I. Episteme adorneana general.
Particularizaciones sobre la obra de arte
II. Qué es la obra de arte y
qué esperar de ella: Adorno frente a la crítica
marxista tradicional
Adorno se ocupa del tema que hasta ahora había
sido dejado de lado tanto por Sartre al
momento de hablar de compromiso en literatura como por Foucault al
describir las relaciones de poder: el
primero, por ahorrarse algunas distinciones en sus generalidades
sobre el hecho artístico, el último, por su
excesiva meticulosidad cuya vida no le alcanzaría nunca
para ocuparse de todo, postergaron hasta su muerte la
especificidad de lo estético. Adorno, por el
contrario, se ocupó afanosamente de ella, quizá por
su condición de musicólogo y por su cercanía
a la vanguardia
estética: espacio (ámbito musical) y
tiempo
(vanguardias estéticas) deben haber confluido en su
originalísima lectura de la
obra de arte, que,
precisamente por estos dos factores, no permite reducciones a la
mera cuestión estética ni a simplificar a la obra
de arte exclusivamente al hecho social. Deberemos acostumbrarnos
a un extraño pero atractivo discurso a dos
voces, pero dos voces que constituyen una especie de coro atonal,
simultáneas pero anarmónicas, y no por ello
carentes de relación.
Así es la lectura de
Adorno sobre la obra de arte, y, por lo tanto, al agregarse desde
Adorno el carácter autónomo que
también la constituye, comenzamos la
demarcación de una tercera posición, que no es ni
la del intelectual revelador (Sartre) que observa a la
literatura como una herramienta social de revelación de la
falsa conciencia (sin
mayores especificaciones sobre la manera en que ésta debe
hacerlo), ni la del intelectual específico (Foucault) que
obliga al sartreano a reparar en las relaciones de poder
descuidadamente reproducidas en la figura del intelectual
revelador o vocero en cualquiera de sus aplicaciones (incluida la
literaria), sino aquella que pondrá, desde la primera
línea, sus reparos en la posibilidad de que la obra de
arte sea en forma exclusiva una función social,
desde el momento en que se abocará con enorme
ahínco a preguntarse por el objeto que Sartre había
siempre postergado: el estético: "Ha llegado a ser
evidente que nada referente al arte es evidente: ni en él
mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en
su derecho a la existencia" (ADORNO, 1970). Ésta su
primera frase de la Teoría estética,
publicada un año después de su muerte en 1969,
parece una agresiva intertextualidad con los puntos finales que
Sartre colocaba prematuramente cuando parecía empezar a
definir la especificidad literaria. Ubicada al principio de su
más grande obra sobre estética, ocupándose
desde las primeras líneas de una definición que sin
descuidar lo social atendiera lo que le es constitutivo, Adorno
parece emprender un camino demasiado distinto del de Sartre, casi
inverso.
Sin embargo, es improcedente aseverar esto último
sin más: de ser completamente inverso, Adorno, como
opuesto a Sartre, repararía con exclusividad en la zona
que Sartre descuidó: la estética en su
definición específica, ontológica. Adorno,
tal y como desde algunos lugares se lo malinterpreta,
sería así una especie de teórico formalista
cercano a Víctor Shklovski o a Iuri Tinianov. Si bien
existen varios puntos de relación entre los
teóricos del Formalismo ruso y Adorno, no es
legítimo ver en él solo a un teórico de las
formas: su relación directa con el marxismo () se
nota claramente en toda su teoría
crítica.
Adorno es un teórico que se ocupa del objeto
estético, y está lejos, como se detallará
más adelante, de ver en éste una relación
inmediata, directa, con la sociedad, y
por lo tanto está también algo lejos de los
críticos marxistas tradicionales (entre los cuales
deberemos incluir a Sartre). Sin embargo, no es un teórico
de la mera forma, ya que también se distancia de la
teoría de los formalistas rusos en gran medida por su
influencia marxista.
I. Episteme adorneana general.
Particularizaciones sobre la obra de arte
Ricardo Forster, en su texto: W.
Benjamin- Th. W. Adorno: El ensayo como
filosofía, define la episteme adorneana en estos
términos: "Su deambular indagatorio apunta, más
bien, al desocultamiento de esos mismos discursos que
proclaman ser los defensores de la libertad
mientras continúan tejiendo la gruesa malla de la
univocidad de sentidos" (FORSTER, 1991). Para comprender el
lugar de la obra de arte en la sociedad es excluyente desarrollar
antes, aunque sea en forma sintética, este comentario de
Ricardo Forster.
En su obra Dialéctica del Iluminismo,
publicada en colaboración con Max Horkheimer en 1947,
Adorno elabora una visión crítica del Iluminismo
como el marco de asentamiento definitivo de la modernidad, hasta
llegar a ver en él una inconmensurable totalidad
cosmovisional que, si bien sirvió en sus comienzos como
agente del progreso de la humanidad eliminando el pensamiento
mítico y mágico, se va convirtiendo en un monstruo
totalitario y en plena regresión a la mitificación,
aunque ahora a una mitificación de sus propios
términos, de su propia cosmovisión que articula,
por ejemplo, las ciencias
físico- matemáticas con la sistematización
del pensamiento, y la sistematización del pensamiento con
la sistematización de las sociedades y
por lo tanto del hombre como
constitutivo de ellas: "el número se convierte en el
canon del iluminismo. Las mismas ecuaciones
dominan la justicia
burguesa y el intercambio de mercancías: "¿No es
acaso la regla de que sumando lo impar a lo par se obtiene impar,
un principio tanto de la justicia como de la matemática? ¿y no existe una
verdadera correspondencia entre justicia conmutativa y
distributiva por un lado y proporciones geométricas por el
otro?" " (ADORNO- HORKHEIMER, 1947) El esplendoroso comienzo
del iluminismo como progreso humano deviene, en la crítica
dialéctica de Adorno y Horkheimer, decadencia por las
mismas razones por las que fue fructífero: su
negación del paradigma
mágico- mítico. Si quiere evitar una
mitificación de su propia fobia hacia la
mitificación, el iluminismo no debe cristalizar su
episteme anti- mágica y anti- mítica: "El
iluminismo experimenta un horror mítico por el mito"
(ADORNO- HORKHEIMER, 1947).
Esta lectura de Adorno y Horkheimer lleva a una especie
de paradoja: para sobrevivir, el pensamiento iluminista debe
negar la instancia a la que llegó. Y esta perspectiva,
también, arrastra consigo todas las demás
contradicciones internas del sistema actual
hijo del iluminista: en la medida en que crece
según los parámetros de crecimiento de una sociedad
administrada, el hombre hace
crecer en realidad su reificación; en la medida en
que se desembaraza de la mitificación, mitifica su
contracara científica y administrativa; en la medida en
que se independiza de la naturaleza
pasando a dominarla, se vuelve dependiente de sus propios
sistemas de
dominación; en la medida en que su calidad de
heredero del iluminismo le hace querer seguir progresando, se
interna más en la espesura del bosque sin salida de la
sistematización y reificación del pensamiento y de
la sociedad. De esta manera, "Al renunciar al pensamiento, que
se venga, en su forma reificada –como matemáticas,
máquina, organización– del hombre olvidado de
sí mismo, el iluminismo ha renunciado a su propia
realización" (ADORNO- HORKHEIMER, 1947).
El lugar que posee la moderna obra de arte se empieza a
murmurar ya en este texto: la propia existencia de una obra, si
bien es un hecho social, posee, según se verá en
adelante, reglas específicas que no negocian su
disolución o asociación con esta la versión
decadente del iluminismo.
El desarrollo de
estas primeras intuiciones corre por cuenta exclusiva de Adorno,
según puede corroborarse en su Teoría
estética (ADORNO, 1970). En esta obra, fragmentaria no
por inconclusa sino por consecuente con su propia poética
de rechazo al ordenamiento racional y a la totalización
(totalitarismo) de los conceptos, Adorno, siguiendo el tipo de
análisis de Dialéctica del
Iluminismo, introduce y se explaya, esta vez, sobre un
elemento, posiblemente el único que, al autonomizarse con
el correr de la modernidad, se ha transformado en una zona
extraña al mundo administrado y, por lo tanto, en una
esfera que, en sí misma, se rebela, por su propia
condición o naturaleza, a anexarse armónicamente en
una sociedad reificada: ese elemento es lo que Adorno da a
conocer como la moderna obra de arte.
Un crítico marxista como Adorno
encontrará, por lo tanto, en la obra de arte más
que en ningún otro discurso, ese elemento genuino que,
como Ricardo Forster dice, contribuye "(…) al
desocultamiento de esos mismos discursos que proclaman ser los
defensores de la libertad mientras continúan tejiendo la
gruesa malla de la univocidad de sentidos" (FORSTER, 1999), y
contribuye a ello justamente por no haberse dejado
incorporar al contrato obligado
de la sociedad administrada, aquella que todo lo ordena, aquella
que, por su paranoia de que algo pueda convertirse en mito o en
magia, hace un muy religioso culto del orden y de la
sistematización en todas sus disciplinas, incluso en
aquellas que, a simple vista, parecen muy forzosamente
relacionables. Aquí trazamos las primeras líneas
sobre la importancia que Adorno le atribuye a la existencia misma
de la obra de arte en una sociedad que habla en términos
de lógica
opuesta a la artística: es decir, en términos de
lógica de mercado, de
industria
cultural, de totalitarismo cosmovisional, de supresión de
las diferencias de toda índole. La importancia de la obra
de arte en tanto entidad de lógicas opuestas a la social
radica fundamentalmente en el hecho de que pueda servir como una
herramienta verdadera de crítica de la sociedad
administrada a la que se opone precisamente por no pertenecer
a su dinámica.
La existencia de una obra de arte en una sociedad cuya
estructura,
sostenida por la ideología (en tanto falsa conciencia), no
la comprende (en el más amplio sentido de esta palabra),
es un síntoma del triunfo de la obra de arte, aunque esto
pueda parecer más bien su próxima extinción.
Para interpretar este triunfo tendríamos que imaginar una
sociedad totalitaria que no puede destruir ni articular en su
arrogante cuerpo un elemento que se resiste muy a su pesar a esos
dos recursos. La
sociedad totalitaria no encuentra la manera de vulnerar a la obra
de arte, pese a sus muchos intentos (como el de incorporarla
mediante la industria cultural), especialmente porque no la
comprende y porque no hablan una misma lengua: luchan
con armas diferentes
desde dimensiones diferentes. Y en una lucha de estas
características, en donde uno de los contendientes se
declara ganador si logra absorber al otro en su totalidad
mientras que el otro se declara ganador si logra conservar una
autonomía y una independencia
respecto de esa totalidad, es evidente una victoria por parte del
que tuvo aquella astucia de luchar con armas distintas por
conservar la independencia: ya la elección de las armas,
que no disparan en forma directa a la sociedad y que por lo tanto
no tienen siquiera oportunidad de entablar un combate en el que
seguro
perdería, garantiza la conservación- victoria del
arte.
II. Qué es la obra de
arte y qué esperar de ella: Adorno frente a la
crítica marxista tradicional
Según se adelantó, Theodor W. Adorno ve en
la propia existencia del arte moderno a un opositor de la
sociedad. Pero, contrariamente a lo que pueda esperarse de un
teórico marxista que discurre sobre arte, la obra no es
opositora del hecho social por lo que tiene para decirle,
sino por lo que es, en sí misma. O, para utilizar
un estilo que nos siga acercando al tono de la dialéctica
negativa adorniana, por lo que no tiene para decirle.
Hablar de la autonomía de la obra de arte en Adorno
es hablar en estos términos: desde ella y sólo
desde ella es posible una impugnación verdadera al hecho
social. Su praxis
efectiva reside en conservar su carácter autónomo.
Así, cerca de Foucault, el propio arte es a la vez la
praxis, y no un escalón previo. Para Adorno, la obra no
debe inducir a que se salga a las calles ni
denunciar abiertamente nada, como podría pretender
Sartre cuando da a la obra el mote de función
social y cuando pretende lo ya dicho sobre el compromiso en
la literatura. La obra, con ser ya autónoma, confirma a la
vez la praxis, en forma parecida, epistémicamente, pero
trasladado a categorías estéticas, a lo que ya nos
habían dicho Deleuze y Foucault sobre el no distinguir
teoría de praxis. La obra de arte, que nace de lo social
pero que a la vez posee leyes
autónomas de existencia, puede, por esta doble
condición en apariencia contradictoria, criticar su cara
social desde su cara autónoma y ya derrotar al
monstruo social vigente.
Desde la cara autónoma se critica a la cara
social de la obra de arte: es éste el único modo de
impugnar la realidad social. De no ser también
autónoma, de ser la obra únicamente una
función
social, como parece quererlo Sartre en ¿Qué es
la literatura?, sus palabras y su impugnación
serían tan inútiles como un reformismo, porque su
aceptación primera de ser únicamente hecho social
sería una dócil aceptación de haber sido
articulada por el sistema al que pretende impugnar. Aquí
aparece en Adorno una crítica epistémicamente
homóloga a la que le formulara Foucault desde las estrategias del
intelectual comprometido: Adorno, otra vez con Foucault,
advierte, pero en este caso hablando del objeto estético,
que Sartre, como el marxismo tradicional, está dejando
pasar los presupuestos
más nocivos de las relaciones de poder vigentes que
garantizan la solidez de la sociedad a la que se denuncia.
Sartre, parecía decir Foucault desde las estrategias del
intelectual, y parece decir Adorno desde las consideraciones
estéticas, no dirige su artillería al
núcleo: descuida, desde Foucault, que el intelectual
continúa ejerciendo el poder, y desde Adorno, que si se
considera a la obra como una función social por encima de
todo, ya se la ha dejado absorber por ese todo social cuya
principal herramienta consiste en absorber y transformar en
mercancía a sus opositores.
Si, por otro lado, la obra de arte fuera
únicamente un ente autónomo, como quieren los
primeros formalistas rusos, las posibles (y necesarias) lecturas
sobre el diálogo
con la sociedad quedarían postergadas por tiempo
indefinido en pos de preservar una falsa esfera de inmanencia,
como sugirieron también los teóricos del Arte por
el arte () y como pretenden algunos conservadores de Yale y
Harvard ().
Aquí se hace indispensable remarcar lo que sigue:
que la singular posición de Adorno en este mapa
crítico le permite objetar en forma bastante equivalente
tanto a la teoría del compromiso en la literatura como a
la doctrina del arte por el arte, dos falsedades y a la vez las
dos reducciones en el abordaje de una obra. De un lado, cae la
teoría del compromiso en literatura tal y como la
presentara Sartre en ¿Qué es la literatura?,
rechazando a Proust, a Flaubert o a Balzac porque no dicen
una sola palabra de crítica al sistema opresor. De ese
mismo lado cae también la teoría del realismo
socialista entre cuyos intelectuales
más representativos se encuentra György
Lukács, rechazando por momentos a Franz Kafka, a
Stendhal o a Zola. Del otro lado, cae la doctrina del Arte por el
arte, que pretende retornar a una autonomía
artística en estado
puro, un estado sólo imaginario y abstracto.
También cae todo intento inmanentista en el abordaje de la
obra, que olvide o postergue su ineludible condición de
hecho social al mismo tiempo que (y por ser)
autónoma.
¿Cómo puede Adorno pararse tanto en las
antípodas de la teoría del
compromiso sartreana o del realismo lukácseano como en las
del arte por el arte y el formalismo? La pregunta por el paradero
de Adorno en este mapa es también la pregunta por todos
los teóricos marxistas que abordan el hecho literario y su
función crítica, y podríamos formularla
así toda vez que fuéramos afines a las digresiones:
¿dónde leen, los marxistas, en forma
dialéctica y dónde su lectura se torna más
determinista? Y, por lo tanto: ¿De qué manera
conciben la función crítica en la obra de arte? El
caso de Adorno es muy singular en cuanto a que parece ver el
hecho artístico como si fuera esencialmente
dialéctico, dual (reducimos, en términos
fenomenológicos, la cuestión de la síntesis
por el momento): por lo tanto, la función crítica
de la obra de arte, desde aquí, no se simplifica a la
acción
de hacer una crítica social de la sociedad, sino
que usa su cara autónoma para impugnar su cara social, y
ese gesto hace posible una crítica pertinente de lo
social. Este recurso solo es posible en Adorno, por la forma en
que éste pide ver a la moderna obra de arte. El propio
hecho artístico tiene, de este modo, una existencia
dialéctica que desde Sartre no es tan clara (por sus
postergaciones y su falta de interés
por hablar del hecho artístico en sí) y que
Sartre hace ver como más bien subordinada a lo social
().
La dialéctica como constitutiva de la obra de
arte se explicita en su Teoría estética.
Adorno se hace cargo claramente de su visión del
fenómeno estético: un apartado como Sociedad
incluye comentarios como éstos: "El arte es algo
social, sobre todo por su oposición a la sociedad,
oposición que adquiere sólo cuando se hace
autónomo" (ADORNO, 1970), o: "Lo que [el arte]
aporta a la sociedad no es su comunicación con ella, sino algo
más mediato, su resistencia, en
la que se reproduce el desarrollo social
gracias a su propio desarrollo estético aunque éste
ni imite a aquél" (ibídem. El subrayado es
mío y servirá para más adelante). Podemos
ver algo significativo: si la obra de arte tiene su doble
carácter de hecho social (en tanto surge de ella) y de
ente autónomo (en tanto posee reglas propias, partiendo de
sus propias formas), la relación de impugnación a
lo social radicará en su diferencia con ella, diferencia
que debe conservar, como ya se dijo, a través de su
autonomía. Autonomía cuya especificidad y punto de
diferenciación con la realidad social estará en la
forma.
Tenemos entonces dos cuestiones en pugna: la sociedad,
que intenta absorber y transformar en mercancía a la obra
de arte a partir de su lógica administrativa, y la
obra de arte, que se resiste. La obra de arte, que es hecho
social, al ser también autónoma a través de
su forma, no debe jamás, si pretende seguir independizada
de la sociedad administrada para impugnarla desde su propia
independencia, descuidar aquello que la hace autónoma: su
forma. Por lo tanto, la impugnación del arte a la sociedad
a la que desprecia está en hablarle a través del
idioma que lo social no habla: sus formas. El discurso directo
del realismo, del compromiso panfletario y del compromiso
sartreano no servirán, desde Adorno, en la medida en que
sigan presuponiendo que la literatura tiene que decir algo
(), porque cuando la obra más dice en forma directa, desde
la perspectiva adorneana, más evidencia haber sido ya
despojada de su autonomía. Si la obra dice, ya
está derrotada. Y, a la inversa, cuanto menos dice en
forma explícita, esto es, cuanto más
expresa, cuanto más habla no desde el lenguaje
ordinario sino desde su propio lenguaje
expresivo, más impugna desde su trinchera resistente,
desde su autonomía, esto es, desde el único lugar
desde el que se puede impugnar: un lugar ajeno al de la
lógica que se critica, extranjero: independiente
().
Para evitar reducciones sobre la manera en la que Adorno
aborda la autonomía en la obra de arte, se dirá una
vez más que la independencia total en arte no existe, ya
que, si fuera tal, su impugnación seguiría siendo
inútil: tan simple como que tiene que haber al menos un
puente entre impugnador e impugnado para que la
impugnación funcione. A esta especie de relación
de rechazo, a ese puente entre obra y realidad, puente que
Adorno ve en la forma de la obra de arte, se lo conoce en
terminología adorneana como mediación (v.
cita anterior).
Con que, luego de todo esto, Adorno abordará la
obra de arte en tanto crítica del hecho social no por lo
que le diga o no le diga, sino por lo que
exprese o no exprese. La categoría de
expresión en Adorno, aunque no muy atendida a la
hora de hablar de él, es fundamental si pretendemos
entender cómo funciona el costado impugnador de la obra de
arte. No se trata de la expresión de su autor (Adorno no
habla de autores sino de obras, aunque pueda confundir el hecho
de que se vea obligado, con frecuencia, a ejemplificar con
ciertos autores lo que es el asunto principal de su
teoría: las obras), sino de la expresión en tanto
identificación del tipo de lenguaje formal por el que
habla una obra. En este sentido, podría oponerse el
expresar al decir: "Que las obras de arte
renuncien a la
comunicación es una condición necesaria, pero
no suficiente, de su esencia no ideológica. El criterio
central es la fuerza de
su expresión, gracias a cuya tensión las
obras de arte con un gesto sin palabras se hacen
elocuentes. Por su expresión las obras de arte
aparecen como heridas sociales, la expresión es el
fermento social de la autonomía." (ADORNO, 1970; los
subrayados son míos). Este es el lenguaje que persigue
Adorno: el de la expresión, que, a la vez que
afianza la autonomía de la obra de arte, lo hace, por eso
mismo, un mejor impugnador de la sociedad. La expresión es
en síntesis el lenguaje de la forma. Es ella y no el
contenido, no lo que la obra debe decir, lo que impugna a la
realidad social.
Por eso las distancias que Adorno pueda tener respecto
de los momentos más burdos de una teoría del
compromiso sartreana en literatura son distancias técnicas,
estratégicas, epistemológicas, no
ideológicas. Distancias que parten de la manera en la que,
filosóficamente, se concibe a la obra de arte. O, mejor
dicho, distancias que surgen desde el momento en el que se deja
de pensar a la obra como únicamente un hecho social y pasa
a considerársela como una existencia dialéctica de
autonomía y hecho social. En esto consiste la distancia
violenta entre Adorno y Lukács (en la que,
trágicamente, no podremos detenernos), las diferencias
importantes con Sartre y las objeciones a la doctrina del arte
por el arte. Eso que Adorno persigue en la obra de arte,
ejemplificando en la música, carente de
cosas que decir y sin embargo cargada de cosas que
expresar, esa distancia inconciliable entre obra y
sociedad que necesita para distinguir a una obra de arte
crítica de una ideológica, puede dar cuenta de la
noción de dialéctica negativa, y está
estrechamente relacionada con la pregunta que nos formulamos
líneas atrás sobre el punto donde leen
dialécticamente los críticos marxistas. Adorno, al
aplicarle una lectura dialéctica a la existencia
misma de la obra de arte en forma completamente original por
un lado, y al pensar sus dos elementos como necesariamente en
pugna para que la obra sea verdaderamente crítica, se ve
obligado a suprimir el momento de conciliación entre obra
de arte y hecho social, conciliación que atentaría
contra la propia existencia crítica de la obra de arte,
que es pugna por "esencia"; estamos queriendo decir que Adorno no
puede permitirse, tal y como aborda el objeto artístico,
el momento de la superación de la contradicción:
Adorno debe eliminar la síntesis de su modelo
dialéctico. Con este movimiento, se
vuelve en varios puntos anti- hegeliano. Esta dialéctica
tan singular, la dialéctica negativa, es decir, la
relación que el arte debe tener de eterna
objeción al hecho social vigente del que nace y al que
se opone mediante la forma y la expresión, convierten a
Adorno, como podría suponerse, en un indoblegable
crítico del arte en tanto catarsis, en
la medida en que considera lo catártico como un punto de
conciliación entre la realidad y la obra.
El momento catártico de las obras de arte es para
Adorno el inicio de su derrota como impugnadora de la sociedad.
La teoría del compromiso sartreana o marxista en general,
por más brutal que fuera su crítica, no
dejará de ser catártica si no ve la
impugnación en la forma y no en los mensajes directos,
inmediatos, a la sociedad. La relación de la obra de arte
con la recepción debe ser de tensión y no de total
reconocimiento; debe ser una relación de reconocimiento
parcial y nunca acabada, que materialice de paso la correcta
comunicación relativa entre un ente social (la
recepción) y un ente anti- social (la obra). La
recepción (que no es ya la masiva, arrastrada hacia la
industria cultural, el pseudo- arte en el que Walter Benjamin
había depositado ingenuas esperanzas), al reconocer esa
obra lo suficiente como para tomar consciencia de lo lejano que
está de ella, reconoce (eso se supone) a la vez lo
irreconocible que su naturaleza está respecto de la
naturaleza de la obra, esto es: se percata de su propia
desnaturalización. Sólo en este sentido,
según Adorno, la obra de arte es crítica.
Sólo en este sentido es, y cuando posee estas
características, un objeto de conocimiento.
Desde términos adornianos como
autonomía y hecho social,
expresión, negatividad, mediación, anti-
catarsis, no- conciliación, forma, podemos entender el
carácter de esta segunda objeción a las
generalizaciones sartreanas que oscilan entre el rol del
intelectual (objetado por Foucault) y un detenimiento exhaustivo
en la obra de arte, como para saber en qué medida se le
puede pedir un compromiso (objetado por
Adorno).
Fernán Tazo
. Que se evidencia en su participación en la
Escuela de
Frankfurt y en todos sus trabajos, en especial Dialéctica
de la
Ilustración, escrito en colaboración con Max
Horkheimer en 1947.
2. Habíamos adelantado esta afinidad
epistémica entre Foucault, Deleuze y Adorno en la nota al
pie nº 9. Voy a retomar la cita realizada al momento de
hablar de Foucault y traslado lo dicho ahora al terreno
estético: "(…) la teoría no expresa, no
traduce, no aplica una práctica; es una
práctica." (FOUCAULT- DELEUZE, 1972). La obra, desde
Adorno, también es una práctica.
3. Es interesante, a modo de curiosidad, cómo la
crítica de Adorno a estos últimos no es una
crítica de carácter ético como la
sartreana (Sartre los tilda de irresponsables), sino
técnica, epistemológica: Adorno no ve en
ellos tanto a escritores irresponsables como a escritores
equivocados en su manera de abordar la obra de arte y en sus
estrategias críticas. Y, por los andariveles de Adorno,
Sartre está tan equivocado como los teóricos del
arte por el arte, aunque por razones opuestas.
4. Entre ellos, Harold Bloom.
5. Podríamos, siguiendo con el mapa
crítico de la tradición marxista, continuar en esta
línea: desde Lukács, la literatura está
claramente determinada por el hecho social y su carácter
dialéctico, en rigor, no existe: por eso, leído
desde Adorno, Lukács es un déspota de las formas, y
de las formas de un hecho artístico que no comprende en
sí mismo. Bertolt Brecht, lejos tanto de Adorno como de
Lukács, es el que más claramente ha desmantelado el
paradigma lukácseano sobre literatura.
6. Recordemos a Sartre en ¿Qué es la
literatura?: "Considero a Flaubert y Goncourt responsables de
la represión que siguió a la Comuna porque no
escribieron una sola palabra para impedirla" (SARTRE, 1948. El
remarcado es mío y remarca precisamente las diferencias
epistémicas con Adorno).
7. El criterio epistémico adorniano sobre la
manera en que el arte debe impugnar a la sociedad pide algo
parecido a lo que Edward Said, en su notable tercer apartado de
Representaciones del intelectual, quiere para el
intelectual y su función crítica: elegir una
perspectiva de exiliado, saberse fuera de aquello a lo que
debe criticar aunque habite la tierra
criticada (y porque lo hace): "Debido a que el exiliado ve las
cosas en función de lo que ha dejado detrás y, a la
vez, en función de lo que lo rodea aquí y ahora,
hay una doble perspectiva que nunca muestra las cosas
aisladas. Cada escena o situación en el país de
acogida evoca necesariamente su contrapartida en el país
de la procedencia. Intelectualmente esto significa que una idea o
experiencia se ve siempre contrapuesta con otra,
haciéndolas aparecer por lo mismo a ambas en ocasiones
bajo una luz nueva e
impredecible: de esta yuxtaposición obtiene uno una mejor
y tal vez más universal idea de cómo pensar, por
ejemplo, acerca de un tema relacionado con los derechos humanos
en una situación por comparación con otra." Y
continúa, unas líneas más adelante: "Una
segunda ventaja para lo que es de hecho el punto de vista del
exilio para un intelectual es que tiendes a ver las cosas no
simplemente como ellas son sino como han venido a ser. Contemplas
las situaciones como contingentes, no como inevitables; las ves
como el resultado de una serie de opciones históricas
llevadas a cabo por hombres y mujeres, como hechos de sociedad
realizados por seres humanos, y no como realidades naturales o
sobrenaturales, y por lo tanto inmutables, permanentes e
irreversibles" (SAID, 1994). No en vano, Said utiliza como
ejemplo de intelectual exiliado justamente a Theodor W. Adorno:
lo que Said destaca en su figura humana, yo lo observo
también en su visión de la obra de arte,
articulándose como por accidente, además de la
figura de un teórico genial, la de un hombre
consecuente.