- Los cambios operados
en las economías occidentales desde la década de
los años setenta - Crisis de
producción, subversión de valores: los
límites del consumo de masas en la sociedad del
bienestar - Las
nuevas prácticas del consumo. Fragmentación de
mercados, cultura del s
Los cambios operados en las
economías occidentales desde la década de los
años setenta
Los cambios operados en las economías
occidentales desde la década de los años setenta
han modificado sustancialmente y de forma bien conocida las
formas de producción, principalmente gracias a la
incorporación de una nueva base tecnológica que ha
facilitado el uso productivo de la información; pero también han
comportado mutaciones igualmente notables en la práctica
social del consumo, sobre todo al provocar que la demanda de los
productos no
se realice tanto por su valor de uso
como por el valor simbólico que ha sido posible
asociarle.
Al analizar estos fenómenos se pone de relieve la
naturaleza y
las posibilidades del proceso de
satisfacción de las necesidades en nuestra sociedad en el
momento presente y también que su realidad cada vez
más compleja obliga a analizar el fenómeno del
consumo como una práctica social vinculada tanto a las
formas de producir como a los sistemas de
valores que
gobiernan los comportamientos humanos.
Para que eso sea posible, me parece que es necesario
considerar que el consumo nunca resulta ser un acto aislado -como
lo entiende generalmente la economía
convencional-, ni inherente tan sólo a la simple
individualidad, ni, por supuesto, el resultado exclusivo de una
interacción automática y limpia
entre la oferta y la
demanda en el mercado. De
hecho, para que pueda ser posible realizar actos de consumo es
preciso participar en todo un entramado de relaciones sociales de
muy distinta naturaleza: relaciones de intercambio
complementarias encaminadas a obtener recursos que
permitan financiarlo, relaciones jurídicas que establecen
los límites de
las conductas posibles para lograr la satisfacción,
relaciones dirigidas a establecer la naturaleza y la cantidad de
los objetos de los que luego se podrá disponer y, lo que
es muy determinante, relaciones de aprendizaje que
permitan conocer el uso potencial de los objetos de cara a la
satisfacción.
Esto último significa, al contrario de lo que es
mantenido por la economía convencional, que el sujeto no
se enfrenta a los objetos como abstractos y que tampoco el
consumo es un acto derivado intrínsecamente de la
necesidad. En sentido estricto, tampoco la pura
disposición del objeto es lo que proporciona
necesariamente la satisfacción.
En tanto que algo es deseado como objeto del consumo,
éste ya no se desenvuelve tan sólo en el
ámbito de las cosas, sino en el mundo de las ideaciones y
de los valores
simbólicos que son inherentes a cualquier objeto.
Así, mientras que la necesidad (entendida como la carencia
que puede ser satisfecha objetivamente por algo que posea un
valor de uso determinado) puede existir de forma natural, los
deseos asociados a ella no; de tal forma que el patrón de
la satisfacción no se resuelve tan sólo en virtud
de la pura materialidad del objeto, sino también del
juego de los
valores que les hayan podido ser añadidos.
De hecho, la respuesta humana frente a la necesidad
está siempre determinada por un tipo específico de
aprendizaje de los valores, de los usos y de las representaciones
simbólicas que corresponden a las cosas que le son
accesibles, de tal manera que el consumo no es una simple
práctica de disposición de objetos, sino un
auténtico proceso revelador de signos.
Así, cualquier cosa que satisface objetivamente una
necesidad puede no ser deseada para ese fin, mientras que el
consumo de otra que de hecho no pueda llegar a satisfacerla puede
ser deseado en la medida en que el disfrute de su valor
simbólico se considere, en el mundo de representaciones
del sujeto, como la satisfacción auténtica de la
misma.
Si se rechaza la hipótesis convencional de que la
producción y el consumo son instancias separadas que
responden a fenómenos y estrategias
divorciadas y que, por tanto, tan sólo el azar de los
precios de
mercado es capaz de hacer que se encuentren, habría que
convenir, por el contrario, que ambos, producción y
consumo, forman parte de un proceso general que los influye
simultáneamente al generar, por ejemplo, formas de
apropiación determinadas, derechos inherentes a la
propiedad
diferenciados y distinta participación de los individuos
en el excedente que se genera y que determina el grado y la forma
en que cada uno de ellos puede afrontar su satisfacción.
E, igualmente, al analizar la producción desde el punto de
vista de sus determinantes sobre el consumo no sólo se
está conociendo la forma de producir (quién oferta,
con qué técnica o en qué condiciones de
disponibilidad general de lo producido) sino también las
condiciones en que va a ser disfrutado el objeto de
producción, la pauta social de consumo que incluye la
forma de accesibilidad material a los objetos y el sistema de
representaciones dominante.
Y es que la producción no sólo proporciona
a través del consumo un objeto a los sujetos. En la medida
en que cada uno de ellos entraña la asimilación de
signos y símbolos que le están asociados
implica también un sistema de valores y, en consecuencia,
un tipo de sujeto determinado que en el acto del consumo no
sólo hace suya la materialidad de la cosa que se
corresponde con su valor de uso, sino también la
ideación del mundo que se deriva de la aprehensión
del valor como símbolo que se le ha dado.
En el consumo se resuelve entonces no sólo la
estrategia de la
producción en sentido estricto, esto es, la
adquisición del producto, sino
también la directriz que marca el sistema
de valores establecido, el que determina finalmente el abanico de
preferencias que gobiernan los fenómenos sociales y las
decisiones colectivas.
Todo ello se hace especialmente evidente, a mi parecer,
en las modificaciones que vienen afectando en los últimos
años a la pauta social de consumo de nuestras sociedades y
que se producen, simultáneamente, con los cambios operados
tanto en el sistema productivo como en el sistema de valores
dominante.
Crisis de producción,
subversión de valores: los límites del consumo de
masas en la sociedad del bienestar
Como es sabido, después de la II Guerra Mundial se
abrió un período de fuerte crecimiento entre cuyas
características me interesa ahora destacar brevemente las
siguientes.
En primer lugar, el proceso de permanente
expansión del gasto garantizado tanto por el incremento de
la población incorporada a los mercados de
trabajo, como
por el aumento del gasto
público.
Uno y otro dieron lugar a una poderosa presión de
la demanda que permitía la realización plena de la
producción, básicamente orientada a la
dotación de infraestructuras sociales de todo tipo, a la
fabricación de bienes de
consumo y a la de los bienes de equipo necesarios para
ello.
Se trataba, por tanto, de un modelo de
acumulación garantizado por el consumo generalizado y que
hacía posible tasas de crecimiento
económico prácticamente
autosostenidas.
En segundo lugar, que las líneas de
producción se correspondían con una demanda de esas
características, es decir de consumo generalizado y
masivo. La producción de mercancías fue una
producción de grandes cantidades, de productos en serie,
estandarizados y sin apenas diferenciación porque se
destinaban a satisfacer la necesidad de un equipamiento hasta ese
momento prácticamente inexistente.
El incremento del consumo, el acceso generalizado a los
objetos, fue la base en que se sustentó, como tercera
característica, un amplísimo consenso social. Lo
que se calificó como sociedad del bienestar era la
expresión de un estado de
cosas en donde la aspiración del consumo era tan fuerte
como para garantizar la disciplina
laboral y
social que hacía posible que las reivindicaciones
salariales pudieran ser compensadas por incrementos superiores en
la productividad
y que las sociedades gozasen de un alto grado de legitimación ciudadana.
La rápida generación de empleo, el
establecimiento de los niveles de salarios que
permitían hacer frente con holgura a las necesidades
domésticas más dispares y la
universalización de los servicios
públicos de toda naturaleza forjaron un tipo de
ciudadano satisfecho con su destino y plenamente confiado en un
estado de cosas que parecía garantizarle la
satisfacción de todas sus necesidades.
Una sociedad cuyos principios eran,
como dijo el ministro alemán G. Heinemann, "ganar mucho
dinero, tener
soldados para defenderlo e iglesias bendiciéndolo todo"
proporcionaba suficiente atractivo material para gozar de una
elevada legitimación; y la posibilidad de garantizar el
consumo masivo a través del salario era una
razón sobrada para disciplinar el trabajo en
los talleres y conseguir la paz laboral y la cooperación
entre el capital y el
trabajo, necesarias para que pudieran conseguirse incrementos en
la productividad sin provocar el empobrecimiento que había
sido característico de épocas
anteriores.
Pero este modelo de crecimiento iba a dar muestra de
contener limitaciones fundamentales que se plasmarían en
lo que luego hemos conocido como la "crisis del
Estado del Bienestar" y cuya expresión más
importante, desde el punto de vista de la influencia sobre las
pautas de consumo social, fue la saturación de los
mercados, producida, al mismo tiempo, por
diversas circunstancias.
En primer lugar, hay que tener en cuenta que ya a
finales de los años sesenta se habían comenzado a
generar los primeros volúmenes importantes de desempleo,
marginación y pobreza. Como
dice Katonna "los que más compran son los más
insatisfechos" y eso significará que la pérdida de
ingresos de
las capas sociales con menos rentas y con mayor propensión
al consumo (es decir, que dedican a éste una
proporción mayor de su renta) afectará de manera
más decisiva a la contracción del consumo
total.
Ciertamente, la caída importante del consumo no
se lleva a cabo hasta ya entrados los años setenta pues se
produce el efecto que había sido analizado por
Duesemberry: los consumidores ajustan su gasto a la renta pasada
que había sido mayor. Pero eso lo que produjo no fue sino
agudizar el endeudamiento que llegaría a convertirse en un
problema principal de las economías.
A la saturación contribuye, en segundo lugar, el
agotamiento técnico del propio sistema
productivo.
Con la base tecnológica existente la
producción en serie y masificada se podía llevar a
cabo y multiplicar sin límite y a bajo coste con mucha
facilidad. El problema es que en nuestras economías no se
produce según la demanda existente. Mientras que exista
demanda el mecanismo de la producción opera sin descanso y
con rentabilidad,
pero cuando la demanda cae se produce un fenómeno de
sobreproducción.
En tercer lugar, porque precisamente para hacer frente a
estos riesgos se
hace necesario abrir la producción a nuevos sectores y
nuevos productos. Hacia los más rentables acude entonces
la inversión, pero también estos son
los que primero padecen una sobrecapitalización, es decir,
una dotación desproporcionada de capitales en busca de
nuevas franjas de demanda.
La expansión había sido posible porque fue
relativamente fácil abrirle paso a los nuevos productos en
mercados vírgenes. Pero a medida que la demanda se fue
saciando, la capacidad de inducir nuevas variedades de
necesidades para los mismos productos, o incluso nuevos productos
para viejas necesidades, se fue limitando
también.
A lo largo de los años sesenta esas posibilidades
fueron haciéndose cada vez más reducidas,
más costosas y, en consecuencia, más
arriesgadas.
Finalmente, todo ello provocaba un efecto perverso.
Cuando las empresas se
enfrentan a la saturación dedican preferentemente sus
inversiones a
mejorar el producto o a diferenciarlo. En Estados Unidos,
por ejemplo, sólo el 31% de los gastos de
inversión realizados entre 1.957 y 1.966 se dedicó
a inversión industrial propiamente dicha. Pero eso llevaba
naturalmente a que se deteriorase la dotación para
inversiones de base productiva. De hecho, de 1.967 a 1.975 los
gastos globales en inversión industrial en los once
países más importantes de la O.C.D.E. no crecieron
en absoluto tan fuertemente como lo hicieron en la fase expansiva
anterior.
Frente a esta situación, las posibilidades de
ampliar la capacidad de la demanda en el mercado son
reducidas.
La de aumentar el crédito
da lugar problemas
añadidos que no puedo tratar aquí y, en cualquier
caso, debía tener forzosamente un
límite.
La segunda solución es tratar de encontrar nuevos
mercados. La producción seriada y masiva tiene el
inconveniente de que necesita un gran mercado interior para ser
rentable, pero tiene la ventaja de que permite la reproducción de los productos de manera
idéntica en cualquier localización.
Cuando se produce la saturación del mercado
interior las empresas tratan entonces de posicionarse en otros
mercados. Pero en esa estrategia iban a coincidir, a lo largo de
los años sesenta y setenta, las empresas norteamericanas y
también las europeas y japonesas que, tras la
reconstrucción de sus economías, habían
comenzado a tener la dimensión y la capacidad productiva
suficiente para lanzarse a los mercados internacionales. A la
larga, pues, la saturación de los mercados interiores se
haría extensiva a la economía
internacional en su conjunto.
La verdadera alternativa entonces era la de tratar de
diferenciar el producto u obtener gamas relativamente
distinguidas de un mismo original, es decir procurar alcanzar
mejores posiciones en el mercado desmarcándose de los
competidores no por la vía del precio sino
por la de ofrecer una variedad algo distinta del producto que le
permita ofrecerlo como si pudiera satisfacer necesidades
diferentes y de esa manera generar segmentos adicionales de
demanda que permitieran aumentar el consumo.
En definitiva, se hacía necesario un nuevo
sistema de competencia
generalizada basada en la diferenciación. Eso condujo a
tratar de diversificar la producción, de modo que se
realizaran variaciones sobre un mismo producto para poder crear
así la ilusión de que los consumidores estaban
disponiendo de nuevos bienes sin que éstos lleguen
verdaderamente a serlo. Es lo que se ha calificado como "ingeniería del valor", la permanente
búsqueda de nuevas envolturas o apariencias externas de
productos idénticos o similares para que puedan aparecer
como capaces de satisfacer necesidades distintas.
Sin embargo, la tecnología existente
y propia de la producción en serie sólo
proporcionaba las bases de fabricación de una gran
cantidad de un mismo producto y de una sola vez. De hecho,
transformó la demanda de bienes similares entre sí
en la demanda de un único producto estándar. En
consecuencia, la diferenciación bajo ese régimen
era no sólo muy difícil sino que además era
muy costosa. En definitiva, no era rentable. Resultaba preciso
incorporar una nueva base tecnológica.
No se tratará de producir menos en cada serie de
productos. Todo lo contrario. Se procurará producir cada
vez más pero en series diferenciadas.
Lo que habrá que conseguir entonces es una nueva
base técnica que pueda diferenciar los productos (en mayor
o menor grado) a partir de unos componentes básicos
comunes para que el proceso de diferenciación sea lo
más ágil posible y lo menos costoso.
Evidentemente, eso se podría producir a
través de una ingente aportación de trabajo humano,
lo que implicaría volver a la pura artesanía, pero
eso era lógica
y económicamente impensable. Lo esencial, por el
contrario, es conseguir que los medios
materiales que
intervienen en la producción manipulando las piezas o los
distintos componentes del proceso no sólo se automaticen,
como hasta entonces, para poder producir grandes cantidades, sino
que también lleguen a ser programables. Es decir, que
reconozcan diferentes series de operaciones y que
puedan intercambiar respuestas en cada una de ellas para
conseguir resultados variados. Y todo ello, con la menor
aplicación posible de trabajo humano.
La incorporación masiva de la electrónica, primero, y de la informática, después, va a permitir
sustituir las series uniformes que proporcionan productos
indiferenciados por redes en las que el propio
capital físico estará en condiciones de
diversificar los procesos y sus
resultados.
La base material de la producción a lo largo de
los años cincuenta se había basado en la
máquina herramienta que alberga herramientas
distintas y permite combinar operaciones. Pero su inconveniente
principal es que su eficacia depende
de la propia habilidad del usuario.
De ahí, que el avance inmediato consistió
en su simplificación para permitirle operar en flujos y
procurar su automatización que hiciera posible que el
control se
sustrajera de la intervención del
trabajador-usuario.
Para ello debía ser susceptible de ser
programada, lo que se consigue gracias a la máquina
herramienta de control numérico. Con ella, además,
es posible que el control le corresponda a un usuario indirecto,
al "ingeniero de dirección" que será quien
elaborará los programas.
El problema seguía siendo que este tipo de
máquinas, aunque ahora programables, se
seguían insertando sólo en procesos reiterativos,
propios de la producción en serie. Y, de hecho,
sólo en procesos de esta naturaleza podía ser
utilizada mientras la capacidad de programación fuese limitada, es decir,
cuando no puede responder "en tiempo real" a las diferentes
contingencias que se pueden producir en el proceso, ni modificar
de manera inmediata su manipulación programada.
Sin embargo, la electrónica y la
informática que logran un uso mucho más eficiente
de los códigos que hay que transmitir a las
máquinas permitirán, sobre todo, que se multiplique
el alcance de la programación a la que está
sometida la máquina, dando entonces respuestas inmediatas
a los cambios que se produzcan, o que se desee que se realicen.
El pilotaje y la conducción del proceso productivo se
informatizan y eso permite, en suma, hacer mucho más
versátil y operativa a la máquina.
Por fin, un nuevo paso consiste en lograr que las
máquinas se conviertan en manipuladores de gran
versatilidad (robots) que tengan capacidad para realizar
(podríamos decir, para memorizar) no sólo tareas
repetitivas y simples sino para hacer frente a imprevistos, para
modificar las trayectorias o para adaptarse sobre la marcha a las
modificaciones programadas en la operación.
Como consecuencia de ello se alcanzan tres grandes
objetivos. Por
una parte, la integración en los procesos que permite
eliminar los tiempos muertos en el abastecimiento, tanto de
energía como de materiales, lo que garantiza enormes
ganancias de productividad y que éstas no sólo
dependan del esfuerzo humano incorporado a la
producción.
Por otro lado, la flexibilidad que se expresa en la
adaptación de las máquinas a las modificaciones
pre-programadas. Así, en un mismo proceso se pueden
fabricar variedades de productos diferenciados a partir de
componentes comunes y/o un mismo producto con connotaciones o
características diferentes. Además, se permite
hacer frente de forma mucho más económica a las
fluctuaciones de la demanda.
Finalmente, la incorporación de la nueva base
tecnológica permite no sólo transformar la
producción de las mercancías tradicionales, sino
también disponer de nuevos productos vinculados
principalmente al almacenamiento,
difusión o tratamiento de la información que ahora
se pueden realizar en condiciones de gran versatilidad y a bajo
coste.
Es de esta manera que la nueva organización del trabajo y la
informatización añadida a la automatización
conforman una forma de producción que proporciona la
posibilidad de obtener gamas de productos diferenciados a menor
coste así como incluso nuevos objetos de consumo. De esa
forma se podía afrontar un nuevo tipo de competencia. Tan
sólo era necesario que la posibilidad técnica de
diferenciar se correspondiese con una demanda que, sobre todo,
respondiese al deseo de la diferencia.
Las nuevas prácticas del
consumo. Fragmentación de mercados, cultura del
simulacro
Efectivamente, la generalización de la
competencia a través de la oferta de gamas implica que el
consumidor no
debe sentirse atraído tanto por el objeto mismo como por
lo que lo "distingue", esto es, por su valor simbólico;
pero ello sólo puede ser resultado de que los objetos (que
en su pura materialidad pueden ser exactamente los mismos)
conlleven un signo o una representación distinta, que su
adquisición comporte también al consumidor una
nueva imagen de
sí mismo.
Por eso se dice que uno de los descubrimientos
más importantes de la publicidad en los
años ochenta es el de las numerosas dimensiones
comunicativas que escondían los productos (Mattelart, A.
La publicidad. Paidós, Barcelona 1.991, p. 102). Un
determinado diseño,
logotipo, estilo de empaquetamiento, arquitectura de
lugares de venta, o una
específica identificación visual del producto
pueden contribuir a convertirlo en objeto deseado de consumo
más que la utilidad misma
que proporcione su valor de uso.
El consumo entonces se sustenta no sobre el aprendizaje de
los usos que se corresponden con la materialidad del objeto, sino
sobre el establecimiento de las correspondencias necesarias entre
las representaciones simbólicas del objeto (que es lo que
verdaderamente lo distingue) y el mundo de ideaciones y valores
del consumidor.
De hecho, la cosa deja de ser lo deseado y la
relación entre el sujeto y la cosa que expresa el consumo
deja de ser de carácter utilitario para convertirse en una
relación lúdica, a través de la cual el
consumidor complace su representación del
mundo.
Para ello es preciso que la oferta, en condiciones de
competencia a través de gamas, responda sobre todo al
mundo de las representaciones de los consumidores y,
naturalmente, que éste último se haya conformado
previamente de manera que el cultivo del sí mismo, la
búsqueda de la propia identificación lleguen a ser,
más que la referencia colectiva del otro, lo que defina el
patrón de la conducta
social.
En consecuencia, la oferta debe tratar de personalizar
el objeto, de dotarlo de un valor simbólico que se
corresponda fielmente con el sistema de ideaciones del consumidor
al que se dirige. Por eso se modifica no sólo la
elaboración del propio producto, sino las condiciones de
venta o los espacios en donde el propio consumo se
realiza.
Las nuevas formas de consumo no pueden llegar a
realizarse cuando la oferta se limita tan sólo a poner
físicamente el producto a disposición del
consumidor. Es necesario dotarlo de una imagen que explicite
suficientemente su papel en el universo de
los simbólico. De ahí que no sea útil ya la
simple publicidad reiterativa, o puramente informacional, propia
del consumo de masas y encaminada básicamente a dar a
conocer la simple existencia del producto resaltando las
cualidades intrínsecas a su uso. Es preciso desarrollar
una estrategia complementaria dirigida a asociar su valor
simbólico con los valores de referencia del segmento de la
demanda al que pretende dirigirse. El marketing y,
en general, la actividad destinada a desarrollar globalmente lo
que se conoce como "imagen de producto" se convierten en la pieza
esencial del proceso de consumo.
Fundamentalmente, se trata de establecer la estrategia
adecuada para que se produzca una exacta correspondencia entre
las variedades del producto con cada segmento de la demanda, o
parafraseando a Moles, con cada mosaico social. Es también
un marketing diferente al del consumo de masas; se trata ahora de
un "marketing de alvéolos" o "de minorías", pues,
al tratar de diversificar los productos modulando un mismo
producto central, se debe conocer fielmente el universo
íntimo del consumidor, recurrir a soportes dirigidos a
audiencias específicas, alcanzar al consumidor en el lugar
mismo de la venta, individualizar la promoción o articular la distribución en torno a
minoristas más cercanos a los espacios en donde se expresa
el deseo de los consumidores.
Los que se conocen como estudios de "estilos de vida"
constituyen, en consecuencia, una pieza angular que permite a la
oferta conectar en cada momento con cada categoría social,
con cada estrato y hacer que la imagen de su producto se
corresponda lo más posible con las aspiraciones, aficiones
o, simplemente, frustraciones más relevantes de cada uno
de ellos.
La oferta de objetos con iguales valores de uso se
realiza entonces de manera polimorfa y el consumo aparece
así como un acto de por sí distinguido,
expresión de la individualidad singularizada de quien lo
realiza.
Ahora bien, si el consumo galvanizado a través de
este tipo de competencia es la clave que abre las puertas al
beneficio y al éxito
comercial y ello implica la generalización de un sujeto
social que hace transitar su estrategia frente a la necesidad
fundamentalmente a través del universo de los valores y de
sus representaciones simbólicas, cabe preguntarse si, de
esta forma, el consumo no deja de ser el remedio social de la
escasez para
convertirse en un proceso principal para favorecer la
asimilación de los valores que tan sólo garantizan
la perpetuación de un orden económico de
despilfarro y de una sociedad desigual.
Al haber menos horas de trabajo necesarias hay menos
trabajadores. No puede olvidarse que el ejército de
trabajadores residuales, los desempleados o los cada vez
más grandes números de personas sin ingresos
impiden ya lograr el consenso social desde la producción
que había caracterizado a la sociedad del bienestar. El
consumo de masas, incluso en su más bien aparente
expresión de satisfacción general, ya no es un
mecanismo que permita cementar una sociedad que, por desigual,
tiende a estar escindida.
Se ha hecho necesario conseguirlo entonces logrando
simplemente un mayor grado de sumisión y ello generalmente
sólo es posible ensimismando al sujeto,
enajenándolo de la percepción
de su medio social, haciendo que haga suyo un sistema de valores
dominado por la individualidad, la competencia y el
posibilismo.
Naturalmente esto implica que las fuentes de la
legitimación no surgen ahora directamente de las
relaciones económicas de producción-consumo que,
por el contrario, se convierten en el origen del conflicto
potencial, para asentarse en lo que podríamos llamar el
"tiempo sobrante", en el tiempo de no trabajo, que es en el que
únicamente se puede llevar a cabo el consumo, tanto de los
productos materiales como de los culturales que transmiten los
valores que garantizan la asunción del orden
social.
El consumo ha dejado de concebirse socialmente como la
contraprestación a la contribución que se realiza a
la producción para constituirse más bien en
el estado de
conquista permanente que expresa la supervivencia frente al
medio ambiente
de frustración que entraña un orden productivo que
garantiza cada vez en menor medida la satisfacción
general.
El consumidor ya no es el productor retribuido de los
años sesenta que se realiza socialmente (aún
alienándose) en el taller y se premia con el consumo, sino
más bien el que es premiado con un puesto de trabajo y se
realiza (alienándose) en el consumo, pues a través
del intercambio simbólico que éste lleva consigo es
como asume las representaciones sociales en que se basa su
sociabilidad.
Es fácil observar hoy día en nuestras
sociedades cómo el consumo se manifiesta muy a menudo en
conductas claramente compulsivas y que el incentivo colectivo que
lo mueve se conjuga muy generalmente con una pérdida
absoluta del sentido de la realidad. Incluso los propios espacios
en donde se realiza de forma privilegiada (los grandes centros
comerciales, por ejemplo) tienden a resumir en sí mismos
los órdenes vigentes en la vida social.
Sucede, pues, que las transformaciones en la forma de
producción no sólo llevaban consigo una nueva forma
de competencia. También un nuevo orden social y una nueva
representación del mundo, en la medida en que se modifican
las fuentes de la legitimación y el universo de los
valores sociales.
También la nueva forma de organizar la
producción se transustancia necesariamente en el mundo de
las representaciones, para ser asumida socialmente sin
posibilidad de conflicto. La marginalidad se
acepta como un estado de espera, el desempleo como un accidente
funcional que se resuelve por la competencia y la responsabilidad individual, mientras que la
alteridad no sería sino un residuo que impide a los
individuos gobernarse con el necesario posibilismo.
Las nuevas formas de consumo distinguido, la moderna
oferta diferenciada y personalizada, las modas que ahora se
llaman "abiertas", fragmentadas y no prescriptivas, susceptibles
de asimilarse por los diferentes segmentos de la demanda, son la
expresión de que las formas recientes del consumo en
nuestras economías promovidas bajo el nuevo régimen
de la oferta se adaptan perfectamente a una reciente forma de
sociabilidad que no tiene más referencia colectiva que el
sí mismo y el cultivo de una individualidad construida a
través, nada más, que de
ensoñaciones.
Mientras tanto, sin embargo, el consumo se divorcia del
sentido objetivo de la
necesidad. El sujeto, imbuido tan sólo en la
representación del mundo que le proporcionan los signos de
las cosas que consume, sustituye así la frustración
del insatisfecho por la ensoñación de la
abundancia, reacciona frente a la escasez sólo con la
aspiración y, a la postre, enmudece ante su propia
carencia y la del otro.
Juan Torres López