¿Ficción o testimonio, novela o reportaje?: La novelística de la violencia en Colombia
- 2.1 La
aparición de la Novela de la
Violencia - 2.2 El
concepto de la novela en la literatura
colombiana - 2.3 El
balance de la Novela de la Violencia: el ejemplo de Viento
seco
RESUMEN
Se demuestra aquí la confusión genérica
entre novela, testimonio y memorias, propia de parte de
la narrativa latinoamericana del siglo XIX, que se proyectó
en el siglo XX en escritores que tomaron como fondo
histórico la revolución mexicana y los
acontecimientos sociales y políticos que originaron lo que
en Colombia se ha llamado "Narrativa
de la Violencia". El autor ofrece su visión crítica sobre algunos
novelistas y obras que privilegian la consideración de
la novela como un documento de
denuncia en detrimento de su valoración como un género
estético.
Palabras clave: novela, narrativa de la
violencia, narrativa de la revolución mexicana,
narrativa colombiana, Viento Seco.
ABSTRACT
It addresses the confusion among three literary genders:
the novel, the testimony and memories. This confusion part of the
Latin- American narrative of the 19th century was projected
during the 20th century by writers who took as a historical
framework the Mexican revolution and the political and social
events that originated what in Colombia is known as the narrative
of violence. The author offers his critical vision about some
authors and works that give privilege to the novel as a document
that serves to denounce despite its valuable esthetic
gender.
Key words: novel, narrative of violence,
narrative of the Mexican
revolution, Colombian, narrative, Viento
Seco.
RÉSUMÉ
Il est ici démontré la confusion de genres
entre le roman, le témoignage et les mémoires, propres
à une partie de la narrative latino- américaine du XIXe
siècle, laquelle s’est projeté au XXe siècle
parmi les écrivains qui ont pris comme fond historique la
Révolution mexicaine, et les événements sociaux et
politiques qui sont à l’origine de ce qui en Colombie
a été appelé la « Narrativa de la Violencia
». L’auteur présente son avis critique sur
d’autres auteurs et œuvres qui accordent un
privilège à la considération du roman comme un
document dénonçant les maux de la
société, au détriment de sa valeur
esthétique.
Mots clef: roman, « narrativa de la
violencia », narrative de la Révolution mexicaine,
narrative colombienne, Viento Seco.
1. Introducción: la novela y
la realidad
En un ensayo que se refiere al
tema de la relación entre la realidad y la novela, el
crítico literario peruano Julio Ortega comienza su
discusión en torno al reportaje publicado en
New York Times, según el cual Gabriel García Márquez
afirmó ante Carlos Fuentes: "La realidad es mejor
novelista que nosotros; debemos arrojar nuestros libros al mar" (Ortega,
1997:63). Aunque no debemos confiar del todo en esta clase de afirmación,
menos aun cuando se trata de un escritor "mamagallista",
aquí nos llama la atención una tendencia,
que se observa repetidamente durante todo el siglo XX entre los
novelistas latinoamericanos, especialmente de carácter realista o
"mágico-realista",
a sobrestimar la potencia novelística de la
realidad latinoamericana.
Desde la etapa del costumbrismo hasta la época del
"boom", muchos escritores y críticos literarios han
caído en la ingenuidad de creer que la novela
latinoamericana no es otra cosa que la reproducción de la
realidad latinoamericana que, según ellos, tiene valor artístico por
sí misma. Al plantear su teoría de "lo
real-maravilloso americano" en el famoso prólogo de El
reino de este mundo (1949), Alejo Carpentier afirma que en
América Latina se halla
cotidianamente lo maravilloso y que, siguiendo simplemente "la
verdad histórica de los acontecimientos", se puede hacer una
novela maravillosa superior a la literatura europea, puesto que la historia de América no es "sino una
crónica de lo real-maravilloso" (Carpentier,
1993:16-17).
Por otro lado, Arturo Uslar Pietri, en un
ensayo titulado "Realismo mágico", aprueba
el planteamiento de Carpentier para llegar a concluir que lo
novedoso del "realismo mágico" no consiste en la
imaginación sino en "la peculiar realidad existente" de
América Latina y que era "un realismo que reflejaba
fielmente una realidad hasta entonces no vista" (Uslar Pietri,
1990:124). Esta forma ingenua de concebir el realismo literario
no deja de causar algunas preguntas fundamentales sobre el
género "novela".
Si entendemos la novela como una forma artística
que tiene una existencia autónoma, ¿por qué tiene
que fundamentar su valor artístico en la realidad existente
o competir, como insinúa García Márquez, con la
realidad? Y si la realidad misma de América Latina tiene
valor por sí, ¿con qué necesidad hacen novelas en lugar de documentales
o reportajes que son, sin duda, medios más eficaces para
traspasarla "fielmente" a la escritura? Enrique Anderson
Imbert se da cuenta de esta contradicción cuando señala
la "falacia" en el planteamiento de Carpentier que consiste en
creer que "el arte es mera imitación de la
realidad y por tanto la realidad supera al arte" (Anderson,
1992:16). Negando los privilegios artísticos de la realidad
hispanoamericana, el crítico argentino insiste en que no se
deben confundir los dos niveles fundamentales: la realidad y el
arte, lo real maravilloso del continente americano y el realismo
mágico entendido como una categoría estética (Anderson,
1992:16-18).
De hecho, no debemos suponer que estos novelistas
aquí mencionados realicen literalmente sus planteamientos en
sus novelas. Una cosa es el método que proponen, y otra
cosa es la práctica en que siempre interviene un proceso inconsciente del
autor. Es absurdo pensar que Carpentier hizo una copia de la
realidad haitiana en El reino de este mundo, puesto que
introdujo la cosmogonía "vudú" de los negros americanos
para interpretar la historia de la independencia haitiana. De
igual manera, tampoco podemos suponer que García
Márquez siguiera el realismo que "reflejaba fielmente una
realidad" si nos fijamos en el hecho de que aprovechó la
visión del mundo de la gente popular costeña en la
estructuración de sus obras. Mario Vargas Llosa es más
consciente del carácter ficticio de la novela cuando
entiende su esencia como "el arte de mentir". Siguiendo la idea
del novelista peruano, la novela siempre contiene "mentiras", por
lo que no se deben buscar correspondencias entre los hechos
narrados en una novela y los hechos verídicos en la Historia
o la biografía del autor, y,
justamente por el carácter mentiroso, se distingue de otros
géneros como el reportaje en que sí cuenta la "verdad"
de los hechos tratados (Vargas Llosa,
1991:400-405).
En la literatura occidental, que cuenta con una
tradición narrativa mucho más larga que la de
América Latina, el género "novela" implica por
definición lo ficticio. Roland Bourneuf y Réal Ouellet
también la definen en su conocido libro titulado La
novela como "narración de una historia ficticia", y
afirman que lo ficticio es "lo que distingue la novela de la
biografía, la autobiografía, el testimonio vivido, la
declaración, el relato de viajes y la obra llamada
<histórica>" (Bourneuf y Ouellet, 1989: 34-35). Si
bien es cierto que el género novela se asocia frecuentemente
con el concepto del "realismo" y muchas
obras novelísticas, como señalaron Bourneuf y Ouellet,
se presentan como historias fácticas que tuvieron lugar en
algún momento de la Historia, esto no deja de ser
cuestión de "verosimilitud" que no asegura de ninguna manera
la "verdad" de los hechos narrados. Aunque puede ser cierto que
todos los novelistas utilicen sus propias experiencias en sus
obras, desde el momento de acudir al género novela, empiezan
obligatoriamente a transformarlas en ficción.
Retomando la discusión acerca de la superioridad de
la realidad sobre la novela propuesta por García
Márquez, el siglo XX fue un siglo en el que pudimos observar
varios acontecimientos extraordinarios en todo el mundo. Si
tenemos en cuenta hechos históricos como las dos guerras mundiales o la
Revolución Rusa, debemos
aceptar que América Latina no es ninguna tierra privilegiada en cuanto
a la dimensión de sucesos; tanto los latinoamericanos como
los europeos y los norteamericanos experimentaron directa o
indirectamente acontecimientos reales que superaban la
imaginación de los novelistas. Lo que nos llama la
atención en nuestro trabajo es la diferencia en
actitud que se observa entre
los escritores occidentales y los latinoamericanos ante los
hechos históricos.
Ubicada en el siglo de agitación, la literatura
occidental tuvo una proliferación de obras
periodísticas que se clasificaban en géneros como el
reportaje o la memoria, en los cuales los
escritores, fueran novelistas profesionales o no, buscaron la
reproducción fiel de los grandes acontecimientos
históricos. Desde el éxito de Ten Days That
Shook the World (1919) de John Reed, creció notablemente
la importancia del reportaje, y muchos escritores, como es el
caso de George Orwell con su Homage to Catalonia (1938),
empezaron a dedicar su trabajo a este género incipiente. Por
otro lado, varios intelectuales, especialmente
políticos, que participaron directamente en las guerras,
redactaron sus experiencias en forma de "memorias".
El caso más destacado es el de Winston Churchill,
quien hizo una de las memorias más importantes sobre
la Segunda Guerra Mundial y
llegó a ganar, aunque no fue precisamente por esta memoria, el Premio Nobel de
Literatura. Desde luego, se escribieron también novelas en
torno a algunos grandes acontecimientos; sin embargo, en ellas se
utiliza sólo la ambientación del hecho histórico
como marco exterior, y el argumento novelístico no tiene
nada que ver con sucesos verídicos, lo cual lo podemos
comprobar leyendo algunas novelas de Ernest Hemingway o
André Malraux, quienes vivieron aventuras en varias guerras
y revoluciones. Por más datos interesantes que contengan
sobre los acontecimientos históricos, sus novelas son
"ficciones" creadas según la búsqueda interior de sus
autores y no para dar un testimonio directo. Es decir, en la
literatura occidental se marcó, según el interés de los autores, una
clara línea divisoria entre la novela y otros géneros
ante la inminencia de los sucesos históricos.
Si nos fijamos en el contexto literario de América
Latina, nos damos cuenta de que la situación es distinta en
la medida en que no apareció durante las primeras
décadas del siglo XX la separación marcada entre la
novela, el reportaje y la memoria. La Novela de la
Revolución Mexicana, que tuvo una explosión durante la
década de 1930, nos parece un ejemplo apropiado para
ilustrar nuestra discusión. Ante un acontecimiento nacional
que arrasó todo el territorio mexicano, muchos letrados,
inspirados por el descubrimiento de Los de abajo escrita
por Mariano Azuela en 1915, sintieron la necesidad de expresarlo
en formas literarias y casi unánimemente acudieron al
género "novela".
Lo curioso del fenómeno consiste en que, a pesar de
que John Reed ya había hecho un famoso reportaje sobre la
Revolución Mexicana titulado Insurgent Mexico (1914),
este género estaba completamente descartado desde el
comienzo. El fervor que se creó en torno a Los de
abajo entre los escritores que la consideraron como la
máxima expresión literaria del drama nacional de
México determinó el
camino de la literatura mexicana, originando una confusión
de géneros. Resaltemos aquí que, en el caso de Azuela,
quien tenía suficiente formación literaria a
través de la lectura de literatura
francesa realista y naturalista, el éxito de su novela se
debe a su habilidad con la que logró transformar sus propias
experiencias de médico militar en una ficción
coherente. Los escritores que le siguieron, sin embargo,
generaron a partir de Los de abajo una idea ingenua, ajena
en realidad a la novelística de Azuela, de que la novela no
era sino un medio para reproducir fielmente los acontecimientos
de la Revolución y de que una novela se puede hacer
redactando simplemente experiencias crudas del campo de
batalla.
Como consecuencia, la gente sin ninguna vocación
literaria empezó a participar en las actividades
novelísticas para contar sus experiencias personales
sólo porque había luchado en la guerra. Pese a su objetivo de reproducir
fielmente los sucesos pasados, que no es apropiado para la novela
sino para el reportaje o la memoria, la gran mayoría de
ellos lo realizaban en la novela para emprender una
contradictoria tarea de expresar la "verdad" de los
acontecimientos históricos en la forma novelística, o
sea, en la ficción. Hasta podemos señalar casos como
El águila y la serpiente (1928) de Martín Luis
Guzmán o Ulises criollo (1935) de José
Vasconcelos en que las obras que pueden pasar perfectamente como
reportajes o memorias en cuanto al contenido, se presentan (y se
leen) como novelas; a pesar de que no hicieron en sus respectivas
obras sino un recuento de lo que habían realizado como
políticos involucrados en el gobierno durante la etapa crucial
de la Revolución, tanto Guzmán como Vasconcelos
insistieron en que eran "novelas", y un novelista tan sagaz como
Mariano Azuela también las clasificó como "novelas"
(Azuela, 1960:681). Esta contradictoria novelística de
buscar la reproducción de la verdad histórica mediante
la ficción, practicada además por escritores
"amateurs", produjo a través de toda la década de 1930
muchas obras extrañas, como Vámonos con Pancho
Villa (1931) de Rafael Felipe Muñoz o Las manos de
mamá (1937) de Nellie Campobello, que eran demasiado
rudimentarias para pasar como historias de ficción pero que
tampoco tenían valor documental en el sentido estricto de la
palabra, puesto que los hechos verídicos estaban modificados
según el interés de los autores.
La misma novelística se repite en muchos
países latinoamericanos cada vez que se enfrentan a un gran
acontecimiento nacional. Las dictaduras militares de Gómez y
Pérez Jiménez en Venezuela produjeron una serie
de novelas testimoniales de los escritores, como Argenis
Rodríguez y José Vicente Abreu, directamente
comprometidos en la lucha contra los dictadores. En Colombia,
aparecieron durante toda la década de 1950 novelas que
trataban la violencia cometida en la guerra entre los
conservadores y los liberales que comenzó con el Bogotazo de
1948 para dejar innumerables muertes en casi todo el territorio
del país.
Ahora, nos parece particularmente interesante este
fenómeno literario de Colombia conocido con la
denominación de "la Novela de la Violencia" que, como
señaló Manuel Antonio Arango, tuvo mucha semejanza con
la Novela de la Revolución Mexicana (Arango, 1985:16). Lo
interesante consiste en que los colombianos siguieron repitiendo
casi unánimemente la misma novelística de la Novela de
la Revolución en la década de 1950 en la cual la
literatura mexicana ya había superado la etapa de novela
testimonial con autores como Juan Rulfo y Carlos Fuentes. A
nuestro modo de ver, la irrupción aparentemente
anacrónica de esta novelística testimonial contiene un
punto clave para discutir el proceso de la transformación de
la novela latinoamericana en el siglo XX. En adelante,
analizaremos la Novela de la Violencia, con algunos ejemplos
concretos, para desarrollar después reflexiones sobre el
establecimiento de la novela como género artístico en
América Latina.
2. La Novela de la Violencia
en Colombia
2.1 La aparición de la
Novela de la Violencia
Como acertadamente señaló Augusto Escobar
Mesa, la Novela de la Violencia resultó ser un fenómeno
literario nunca visto antes en la historia de la literatura
colombiana en cuanto a la cantidad de publicaciones (Escobar,
1997:114). A diferencia de los escritores mexicanos que demoraron
casi 20 años para empezar a abarcar sucesos de la
Revolución en obras literarias, la reacción de los
colombianos apareció de manera inmediata. Después de la
primera obra que se categoriza en la Novela de la Violencia,
Los olvidados de Lara Santos, publicada por la Editorial
Santafé en 1949, las empresas como Santafé,
Iqueima y A. B. C. comenzaron a publicar obras que presentaban
sucesos violentos en el pleno momento en que las luchas entre los
liberales y los conservadores se intensificaban cada día
más. Escobar Mesa, limitándose al tramo entre 1949 y
1967, hizo la lista de 70 obras de la novelística sobre la
Violencia (Escobar, 1997:149- 153), y Arango, por otro lado,
clasificó 74 obras publicadas entre 1951 y 1972 en la Novela
de la Violencia (Arango, 1985:16). Si bien es cierto que el
inventario de las obras
aumentó de una forma exagerada como resultado de calumnias
que se dirigían por medio de los libros entre los escritores
que representaban ideológicamente alguno de los dos bandos
políticos, tampoco podemos negar que hubo obras que ganaron
un público bastante grande. Luis Iván Bedoya y Augusto
Escobar señalan, por ejemplo, que Viento seco (1953)
de Daniel Caicedo, una novela publicada por una editorial
desconocida en 1953, llegó a vender 50.000 ejemplares en dos
años, lo cual era una cifra exorbitante para esta época
(Bedoya y Escobar, 1980:7).
Aunque, con la aparición del llamado "grupo de Barranquilla"
integrado por escritores como García Márquez y
Álvaro Cepeda Samudio, la Novela de la Violencia entra en
una nueva etapa más crítica y reflexiva a fines de la
década de 50, las obras que se publicaron como una
reacción inmediata al Bogotazo y a su consecuente
situación violenta mostraban una similitud notoria con las
novelas de la Revolución Mexicana en cuanto a la estructura y al contenido.
Para empezar, la gran mayoría de los escritores
involucrados, incluyendo al más exitoso Daniel Caicedo, eran
"amateurs" sin ninguna formación literaria que sólo se
apoyaban en sus propias experiencias de la violencia política. En segundo lugar, cometieron
la misma confusión de géneros al buscar el testimonio
de la "verdad" histórica en forma novelística; mientras
que algunos escribieron sus experiencias respetando hechos
verídicos al estilo de las memorias y las hicieron pasar
como "novelas", otros esbozaron apenas una historia ficticia,
modificando sucesos pasados para dar más efecto a la
crueldad de las experiencias de la Violencia. Alfonso
Hilarión, un teniente de la policía que participó
directamente en varios actos militares a favor de los
conservadores, hizo en Balas de la ley (1953) un recuento a la
manera de Guzmán (aunque con muchísimo menos
vocación literaria) de su recorrido en la lucha militar. Por
otra parte, la mayoría de las obras que buscaron la
reproducción directa de los hechos violentos, como Ciudad
enloquecida (1951) de Pablo Rueda Arciniegas o Sin tierra
para morir (1954) de Eduardo Santa, caían en el
"realismo burdo", utilizando el término planteado por Laura
Restrepo (Restrepo, 1976:11), en el cual anécdotas crudas de
la violencia están apenas articuladas por un hilo central
mal elaborado, exactamente al igual que en las novelas de
Muñoz o Campobello.
Obviamente la novelística que sostiene este
realismo burdo es la misma forma de concebir la novela, no como
la ficción, sino como la trascripción de los
acontecimientos verídicos y el medio de expresar la "verdad"
histórica. De hecho, muchos autores, al hacer una
presentación de su obra en el prólogo, insisten en que
los hechos narrados son sucesos que expresan la "verdad" de la
Historia; Hilarión, por ejemplo, afirma en el prólogo
de Balas de la ley que escribió esta obra para
comunicar la "verdad" al público (Hilarión, 1953:V-VI);
Eduardo Santa presenta su Sin tierra para morir diciendo
que "más que novela es una historia" y afirma que no ha
utilizado ninguna "fantasía" (Santa, 1954:5), a pesar de que
la obra contiene varios elementos ficticios.
Volvamos a la pregunta inicial aquí: ¿por
qué los escritores colombianos, hasta bien entrada la
década de 1950, en la cual ya el periodismo cumplía una
función importante a
nivel nacional y se debería conocer la existencia de obras
clasificadas en géneros como reportaje o memorias, siguieron
aferrándose a la novelística contradictoria de expresar
la verdad en forma de ficción?, y ¿cómo el
público, incluyendo algunos críticos literarios
influyentes, manifestó cierta admiración a esta clase
de literatura? Esto se explica parcialmente por la inmadurez de
los escritores debido a la escasez de obras narrativas y por
el conocimiento deficiente de
la literatura extranjera, como suelen indicar algunos
críticos; sin embargo, tampoco debemos olvidar que sí
ha existido en Colombia una tradición novelística,
aunque no tan firme como en otros países, desde el siglo XIX
con obras como Manuela (1858) y María (1867) y
que, entrando al siglo XX, podemos nombrar varios novelistas que
obtuvieron cierto éxito con sus novelas como José
María Vargas Vila, José Eustacio Rivera y José
Antonio Osorio Lizarazo, entre otros. Más bien,
deberíamos fijarnos, aunque la crítica literaria no ha
prestado suficiente atención hasta ahora, en la
concepción de la novela que se venía formando a partir
del éxito de La vorágine (1926) a través de
las décadas de 30 y 40 entre los escritores y los
críticos literarios. Esta novelística que, para nuestro
punto de vista, tiene mucho que ver con la formación del
"realismo burdo" de la Novela de la Violencia, nos ayuda a
aclarar varios puntos importantes para replantear la
discusión que se ha desarrollado en torno al género
"novela" en la literatura
latinoamericana.
2.2 El concepto de la novela
en la literatura colombiana.
Como ya se ha discutido ampliamente entre los
investigadores, la novela, a diferencia de la poesía, no se
reconocía entre los intelectuales latinoamericanos como un
género artístico autónomo hasta la primera mitad
del siglo XX. El hecho de que la primera traducción de
Atala, una de las primeras novelas que tuvieron un gran
impacto en el mundo intelectual de América Latina, fue
realizada por Samuel Robinson, es decir, Simón
Rodríguez (con la colaboración de un fraile) quien la
quiso utilizar como material didáctico, ilustra el concepto
de la novela que se generó en América Latina. Los
escritores, más que un refinamiento estético, buscaban
hacer de la novela, como afirmó Vargas Llosa en una entrevista, "un
vehículo", "un instrumento" y "algo útil" con objetivo
didáctico (Poniatonska, 1969:76). Mientras que en Europa y en Estados Unidos la novela fue
estableciendo su estatus como un género artístico hacia
el siglo XX, en América Latina, salvo algunas excepciones,
siguió siendo un instrumento de enseñanza hasta bien
entrado el siglo XX. Si bien fueron desapareciendo gradualmente
hacia el final del siglo XIX rasgos religiosos, los cuales eran
notorios en las novelas decimonónicas más
representativas como María o Aves sin nido
(1889), la reemplazó el objetivo social de los escritores
reformistas que convirtieron la novela en instrumento de
denuncia.
El didactismo de la novela empezó a observarse de
una forma intensiva en la literatura colombiana a partir de La
vorágine. Destaquemos aquí el hecho de que muchos
escritores y críticos atribuye- ron el mérito de esta
novela, más que a la descripción del mundo
desconocido de la selva amazónica, a la revelación de
la explotación que se generaba en las haciendas de caucho. El brillante
éxito de La vorágine, en lugar de afirmar la
esencia artística de la novela, atrajo la atención de
los intelectuales colombianos hacia la utilidad de este género como
medio de denuncia, y muchos de los escritores que asumieron la
labor novelística en las siguientes décadas se fijaron
en esta función social. Osorio Lizarazo, quien se
convirtió en uno de los dirigentes más destacados de la
novela colombiana con obras como La cosecha (1935), anota
en un ensayo escrito en 1938 que la novela es un "instrumento
adecuado para despertar una sensibilidad y para formar un
ambiente propicio a obtener la
afirmación de un equilibrio y de una justicia sociales" y que el
novelista, antes que buscar emoción estética, "debe
limitarse a denunciar" (Osorio, 1938:124- 126). Jaime
Ibáñez Castro, el autor de Cada voz lleva su
angustia (1944), definió en 1946 la novela como
"posición de lucha" para aprobar la literatura de lucha
social practicada por escritores como Ciro Alegría, Jorge
Icaza y Osorio Lizarazo, y planteó la necesidad de
aprovechar la potencia social de este género
(Ibáñez, 1946:31- 35). Tampoco faltaron en el lado de
la crítica quienes apoyaban este uso utilitario de la
novela; Otto Morales Benítez, uno de los críticos
más influyentes de la época, afirmó en 1948 que la
novela ideal para el mundo americano es la "novela de
pregón" que sirve "de enseñanza, de orientación,
de guía hacia la conquista del <esperanzado día>"
(Morales, 1986:167). De esta manera, en el momento de la
explosión de la Violencia, la novela como género
literario se había establecido, para el amplio sector
intelectual colombiano, como un instrumento didáctico por
medio del cual se aspiraba a hacer aportes a las reformas
sociales.
Las novelas escritas según esta propuesta didáctica inevitablemente
toman una forma distinta a la de la novela occidental. Para
empezar, su argumento novelístico, en lugar de constituir
una historia central que articula toda la obra, queda al margen
como un pretexto que obedece al objetivo principal de denuncia
social. En nove- las como Una derrota sin batalla (1935)
de Luis Tablanca o Tierra mojada (1947) de Manuel Zapata
Olivella, la historia sirve como una evidente alegoría que
comunica un mensaje o una moraleja para corregir la injusticia
social. Para los escritores como César Uribe Piedrahita,
autor de Toá (1933) y Mancha de aceite (1935), y Osorio
Lizarazo, el argumento no era sino marco exterior, ajeno a la
esencia del contenido, para posibilitar la introducción de
las escenas que revelan la situación de la gente explotada.
Obviamente la obra no llega a convertirse en una plena
"ficción" y, de hecho, muchos autores resaltan el valor como
documento social de su obra; Ibáñez Castro, entre
otros, puso un prólogo a su Cada voz lleva su
angustia para explicitar que esta obra no era producto de "creación
fantástica" (Ibáñez, 1973:7).
Entendido el contexto novelístico en Colombia,
podemos comprobar que los escritores involucrados en el tema de
la Violencia no distaban mucho de los novelistas precedentes en
cuanto a la concepción de la novela y que su
novelística era, más bien, una variación de la
novelística colombiana "clásica". Cabe anotar aquí
que, pese al dominio de la novelística
didáctica en la
literatura colombiana durante las décadas de 30 y 40,
sí se observaban intentos de hacer novelas con métodos distintos; basta
mencionar obras como Cuatro años a bordo de mí
mismo (1934) de Eduardo Zalamea Borda o Babel (1943)
de Jaime Ardila Casamitjana para darnos cuenta de la variedad
literaria, aunque limitada, que hubo en esta misma
época.
Sin embargo, así como la onda de la Novela de la
Revolución Mexicana apagó el movimiento vanguardista que se
desarrollaba en torno a la revista
Contemporáneos, la cual dejó de editarse en 1931
con el comienzo de la novelística de la Revolución, el
estremecimiento social de Colombia ocupó el interés de
muchos escritores para impedir la evolución de nuevas
tendencias novelísticas. Ante un hecho histórico
desmedido, los letrados colombianos dejaron de buscar nuevos
caminos literarios y se aferraron a la novelística
existente. La única característica que nos llama la
atención es que los novelistas de la Violencia exageraron la
inclinación casi morbosa, que por cierto ya se notaba en
algunas novelas precedentes como Las estrellas son negras
(1949) de Arnoldo Palacios, hacia lo feo y lo grotesco para
llegar a crear un tremendismo. En 1955, en el pleno apogeo de la
Novela de la Violencia, Eduardo Santa, uno de los practicantes de
la novelística de la Violencia, después de plantear que
"la labor revolucionaria del novelista" consiste en "su habilidad
para preparar en el ánimo del lector las intrínsecas
condiciones de la inconformidad con el ambiente descrito",
manifiesta esta consigna que siguen muchos escritores al abarcar
el tema de la Violencia: la labor revolucionaria del escritor
está en su habilidad para captar lo feo, lo grotesco, lo
vituperable y vil de una época histórica, de un
ambiente o de una colectividad o grupo social, a tal punto que
logre comunicar al lector – en un proceso a veces
imperceptible o insensible – el deseo de transformar lo vil
en grandioso, lo grotesco en amable, lo vituperable en
placentero. (Santa, 1955: 157)
En la propuesta de Santa, quien define al novelista como
"fotógrafo afortunado" de la realidad y habla de su
"compromiso con el pueblo" (Santa, 1955:157-163), no podemos
encontrar ninguna renovación en cuanto a la concepción
del género "novela". En este sentido, podemos ubicar
lícitamente a los novelistas de la Violencia como sucesores
de la novelística precedente caracterizada por la denuncia
social por medio de la revelación y el testimonio. Sólo
que, como afirmó Santa en el mismo ensayo, para los
escritores que asumían el "compromiso con el pueblo", "el
tema de la hora actual en Colombia es la violencia" (Santa,
1955:163), lo cual se manifestó como una insistente forma de
escrutar lo cruel en actos humanos.
2.3 El balance de la
Novela de la Violencia: el ejemplo de Viento
seco
Después de hacer un repaso general de la
novelística en la literatura colombiana del siglo XX,
podemos comprender Viento seco como una de las obras
más representativas de la Novela de la Violencia. El autor,
un médico que presenció actos violentos cometidos por
los conservadores en el Cauca, parte de dos hechos verídicos
que sucedieron en el año 1949: la masacre del pueblo de
Ceylán y la matanza de la "Casa Liberal" en Cali, y trata de
reproducir, con una actitud partidista a favor de los liberales,
la crueldad de los militares conservadores. Desde la primera
parte, la obra nos sorprende con la insistencia en las escenas
violentas:
El viejo José Gallardo había sido cegado y
otro enorme tajo dejaba salir los intestinos. Los peones
habían sido castrados y de sus bocas arrancadas las
lenguas. Las dos mujeres presentaban en vez de pechos dos
heridas que manaban trenzas de sangre. Ambas habían sido
violadas y hendidas con bayonetas. (Caicedo,
1995:58-59)
Y un disparo salió del revólver. La
víctima empezó a doblarse sobre el asiento y un hilo
de sangre bajó a mojar la camisa. El asesino tuvo un
fulgor destellante en su mirada, se abalanzó sobre el
moribundo, succionó con fuerza la herida y
deglutió la sangre. (Caicedo, 1995:66)
Dejemos de citar más pasajes, que sólo
servirán para causar repugnancia a los lectores, pero no sin
antes observar que esta crueldad intensa se mantiene a
través de toda la obra. Sin caer en exageración,
podemos afirmar con García Márquez, quien dedicó
un ensayo a la Novela de la Violencia en 1959, que esta obra no
es sino "el exhaustivo inventario de los decapitados, los
castrados, las mujeres violadas, los sesos esparcidos y las
tripas sacadas y la descripción minuciosa de la crueldad con
que se cometieron esos crímenes" (García Márquez,
1997:563).
El argumento novelístico se desarrolla en torno a
dos protagonistas, Antonio Gallardo y Cristal, que son personajes
ficticios sin modelos existentes. Laura
Restrepo tiene razón cuando plantea que "se trata de
personajes carentes de voluntad y de libertad" (Restrepo, 1976:12),
puesto que todos existen, según el propósito
denunciatorio del autor, sólo para presenciar la violencia.
Incluso, hay personajes que aparecen exclusivamente para destacar
la atrocidad de los conservadores; la niña de Antonio, que
se rescata milagrosamente de la masacre, expira en los brazos de
su madre para dar tono trágico al suceso y originar más
desesperación a sus padres (Caicedo, 1995:75- 76); la
única función que cumple el señor Roberto
Gómez es contar una anécdota cruel que presenció y
denunciar al gobierno conservador (Caicedo, 1995: 110-117).
"Vamos donde Dios quiera" (Caicedo, 1995:81): esta frase, emitida
por la esposa de Antonio, que revela el estado de impotencia y
conformidad ante el destino, a nuestro modo de ver, debería
ser reformulada así: "Vamos donde el autor
quiera".
El autor mueve a sus personajes como títeres para
introducir las experiencias verídicas de la violencia a
medida que va creando una historia que comunica a los lectores un
mensaje de denuncia en contra del partido conservador. Por causa
de esta manipulación demasiado obvia, el argumento
novelístico, que depende de varias coincidencias y hechos
milagrosos, muy poco convincentes por cierto, carece de desarrollo espontáneo y
lógico con algunas fallas evidentes; cualquier lector no
dejaría de extrañarse, por ejemplo, ante la
salvación del protagonista, quien, después de que los
policías conservadores lo dejaron moribundo volándole
los testículos con disparos, fue
rescatado por Martín Galindo para recuperarse completamente
en poco tiempo hasta el nivel de
luchar en la guerrilla. El reencuentro de Antonio con Cristal en
la tercera parte muestra ejemplarmente la
artificialidad con la que está hecho el argumento; para
empezar, después de una masacre en que la gran mayoría
de las víctimas murieron sin ser identificadas ni menos
enterradas, Antonio entra, como si fuera un acto totalmente
normal, al cementerio de la ciudad y encuentra sin dificultad la
tumba de su esposa (Caicedo, 1995:143-144); en segundo lugar, en
el mismo cementerio aparece de repente una señora, que
finalmente nunca se sabe quién es, para indicarle el
paradero de Cristal (Caicedo, 1995:145).
La torpeza del manejo en la conversación entre los
personajes resalta todavía más el descuido de la
historia. Citemos, por ejemplo, el siguiente pasaje en el cual
los protagonistas ingresan a la Casa Liberal, donde los atiende
Cristal:
– ¿Van a entrar? ¿Piensan quedarse?
¿Son emigrados?
– Sí, señorita, venimos de Ceylán y
pensamos quedarnos, pero no encontramos acomodo.
– ¿De Ceylán? Son los primeros que llegan.
¿Cuándo los atacaron?
– Anoche. Hará apenas veinticuatro horas.
(…)
– ¡Pobres! Ni habrán comido. Les mataron a
alguien?
– A todo los nuestros (Caicedo, 1995:103)
Si consideramos el hecho de que es una conversación
sostenida entre los sobrevivientes de la masacre y la asistente
de la casa de refugiados, se nota la ridiculez de esta escena,
especialmente en preguntas tan insensibles como: "¿Son
emigrados?" o "¿Les mataron a alguien?". Otro caso absurdo
es el de Andrés Castro, un simpatizante de los liberales,
quien hace el favor de llevar a Antonio y a su esposa a Cali y
responde en una requisa del camino, primero con su verdadero
nombre, y después revela que son "unos amigos de Ceylán
que se salvaron del asalto" (Caicedo, 1995:93). En un puesto de
policías, donde cualquiera sabe de antemano que son todos
conservadores peligrosos, ¿a quién se le ocurriría
revelar tan fácilmente su verdadera identidad o decir que son los
liberales salvados de la masacre? Con esta conversación tan
pueril, el lector inmediatamente se da cuenta de que esta escena
sólo sirve para que los personajes sufran el abuso de los
policías que viene en seguida.
Sin necesidad de citar más fallas, que son
innumerables, podemos comprobar que el argumento ficticio de
Viento seco es sólo un apéndice, mal
estructurado, que posibilita la narración de actos crueles
cometidos en la Violencia. Arango perdona esta debilidad de la
obra al calificarla como "una literatura de urgencia" nacida
"de una realidad triste y dolorosa que se dio en un momento
histórico de existencia colombiana" (Arango, 1985:128), y
el crítico literario Álvaro Pineda Botero, aun
admitiendo "su poca elaboración literaria", trata de
valorizarla por su "testimonio de indudable valor
histórico y sociológico" (Pineda, 2001:123).
Ciertamente será posible imaginar a partir de la novela el
grado de violencia que se generaba en Colombia en esta
época; sin embargo, no podríamos estar completamente
de acuerdo con los críticos que ingenuamente aprecian el
valor documental de la novela. Aunque puede ser que los actos
crueles narrados en Viento seco fueran hechos
verídicos presenciados por el mismo autor, la insistencia
excesiva en la violencia, presentada en el marco de la novela,
crea un ambiente fantasmagórico y causa, en contra del
objetivo del autor que busca comunicar la "verdad"
histórica, una impresión de que todo es una
"fantasía" (el término aparece en el texto; Caicedo, 1995:65). Un
pasaje como el siguiente, que viene después de que se
consumaron los actos crueles, nos revela contradictoriamente el
carácter ficticio de la obra: La paz llegó en forma
de sueño para Pedro. Antonio y Marcela tenían la
fatiga y el sueño en los ojos, pero los ojos seguían
abiertos, cristalados… No podría asegurarse que estaban
despiertos, ni que estaban dormidos. Soñaban. Se iban de
la realidad. (Caicedo, 1995:86)
Viendo a los personajes que "se iban de la realidad",
nos enfrentamos al hecho fundamental de que no hay manera de
"asegurarse" que todo lo narrado sucediera de verdad y de que
todo puede ser fantasía del autor, cuando se trata de una
"novela". Algo parecido sucede con una obra del venezolano
José Vicente Abreu, Se llamaba SN (1964), que se
presenta como "Novela- Testimonio", cuando el nivel
increíble de la crueldad le hace formular al narrador-
protagonista: "Parece una película" (Abreu, 1998:107). En
Viento seco, la artificialidad demasiado notoria en la
elaboración del argumento destaca el carácter ficticio
de la obra y perjudica la credibilidad de los hechos narrados.
Por más que los partidarios del autor insistan en que muchas
de las anécdotas que componen la novela se basan en sucesos
verdaderos, es totalmente lícito, como hizo Alfonso
Hilarión con prensas liberales, atribuir toda la novela a la
"obra y arte de mentirosos" (Hilarión, 1953: V). En este
sentido, debemos aceptar que el valor de esta novela como
documento histórico es de alcance limitado.
Un breve análisis del texto
realizado aquí nos lleva a concluir que Viento seco
es una obra mal elaborada como novela, como la mayoría de
los críticos literarios están de acuerdo, y que tampoco
puede cumplir plenamente la función como documento
histórico, ya que todo se puede leer como una
"fantasía". Como hemos insinuado, esta clase de obras que
oscilan entre el reportaje y la novela sin ser exactamente
ninguno se produce con cierta frecuencia en América Latina
cuando los escritores se enfrentan a un gran acontecimiento
histórico. Después de ubicar la novelística de la
Violencia en el contexto literario de Colombia, podemos observar,
más claramente que en la Novela de la Revolución
Mexicana, que la dimensión del hecho histórico no
cumple sino un papel secundario para originar esta confusión
de géneros y que la verdadera causa se debe buscar en la
novelística, bastante común en gran parte de
América Latina en las primeras décadas del siglo XX, de
concebir la novela no como un género artístico
autónomo, sino como un instrumento de denuncia por medio del
cual se revela la situación de una realidad
histórica.
Ahora, si buscamos algún mérito en la
novelística de la Violencia, lo podemos encontrar justamente
en el punto en que las obras como Viento seco muestran en
una forma hiperbólica la debilidad fundamental de la
novelística anti-estética que se había establecido
como canon entre los intelectuales colombianos. En México,
los novelistas como José Revueltas y Agustín
Yáñez entraron a una nueva etapa literaria desde los 40
en base a la crítica de la novelística de la
Revolución.
De la misma manera, tanto escritores como críticos
en Colombia, gracias al exceso de la novelística de la
Violencia, se dieron cuenta del camino equivocado que
seguían los novelistas y también de la necesidad de
plantear una nueva manera de concebir el género "novela" y
un nuevo método de creación literaria. En este sentido,
una seudo-novela como Viento seco sirvió como un
punto de partida para una nueva generación encabezada por
novelistas como García Márquez y Cepeda
Samudio.
3. Conclusión: hacia una
nueva novelística
Aunque las novelas de la Violencia al estilo de
Viento seco siguieron produciéndose en la literatura
colombiana hasta la década de 1960, empezaron a notarse
gradualmente hacia mediados de los 50 algunos síntomas de la
transformación en la novelística. En un ensayo
publicado en 1954 que alude implícitamente a Viento
seco, Hernando Téllez, quien va a ser uno de los
críticos literarios más importantes de Colombia, refuta
el planteamiento, generalizado entre los intelectuales
colombianos, de que "el arte literario se produce como un
derivado del documento", para afirmar que "la medida del arte no
es condicionada sino del arte mismo" (Téllez, 1995:76). Ante
el evidente error de la novelística de la Violencia, que
originó confusión de géneros para convertir la
novela en "un derivado del documento", los novelistas comenzaron
a abandonar la novelística utilitaria y a buscar, utilizando
la frase de Milan Kundera, qué es "lo que solamente una
novela puede descubrir" (Kundera, 1988:18) para establecer la
autonomía de la novela como un género artístico. A
nuestro modo de ver, el artículo ya mencionado de
García Márquez ofrecía una clave para el
establecimiento de una nueva novelística. Tomando como
ejemplo La peste (1947) de Albert Camus, García
Márquez propone que la novela no debe buscarse en "los
muertos" sino en el drama de "los vivos" (García
Márquez, 1997:563-564). Debemos fijarnos aquí no
sólo en el significado literal sino en el figurativo de los
términos "vivos" y "muertos"; recordemos que en Viento
seco no había personajes "vivos" no sólo en el
sentido de que la obra se convirtió en un inventario de
muertos sino en que los protagonistas eran meros títeres del
autor, totalmente carentes de voluntad. Como observó
acertadamente el escritor Argentino Ernesto Sábato, los
personajes ficticios que no son libres no son verdaderos y
convierten la novela en "un simulacro sin valor" (Sábato, 1997:152).
Aplicando esta idea, podemos entender que lo que le faltaba a las
novelas de la Violencia era justamente la sensación de la
"vivencia", que, según Vargas Llosa, es "lo más
importante en la novela" (Poniatonska, 1969:76). García
Márquez también se daba cuenta de que lo estético
de la novela consistía en la recreación simbólica de
la "vivencia" cuando dirigió una crítica severa a los
novelistas contemporáneos. Es por eso que, al abarcar el
tema de la Violencia en El coronel no tiene quien le
escriba (1961), puso en el eje de su novela un coronel
veterano que ha sobrevivido varias batallas y que tiene que
seguir viviendo su angustiosa vida en contra del determinismo
social.
De esta manera, se fue estableciendo en Colombia hacia
la década de 1960 la novelística de la "vivencia" con
novelistas como García Márquez, Cepeda Samudio y
Gustavo Álvarez Gardeazábal. En esta misma época,
muchos de los países latinoamericanos experimentaban el
proceso de la transformación narrativa, en el cual la
problemática común era cómo superar la antigua
forma de concebir la novela como instrumento para convertir la
novela en arte. Muchos novelistas emprendieron la búsqueda
de una nueva novelística, y sólo los que llegaron a dar
una respuesta a través de las mismas creaciones lograron
converger en el fenómeno llamado el "boom" de la literatura
latinoamericana. En este sentido, el caso colombiano que
discutimos en este trabajo servirá como un ejemplo
ilustrativo para profundizar el inagotable tema de la
evolución de la novela en América Latina.
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