Si Jerusalem es sagrada para tres religiones, se pregunta Don
Confuso algo malhumorado ¿por qué debe gobernar
en ella el judaísmo en exclusividad?. Parece tener
razón en su reclamo. Parece. La verdad es que no
solamente el judaísmo no debe gobernar, sino que de
hecho no gobierna. No es el rabinato ni la Jevra
Kadisha quienes administran la ciudad; es el Estado del
pueblo judío. La demanda
judaica para con Jerusalem no es religiosa: es
nacional.
Por ello, Don Confuso hallará respuestas mucho
más rápidas cuando reformule su pregunta de este
modo: "si el pueblo judío no es el único que exige
Jerusalem, ¿por qué le asiste ese derecho en
exclusividad?" Así sí, podemos encaminarnos a
entender la cuestión.
Hace casi tres milenios, el profeta Isaías
creó la parábola de una "Jerusalem de los cielos",
ciudad a la que la tradición judaica terminó por
adjudicarle dos roles: que precede a todo lo existente y que, al
final de la historia, unirá a la
humanidad entera. La cristiandad, que reconoce en ella su cuna,
se concentró en el arquetipo.
La ciudad inspiró durante toda la Edad Media. En
Francia,
canciones de gesta. Además de la Canción de
Rolando, el Ciclo de Carlomagno es un grupo de
poemas
franceses medievales que incluyen el Peregrinaje de
Carlomagno a Jerusalem.
En Inglaterra,
poemas épicos. En los veinticuatro cuentos que
conforman la colección de los Canterbury de Geoffrey
Chaucer, el prólogo introduce a la treintena de personajes
en la taberna de Sothwark. Entre ellos el párroco
transformaba ese peregrinaje primaveral al sepulcro de Thomas
Becket, en un viaje espiritual a Jerusalem.
En el Renacimiento
italiano, epopeyas como Jerusalem Liberada de Torcuato
Tasso, en la que una romantización de la Primera Cruzada
alaba a los portadores del ideal religioso, siempre sintetizado
en Jerusalem.
De esa aureola de santidad, la ciudad nunca logró
desembarazarse. Cuando Francois de Chateaubriand, uno de los
más tempranos románticos franceses, muestra su
fascinación por lo exótico, lo hace en un
Itinerario de París a Jerusalén. El himno
nacional-religioso de Gran Bretaña lleva por título
Jerusalem; es uno de los cuartetos más
bíblicos y conmovedores de William Blake. Así
escribió el poeta y así cantan los
británicos hasta el día de hoy: "No cesaré
en mi lucha mental/ ni dormirá mi espada en mi mano/ hasta
que hayamos construído Jerusalem/ en la verde y agradable
tierra
inglesa".
Tanto verso y epopeya han distorsionado la
comprensión de la Jerusalem real. Sobre todo desde que la
hiperespiritualización con la que arremetiera el cristianismo,
virtualmente se universalizó con el Islam. Cuando se
habla de Jerusalem se alza la vista a los cielos y pocas veces se
piensa en la polis concreta.
Latinoamérica no divergió de esa
idealización. Más de una década antes que
Tasso, se conoció la más antigua poesía
escrita en el Río de la Plata: el Romance
Elegíaco de Luis de Miranda de Villafaña,
clérigo de la expedición de Pedro de Mendoza. Un
pasaje de estas coplas compara la hambruna que padeció
Buenos Aires
en 1537, cuando la sitiaron los querandíes, con el sitio
de Jerusalem a manos de Tito el romano: "Allegó la costa a
tanto/ que, como en Jerusalén,/ la carne de hombre
también / la comieron". Esos versos rudimentarios son el
primer documento de la conquista del Río de la Plata, y
muestran que aun en las letras hispanoamericanas el
heroísmo, o la entereza, se hierosolimitan.
Para Latinoamérica, sin embargo, la
idealización no impidió un contacto más
realista con la ciudad y con los exclusivos derechos nacionales (no
religiosos) que posee en ella el pueblo judío. De
los trece países que tenían aquí su embajada
hasta fin de 1980, doce eran latinoamericanos. Igualmente lo
fueron las únicas dos embajadas que se restablecieron en
Jerusalem cuando ese año Irak y Arabia
Saudita encabezaron la exitosa campaña para que se
retiraran las representaciones diplomáticas de
Jerusalem.
También en esto Israel es
especial, puesto que constituye el único Estado
soberano, de casi doscientos que hay, al que se le cuestiona su
derecho de decidir la sede de su capital. En la
mayor parte de los mapas, se
marca Tel Aviv
como capital de Israel.
El motivo de esa terquedad, es complejo. Si Tel Aviv es
la capital de Israel, estamos frente a un país moderno,
novedoso, aceptado, aun un Estado con el que se podría
llegar a convivir en paz. Pero cuando se acepta a Jerusalem como
capital israelí, se admite implícitamente que
aquí no hay novedad, sino un Estado renacido. La
misma Jerusalem que fuera la capital de los judíos hace
siglos, ha recuperado esa función.
La vindicación de Jerusalem como nuestra exclusiva
capital, fortalece la legitimidad del Estado judío
renacido en la patria ancestral. No hace falta ser judío
ni israelí para notarlo. El filósofo
católico español
Julián Marías lo puso de manifiesto en su libro
Israel una resurrección: sin Jerusalem como
capital, Israel pierde "sentido histórico".
Otra de las causas de tanta ambigua
espiritualización es la antigüedad de la ciudad. Es
lógico y natural que se envuelva en aureolas
metafísicas a una urbe que se retrotrae al pasado
más remoto, ya mencionada en las famosas epístolas
de Tel-el-Amarna (siglo XIV a.e.c.) y aun en documentos
egipcios de medio milenio antes. Después de todo, es una
ciudad en la que ocurrieron eventos de
trascendencia insoslayable, que los Salmos elevan hasta lo
más sublime, y que en la Biblia se menciona más de
setecientas veces desde el mismo libro del Génesis. (Cabe
recordar que por el contrario, en el Corán, ni una sola
vez se refiere a Jerusalem).
Pero cuando focalizamos la historia en la edad
contemporánea, observamos que los judíos somos el
grupo mayoritario de la ciudad desde hace ya un siglo y medio, y
que ésta nunca fue capital (ni siquiera provincial) bajo
imperios cualesquiera, incluído el del Islam. El breve
control
árabe de la ciudad significó destrucción y
atraso, y por su parte, la recuperación judía fue
la única que garantizó libertad de
cultos y protección a los lugares sagrados de todos los
credos, amén de un crecimiento sostenido y
visible.
Es que la aspiración israelita siempre se
diferenció porque el retorno era concebido también
a la Jerusalem terrena. Los caraítas que regresaron
hace mil años otorgaron a los retornantes el título
honorífico de "Jerusalem". Aquí regresó
Iehuda Haleví en el siglo XII y Najmánides en el
XIII, y los Jasidéi Ashkenaz, y Ovadia de Bertinoro en el
XV. Y luego la inmigración de Jazón
Sión que arribó en 1722 y las varias olas de
jasidim, y los alumnos del Gaón de Vilna, y finalmente los
biluím, y las inmigraciones modernas que
reconstruyeron el Estado judío. Todos a Jerusalem no para
soñar sino para cumplir con sus sueños.
Por eso fue tan importante celebrar hace un lustro el
cumpleaños número tres mil de la ciudad. Se
ponía así de relieve que el
rey David proclamó la ciudad como capital de Israel, un
dato histórico que exige ser explicitado, a fin de atenuar
los aspectos metafísicos y teológicos de la
ciudad.
Decimos que la distinción entre la
idealización de Jerusalem que nace en el judaísmo,
por un lado, y la que hereda el resto de la humanidad por el
otro, es que en el caso judío la ciudad espiritual se
complementa con la reconstrucción de la manifiesta. A
ella, los judíos por doquier dirigen sus rezos tres veces
por día, pidiendo que Dios "regrese a Su ciudad… la
reconstruya en nuestros días… y contemplen nuestros ojos
ese retorno".
El recientemente fallecido poeta israelí Iehuda
Amijai, en su poema Turistas, reflejó la permanente
dicotomía de las dos Jerusalem, y la opcion judía
por lo terrenal. Amijai se describe a s! mismo cargando dos
bolsas del mercado. Un
guía turístico lo señala con el dedo y
explica a su grupo: "un poco más a la derecha de aquel
hombre con las bolsas se encuentra un arco de la época
romana". Amijai reflexiona: "la redención llegará
sólo cuando les digan: ¿Ven el arco de la epoca
romana? No importa. Pero debajo a la izquierda hay un hombre
sentado que compró frutas y verduras para su
casa".
El malentendido de Don Confuso radica en mezclar dos
cuestiones. La Jerusalem celestial lo es para todas las religiones que
han tomado del judaísmo su santidad, y todas sin
excepción tienen libertad de culto desde la
reunificación. Pero ello no contradice el hecho de que la
polis tiene un solo legítimo poseedor nacional y
ése es Israel. El control hebreo sobre la totalidad de
Jerusalem, ha sido la garantía, no sólo de una
soberanía fundada en derechos
históricos, sino también de la libertad que el
sionismo ofrece a todos los habitantes, sin distinción de
religiones ni de orígenes.
Más allá del pasado tan rico envuelto en
el misterio, la desinformación acerca de la ciudad tiene
una causa adicional, y probablemente la principal. Es la
ponzoña que difunden los enemigos de Israel tergiversando
historias y religiones. El profesor
Iassir Mallah, de la Universidad de
Belén, insiste en que el patriarca Abraham no sólo
fue musulmán, sino sido "un imán de la nación
árabe". La Tierra
Prometida de la Biblia, explica el erudito, es la Gran Siria. Le
fue asignada al pueblo judío so condición de que
siguiera las enseñanzas mosaicas, pero la promesa fue
revocada con el arribo de Mahoma.
¿Un fenómeno marginal de fundamentalistas?
Qué va. Los mismos absurdos se presentan cotidiamente en
los medios de
difusión. Cuando la cadena televisiva ABC proyectó
un programa
enteramente dedicado a Jerusalem, sentenció Dean Reynolds
en pantalla: "…para obtener las negociaciones de paz, se les
pide a los palestinos que renuncien a su sueño de hacer de
Jerusalem la capital de un Estado palestino". Sueño
extraño, teniendo en cuenta en setecientos años de
gobierno
árabe, cuatrocientos de turco-musulmán y diecinueve
de jordano-palestino, Jerusalem nunca fue capital de nada. Ni
siquiera una sola escuela
islámica de importancia fue jamás establecida
aquí, ni visitó la ciudad ningún jefe de
Estado árabe.
Reescribir la historia de Jerusalem trasciende los
medios tradicionalmente hostiles a Israel. La Encyclopedia
Britannica, una de las más prestigiosas del mundo,
publicó que Jerusalem es una ciudad de peregrinaje para
los musulmanes (falso) y que éstos miran a ella para rezar
(sus plegarias se dirigen sólo a La Meca).
La tergiversación es el instrumento que usa el
mundo para "resolver" la cuestión de Jerusalem. Los gritos
para cambiar el status de la ciudad se hicieron oir durante estas
tres décadas y media de libertad, y no existieron durante
la previas, cuando el control árabe destruyó
más de treinta sinagogas, arrasóron el Monte de los
Olivos, y ahogó el desarrollo de
la ciudad.
Frente al bullicio, debemos ilustrar a los hombres de
bien, mareados por el doble valor de
Jerusalem. Hasta Don Confuso terminará por entrar en
razones. Por un lado hay un carácter religioso sagrado, naturalmente
compartido, y por otro, urge el tema de su soberanía
política
nacional que, por derecho milenario, es exclusividad del pueblo
judío. Este segundo valor es precisamente la
garantía del primero. O en palabras de Rabí
Iojanán en el Talmud: "Dios no entrará en la
Jerusalem celestial hasta tanto no ingrese en la
terrena".
Gustavo D. Perednik