- La
Inquisición - Primeros
Indicios - Justificación de la
Inquisición - Que decía la
Iglesia - Orígenes de la
Inquisición - Inquisición
Episcopal - Consolidación de la
Inquisición en la Iglesia - Procedimiento
- Las Victimas y
Victimarios - Inquisición en
Inglaterra y España - Juicio que hacen Villoslada y
Olmedo sobre la Inquisición - Conclusión
personal - Bibliografía
El presente trabajo tiene
por tema "La Inquisición en la Edad
Media", lo cual implica que reconozco la existencia de
una época de dependencia de la Iglesia hacia
el
Estado.
Las razones que subyacen a la elección de este
tema parten de los siguientes hechos: la crítica
a esta época como la más obscura y sangrienta de la
Iglesia, y creo en mí hondos cuestionamientos y,
consecuentemente me ha urgido a profundizar nuestra historia para revalorar su
justa dimensión.
Para este fin, he distribuido el contenido de este
trabajo de la siguiente manera: primeramente, aparecen una
breves palabras sobre la "Inquisición",
después, los primeros Indicios para establecer,
seguidamente, la justificación y desde ella qué
decía la Iglesia, consecutivamente, los orígenes,
la Inquisición Episcopal y la consolidación en la
Iglesia; sus procedimientos,
victimas y victimarios.
Por otra parte, la Inquisición en Inglaterra y
España,
un juicio de dos autores; finalmente, y luego de una breve
mirada retrospectiva a nuestra historia hago mí
conclusión.
La Iglesia tiene el deber de conservar intacto el
depósito de la fe cristiana, de ser maestra de la verdad,
de no permitir que la revelación divina se obscurezca o se
falsee en las mentes de los fieles.
En sus comienzos la Inquisición dedicó
más atención a los albigenses y en menor grado
a los valdenses, sus actividades se ampliaron a otros grupos
heterodoxos, como las hermandades, y posteriormente a los
llamados brujas y adivinos.
Nace por los años de 1220-1230, cuando el
poder civil y
el poder religioso colaboran en la búsqueda de los herejes
y en su castigo y cuando por voluntad del papa se generaliza esta
organización al conjunto de la
Iglesia.
Fue pues la Inquisición una institución
judicial creada por el pontificado en la Edad Media, con la
misión
de localizar, procesar y sentenciar a las personas culpables de
herejía. En la Iglesia primitiva la pena habitual por
herejía era la excomunión. Con el reconocimiento
del cristianismo
como religión estatal en el siglo IV por los
emperadores romanos, los herejes empezaron a ser considerados
enemigos del Estado, sobre
todo cuando habían provocado violencia y
alteraciones del orden público.
La represión sangrienta de la herejía no
arranca de los Pontífices, sino de los príncipes
seculares; no del Derecho canónico, sino del
civil.
Un emperador pagano, es el primero que ataca la
herejía y se le puede considerar como el iniciador de la
Inquisición. Diocleciano, así como perseguidor
sañudamente a los discípulos de Cristo, del mismo
modo trató de exterminar a los maniqueos con un decreto
del año 287, registrado en el Código
teodosiano, según el cual "los jefes serán
quemados con sus libros; los
discípulos serán condenados a muerte o a
trabajos forzados en minas". Este decreto lo agravará
en cierto modo Justiniano, al decretar, en 487 o 510, pena de muerte
contra todo maniqueo donde quiera que se le encuentre, siendo
así que el Código teodosiano tan sólo
condenaba al ostracismo.
Constantino el Grande les confisco los bienes a los
donatistas y los condenó al destierro en 316; al hereje
Arrio y a los obispos que rehusaron suscribir el símbolo
de Nicea los desterró. El gran Teodosio amenazó con
castigos a todos los herejes en el 380, prohibió sus
conventículos en el 381, quitó a los apolinaristas
en 388, a los eunomianos y maniqueos en el 389, el derecho de
heredar e impuso la pena capital a los
encratitas y a otros herejes en el 382, leyes confirmadas
por Arcadio en el 395, por Honorio en 407, por Valentiniano III
en el 428, a las que Teodosio II, Marciano y Justiniano I
añadieron otras, declarando infames a los herejes y
condenándolos al destierro, privación de los
derechos civiles
y confiscar sus bienes.
Los emperadores bizantinos del siglo IX dictaron
severísimas leyes contra los paulicianos; y Alejo Comneno
al fin de su reinado, mandó buscar al jefe de los
bogomilos, Basilio, y a sus secuaces; muchos de éstos
fueron encarcelados y aquél quemado en la
hoguera.
En Occidente, tal vez porque no surgieron sectas de tipo
popular y sedicioso hasta el siglo XI, no tuvieron que padecer
mucho los herejes.
Justificación
de la Inquisición
Según Villoslada, los príncipes y reyes
vivían profundamente la fe religiosa de sus pueblos, los
cuales no toleraban la disensión en lo más sagrado
y fundamental de sus creencias. Y esto no se atribuye a fanatismo
propio y exclusivo de la Edad Media.
Todos los pueblos de la tierra,
mientras han tenido fe y religión, antes de ser victimas
del escepticismo o del indiferentismo, igual en Atenas que en
Roma, en las
tribus bárbaras que en los grandes imperios
asiáticos, han dictado la pena de muerte contra aquellos
que blasfeman de Dios y rechazan el culto
legítimo.
Algunos cronistas medievales refieren muchos casos en
que el pueblo exigía la muerte del
hereje y no toleraba que las autoridades, por ejemplo aquel que
cuenta Guillermo Norgent: descubiertos en Soissons en 1114
algunos herejes, y no sabiendo qué hacer el obispo Lisardo
de Chálons, dirigiéndose en busca de consejo al
concilio de Beauvais; en su ausencia asaltó el pueblo la
cárcel y, "clericales veneres mollitiem",
sacó fuera de la ciudad a los herejes detenidos y los
abrasó entre las llamas.
Hasta bien entrado el siglo XII los representantes
autorizados de la Iglesia manifestaron siempre invencible
repugnancia por el empleo de la
fuerza en la
represión de la herejía y procuraron suavizar la
suerte de aquellos que por ese motivo condenaban las autoridades
civiles. Más, no pocos afirmaban que sólo
tenían derecho de emplear contra los herejes armas
espirituales, argumentos, escritos de controversia, a lo
más penas canónicas.
El poder civil en cambio ya
desde comienzos del siglo XI agrava más y más los
castigos contra los herejes y enciende las primeras hogueras,
aplaudido y aun empujado por la opinión
popular.
Norma fue en la Iglesia antigua valerse solamente de las
censuras o penas espirituales. Decía Lactancio a principios del
siglo IV: "La religión no puede imponerse por la
fuerza; no hay que proceder con palos, sino con
palabras".
Conocido es el caso de Prisciliano, condenado a muerte
por el emperador Máximo, a instancias de los obispos
Hidacio e Itacio (385). Tanto San Ambrosio y San Martín de
Tours como el papa San Silicio protestaron indignados contra
semejante pena capital, no porque en absoluto reprobasen la
ley romana ni
la sentencia imperial, sino porque no les parecía bien que
la Iglesia, por medio de los obispos tomase parte activa en una
condenación a muerte.
En cuanto a San
Agustín, consta que al principio se horrorizaba de los
suplicios decretados por el emperador contra los donatistas; mas
luego retractó su primera opinión, cuando se
persuadió que aquellos enemigos de la unidad de la Iglesia
y de la paz social sólo con graves castigos podrían
reprimirse.
Y San León Magno, en carta a Santo
Toribio de Astorga, establece el principio de que el
derramamiento de sangre repugna la
Iglesia, pero que el suplicio corporal, aplicado severamente por
la ley civil, puede ser buen remedio para lo
espiritual.
En Oriente San Juan Crisóstomo decía que
la Iglesia no puede matar a los herejes, aunque sí
reprimirlos, quitarles la libertad de
hablar y disolver sus reuniones.
El concilio XI de Toledo (675) en su canon 6
prohíbe bajo la más rigurosa pena "aquellos que
deben administrar los sacramentos del Señor, actuar en un
juicio de sangre o imponer directa o indirectamente a cualquier
persona una
mutilación corporal".
El mismo Inocencio III, tan celoso perseguidor de los
herejes, era enemigo de que se les aplicase la pena de muerte, y
en 1209 ordenó que "la Iglesia intercediese eficazmente
para que la condenación quedase a salvo la vida del reo,
lo cual se introdujo en el Derecho común y debía
observarlo todo juez eclesiástico que entregaba al brazo
secular a un reo convicto y obstinado".
En el primer milenio la Iglesia se inclino a la
benignidad en el trato de los herejes. El año 800
renegó Félix de Urgel sus errores adopcionistas en
el concilio de Aquisgrán. Esto bastó para que fuera
restituido a su sede episcopal, sin mayor castigo. Medio siglo
más tarde los concilios de Maguncia en el 848 y de Quierzy
en el 849 declararon al monje Godescalco pecado en herejía
predestinacionista. Godescazo no se retractó y hubo de
sujetarse a las penas temporales de la flagelación y de la
cárcel. Pero Hincmaro, presidente del concilio de Quierzy,
declaró que la pena de los azotes se le imponía
"secundum regulam Sancti benedicto" en conformidad con las
presquipciones de la Regla benedictina, que señala ese
castigo a los monjes incorregibles y rebeldes. La prisión
fue la de un monasterio. Esta era una medida suave y
mitigada.
A medida que avanza el siglo XII la oposición de
la Iglesia contra estos rigores va decreciendo hasta desvanecerse
del todo. En el tercer concilio de Letrán el papa
Alejandro aunque recalcando el horror que inspira al clero la
efusión de sangre, decide pedir al Poder Civil la
represión por la fuerza de los cátaros, valdenses y
albigenses que con sus excesos eran ya gravísima amenaza
para la Iglesia y para la sociedad
constituida.
Más severa aún fue la actitud del
papa Lucio III en el concilio de Verona (1185) pues ordenó
pesquisas de herejes, castigo tanto por la excomunión como
por penas temporales proporcionadas a la gravedad de su crimen, y
aprobó las penas que imponían las autoridades
laicas. Desde este momento puede decirse que la Iglesia aprueba
un sistema de
medidas represivas, ya del orden espiritual ya del temporal,
decretadas de consumo por
las autoridades eclesiásticas y civiles en defensa de la
Fe Ortodoxa y del orden social, amenazados por las doctrinas
teológicas y sociales de los herejes. Esta es la
esencia de la Inquisición.
Dada la estrecha unión de la Iglesia y del Estado
entonces existente, si aquélla no quería deponer su
derecho de supremo juez en materia de
doctrina, tenía que aceptar este modo de cooperar con las
autoridades civiles para mantener la paz y el orden social.
Retenían así el juicio sobre la herejía y
moderaban los castigos que príncipes y pueblos
creían de justicia
contra los herejes. No permitirían que sus representantes
ejecutaran el castigo temporal, sino que exigía que
relajaran al reo, una vez convicto y confeso, al brazo seglar. No
cabe duda que el rigorismo de los príncipes influyo poco a
poco en las decisiones pontificias.
El arzobispo de Reims, Enrique, era hermano de Luis VII
de Francia y no
estaba de acuerdo con el papa en la benignidad y blandura que
ésta le aconsejaba respecto de los herejes de su
diócesis. Habló de ello con el rey, y éste
escribió en 1162 a Alejandro III pidiéndole que
dejase las manos libres al arzobispo para acabar en Flandes con
la peste de la herejía maniquea. El papa, que, obligado a
huir a Roma y de Italia se
había refugiado en los dominios de Luis VII, pensó
que convenía tomar en conciencia los
deseos del monarca y en el concilio, que se convocó en
Tours en 1163, se trató de "la herejía maniquea,
que se ha extendido como un cáncer" por la
Gascuña y otras provincias. Allí se dictaron
medidas enérgicas contra los herejes, encargando a los
príncipes seculares que, una vez descubiertos los
albigenses, sean aprisionados y castigados con la
confiscación de sus bienes.
Y en el concilio III de Letrán en 1179,
después de fulminar el anatema eclesiástico contra
los cátaros, trata de otros herejes peligrosos de Brabante
y del sur de Francia.
Un paso verdaderamente importante se dio en el convenio
de Verona en 1184 por parte del papa Lucio III y del emperador
Federico I Barbarroja.
De acuerdo con el emperador, el papa promulgó la
constitución Ad
ablendam, anatematizando a los cátaros y
patarinos, a los humillados o pobres de Lyón, a los
pasagginos, josefinos y arnaldistas, y dejándolos al
arbritio de la potestad secular para que los castigase con la
pena correspondiente.
Y a continuación, por consejo de los obispos y
por sugestión del emperador, ordena el papa que todos los
arzobispos y obispos, por sí o por medio de prelados,
visiten las parroquias que les parezcan sospechosas por lo menos
una o dos veces al año y escojan testigos de conciencia
buena, que bajo juramento denuncien a los herejes. Y al
encontrarse alguno, el obispo tiene la potestad de
castigarle.
Podían ayudarle los condes, barones y
demás autoridades y consejeros de las ciudades, so pena de
excomunión y entredicho. A los obispos se les concede
plena autoridad en
materia de herejía, lo mismo que si fuesen legados
apostólicos. Este severo edicto fue insertado en las
decretales.
No se puede afirmar que ésta sea la carta
constitutiva de la Inquisición medieval. Manda, sí,
buscar, indagar, averiguar si hay herejes para castigarlos y eso
de una manera organizada y sistemática, pero no instituye
ningún tribunal (todavía). Aquí nace la
famosa Inquisición Episcopal, organizada y perfeccionada,
pues antes ya, los obispos podían decidir en cuestiones de
herejía.
En el principio esta inquisición y juicio fueron
encomendados a los jueces natos en la materia de Fe, es decir, a
los obispos. El último retoque de detalle bajo Inocencio
III en el concilio de Aviñón de 1209 y bajo Honorio
III en el de Nabona de 1227. El papa intervenía con su
suprema autoridad cuando los obispos perecían ineptos o
remisos y si la gravedad del caso lo pedía.
Estos procedían muchas veces por delegados y uno
de ellos fue Domingo de Guzmán que lejos de ser el
fundador de la Inquisición, fue nada más inquisidor
delegado de los papas en causas secundarias y murió antes
de que cristalizaran la institución en forma definitiva.
Los príncipes acogieron estas actividades con entusiasmo y
aun el Emperador Federico II, tan poco cristiano y tan
escéptico, expidió en 1220 un decreto
condenándolos a destierro y otro más duro en 1224 a
morir quemados o, de haber circunstancias atenuantes, a que se
les cortara la lengua. Este
decreto que resucitaba una ley del Derecho Romano
dada contra los maniqueos tuvo trascendencia pues desde ese
momento empezó a generalizarse en las leyes civiles de
Occidente la pena de muerte contra la herejía, hasta
entonces castigada tan solo con desposeimiento de bienes y
destierro.
Consolidación de la Inquisición en
la Iglesia
En el año de 1231, Gregorio IX se decide a
instituir un juez extraordinario, que actúe en nombre del
papa, haciendo inquisición y juicio de los herejes. El
momento de su creación debió de ser en febrero de
1231, coincidiendo con el decreto que expidió Gregorio
contra los herejes de Roma, entregándolos a la justicia
secular, a fin de que ésta les infligiese el castigo. Se
piensa en esa fecha porque poco después se presentó
capítulos donde se nombrar algunos inquisidores. En
realidad, lo que más deseaba era impedir que la autoridad
civil del emperador se arrogase derechos sacros que no le eran
suyos, porque los últimos decretos de Federico II contra
los herejes "que intentan desgarrar la túnica
inconsútil de Nuestro Señor parecían los del
pontífice". Y todos los herejes, aun los levemente
sospechosos de herejía, quedaban expuestos a la
pasión política, a la
ignorancia y a la arbitrariedad de los magistrados
imperiales.
Se determinó que hubiera en todos los
países de Occidente un Supremo Inquisidor nombrado por la
Santa Sede y escogido entre los Frailes Mendicantes, de
preferencia un dominico, a quien incumbiría la responsabilidad de designar los inquisidores
locales y vigilar su celo. Así quedó establecido en
los reinos de
Europa
occidental el tribunal de la Inquisición. Constaba de un
presidente asesorado por varios consultores con voto en
juicio.
El inquisidor era un juez apostólico
extraordinario, porque recibía el poder del papa para
juzgar la herejía y juez extraordinario, como creado por
la Santa Sede al lado del juez ordinario que era y sigue siendo
el obispo. La Inquisición medieval nunca fue un tribunal
ordinario, estable, en una u otra región; ni
existió una "Inquisición de Francia", o una
"Inquisición de Toulouse" (por nombrar algunos), sino un
"Inquisidor in regno Franciae o Tolosanis, etc."
Además de la herejía propiamente tal, que
desde este siglo se consideró delito de alta
traición y se castigó con la muerte en la hoguera,
conocía la Inquisición en toda acusación de
sacrilegio, blasfemia, magia, brujería y aun
sodomía.
Cuando parecía al Inquisidor existir peligro de
herejía en alguna región, designaba inquisidores
locales, quienes, apenas llegados, lanzaban dos decretos: el de
fe, explicando la verdadera doctrina católica sobre el
punto peligroso y los errores contrarios, conminando a todos
denunciaran a los que en ellos pecaban, y de Gracia, prometiendo
a cuantos culpables se presentaran en el término de 15 a
30 días, según los casos, el perdón de su
falta mediante leve penitencia y firme propósito de
enmienda.
Pasado el plazo otorgado y después de aquilatadas
las acusaciones para descartar aquellas que parecieran ligeras o
calumniosas, los inquisidores lanzaban la orden de formal
prisión contra los sospechosos. Una vez comprobado su
delito eran relajados al brazo secular para que aplicaran la pena
correspondiente.
Los pertinaces y relapsos eran castigados con especial
severidad. En cambio a aquellos que prometían la enmienda,
después de abjurados sus errores, les imponían un
castigo que consistía en vestir por algún tiempo el
sambenito y así cumplir una penitencia.
En cuanto a la tortura, a los clérigos estaba
prohibido bajo gravísima pena tanto el causarles la muerte
como lesión cualquiera definitiva. Además estaba
prohibidísimo aplicarla a acusados que no fueran casi con
seguridad
culpables.
El torturado que persistía en afirmar su
inocencia tenía que salir libre. Los tormentos que empleo
la inquisición medieval fueron: la estrecha
prisión, los carbones encendidos, el potro, la
flagelación, la prueba de agua y la
estrapada.
Todos estos procedimientos se llevaban con riguroso
secreto. En realidad no era absoluto y obligaba cuando se
seguía peligro para los denunciantes y testigos. Su fin
evidente era el protegerlos contra las represarías, de
ninguna manera el estorbar la defensa del reo. Si se advierte que
los albigenses y cátaros no tenían el menor
escrúpulo en matar a sus enemigos y que hubo numerosas
venganzas desde principios de la Cruzada albigense, aparece clara
la razón del secreto inquisitorial.
Muchos de los inquisidores procedieron con prudencia,
justicia y benignidad. El presbítero secular Conrado de
Marburg, director espiritual de Santa Isabel de Turingia,
recibió dos veces la comisión en 1227 y 1231 de
perseguir a los herejes de Alemania,
especialmente a los luciferianos.
En 1231 le daba el papa estas normas: en
llegado a una ciudad convocaréis a los prelados, al clero
y al pueblo, y les dirigiréis una solemne
alocución; luego llamaréis aparte a algunas
discretas personas y haréis con toda diligencia la
inquisición sobre los herejes y sospechosos o delatados
como tales; los que se demuestre o se sospeche haber incurrido en
la herejía deberán prometer obediencia a las
órdenes de la Iglesia; si se niega a ello,
procederéis según los estatutos que nos
recientemente hemos promulgado contra los herejes.
Conrado de Marburg, arrebatado de su impetuoso celo, se
excedió en la aplicación de tales normas. Los
cronistas le acusan de no dar al reo facilidad para la defensa y
de proceder demasiado sumariamente; si el hereje confesaba su
error, se le perdonaba la vida, pero se le arrojaba en
prisión; si lo negaba, al fuego con él. Y como el
austerísimo Conrado no vacilaba en hacer compadecer ante
el tribunal aun a los caballeros, éstos se vengaron
cayendo sobre él en las cercanías de Marburg y
asesinándolo el 30 de julio de
1233.
Más apática es la figura del primer
inquisidor, per universum regnum Franciae, Roberto le Bougre,
así apellidado porque antes de convertirse y entrar en la
Orden de Santo Domingo había sido cátaro. Llevado
de un fanatismo ciego contra sus antiguos correligionarios, se
presentó siendo inquisidor en lugar de
Montwimer.
En una semana de herejía y el 29 de mayo de 1239
unos 180 herejes, perecieron en llamas. Que cometió
injusticias objetivamente gravísimas, parece indudable. El
clamor de protesta que se lanzó contra el terrible
inquisidor llegó a Roma. El papa examinó las
acusaciones y en, consecuencia, destituyo a Roberto de su cargo y
luego lo condenó a prisión perpetua.
Mientras que en Francia se aplicaban tan espantosos
suplicios, en muchas ciudades de Italia parece que se contentaban
con la proscripción y la confiscación de bienes,
según el código penal de Inocencio III.
En la imposibilidad de aducir estadísticas completas, que no existen, una
muestra puede
dar la idea. El inquisidor de Tolosa, Fray Bernardo Guy, que
dejó fama de severo, de 1308 a 1323 dio 930 sentencias de
las que sólo 82 son relajación al brazo secular
para la ejecución. Las demás o son más bien
teóricas contra reos ya difuntos o son solo cárcel
(307) pública, infamia (2), sambenito (132), destierro (1)
destrucción de la casa (22) y quema de Talmud (1). Las
otras 139 fueron liberatorias. Resulta, pues, en una de las
regiones más inquietas sólo cinco o seis
ejecuciones por año. Estas son las cifras según
cálculos de Mons. Douis, en los dieciocho sermones
generales, o autos de fe en
el espacio de quince años.
Inquisición en Inglaterra y
España
INGLATERRA
El problema de la represión planteaba especiales
dificultades: en efecto, Inglaterra no había "recibido" la
Inquisición y había permanecido con los viejos
procedimientos, inadaptados para la persecución de la
herejía. Por eso reclamaron los obispos en 1397 la
adopción de algunas de las costumbres del
continente.
Según las minutas de la Convocación, hubo
numerosos procesos desde
1415 a 1430. El registro de
Chichele señala algunas abjuraciones de sospechosos en
1419, 1420, 1422, 1425, 1428: Desde 1430 a 1463, las minutas de
la Convocación no señalan más que dos
procesos. Parece que hubiera habido una modificación en
los procedimientos, lo que explicaría el silencio de esta
fuente.
Muchos de los detenidos solamente eran sospechosos, los
que si quedan registrados son los wyclistas. Estos marcados por
el concilio de Constanza.
ESPAÑA
La Inquisición española se fundó
con aprobación papal en 1478, propuesta del rey Fernando V
y la reina Isabel I. La Inquisición se iba a ocupar del
problema de los llamados sucios, los judíos
que por coerción o por presión
social se habían convertido al cristianismo. De 1502
centró su atención en los conversos del Islam, y en la
década de 1520 a los sospechosos de apoyar las tesis del
protestantismo.
A los pocos años de la fundación de la
Inquisición, el papado renunció en la
práctica a su supervisión en favor de los soberanos
españoles. De esta forma la Inquisición
española se convirtió en un instrumento en manos
del Estado más que de la Iglesia, aunque los
clérigos, y de forma destacada los dominicos, actuaran
siempre como sus funcionarios.
Juicio que hace
Villoslada y Olmedo sobre la Inquisición
Villoslada: En este tiempo se necesitaba un
esfuerzo para librarse de aquel contagio moral que
amenazaba a la sociedad cristiana; otro punto, la iniciativa y
primer impulso procedió de los príncipes seculares,
los cuales tenían derecho a defender la paz en sus
Estados; por otra parte que la Iglesia, al instituir la
Inquisición, regularizó y dio forma más
jurídica y humana a los precipitados y bárbaros
suplicios a que estaban expuestos los herejes de parte del pueblo
y de los reyes; que el tribunal de la Inquisición fue
más equitativo de los tribunales, señalando un
verdadero progreso en la legislación penal, incluso en el
modo de emplear la tortura. La sensibilidad de aquellos hombres
estaba mucho más embotada que la nuestra; el ver morir
entre las llamas a un reo, aunque fuese un niño o una
mujer, no les
intranquilizaba el ánimo, con tal de que la pena fuera
justa.
Olmedo: Las herejías antisociales que
amenazaban segar en flor el cristianismo y la civilización
al comenzar el siglo XIII, fueron arrancadas de cuajo en Francia,
España y el Imperio dejando tan solo raquíticos
retoños en los Alpes. Tal triunfo se debió a la
Inquisición. En los países balcánicos en
donde no se estableció el Tribunal sí
subsistió el catarísmo. La historia justifica su
creación y funcionamiento.
Por otra parte son exageraciones inaceptables de
apasionado pseudo-historiadores las matanzas y ruinas a ella
atribuidas. No por eso hay que negar excesos de crueldad en casos
particulares y en varios consta que las autoridades
eclesiásticas superiores intervinieron para castigar
ejemplarmente. Tampoco es sensato alabar todos los
procedimientos. La Iglesia no la introdujo e hizo lo posible por
reducirla a lo que entonces parecía lo mínimo
necesario.
La Inquisición fue producto de
una época y de una mentalidad y como tal debe reputarse
legítima y aun benéfica, sin que por eso en manera
alguna sea deseable su restauración en épocas y
ambientes medularmente distintos.
Difícilmente se puede juzgar desde nuestro tiempo
los acontecimientos del pasado. Pero estoy de acuerdo con los
autores más sobresalientes de mi trabajo, que la Iglesia,
pudo haber hecho más por evitar la Inquisición, sin
embargo, la dependencia al poder del Estado la limitó.
Actualmente puede existir este peligro, estar unido a una
estructura que
reprima las conciencias y las mantiene calladas, y nosotros por
estar unido (de cualquier forma ya sea económicamente, por
intereses de poder, que tal por conveniencia social) a ella, no
podemos hablar ya que, lastimaríamos la susceptibilidad de
algunos clérigos, empresarios y gobernantes.
Infinidad de veces el Papa Juan Pablo II a pedido
perdón por las faltas que
como Iglesia hemos tenido y esto es testimonio de que,
reconocemos los errores del pasado y como todo proceso de
conversión, necesitamos de la misericordia de Dios para no
volver a caer en ellos.
Mi pregunta es ¿cómo Iglesia continuamos
con la Inquisición?
Quizás, quizás, quizás, dice la
canción.
- B. Llorca, R. García Villoslada,
Historia de la Iglesia Católica, Tomo
II,
Ed. BAC, Madrid,
1958.
- Fliche-Martín, Manual de Historia de la
Iglesia- Crisis
Conciliar, Tomo XVI,
Ed. EDICEP, España, 1976.
- Daniel Olmedo, Manual de Historia de la
Iglesia, Tomo II, Ed. Buena Prensa,
México, 1946.
- Jean Comby, Para leer la Historia de la
Iglesia- De los Orígenes al siglo XV
Ed. Verbo Divino, Navarra, 1999.
- V.V.A.A., Gran Enciclopedia RIAL, Ed.
RIAL, Madrid, 1987.
Luis Armando González Torres
II de Teología
Hermosillo, Sonora, diciembre de 2004