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De Sade a Freud: el mal como un deber kantiano




Enviado por Daniel Gerber



    En el comienzo de su texto Kant
    con Sade
    , Lacan afirma que la obra de Sade no se adelanta a
    Freud por el hecho de elaborar un catálogo de perversiones
    sino porque el tocador sadiano puede equipararse a
    aquéllos lugares que dieron nombre a las escuelas de
    filosofía antigua: Academia, Liceo, Stoa.
    ¿Cómo se justifica esta insólita
    equiparación? En todos estos lugares se piensa una nueva
    praxis y la
    teoría
    inherente a ella y el tocador sadiano es el espacio donde se
    produce una rectificación de la ética que
    prepara el terreno para el discurso de
    la ciencia,
    discurso que  a lo largo de los siglos XIX y XX irá
    tomando la función de
    organizar la sociedad a
    partir de plantear la posibilidad de un Otro –la ciencia misma-
    que regule perfectamente el goce por medio del total sometimiento
    del deseo y, por lo tanto, de la exclusión del sujeto
    deseante.

    ¿Cuál es, en el caso de la
    elaboración de Freud, el papel de la rectificación
    ética sadiana?: "Si Freud pudo enunciar su
    principio del placer sin tener siquiera que señalar lo que
    lo distingue de su función en la ética tradicional,
    sin correr ya el riesgo de que
    fuese entendido, haciendo eco al prejuicio
    introvertido de dos milenios, para recordar la atracción
    que preordena a la criatura para su bien con la psicología que se
    inscribe en diversos mitos de
    benevolencia, no podemos por menos de rendir por ello homenaje a
    la subida insinuante a través del siglo XIX al tema de la
    "felicidad en el mal".
    Lo que puede hallarse en Freud es la constatación de que
    en los sujetos opera una ética de raigambre kantiana no
    sostenida por el principio de placer.

    Efectivamente, el principio de placer, en la primera
    elaboración freudiana, es el regulador del aparato
    psíquico y se define como una tendencia a la homeostasis,
    el equilibrio, la
    estabilidad; en una palabra, el bienestar del sujeto. Sin
    embargo, en 1920 aparece en la obra de Freud el "más
    allá" del principio de placer que tomará el nombre
    de pulsión de muerte. La
    idea freudiana de lo que mueve a los sujetos en sus vidas se
    transforma radicalmente y ya no es el bienestar la meta que se
    busca en la existencia. Esto puede leerse en Freud: "Eso mismo
    que el psicoanálisis revela en los
    fenómenos de transferencia de los neuróticos puede
    reencontrarse también en la vida de personas no
    neuróticas. En estas hace la impresión de un
    destino que las persiguiera, de un sesgo demoníaco en
    su vivenciar
    ; y desde el comienzo el psicoanálisis
    juzgó que ese destino fatal era
    autoinducido
    "[2].

    ¿Qué quiere decir esto? Esencialmente, que
    puede haber satisfacción en el mal. Como lo afirma Lacan:
    durante el siglo XIX se fue gestando una subida insinuante de la
    idea de que hay "felicidad en el mal" que prepara las tesis de
    Freud. En Kant y en Sade se
    produce un giro con respecto a la ética tradicional, la
    ética aristotélica. En particular, una ruptura con
    la ética finalista que propugna el dominio de las
    pasiones como condición para la obtención del
    bienestar, ética ésta de un corte finalista porque
    sostiene que el fin último es la felicidad, de modo que
    placer y felicidad equivalen al soberano bien.  Para llegar
    a Freud será necesario un replanteamiento de esta
    concepción que va a producirse con lo que se puede llamar
    la ruptura kantiana y lo que se elabora en la obra de
    Sade.

    El fin del siglo XVIII marca así
    un viraje, la formulación de nuevas ideas que caminan por
    las profundidades hacia el final del siglo XIX. Este viraje es el
    apartamiento con relación a la tesis de la bondad natural
    del hombre que
    propugnaron los enciclopedistas. Así, el acento de la
    literatura
    cambia: desde el romanticismo
    hasta Baudelaire –que va a escribir justamente Las
    flores del mal
    – ya no se habla  de lo bueno. Y
    aún cuando Fausto y Mefistófeles ya pertenecen a
    este giro, es en el siglo XIX cuando se asiste a una
    "diabolización" de la literatura en la que ya no existe
    ninguna posibilidad de  armonía entre la criatura
    humana y el universo: el
    mal deja de considerarse un error, ahora es una
    necesidad.

    Hay que recordar que anteriormente, con base en
    postulados que se remontan a Platón,
    no se concebía una sustancialidad del mal. Para el
    filósofo griego nadie es malo voluntariamente: el mal no
    es sino un error sobre el bien, la consecuencia de cometer
    errores por no saber, concepción los progresistas de todos
    los tiempos han sostenido,. Pero al presentarse en el siglo XIX
    este crecimiento de la "felicidad en el mal", éste
    último adquiere sustancia: la vida humana puede tener
    existencia – y no hay contradicción en esto- en el
    mal. Puede recordarse al respecto a un escritor francés
    del fin del siglo XVIII, Jules Barbey D’Aurevilly, que
    escribe Las diabólicas, un conjunto de seis relatos
    uno de los cuales se titula La felicidad en el crimen,
    porque la frase de Lacan que se comenta hace eco a ese
    título.

    El psicoanálisis es heredero de ese movimiento que
    pone énfasis en la inexistencia de armonía en la
    vida humana, de ese cambio radical
    con la concepción del siglo XVIII según la cual
    el hombre
    sólo puede ser en el bienestar, en armonía con el
    bien como sí existiese esa "atracción que preordena
    a la criatura" tal como lo pensaba Platón. El
    nuevo estatuto del mal llevará finalmente a Freud a hablar
    de un malestar en la cultura como
    constitutivo de ésta.

    Es posible la felicidad en el mal, por esto puede leerse
    en Lacan: "Que se esté bien en el mal, o, si se prefiere,
    que el eterno femenino no atraiga hacia arriba, podría
    decirse que este viraje se tomó sobre una observación filológica:
    concretamente que lo que se había admitido hasta entonces,
    que se está bien en el bien, reposa sobre una homonimia
    que la lengua alemana
    no admite: Man fühlt sich wohl im Guten. Es la manera
    en que Kant nos introduce a su Razón
    Práctica
    ".[3]

    Se pone así en cuestión lo que las
    éticas tradicionales sostienen: que se esté bien en
    el bien. La existencia de dos términos en alemán
    que aluden al bien –Wohl y Gutte– está
    en la base del replanteamiento porque hay una diferencia entre el
    bien como Wohl –cuya  acepción es la de
    sentirse bien, la de bienestar- del bien como Gutte,
    entendido como un valor, como
    cuando se dice "hacer el bien".

    El Wohl es la ley del
    bienestar. Dependería, en términos freudianos, del
    principio del placer. Para Kant la ley moral no puede
    basarse en él: la auténtica moralidad debe
    depender de un juicio que rebase el plano del bienestar propio o
    del otro, de tal modo que el bienestar (Wohl) no puede ser
    un signo del Bien (Gutte). La ley de la razón
    práctica debe imponerse a la conciencia en
    todos los casos, independientemente de las fluctuaciones de lo
    sentido, del pathos. Se trata de actuar no solamente
    según la ley lo impone: la acción
    no puede tener otro móvil que la ley en su
    enunciación.

    Así, la ley se impone según dos principios:

    El rechazo de todo patológico, es decir,
    de todo lo que se relaciona con los afectos, el amor, el
    odio, la ternura, la piedad. Lo sentimental no puede ser el
    criterio para el comportamiento: "La apatía es la
    condición indespensable de la virtud",
    afirmará  Kant.

    La ley se impone incondicionalmente, por la
    enunciación de su mandato, no por el enunciado de su
    contenido. No requiere de explicaciones que la hagan
    aceptable.

    La apatía propia del comportamiento moral
    no debe entenderse como una condición para la felicidad
    sino como lo incondicional mismo de la ley en tanto pura,
    despojada de todo interés
    por uno mismo y por el semejante, llevó a Freud a advertir
    la relación entre el imperativo categórico
    –el nombre que toma este mandato incondicional- y lo que
    él denominó super-yo. Este concepto designa
    a la instancia psíquica caracterizada no sólo como
    el "censor" interno sino como una exigencia insensata y feroz que
    se impone al sujeto sin admitir ningún tipo de pretextos
    para no ser cumplida: "el superyó, la conciencia moral
    eficaz dentro de él, puede volverse duro, cruel,
    despiadado hacia el yo a quien tutela. De ese
    modo, el imperativo categórico de Kant es la herencia directa
    del complejo de Edipo"[4]

    El super-yo tiene la forma de una exigencia de
    satisfacción absoluta, total, exigencia imposible por lo
    tanto de cumplir. De ahí que culpabilice sin
    contemplaciones y sin que el sujeto pueda saber de qué es
    culpable. El mandato del super-yo no admite ningún tipo de
    pretextos para eludir su cumplimiento. Por ésto es la
    perfecta encarnación del imperativo categórico
    kantiano: Du kannst, denn du sollst! (¡Puedes porque
    debes!). Como se advierte, este mandato puro de toda presencia de
    lo patológico exige lo imposible, de ahí su
    carácter obsceno y feroz. 

    Es en este sentido que Lacan va a afirmar que la verdad
    de la pureza kantiana está en Sade. ¿Donde
    está el nexo entre ambos? En su seminario de
    1959-60 titulado La ética del psicoanálisis
    Lacan va a señalar que, a pesar de su desprendimiento de
    lo patológico,  Kant no puede dejar de admitir un
    correlativo sentimental de la ley moral que es congruente con sus
    características: el dolor. Cita para esto a la
    Crítica de la razón práctica: "En
    consecuencia, podemos ver a a priori que la ley moral como
    principio de determinación de la voluntad, por la
    razón de que va en detrimento de todas nuestras
    inclinaciones, debe producir un sentimiento que puede ser llamado
    el dolor. Y es éste el primero, y tal vez el único
    caso, donde nos es permitido determinar por conceptos a
    priori
    , la relación de un conocimiento
    que viene así de la razón pura práctica con
    un sentimiento de placer o de dolor". 

    Será aquí donde puede encontrarse la
    convergencia con el pensamiento de
    Sade. Particularmente en La filosofía en el
    tocador
    , escrito que es más o menos
    contemporáneo de  la Crítica de la
    razón práctica,
    encuentra Lacan los argumentos
    que validarían su tesis: "La filosofía en el
    tocador
    viene ocho años después de la
    Crítica de la razón práctica. Si,
    después de haber visto que concuerda con ella, demostramos
    que la completa, diremos que da la verdad de la
    Crítica"[5].
    Lo que Sade viene a mostrar es que el mal radica justamente en la
    pureza de la ley misma; denuncia entonces la verdad del
    pensamiento moral de Kant: la crueldad esencial del Otro a quien
    es referida la ley, más allá de su apariencia
    neutral.

    En efecto, la ley moral, en tanto exige el rebasamiento
    del placer y la comodidad del sujeto, no puede concebirse sin una
    violencia
    ejercida sobre él, para mayor goce del Otro y, finalmente,
    del sujeto. Esta ley no es la del principio del placer: en La
    filosofía en el tocador
    Sade propone como regla de la
    sociedad absolutamente republicana que la abolición de la
    propiedad del
    hombre sobre el hombre vaya hasta la de cada uno sobre uno mismo
    y que el derecho al goce sea reconocido sin límites.

    Para comprender este postulado es preciso detenerse en
    la reflexión sobre el término libertino, que
    tiene un lugar fundamental en el sistema de Sade.
    De una manera general, se llama así al final del siglo
    XVIII a quien aparentemente procura no sujetarse al discurso
    dominante, a las creencias de la religión y a las
    reglas de las costumbres que se derivan de ella. Sade, si bien se
    califica a sí mismo como libertino, no cabe enteramente en
    esta definición: es más que un libertino en
    la medida en que sus escritos revelan la cara reprimida del
    libertinaje. Lo que la obra de Sade expone es la denuncia de la
    falsa libertad moral
    que exaltan los libertinos pues desconocen su sujeción a
    una instancia que los gobierna y propone una moral nueva, de
    estricta obediencia.

    El aspecto novedoso de Sade consiste en esto:
    allí donde los libertinos se contentan con promover la no
    obediencia a la ley moral establecida afirmando que "se puede
    tener placer, no está prohibido", Sade franquea el
    límite del placer y propaga una ley moral más
    severa todavía que aquélla que coarta los placeres.
    Su orden es: "se debe gozar, es una obligación".
    Obligación impuesta en nombre de la Naturaleza,
    que quiere gozar y prohíbe que cualquier cosa pueda poner
    algún obstáculo a su goce destructor.

    Para Sade nuestro deber, de esencia kantiana, es
    aniquilarnos para dejarle el camino libre a la Naturaleza.
    Así la ley podrá cumplirse. Es Dolmancé
    quien lo expresa claramente:

    "Siendo la destrucción una de las primeras
    leyes de la
    naturaleza, nada de lo que destruye podría ser un crimen.
    ¿Cómo podría ultrajarla una acción
    que sirve tan bien a la naturaleza? Esa destrucción, de la
    que el hombre se vanagloria, no es por otra parte sino una
    quimera: el asesinato no es una destrucción, quien lo
    comete no hace más que variar las formas; da a la
    naturaleza los elementos de que ésta, con su hábil
    mano, se sirve para  recompensar al punto a otros seres; y
    como las creaciones no pueden ser más que goce para quien
    se entrega a ellas, el asesino le prepara, por tanto, uno a la
    naturaleza; le proporciona materiales que
    ella emplea inmediatamente, y la acción que los tontos
    locamente censura no es más que un mérito a los
    ojos de este agente universal"[6]
    .

    La Naturaleza, en Sade, reclama el crimen; tiene
    necesidad de cuerpos muertos para producir nuevos cuerpos. La ley
    establece entonces: es necesario destruir para poder crear.
    La justificación del crimen no se basa en la
    obtención del placer que éste podría
    procurar: el verdugo sadiano sacrifica su subjetividad al Otro
    sanguinario y exigente, se reduce a no ser sino una voz que
    enuncia la orden natural del goce y un instrumento
    apático que la ejecuta como funcionario
    celoso.

    Todos los comentadores modernos de Sade como M. Heine,
    G. Bataille, P. Klossowski, M. Blanchot, R. Barthes, han
    señalado el lugar determinante que ocupa el concepto de
    apatía en la obra de Sade. Así, Blanchot
    señala: "Todos esos grandes libertinos, que no viven sino
    para el placer, no son grandes sino porque han aniquilado en
    ellos toda capacidad de placer. Por ello llegan a espantosas
    anomalías, pues la mediocridad de las voluptuosidades les
    bastaría. Pero se han vuelto insensibles: pretenden gozar
    de su insensibilidad, de esa insensibilidad negada y se vuelven
    feroces. La crueldad no es sino la negación de sí
    mismo, llevada tan lejos que se transforma en una
    explosión destructora; la insensibilidad se vuelve
    estremecimiento de todo el ser, dice Sade: ‘el alma pasa a
    una especie de apatía, que pronto se metamorfosea en
    placeres mil veces más divinos que aquellos que les
    procurarían sus debilidades’"[7].

    En Sade el verdugo no realiza su actividad para obtener
    placer sino porque debe cumplir con un mandato del cual es el
    brazo ejecutor. Para esto se mantiene rigurosamente
    apático. Frente a su apatía es la víctima
    quien duda y plantea preguntas sobre lo que se quiere de ella,
    y  como ignora la ley habrá que educarla: los textos
    de Sade tienen siempre un sesgo inequívocamente
    pedagógico. En ellos la víctima se divide entre
    cuerpo y palabra y sufre todo el peso de la angustia. La
    víctima del sádico no es el masoquista que busca
    gozar sino más bien aquél que se considera como el
    sujeto moral y es confrontado por la acción del verdugo
    con el horror del goce.

    El escenario sadiano pone así en cuestión
    la ley moral en su sentido tradicional, es decir, la
    demarcación entre el bien y el mal que ella realiza. La
    pone en cuestión porque la meta del personaje del
    marqués no es tanto "hacer el mal", causar sufrimiento al
    otro, sino someterlo a un imperativo absoluto que no toma en
    cuenta ni el bienestar ni el pudor. Un claro ejemplo se puede
    encontrar en La filosofía en el tocador cuando el
    caballero penetra a Eugenia con su miembro monstruoso. En este
    momento se desarrolla este diálogo:

    "EL CABALLERO, sosteniendo con toda la mano su polla
    tiesa:
    ¡Sí, joder! ¡Es necesario que
    penetre!…Hermana mía, Dolmancé, sostenedle cada
    uno una pierna… ¡Ah, santo dios!¡Qué
    empresa!…¡Sí, sí, aunque
    tenga que ser atravesada, desagarrada, es preciso, rediós,
    que pase por ello!

    EUGENIA: ¡Suavemente, suavemente, no puedo
    aguantar!… (Ella grita; las lágrimas corren por sus
    mejillas…
    ) ¡Socorro! ¡Querida amiga!… (Se
    debate
    ) ¡No, no quiero que entre! ¡Si
    seguís, gritaré que me están
    asesinando!…

    EL CABALLERO:  Grita cuanto quieras, pequeña
    tunante, te digo que tiene que entrar, aunque tengas que reventar
    mil veces"

    Se puede afirmar que lo esencial de Sade está
    aquí, en este "es necesario" o "tiene que", porque se
    trata del "es necesario", el "tiene que" del imperativo que no
    depende de la búsqueda de placer de ningún sujeto
    en partircular. Es el imperativo que es preciso cumplir sin
    consideración por el sufrimiento del otro, ni tampoco para
    obtener algún placer de él.

    Es claro entonces que el primero de los principios
    kantianos está presente en Sade: el rechazo por todo lo
    patológico, la renuncia a los sentimientos y la
    sumisión al imperativo de gozar. Lo mismo puede decirse
    respecto del segundo, el carácter incondicional del
    mandato, pues es la Naturaleza aquí, el Otro universal,
    quien exige el goce y el sujeto no es sino un mero instrumento
    apático que debe ejecutar esa orden.

    Sade revela así la verdad oculta de Kant: el lado
    oscuro, cruel del Otro de la ley que ordena el sacrificio de
    todos los sentimientos en nombre de la pureza del imperativo
    categórico. De este modo, Kant,  leído desde
    Sade, abre el camino que llevará hasta Freud ¿En
    qué sentido? En la medida en que la gran tesis del creador
    del psicoanálisis sostiene que la característica
    fundamental del sujeto en tanto sujeto del inconsciente es su
    división: el sujeto está dividido pues más
    allá de la búsqueda del placer, del bienestar, la
    homestasis, está determinado por un imperativo que le
    ordena el goce sin consideración alguna por su bien en
    términos convencionales o incluso por su
    supervivencia.

    Este mandato llega incluso hasta el extremo de que
    cuando el sujeto renuncia a la satisfacción pulsional
    mortífera en nombre de la sensatez o el amor al
    prójimo, la pulsión se vuelve contra él
    causándole una culpa agobiante. Para el sujeto freudiano
    no es posible, pese a sus sacrificios,  renunciar al goce,
    es decir, al mal: cuando lo hace, el super-yo acumula ese goce
    que él rechaza y, sea bajo la forma del imperativo
    categórico kantiano o del acusador kafkiano, lo considera
    siempre culpable. Portador de este "sentimiento inconsciente de
    culpa", el sujeto experimentará la necesidad de
    expiación para obtener con ella el goce de ese mal radical
    que es el castigo.

    Este último es la manifestación de eso que
    se denomina el destino, concebido por Freud como una de las
    manifestaciones más características del super-yo.
    Una y otra vez el destino renovará el golpe hasta la
    consumación final de su obra. No hay pues otro mal que ese
    goce siempre culpable que horroriza y atrae a la vez, goce del
    que nadie podrá sustraerse enteramente, que empuja al
    sacrificio de sí mismo o del objeto. Es así como el
    imperativo categórico que Kant imaginó tan puro
    como el cielo estrellado aparece en Freud como la forma
    más radical de la satisfacción, la de la
    pulsión de muerte, el goce extremo de ser que se confunde
    con ya no ser.

    En conclusión: el mal es inevitable desde el
    momento en que hay logos, razón, discurso, orden
    simbólico que genera su más allá. Ahora
    bien, ante esta perspectiva, ¿existe algo que pueda
    instaurar un límite al avance arrollador del goce de la
    pulsión de muerte? La pregunta no tiene una respuesta
    precisa, más bien convoca al debate. Desde
    el psicoanálisis se puede señalar lo que Lacan
    llamó la ética del bien decir, que no consiste ni
    en decir bien ni en decir dónde está el bien sino,
    paradójicamente, en mal-decir, esto es, intentar decir lo
    indecible del mal. Esto significa que, lejos de las posturas
    morales que pretenden rechazar el mal, con lo que sólo
    provocan su retorno aún más violento, una
    ética del bien-decir pretende que se le de su lugar en la
    palabra como el camino para hacer de él la causa de la
    sublimación creadora.

    No hay formas preestablecidas para llevar esto a cabo.
    Pero un aporte para pensar en esto puede hallarse en estas
    palabras del gran filósofo que quedan para la
    reflexión final:

    "Si fuésemos un buen campo de labor, no
    dejaríamos perecer nada sin utilizarlo y veríamos
    en todo, en los acontecimientos y en los hombres,
    estiércol útil, lluvia y sol"

    F. Nietzsche:
    Humano, demasiado humano.

    Daniel Gerber

    Revista Carta
    Psicoanalítica

    ISSN: 1665 – 7845

    Número 6. Marzo de 2005

     

    [1]
    J.Lacan: Kant avec Sade. En Ecrits, Paris,
    Seuil, 1966,  p. 765 [Escritos 2, México,
    Siglo XXI, 1994, p. 744].

    [2]
    Sigmund Freud:
    Más allá del principio de placer. En
    Obras Completas, Tomo XVIII. Buenos Aires,
    Amorrortu, 1979, p. 21. Las cursivas son mías.

    [3]
    Jaques Lacan: op. cit, p. 765 [op. cit., p. 744]

    [4]
    Sigmund Freud: El problema económico del
    masoquismo
    En Obras Completas, Tomo XIX. Buenos Aires,
    Amorrortu, 1979, p. 173.

    [5]
    J.Lacan: Kant  avec  Sade. Op. cit., p.
    765 [Kant con Sade, op. cit., p. 744].

    [6]
    D. A. F. Sade: La filosofía en el tocador.
    Barcelona, Akal, p. 86.

    [7]
    Maurice Blanchot: Lautremont y Sade. México,
     F.C.E., p. 58.

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