En el comienzo de su texto Kant
con Sade, Lacan afirma que la obra de Sade no se adelanta a
Freud por el hecho de elaborar un catálogo de perversiones
sino porque el tocador sadiano puede equipararse a
aquéllos lugares que dieron nombre a las escuelas de
filosofía antigua: Academia, Liceo, Stoa.
¿Cómo se justifica esta insólita
equiparación? En todos estos lugares se piensa una nueva
praxis y la
teoría
inherente a ella y el tocador sadiano es el espacio donde se
produce una rectificación de la ética que
prepara el terreno para el discurso de
la ciencia,
discurso que a lo largo de los siglos XIX y XX irá
tomando la función de
organizar la sociedad a
partir de plantear la posibilidad de un Otro –la ciencia misma-
que regule perfectamente el goce por medio del total sometimiento
del deseo y, por lo tanto, de la exclusión del sujeto
deseante.
¿Cuál es, en el caso de la
elaboración de Freud, el papel de la rectificación
ética sadiana?: "Si Freud pudo enunciar su
principio del placer sin tener siquiera que señalar lo que
lo distingue de su función en la ética tradicional,
sin correr ya el riesgo de que
fuese entendido, haciendo eco al prejuicio
introvertido de dos milenios, para recordar la atracción
que preordena a la criatura para su bien con la psicología que se
inscribe en diversos mitos de
benevolencia, no podemos por menos de rendir por ello homenaje a
la subida insinuante a través del siglo XIX al tema de la
"felicidad en el mal".
Lo que puede hallarse en Freud es la constatación de que
en los sujetos opera una ética de raigambre kantiana no
sostenida por el principio de placer.
Efectivamente, el principio de placer, en la primera
elaboración freudiana, es el regulador del aparato
psíquico y se define como una tendencia a la homeostasis,
el equilibrio, la
estabilidad; en una palabra, el bienestar del sujeto. Sin
embargo, en 1920 aparece en la obra de Freud el "más
allá" del principio de placer que tomará el nombre
de pulsión de muerte. La
idea freudiana de lo que mueve a los sujetos en sus vidas se
transforma radicalmente y ya no es el bienestar la meta que se
busca en la existencia. Esto puede leerse en Freud: "Eso mismo
que el psicoanálisis revela en los
fenómenos de transferencia de los neuróticos puede
reencontrarse también en la vida de personas no
neuróticas. En estas hace la impresión de un
destino que las persiguiera, de un sesgo demoníaco en
su vivenciar; y desde el comienzo el psicoanálisis
juzgó que ese destino fatal era
autoinducido"[2].
¿Qué quiere decir esto? Esencialmente, que
puede haber satisfacción en el mal. Como lo afirma Lacan:
durante el siglo XIX se fue gestando una subida insinuante de la
idea de que hay "felicidad en el mal" que prepara las tesis de
Freud. En Kant y en Sade se
produce un giro con respecto a la ética tradicional, la
ética aristotélica. En particular, una ruptura con
la ética finalista que propugna el dominio de las
pasiones como condición para la obtención del
bienestar, ética ésta de un corte finalista porque
sostiene que el fin último es la felicidad, de modo que
placer y felicidad equivalen al soberano bien. Para llegar
a Freud será necesario un replanteamiento de esta
concepción que va a producirse con lo que se puede llamar
la ruptura kantiana y lo que se elabora en la obra de
Sade.
El fin del siglo XVIII marca así
un viraje, la formulación de nuevas ideas que caminan por
las profundidades hacia el final del siglo XIX. Este viraje es el
apartamiento con relación a la tesis de la bondad natural
del hombre que
propugnaron los enciclopedistas. Así, el acento de la
literatura
cambia: desde el romanticismo
hasta Baudelaire –que va a escribir justamente Las
flores del mal– ya no se habla de lo bueno. Y
aún cuando Fausto y Mefistófeles ya pertenecen a
este giro, es en el siglo XIX cuando se asiste a una
"diabolización" de la literatura en la que ya no existe
ninguna posibilidad de armonía entre la criatura
humana y el universo: el
mal deja de considerarse un error, ahora es una
necesidad.
Hay que recordar que anteriormente, con base en
postulados que se remontan a Platón,
no se concebía una sustancialidad del mal. Para el
filósofo griego nadie es malo voluntariamente: el mal no
es sino un error sobre el bien, la consecuencia de cometer
errores por no saber, concepción los progresistas de todos
los tiempos han sostenido,. Pero al presentarse en el siglo XIX
este crecimiento de la "felicidad en el mal", éste
último adquiere sustancia: la vida humana puede tener
existencia – y no hay contradicción en esto- en el
mal. Puede recordarse al respecto a un escritor francés
del fin del siglo XVIII, Jules Barbey D’Aurevilly, que
escribe Las diabólicas, un conjunto de seis relatos
uno de los cuales se titula La felicidad en el crimen,
porque la frase de Lacan que se comenta hace eco a ese
título.
El psicoanálisis es heredero de ese movimiento que
pone énfasis en la inexistencia de armonía en la
vida humana, de ese cambio radical
con la concepción del siglo XVIII según la cual
el hombre
sólo puede ser en el bienestar, en armonía con el
bien como sí existiese esa "atracción que preordena
a la criatura" tal como lo pensaba Platón. El
nuevo estatuto del mal llevará finalmente a Freud a hablar
de un malestar en la cultura como
constitutivo de ésta.
Es posible la felicidad en el mal, por esto puede leerse
en Lacan: "Que se esté bien en el mal, o, si se prefiere,
que el eterno femenino no atraiga hacia arriba, podría
decirse que este viraje se tomó sobre una observación filológica:
concretamente que lo que se había admitido hasta entonces,
que se está bien en el bien, reposa sobre una homonimia
que la lengua alemana
no admite: Man fühlt sich wohl im Guten. Es la manera
en que Kant nos introduce a su Razón
Práctica".[3]
Se pone así en cuestión lo que las
éticas tradicionales sostienen: que se esté bien en
el bien. La existencia de dos términos en alemán
que aluden al bien –Wohl y Gutte– está
en la base del replanteamiento porque hay una diferencia entre el
bien como Wohl –cuya acepción es la de
sentirse bien, la de bienestar- del bien como Gutte,
entendido como un valor, como
cuando se dice "hacer el bien".
El Wohl es la ley del
bienestar. Dependería, en términos freudianos, del
principio del placer. Para Kant la ley moral no puede
basarse en él: la auténtica moralidad debe
depender de un juicio que rebase el plano del bienestar propio o
del otro, de tal modo que el bienestar (Wohl) no puede ser
un signo del Bien (Gutte). La ley de la razón
práctica debe imponerse a la conciencia en
todos los casos, independientemente de las fluctuaciones de lo
sentido, del pathos. Se trata de actuar no solamente
según la ley lo impone: la acción
no puede tener otro móvil que la ley en su
enunciación.
Así, la ley se impone según dos principios:
El rechazo de todo patológico, es decir,
de todo lo que se relaciona con los afectos, el amor, el
odio, la ternura, la piedad. Lo sentimental no puede ser el
criterio para el comportamiento: "La apatía es la
condición indespensable de la virtud",
afirmará Kant.
La ley se impone incondicionalmente, por la
enunciación de su mandato, no por el enunciado de su
contenido. No requiere de explicaciones que la hagan
aceptable.
La apatía propia del comportamiento moral
no debe entenderse como una condición para la felicidad
sino como lo incondicional mismo de la ley en tanto pura,
despojada de todo interés
por uno mismo y por el semejante, llevó a Freud a advertir
la relación entre el imperativo categórico
–el nombre que toma este mandato incondicional- y lo que
él denominó super-yo. Este concepto designa
a la instancia psíquica caracterizada no sólo como
el "censor" interno sino como una exigencia insensata y feroz que
se impone al sujeto sin admitir ningún tipo de pretextos
para no ser cumplida: "el superyó, la conciencia moral
eficaz dentro de él, puede volverse duro, cruel,
despiadado hacia el yo a quien tutela. De ese
modo, el imperativo categórico de Kant es la herencia directa
del complejo de Edipo"[4].
El super-yo tiene la forma de una exigencia de
satisfacción absoluta, total, exigencia imposible por lo
tanto de cumplir. De ahí que culpabilice sin
contemplaciones y sin que el sujeto pueda saber de qué es
culpable. El mandato del super-yo no admite ningún tipo de
pretextos para eludir su cumplimiento. Por ésto es la
perfecta encarnación del imperativo categórico
kantiano: Du kannst, denn du sollst! (¡Puedes porque
debes!). Como se advierte, este mandato puro de toda presencia de
lo patológico exige lo imposible, de ahí su
carácter obsceno y feroz.
Es en este sentido que Lacan va a afirmar que la verdad
de la pureza kantiana está en Sade. ¿Donde
está el nexo entre ambos? En su seminario de
1959-60 titulado La ética del psicoanálisis
Lacan va a señalar que, a pesar de su desprendimiento de
lo patológico, Kant no puede dejar de admitir un
correlativo sentimental de la ley moral que es congruente con sus
características: el dolor. Cita para esto a la
Crítica de la razón práctica: "En
consecuencia, podemos ver a a priori que la ley moral como
principio de determinación de la voluntad, por la
razón de que va en detrimento de todas nuestras
inclinaciones, debe producir un sentimiento que puede ser llamado
el dolor. Y es éste el primero, y tal vez el único
caso, donde nos es permitido determinar por conceptos a
priori, la relación de un conocimiento
que viene así de la razón pura práctica con
un sentimiento de placer o de dolor".
Será aquí donde puede encontrarse la
convergencia con el pensamiento de
Sade. Particularmente en La filosofía en el
tocador, escrito que es más o menos
contemporáneo de la Crítica de la
razón práctica, encuentra Lacan los argumentos
que validarían su tesis: "La filosofía en el
tocador viene ocho años después de la
Crítica de la razón práctica. Si,
después de haber visto que concuerda con ella, demostramos
que la completa, diremos que da la verdad de la
Crítica"[5].
Lo que Sade viene a mostrar es que el mal radica justamente en la
pureza de la ley misma; denuncia entonces la verdad del
pensamiento moral de Kant: la crueldad esencial del Otro a quien
es referida la ley, más allá de su apariencia
neutral.
En efecto, la ley moral, en tanto exige el rebasamiento
del placer y la comodidad del sujeto, no puede concebirse sin una
violencia
ejercida sobre él, para mayor goce del Otro y, finalmente,
del sujeto. Esta ley no es la del principio del placer: en La
filosofía en el tocador Sade propone como regla de la
sociedad absolutamente republicana que la abolición de la
propiedad del
hombre sobre el hombre vaya hasta la de cada uno sobre uno mismo
y que el derecho al goce sea reconocido sin límites.
Para comprender este postulado es preciso detenerse en
la reflexión sobre el término libertino, que
tiene un lugar fundamental en el sistema de Sade.
De una manera general, se llama así al final del siglo
XVIII a quien aparentemente procura no sujetarse al discurso
dominante, a las creencias de la religión y a las
reglas de las costumbres que se derivan de ella. Sade, si bien se
califica a sí mismo como libertino, no cabe enteramente en
esta definición: es más que un libertino en
la medida en que sus escritos revelan la cara reprimida del
libertinaje. Lo que la obra de Sade expone es la denuncia de la
falsa libertad moral
que exaltan los libertinos pues desconocen su sujeción a
una instancia que los gobierna y propone una moral nueva, de
estricta obediencia.
El aspecto novedoso de Sade consiste en esto:
allí donde los libertinos se contentan con promover la no
obediencia a la ley moral establecida afirmando que "se puede
tener placer, no está prohibido", Sade franquea el
límite del placer y propaga una ley moral más
severa todavía que aquélla que coarta los placeres.
Su orden es: "se debe gozar, es una obligación".
Obligación impuesta en nombre de la Naturaleza,
que quiere gozar y prohíbe que cualquier cosa pueda poner
algún obstáculo a su goce destructor.
Para Sade nuestro deber, de esencia kantiana, es
aniquilarnos para dejarle el camino libre a la Naturaleza.
Así la ley podrá cumplirse. Es Dolmancé
quien lo expresa claramente:
"Siendo la destrucción una de las primeras
leyes de la
naturaleza, nada de lo que destruye podría ser un crimen.
¿Cómo podría ultrajarla una acción
que sirve tan bien a la naturaleza? Esa destrucción, de la
que el hombre se vanagloria, no es por otra parte sino una
quimera: el asesinato no es una destrucción, quien lo
comete no hace más que variar las formas; da a la
naturaleza los elementos de que ésta, con su hábil
mano, se sirve para recompensar al punto a otros seres; y
como las creaciones no pueden ser más que goce para quien
se entrega a ellas, el asesino le prepara, por tanto, uno a la
naturaleza; le proporciona materiales que
ella emplea inmediatamente, y la acción que los tontos
locamente censura no es más que un mérito a los
ojos de este agente universal"[6]
.
La Naturaleza, en Sade, reclama el crimen; tiene
necesidad de cuerpos muertos para producir nuevos cuerpos. La ley
establece entonces: es necesario destruir para poder crear.
La justificación del crimen no se basa en la
obtención del placer que éste podría
procurar: el verdugo sadiano sacrifica su subjetividad al Otro
sanguinario y exigente, se reduce a no ser sino una voz que
enuncia la orden natural del goce y un instrumento
apático que la ejecuta como funcionario
celoso.
Todos los comentadores modernos de Sade como M. Heine,
G. Bataille, P. Klossowski, M. Blanchot, R. Barthes, han
señalado el lugar determinante que ocupa el concepto de
apatía en la obra de Sade. Así, Blanchot
señala: "Todos esos grandes libertinos, que no viven sino
para el placer, no son grandes sino porque han aniquilado en
ellos toda capacidad de placer. Por ello llegan a espantosas
anomalías, pues la mediocridad de las voluptuosidades les
bastaría. Pero se han vuelto insensibles: pretenden gozar
de su insensibilidad, de esa insensibilidad negada y se vuelven
feroces. La crueldad no es sino la negación de sí
mismo, llevada tan lejos que se transforma en una
explosión destructora; la insensibilidad se vuelve
estremecimiento de todo el ser, dice Sade: ‘el alma pasa a
una especie de apatía, que pronto se metamorfosea en
placeres mil veces más divinos que aquellos que les
procurarían sus debilidades’"[7].
En Sade el verdugo no realiza su actividad para obtener
placer sino porque debe cumplir con un mandato del cual es el
brazo ejecutor. Para esto se mantiene rigurosamente
apático. Frente a su apatía es la víctima
quien duda y plantea preguntas sobre lo que se quiere de ella,
y como ignora la ley habrá que educarla: los textos
de Sade tienen siempre un sesgo inequívocamente
pedagógico. En ellos la víctima se divide entre
cuerpo y palabra y sufre todo el peso de la angustia. La
víctima del sádico no es el masoquista que busca
gozar sino más bien aquél que se considera como el
sujeto moral y es confrontado por la acción del verdugo
con el horror del goce.
El escenario sadiano pone así en cuestión
la ley moral en su sentido tradicional, es decir, la
demarcación entre el bien y el mal que ella realiza. La
pone en cuestión porque la meta del personaje del
marqués no es tanto "hacer el mal", causar sufrimiento al
otro, sino someterlo a un imperativo absoluto que no toma en
cuenta ni el bienestar ni el pudor. Un claro ejemplo se puede
encontrar en La filosofía en el tocador cuando el
caballero penetra a Eugenia con su miembro monstruoso. En este
momento se desarrolla este diálogo:
"EL CABALLERO, sosteniendo con toda la mano su polla
tiesa: ¡Sí, joder! ¡Es necesario que
penetre!…Hermana mía, Dolmancé, sostenedle cada
uno una pierna… ¡Ah, santo dios!¡Qué
empresa!…¡Sí, sí, aunque
tenga que ser atravesada, desagarrada, es preciso, rediós,
que pase por ello!
EUGENIA: ¡Suavemente, suavemente, no puedo
aguantar!… (Ella grita; las lágrimas corren por sus
mejillas…) ¡Socorro! ¡Querida amiga!… (Se
debate) ¡No, no quiero que entre! ¡Si
seguís, gritaré que me están
asesinando!…
EL CABALLERO: Grita cuanto quieras, pequeña
tunante, te digo que tiene que entrar, aunque tengas que reventar
mil veces"
Se puede afirmar que lo esencial de Sade está
aquí, en este "es necesario" o "tiene que", porque se
trata del "es necesario", el "tiene que" del imperativo que no
depende de la búsqueda de placer de ningún sujeto
en partircular. Es el imperativo que es preciso cumplir sin
consideración por el sufrimiento del otro, ni tampoco para
obtener algún placer de él.
Es claro entonces que el primero de los principios
kantianos está presente en Sade: el rechazo por todo lo
patológico, la renuncia a los sentimientos y la
sumisión al imperativo de gozar. Lo mismo puede decirse
respecto del segundo, el carácter incondicional del
mandato, pues es la Naturaleza aquí, el Otro universal,
quien exige el goce y el sujeto no es sino un mero instrumento
apático que debe ejecutar esa orden.
Sade revela así la verdad oculta de Kant: el lado
oscuro, cruel del Otro de la ley que ordena el sacrificio de
todos los sentimientos en nombre de la pureza del imperativo
categórico. De este modo, Kant, leído desde
Sade, abre el camino que llevará hasta Freud ¿En
qué sentido? En la medida en que la gran tesis del creador
del psicoanálisis sostiene que la característica
fundamental del sujeto en tanto sujeto del inconsciente es su
división: el sujeto está dividido pues más
allá de la búsqueda del placer, del bienestar, la
homestasis, está determinado por un imperativo que le
ordena el goce sin consideración alguna por su bien en
términos convencionales o incluso por su
supervivencia.
Este mandato llega incluso hasta el extremo de que
cuando el sujeto renuncia a la satisfacción pulsional
mortífera en nombre de la sensatez o el amor al
prójimo, la pulsión se vuelve contra él
causándole una culpa agobiante. Para el sujeto freudiano
no es posible, pese a sus sacrificios, renunciar al goce,
es decir, al mal: cuando lo hace, el super-yo acumula ese goce
que él rechaza y, sea bajo la forma del imperativo
categórico kantiano o del acusador kafkiano, lo considera
siempre culpable. Portador de este "sentimiento inconsciente de
culpa", el sujeto experimentará la necesidad de
expiación para obtener con ella el goce de ese mal radical
que es el castigo.
Este último es la manifestación de eso que
se denomina el destino, concebido por Freud como una de las
manifestaciones más características del super-yo.
Una y otra vez el destino renovará el golpe hasta la
consumación final de su obra. No hay pues otro mal que ese
goce siempre culpable que horroriza y atrae a la vez, goce del
que nadie podrá sustraerse enteramente, que empuja al
sacrificio de sí mismo o del objeto. Es así como el
imperativo categórico que Kant imaginó tan puro
como el cielo estrellado aparece en Freud como la forma
más radical de la satisfacción, la de la
pulsión de muerte, el goce extremo de ser que se confunde
con ya no ser.
En conclusión: el mal es inevitable desde el
momento en que hay logos, razón, discurso, orden
simbólico que genera su más allá. Ahora
bien, ante esta perspectiva, ¿existe algo que pueda
instaurar un límite al avance arrollador del goce de la
pulsión de muerte? La pregunta no tiene una respuesta
precisa, más bien convoca al debate. Desde
el psicoanálisis se puede señalar lo que Lacan
llamó la ética del bien decir, que no consiste ni
en decir bien ni en decir dónde está el bien sino,
paradójicamente, en mal-decir, esto es, intentar decir lo
indecible del mal. Esto significa que, lejos de las posturas
morales que pretenden rechazar el mal, con lo que sólo
provocan su retorno aún más violento, una
ética del bien-decir pretende que se le de su lugar en la
palabra como el camino para hacer de él la causa de la
sublimación creadora.
No hay formas preestablecidas para llevar esto a cabo.
Pero un aporte para pensar en esto puede hallarse en estas
palabras del gran filósofo que quedan para la
reflexión final:
"Si fuésemos un buen campo de labor, no
dejaríamos perecer nada sin utilizarlo y veríamos
en todo, en los acontecimientos y en los hombres,
estiércol útil, lluvia y sol"
F. Nietzsche:
Humano, demasiado humano.
Daniel Gerber
Revista Carta
Psicoanalítica
ISSN: 1665 – 7845
Número 6. Marzo de 2005
[1]
J.Lacan: Kant avec Sade. En Ecrits, Paris,
Seuil, 1966, p. 765 [Escritos 2, México,
Siglo XXI, 1994, p. 744].
[2]
Sigmund Freud:
Más allá del principio de placer. En
Obras Completas, Tomo XVIII. Buenos Aires,
Amorrortu, 1979, p. 21. Las cursivas son mías.
[3]
Jaques Lacan: op. cit, p. 765 [op. cit., p. 744]
[4]
Sigmund Freud: El problema económico del
masoquismo En Obras Completas, Tomo XIX. Buenos Aires,
Amorrortu, 1979, p. 173.
[5]
J.Lacan: Kant avec Sade. Op. cit., p.
765 [Kant con Sade, op. cit., p. 744].
[6]
D. A. F. Sade: La filosofía en el tocador.
Barcelona, Akal, p. 86.
[7]
Maurice Blanchot: Lautremont y Sade. México,
F.C.E., p. 58.