Transcripción del libro escrito
por Adolf Hitler "Mi
Lucha ("Mein Kampf")".
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- En el hogar
paterno - Las experiencias de mi vida en
Viena - Reflexiones políticas de
la época de mi permanencia en Viena - Munich
- La guerra
mundial - Propaganda de
guerra - La
revolución - La iniciación de mi
actividad política - El partido obrero
alemán - Las causas del
desastre - La nacionalidad y la
raza - La primera fase del desarrollo
del Partido Obrero Alemán
Nacionalsocialista
Considero una predestinación feliz haber
nacido en la pequeña ciudad de Braunau sobre el Inn;
Braunau, situada precisamente en la frontera de
esos dos Estados alemanes, cuya fusión se
nos presenta – por lo menos a nosotros los jóvenes
– como un cometido vital que bién merece realizarse
a todo trance.
La Austria germana debe volver al acervo común de
la patria alemana, y no por razón alguna de índole
económica. No, de ningún modo, pues, aun en el caso
de que esa unión considerada económicamente fuese
indiferente o resultase incluso perjudicial, debería
llevarse a cabo, a pesar de todo. Pueblos de la misma sangre
corresponden a una patria común. Mientras el pueblo
alemán no pueda reunir a sus hijos bajo un mismo Estado,
carecerá de un derecho, moralmente justificado, para
aspirar a una acción
de política
colonial. Sólo cuando el Reich abarcando la vida del
último alemán no tenga ya la posibilidad de
asegurar a éste la subsistencia, surgirá de la
necesidad del propio pueblo, la justificación moral de
adquirir posesión sobre tierras en el extranjero. El arado
se convertirá entonces en espada y de las lágrimas
de la guerra
brotará para la posteridad el pan cotidiano.
La pequeña población fronteriza de Braunau me parece
constituir el símbolo de una gran obra. Aun en otro
sentido se yergue también hoy ese lugar como una
advertencia al porvenir. Cuando esta insignificante
población fue –hace más de cien años-
escenario de un trágico suceso que conmovió a toda
la nación
alemana, su nombre quedó inmortalizado por los menos en
los anales de la historia de Alemania. En
la época de la más terrible humillación
impuesta a nuestra patria rindió allá su vida por
su adorada Alemania el librero de Nüremberg, Johannes
Philipp Palm, obstinado "nacionalista" y enemigo de los
franceses.
Se había negado rotundamente a delatar a sus
cómplices, jejor dicho a los verdaderos culpables.
Murió, igual que Leo Schlagetter, y como éste,
Johannes Philip Palm fue también denunciado a Francia por un
funcionario. Un director de la policía de Augsburgo
cobró la triste fama de la denuncia y creó con ello
el tipo que las nuevas autoridades alemanas adoptaron bajo la
égida del señor Severing[2].
En esa pequeña ciudad sobre el Inn, bávara
de origen, austríaca políticamente y ennoblecida
por el martirologio alemán vivieron mis padres allá
por el año 1890. Mi padre era un leal y honrado
funcionario, mi madre, ocupada en los quehaceres del hogar, tuvo
siempre para sus hijos invariable y cariñosa solicitud.
Poco retiene mi memoria de aquel
tiempo, pues,
pronto mi padre tuvo que abandonar ese pueblo que había
ganado su afecto, para ir a ocupar un nuevo puesto en Passau, es
decir, en Alemania.
En aquellos tiempos la suerte del aduanero
austríaco era "peregrinar" a menudo; de ahí que mi
padre tuviera que pasar a Linz, donde acabó por jubilarse.
Ciertamente que esto no debió significar un descanso para
el anciano. Mi padre, hijo de un simple y pobre campesino, no
había podido resignarse en su juventud a
quedar en la casa paterna. No tenía todavía trece
años, cuando lió su morral y se marchó del
terruño. Iba a Viena, desoyendo el consejo de aldeanos de
experiencia, para aprender allí un oficio. Ocurría
esto el año 50 del pasado siglo. ¡Grave
resolución la de lanzarse en busca de lo desconocido
sólo provisto de tres florines! Pero cuando el adolescente
cumplía los diez y siete años y había
realizado ya su examen de oficial de taller para llegar a ser
"algo mejor". Si cuando niño, en la aldea, le
parecía el señor cura la expresión de lo
más alto que humanamente podía alcanzarse, ahora
–dentro de su esfera enormemente ampliada por la gran urbe-
lo era el funcionario público. Con la tenacidad propia de
un hombre, ya
casi envejecido en la adolescencia
por las penalidades de la vida, se aferró el muchacho a su
resolución de llegar a ser funcionario y lo fue. Creo que
poco después de cumplir los 23 años,
consiguió su propósito.
Cuando finalmente a la edad de 56 años se
jubiló, no habría podido conformarse a vivir como
un desocupado. Y he ahí que en los alrededores de la
población austríaca de Lambach, adquirió una
pequeña propiedad
agrícola; la administró personalmente y así
volvió después de una larga y trabajosa vida a la
actividad originaria de sus mayores.
Fue sin duda en aquella época cuando forjé
mis primeros ideales. Mis ajetreos infantiles al aire libre, el
largo camino a la escuela y la
camaradería que mantenía con muchachos robustos,
que era frecuentemente motivo de hondos cuidados para mi madre,
pudieron haber hecho de mí cualquier cosa menos un
poltrón.
Si bien por entonces no me preocupaba seriamente la idea
de mi profesión futura, sabía en cambio que mis
simpatías no se inclinaban en modo alguno a la carrera de
mi padre. Creo que ya entonces mis dotes oratorias se ejercitaban
en altercados más o menos violentes con mis
condiscípulos. Me había hecho un pequeño
caudillo que aprendía bien y con facilidad en la escuela,
pero que se dejaba tratar difícilmente.
En el estante de libros de mi
padre encontré diversas obras militares, entre ellas una
edición
popular de la guerra franco-prusiana de 1870-71. Se trataba de
dos tomos de una revista
ilustrada de aquella época e hice de ellos mi lectura
predilecta. Desde entonces me entusiasmó cada vez
más todo aquello que tenía alguna relación
con la guerra o con la vida militar.
Pero también en otro sentido debió esto
tener significación para mí. Por primera vez
-aunque en forma poco precisa- surgió en mi mente el
interrogante de si realmente existía y, caso de existir,
cuál podría ser, la diferencia entre los alemanes
que combatieron en la guerra del 70 y los otros alemanes
–los austríacos-. Me preguntaba ¿por
qué Austria no tomó también parte en esa
guerra al lado de Alemania? ¿Acaso no somos todos lo
mismo?, me decía yo. Este problema comenzó a
preocupar mi mente juvenil. A mis cautelosas preguntas
debí oír con íntima emulación la
respuesta de que no todo alemán tenía la suerte de
pertenecer al Reich de Bismark.
Esto era para mi inexplicable
Se había decidido que estudiase.
Por primera vez en mi vida, cuando apenas contaba once
años, debí oponerme a mi padre. Si él en su
propósito de realizar los planes que había
previsto, era inflexible, no menos implacable y porfiado era su
hijo para rechazar una idea que nada o poco le
agradaba.
¡ Yo no quería llegar a ser
funcionario!.
Aun hoy mismo no me explico como un buen día me
di cuenta de que tenía vocación para la pintura. Mi
talento para el dibujo se
hallaba tan fuera de duda, que fue uno de los motivos que
indujeron a mi padre a inscribirme en un colegio de enseñanza secundaria; pero jamás con
el propósito de permitirme una preparación
profesional en ese sentido.
Mis certificados escolares de aquella época
registraban calificaciones extremas, según la materia de mi
afición. Mis mejores notas correspondían al ramo de
geografía
y aún más todavía al de historia
universal; en estos ramos predilectos era yo el sobresaliente
en mi clase.
Cuando ahora, después de transcurridos tantos
años, hago un balance retrospectivo de aquella
época, dos hechos resaltan como los más
importantes:
1º ME HICE NACIONALISTA.
2º APRENDÍ A COMPRENDER Y A APRECIAR LA
HISTORIA EN SU VERDADERO SENTIDO.
La antigua Austria era un Estado de nacionalidades
diversas.
En realidad –por lo menos en aquel tiempo- un
súbdito alemán del Reich no penetraba la
significación que este hecho tenía para la vida
cotidiana del individuo bajo
la égida de un Estado semejante. Al tratarse del elemento
austroalemán, solíase confundir con suma facilidad
la dinastía degenerada de los Habsburgo con el
núcleo sano del pueblo mismo.
La generalidad no se daba cuenta de que si en Austria no
hubiese existido un núcleo alemán de sangre pura,
jamás habría tenido el germanismo la energía
suficiente para imprimirle su sello a un Estado de 52 millones de
habitantes de diverso origen, y esto en un grado de influencia
tan grande, que en Alemania mismo llegó a formarse el
errado concepto de que
Austria era un Estado Alemán. Un absurdo de graves
consecuencias, pero al mismo tiempo un brillante testimonio para
los 10 millones de alemanes que habitaban en la Marca del Este.
En Alemania, sólo muy pocos sabían de la eterna
lucha por el idioma, por la escuela alemana y por el carácter alemán. Como en toda lucha
(en todas partes y en todos los tiempos), también en la
pugna por la lengua que
existía en la antigua Austria, habían tres
sectores; los beligerantes, los indiferentes y los
traidores. Claro está que yo entonces no me contaba
entre los indiferentes y pronto debí convertirme en un
fanático nacionalista alemán.
Esta evolución en mi modo de sentir hizo muy
rápidos progresos, de tal manera que ya a la edad de
quince años puede comprender la diferencia entre el
"patriotismo" dinástico y el "nacionalismo" popular y desde aquel momento
sólo el segundo existió para mí.
¿Acaso no sabíamos ya desde la
adolescencia que el Estado
austríaco no tenía ni podía tener
afección hacía nosotros, los alemanes? La
experiencia diaria confirmaba la realidad histórica de la
acción de los Habsburgo. En el Norte y en el Sur, el
veneno de las razas extrañas carcomía el organismo
de nuestra nacionalidad y
hasta la misma Viena fue visiblemente convirtiéndose, cada
vez más, en un centro anti-alemán. La casa de los
Habsburgo tendía por todos los medios a una
chequización y fue la mano de la diosa de la Justicia
eterna y de la ley de
compensación inexorable la que hizo que el enemigo
más encarnizado del germanismo en Austria, el Archiduque
Francisco Fernando, cayera precisamente bajo el plomo que
él mismo ayudó a fundir. Francisco Fernando era
nada menos que el símbolo de la tendencia ejercitada desde
el mando para lograr la eslavización de
Austria.
En la desgraciada alianza del joven Imperio
alemán con el ilusorio Estado austríaco,
radicó el germen de la guerra mundial y
también de la ruina.
A lo largo de este libro, habré de ocuparme con
detenimiento del problema, Por ahora, bastará establecer
que ya en mi primera juventud había llegado a una
convicción que después jamás deseché
y que más bien se ahondó con el tiempo: era la
convicción de que la seguridad
inherente a la vida del germanismo suponía la
destrucción de Austria y que, además, el sentir
nacional no coincidía en nada con el patriotismo
dinástico, finalmente, que la Casa de los Habsburgo estaba
predestinada a hacer la desgracia de la nación
alemana.
Ya entonces deduje las consecuencias de aquella
experiencia: amor ardiente
para mi patria austro-alemana y odio profundo contra el Estado
austríaco.
*
La cuestión de mi futura profesión
debió resolverse más pronto de lo que yo
esperaba.
A la edad de 13 años perdí repentinamente
a mi padre. Un ataque de apoplejía tronchó la
existencia del hombre, todavía vigoroso, dejándonos
sumidos en el más hondo dolor.
Al principio nada cambió
exteriormente.
Mi madre, siguiendo el deseo de mi difunto padre, se
sentía obligada a fomentar mi instrucción, es
decir, mi preparación para la carrera de funcionario. Yo
personalmente me hallaba decidido, entonces más que nunca,
a no seguir de ningún modo esa carrera.
Y he aquí que una enfermedad vino en mi ayuda. Mi
madre, bajo la impresión de la dolencia que me aquejaba,
acabó por resolver mi salida del colegio para hacer que
ingresara en una academia.
Felices días aquéllos, que me parecieron
un bello sueño. En efecto, no debieron ser más que
un sueño, pues dos años después, la muerte de
mi madre vino a poner un brusco fin a mis acariciados
planes.
Este amargo desenlace cerró un largo y doloroso
período de enfermedad que desde el comienzo había
ofrecido pocas esperanzas de curación; con todo, el golpe
me afectó profundamente. A mi padre le veneré, pero
por mi madre había sentido adoración.
La miseria y la dura realidad me obligaron a adoptar una
pronta resolución. Los escasos recursos que
dejara mi padre fueron agotados en su mayor parte durante la
grave enfermedad de mi madre y la pensión de
huérfano que me correspondía no alcanzaba ni para
subvenir a mi sustento; me hallaba, por tanto, sometido a la
necesidad de ganarme de cualquier modo el pan
cotidiano.
Con una maleta con ropa en la mano y con una voluntad
inquebrantable en el corazón,
salí rumbo a Viena. Tenía la esperanza de obtener
del Destino lo que hacía 50 años le había
sido posible a mi padre; también yo quería llegar a
ser "algo", pero en ningún caso funcionario.
[1]
Johannes Philipp Palm fue fusilado por orden de Napoleón el 26 de agosto de 1806, acusado
de la publicación de un folleto titulado "Alemania en su
más profunda humillación".
[2]
Ministro del Interior durante el régimen
social-demócrata.
Las experiencias
de mi vida en Viena
Al morir mi madre fui a Viena por tercera vez y
permanecí allí algunos años.
Quería ser arquitecto, y como las dificultades no
se dan para capitular ante ellas, sino para ser vencidas, mi
propósito fue vencerlas, teniendo presente el ejemplo de
mi padre que, de humilde muchacho aldeano, lograra hacerse un
día funcionario del Estado. Las circunstancias me eran
desde luego más propicias y lo que entonces me pareciera
una rudeza del destino, lo considero hoy una sabiduría de
la Providencia. En brazos de la "diosa miseria" y amenazado
más de una vez de verme obligado a claudicar,
creció mi voluntad para resistir hasta que triunfó
esa voluntad. Debo a aquellos tiempos mi dura resistencia y
también toda mi fortaleza. Pero más que a todos
eso, doy todavía más valor al hecho
de que aquellos años me sacaran de la vacuidad de una vida
cómoda para
arrojarme al mundo de la miseria y de la pobreza, donde
debí conocer a aquéllos por los cuales
lucharía después.
*
En aquella época abrí los ojos ante dos
peligros que antes apenas si conocía de nombre, y que
nunca pude pensar que llegasen a tener tan espeluznante
trascendencia para la vida del pueblo alemán: el marxismo y el
judaísmo.
Viena, la ciudad que para muchos simboliza la
alegría y el medio-ambiente de
gentes satisfechas, tienen sensiblemente para mí solo, el
sello del recuerdo vivo de la época más amarga de
mi vida. Hoy mismo Viena me evoca tristes pensamientos. Cinco
años de miseria y de calamidad encierra esa ciudad para
mí, cinco largos años en cuyo transcurso
trabajé primero como peón y luego como
pequeño pintor para ganarme el miserable sustento diario,
tan verdaderamente miserable que nunca alcanzaba a mitigar el
hambre; el hambre, mi más fiel camarada que casi nunca me
abandonaba, compartiendo conmigo inexorable, todas las
circunstancias de la vida. Si compraba un libro, exigía
ella su tributo; adquirir un billete para la Opera, significaba
también días de privación. ¡Que
constante era la lucha con tan despiadada compañera! Y sin
embargo en esa época aprendí más que en
todos los tiempos pasados. Mis libros me deleitaban. Leía
mucho y concienzudamente en todas mis horas de descanso.
Así pude en pocos años cimentar los fundamentos de
una preparación intelectual de la cual hoy mismo me
sirvo.
Pero hay algo más que todo esto: En aquellos
tiempos me formé un concepto del mundo, concepto que
constituyó la base granítica de mi proceder de
aquella época. A mis experiencias y conocimientos
adquiridos entonces, poco tuve que añadir después;
nada fue necesario modificar. Por el contrario, hoy estoy
firmemente convencido de que en general todas las ideas
constructivas se manifiestan, en principio, ya en la juventud, si
es que existen realmente.
Yo establezco diferencia entre la sabiduría de la
vejez y la
genialidad de la juventud; la primera solo puede apreciarse por
su carácter más minuciosa y previsor, como
resultado de las experiencias de una larga vida, en tanto que la
segunda se caracteriza por una inagotable fecundidad en
pensamientos e ideas, las cuales por su cúmulo tumultuoso,
no son susceptibles de elaboración inmediata. Esas ideas y
esos pensamientos permiten la concepción de futuros
proyectos y
dan los materiales de
construcción, de entre los cuales la sesuda
vejez toma los elementos y los forja para llevar a cabo la obra,
siempre que la llamada sabiduría de la vejez no haya
ahogado la genialidad de la juventud.
Mi vida en el hogar paterno se diferenció poco o
nada de la de los demás. Sin preocupaciones podía
esperar todo nuevo amanecer y no existían para mí
los problemas
sociales. El ambiente que rodeó mi juventud era el de
los círculos de la pequeña burguesía, es
decir, un mundo que muy poca conexión tenía con la
clase netamente obrera, pues, aunque a primera vista resulte
paradójico, el abismo que separaba a estas dos
categorías sociales, que de ningún modo gozan de
una situación económica desahogada, es a menudo
más profundo de lo que uno pueda imaginarse. El origen de
esta –llamémosle belicosidad- radica en que el
grupo social
que no hace mucho saliera del seno de la clase obrera, siente el
temor de descender a su antiguo nivel de gente poco apreciada, o
que se le considere como perteneciente todavía a
él. A esto hay que añadir que para muchos es agrio
el recuerdo de la miseria cultural de la clase proletaria y del
trato grosero de esas gentes entre sí, lo cual, por
insignificante que sea su nueva posición social, llega a
hacerles insoportable todo contacto con gente de un nivel
cultural ya superado por ellos.
Así ocurre que, apenas considera posible el
"parvenu" aquello que es frecuente entre personas de elevada
situación que, descendiendo de su rango, se acercan hasta
el último prójimo. No se olvide que "parvenu" es
todo aquel que por propio esfuerzo sale de la clase social en que
vive para situarse en un nivel superior. Ese batallar, con
frecuencia muy rudo, acaba por destruir el sentimiento de
conmiseración. La propia dolorosa lucha por la existencia
anula toda comprensión para la miseria de los
relegados.
En este orden quiso el destino ser magnánimo
conmigo, constriñéndome a volver a ese mundo de
pobreza y de
incertidumbre que mi padre abandonara en el curso de su vida. El
destino apartó de mis ojos el fantasma de una educación limitada
propia de la pequeña burguesía. Empezaba a conocer
a los hombres y aprendía a distinguir los valores
aparentes o los caracteres exteriores brutales, de lo que
constituía su verdadera mentalidad.
Al finalizar el siglo XIX, Viena se contaba ya entre las
ciudades de condiciones sociales más desfavorables.
Riqueza fastuosa y repugnante miseria caracterizaban el cuadro de
la vida en Viena. En los barrios centrales se sentía
manifiestamente el pulsar de un pueblo de 52 millones de
habitantes con toda la dudosa fascinación de un Estado de
nacionalidades diversas. La vida de la Corte, con su boato
deslumbrante, obraba como un imán sobre la riqueza y la
clase del resto del Imperio. A tal estado de cosas se sumaba la
fuerte centralización de la monarquía de los Habsburgo y en ello
radicaba la única posibilidad de mantener compacta esa
promiscuidad de pueblos, resultando, por consiguiente, una
concentración extraordinaria de autoridades y oficinas
públicas en la capital y sede
del Gobierno. Sin
embargo, Viena no era sólo el centro político e
intelectual de la vieja monarquía del Danubio, sino que
constituía también su centro económico.
Frente al enorme conjunto de oficiales de alta graduación,
funcionarios, artistas y científicos, había un
ejército mucho más numeroso de proletarios y frente
a la riqueza de la aristocracia y del comercio
reinaba una sangrante miseria. Delante de los palacios de la
Ringstrasse, pululaban miles de desocupados y en los trasfondos
de esa vía triunphalis de la antigua Austria, vegetaban
vagabundos en la penumbra y entre el barro de los canales. En
ninguna ciudad alemana podía estudiarse mejor que en Viena
el problema social. Pero no hay que confundir. Ese "estudio" no
se deja hacer "desde arriba", porque aquel que no haya estado al
alcance de la terrible serpiente de la miseria jamás
llegará a conocer sus fauces ponzoñosas. Cualquier
otro camino lleva tan sólo a una charlatanería
banal o a una mentida sentimentalidad. Ambas igualmente
perjudiciales, una porque nunca logra penetrar el problema en su
esencia y la otra porque no llega ni a rozarlo. No sé
qué sea más funesto: si la actitud de no
querer ver la miseria, como lo hace la mayoría de los
favorecidos por la suerte o encumbrados por propio esfuerzo, o la
de aquéllos no menos arrogantes y a menudo faltos de
tacto, pero dispuestos siempre a dignarse a aparentar que
comprenden la miseria del pueblo. Esas gentes hacen siempre
más daño
del que puede concebir su comprensión desarraigada de
instinto humano; de ahí que ellas mismas se sorprendan
ante el resultado nulo de su acción de "sentido social" y
hasta sufran la decepción de un airado rechazo, que acaban
por considerar como una prueba de la ingratitud del
pueblo.
NO CABE EN EL CRITERIO DE TALES GENTES COMPRENDER QUE
UNA ACCIÓN SOCIAL NO PUEDE EXIGIR EL TRIBUTO DE LA
GRATITUD PORQUE ELLA NO PRODIGA MERCEDES, SINO QUE ESTÁ
DESTINADA A RESTITUIR DERECHOS.
Impelido por la s circunstancias al escenario real de la
vida, no debí conocer el problema social en aquella forma.
Lejos de prestarse éste a que yo lo "conociese"
pareció querer más bien experimentar su prueba en
mí mismo, y si de ella salí airoso, no fue por
cierto, mérito de la prueba.
*
El propósito de reproducir aquí el
cúmulo de mis impresiones de entonces nunca podrá
dar, ni aproximadamente, un cuadro completo; junto a las
experiencias adquiridas en aquella época, he de
concretarme a exponer en este libro solamente mis impresiones
más culminantes, es decir, aquéllas que más
de una vez conmovieron mi espíritu.
En Viena me di cuenta de que siempre existía la
posibilidad de encontrar alguna ocupación, pero que esta
se perdía con la misma facilidad con que era conseguida.
La inseguridad de
ganarse el pan cotidiano me pareció una de las más
graves dificultades de mi nueva vida. Bien es cierto que el
obrero perito no es despedido de su trabajo tan
llanamente como uno que no lo es, más, tampoco está
libre de correr igual suerte.
También yo debí en la gran urbe
experimentar en carne propia los defectos de ese destino y
saborearlos moralmente. Algo más me fue dado observar
todavía: la brusca alternativa entre la ocupación y
la falta de trabajo y la consiguiente eterna fluctuación
entre las entradas y los gastos, que en
muchos destruye, a la larga, el sentimiento de economía, así
como la noción para un sistema razonable
de vida. Parece como si el organismo humano se acostumbrara
paulatinamente a vivir en la abundancia en los buenos tiempos y a
sufrir hambre en los malos. Así se explica que
aquél que apenas ha logrado conseguir trabajo, olvide toda
previsión y viva tan desordenadamente que hasta el
pequeño presupuesto
semanal de gastos domésticos resulta alterado; al
principio el salario alcanza
en lugar de para siete, sólo para cinco días,
después únicamente para tres y por último
escasamente para un día, despilfarrándolo todo en
la primera noche.
A menudo la mujer y los
hijos se contaminan de esa vida, especialmente si el padre de
familia es en
el fondo bueno con ellos y los quiere a su manera. Resulta
entonces que en dos o tres días se consume en casa, en
común, el salario de toda la semana. Se come y se bebe
mientras el dinero
alcanza, para después soportar hambre también
conjuntamente durante los últimos días. La mujer recurre
entonces a la vecindad y contrae pequeñas deudas para
pasar los malos días del resto de la semana. A la hora de
la cena se reúnen todos en torno a una
paupérrima mesa, esperan impacientes el pago del nuevo
salario y sueñan ya con la felicidad futura, mientras el
hambre arrecia…. Así se habitúan los hijos desde
su niñez a este cuadro de miseria.
Pero el caso acaba siniestramente cuando el padre de
familia desde un comienzo sigue su camino solo, dando lugar a que
la madre, precisamente por amor a sus hijos, se ponga en contra.
Surgen disputas y escándalos en una medida tal, que cuando
más se aparta el marido del hogar, más se acerca al
vicio del alcohol. Se
embriaga casi todos los sábados y entonces la mujer, por
espíritu de propia conservación y por la de sus
hijos, tiene que arrebatarle unos pocos céntimos, y esto
muchas veces en el trayecto de la fábrica a la taberna; y
sí por fin el domingo o el lunes llega el marido a casa,
ebrio y brutal, después de haber gastado el último
céntimo, se suscitan con frecuencia escenas….. ¡de
las que Dios nos libre!
En cientos de casos observé de cerca esa vida,
viéndola al principio con repugnancia y protesta, para
después comprender en toda su magnitud la tragedia de
semejante miseria y sus causas fundamentales.
¡Víctimas infelices de las malas condiciones de
vida!
Cuánto agradezco hoy a la Providencia haberme
hecho vivir esa escuela; en ella ya no me fue posible prescindir
de aquello que no era de mi complacencia. Esa escuela me
educó pronto y con rigor.
Para no desesperar de la clase de gentes que por
entonces me rodeaban fue necesario que aprendiese a diferenciar
entre su manera de ser y su vida y las causas del proceso de su
desarrollo.
Sólo así se podía soportar ese estado de
cosas y comprender que el resultado de tanta miseria, inmundicia
y degeneración no eran ya seres humanos, sino el triste
producto de
unas leyes más
tristes todavía. En medio de ese ambiente mi propia y dura
suerte me libró de capitular en quejumbroso
sentimentalismo ante los resultados de un proceso social
semejante.
Ya en aquellos tiempos llegué a la
conclusión de que sólo un doble procedimiento
podía conducir a modificar la situación
existente:
ESTABLECER MEJORES CONDICIONES PARA NUESTRO
DESARROLLO A BASE DE UN PROFUNDO SENTIMIENTO DE RESPONSABILIDAD
SOCIAL APAREJADO CON LA FERREA DECISIÓN DE ANULAR A
LOS DEPRAVADOS INCORREGIBLES.
Del mismo modo que la Naturaleza no
concentra su mayor energía en el mantenimiento
de lo existente, sino más bien en la selección
de la descendencia como conservadora de la especie, así
también en la vida humana no puede tratarse de mejorar
artificialmente lo malo subsistente –cosa de suyo imposible
en un 99% de casos, dada la índole del hombre- sino por el
contrario debe procurarse asegurar bases más sanas para un
ciclo de desarrollo venidero.
Durante mi lucha por la existencia, en Viena, me di
cuenta de que la obra de acción social jamás puede
consistir en un ridículo e inútil lirismo de
beneficencia, sino en la eliminación de aquellas
deficiencias que son fundamentales en la estructura
económico-cultural de nuestra vida y que constituyen el
origen de la degeneración del individuo o por lo menos de
su mala inclinación.
El Estado austríaco desconocía
prácticamente una legislación social humna y de
ahí su ineptitud patente para reprimir ni las más
crasas transgresiones.
*
No sabría decir lo que más me
horrorizó en aquel tiempo: si la miseria económica
de mis compañeros de entonces, su rudeza moral o su
ínfimo nivel cultural.
¡Con qué frecuencia se exalta la
indignación de nuestra burguesía cuando se oye
decir a un vagabundo cualquiera que le es lo mismo ser
alemán a no serlo y que el hombre se
siente igualmente bien en todas partes con tal de tener para su
sustento! Esta falta de "orgullo nacional" es lamentada entonces
hondamente y se vitupera con acritud semejante modo de
pensar.
¿Reflexionan acaso nuestros estratos burgueses en
que mínima escala se le dan
al "pueblo" los elementos inherentes al sentimientos de orgullo
nacional? Ven tranquilamente cómo en el teatro y en el
film y mediante literatura obscena y
prensa inmunda
se vacía en el pueblo día por día veneno a
borbotones. Y sin embargo se sorprenden esos ambientes burgueses
de la "falta de moral" y de la "indiferencia nacional" de la gran
masa del pueblo, como si de esa prensa inmunda, de esos films
disparatados y de otros factores semejantes, surgiese para el
ciudadano el concepto de la grandeza patria. Todo esto sin
considerar la educación ya
recibida por el individuo en su primera juventud.
EL PROBLEMA DE LA "NACIONALIZACIÓN" DE UN
PUEBLO CONSISTE, EN PRIMER TÉRMINO, EN CREAR SANAS
CONDICIONES SOCIALES COMO BASE DE LA EDUCACIÓN INDIVIDUAL.
PORQUE SOLO AQUEL QUE HAYA APRENDIDO EN EL HOGAR Y EN LA ESCUELA
A APRECIAR LA GRANDEZA CULTURAL Y ECONÓMICA Y ANTE TODO LA
GRANDEZA POLÍTICA DE SU PROPIA PATRIA, PODRA SENTIR Y
SENTIRA EL INTIMO ORGULLO DE SER SUBDITO DE ESA NACIÓN,
SOLO SE PUEDE LUCHAR POR AQUELLO QUE SE QUIERE – SE QUIERE
LO QUE SE RESPETA Y SE PUEDE RESPETAR ÚNICAMENTE LO QUE
POR LO MENOS, SE CONOCE.
Apenas se despertó mi interés
por la cuestión social me dediqué a estudiar a
fondo el problema. ¡Se me descubrió un mundo
nuevo!
En los años de 1909 y 1910 se había
producido también un pequeño cambio en mi vida: ya
no necesitaba ganarme el pan diario actuando como peón.
Por entonces trabajaba ya independientemente como modesto
dibujante y acuarelista. Pintaba para ganarme la vida y al mismo
tiempo aprendía con satisfacción. De este modo me
fue también posible lograr el complemento teórico
necesario para mi apreciación íntima del problema
social. Estudiaba con ahínco casi todo lo que podía
encontrar en libros sobre esta compleja materia, para
después engolfarme en mis propias meditaciones.
Era poco y muy erróneo lo que yo sabía en
mi juventud acerca de la socialdemocracia. Me entusiasmaba que proclamase
el derecho de sufragio
universal secreto; además, mi ingenua concepción de
entonces, me hacía creer también que era
mérito suyo empeñarse en mejorar las condiciones de
vida del obrero. Pero lo que me repugnaba era su actitud hostil
en la lucha por la conservación del germanismo.
Hasta la edad de los 17 años la palabra
"marxismo" no me era familiar, y los términos
"socialdemocracia" y "socialismo"
parecíanme ser idénticos. Fue necesario que el
destino obrase también sobre este concepto aquí
abriéndome los ojos ante un engaño tan inaudito
para la humanidad.
Si antes había yo conocido el partido
socialdemócrata sólo como espectador en algunos de
sus mítines, sin penetrar no obstante en la mentalidad de
sus adeptos o en la esencia de sus doctrinas, bruscamente
debía entonces ponerme en contacto con los productos de
aquella "ideología". Y lo que quizás
después de decenios hubiese ocurrido, se realizó en
el curso de pocos meses, permitiéndome comprender que bajo
la apariencia de virtud social y amor al prójimo se
escondía una pobredumbre de la cual ojalá la
humanidad libre a la tierra
cuanto antes, porque de lo contrario posiblemente sería la
propia humanidad la que de la tierra
desapareciese.
Fue durante mi trabajo cotidiano en el solar donde tuve
el primer roce con elementos socialdemócratas. Ya desde un
comienzo me fue poco agradable aquello. Mi vestido era aún
decente, mi lenguaje no
vulgar y mi actitud reservada. Mucho tenía que hacer con
mi propia suerte para que hubiese concentrado mi atención en lo que me rodeaba. Buscaba
únicamente trabajo a fin de no perecer de hambre y
poder
así, a la vez, procurarme los medios necesarios a la lenta
prosecución de mi instrucción personal.
Probablemente no me habría preocupado de mi nuevo ambiente
a no ser porque al tercero o cuarto día de iniciarme en
el trabajo, se
produjo un incidente que me indujo a asumir una determinada
actitud. Se me había propuesto que ingresase en la
organización sindicalista. Por entonces nada
conocía aún acerca de las organizaciones
obreras y me habría sido imposible comprobar la utilidad o
inconveniencia de su razón de ser. Cuando se me dijo que
debía hacerme socio, rechacé de plano la
proposición, expresando que no tenía idea de lo que
se trataba y que por principio no me dejaba imponer
nada.
En el curso de las dos semanas siguientes alcancé
a empaparme mejor del ambiente, de tal suerte que poder alguno en
el mundo me hubiese compelido a ingresar en una agrupación
sindicalista, sobre cuyos dirigentes había llegado a
formarme entre tanto el más desfavorable
concepto.
A mediodía, una parte de los trabajadores
acudía a las fondas de la vecindad y el resto quedaba en
el solar mismo consumiendo su exigua merienda. Yo, ubicado en un
aislado rincón, bebía de mi frasco de leche y
comía mi ración de pan, pero sin dejar de observar
cuidadosamente el ambiente o reflexionando sobre la miseria de mi
suerte. Mientras tanto, mis oídos escuchaban más de
o necesario y a veces me parecía que intencionadamente
aquellas gentes se aproximaban hacia mí como para
inducirme a adoptar una actitud precisa. De todos modos, aquello
que alcanzaba a oír bastaba para irritarme en sumo grado.
Allá se negaba todo: la nación no era otra cosa que
una invención de los "capitalistas"; la patria, un
instrumento de la burguesía destinado a explotar a la
clase obrera; la autoridad de
la ley, un medio de subyugar el proletariado; la escuela, una
institución para educar esclavos y también amos; la
religión,
un recurso para idiotizar a la masa predestinada a la
explotación; la moral,
signo de estúpida resignación, etc. Nada
había pues, que no fuese arrojado en el lodo más
inmundo.
Al principio traté de callar, pero a la postre me
fue imposible. Comencé a manifestar mi opinión,
comencé por objetar; más, tuve que reconocer que
todo sería inútil mientras yo no poseyese por lo
menos un relativo conocimiento
acerca de los puntos en cuestión. Y fue así como
empecé a investigar en las mismas fuentes de las
cuales procedía la pretendida sabiduría de los
adversarios. Leía con atención libro por libro,
folleto por folleto, y día tras día pude replicar a
mis contradictores, informado como estaba mejor que ellos de su
propia doctrina, hasta que un momento dado debió ponerse
en práctica aquel recurso que ciertamente se impone con
más facilidad a la razón: el terror, la violencia.
Algunos de mis impugnadores me conminaron a abandonar
inmediatamente el trabajo amenazándome con tirarme desde
el andamio. Como me hallaba solo, consideré inútil
toda resistencia y opté por retirarme.
¡Que penosa impresión dominó mi
espíritu al contemplar cierto día las inacabables
columnas de una manifestación proletaria en Viena! Me
detuve casi dos horas observando pasmado aquel enorme
dragón humano que se arrastraba pesadamente. Lleno de
desaliento regresé a casa. En el trayecto vi en una
cigarrería el diario "Arbeiterzeitung" órgano
central de la antigua democracia
austríaca. En un café
popular, barato, que solía frecuentar con el fin de leer
periódicos, encontraba también esa miserable hoja,
pero sin que jamás hubiera podido resolverme a dedicarle
más de dos minutos, pues, su contenido obraba en mi
ánimo como si fuese vitriolo. Aquel día, bajo la
depresión que me había causado la
manifestación que acababa de ver, un impulso interior me
indujo a comprar el
periódico, para leerlo esta vez minuciosamente. Por la
noche me apliqué a ello, sobreponiéndome a los
ímpetus de cólera
que me provocaba aquella solución concentrada de
mentiras.
A través de la prensa socialdemócrata
diaria, pude, pues, estudiar mejor que en la literatura
teórica el verdadero carácter de esas ideas.
¡Que contraste!¡Por una parte las rimbombantes frases
de libertad,
belleza y dignidad,
expuestas en esa literatura locuaz, de moral humana
hipócrita, reflejando trabajosamente una honda
sabiduría –todo esto escrito con profética
seguridad- y por el otro lado, la prensa diaria, brutal, capaz de
toda villanía y de una virtuosidad única en el
arte de mentir
en pro de la doctrina salvadora de la nueva humanidad! Lo primero
destinado a los necios de las "esferas intelectuales"
medias y superiores y lo segundo –la prensa- para la
masa.
Penetrar el sentido de esa literatura y de esa prensa
tuvo para mí la trascendencia de inclinarme más
fervorosamente a mi pueblo. Conociendo el efecto de semejante
obra de envilecimiento, sólo un loco sería capaz de
condenar a la víctima. Por fin comprendí la
importancia de la brutal imposición de subscribirse
únicamente a la prensa roja, concurrir con exclusividad a
mítines de filiación roja y también de leer
libros rojos solamente. La Psiquis de las multitudes no es
sensible a lo débil ni a lo mediocre; guarda semejanza con
la mujer, cuya emotividad obedece menos a razones de orden
abstracto que al ansia instintiva e indefinible hacia una
fuerza que la
integre, y de ahí que prefiera someterse al fuerte a
dominar al débil. Del mismo modo, la masa se inclina
más fácilmente hacia el que domina que hacia el que
implora, y se siente más íntimamente satisfecha de
una doctrina intransigente que no admita paralelo, que del roce
de una libertad que generalmente de poco le sirve.
SI FRENTE A LA SOCIALDEMOCRACIA SURGIESE UNA DOCTRINA
SUPERIOR EN VERACIDAD, PERO BRUTAL COMO AQUELLA EN SUS
MÉTODOS, SE IMPONDRÍA LA SEGUNDA, SI BIEN
CIERTAMENTE, DESPUÉS DE UNA LUCHA TENAZ.
Como la socialdemocracia conoce por propia experiencia
la importancia de la fuerza, cae con furor sobre aquellos en los
cuales supone la existencia de ese casi raro elemento, e
inversamente, halaga a los espíritus débiles del
bando opuesto, cautelosa o abiertamente, según la calidad moral que
tengan o que se les atribuya. La socialdemocracia teme menos a un
hombre de genio, impotente y falto de carácter, que a uno
dotado de fuerza natural, aunque huérfano de vuelo
intelectual. Esta es una táctica que responde al preciso
cálculo
de todas las debilidades humanas y que tiene que conducir casi
matemáticamente al éxito,
si es que el partido opuesto no sabe que el gas asfixiante se
contrarresta sólo con el gas asfixiante. A los
espíritus pusilánimes hay que recalcarles que en
esto se trata del ser o del no ser.
EL METODO DEL TERROR EN LOS TALLERES, EN LAS
FABRICAS, EN LOS LOCALES DE ASAMBLEAS Y EN LAS MANIFESTACIONES EN
MASA, SERÁ SIEMPRE CORONADO POR EL ÉXITO MIENTRAS
NO SE LE ENFRENTE OTRO TERROR DE EFECTOS
ANÁLOGOS.
*
COMO CONSECUENCIA DEL HECHO DE QUE LA BURGUESIA EN
INFINIDAD DE CASOS, PROCEDIENDO DEL MODO MAS DESATINADO E
INMORAL, OPONIA RESISTENCIA HASTA A LAS EXIGENCIAS MAS
HUMANAMENTE JUSTIFICADAS, AUN SIN ALCANZAR O SIN ESPERAR SIQUIERA
PROVECHO ALGUNO DE SU ACTITUD, EL MAS HONESTO OBRERO RESULTABA
IMPELIDO DE LA ORGANIZACIÓN SINDICALISTA A LA LUCHA
POLÍTICA.
El rechazo rotundo de toda tentativa hacia el
mejoramiento de las condiciones de trabajo para el obrero, tales
como la instalación de dispositivos de seguridad en las
máquinas, la prohibición del trabajo
para menores, así como también la protección
para la mujer –por lo menos en aquellos meses en los cuales
lleva en sus entrañas al futuro ciudadano-
contribuyó a que la socialdemocracia, que recibía
complacida todos esos casos de despiadado proceder, cogiese a las
masas en su red. Nunca podrá
reparar nuestra "burguesía política" esos errores,
pues negándose a dar paso a todo propósito tendente
a eliminar anomalías sociales, sembraba odios y
justificaba aparentemente las aseveraciones de los enemigos
mortales de toda la nacionalidad
en el sentido de ser el partido socialdemócrata el
único defensor de los intereses del pueblo
trabajador.
En mis años de experiencia en Viena me ví
obligado, queriendo o sin quererlo, a definir mi posición
en lo relativo a los sindicatos
obreros.
El hecho de que la socialdemocracia supiera apreciar la
enorme importancia del movimiento
sindicalista le aseguró el instrumento de su acción
y con ello el éxito. No haber comprendido aquello le
costó a la burguesía su posición
política. Había creído que con una
"negativa" impertinente podría anular un desarrollo
lógico inevitable.
Es absurdo y falso afirmar que el movimiento
sindicalista sea en sí contrario al interés patrio.
Si la acción sindicalista tiende y logra el mejoramiento
de las condiciones de vida de aquella clase social que constituye
una de las columnas fundamentales de la nación, obra no
sólo como no-enemiga de la patria o del Estado, sino
"nacionalistamente" en el más puro sentido de la palabra
.
Mientras existan entre los patrones individuos de escasa
comprensión social o que incluso carezcan de sentimiento
de justicia y equidad, no
solamente es un derecho, sino un deber el que sus dependientes,
representando una parte de la nacionalidad, velen por los
intereses del conjunto frente a la codicia o el capricho de uno
solo
MIENTRAS EL TRATO ASOCIAL O INDIGNO DADO AL HOMBRE
PROVOQUE RESISTENCIAS,
Y MIENTRAS NO SE HAYAN INSTITUIDO AUTORIDADES JUDICIALES
ENCARGADAS DE REPARAR DAÑOS, SIEMPRE EL MAS FUERTE VENCERA
EN LA LUCHA, POR ELLO ES NATURAL QUE LA PERSONA QUE
CONCENTRA EN SÍ TODA LA FUERZA DE LA EMPRESA, TENGA
AL FRENTE A UN SOLO INDIVIDUO EN REPRESENTACIÓN DEL
CONJUNTO DE TRABAJADORES.
De ese modo la organización sindicalista podrá
lograr un afianzamiento de la idea social en su aplicación
práctica de la vida diaria, eliminando con ello motivos
que son causa permanente de descontento y quejas.
La socialdemocracia jazz pensó mantener el
programa
inicial del movimiento corporativo que había abarcado. Y
en efecto fue así. Bajo su experta mano, en pocos decenios
supo hacer de un medio auxiliar creado para defensa de derechos
sociales, un instrumento destructor de la economía
nacional. Los intereses del obrero no debían obstaculizar
los propósitos de la socialdemocracia en lo más
mínimo.
Ya a principios del
presente siglo, el movimiento sindicalista había dejado de
servir a su idea inicial; año tras año fue cayendo
cada vez más en el radio de
acción de la política socialdemócrata para
ser a la postre sólo un ariete de la lucha de clases.
Debía a fuerza de constantes arremetidas demoler los
fundamentos de la economía nacional laboriosamente
cimentada y con ello prepararle la misma suerte al edificio del
Estado. La defensa de los verdaderos intereses del se
hacía cada vez más secundaria, hasta que por
último la habilidad política acabó por
establecer la inconveniencia de mejorar las condiciones sociales
y el nivel cultural de las masas, so pena de correr el peligro de
que una vez satisfechos sus deseos, esas muchedumbres no pudieran
ser ya utilizadas indefinidamente como una fuerza autómata
de lucha.
*
A medida que fui formando criterio sobre el
carácter exterior de la socialdemocracia, aumentó
en mí el ansia de penetrar la esencia de su doctrina. De
poco podía servirme en este orden la literatura propia del
partido porque cuando trata de cuestiones económicas es
errónea en asertos y demostraciones, y es falaz en lo que
a sus fines políticos se refiere.
SOLO EL
CONOCIMIENTO DEL JUDAÍSMO DA LA CLAVE PARA LA
COMPRENSIÓN DE LOS VERDADEROS PROPÓSITOS DE LA
SOCIALDEMOCRACIA.
Me sería difícil, sino imposible, precisar
en qué época de mi vida la palabra judío fue
para mí por primera vez motivo de reflexiones. En el hogar
paterno, cuando aún vivía mi padre, no recuerdo
siguiera haberla oído. Creo
que el anciano habría visto un signo de retroceso cultural
en la sola acentuada pronunciación de aquel vocablo.
Durante el curso de su vida, mi padre había llegado a
concepciones más o menos universalistas,
conservándolas aún en medio de un convencido
nacionalismo, de modo que hasta en mí debieron tener su
influencia.
Tampoco en la escuela se presentó motivo alguno
que hubiese podido determinar un cambio del criterio que
formé en el seno de mi familia.
Fue a la edad de catorce o quince años cuando
debí oír a menudo la palabra "judío",
especialmente en conversaciones de tema político, y
sentía cierta repulsión cuando me tocaba presenciar
pendencias de índole confesional. La cuestión por
entonces no tenía pues para mí otras
características.
En la ciudad de Linz vivían muy pocos judíos
que en el curso de los siglos se habían europeizado
exteriormente y yo hasta los tomaba por alemanes. Lo absurdo de
esta suposición me era poco claro, ya que por entonces
veía en el aspecto religioso la única diferencia
peculiar. El que por eso se persiguiese a los judíos, como
creía yo, hacía que muchas veces mi desagrado
frente a exclamaciones deprimentes para ellos subiese de punto.
De la existencia de un odio sistemático contra el
judío no tenía todavía idea en
absoluto.
Después estuve en Viena.
Sobrecogido por el cúmulo de mis impresiones de
las obras arquitectónicas de aquella capital y por las
penalidades de mi propia suerte no pude en el primer tiempo de mi
permanencia allí darme cuenta de la conformación
interior del pueblo en la gran urbe; y fue así que no
obstante existir en Viena alrededor de 200.000 judíos,
entre sus dos millones de habitantes, yo no me había dado
cuenta de ellos.
Mal podría afirmar que me hubiera parecido
particularmente grata la forma en que debí llegar a
conocerlos. Yo seguía viendo en el judío
sólo la cuestión confesional y por eso,
fundándome en razones de tolerancia humana
mantuve aún entonces mi antipatía por la lucha
religiosa. De ahí que considerase indigno de la
tradición cultural de un gran pueblo el tono de la prensa
antisemita de Viena. Me impresionaba el recuerdo de ciertos
hechos de la Edad Media,
que no me habría agradado ver repetirse.
Como esos periódicos carecían de prestigio
–el motivo no sabía yo explicármelo entonces-
veía la campaña que hacían más como
un producto de exacerbada envidia que como resultado de un
criterio de principio, aunque éste fuese errado.
Corroboraba tal modo de pensar el hecho de que los grandes
órganos de prensa respondían a esos ataques en
forma infinitamente más digna o bien optaban por no
mencionarlos siquiera, lo cual me parecía aún
más laudable.
Leía asiduamente la llamada prensa mundial ("Neue
freie Presse", "Wiener Tageblatt", etc.) y me asombraba siempre
su enorme material de información, así como su objetividad
en el modo de tratar las cuestiones; pero lo que frecuentemente
me chocaba era la forma servil en que adulaban a la Corte. Casi
no había suceso de la vida cortesana que no fuese
presentado la público con frases de desbordante entusiasmo
o de plañidera aflicción, según el caso.
Otra cosa que me llegaba a los nervios era el repugnante culto
que esa prensa rendía a Francia.
De vez en cuando leía también el
"Volksblatt", por cierto periódico
mucho más pequeño, pero que en estas cosas me
parecía más sincero. No estaba de acuerdo con su
recalcitrante antisemitismo,
bien que algunas veces encontraba razonamientos que me
movían a reflexionar. En todo caso a través de esas
incidencias fue como llegué a conocer paulatinamente al
hombre y al movimiento político que por entonces
influían en los destinos de Viena: El Dr. Karl Lueger y el
partido cristiano-social.
Cuando llegué a Viena era contrario a ambos
porque los consideraba "reaccionarios". Empero, una elemental
noción de equidad hizo variar mi opinión a medida
que tuve oportunidad de conocer al hombre y su obra. Poco a poco
se impuso en mí la apreciación justa para luego
convertirse en un sentimiento de franca admiración. Hoy,
más que entonces, veo en el Dr. Lueger al más
grande de los burgomaestres alemanes de todos los
tiempos.
¡Cuántas ideas preconcebidas tuvieron
también que modificarse en mí al cambiar mi modo de
pensar respecto al movimiento cristianosocial! Y si con ello
cambió igualmente mi criterio acerca del antisemitismo,
ésta fue sin duda la más trascendental de las
transformaciones que experimenté entonces; ella me
costó una intensa lucha interior entre la razón y
el sentimiento, y sólo después de largos meses, la
victoria empezó a ponerse del lado de la razón. Dos
años más tarde, el sentimiento había acabado
por someterse a ésta, para, en adelante, ser su más
leal guardián y consejero.
Debió, pues, llegar el día en que ya no
peregrinaría por la gran urbe hecho un ciego, como en los
primeros tiempos, sino con los ojos abiertos, contemplando las
obras arquitectónicas y las gentes. Cierta vez, al caminar
por los barrios del centro, me vi de súbito frente a un
hombre de largo caftán y de rizos negros.
¿Será un judío?, fue mi primer pensamiento.
Los judios en Linz no tenían ciertamente esa apariencia.
Observé al hombre sigilosamente y a medida que me fijaba
en su extraña fisonomía, estudiándola rasgo
por rasgo, fue transformándose en mi menta la primera
pregunta en otra inmediata. ¿Será también un
alemán?.
Como siempre en casos análogos, traté de
desvanecer mis dudas, consultando libros. Con pocos
céntimos adquirí por primera vez en mi vida algunos
folletos antisemitas. Todos, lamentablemente, partían de
la hipótesis de que el lector tenía ya
un cierto conocimiento de causa o que por lo menos
comprendía la cuestión; además, su tono era
tal, debido a razonamientos superficiales y extraordinariamente
faltos de base científica, que me hizo volver a caer en
nuevas dudas. La cuestión me parecía tan
trascendental y las acusaciones de tal magnitud que yo
–torturado por el temor de ser injusto- me sentía
vacilante e inseguro.
Naturalmente que ya no era dable dudar de que o se
trataba de elementos alemanes de una creencia religiosa especial,
sino de un pueblo diferente en sí; pues desde que me
empezó a preocupar la cuestión judía,
cambió mi primera impresión sobre Viena. Por
doquier veía judíos y cuanto más los
observaba, más se diferenciaban a mis ojos de las
demás gentes. Y si aún hubiese dudado, mi
vacilación hubiera tenido que tocar definitivamente a su
fin, debido a la actitud de una parte de los judíos
mismos.
Se trataba de un gran movimiento que tendía a
establecer claramente el carácter racial del
judaísmo; el sionismo.
Aparentemente apoyaba esa actitud sólo un grupo
de los judíos, en tanto que la mayoría la
condenaba; sin embargo, al analizar las cosas de cerca, esa
apariencia se desvanecía, descubriéndose un mundo
de subterfugios de pura conveniencia, por no decir mentiras.
Porque los llamados judíos liberales rechazaban a los
sionistas, no porque ellos no fuesen judíos, sino
únicamente porque éstos hacían una
pública confesión de su judaísmo que
aquellos consideraban improcedente y hasta peligrosa. En el fondo
se mantenía inalterable la solidaridad de
todos.
Aquella lucha ficticia entre sionistas y judíos
liberales, debió pronto causarme repugnancia porque era
falsa en absoluto y porque no respondía al decantado nivel
cultural del pueblo judío.
¡Y qué capítulo especial era aquel
de la pureza material y moral de ese pueblo! Nada me había
hecho reflexionar tanto en tan poco tiempo como el criterio que
paulatinamente fue incrementándose en mí acerca de
la forma cómo actuaban los judíos en determinado
género
de actividades. ¿Había por virtud un solo caso de
escándalo o de infamia, especialmente en lo relacionado
con la vida cultura, donde
no estuviese complicado por lo menos un judío?
Un grave cargo más pesó sobre el
judaísmo ante mis ojos cuando me di cuenta de sus manejos
en la prensa, en el arte, la literatura y el teatro.
Comencé por estudiar detenidamente los nombres de todos
los autores de inmundas producciones en el campo de la actividad
artística en general. El resultado de ello fue una
creciente animadversión de mi parte hacia los
judíos. Era innegable el hecho de que las nueve
décimas partes de la literatura sórdida, de la
trivialidad en el arte y el disparate en el teatro gravitaban en
el debe de una raza que apenas si constituía una
centésima parte de la población total del
país.
Con el mismo criterio comencé también a
apreciar lo que en realidad era aquella mi preferida "prensa
mundial", y cuanto más sondeaba en este terreno,
más disminuía el motivo de mi admiración de
antes. El estilo se me hizo insoportable, el contenido cada vez
más vulgar y por último la objetividad de sus
exposiciones me parecía más mentira que verdad.
¡Eran, pues, judíos los autores!
Ahora vía bajo otro aspecto la tendencia liberal
de esa prensa. El tono moderado de sus réplicas o su
silencio de tumba ante los ataques que se le dirigía,
debieron reflejárseme como un juego a la par
hábil y villano. Sus críticas glorificantes de
teatro estaban siempre destinadas al autor judío y
jamás una apreciación negativa recaía sobre
otro que no fuese un alemán. Precisamente por la
perseverancia con que se zahería a Guillermo II y por otra
parte se recomendaba la cultura y la civilización
francesas, podía deducirse lo sistemático de su
acción. El sentido de todo era tan visiblemente lesivo al
germanismo, que su propósito no podía ser sino
deliberado.
¿Quién tenía interés en
ello? ¿Era acaso todo obra de la casualidad?
En Viena, como seguramente en ninguna otra ciudad de la
Europa
occidental, con excepción quizá de algún
puerto del sur de Francia, podía estudiarse mejor las
relaciones del judaísmo con la prostitución y más aún, con
la trata de blancas. Caminando de noche por el barrio de
Leopoldo, a cada paso era uno – queriendo o sin quererlo
– testigo de hechos que quedaron ocultos para la gran
mayoría del pueblo alemán hasta que la guerra de
1914 dio a los combatientes alemanes en el frente oriental
oportunidad de poder ver, mejor dicho, de tener que ver,
semejante estado de cosas.
Sentí escalofríos cuando por primera vez
descubría así en el judío al negociante,
desalmado calculador, venal y desvergonzado de ese tráfico
irritante de vicios de la escoria de la gran urbe.
Desde entonces no pude más y nunca volví a
tratar de eludir la cuestión judía; por el
contrario, me impuse ocuparme en delante de ella. De este modo,
siguiendo las huellas del elemento judío a través
de todas las manifestaciones de la vida cultural y
artística, tropecé con él inesperadamente
donde menos lo hubiera podido suponer:
¡Judíos eran los dirigentes del partido
socialdemócrata!
Con esta revelación debió terminar en mi
un proceso de larga lucha interior.
*
Gradualmente me fui dando cuenta que en la prensa
socialdemócrata preponderaba el elemento judío; sin
embargo, no di mayor importancia a este hecho puesto que la
situación de los demás periódicos era la
misma. Otra circunstancia sin embargo debió llamarme
más la atención: no existía diario, donde
interviniesen judíos, que hubiera podido calificarse,
según mi educación y criterio, como un
órgano verdaderamente nacional.
En cuanto folleto socialdemócrata llegaba a mis
manos examinaba el nombre de su autor: siempre era un
judío. Examiné casi todos los nombres de los
dirigentes del partido socialdemócrata; en su gran
mayoría pertenecían igualmente al "pueblo elegido",
lo mismo si se trataba de representantes en el Reichsrat que de
los secretarios de las asociaciones sindicalistas, de los
presidentes de las organizaciones del partido que de los
agitadores populares. Era siempre el mismo siniestro cuadro y
jamás olvidaré los nombres: Austerlitz, David,
Adler, Ellenbogen, etc.
Claramente veía ahora que el directorio de aquel
partido, a cuyos pequeños representantes combatía
yo tenazmente desde meses atrás, se hallaba casi
exclusivamente en manos de un elemento extranjero y al fin supe
definitivamente que el judío no era alemán. Ahora
sí que conocía íntimamente a los
pervertidores de nuestro pueblo.
Un año de permanencia en Viena me había
bastado para llevarme al convencimiento de que ningún
obrero, por empecinado que fuera, no dejaría de acabar por
rendirse ante conocimientos mejores y ante una explicación
más clara. En el transcurso del tiempo me había
convertido en un conocedor de su propia doctrina y yo mismo
podía utilizarla ahora como un arma a favor de mis
convicciones.
Casi siempre el éxito se inclinaba hacia el lado
mío.
Se podía salvar a la gran masa aunque solamente a
costa de enormes sacrificios de tiempo y de
perseverancia.
Pero a un judío, en cambio, jamás se le
podría liberar de su criterio. Cuando alguna vez se
lograba reducir a uno de ellos, porque observado por los
presentes no le había ya quedado otro recurso que asentir,
y hasta se creía haber adelantado con ello por lo menos
algo, grande debía ser la sorpresa que al día
siguiente se experimentaba al constatar que el judío no
recordaba ni lo más mínimo de lo acontecido la
víspera y seguía repitiendo los dislates de
siempre. Muchas veces quedé atónito sin saber
qué es lo que debía sorprenderme más: la
locuacidad del judío o su arte de mistificar.
Me hallaba en la época de las más honda
transformación ideológica operada en mi vida: De
débil cosmopolita debí convertirme en antisemita
fanático.
Una vez más – esta fue la última-
vinieron a embargarme reflexiones abrumadoras. Estudiando la
influencia del pueblo judío a través de largos
períodos de la historia humana, surgió en mi mente
la inquietante duda de que quizás el destino por causas
insondables, le reservaba a este pequeño pueblo el triunfo
final. ¿Se le adjudicará acaso la tierra como
premio, a ese pueblo, que vive eternamente sólo para esta
tierra? ¿Es que nosotros poseemos realmente el derecho de
luchar por nuestra propia conservación o es que
también esto tiene en nosotros sólo un fundamento
subjetivo?
El destino mismo se encargó de darme la respuesta
al engolfarme en la penetración de la doctrina marxista
para de este modo estudiar minuciosamente la actuación del
pueblo judío.
La doctrina judía del marxismo rechaza el
principio aristocrático de la Naturaleza y coloca en lugar
del privilegio eterno de la fuerza y del vigor, la masa
numérica y su peso muerto. Niega así en el hombre
el mérito individual e impugna la importancia del
nacionalismo y de la raza abrogándose con esto a la
humanidad la base de su existencia y de su cultura. Esa doctrina,
como fundamento del universo,
conduciría fatalmente al fin de todo orden natural
concebible por la mente humana. Y del mismo modo que la
aplicación de una ley semejante en la mecánica del organismo más grande
que conocemos, provocaría el caos, sobre la tierra no
significaría otra cosa que la desaparición de sus
habitantes.
Si el judío con la ayuda de su credo marxista
llegase a conquistar las naciones del mundo, su diadema
sería entonces la corona fúnebre de la humanidad y
nuestro planeta volvería a rotar desierto en el eter como
hace millones de siglos.
La Naturaleza eterna venga inexorablemente la
transgresión de sus preceptos.
ASI CREO AHORA ACTUAR CONFORME A LA VOLUNTAD DEL SUPREMO
CREADOR: AL DEFENDERME DEL JUDÍO LUCHO POR LA OBRA DEL
SEÑOR.
Reflexiones políticas
de la época de mi permanencia en Viena
Tengo la evidencia de que en general el hombre,
excepción hecha de casos singulares de talento, no debe
actuar en política antes de los 30 años, porque
hasta esa edad se está formando en su mentalidad una
plataforma desde la cual podrá él analizar los
diversos problemas
políticos y definir su posición frente a ellos.
Sólo entonces, después de haber adquirido una
concepción ideológica fundamental y con ella
logrado afianzar su propio modo de pensar acerca de los
diferentes problemas de la vida diaria, debe o puede el hombre,
conformado por lo menos así espiritualmente, participar en
la dirección política de la
colectividad en que vive.
De otro modo corre el peligro de tener que cambiar un
día de opinión en cuestiones fundamentales o de
quedar – en contra de su propia convicción-
estratificado en un criterio ya relegado por la razón y el
entendimiento. El primer caso resulta muy penoso para él
personalmente, pues, si él mismo vacila no puede ya
esperar le pertenezca en igual medida que antes la fe de sus
adeptos, para quienes la claudicación del
Führer http://www.libreopinion.com/members/jomp/mk1.htm
– 3#3
[3], significa desconcierto
y no pocas veces les provoca el sentimiento de una cierta
vergüenza frente a sus adversarios políticos. En el
segundo caso ocurre aquello que hoy se observa con mucha
frecuencia: En la misma escala en que el Führer
perdió la convicción sobre lo que sostenía,
su dialéctica se hace hueca y superficial, en tanto que se
deprava en la elección de sus métodos.
Mientras él personalmente no piensa ya arriesgarse en
serio en defensa de sus revelaciones políticas (no se
inmola la vida por una causa que uno mismo no profesa) las
exigencias que les impone a sus correligionarios se hacen sin
embargo cada vez mayores y más desvergonzadas, hasta el
punto de acabar por sacrificar el último resto del
carácter que inviste al Führer y descender así
a la condición del "político", es decir, a aquella
categoría de hombres cuya única convicción
es su falta de convicción, aparejada a una arrogante
insolencia y un arte refinadísimo para el mentir. Si para
desgracia de la humanidad honrada tal sujeto llega a ingresar en
el Parlamento, entonces hay que tener por descontado el hecho de
que la política para él se reduce ya sólo a
una "heroica lucha" por la posesión perpétua de
este "biberón" de su propia vida y de la de su familia. Y
cuanto más pendientes estén de ese biberón
la mujer y los hijos, más tenazmente luchará el
marido por sostener su mandato parlamentario. Toda persona de
instinto político es para él, por ese solo hecho,
un enemigo personal; en cada nuevo movimiento cree ver el
comienzo posible de su ruina; en todo hombre de prestigio otro
amenazante peligro.
He de ocuparme detenidamente de esta clase de sabandijas
parlamentarias.
También el hombre que haya llegado a los 30
años tendrá aún mucho que aprender en el
curso de su vida, pero esto únicamente a manera de una
complementación dentro del marco ya determinado por la
concepción ideológica adoptada en principio. Los
nuevos conocimientos que adquiera no significarán una
innovación de lo ya aprendido, sino
más bien un proceso de acrecentamiento de su saber, de tal
modo que sus adeptos jamás tendrán la decepcionante
impresión de haber sido mal orientados; por el contrario,
el visible desarrollo de la personalidad
del Führer provocará en ellos complacencia, en la
convicción de que el perfeccionamiento de éste
refluye a favor de la propia doctrina. Ante sus ojos esto
constituye una prueba de la certeza del criterio hasta aquel
momento sostenido.
Un Führer que se vea obligado a abandonar la
plataforma de su ideología general por haberse dado cuenta
de que esta era falsa, obrará honradamente sólo,
cuando reconociendo lo erróneo de su criterio, se halle
dispuesto a asumir todas las consecuencias. En tal caso
deberá por lo menos renunciar a toda actuación
política ulterior, pues, habiendo errado ya una vez en
puntos de vista fundamentales, está expuesto por una
segunda vez al mismo peligro. De todos modos ha perdido ya el
derecho de requerir y menos aún el de exigir la confianza
de sus conciudadanos.
El grado de corrupción
de la plebe, que por ahora se siente habilitada para "actuar" en
política, evidencia cuán rara vez se sabe responder
en los tiempos actuales a una prueba tal de decoro
personal.
Apenas si entre tantos puede uno tan sólo ser el
predestinado.
Seguramente en aquellos tiempos, me había ocupado
de política más que muchos otros, sin embargo, tuve
el buen cuidado de no actuar en ella; me concretaba a hablar en
círculos pequeños abordando temas que me subyugaban
y que eran motivo de mi constante preocupación. Este modo
de actuar en ambiente reducido tenía en sí mucho de
provechoso, porque si bien es cierto que así
aprendía menos a "discursear" en cambio, llegaba a conocer
a las gentes en su moralidad y en
sus concepciones, a menudo infinitamente primitivas. En aquella
época continué ampliando mis observaciones sin
perder tiempo ni oportunidad y es probable que, en este orden, en
ninguna parte de Alemania se ofrecía entonces un ambiente
de estudio más propicio que el de Viena.
*
Las preocupaciones de la vida política en la
antigua monarquía del Danúbio abarcaban, en
general, contornos más vastos de mayor espectativa que en
la Alemania de esa misma época, excepción hecha de
algunos distritos de Prusia, Hamburgo y la costa del Mar del
Norte. Bajo la denominación "Austria" me refiero en este
caso a aquel territorio del gran Imperio de los Habsburgo que,
debido a sus habitantes de origen alemán, significó
en todo orden no solamente la base histórica para la
formación de tal Estado, sino que en el conjunto de su
población representaba también aquella fuerza que a
través de los siglos generó la vida cultural en ese
organismo político de estructura tan artificial como era
el Imperio Austro-Húngaro. Y a medida que el tiempo
avanzaba, más dependía precisamente de la
conservación de ese núcleo, la estabilidad de todo
el Estado.
No quiero engolfarme aquí en detalles porque no
es este el propósito de mi libro; quiero solamente
consignar en el marco de una minuciosa apreciación
aquellos sucesos que, siendo la eterna causa de la decadencia de
pueblos y Estados, tienen también en nuestro tiempo su
trascendencia, aparte de que contribuyeron a cimentar los
fundamentos de mi ideología política.
*
Entre las instituciones
que más claramente revelaban – aún ante los
ojos no siempre abiertos del provinciano – la corrosión de la monarquía
austríaca, encontrábase en primer término
aquélla que más llamada estaba a mantener su
estabilidad: el Parlamento o sea el Reichsrat, como en Austria se
le denominaba.
Manifiestamente, al norma institucional de esta
corporación radicaba en Inglaterra, el
país de la "clásica democracia". De allá se
copió toda esa dichosa institución y se la
trasladó a Viena, procurando en lo posible no
alterarla.
En la Cámara de diputados y en la Cámara
alta celebraba su renacimiento el
sistema inglés
de la doble cámara; sólo los "edificios"
diferían entre sí. Barry, al hacer surgir de las
aguas del Támesis el palacio del Parlamento inglés,
había recurrido a la historia del Imperio Británico
con el fin de inspirarse para la ornamentación de los 1200
nichos, consolas y columnas de su monumental creación
arquitectónica. Por sus esculturas y arte
pictórico, el Parlamento inglés resultó
así erigido en el templo de gloria de la
nación.
Aquí se presentó la primera dificultad en
el caso del Parlamento de Viena. Cuando el danés Hansen
había concluido el último pináculo del
palacio de mármol destinado a los representantes del
pueblo, no le quedó otro recurso que el de apelar al arte
clásico para adaptar motivos ornamentales. Figuras de
estadistas y de filósofos griegos y romanos hermosean esta
teatral residencia de la "democracia occidental" y a manera de
simbólica ironía están representados sobre
la cúspide del edificio cuadrigas que se separan partiendo
hacia los cuatro puntos cardinales, como cabal expresión
de lo que en el interior del Parlamento ocurría
entonces.
Las "nacionalidades" habrían tomado como un
insulto y como una provocación el que en esa obra se
glorificase la historia austríaca. En Alemania mismo,
reciente todavía el fragor de las batallas de la guerra
mundial, se resolvió consagrar con la inscripción :
"Al Pueblo Alemán", el edificio del Reichstag en
Berlín, construido por Paul Ballot.
Sentimientos de profunda repulsión me dominaron
aquel día en que, por primera vez, cuando aún no
había cumplido los veinte años, visitaba el
Parlamento austríaco para escuchar una sesión de la
Cámara de diputados. Siempre había detestado el
Parlamento, pero de ningún modo la institución en
sí. Por el contrario, como hombre amante de las
libertades, no podía imaginarme otra forma posible de
gobierno. Y justamente por eso era ya un enemigo del Parlamento
austríaco. Su forma de actuar la consideraba indigna del
gran prototipo inglés. Además, a esto había
que añadir el hecho de que el porvenir de la raza germana
en el Estado austriaco dependía de su
representación en el Reichsrat. Hasta el día en que
se adopto el sufragio universal de voto secreto, existía
en el Parlamento austríaco una mayoría alemana,
aunque poco notable. Ya entonces la situación se
había hecho difícil, porque el partido
social-demócrata, con su dudosa conducta nacional
al tratarse de cuestiones vitales del germanismo, asumía
siempre una actitud contraria a los intereses alemanes a fin de
no despertar recelos entre sus adeptos de las otras
"nacionalidades" representadas en el Parlamento. Tampoco ya en
aquella época se podía considerar a la
socialdemocracia como un partido alemán. Con la adopción
del sufragio universal tocó a su fin la preponderancia
alemana, inclusive desde el punto de vista puramente
numérico. En adelante, no quedaba pues obstáculo
alguno que detuviese la creciente desgermanización del
Estado austriaco.
El instinto de conservación nacional me
había hecho repugnar, ya entonces, por esa razón,
aquel sistema de representación popular en la cual el
germanismo, lejos de hallarse representado era más bien
traicionado. Sin embargo, esta deficiencia, como muchas otras, no
era atribuible al sistema mismo, sino al Estado
austriaco.
Un año de paciente observación bastó para que yo
cambiase radicalmente mi modo de pensar en cuanto al
carácter del parlamentarismo. Una vez más el
estudio experimental de la realidad me preservó de
anegarme en una teoría
que a primera vista, les parece seductora a muchos y que a pesar
de ello no deja de contarse entre las manifestaciones de
decadencia de la humanidad.
La democracia del mundo occidental de hoy es la
precursora del marxismo, el cual sería inconcebible sin
ella. Es la democracia la que en primer término
proporciona a esta peste mundial el campo de nutrición de donde la
epidemia se propaga después.
Cuánta gratitud le debo al destino por haber
permitido que me adentrase también en esta cuestión
cuando todavía me hallaba en Viena, pues, es probable que
si yo hubiera estado en aquella época en Alemania, me la
habría explicado de una manera demasiado sencilla. Si
desde Berlín hubiese podido percatarme de lo grotesco de
esa institución llamada "Parlamento", quizás
habría caído en la concepción opuesta,
colocándome – no sin una buena razón
aparente- al lado de aquellos que veían el bienestar del
pueblo y del Imperio, en el fomento exclusivista de la idea de la
autoridad imperial, permaneciendo ciegos y ajenos a la vez a la
época en que vivían y al sentir de sus
contemporáneos.
Esto era imposible en Austria. Allá no se
podía caer tan fácilmente de un error en otro,
porque si el Parlamento era inútil, aun menos capacitados
eran los Habsburgo.
Lo que más me preocupó en la
cuestión del parlamentarismo fue la notoria falta de un
elemento responsable. Por funestas que pudieran ser las
consecuencias de una ley sancionada por el Parlamento, nadie
lleva la responsabilidad, ni a nadie es posible exigirle
cuentas.
¿O es que puede llamarse asumir responsabilidades al hecho
de que después de un fiasco sin precedentes, dimita el
gobierno culpable o cambie la coalición existente o, por
último, se disuelva el Parlamento? ¿Puede acaso
hacerse responsable a una vacilante mayoría? ¿No es
cierto que la idea de responsabilidad presupone la idea de
la
personalidad?
¿Puede prácticamente hacerse responsable
al dirigente de un gobierno por hechos cuya gestión
y ejecución obedecen exclusivamente a la voluntad y al
arbitrio de una pluralidad de individuos?
¿O es que la misión del
gobernante – en lugar de radicar en la concepción de
ideas constructivas y planes – consiste más bien en
la habilidad con que éste se empeñe en hacer
comprensible a un hato de borregos lo genial de sus proyectos,
para después tener que mendigar de ellos una bondadosa
aprobación?
¿Cabe en el criterio del hombre de Estado poseer
en el mismo grado el arte de la persuasión, por un lado, y
por otro la perspicacia política necesaria para adoptar
directivas o tomar grandes decisiones?
¿Prueba acaso la incapacidad de un Führer el
solo hecho de no haber podido ganar a favor de una determinada
idea el voto de mayoría de un conglomerado resultante de
manejos más o menos honestos?
¿fue acaso alguna vez capaz ese conglomerado de
comprender una idea, antes de que el éxito obtenido por la
misma, revelara la grandiosidad que ella encarnaba?
¿No es en este mundo toda acción genial
una palpable protesta del genio contra la indolencia de la
masa?
¿Qué debe hacer el gobernante que no logra
granjearse la gracia de aquél conglomerado, para la
consecución de sus planes?
¿Deberá sobornar?¿O bien, tomando
en cuenta la estulticia de sus conciudadanos, tendrá que
renunciar a la realización de propósitos
reconocidos como vitales, dimitir el gobierno o quedarse en
él, a pesar de todo?
¿No es cierto que en un caso tal, el hombre de
verdadero carácter se coloca frente a un conflicto
insoluble entre su persuación de la necesidad y su
rectitud de criterio, o mejor dicho su honradez?
¿Dónde acaba aquí el límite
entre la noción del deber para con la colectividad y la
noción del deber para con la propia dignidad
personal?
¿No debe todo Führer de verdad rehusar a que
de ese modo se le degrade a la categoría de traficante
político?
¿O es que, inversamente, todo traficante
deberá sentirse predestinado a "especular" en
política, puesto que la suprema responsabilidad
jamás pesará sobre él, sino sobre un
anónimo e inaprensible conglomerado de gentes?
Sobre todo, ¿no conducirá el principio de
la mayoría parlamentaria a la demolición de la
idea-Führer?
Pero ¿es que aún cabe admitir que el
progreso del mundo se debe a la mentalidad de las mayorías
y no al cerebro de unos
cuantos?
¿O es que se cree que tal vez en lo futuro se
podría prescindir de esta condición previa
inherente a la cultura humana?
¿No parece, por en contrario, que ella es hoy
más necesaria que nunca?
Difícilmente podrá imaginarse el lector de
la prensa judía, salvo que hubiese aprendido a discernir y
examinar las cosas independientemente, qué estragos
ocasiona la moderna institución del gobierno
democrático-parlamentario; ella es ante todo la causa de
la increíble proporción en que ha sido inundado el
conjunto de la vida política por lo más
descalificado de nuestros días. Así como un
Führer de verdad renunciará a una actividad
política, que en gran parte no consiste en obra
constructiva, sino más bien en el regateo por la merced de
una mayoría parlamentaria, el político de
espíritu pequeño, en cambio, se sentirá
atraído precisamente por esa actividad.
Pero pronto se dejarán sentir las consecuencias
si tales mediocres componen el gobierno de una nación.
Faltará entereza para obrar y se preferirá aceptar
la más vergonzosa de las humillaciones antes que erguirse
para adoptar una actitud resuelta, pues, nadie habrá
allí que por sí solo esté personalmente
dispuesto a arriesgarlo todo en pro de la ejecución de una
medida radical. Existe una verdad que no debe ni puede olvidarse:
es la de que tampoco en este caso una mayoría
estará capacitada para sustituir a la personalidad en el
gobierno. La mayoría no sólo representa siempre la
ignorancia, sino también la cobardía. Y del mismo
modo que de 100 cabezas huecas no se hace un sabio, de 100
cobardes no surge nunca una heroica decisión.
Cuanto menos grave sea la responsabilidad que pese sobre
el Führer, mayor será el número de
aquéllos que, dotados de ínfima capacidad, se creen
igualmente llamados a poner al servicio de la
nación sus imponderables fuerzas. De ahí que sea
para ellos motivo de regocijo el cambio frecuente de funcionarios
en los cargos que ellos apetecen y que celebren todo
escándalo que reduzca la hilera de los que por delante
esperan…. La consecuencia de todo esto es la espeluznante
rapidez con que se producen modificaciones en las más
importantes jefaturas y repartos públicos de un organismo
estatal semejante, con un resultado que siempre tiene influencia
negativa y que muchas veces llega a ser hasta
catastrófico.
La antigua Austria poseía el régimen
parlamentario en grado superlativo. Bien es cierto que los
respectivos "premiers" eran nombrados por el monarca, sin
embargo, eso no significaba otra cosa que la ejecución de
la voluntad parlamentaria. El regateo por las diferentes carteras
ministeriales podía ya calificarse como propio de la
más alta democracia occidental. Los resultados
correspondían a los principios aplicados; especialmente la
substitución de personajes representativos se operaba con
intervalos cada vez más cortos, para al final convertirse
en una verdadera cacería. En la misma proporción
descendía el nivel de los "hombres de Estado" actuantes
hasta no quedar de ellos, más que aquel bajo tipo del
traficante parlamentario, cuyo mérito político se
aquilataba tan sólo por su habilidad en urdir coaliciones,
es decir, prestándose a realizar aquellos infames manejos
políticos que son la única prueba de lo que en el
trabajo práctico pueden realizar esos llamados
representantes del pueblo.
Viena ofrecía un magnífico campo de
observación en este orden.
Aquello que de ordinario denominamos "opinión
pública" se basa sólo mínimamente en la
experiencia personal del individuo y en sus conocimientos;
depende más bien casi en su totalidad de la idea que el
individuo se hace de las cosas a través de la llamada
"información pública", persistente y tenaz. La
prensa es el factor responsable de mayor volumen en el proceso de
la "instrucción política", a la cual, en este caso
se le asigna con propiedad el nombre de propaganda; la
prensa se encarga ante todo de esta labor de "información
pública" y representa así una especie de escuela
para adultos, sólo que esa "instrucción" no
está en manos del Estado, sino bajo las garras de
elementos que en parte son de muy baja ley. Precisamente en Viena
tuve en mi juventud la mejor oportunidad de conocer a fondo a los
propietarios y fabricantes espirituales de esa máquina de
instrucción colectiva. En un principio debí
sorprenderme al darme cuenta del tiempo relativamente corto en
que este pernicioso poder era capaz de crear cierto ambiente de
opinión, y esto incluso tratándose de casos de una
mixtificación completa de las aspiraciones y tendencias
que, a no dudar, existían en el sentir de la comunidad. En el
transcurso de pocos días, esa prensa sabía hacer de
un motivo insignificante una cuestión de Estado notable e
inversamente, en igual tiempo, relegar al olvido general
problemas vitales o, más simplemente, sustraerlos a
la memoria de
la masa.
De este modo era posible en el curso de pocas semanas
henchir nombres de la nada y relacionar con ellos
increíbles expectativas públicas,
adjudicándoles una popularidad que muchas veces un hombre
verdaderamente meritorio no alcanza en toda su vida; y mientras
se encumbran estos nombres que un mes antes apenas si se
habían oído pronunciar, calificados estadistas o
personalidades de otras actividades de la vida pública
dejaban llanamente de existir para sus contemporáneos o se
les ultrajaba de tal modo con denuestos, que sus apellidos
corrían el peligro de convertirse en un símbolo de
villanía o de infamia.
Esta es la chusma que en más de las dos terceras
partes fabrica la llamada "opinión pública", de
donde surge el parlamentarismo cual una Afrodita de la
espuma.
Para pintar con detalle en toda su falacia el mecanismo
parlamentario sería menester escribir volúmenes.
Podrá comprenderse más pronto y más
fácilmente semejante extravío humano, tan absurdo
como peligroso, comparando el parlamentarismo democrático
con una democracia germánica realmente tal.
La característica más remarcable del
parlamentarismo democrático consiste en que se elige un
cierto número, supongamos 500 hombres o también
mujeres en los últimos tiempos, y se les concede a
éstos la atribución de adoptar en cada caso una
decisión definitiva. Prácticamente, ellos
representan por sí solos el gobierno, pues, si bien
designan a los miembros de un gabinete encargado de los negocios del
Estado, ese pretendido gobierno no cubre sino una apariencia; en
efecto, es incapaz de dar ningún paso sin antes haber
obtenido la aquiescencia de la asamblea parlamentaria. Por esto
es por lo que tampoco puede ser responsable, ya que la
decisión final jamás depende de él mismo,
sino del Parlamento. En todo caso un gabinete semejante no es
otra cosa que el ejecutor de la voluntad de la mayoría
parlamentaria del momento. Su capacidad política se
podría apreciar en realidad únicamente a
través de la habilidad que pone en juego para adaptarse a
la voluntad de la mayoría o para ganarla en su
favor.
Una consecuencia lógica
de este estado de cosas fluye de la siguiente elemental
consideración: la estructura de ese conjunto formado por
los 500 representantes parlamentarios, agrupados según sus
profesiones o hasta teniendo en cuenta sus aptitudes, ofrece un
cuadro a la par incongruente y lastimoso. ¿O es que cabe
admitir la hipótesis de que
estos elegidos de la nación pueden ser al mismo tiempo
brotes privilegiados de genialidad o siquiera de sentido
común? Ojalá no se suponga que de las papeletas de
sufragio, emitidas por electores que todo pueden ser menos
inteligentes, surjan simultáneamente centenares de hombres
de Estado. Nunca será suficientemente rebatida la absurda
creencia de que del sufragio universal pueden salir genios;
primeramente hay que considerar que no en todos los tiempos nace
para una nación un verdadero estadista y menos aun de
golpe, un centenar; por otra parte, es instintiva la
antipatía que siente la masa por el genio eminente.
Más probable es que un camello se deslice por el ojo de
una aguja que no que un gran hombre resulte "descubierto" por
virtud de una elección popular. Todo lo que de veras
sobresale de lo común en la historia de los pueblos suele
generalmente revelarse por sí mismo.
Dejando a un lado la cuestión de la genialidad de
los representantes del pueblo, considérese simplemente el
carácter complejo de los problemas pendientes de
solución, aparte de los ramos diferentes de actividad en
que deben adoptarse decisiones, y se comprenderá entonces
la incapacidad de un sistema de gobierno que pone la facultad de
la decisión final en manos de una asamblea, de entre cuyos
componentes sólo muy pocos poseen los conocimientos y la
experiencia requeridas en los asuntos que han de tratarse. Y es
así cómo las más importantes medidas en
materia económica resultan sometidas a un forum cuyos
miembros en sus nueve décimas partes carecen de la
preparación necesaria. Lo mismo ocurre con otros
problemas, dejando siempre la decisión en manos de una
mayoría compuesta de ignorantes e incapaces. De ahí
proviene también la ligereza con que frecuentemente estos
señores deliberan y resuelven cuestiones que serían
motivo de honda reflexión aun para los más
esclarecidos talentos. Allí se adoptan medidas de enorme
trascendencia para el futuro de un Estado como si no se tratase
de los destinos de toda una nacionalidad sino solamente de una
partida de naipes, que es lo que resultaría más
propio entre tales políticos. Sería naturalmente
injusto creer que todo diputado de un parlamento semejante se
halla dotado de tan escasa noción de responsabilidad. No.
De ningún modo. Pero es el caso que aquel sistema,
forzando al individuo a ocuparse de cuestiones que no conoce, lo
corrompe paulatinamente. Nadie tiene allí el coraje de
decir: "Señores, creo que no entendemos nada de este
asunto; yo a lo menos no tengo idea en absoluto". Esta actitud
tampoco modificaría nada porque, aparte de que una prueba
tal de sinceridad quedaría totalmente incomprendida, no
por un tonto honrado se resignarían los demás a
sacrificar su juego.
El parlamentarismo democrático de hoy no tiende a
constituir una asamblea de sabios, sino a reclutar más
bien una multitud de nulidades intelectuales, tanto más
fáciles de manejar cuanto mayor sea la limitación
mental de cada uno de ellos. Sólo así puede hacerse
política partidista en el sentido malo de la
expresión y sólo así también
consiguen los verdaderos agitadores permanecer cautelosamente en
la retaguardia, sin que jamás pueda exigirse de ellos una
responsabilidad personal. Ninguna medida, por perniciosa que
fuese para el país, pesará entonces sobre la
conducta de un bribón conocido por todos, sino sobre la de
toda una fracción parlamentaria. He aquí porque
esta forma de la Democracia llegó a convertirse
también en el instrumento de aquella raza, cuyos
íntimos propósitos, ahora y por siempre,
temerán mostrarse a la luz del
día. Sólo el judio puede ensalzar una
institución que es sucia y falaz como él
mismo.
En oposición a ese parlamentarismo
democrático está la genuina democracia
germánica de la libre elección del Führer, que
se obliga a asumir toda la responsabilidad de sus actos. Una
democracia tal no supone el voto de la mayoría para
resolver cada cuestión en particular, sino llanamente la
voluntad de uno solo, dispuesto a responder de sus decisiones con
su propia vida y hacienda.
Si se hiciese la objeción de que bajo tales
condiciones difícilmente podrá hallarse al hombre
resuelto a sacrificarlo personalmente todo en pro de una tan
arriesgada empresa,
habría que responder: "Dios sea loado, que el verdadero
sentido de una democracia germánica radica justamente en
el hecho de que no pueda llegar al gobierno de sus conciudadanos,
por medios vedados, cualquier indigno arrivista o emboscado
moral, sino que la magnitud misma de la responsabilidad a asumir,
amedrenta a ineptos y pusilánimes".
Y si no obstante todo esto, un individuo de tales
características intentase deslizarse, podrá
fácilmente ser identificado y apostrofado sin
consideración: "Apártate, cobarde, que tus pies no
profanen las gradas del frontispicio del Panteón de la
Historia, destinado a héroes y no a mojigatos".
*
Había llegado a estas conclusiones después
de dos años de concurrir al Parlament austríaco. En
adelante no volví a frecuentarlo.
El régimen parlamentario fue una de las
principales causas de la progresiva decadencia del antiguo Estado
de los Habsburgo. A medida que por obra de ese régimen se
destruía la hegemonía del germanismo en Austria,
intensificábase el sistema de explotar el antagonismo de
las nacionalidades entre sí.
Después de la guerra franco-prusiana de 1870 la
casa de los Habsburgo se lanzó con ímpetu
máximo a exterminar lenta pero implacablemente el
"peligroso2 germanismo de la doble monarquía
austro-húngara. Este debía ser, pues, el resultado
final de la política de eslavización. Empero,
estalló la resistencia de la nacionalidad que estaba
destinada al exterminio y esto en una forma sin precedentes en la
historia alemana contemporánea. Hombres de sentir
nacionalista y patriótico se hicieron rebeldes, pero no
rebeldes contra el Estado mismo, sino rebeldes contra un sistema
de gobierno del cual tenían el convencimiento de que
conduciría a la ruina a su propia raza.
Por primera vez en la historia contemporánea
alemana se hacía una diferenciación entre el
patriotismo dinástico general y el amor por la patria y el
pueblo.
Fue mérito del movimiento pangermanista operado
en la parte alemana de Austria, allá por el año
1890, haber establecido en forma clara y terminante que la
autoridad del Estado tiene el derecho de exigir respeto y
cooperación sólo cuando responde a las necesidades
de una nacionalidad o cuando por lo menos no es perniciosa para
ésta.
La autoridad del Estado no puede ser un fin en sí
misma, porque ello significaría consagrar la
inviolabilidad de toda tiranía en el mundo.
Si por los medios que están al alcance de un
gobierno se precipita una nacionalidad en la ruina, entonces la
rebelión no sólo es un derecho, sino un deber para
cada uno de los hijos de ese pueblo.
La pregunta: ¿Cuándo se presenta un tal
caso? No se resuelve mediante disertaciones teóricas, sino
por la acción y por el éxito.
Como todo gobierno, por malo que fuese y aun cuando
hubiese traicionado una y mil veces los intereses de una
nacionalidad, reclama para sí el deber que tiene de
mantener la autoridad del Estado, el instinto de
conservación nacional en lucha contra un gobierno
semejante tendrá que servirse, para lograr su libertad o
su independencia,
de las mismas armas que aquel
emplea para mantenerse en el mando. Según esto, la lucha
será sostenida por medios "legales" mientras el poder que
se combate no utilice otros; pero no habrá que vacilar
ante el recurso de los medios ilegales si es que el opresor mismo
se sirve de ellos.
En general, no debe olvidarse que la finalidad suprema
de la razón de ser de los hombres no reside en el
mantenimiento de un Estado o de un gobierno; su misión es
conservar la raza. Y si esta misma se hallase en peligro de ser
oprimida o hasta eliminada, la cuestión de la legalidad pasa
a plano secundario. Entonces poco importará ya que el
poder imperante aplique en su acción los mil veces
llamados medios "legales"; el instinto siempre en grado
superlativo, el empleo de todo
recurso.
Solo así se explican en la Historia ejemplos
edificantes de luchas libertarias contra la esclavitud
– interna o externa – de los pueblos.
El derecho humano priva sobre el derecho
político.
Si un pueblo sucumbe en la lucha por los derechos del
hombre, es porque al haber sido pesado en la balanza del destino
resultó demasiado liviano para tener la suerte de seguir
subsistiendo en el mundo terrenal. Porque quién no
está dispuesto a luchar por su existencia o no se siente
capaz de ello es que ya está predestinado a desaparecer, y
esto por la justicia eterna de la providencia.
El mundo no se ha hecho para los pueblos
cobardes.
*
Debieron serme un objeto clásico de estudio y de
honda trascendencia el proceso de la formación y el ocaso
del movimiento pangermanista, por una parte, y por la otra el
asombroso desarrollo del partido cristiano-social en
Austria.
Comenzaré por establecer un paralelo entre los
dos hombres considerados como fundadores y leaders de esos dos
partidos: Georg von Schoenerer y el Dr. Karl Lueger.
Como personalidades, ambos sobresalían
notoriamente entre las llamadas figuras parlamentarias. Su vida
había sido limpia e intachable en medio de la corrupción política general. En un
principio, mis simpatías estaban del lado del
pangermanista Schoenerer y poco después fueron
paulatinamente inclinándose también hacia el leader
cristiano-social. Comparando la capacidad de ambos, Schoenerer me
parecía ser, en problemas fundamentales, un pensador
más certero y profundo. Con mayor claridad y exactitud que
ningún otro, previó el lógico fin del Estado
Austriaco. Si se hubiese prestado oído a sus advertencias
respecto de la monarquía de los Habsburgo, especialmente
en Alemania, jamás hubiera sobrevenido la fatalidad de la
guerra mundial. Pero, si bien Schoenerer penetraba la esencia de
los problemas, erraba en cambio cuando se trataba de aquilatar el
valor de los hombres.
Aquí radicaba lo ponderable del Dr. Lueger.
Lueger era un extraordinario conocedor de los caracteres humanos,
teniendo muy especial cuidado en no verlos mejor de lo que en
realidad eran. Por eso él podía contar con las
posibilidades efectivas de la vida mejor que Schoenerer, que para
esto tenía poca comprensión.
En teoría era evidente cuanto sobre el
pangermanismo sostenía, pero le faltaba la energía
y la práctica indispensables para trasmitir sus
conclusiones teóricas a la masa del pueblo, esto es,
simplificándolas de acuerdo con la concepción
limitada de esta masa. Sus conclusiones era, pues, meras
profecías sin visos de realidad.
La ausencia de la capacidad de distinguir caracteres
humanos debía lógicamente conducir también a
errores en la apreciación de la fuerza que encierran los
movimientos de opinión así como las instituciones
seculares. Schoenerer había reconocido indudablemente que
en aquel caso se trataba de concepciones fundamentales, pero no
supo comprender que, en primer término, sólo la
gran masa del pueblo podía prestarse a luchar en pro de
tales convicciones de índole casi religiosa.
Infortundadamente, Schoenerer se dio cuenta sólo
en muy escasa medida, de que el espíritu combativo de las
llamadas clases "burguesas" era extraordinariamente limitado por
depender de intereses económicos que infundían al
individuo el temor de sufrir graves perjuicios, determinando
así su inacción.
La falta de comprensión en lo tocante a la
importancia de las capas inferiores del pueblo fue también
la causa de una concepción totalmente deficiente del
problema social.
En todo esto el Dr. Lueger era la antítesis de Schoenerer. Sabía hasta
la saciedad que la fuerza política combativa de la alta
burguesía era en nuestra época tan insignificante
que no bastaba para asegurar el triunfo de un nuevo gran
movimiento; por eso consagraba el máximo de su actividad
política a la labor de ganar la adhesión de
aquellas esferas sociales cuya existencia se hallaba amenazada,
siendo esto más bien un acicate que un menoscabo para su
espíritu combativo. El Dr. Lueger optó
también por servirse de medios de influencia, ya
existentes, para granjearse el apoyo de instituciones
prestigiosas con el propósito de obtener de esas viejas
fuentes de energía el mayor provecho posible a favor de su
causa.
Fue de este modo que, en primer término,
cimentó su partido sobre la clase media, amenazada de
desaparecer, y con ello logró asegurarse un firme grupo de
adictos animados de gran espíritu de lucha y
también de sacrificio. Su actitud extraordinariamente
sagaz con respecto de la iglesia
católica, le había captado en corto tiempo las
simpatías de la clerecía joven en una medida tal
que el viejo partido clerical se vio forzado a ceder el campo, o
bien, obrando más cuerdamente, a adherirse al nuevo
movimiento para, de este modo, recuperar poco a poco sus antiguas
posiciones.
Sin embargo, sería injusto en extremo considerar
únicamente esto como lo esencial del carácter de
Lueger; puesto que al lado de sus condiciones de táctico
hábil estaban las de reformador grande y genial; por
cierto, dentro del marco de un exacto conocimiento de su propia
capacidad.
Era una finalidad de enorme sentido práctico la
que perseguía aquel hombre verdaderamente meritorio. Quiso
conquistar Viena. Viena era el corazón de la
monarquía y de esta ciudad recibía los
últimos impulsos de vida el cuerpo enfermo y envejecido de
ya desfalleciente organismo del Estado. Cuanto más
restablecía sus energías ese corazón, tanto
más debía revivir el resto del cuerpo. En
principio, la idea era naturalmente justa pero no podía
surtir efectos sino durante un tiempo determinado.
Es aquí donde radicaba el punto débil de
este hombre.
La obra que realizó como burgomaestre de Viena es
inmortal en el mejor sentido de la palabra; pero con ella no pudo
ya salvar la monarquía – era demasiado
tarde.
Su adversario Schoenerer había visto esto con
más claridad.
Todo lo que Lueger emprendió en el terreno
práctico, lo logró admirablemente; en cambio no
logró alcanzar lo que ansiaba como resultado.
Schoenerer no consiguió lo que deseaba, pero
aquello que él temía se realizó en forma
terrible.
Así ninguno de los dos llegó a coronar su
suprema finalidad perseguida. Lueger no pudo salvar la
monarquía austríaca, ni Schoenerer librar al
germanismo en Austria de la ruina que le esperaba.
Hoy nos es infinitamente instructivo estudiar las causas
que determinaron el fracaso de aquellos dos partidos. Esto es
esencial ante todo para mis amigos, teniendo en cuenta que las
circunstancias actuales se asemejan a las de entonces, para poder
evitar el incurrir en errores que ya una vez condujeron, a uno de
los movimientos, a la ruina y a la infructuosidad el
otro.
*
La situación de los alemanes en Austria era ya
desesperante al iniciarse el movimiento pangermanista. De
año en año había ido convirtiéndose
el Parlamento en un factor de lenta destrucción del
germanismo. Todo intento salvador de última hora y aunque
sólo de efecto pasajero, podía vislumbrarse
únicamente en la eliminación del
Parlamento.
¿Y cómo destruir el
parlamento?¿Entrando en él, para "minarlo por
dentro", como corrientemente se decía, o combatirlo por
fuera, atacando la institución misma del
parlamentarismo?
Para empeñar la lucha desde afuera contra un
poder semejante, era preciso revestirse de coraje indomable y
hallarse dispuesto a cualquier sacrificio. Para esto, empero, era
menester el concurso de los hijos del pueblo.
El movimiento pangermanista carecía precisamente
del apoyo de las masas populares y no le quedaba por lo tanto
otra solución que la de ir al parlamento mismo.
Parecía también más factible dirigir el
ataque a la raíz misma del mal, que no arremeter desde
fuera. Por otra parte, creíase que la inmunidad
parlamentaria reforzaría la seguridad de cada una de las
personalidades pangermanistas, acrecentando la eficacia de su
acción combativa.
En la realidad los hechos se produjeron de manera muy
diferente.
El forum ante el cual hablaban los diputados
pangermanistas no había aumentado, por el contrario,
más bien había disminuido; pues el que habla lo
hace sólo ante un público que quiere comprender al
orador, oyéndole directamente o a través de la
prensa que refleja lo que él haya expuesto.
El forum más amplio, de auditorio directo, no
está en el hemiciclo de un parlamento. Hay que buscarlo en
la asamblea pública, porque allí hay miles de
gentes que se arremolinan con el exclusivo fin de escuchar lo que
el orador ha de decirles, en tanto que en el plenario de una
Cámara de diputados se reúnen sólo unos
pocos centenares de personas, congregadas allí, en su
mayoría, para cobrar dietas y de ningún modo para
dejarse iluminar por la sabiduría de uno u otro de los
señores "representantes del pueblo".
Los diputados pangermanistas podían quedarse
roncos de tanto hablar; su esfuerzo resultaba siempre
estéril. Y en cuanto a la prensa, guardaba un silencio de
tumba o mutilaba los discursos
hasta el punto de hacerlos incongruentes y llegando incluso a
tergiversarlos en su sentido, proporcionando así a la
opinión pública una pésima sinopsis de la
esencia del nuevo movimiento.
Más grave que todo esto era el hecho de que el
movimiento pangermanista había olvidado que para contar
con el éxito, debía recapacitar desde el primer
momento que en su caso no podía tratarse de un nuevo
partido, sino más bien de una nueva concepción
ideológica. Únicamente algo análogo
habría sido capaz de imprimir la energía interior
necesaria para llevar a cabo esa lucha gigantesca. Solamente los
más calificados y los de mayor entereza eran los llamados
a ser los leaders de esa ideología.
La desfavorable impresión que reflejaba la prensa
no era contrarrestada en modo alguno mediante la acción
personal de los diputados en mítines y la palabra
"pangermanismo" acabó por adquirir pésima
reputación ante los oídos del pueblo.
Desde tiempos inmemoriales la fuerza que impulsó
las grandes avalanchas históricas de índole
política y religiosa, no fue jamás otra que la
magia de la palabra hablada.
La gran masa cede ante todo al poder de la oratoria.
Todos los grandes movimientos son reacciones populares, son
erupciones volcánicas de pasiones humanas y emociones
afectivas aleccionadas, ora por la diosa cruel de la miseria, ora
por la antorcha de la palabra lanzada en el seno de las masas
– pero jamás por el almíbar de literatos
estetas y héroes de salón.
Únicamente un huracán de pasiones
ardientes puede cambiar el destino de los pueblos; más
despertar pasión es sólo atributo de quien en
sí mismo siente el fuego pasional.
Que cada escritor quede junto a su tintero ocupado de
"teorías" si su saber y su talento le bastan
para eso: que para Führer ni nació, ni fue
elegido.
*
La grave controversia que el movimiento pangermanista
tuvo que sostener con la iglesia católica, no
respondía a otra causa que a falta de comprensión
del carácter anímico del pueblo.
El establecimiento de parroquias checas, fue sólo
uno de los muchos recursos puestos en práctica hacia el
objetivo de la
eslavización general de Austria. En distritos netamente
alemanes se impusieron curas checos que comenzaron por subordinar
los intereses de la iglesia a los de la nacionalidad checa,
convirtiéndose así en células
generadoras del proceso de la desgermanización
austriaca.
Desgraciadamente la reacción de la
clerecía alemana ante semejante proceder resultó
casi nula, de suerte que el germanismo fue desalojado lenta pero
persistentemente gracias al abuso de la influencia religiosa, por
una parte, y debido a la insuficiente resistencia, por
otra.
La impresión general no podía ser otra que
la de tratarse de una brutal violación de los derechos
alemanes por parte de la clerecía católica como
tal. Parecía, pues, que la Iglesia no solamente era
indiferente al sentir de la nacionalidad germana en Austria, sino
que, injustamente, llegaba a colocarse al lado de sus
adversarios. Como decía Schoenerer, el mal tenía su
raíz en el hecho de que la cabeza de la iglesia
católica se hallaba fuera de Alemania, lo cual, desde
luego, motivaba una marcada hostilidad contra los intereses de la
nacionalidad nuestra.
Georg Schoenerer no era hombre que hiciera las cosas a
medias. Había asumido la lucha contra la Iglesia con el
íntimo convencimiento de que sólo así se
podía salvar la suerte del puebo alemán en Austria.
El movimiento separatista contra Roma (Los-von-Rom
Bewegung) tenía la apariencia de ser el más
poderoso, pero a su vez el más difícil
procedimiento de ataque destinado a vencer la resistencia del
adversario.
Si la campaña resultaba victoriosa, entonces
habría tocado también a su fin la infeliz
división religiosa existente en Alemania y así
habría ganado enormemente en fuerza interior la
nacionalidad alemana.
Pero ni la premisa ni la conclusión de esa lucha
estaban en lo cierto.
Mientras el sacerdote checo adoptaba una posición
subjetiva con respecto a su pueblo y objetiva frente a la
Iglesia, el sacerdote alemán se subordinaba subjetivamente
a la Iglesia y permanecía objetivo desde el punto de vista
de su nacionalidad; un fenómeno que podemos observar por
desgracia en miles de otros casos. No se trata aquí de una
herencia
exclusivamente propia del catolicismo, sino de un mal que entre
nosotros es capaz de corroer en poco tiempo casi toda
institución estatal o del concepción
idealista.
Comparemos, por ejemplo, la conducta observada por
nuestros funcionarios del Estado frente al propósito de un
resurgimiento nacional, con la actitud que asumirían en un
caso semejante iguales elementos de otro país. ¿Y
qué norma nos ofrece el criterio que hoy sustentan
católicos y protestantes frente al semitismo, criterio que
no responde ni a los intereses nacionales ni a las necesidades
verdaderas de la religión? No hay pues paralelo posible
entre el modo de obrar de un rabino en todos los aspectos que
tienen una cierta importancia para el semitismo bajo el aspecto
racial y la actitud observada por la mayoría de nuestros
religiosos, sea cual fuere su confesión, frente a los
intereses de su raza. Este fenómeno se repite siempre que
se trate de defender una idea abstracta.
"Autoridad del Estado", "democracia", "pacifismo",
"solidaridad internacional", etc., etc., son todas ideas que
entre nosotros se convierten por lo general en conceptos tan
netamente doctrinarios y tan inflexibles, que cualquier juicio
respecto de las necesidades vitales de la nación resulta
subordinado a ellas.
El protestantismo obrará siempre en pro del
fomento de los intereses germanos toda vez que se trate de
puridad moral o del acrecentamiento del sentir nacional, en
defensa del carácter, del idioma y de la independencia
alemanes, puesto que todas estas nociones se hallan hondamente
arraigadas en el protestantismo mismo; pero al instante
reaccionará hostilmente contra toda tentativa que tienda a
salvar la nación de las garras de su más mortal
enemigo, y esto porque el punto de vista del protestantismo con
respecto al semitismo está más o menos
dogmáticamente precisado.
Mientras el pueblo contó durante la guerra de
1914 con dirigentes resueltos, cumplió su deber en forma
insuperable. El pastor protestante como el sacerdote
católico, ambos contribuyeron decididamente a mantener el
espíritu de nuestra resistencia no sólo en el
frente de batalla, sino ante todo, en los hogares. En aquellos
años, especialmente al iniciarse la guerra, no dominaba en
efecto, en ambos sectores religiosos otro ideal que el de un
único y sagrado imperio alemán, por cuya existencia
y porvenir elevaba cada uno sus votos de fervorosa
devoción.
El movimiento pangermanista debió haberse
planteado en sus comienzos una cuestión previa:
¿Era factible o no conservar el acervo germánico en
Austria bajo la égida de la religión
católica? Si se contestaba afirmativamente, este partido
político jamás debió mezclarse en cuestiones
religiosas o hasta de orden confesional, y sí, por el
contrario, era negativa la respuesta, entonces debió haber
surgido una reforma religiosa, pero nunca un partido
político.
Los partidos
políticos nada tienen que ver con las cuestiones
religiosas mientras éstas no socaven la moral de la raza;
del mismo modo, es impropio inmiscuir la religión en
manejos de política partidista.
Cuando dignatarios de la Iglesia se sirven de
instituciones y doctrinas para dañar los intereses de su
propia nacionalidad, jamás debe seguirse el mismo camino
ni combatírseles con iguales armas.
Las doctrinas e instituciones religiosas de un pueblo
debe respetarlas el Führer político como inviolables;
de lo contrario, debe renunciar a ser político y
convertirse en reformador, si es que para ello tiene
capacidad.
Un modo de pensar diferente, en este orden
conduciría a una catástrofe, particularmente en
Alemania.
Estudiando el movimiento pangermanista y su lucha contra
Roma, llegué en aquellos tiempos, y aún más
todavía en el transcurso de años posteriores, a la
persuasión de que la poca comprensión revelada por
el movimiento para el problema social, le hizo perder el concurso
de la masa del pueblo de espíritu verazmente combativo.
Ingresar en el parlamento significóle sacrificar su
poderoso impulso y gravarlo con todas las taras propias de
aquella institución; su acción contra la iglesia
católica lo había desacreditado en numerosos
sectores de la clase media y también de la clase baja,
restándole así infinidad de los mejores elementos
de la nación.
*
Allí donde el movimiento pangermanista
cometía errores, la actitud del partido cristiano-social
era precisa y sistemática. Este conocía la
importancia de las masas y logró asegurarse por lo menos
el apoyo de una parte de ellas, subrayando públicamente
desde un comienzo el carácter social de su tendencia.
Evitaba toda controversia con las instituciones religiosas y
así le fue posible asegurarse el apoyo de una
organización tan poderosa como la Iglesia. También
reconoció la importancia de una propaganda amplia e
hízose especialista en el arte de influir en el
ánimo de la gran masa de sus adeptos.
El hecho de que a pesar de su fuerza, este partido no
fue capaz de alcanzar el anhelado propósito de salvar a
Austria, se explica por los errores de método en
su acción, y también por la falta de claridad en
los fines que perseguía.
El anti-semitismo del partido cristiano-social se
fundaba en concepciones religiosas y no en principios racistas.
La misma causa determinante de este primer error
constituía el origen del segundo. Si el partido
cristiano-social quiere salvar a Austria –decían sus
fundadores- no puede invocar el principio racista, porque eso
significaría provocar en corto tiempo la disolución
general del Estado. Según la opinión de los
"leaders" del partido, la situación exigía, ante
todo en Viena, evitar en lo posible incidencias disociadoras y
más bien fomentar todos los motivos que tendían a
la unificación.
Ya en aquella época, Viena estaba tan saturada de
elementos extranjeros, especialmente de checos, que
tratándose de problemas relacionados con la
cuestión racial, sólo una marcada tolerancia
podía mantenerlos adictos a un partido que no era
antigermanista por principio. El propósito de salvar a
Austria imponía no renunciar al concurso de esos
elementos; así es cómo mediante una lucha de
oposición contra el sistema liberalista de Manchester, se
intentó ganar ante todo a los pequeños artesanos
checos, representados en gran número en Viena;
pensábase que de esta manera, por encima de todas las
diferencias raciales de la vieja Austria, habríase
encontrado un lema para la lucha contra el judaísmo desde
el punto de vista religioso.
Es claro que una acción contra los judíos
sobre una base semejante podía causarles a éstos
sólo una relativa inquietud, pues, en el peor de los
casos, un chorro de agua bautismal
era siempre capaz de salvar al judío y su
comercio.
Abordada la cuestión tan superficialmente,
jamás podía llegarse a un serio y científico
análisis del problema fundamental y
sólo se conseguía apartar a muchos de los que no
concebían un antisemitismo de esas
características.
Este modo de hacer las cosas a medias anulaba el
mérito de la orientación antisemita del partido
cristiano-social. Era un pseudo anti-semitismo de efectos
más contraproducentes que provechosos; se adormecía
despreocupadamente creyendo tener al adversario cogido por las
orejas mientras en realidad era éste quien tenía al
contrario sujeto por la nariz.
Si el Dr. Carl Lueger hubiese vivido en Alemania, se le
habría colocado entre las primeras cabezas de nuestro
pueblo, pero el hecho de haber actuado en un Estado imposible
como era Austria constituyó la ruina de su obra y la suya
propia. Cuando murió, ya empezaron a arreciar llamaradas
en los balcanes, de modo que el destino clemente le ahorró
ver aquello que él había creído poder
evitar.
Empeñado en buscar las causas de la incapacidad
de uno de los movimientos y las del fracaso del otro,
llegué a la íntima persuasión de que a parte
de la imposibilidad de poder aun lograr una consolidación
del Estado austríaco, ambos partidos habían
incurrido en los siguientes errores:
En principio, el movimiento pangermanista tenía,
indudablemente razón en su propósito de
regeneración alemana, pero fue infeliz en la
elección de sus métidos. Había sido
nacionalista, mas, por desgracia, no lo suficientemente social
para ganar en su favor el concurso de las masas. Su antisemitismo
descansaba sobre una justa apreciación de la trascendencia
del problema racista y no sobre concepciones de índole
religiosa. En cambio su lucha contra una determinada
confesión –contra Roma- era errada en principio y
falsa tácticamente.
El movimiento cristiano-social poseía una
concepción vaga acerca de la finalidad de un resurgimiento
alemán, pero como partido demostró habilidad y tuvo
suerte en la selección de sus métodos;
conocía la importancia de la cuestión social, pero
erró en su lucha contra el judaísmo y no
tenía la menor noción del poder que encarnaba la
idea nacionalista.
*
Mi antipatía contra el Estado de los Habsburgo
creció cada vez más en aquella época. Estaba
convencido de que este Estado tenía que oprimir y poner
obstáculo a todo representante verdaderamente eminente del
germanismo y sabía también que, inversamente,
favorecía toda manifestación
anti-alemana.
Repugnante me era el conglomerado de razas reunidas en
la capital de la monarquía austríaca; repugnante
esa promiscuidad de checos, polacos, húngaros, rutenos,
servios, croatas, etc. y, en medio de todos ellos, a manera de
eterno bacilo disociador de la humanidad, el judío y
siempre el judío.
Todas estas razones provocaron en mí el deseo
cada vez más ferviente de llegar finalmente allí,
adonde desde mi juventud me atraían anhelos secretos e
íntimas afecciones.
Confiaba en hacerme más tarde un nombre como
arquitecto y así ofrecerle a la nación leales
servicios
dentro del marco –pequeño o grande- que el destino
me reservase. Finalmente, aspiraba a estar entre aquéllos
que tenían la suerte de vivir y actuar allí donde
debía cumplirse un día el más fervoroso de
los anhelos de mi corazón: la anexión de mi querido
terruño a la patria común: el Reich
Alemán.
Pero Viena debió ser y quedar para mí
simbolizando la escuela más dura y a la vez la más
provechosa de mi vida. Había llegado a esta ciudad cuando
era todavía adolescente y me marchaba convertido en un
hombre taciturno y serio. Allí asimilé, en general,
los fundamentos para una concepción ideológica y,
en particular, un método de análisis
político; posteriormente, jamás me abandonaron
esos conocimientos, no haciendo después otra cosa
más que completarlos. Por esto me he ocupado aquí
más detalladamente de aquella época que me
proporcionó el primer material de estudio, precisamente en
aquellos problemas que son básicos dentro de nuestro
partido, el cual surgiendo de los más modestos principios,
tiene ya hoy http://www.libreopinion.com/members/jomp/mk1.htm
– I#I
(I) apenas transcurridos cinco
años, las características de un gran movimiento
popular. No sé cuál sería ahora mi modo de
pensar respecto al judaísmo, la social-democracia
–mejor dicho, todo el marxismo- el problema social, etc.,
si ya en mi juventud, debido a los golpes del destino y gracias a
mi propio esfuerzo, no hubiese alcanzado a cimentar una
sólida base ideológica personal.
[3]Jefe,
caudillo, conductor, leader.
(I)
Hitler
escribió su obra en 1924.
CAPÍTULO QUINTO
La guerra mundial
(*)
CAPÍTULO SEXTO
Propaganda de
guerra (*)
CAPÍTULO SEPTIMO
La revolución (*)
CAPÍTULO OCTAVO
La iniciación de
mi actividad política (*)
CAPÍTULO NOVENO El partido obrero alemán
(*)
CAPÍTULO DECIMO
Las causas del
desastre (*)
CAPÍTULO ONCE
La nacionalidad y la
raza (*)
(*) Para ver el texto completo
seleccione la opción "Descargar" del menú
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Enviado por:
Dr. Luis Afredo
Alarcón Flores
Perú