ethos educativo no. 22, revista del
Instituto Michoacano de Ciencias de la
Educación, Morelia, Michoacán, abril, pp.
26-47.
27.. Antonio Viñao, a "un conjunto de
teorías, principios o criterios, normas y prácticas
sedimentadas a lo largo del tiempo en el seno de las
instituciones educativas. Se tata de modos de pensar y actuar,
mentalidades y hábitos, que proporcionan estrategias y
pautas para organizar y llevar la clase, interactuar con los
compañeros y con otros miembros de la comunidad
educativa e integrarse en la vida cotidiana del centro docente.
Dichos modos de pensar y actuar constituyen en ocasiones rituales
y mitos, pero
siempre se estructuran en forma de discursos y
acciones que,
junto con la experiencia y formación del profesor, le
sirven para llevar a cabo su tarea diaria" (Viñao, 1998,
p. 136).
María Esther Aguirre Lora