- 1. El mal de ojo en el
borde - 2. Testimonios de la
ceguera como mal de ojo - 3. Para una
topología del mal
Dice Freud que la
angustia ante el mal de ojo es la de quien posee algo valioso y
frágil que teme la envidia de los demás (esto es,
quien teme la envidia que él mismo habría sentido
en el caso inverso). Tales mociones se traslucirían por
vía de la mirada al haber sido denegada su
expresión en palabras. Cuando alguien se diferencia de los
demás por unos rasgos llamativos, en particular si son de
naturaleza
desagradable, se le atribuye una envidia de particular intensidad
y la capacidad de trasponer en actos esa intensidad. Se teme
así un propósito secreto de hacer daño, y
por ciertos signos se
supone que ese propósito posee también la fuerza de
realizarse. Es éste para Freud un ejemplo de
atribución de "omnipotencia de pensamiento":
el mal de ojo conlleva un pensamiento negativo que, por el hecho
mismo de transcurrir, produciría efectos negativos en los
hechos.[1]
Para Lacan, el ojo tiene apetito, y el ojo malo, el mal
de ojo, es el ojo voraz. La envidia que acarrea enfermedad
y desventura deriva de videre. Ejemplo por excelencia de
la envidia es la que destaca san
Agustín con su descripción del niño que mira a su
hermanito colgado del pecho de su madre con una mirada amarga que
lo deja descompuesto. A diferencia de los celos, la envidia suele
provocarla la posesión de bienes que no
tendrían ninguna utilidad para
quien la siente y cuya verdadera naturaleza ni siquiera sospecha:
la envidia hace que el sujeto se ponga pálido ante la
imagen de una
completitud que se cierra, porque el objeto envidiado del que se
está separado puede ser para el otro la posesión
con la que alcanza la satisfacción. El mal de ojo es el
fascinum, su efecto es detener el movimiento y
matar a la vida.[2]
Sirvan estos pasajes de Freud y de Lacan como
anticipación de lo que seguirá, en la medida en que
destacan el borde como su motivo principal: el borde, la
distancia, la disyunción entre el sujeto y el objeto de la
envidia, el objeto a; borde que, de diversas maneras,
resulta amenazado y cuya amenaza es siempre angustiante: por
ejemplo, al no quedar articulado en las palabras, al resultar
borrado en la supuesta "omnipotencia" del envidiado o del
envidioso, en la voracidad del ojo que con todo acabaría,
en una completitud clausurada, e, incluso, en una
satisfacción última cuyo efecto sería
terminar con el deseo, detener el movimiento, interrumpir la
existencia.
2. Testimonios
de la ceguera como mal de ojo
Detengámonos, pues, en cuatro testimonios sobre
el mal de ojo como ceguera, seguidos cada uno de una puntual
indicación de lectura, para
interrogarnos sobre la ceguera como mal y como bien, y concluir
con la descripción de una sugerencia topológica
general del mal como ceguera en los términos en que es
posible hacerlo desde el psicoanálisis.
Primero, un pasaje de "Amor", breve
relato de Clarice Lispector aquí adaptado, donde figura
Ana, a quien la ceguera se presenta violentamente como un
mal:
"Un poco cansada, con las compras
deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al
tranvía. Entonces se recostó en el asiento en busca
de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Ana
prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte,
su corriente de vida. Cierta hora de la tarde era la más
peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles
que ella había plantado se reían de ella. Cuando ya
nada precisaba de su fuerza, se inquietaba. En el fondo, Ana
siempre había tenido necesidad de sentir la raíz
firme de las cosas. Y eso le había dado un hogar
sorprendente. Por caminos torcidos había venido a caer en
un destino de mujer, con la
sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado.
El hombre con
el que se casó era un hombre de
verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad.
Su juventud
anterior le parecía tan extraña como una
enfermedad. Había emergido de ella muy pronto para
descubrir que también sin felicidad se vivía:
aboliéndola, había encontrado una legión de
personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja:
con persistencia, continuidad, alegría. Su
precaución se reducía a cuidarse en la hora
peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía. Pero
en su vida no había lugar para sentir ternura por su
espanto: ella lo sofocaba, salía para hacer las compras o
llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y
en rebeldía con ellos. El tranvía se arrastraba, en
seguida se detenía. Hasta la calle Humaitá
tenía tiempo de
descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre
detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros
era que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se
mantenían extendidas. Era ciego. ¿Qué
otra cosa había hecho que Ana se fijase, erizada de
desconfianza? Algo inquietante estaba pasando. Entonces se dio
cuenta: el ciego masticaba chicle… Un hombre ciego
masticaba chicle. Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un
segundo que los hermanos irían a comer: el corazón le
latía con violencia,
espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se
mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la oscuridad.
Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento de masticar
hacía que pareciera sonreír y de pronto dejar de
sonreír, sonreír y dejar de sonreír. Como si
él la hubiera insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese
tendría la impresión de una mujer con odio. Pero
continuaba mirándolo, cada vez más inclinada. El
tranvía arrancó súbitamente
arrojándola desprevenida hacia atrás; la pesada
bolsa de malla rodó de su regazo y cayó al suelo; Ana dio un
grito y el conductor impartió la orden de parar antes de
saber de qué se trataba. El tranvía se detuvo, los
pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus
compras. Ana de puso de pie, pálida. Una expresión
desde hacía tiempo no usada en el rostro resurgía
con dificultad, todavía incierta, incomprensible. El
muchacho de los diarios reía entregándole sus
paquetes. Pero los huevos se habían roto en el envoltorio
de papel periódico.
Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre los hilos de la
malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar y
extendía las manos inseguras, intentando
inútilmente percibir lo que sucedía. El paquete de
los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre las sonrisas
de los pasajeros y la señal del conductor, el
tranvía reinició nuevamente la marcha. Pocos
instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se
sacudía sobre los rieles y el ciego masticando chicle
había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya
estaba hecho. La bolsa de malla era áspera entre sus
dedos, no íntima como cuando la tejiera. La bolsa
había perdido el sentido y estar en un tranvía era
un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en
el regazo. Y como una extraña música, el mundo
recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por
qué? ¿Acaso se había olvidado de que
había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba
pesadamente. Aun las cosas que existían antes de lo
sucedido ahora estaban cautelosas, tenían un aire hostil,
perecedero… El mundo nuevamente se había
transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban,
las yemas amarillas se escurrían. Expulsada de sus propios
días, le parecía que las personas en la calle
corrían peligro, que se mantenían por un
mínimo equilibrio,
por azar, en la oscuridad, y por un momento la falta de sentido
las dejaba tan libres que ellas no sabían hacia
dónde ir. Notar una ausencia de ley fue tan
repentino que Ana se aferró al asiento de enfrente, como
si se pudiera caer del tranvía. Ella había
apaciguado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no
explotara. Y un ciego masticando chicle lo había
destrozado todo".
Ana tiene la necesidad de sentir la raíz firme de
las cosas. No la siente. Su existencia tiene la consistencia de
una cáscara de huevo. Su fuerza es la que le demandan los
demás. Ha logrado dejar atrás la "enfermedad" de su
juventud, pero al precio de
abolir su felicidad, o al menos su esperanza. Su problema surge
cuando se le presenta cierto vacío. Entonces su espanto la
sofoca. De este sofocamiento procura pasar, por ejemplo, saliendo
de compras. Y es en una de tales salidas cuando se le presenta el
ciego que mastica chicle. No lo sospecha, pero se reconoce en
él. Y más: la mirada del ciego, que es la suya
propia, la traspasa. ¿Por qué? Ella, como el ciego,
es imperfecta (el texto nos
indica en otro punto que, en su solidez adulta, ella ha
descubierto que "todo era susceptible de perfeccionamiento").
Pero él (a diferencia de ella, que ha abolido la
felicidad) permanece en la oscuridad a la vez que mastica goma
sin sufrimiento. Como cualquiera en la parada del tranvía,
al masticar, ora sonríe, ora no. ¿Cómo no va
ella a sentirse insultada? ¿Y cómo no va a odiarlo
(esto es, amarlo, como emerge posteriormente: "¡Oh, pero
ella amaba al ciego!")? El ciego le ha hecho mal. Como sus
huevos, su quebradiza escenografía ha quedado destrozada.
El mundo se ha podrido. La ley se ha ausentado. No podría
ser de otra manera: presa del ojo ausente del ciego, ahora ella
es la goma, mueca tras mueca, masticada por él.
Segundo testimonio de la ceguera y el mal, la "Oda al
mal ciego" de Pablo
Neruda:
Oh ciego sin guitarra
y con envidia,
cocido
en
tu
veneno,
desdeñado
como
esos
zapatos
entreabiertos y raídos
que a veces
abren la boca como si quisieran
ladrar, ladrar desde la acequia sucia.
Oh atado
de lo que nunca fue, no pudo serlo,
de lo que no será, no tendrá
boca,
ni voz, ni voto,
ni recuerdo,
porque así suma y resta
la vida en su pizarra:
al inocente el don,
al nudo ciego
su cuerda y su castigo.
Yo pasé y no sabía
que allí estaba esperando
con su brasa,
y como no podía
quemarme
y me buscaba
adentro de su sombra,
me fui
con mis canciones
a la luz de la
vida.
Pobre!
Allí transcurre,
allí está transcurrido,
preparando
su sopa de vinagre,
su queso de escorbuto,
cociéndose
en su nata corrosiva,
en esa oscura olla
en que cayó
y fue condenado
a consumir su propio
vitalicio brebaje.[4]
Aquí quedan contrastados dos personajes, el ciego
y el cantador. El ciego no canta, ni siquiera tiene voz;
solamente mira a los demás, envidiosos, cocidos en sus
propios jugos, autosuficiente a la vez que desechado por los
demás como un viejo zapato hambriento. Prisionero de lo
imposible, invisible, indecible, de aquello que no tiene palabra
ni representación, ni recuerdo, el ciego es el efecto
insólito de un cálculo
espantoso. Por eso permanece castigado, enmarañado consigo
mismo, oscuro sabedor de lo que no debiera saberse… y
quema, como el mismísimo sol. Por su parte, el
cantador sería el socio ejemplar del club luminoso de
la vida, dueño de sus letras y su destino, un ser
contento, sano, alimentado por la existencia aérea y
exterior. ¿Mas no será que el ciego es el motivo de
la Oda (la Odia) justamente en virtud de la sombría
envidia que le produce al primero? De otro modo, ¿por
qué cantarle? ¡Qué mejor que ser el mal
encarnado, en vez de una criatura temerosa! ¡Qué
dicha: corroer, ser dueño de la nada, beberse en soledad y
plenamente! Éste, al menos, sería el ensueño
del cantador, el mismo ensueño acaso que consignara
Georges Bataille en otro poema:
véndame los ojos
me gusta la noche
mi corazón está negro
empújame hacia la noche
todo es falso
sufro
el mundo huele a muerte
los pájaros vuelan con los ojos
vaciados
eres sombría como un cielo
negro[5]
Pero no sólo es malo el ciego y funesta la
ceguera. Felizmente, el propio Neruda nos lega otra "Oda al buen
ciego", tercer testimonio aquí que nos dará
oportunidad de detenernos en la ceguera como un bien:
La luz del ciego era su
compañera.
Tal vez sus manos de artesano ciego
elaboraron con piedra perdida
aquel rostro de torre,
aquellos ojos que por él
miraban.
Me vino a ver y en él
la luz del mar caía
cubriéndolo de miel, dando a su
cuerpo
la pureza como una vestidura,
y su mirada no tenía fondo,
ni peces crueles
en su abismo.
Tal vez aquella vez perdió luz
como un hijo a su madre, pero siguió
viviendo.
El hijo ciego de la luz mantuvo
la integridad del hombre con la sombra
y no fue soledad la oscuridad
sino raíz del ser y fruta
clara.
Ella con él venía,
bienamada,
esposa, amante
del muchacho ciego,
y cuando vacilaba su ternura
ella tomó sus manos
y las puso en su rostro
y fue como violetas el minuto,
toda la tierra
allí se hizo fragante.
Oh hermosura
de ver alto y florido el infortunio,
de ver completo el hombre
con flor y con dolor, y ver de pronto
al héroe ciego
levantando el mundo,
haciéndolo de nuevo,
anunciándolo,
nacido otra vez él en sus
dolores
entero y estrellado
con infinita luz de cielo oscuro.
Cuando se fue, a su lado
ella era sombra pura
que acompaña a los árboles de
enero,
la rumorosa sombra,
la frescura,
el vuelo de la miel y sus abejas,
y se fueron
a todos sus trabajos,
capaces de la vida,
profesores
de sol, de luna, de madera, de
agua,
de cuanto él abarcaba sin sus
ojos,
dándote, ciego, inquebrantable
luz
para que tú camines.[6]
¡Qué ciego tan distinto! Éste posee
y da una luz más allá de la que le falta, y es
capaz de esculpirse un par de ojos con una piedra perdida. Puro y
elegante, su mirada divisa horizontes infinitos sin sed ni
sangre. Buen
ciego es quien mantiene su integridad ante la sombra, quien no se
deja inundar por ella y la convierte, en cambio, en
"raíz del ser y fruta clara". Buen ciego es quien sabe
cómo recibir el amor
fragante de una mujer, el hombre con flor completado con dolor.
Así porta al mundo como un héroe,
renovándolo, luz sin fin de cielo oscuro. Buen ciego es
quien sublima el infortunio, quien celebra la imposibilidad,
quien a todos nosotros, los demás ciegos, dona luz
confiable para proseguir. Buen ciego es quien completa a la mujer que, a
su vez, lo cura de su ausencia (¡la ausencia de ella!).
Locura: buen ciego ése que con su ceguera ciega a
la ceguera. No existe el buen ciego: sería
éste un ciego tan sublimador, que terminaría por
hacer de la propia sublimación algo
innecesario.
El cuarto y último testimonio, que nos remite a
la ceguera como profilaxis, corresponde a Jacques Lusseyran,
miembro fundador a los 15 años y responsable, a los 16,
del reclutamiento
en Los voluntarios de la libertad, el importante
movimiento francés de resistencia
contra la ocupación nazi. Ciego desde los 8 años,
Lusseyran fue traicionado por el único recluta del que
había dudado; capturado, finalmente fue enviado al campo
de exterminio de Buchenwald:
"La Sección de Inválidos era una
barraca como las demás. La única diferencia era que
en ella se hacinaban 1,500 hombres en lugar de 300 (que era el
promedio de las otras secciones) y que tenía reducida a la
mitad la ración de comida. Había cojos, mancos,
trepanados, sordos, sordomudos, ciegos, gente sin piernas,
afásicos, atáxicos, epilépticos, cancerosos,
sifilíticos, viejos mayores de setenta años,
niños
menores de seis, cleptómanos, vagabundos, pervertidos, y,
por último, un rebaño de locos. Ellos eran los
únicos que no parecían infelices. La gente
moría en ese lugar a un ritmo tal que hacía
imposible llevar cualquier recuento de la población. Me hice un espacio en la masa de
carne. Mis manos viajaban del muñón de una pierna a
un cadáver, de un cuerpo a una herida. A fines de mes
súbitamente caí enfermo, muy enfermo. Me
desahuciaron. ¿Qué otra cosa podían hacer?
Durante los primeros momentos de la enfermedad yo me fugué
a otro mundo deliberadamente. Observé las etapas de mi
propia enfermedad con mucha claridad. Sabía exactamente
qué era esta cosa que estaba observando: mi cuerpo en el
acto mismo de dejar este mundo, no esperando para dejarlo
enseguida, ni siquiera esperando para dejarlo del todo.
¿He dicho que la muerte ya
estaba allí? Si lo dije, estaba equivocado. La enfermedad
y el dolor sí, pero no la muerte. Muy
por el contrario nunca antes había estado tan
completamente vivo. La vida se transformó en una sustancia
dentro de mí. Rompió mi armazón, presionando
con una fuerza mil veces más poderosa que yo. Ciertamente
no estaba hecha de carne y hueso, ni siquiera de ideas. Vino
hacia mí como una onda brillante, como una caricia de luz.
Podía verla más allá de mis ojos y de mi
frente por encima de mi cabeza. Me tocó y me llenó
hasta desbordarse. Había nombres que farfullaba desde lo
más profundo de mi asombro. Mis labios no los hablaban,
pero tenían su propio sonido:
‘Providencia, el Ángel de la Guarda, Jesucristo,
Dios.’ No intenté darles vueltas en mi mente. No era
el momento para metafísicas. Saqué fuerza de esa
fuente. No iba a abandonar ese manantial celestial. Porque esa
sustancia no me era extraña; había venido a
mí justo después de aquel viejo accidente cuando
descubrí que me había quedado ciego. De nuevo fue
la misma cosa, la Vida manteniéndome vivo. Poco a poco
regresé de la muerte. Todavía permanecí once
meses más en el campo. Una mano me conducía. Ahora
era libre para ayudar a los demás; no siempre, no mucho,
pero a mi manera, podía ayudar. Podía conducirlos
hacia el flujo de luz y alegría que brotaba de mí
en abundancia. A menudo mis compañeros me despertaban en
la noche y me llevaban a reconfortar a alguien, a veces me
llevaban lejos, a otra sección. Me convertí en
‘el ciego francés’. Para muchos, yo era
‘el hombre que no murió.’ Cientos de personas
se confiaron en mí. Los hombres estaban determinados a
hablarme. Lo hacían en francés, en ruso, en
alemán, en polaco. Hacía mi mayor esfuerzo por
comprenderlos. Así es como viví, como
sobreviví. Lo demás no lo puedo
describir".[7]
En virtud de su ceguera, Lusseyran es asignado a la
sección de Inválidos, que de sí misma es de
inhabilitación e inexistencia. Por eso ésta ni
siquiera cuenta con el espacio y las raciones mínimas de
las otras secciones. A este lugar informe, donde ni
siquiera la muerte podía calcularse de tan veloz, son
enviados todos aquellos que no tienen cabida en otro lado. Entre
esta masa, que no era de personas sino de carne, resultaba, como
subraya Lusseyran, "más sorprendente caer entre los vivos
que entre los muertos. Y era de la vida de donde provenía
el peligro". Para evitar el peligro era menester, entonces, morir
o, al menos, enfermar. En Lusseyran ocurrió lo segundo: a
partir de ello se fugó deliberadamente a otro mundo y
entró en una profunda introspección. Y a partir de
este verse a sí mismo, el gran torrente de la sustancia
vital, más allá de sus ojos y por encima de su
cabeza, lo arrastró consigo. Ciertos nombres divinos
sólo atisban a nombrarlo. Crucialmente, se trata de la
misma sustancia que vino a él tras el accidente que lo
cegó. Es así como la Vida (con mayúscula) lo
mantuvo vivo. Es esta mayúscula lo que le permitió
librar el mortífero campo e intercambiar con otros
más allá de su propia, inválida,
sección. Lo que les compartió a cientos de hombres
es su no-todo. El "hombre que no murió" puso en
juego cierto
más allá de la vida y la muerte. Así se
inscribió el "ciego francés" en el linaje de
profetas ciegos que registra nuestra historia desde la Torre de
Babel (incluyendo a Tiresias, a quien Lacan nombra maestro
honorario de los psicoanalistas).
Hasta aquí los cuatro testimonios.
¿Cómo dar cuenta del conjunto?
3. Para una topología del mal
Nunca es seguro que la
ceguera sea un mal ni tampoco un bien. En términos
topológicos, el mal y el bien se escurren a lo largo de
ese borde único que es la banda de Moebius. Al ir
más allá del principio del placer, Freud nos
muestra que no
hay un Bien Soberano, que éste no es más que el
objeto del incesto, un bien prohibido, y que no hay otro. Este es
el fundamento invertido de la ley moral que nos
brinda Freud.[8] De ahí en más,
la topología del bien y del mal no puede ser la
topología del principio del placer, sino de la
pulsión, que representa en el psiquismo las consecuencias
de la sexualidad en
la medida en que ésta se instaura en el campo del sujeto
por la vía de la falta.[9]
La pulsión, que se presenta siempre bajo la forma
de pulsiones parciales, es, intrínsecamente,
pulsión de muerte;[10] la distinción entre
pulsión de vida y pulsión de muerte sólo
manifiesta dos aspectos de la pulsión.[11]
Así, distinguir lo bueno de lo malo deja de ser una
cuestión de frontera u
oposición, para tornarse en una cuestión de borde y
de anudamiento. Como lo expresa Lacan, "no hay bien sin mal, no
hay bien sin padecimiento, que mantiene en ese bien, en ese mal,
un carácter de alternancia. No hay mal sin que
de ello no resulte un bien, y cuando el bien está
ahí, no hay bien que no se sostenga con el
mal.[12] Por contraste con el
principio del placer, la pulsión se caracteriza por la
imposibilidad de la satisfacción. Lo que hace
obstáculo al principio del placer y al Bien Soberano que
le correspondería no sólo es la permanencia de la
traza del mal, sino también algo más radical: la
neutralidad de lo Real como imposible.[13] La
pulsión gira en torno al objeto
a (que antes describí como el objeto de la
envidia); este objeto introduce el juego del significante en la
existencia humana posibilitando el sentido del sexo como
presentificación de la muerte.[14] De
vez en vez, la pulsión truquea el hallazgo de este objeto
estrictamente irrecuperable.[15] Es
por eso que, en el caso de la pulsión escópica, es
justamente hacia donde no se puede ver que el sujeto mira: "lo
que el voyeur busca y encuentra no es más que una
sombra, una sombra detrás de la cortina, ahí
fantaseará cualquier magia de presencia. Lo que busca no
es, como se dice, el falo, sino precisamente su
ausencia".[16]
Dejemos a un lado el aspecto fundamental de la
repetición que entraña la pulsión para
concentrarnos en el aspecto del borde corporal que siempre la
anima (la pulsión está siempre asociada con los
orificios del cuerpo).[17] El borde está en el
corazón mismo de la operación pulsional: "la
pulsión designa la conjunción de la lógica
y la corporeidad. Se trata del goce de un borde"[18]
¿Pero de qué borde se trata? La banda de
Moebius también nos asiste para pensar el singular
movimiento de la pulsión en torno a un centro invisible.
La banda sirve de apoyo para definir la función
del sujeto, que Lacan describe como la conjugación de la
identidad y la
diferencia;[19] el sujeto, pues, es el nudo
que articula la imagen y la palabra, el Yo y el Ello, lo
Imaginario y lo Simbólico. No es éste un
anudamiento cualquiera, pues son éstos factores
esencialmente heterogéneos: el primero suscita los
simulacros de la completitud que el segundo torna imposibles. La
complejidad de tal conjunción queda de manifiesto en el
siguiente pasaje de la Lógica de Hegel:
"La diferencia en sí es la diferencia que se
refiere a sí; como tal, es la negatividad de sí
misma, la diferencia no respecto a otro, sino diferencia de
sí con respecto a sí misma; no es sí
misma sino su otro. Pero lo diferente de la diferencia es la
identidad. La diferencia es por lo tanto sí misma
así como la identidad. Ambas, en conjunto, constituyen la
diferencia; la diferencia es el todo y su momento. Puede
igualmente aseverarse que la diferencia, como simple, no es
diferencia; es diferencia sólo cuando está en
relación con la identidad; pero la verdad es más
bien que, como diferencia, contiene igualmente la identidad y
esta relación consigo. La diferencia es el todo y su
propio momento…[20]
Sin embargo, bello como es, el planteamiento de Hegel
aún es demasiado consonante con la lógica del
principio del placer y del Bien Soberano que le corresponde.
Situados, como estamos, más allá del principio del
placer, atenidos a la lógica de la pulsión, no
podríamos aceptar la conclusión de que, como
leemos, "la diferencia es el todo y su propio momento".
Porque la diferencia y la totalidad son inconmensurables, y lo
son desde el principio. Ante Hegel el psicoanálisis no
puede, entonces, dejar de considerar lo Real, que imposibilita
cualquier completamiento de lo Imaginario y lo Simbólico
precisamente en virtud de ser inarticulable en términos de
identidad cuanto de diferencia. Dice, por ejemplo,
Lacan:
"¿Qué es lo que estaba antes de la
distinción bien-mal, antes de la división entre lo
verdadero y la estafa? Ya habla ahí algo antes de que
Hércules oscilara en el cruce de los caminos entre bien y
mal, él seguía ya un camino. ¿Qué es
lo que sucede cuando se cambia de sentido, cuando uno orienta la
cosa de otro modo? Se tiene, a partir del bien, una
bifurcación entre el mal y lo neutro. Un punto triple; es
real incluso si es abstracto. Qué es la neutralidad del
analista si no es justamente eso, esta subversión del
sentido, a saber esta especie de aspiración no hacia lo
Real sino por lo Real".[21]
De modo que la pulsión, como sostén del
sujeto, no puede desplegarse solamente en dos registros (el
Simbólico y el Imaginario), sino que requiere de uno
adicional (el Real) que haga borde con los dos primeros. De otro
modo no es posible que los dos primeros tengan lugar: más
allá de la torsión que requiere para ser una
única superficie, la banda de Moebius es esencialmente ese
borde continuo (común para el Simbólico y el
Imaginario) que se distingue de aquello que la excede (el
Real).
Podríamos extendernos mucho en la
exploración de esta topología general en
relación con el tema del mal y del bien como ceguera. Pero
atengámonos al límite: éste marca la
diferencia entre dos clases de mal: el mal (y el bien) tal como
puede figurar imaginaria y simbólicamente a lo largo de la
extensión de la banda de Moebius, y el "mal radical" (como
lo denomina Derrida en Mal de Archivo) que asoma a partir
del borde. Males hay muchos; lo que está claro es lo
que, topológicamente, puede ser descrito como lo
peor (indistinto en este punto de un mejor que ya
no sería ni siquiera un bien): a saber, la desmezcla
pulsional a la que se refiere Freud, o el desanudamiento de los
tres registros del que habla Lacan. Cada uno a su manera implican
la disipación del borde entre la
identidad-en-la-diferencia y su más allá. Tal
disipación conllevaría que el mal o el bien
cobraran la consistencia imposible de lo Real, y se disparan a su
vez.
Entendemos así la polivalencia de la ceguera que
describen los cuatro testimonios presentados. Según la
relación que mantenga con el borde mencionado, la ceguera
resulta ser un mal o un bien. Cuando la ceguera atenta contra el
borde, el sujeto la malvive. Así sucede a Ana en el relato
de Clarice Lispector: el ausentarse de la ley en Ana es la
desaparición misma del borde por efecto de la
disgregación de la mujer en la mirada sin confines y su
boca engullidora. En cambio, cuando la ceguera hace borde, el
sujeto la experimenta como un bien. Así sucede en la "Oda
al buen ciego" de Pablo Neruda donde, aun de manera idealizada,
ciego es quien celebra la imposibilidad. Esto es también
lo que nos transmite el testimonio de Jacques Lusseyran, quien
sobrevive la invalidación genocida del borde gracias al
vital no-todo con el que quedó familiarizado en el momento
de perder originalmente la vista. Por último, cuando la
ceguera se ubica en el borde mismo, el sujeto la goza: eso
es lo que sucede en la "Oda al mal ciego", amoroso canto de odio,
como también en el citado poema de Georges Bataille que
nos sugiere una clave de lectura para el primero.
El mal, así, como la ausencia de
borde…
Benjamín Mayer Foulkes
[1]
Sigmund Freud,
"Lo ominoso" en Obras Completas, vol. XVII, Amorrortu,
Buenos Aires,
1992. p. 239-240http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
– _ftnref1#_ftnref1
[2]
Jacques Lacan, seminario del 11
marzo, 1964 CD-ROM
Lacan, Seminarios 1-27 sin textos establecidos Traductores
diversos. Versiones de la Escuela Freudiana
de Buenos Aires. Buenos Aires, Argentina, s/ed.,
s/año.http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
– _ftnref2#_ftnref2
[3]
Clarice Lispector, "Amor", traducido por Cristina Peri
Rossi, en Cuentos reunidos, compilación y
prólogo de Miguel Cossío Woodward, Alfaguara,
México,
2001. p. 45-49 (He editado este fragmento sin indicar los cortes
a fin de no perder continuidad. No lo tomo, pues, sólo
como una cita que soportaría cierta evidencia, sino
propiamente como un testimonio que registro en la
integridad de lo que de él consigno por escrito. La
referencia del psicoanalista no es la del
académico).http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
– _ftnref3#_ftnref3
[4]
Pablo Neruda, "Oda al mal ciego" en Libro de las
odas, Losada, Buenos Aires, 1972. p. 834-835
http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o –
_ftnref4#_ftnref4
[5]
Georges Bataille, Poemas, traducción, selección
e introducción de Ignacio Díaz de la
Serna, El Tucán de Virginia, México, 1995. p.
33http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
– _ftnref5#_ftnref5
[6]
Pablo Neruda, Libro de las odas, Losada, Buenos
Aires, 1972. p. 832-833
http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o –
_ftnref6#_ftnref6
[7]
Jacques Lusseyran, "Los vivos y los muertos",
traducción de Francisco Rebolledo en Diálogo en
la oscuridad, Fondo de Cultura
Económica/Instituto Nacional de Bellas Artes,
México, 2004. (Aplican a este pasaje las observaciones
proferidas en la nota número 3.)http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
– _ftnref7#_ftnref7
[8]
Jacques Lacan, Op. cit., seminario del 16 diciembre,
1959http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
– _ftnref8#_ftnref8
[9]
Op. cit., 27 mayo, 1964
http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o –
_ftnref9#_ftnref9
[10]
Ibid.
http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o –
_ftnref10#_ftnref10
[11]
Ibid
http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o –
_ftnref11#_ftnref11
[12]
Op. cit. 10 junio, 1964http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
– _ftnref12#_ftnref12
[13]
Op. cit. 6 de mayo, 1964http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
– _ftnref13#_ftnref13
[14]
Op. cit. 27 mayo, 1964http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
– _ftnref14#_ftnref14
[15]
Op. cit. 6 de mayo, 1964
http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o –
_ftnref15#_ftnref15
[16]
Op. cit. 13 de mayo, 1964http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
– _ftnref16#_ftnref16
[17]
Op. cit. 6 de mayo, 1964http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
– _ftnref17#_ftnref17
[18]
Op. cit. 27 mayo, 1964http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
– _ftnref18#_ftnref18
[19]
Op. cit. 12 enero, 1966http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
– _ftnref19#_ftnref19
[20]
G. W. F. Hegel Science of Logic, traducido al
inglés
por A. V. Miller, Humanities Press International, Atlantic
Highlands, 1993. p. 417 (Versión castellana
mía.)http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
– _ftnref20#_ftnref20
[21]
Op. cit. 28 febrero, 1977http://www.cartapsi.org/revista/no6/ojo.htm/o
– _ftnref21#_ftnref21