- Resumen
- De vida y
muerte - Enfermedad y muerte
- Adaptación a la enfermedad y a la
muerte - Un dilema
tras otro - Referencias
La fase terminal de la vida se inicia cuando el
médico juzga que las condiciones del paciente han empeorado
hasta tal punto que ya no es posible ni detener ni invertir el
curso de la enfermedad; es cuando el tratamiento se hace
básicamente paliativo y se concentra en la reducción
del dolor. En tales condiciones surge un sinnúmero de
dilemas controversiales, cuya resolución afectan de modo
considerable tanto al enfermo y sus familiares como al
médico. El presente artículo ofrece una serie de
consideraciones relacionadas con la enfermedad terminal y sugiere
respuestas para algunos de los dilemas típicos.
Palabras clave: Enfermedad terminal, epidemiología,
psicología de la salud, distanciación
psicológica.
Terminal illness and health psychology
The terminal phase of human life begins when the
physician judges that the patient’s conditions are
worsening and nothing can be done to stop or reverse the progress
of the illness. At this point the treatment becomes basically
palliative and mainly focused on reducing pain. In such a
conditions a number of controversial dilemmas appear, which must
be faced and that affect both patients and families and the
physician. This article offers several considerations related to
terminal illness and suggests answers to some of the typical
dilemmas.
Key words: Terminal illness, epidemiology, health
psychology, psychological distance.
Salud y enfermedad siempre han sido entidades opuestas.
La presencia de la una supone la ausencia de la otra. Desde los
tiempos de Galeno se sabe que diferentes enfermedades producen diferentes efectos.
Estar ‘sano’ quiere decir sentirse bien y asumir
conductas protectoras del estado de salud actual para
evitar enfermarse. Estar ‘enfermo’ significa ausencia
de salud, expresable en términos de (a) signos objetivos que indican que el
cuerpo no está funcionando bien (presión arterial alta, por
ejemplo) y (b) signos subjetivos de daño físico (dolor,
náuseas, insomnio, etc.). Para el modelo biomédico, la
enfermedad supone alguna clase de desajuste en procesos fisiológicos
oriundos de trastornos bioquímicos, heridas, infecciones,
etc. Para el modelo biopsicosocial el asunto se plantea en
términos de un juego entre aspectos
biológicos, psicológicos y sociales que de algún
modo afectan uno o varios sistemas interconectados en la
persona sana. El modelo
biomédico ha sido sumamente útil en la generación
de tratamientos y vacunas que suponen avances
notables en la lucha contra las enfermedades infecciosas, pero
ahora se reconoce que hay aspectos individuales del paciente (su
historia y relaciones sociales,
su personalidad y estilo de vida, sus procesos
mentales y biológicos) que deben ser considerados al
intentar una conceptualización más integral de ambas
nociones.
En cualquier caso, la proposición formal es que
‘salud’ y ‘enfermedad’ en realidad son un
continuum en uno de cuyos lados se sitúa la muerte y en el otro el
bienestar (Bradley 1993). De alguna manera, todos somos casos
terminales y, al mismo tiempo, siempre que tengamos
un aliento de vida, todos somos saludables. Resulta entonces
obvio que la gradación del continuum dependerá
de nuestra exposición a microorganismos
dañinos y procesos destructivos, por un lado, y por el otro,
dependerá de las medidas preventivas que asumamos, de la
resistencia a la enfermedad y las
mejoras en la higiene personal, la dieta, el ejercicio
o las innovaciones sanitarias.
Normalmente se habla de factores de riesgo aludiendo a condiciones
que se asocian a la enfermedad. Varios de esos factores (como la
herencia de ciertos genes) son
biológicos. Otros (como el hábito de fumar) son
conductuales. Los factores de riesgo NO causan el problema de
salud: simplemente están asociados a él. Una gran parte
de nosotros somos personas sanas al nacer, pero nos enfermamos
como resultado de una ‘mala’ conducta propiciatoria de
desórdenes de toda clase o de condiciones de tipo ambiental
que son deficitarias. De modo que, en última instancia, los
antecedentes que explican los estados morbosos son, en realidad,
un asunto de responsabilidad individual. La
mayoría de las enfermedades que sufrimos es el producto directo de un
‘estilo’ de vida equivocado. Todos los días se
nos advierte que estamos siendo sometidos a dietas alimenticias
no del todo confiables, pero las personas insisten en preferir
alimentos que de ningún
modo las hacen más saludables. El sodio es uno de los
elementos de la dieta que afecta directamente la presión
arterial y los niveles de reactividad en situaciones estresantes,
pero su consumo desequilibrado parece
ser la norma. Con la cafeína ocurre lo mismo,
pero la gente no abandona las bebidas como el café, el té o la
coca cola. Este tipo de
decisiones son precisamente las que hacen que el sistema médico-asistencial
luzca predominantemente orientado hacia un gasto mucho mayor en
curar la enfermedad que en prevenirla.
La epidemiología ha acuñado un cierto
número de términos que se utilizan para comprender
mejor el verdadero entorno de la relación salud-enfermedad.
Se habla de mortalidad para describir cuantitativamente
los decrementos –o incrementos- ocurridos, por ejemplo, en
el número de defunciones producidas por el cáncer de seno; de
morbilidad para significar cualquier tipo de cambio detectable que
se produzca a partir de cierto nivel de bienestar; de
prevalencia para señalar el número de casos en
una enfermedad o el número de personas infectadas o en
condición de riesgo en un momento determinado; de
incidencia para referirse al número de casos nuevos
reportados en un período determinado; y de epidemia
para describir situaciones en las cuales la incidencia de una
enfermedad infecciosa aumenta rápidamente. Algunos de tales
términos son expresados en tasas y se habla, por ejemplo, de
tasas de morbilidad altas o bajas, o de tasas de mortalidad de
129 niños por 1000
nacimientos durante el primer año de vida en un país o
región determinada.
Matarazzo (1982) define la Psicología de la Salud
como la suma de contribuciones educativas, científicas y
profesionales hacia la promoción y mantenimiento de la salud,
prevención y tratamiento de las enfermedades,
identificación de correlatos diagnósticos y
etiológicos de la salud, la enfermedad y otras disfunciones,
y el mejoramiento de los sistemas de salud y las políticas sanitarias.
Siguiendo tal concepción, los especialistas en esta
área de la psicología tendrían cuatro funciones importantes:
. participar en la promoción y mantenimiento de
la salud ayudando a entender por qué la gente fuma, bebe,
come dietas de cierta clase o no usa condones. O, también,
diseñando programas de educación capaces de
promover estilos de vida y conductas más
saludables;
. ayudar en la prevención y tratamiento de la
enfermedad vía aplicación de principios psicológicos
efectivos en la reducción de –por ejemplo- la
presión arterial alta para disminuir el riesgo de
enfermedad coronaria, además de participar en los planes
de ajuste y recuperación de los gravemente
enfermos;
. tratar de identificar las causas (o correlatos
etiológicos) de la enfermedad. Los especialistas deben
preocuparse en buscar explicaciones sobre la conexión
existente entre factores de personalidad y enfermedad,
además de estudiar los procesos fisiológicos y
perceptivos que expliquen disfunciones visuales, auditivas o
cognitivas.
. intervenir abiertamente en el mejoramiento de los
sistemas de cuidados médicos y las políticas
sanitarias mediante la evaluación de las
funciones hospitalarias típicas, el personal médico y
de enfermería y los costos médicos. Se puede
contribuir directamente en tal sentido sugiriendo nuevas formas
de lograr una mejor aproximación (más sensible y
responsable) hacia el paciente y ofreciendo alternativas
válidas para que la atención médica
preventiva pueda generalizarse.
Todo lo anterior sugiere que la psicología de la
salud, así entendida, la medicina psicosomática
(relaciones entre síntomas de enfermedad y emociones correspondientes) y la
medicina conductual (relaciones entre salud y conducta) resultan
ser disciplinas muy próximas en términos de objetivos.
Muy parecidas también porque las tres asumen que las
nociones de salud y enfermedad son el resultado de una
conjunción entre fuerzas biológicas, psicológicas
y sociales (Sarafino 1998). El análisis somero de la
perspectiva biológica incluye elementos que van desde los
procesos y materiales genéticos
responsables de las características heredadas hasta
deformaciones o defectos estructurales, pasando por los modos
como el cuerpo responde para garantizar la protección de los
sistemas.
La perspectiva psicológica resulta más
compleja, pues incluye procesos cognitivos (percepción, aprendizaje, pensamiento, solución de
problemas, etc.), procesos
emocionales (contenidos emocionales positivos como la
alegría y el afecto y contenidos emocionales negativos como
la rabia, la tristeza y el miedo) y procesos motivacionales
(modelos personales de conducta
que tienen que ver con la forma como la gente se aferra a
programas que tienden al logro de mejores niveles de bienestar).
La perspectiva social, en un nivel muy amplio, incluye las
distintas formas en que la sociedad afecta la salud de
los individuos, el modo como la comunidad promueve o rechaza
conductas asociadas a la salud, y la forma como en la familia son promovidas
actitudes, creencias y
valores que tienen que ver con
lo mismo. Resulta obvio que cada uno de tales procesos son
significativamente importantes en el mantenimiento del equilibrio indispensable del
continuum salud-enfermedad. Es evidente que debemos, en
primer lugar, tratar de interpretar de la mejor manera el modo
como las tres perspectivas concurren en su
determinación.
La investigación generalmente
coincide en afirmar la existencia de fuertes nexos entre la personalidad individual y
la salud. Así, las personas que normalmente reaccionan con
altos niveles de ansiedad, depresión, hostilidad o
pesimismo parecen estar en mayor riesgo de desarrollar
enfermedades (Everson y otros 1996). De la misma manera, la gente
difiere en el modo de enfrentar las situaciones que suponen
elevados índices de estrés, y hay quienes se
aproximan a ellas con contenidos emocionales relativamente
positivos, manteniendo enfoques optimistas y esperanzadores.
Parece ser que este tipo de personas se enferma menos (y se
recupera más rápidamente) que quienes enfrentan las
situaciones estresantes de modo menos positivo. Por otra parte,
la gente que experimenta altos niveles de estrés suele
emplear repertorios conductuales que suponen un riesgo mayor de
enfermedades, como aumentar el consumo de alcohol, cigarrillos y
café. La respuesta ante el estrés incluye aumentos en
la presión arterial y otros cambios fisiológicos que
inducen a una mayor reactividad del sistema cardiovascular y
genera la posibilidad de sufrir un ataque cardíaco o
empeorar una condición ya existente.
La reactividad incluye la producción por el sistema
endocrino de catecolaminas y corticosteroides que, a niveles
extremadamente altos, pueden causar un errático
funcionamiento cardiaco y conducir a la muerte súbita. Algunas de
estas hormonas, además, generan
serios trastornos en el sistema inmunológico. Los
incrementos en epinefrina y cortisol, por ejemplo, se asocian a
una disminución en la actividad de las células T y B, cuestión
que parece ser muy importante en la aparición y desarrollo de algunas
enfermedades infecciosas y cáncer (Kiecolt-Glaser y Glaser
1995).
Siempre hubo, a lo largo de la historia del hombre, alguna enfermedad
cuyas connotaciones eran mágicas. Primero fue la lepra, y el
propio Cristo nos recuerda que curarla era ciertamente un
milagro. Luego fue la sífilis, enfermedad que
existió aparentemente desde tiempos casi prehistóricos,
disfrazada de formas diferentes. En la edad media la sífilis
pareció convertirse en la enfermedad por excelencia, aunque
la viruela también hizo lo suyo. A comienzos de siglo le
tocó el turno a la tuberculosis.
Después vino el cáncer, enfermedad incurable
por excelencia, cuyas connotaciones pueden variar entre sagradas,
demoníacas o mágicas. Y el SIDA, que aparece como la
última equivalencia de la muerte. Entre unas y otras
epidemias anduvo el cólera o el mal de chagas
o el paludismo o la lechina o el polio
o los accidentes de tráfico o
el suicidio o los trastornos
cardiovasculares, cada una de ellas expresables en tasas de
mortalidad variables.
Cualquiera sea la connotación asignable, una vez
que la gente sabe que padece una enfermedad (y muy especialmente
si la enfermedad es crónica) se produce una serie de cambios
que afectan la percepción de sí mismos y de sus vidas.
Eso significa alteración en sus planes a corto y largo
plazo, que suelen evaporarse a partir del diagnóstico. La
razón es bastante simple: ser una persona sana, bien
capacitada y dueña de una psiquis normal es esencial en la
construcción y
evaluación de la autoimágen. Lo contrario representa un
choque muy serio que no solamente inhabilita sino que
también amenaza la visión normal que tenemos de sí
mismo y nos hace sumamente vulnerables.
De modo que ajustarnos a una enfermedad que
potencialmente nos amenaza con la muerte, en realidad es un
proceso que, encima de que nos
incapacita, también nos llena de incertidumbre y requiere de
nosotros enormes esfuerzos de adaptación (Cohen y Lazarus
1979). El proceso de ajuste también va a depender de las
características de la enfermedad, algunas de las cuales
generan cambios en el aspecto y el funcionamiento corporal que
resultan vergonzosos. Hay enfermos que deben usar ayudas
exteriores muy visibles para la excreción fecal o urinaria y
ello crea exageradas impresiones sobre el impacto social que
tales ayudas producen. Suelen también ocurrir desajustes
debidos a las restricciones que la enfermedad impone, a causa del
temor desencadenado por los procedimientos médicos
aplicados o las consecuencias a largo plazo del tratamiento que
se sigue o, también, por efecto de la separación de la
familia.
Es obvio que la aproximación del desenlace final no
se experimenta hoy del mismo modo que en tiempos de la abuelita.
La idea de la muerte ciertamente ha cambiado y ha cambiado
también el modo de morirse. Hace unas cuantas décadas,
cuando el enfermo sabía que se aproximaba el final, se le
veía en su casa generalmente rodeado de sus familiares,
más interesados los unos en asuntos
‘prácticos’ como el reparto de los bienes, y los otros a la
espera de los últimos consejos, pero todos convencidos de
que nada o muy poco podía hacerse. La visita de un sacerdote
acompañado de un monaguillo era algo inevitable, y el acto
de la extremaunción de algún modo indicaba que el
asunto había pasado a las manos de Dios. El impacto
emocional de semejante acto sobre el enfermo y sobre la familia
simplemente sugería la presencia explícita de la
muerte. Y con ella, la resignación.
En los días que corren y habida cuenta de los
grandes avances de la medicina, cuadros etiológicos que
antes terminaban en la muerte ahora son controlables, y los
enfermos considerados graves suelen vivir (en realidad
agonizando) períodos de tiempo más prolongados. Los
progresos notables logrados en cirugía, técnicas de reanimación
y transplante de órganos, han prolongado la hora final del
desenlace, aumentando las expectativas de vida de manera
francamente impresionante. Este encarnizamiento terapéutico
también ha logrado producir agonías muy prolongadas,
como la de Josip Broz ‘Tito’, hospitalizado desde
enero a mayo de 1980; la de Harry Truman, quien a los 88
años estuvo debatiéndose entre la vida y la muerte por
tres meses; la de Hari Bumedian, presidente argelino que
agonizó por 4 meses; la del presidente brasileño
Tancredo Neves, cuya agonía se prolongó por 39
días durante los cuales fue objeto de 7 intervenciones
quirúrgicas, o la de Francisco Franco, quien a los 83
años murió rodeado de bolsas de hielo y junto a 20
doctores, luego de agonizar durante algo más de un
mes.
Todo esto sugiere, por un lado, que enfrentar
enfermedades irreversibles en pacientes terminales puede ser un
ordenado proceso asignable a la tecnología médica para tratar de
extender la duración del sufrimiento y, por el otro, que la
resignación de antaño está siendo sustituida por
la esperanza, que siempre será por la curación total y
por una vida más larga, especialmente si el enfermo terminal
es una persona joven. Esta manera de ver al enfermo terminal
(como centro de una disputa encarnizada entre la vida y la
muerte) ciertamente ha hecho que la misma noción de
‘muerte’ cambie hasta asumir connotaciones
sorprendentes. Pensar sobre una persona que agoniza,
típicamente produce sentimientos de tristeza, pero, por
sobre todo, los sentimientos suelen ser de admiración por
el trabajo que los
médicos realizan para mantenerla respirando. Conversar sobre
las cualidades del enfermo moribundo ya no es tan importante como
hablar sobre las cualidades de una tecnología médica
muy avanzada que se realiza en el centro hospitalario o en la
clínica.
Adaptación a la
enfermedad y a la muerte
Morir de una enfermedad terminal supone sufrimiento,
deterioro progresivo, dolor y cambios profundos en el bienestar
general de la persona. El proceso puede tomar solamente días
o semanas o puede durar años. Uno de los factores que afecta
seriamente la manera como la persona enferma y su familia se
adaptan a la enfermedad terminal es la edad de la víctima.
Cuando muere una persona de 80 años, la noción de
‘muerte’ pareciera ser más
‘apropiada’ que cuando muere una de 20. En este
último caso la muerte suele ser calificada como
‘inoportuna’ o prematura. En cualquier
situación, adaptarse supone dosis elevadas de ansiedad y de
estrés, que, normalmente, pueden ser enfrentadas apelando a
distintos factores psicosociales capaces de modificar su impacto
sobre el individuo y entre los cuales
se mencionan el apoyo social y el sentido de control personal (Ratlif-Crain y
Baum 1990).
De un modo u otro, el enfermo y sus familiares más
próximos se las arreglan para lograr una adaptación
razonablemente buena a la condición actual. Al empeorar la
condición y alcanzar la enfermedad las etapas terminales,
nuevas crisis emergen y se requiere
con urgencia enfoques nuevos para lidiar con el problema. Cuando
el enfermo es una persona de edad avanzada el shock pareciera ser
menor. Los viejos suelen pensar y hablar más sobre sus males
y sobre su decreciente salud y aceptan que sus días de vida
están por terminar. Cuando, además, realizan una
evaluación de su vida pasada y encuentran que han logrado
cosas importantes, la dificultad para adaptarse a la enfermedad
terminal es menor (Mages y Mendelsohn 1979). No ocurre lo mismo
entre los niños, la gente joven y de mediana edad, quienes
siempre esperan la recuperación en medio de una gran
ansiedad.
Para los niños en edad preescolar la idea de muerte
resulta ser sumamente difusa. Muchos niños han tenido alguna
clase de experiencia con la muerte (desaparición de un
familiar próximo, por ejemplo), pero antes de los cinco
años probablemente signifique ‘vivir en otro
lugar’ del cual puede regresarse alguna vez. En realidad no
tiene mucho sentido entretenerse en hablar sobre la muerte con
niños tan pequeños. La mayor parte de las veces los
adultos evitan conversar con ellos sobre el tema de la muerte y
el asunto suele resolverse con explicaciones como ‘se ha
ido y está en el cielo con Jesús’ o
‘se quedó dormida’. Entre los 8-9
años los niños ya pueden entender que la muerte es un
estado que le ocurre a cualquier persona, que es final y que
supone ausencia de funciones corporales. Cuando es el niño
mismo quien padece una enfermedad grave lo normal es que
también se evite hablar sobre el tema, con la excusa de
evitarle mayores sufrimientos. Pero los niños en edad
escolar gradualmente se dan cuenta del problema y de su seriedad.
Primero entienden que están realmente enfermos, pero piensan
que pronto ocurrirá la recuperación. Más tarde
comprenden que su estado se complica, que la recuperación no
sobrevendrá y que en realidad se están
muriendo.
En estos casos será necesario establecer con ellos
un enfoque serio, honesto y abierto sobre la enfermedad que
padecen y ofrecer toda la información que el niño
sea capaz de comprender. Entre los adolescentes, morir a
consecuencia de una enfermedad terminal supone sentimientos de
estar siendo tratado injustamente por la vida y la situación
global suele ser analizada como carente de sentido. Comprender
que van a perder la oportunidad de realizarse puede originar en
ellos comportamientos emocionalmente complicados, generalmente
envueltos en rabia, odio y temor extremos.
Kübler-Ross (1969) propone un modelo secuencial de
cinco fases que, según ella, es seguido por la gente en
trance de morir. La investigación posterior (Kalish 1985;
Zisook y otros 1995) no apoya la creencia de que el proceso de
ajustarse al acto de morir sigue la secuencia propuesta, pues en
la mayoría de los casos las emociones y los patrones de
ajuste fluctúan: unas personas pasan por una fase
determinada (rabia, por ejemplo) más de una vez, otras
experimentan distintas reacciones emocionales al mismo tiempo y
hay quienes parecen saltarse las fases. La misma evidencia parece
indicar que las personas que alcanzan la fase de
‘aceptación’ de una muerte inminente suelen
morir más pronto que quienes no logran alcanzarla. El modelo
de Kübler-Ross propone las siguientes fases:
Negación. Frente al diagnóstico de la
enfermedad y ante el pronóstico de muerte, la persona se
rehusa a creer que el asunto tenga algo que ver con ella. El
paciente terminal suele asumir que en alguna parte se
cometió un error, que los reportes médicos están
equivocados o que las pruebas clínicas se
refieren a otra persona. La fase de negación suele movilizar
a los pacientes a buscar una segunda opinión, pero muy
pronto esta fase se desvanece para dar paso a otra de
indignación, hostilidad y rabia.
Rabia. De pronto el paciente terminal se da
cuenta de que su situación es realmente seria y entonces se
convierte en una persona iracunda, unas veces plena de
resentimiento hacia quienes lucen saludables y otras veces
estallando en toda clase de recriminaciones y denuestos, echando
la culpa de su situación a sí mismo, a la familia, la
enfermera, el médico y a casi todo el mundo, Dios
incluido.
Negociación. En esta fase el enfermo intenta
alterar de algún modo su condición por la vía de
un acuerdo que, generalmente, se establece con Dios. El paciente
se abre a un rimero de promesas de cambiar, de mejorar, de hacer
las cosas en lo sucesivo de modo diferente, que parecen ser la
alternativa viable hacia su intenso deseo de mejorar.
Depresión. Ocurre cuando los acuerdos no
alteran el panorama y las promesas no funcionan.
Simultáneamente, el tiempo se acaba. El paciente suele
remitirse entonces a una revisión de las cosas inconclusas
del pasado y las que no van a realizarse en el futuro. La
traducción de todo esto
es la desesperanza y con ella surge la fase depresiva.
Aceptación. Cuando el paciente permanece
enfermo durante largo tiempo, seguramente logrará alcanzar
esta última fase. La depresión deja de ser un problema
y el enfrentamiento de la muerte podrá sobrevenir en calma y
tranquilidad. El tipo de apoyo familiar ofrecido debe estar
orientado hacia la cancelación final de sentimientos
negativos y temores.
Todo enfermo terminal tiene necesidades de naturaleza física, psicológica y religiosa
que deben ser atendidas. En el plano puramente psicológico
requiere seguridad (necesita confiar en la
gente que lo cuida y tener la certeza de que no será
abandonado a su suerte); pertenencia (necesita ser querido y
aceptado además de comprendido y acompañado hasta el
final); consideración (quiere que se le reconozca, que sus
necesidades sean bien estimadas, que le sea ofrecida toda la
ayuda necesaria y que pueda tener a alguien a quien confiarle sus
temores o sus preocupaciones). Puede decirse que la fase terminal
se inicia cuando el médico juzga que las condiciones del
enfermo han empeorado y que no hay alternativas de tratamiento
disponibles para invertir o para detener el camino hacia la
muerte. Es cuando suele también iniciarse un tratamiento de
tipo paliativo, generalmente encaminado a reducir el dolor y la
incomodidad, pero que no debe entenderse como dirigido a resolver
definitivamente la situación actual de la persona enferma. A
partir de aquí comienzan a plantearse situaciones
estresantes para el enfermo, que invaden también a la
familia. Y, de paso, las tensiones invaden al equipo médico
que, a juzgar por las creencias generalizadas, debe estar
allí para salvar vidas.
Normalmente, en tales situaciones las decisiones que
deben tomarse resultan ser todas muy difíciles. Es bastante
seguro que el médico
enfrente una serie de reclamos procedentes de distintas vías
que le harán sentir la sensación de fracaso y que,
irremediablemente, le llevarán a distanciarse
psicológicamente del enfermo terminal. Distanciarse
significa que el médico y el resto del personal, en primer
lugar, decidirán no preocuparse por las reacciones
emocionales del enfermo, y luego, que evitarán alarmarse por
los evidentes cambios físicos que están ocurriendo, que
tratarán de ignorar el paso del tiempo, una dimensión
que progresivamente se agota y, finalmente, que reducirán
los niveles de ansiedad ante a los signos que acompañan la
proximidad de la muerte. Frente al enfermo que luce agonizante
siempre surge el temor de hacer o no hacer algunas cosas. Nada
puede ya garantizarse. Lo normal es que se tienda a aislar al
individuo precisamente cuando más compañía y ayuda
necesita.
¿Debe el enfermo terminal ser informado
abiertamente sobre su situación actual? Sea cual fuere su
condición, la mayoría de ellos experimentan los mismos
síntomas: dolor, dificultad para respirar, pérdida de
apetito, delirio, desajustes cognitivos, insomnio,
depresión, nausea, fatiga, etc. La mayoría de tales
síntomas no aparecen aislados sino en grupo, con grandes variaciones
en su severidad y prevalencia, y en muchas situaciones no reciben
el tratamiento adecuado, a pesar del enorme sufrimiento que
producen. Una buena forma de intervenir en tales situaciones
implicaría el empleo combinado de terapias
farmacológicas y conductuales que alivien el dolor
físico y el sufrimiento general y, al mismo tiempo, puedan
movilizar recursos psicológicos y
espirituales del enfermo, capaces de facilitar, por lo menos, la
percepción, interpretación y manejo
de los síntomas.
El dilema de decir o no decir al enfermo que la muerte
está próxima siempre ha originado controversias. Hay
quienes sugieren que el paciente tiene derecho a saberlo (y
cuanto antes mejor) pero siempre aparece en el seno de la familia
alguien que piensa que lo mejor es no informarlo. Otros
argumentan que tal dilema carece de sentido, porque el paciente
terminal muy pronto reconoce que está muriendo y entonces lo
mejor es convocarlo, junto a la familia, para ofrecer la
explicación profesional necesaria y comenzar a prepararse
psicológica y legalmente para lo inevitable. En realidad, lo
que parece importante es evaluar los deseos del enfermo: algunos
desean saberlo, otros no. Hay enfermos terminales que
parecen tener menos dificultad que otros en el manejo de la
situación. En algunos casos será necesario ofrecer
psicoterapia individual
dirigida a ayudar al paciente a controlar la situación,
cuestión que bien pudiera reducirse a escuchar lo que tenga
que decir sobre sus asuntos pendientes, dar apoyo y reducir la
ansiedad. La idea es lograr que el enfermo no se considere
abandonado por su médico y que pueda contar con alguien que
le visite, alivie su dolor y le ofrezca alguna clase de consuelo,
de modo que la persona no se considere muerta antes de
morir.
El otro dilema es decidir dónde morirá el
enfermo. Hay quienes resuelven prodigar atención en el seno
de la familia, cuestión que suele convertirse en una
experiencia realmente avasallante. Pero la verdad es que, con
algunas variaciones entre distintos países, la mayoría
de las personas muere en hospitales, lo cual parece ser una buena
alternativa, debido a que es allí donde está la mejor
experticia para ofrecer el apoyo y los servicios que el enfermo
terminal requiere. Básicamente ello supone el ofrecimiento
de una mejor ‘calidad de vida’,
más enriquecida, mediante la prestación de cuidados
generalmente dirigidos a reducir la incomodidad y el dolor, pero
que también puedan cubrir las área psicosocial y
espiritual. En el medio hospitalario, la ‘unidad de
cuidado’ debiera estar conformada por el paciente y su
familia. Pero en los hospitales desorganizados y pésimamente
mal dirigidos que tenemos, semejante opción debe descartarse
de antemano. La verdad es que el cuidado de un enfermo terminal
por su familia deriva en situaciones en las cuales cada individuo
es afectado por todos los demás y, al mismo tiempo, afectado
por lo que ocurre en el enfermo. Esto implica que, de una u otra
forma y en algún momento, todos requerirán cuidados
institucionales. De manera que ya no se trata de planear modelos
de atención únicamente dirigidos al enfermo terminal
para el manejo de los síntomas y el alivio del dolor sino,
más bien, enfocados a la atención de toda la unidad
familiar.
Cuando se decide que el enfermo deberá quedarse en
el ambiente hospitalario,
conviene considerar, además, que este solo hecho
añadirá algunos aspectos negativos a la experiencia que
sufre la persona. Por un lado, la hospitalización interrumpe
de manera drástica el estilo de vida individual y, por el
otro, supone un alto grado de dependencia de muchos otros que
suelen ser desconocidos. Seguramente que los aspectos
desagradables se inician cuando se pregunta si el enfermo o la
familia puede pagar los costos de la atención que va a
ofrecerse. En el caso del actual sistema hospitalario venezolano
el asunto todavía es peor, porque casi todo debe correr por
cuenta del enfermo, desde las sábanas que se usarán
para adecentar la cama hasta las medicinas (algunas de las cuales
a menudo desaparecen en otras direcciones), pasando por gasas,
jeringuillas, unturas, etc.
La interacción con el
personal médico (depositario del conocimiento, la autoridad y el poder en la relación que
debe establecerse) con toda seguridad convierte al enfermo en un
extraño que se acerca a una comunidad extraña cuyos
procedimientos y terminología también van a resultarle
completamente extraños, además de ajenos. En medio de
semejante extrañeza lo normal son niveles muy altos de
incomodidad que, agregados a la ya preocupante situación que
sufre por efectos de su enfermedad, harán que la experiencia
hospitalaria termine siendo algo difícil de sobrellevar. La
emoción más común en tales casos debe ser
ansiedad. Cuando el problema de salud todavía no ha sido
bien definido, el paciente estará ansioso por los resultados
que se obtendrán a partir de las pruebas que se
practicarán. Si el diagnóstico ha sido realizado,
entonces la ansiedad será por el tipo de tratamiento y su
eficacia. Pero la mayor parte
de la ansiedad estará fundada en la casi absoluta falta de
información, que a veces ocurre porque las pruebas no han
sido terminadas o porque aún faltan algunas que deberán
ayudar a definir mejor la situación. También puede ser
porque el paciente no está en condiciones de comprender la
información que el personal médico le ofrece. La verdad
es que una buena parte de las veces esa ansiedad ocurre porque
nadie se toma la molestia de informar al enfermo, que suele ser
la persona más interesada en saber que es lo que pasa y
cómo se están manejando sus problemas.
La mera observación casual del
ambiente hospitalario induce a pensar que algunos médicos y
enfermeras están muy ocupados, habida cuenta del angustioso
ir y venir que parece consumir todo su tiempo. Pero cuando se
observa a un miembro del equipo médico frente al paciente,
una buena parte de las veces lo que parece sobresalir en el
esquema de comunicación establecido, es
pura y simple despersonalización: el paciente no está
ahí; el paciente no es una persona; el paciente es una cosa
que alguien dejó olvidada en algún sitio. Es muy
probable que, en el caso del enfermo terminal, la
distanciación psicológica pueda ser una buena excusa
para explicar lo que ocurre. Es muy probable que la
despersonalización ayude al médico también a
sentirse menos emocionalmente afectado por el estado real de la persona a
su cuidado. También pudiera explicarse por el hecho de que
muchos pacientes representan un riesgo grave para la salud del
personal que lo atiende debido a que sus enfermedades son
peligrosamente contagiosas. O pudiera ser que las actividades y
decisiones que deben ser tomadas crean en el médico niveles
de estrés muy prolongados, lo cual evita que se pueda
ofrecer en todo momento y a todos los pacientes un cuidado
más personalizado. Pero ¿por qué entonces no
ocurre lo mismo en la clínica privada?. Lo verdaderamente
preocupante es que a pesar de que ese tipo de manejo
institucional del paciente ha sido reconocido durante años
como inapropiado, los esquemas de funcionamiento de los
hospitales parecen no haber sufrido alteración ninguna,
igual que tampoco parecen haber ocurrido cambios relevantes en la
formación académica profesional.
Sea cual fuere la decisión tomada en cada caso
particular, lo cierto es que enfrentar situaciones de este tipo
supone un rimero de tareas y de metas que deben cabalmente ser
cumplidas pero, por sobre todo, exige procesos de adaptación
que no todos logran generar, incluyendo al personal médico.
La adaptación sugiere pasos que van desde comprender los
niveles reales de gravedad y buscar información sobre el
problema o los problemas que se manejan, hasta administrar
cuidados médicos (control de dosis, aplicación de
inyecciones). Supone también incorporar rutinas de actividad
que funcionen de modo paralelo a las necesidades del enfermo.
Requiere ofrecer apoyo instrumental y emocional o buscarlo cuando
sea necesario. Exige planear sobre la base de dificultades no
conocidas pero que puedan presentarse, y, finalmente, sugiere
concretar una perspectiva global de la situación, sobre la
base de las disponibilidades que ofrece el entorno inmediato. Muy
probablemente este último paso sea el definitivo en la
toma de decisiones
particulares en relación con cada enfermo en estado
terminal.
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