Juan Ramón Jiménez se cuenta entre
quienes se vieron contagiados por el espíritu
liberalista y laicista de la Institución Libre de
Enseñanza a últimos del XIX y
primeros del XX. Aunque sin relación directa con la
escuela, es
posible rastrear en la evolución de su imaginario poético
–desde el modernismo
más rubeniano o villaespesiano (como diría
él mismo con desprecio) de Ninfeas, pasando por las
preocupaciones teísticas que supuso la etapa pura de
Eternidades, hasta la poesía de corte casi
místico-panteísta de su proyecto Dios deseado y
deseante– una progresión constante hacia la
indagación en el fundamento más profundo de la
Institución: la concepción krausista de lo
divino.
El examen paulatino de la relación entre sujeto
y objeto, entre yo y tú, lleva a nuestro poeta a
conclusiones teológicas, pero sin credo, sobre su
realidad. La obra, entonces, y esto no es ninguna novedad en
estudios juanramonianos, puede verse en su totalidad como una
búsqueda por lo absoluto insinuado, buscado y
conseguido, sucesivamente.
Antiguamente solía haber disparidad crítica en cuanto a la división
temática y temporal de la obra de Juan Ra-món.
Muchos, dejándose llevar por la novedad que
suponía el Diario de un poeta recién casado, lo
tomaron como eje de su producción, dividida, así, en
antes y después del Diario. Antes quedaría su
etapa modernista y, ponga-mos, grandilocuente, pero
también los primeros atisbos, aún en marcos
tradicionales, de técnicas
y preocupacio-nes que luego marcarían su
producción. Después, la sencillez y la brevedad
como norma formal y el problema metapoético asociado a
la búsqueda de Dios. Pero tal vez sea más
prudente, y así lo ha entendido la crítica
última, tomar la reflexión del propio Juan
Ramón en la nota final a Animal de fondo, donde nos da
claves cronológicas para la división: "Al final
de mi primera época, hacia mis 28 años"; "al
final de la segunda, cuando yo tenía unos 40
años"; "ahora que entro en lo penúltimo de mi
destinada época tercera, que supone las otras dos"
(1959:1342). Blasco, no obstante, advierte del "muy deficiente
estado
editorial en que, todavía hoy, se encuentra su obra"
(1996:11): varios de sus libros
sólo han sido editados insatisfactoriamente (1996:98), y
al operarse el cambio de
sensibilidad en libros incluidos sólo por fragmentos en
revistas, borradores o «antolojías», los
márgenes divisorios pueden extenderse en varios
años. Así, podemos determinar las etapas de la
siguiente manera, aunque no sin reservas:
I. hasta antes de Sonetos espirituales
(aprox. 1913). Cabe señalar la particularidad de
Ninfeas y Almas de violeta, producidos en clave modernista no
totalmente asimilada: Darío, Villaespesa, los Machado
y Valle-Inclán le dedican poemas y
artículos y le proponen títulos para sus
libros. Pero se trata de una poesía que se vale
aún de muchos tópicos de época sin
darles un tratamiento particular (1996:20): la mujer,
el alma y los
paraísos artificiales –escondidos tras imágenes como la sombra, el lago,
el hombre
enlutado y misterioso, el jardín y la carne–
abundan en los versos de sus primeros libros.
Luego, un periodo de predilección por la
sencillez formal, motivado por la "influencia de la mejor
poesía «eterna» española,
predominando el Ro-mancero, Góngora y Bécquer"
(1959:xl), pero también del simbolismo verleniano,
ligado biográficamente a su hospitalización en
Francia.
Finalmente, tras la primera época de euforia
decadentista –que suele situarse de 1900 a 1907–,
Juan Ramón no oculta su preferencia por el alejandrino
desde Elegías hasta Melancolía (1908-1911), en
el que halla el mejor medio dialéctico posmodernista:
se trata de juicios autocríticos para descubrir los
elementos que ha aportado el modernismo para abordar el
problema de la creación. En esta primera etapa abundan
impresiones sensuales y un sentimentalismo reiterativo que se
manifiesta en una atmósfera tenuemente musical,
melancólica y vaga, en medio de un paisaje silencioso
y sensorial, con gran énfasis en la coloración
y el elemento pictórico. La descripción espacial y de lo externo
sirve al poeta casi siempre como reflejo de su propio estado
de ánimo o de su postura ante la vida y, por
extensión, ante el arte.
II. de Sonetos espirituales a Poesía y
Belleza (aprox. 1913-1923). Blasco señala como factor
determinante para el cambio de estética tanto la vuelta a la capital
como el
conocimiento de Zenobia y, además, la influencia
de José Ortega y Gasset (1996:52). No creo que sea
tanto esto último, puesto que Juan Ramón
había entra-mado amistad
con el ensayista ya en el lejano año de 1902
(1983:236), sino más bien la confluencia
ideoló-gica motivada por el panorama intelectual de la
época. Había surgido una nueva camada de
escritores que pretendía abordar con profesionalidad
lo que el Fin de Siglo había intentado con demasiado
«lloriqueo»: la convergencia de España
con la Europa
contemporánea mediante la adopción de criterios modernos y
antipesimistas. De esto resulta un gradual abandono del
sicologismo paisajístico anterior para entrar al
terre-no metafísico expresivo, lo cual, a su vez,
altera radicalmente la relación yo-mundo en la
poesía juanramo-niana (1996:54). Si de la etapa
primera destacábamos la importancia de lo
pictórico, ahora los referentes rea-les interesan en
la medida en que sirven como elementos de un sistema
simbólico superior. Tanto los Sone-tos como
Estío dan cuenta de la evolución hacia la
poesía sencilla en el lenguaje y
la forma pero a la vez problemáticamente intelectual
en el fondo que culminará en el Diario de un poeta
recién casado, que ade-más se abre a las nuevas
estéticas vanguardistas tempranas. La anécdota
estructural externa del diario de viajes es
trascendida a la búsqueda interior, no del alma
modernista, sino de la famosa «intelijencia» que
se preguntará por la realidad profunda, divina y
perenne que se esconde tras lo obvio y material, denotado en
títulos posteriores como Eternidades, Piedra y cielo y
La realidad invisible. En todos los casos, la
conclu-sión es "una afirmación de la palabra
poética como salvación del yo y del mundo en un
eterno presente con-tra el que nada puedan ni el tiempo ni
la muerte"
(1996:75). Las antologías Poesía y Belleza
inauguran, ade-más, el concepto de
«obra», cuyo uso ulterior quedará asociado
a la ansiada totalidad y unidad de sentido.
y III. a partir de La estación total (aprox.
1923). Es en los últimos poemarios, que tuvieron una
gestación mucho más pausada, donde se define no
sólo la ambición estética, metafísica y religiosa de Juan
Ramón, sino donde además "resulta imposible
separar su estética de sus afanes religiosos, y sus
afanes religiosos de su metafísica" (1967:11). La
estación total se plantea como el canto plácido
del yo poético tras presentársele el todo, que
tanto había perseguido en la etapa anterior, en forma
de conciencia
plena de creación, en abstracto, y de la obra, en
concreto.
Como consecuencia, el yo poético llega a la certeza de
que la muerte no
supone un fin, sino una refundición con el todo.
Así, siendo "visionario" (1996:343n) y profeta de lo
divino, pretende salvar su conciencia individual a
través de la obra poética en la que se
refleja.
Sin embargo, su siguiente poemario, los Romances de
Coral Gables, suponen un brusco corte en cuanto al tono
poético, originado por la salida al exilio: todo lo
que el yo poético había perseguido en el largo
paso de los años queda súbitamente borrado, por
lo que ve en la imperiosa necesidad de autoafirmación
para superar el sentido de pérdida e
incomunicación. Enseguida, el poema Espacio,
considerado uno de los mejores y más importantes del
siglo pasado, es una larga interrogación en prosa del
yo poético a su propia conciencia sobre si la
necesaria muerte física (del
«envase» de la conciencia) supone a la vez la
muerte de la conciencia misma, contra lo que el yo
poético protesta. Finalmente, Animal de fondo
(anticipación de su proyecto Dios deseado y deseante,
del que se han ensayado varias ediciones, nunca definitivas
ni satisfactorias) culmina la trayectoria metafísica
juanramoniana. El dios perseguido por el yo poético se
revela como conciencia no sólo ocasional sino absoluta
e innegable. Al aclararse que pretender fijar este instante
de éxito místico era angustioso e
inútil, el poeta somete a valoración
recapitulatoria varios de los símbolos patentes a lo largo de su
obra. La celebración de la consecución del todo
y de la fundición con dios, fugaz en La
estación total, dudosa en los Romances y recatada en
Espacio, es ya definitiva.
Como hemos podido ver en esta breve exposición, la trayectoria poética
de Juan Ramón Jiménez puede entenderse como un
camino hacia lo esencial a través del abandono
progresivo de lo accesorio –de los "no sé
qué ropajes" (1959:555)– hasta quedar en el mero
concepto, con tal de expresar con la mayor pureza y claridad
posible la búsqueda trascendental. Analicemos a fondo la
naturaleza
de dicha búsqueda, haciendo especial énfasis en
la poesía que se gesta a partir de Eternidades, que
inaugura el subperiodo de poesía pura y que lo
llevará hasta la fundición con el todo en Animal
de fondo, pasando por Piedra y cielo y La estación
total.
Hay comunión de opiniones al decir que dos de
los parteaguas de la nueva estética juanramoniana son el
prólo-go al Diario y el poema 3 de Eternidades. El
primero orienta las constantes temáticas y
técnicas de su poética posterior. Lo importante
no es nunca la novedad, «el ansia de color
esótico», sino la profundidad y la
«depuración costante de lo mismo», por lo
que la creación del poeta moguereño se autodefine
como monotemática y condensa-tiva. El segundo denota un
método
en extremo renovador en el marco de las letras
hispánicas y conectando con la modernización de
las artes que se estaba dando en el resto del
continente.
El hecho de hacer de la «intelijencia» su
musa subraya la importancia de la transpiración y rompe
con la trasnochada idea de la inspiración emotiva. La
poesía, según Juan Ramón, no es ocio ni
retoricismo, sino trabajo,
revisión y refinamiento. Por lo demás, al fijarse
como meta el alcanzar «el nombre esacto de las
cosas», el poeta pide a su mente la capacidad para lograr
una correcta interpretación del mundo aparentemente
inanimado que lo rodea. La abstracción intelectual del
mundo lo llevará, si tiene éxito, a comprender no
sólo la realidad, sino el sentido y la esencia de la
misma.
Eternidades es a grandes rasgos un manifiesto
poético, ya que los sucesivos textos van
señalando las claves de su propio proceder creativo y
espiritual. Los primeros poemas explican el cambio de postura
yo-entorno que mencionábamos con anterioridad. No es ya
el alma la que se manifiesta a través de la
descripción del mundo, sino el mundo el que se proyecta
a través de la indagación en el interior del
poeta.
Así, el alma adquiere libertad
para crear el mundo al nombrarlo (1967:39ss). El poema 1 no
tiene nada que decir: al simbolizar el principio del poemario
la creación (una suerte de big bang),
el poeta no dispone aún –y definitivamente
sólo a partir del 48– de las herramientas
lingüísticas para expresarse. Los poemas 2 y 4
patentan la importancia del trabajo, la revisión y la
reflexión diaria para alcanzar la creación del
«mundo como mi alma».
El estilo que se adoptará y una breve
revisión de su poética anterior se da en el 5.
Con el 6 se inaugura una serie de poemas que expondrán
unos símbolos que se asocian a la creación
(lucero, luz, cielo,
amor,
estrella). El tono es angustioso: a pesar de sus varios
intentos, el poeta no logra alcanzar al símbolo, del
que, cuando mucho, queda la sombra (1967:29). Resultan
especialmente significativos unos poemas (el 31, el 32, el 40,
el 68, entre otros) que dan crédito al ensueño y a la noche
como suerte de cronotopo predilecto por la tradición
romántica y modernista para el encuentro de lo sublime
–casi siempre de la poesía– con el
poeta.
Sin embargo, al tratar de racionalizar su hallazgo,
éste se esfuma: el yo poético no ha logrado
aún desligarse completamente de sus ideales creativos
tempranos. Así, muchos poemas adoptan un tono
autorrecriminatorio y pesimista: el 69 da la vuelta a la
argumentación del 2 y del 4, al plantearse como
«tedioso» el afán de diaria
superación.
No obstante, los últimos poemas dan un tono
esperanzador a futuro, fundado en la confianza en la palabra
como medio para lograr la recreación del mundo a través de
la introspección.
No resulta descarado, entonces, afirmar que "Juan
Ramón buscaba a un Dios personal que Se
revelara a través de la actividad creativa del poeta,
que hace de la palabra parte de la conciencia viva" (1967:19).
Lo que en esta etapa asimila a Juan Ramón con Dios
–o con dios, con minúscula, como él
preferiría– es la facultad de crear nom-brando: se
trata de una voluntad de recuperación del paraíso
adánico, cuando Jehová le confiere a su criatura
pre-dilecta el privilegio de dar nombre a su entorno
(1967:48s).
Además, mediante el uso de vocablos
cuidadosamente escogidos, Juan Ramón crea su mundo a
través de un idiolecto basado tanto en esto como en
el amor
(poemas 6, 46, 62, 70, 105) y en la belleza (poemas 23, 78,
91), que se consideran las otras piedras angulares de su
creación.
El siguiente poemario, Piedra y cielo, nace
básicamente en torno a la
reflexión sobre los símbolos a los que confiere
el sentido de mundo (piedra, raíz, tierra) y de
divinidad (cielo, ala, estrella), como ya se había
presentado, entre otros, en el poema 44 de Eternidades. La
existencia en ambas órbitas se resume en "el
árbol, con sus raíces hundidas en la tierra y
con sus ramas libres hacia el infinito" (1996:74). Como se
intuye de esta imagen
recurrente, Piedra y cielo expresa la obsesión por
«estar, con todo yo, / en cada cosa» (poema 7); el
poeta quiere fundirse con el todo, aunque esto suponga la
muerte física, pero conservar su «todo yo»,
que no es otra cosa que lo que, con el tiempo, llamará
«conciencia».
Esta pretensión lo lleva a evocar
poéticamente y así detener al instante, al
recuerdo y a la memoria
–testigos de su fugaz encuentro con la luz o la mariposa
que está siempre, en esta época, un paso adelante
(poema 70)–, para "construir sobre la vida la suma
eternidad conseguida de instantes sucesivos" (1996:301). Hacia
el final, el poeta renuncia incluso a la pervivencia de su
individualidad con tal de «deshacerme, / de una vez ya,
en la luz» (poema 116); comienza a pensar que su avidez
de eternidad son «afanes imposibles» que
posiblemente no le proporcionarán el fin que se
había planteado. Sin embargo, el poema 119 remata de
nuevo con la confianza en que la poesía es el medio
correcto para alcanzar la «hermosura inmensa»,
aquí identificada con lo imperecedero. Llegamos, por lo
tanto, a la etapa en la que comienzan a fusionarse en una misma
–no sólo a coexistir– las búsquedas
de lo artístico y de lo trascendental.
Juan Ramón sabe desde Eternidades que el
encuentro definitivo con el todo es cuestión de tiempo,
por lo que tanto Piedra y cielo como los poemas recogidos en
Poesía y en Belleza tienen un tono a grandes rasgos
serenos en cuanto a la confianza en dicho encuentro, pero
desesperado por la rapidez con la que se quiere alcanzar. Hay
en Eternidades dos poemas aforísticos (el 36 y el 113),
el segundo dedicado «a Miss Rápida», que
parecen autoconsejos sobre como llevar a cabo su
búsqueda: sólo yendo despacio –puesto
«que adonde tienes que ir es a ti solo»– el
tiempo dejará de volar ante nosotros «como una /
mariposa esquiva», y así podremos lograr lo que
nos proponemos.
Luego, Poesía, Belleza, La estación
total y sus Libros de poesía llevarán un
epígrafe de Goethe, tomado del volumen II de
Zahme Xenien, que orienta la creación juanramoniana
sobre la misma línea: "Como los astros, / Sin
precipitación, / Pero sin descanso…".
Si Eternidades suponía una suerte de
poética doctrinal sobre la nueva orientación
metafísica y poética de Juan Ramón y
Piedra y cielo ensayaba su puesta en práctica,
todavía con manifestación de algunas
dificultades, La estación total es testimonio de los
primeros encuentros afortunados, aunque súbitos, del
poeta con el absoluto. El poemario se abre con el nombramiento
(«Ella, Poesía, Amor») de lo que
«rompió mi alma de oro»
para traerle la paz interior. Es éste el poemario con
más resonancias de lo místico, tendiendo a un
vago panteísmo autorreflexivo: «Lo infinito /
está dentro. Yo soy / el horizonte
recojido».
El poema 11-2 da noticia de la irrigación de la
plenitud –que ya llama «conciencia»– en
el espacio, para albergarse en todas las cosas y llenarlas de
«tu más gran tú».
El gran hallazgo poético de este libro es sin
duda que la interrupción del absoluto ante el yo
poético se da siempre cuando éste tiene "la
conciencia vigilante y alerta" (1996:83), ya no sólo en
el ensueño; se trata de la superación de la
anterior inconciliabilidad del todo y el estado de
vigilia, lo cual significa un paso más hacia la
consecución –aún no del todo lograda–
de la conciencia total.
Por lo tanto, y como la muerte supone la
redención del individuo
para, sin perder su individualidad, pasar a formar parte del
todo, "se carga de notas positivas" (1996:83). Habiendo
superado la angustia del tiempo, el olvido y el vacío,
la vida individual adquiere significados absolutos: está
«quemando belleza», «evaporando amor» y
«fundiendo conciencia» (poema 15). Finalmente, la
tercera parte del poemario se convierte en un canto de
exaltación jubilosa, ya que el yo poético ha
descubierto al ser supremo en todos los seres de su entorno
(poemas 42 y 46). El poema 55 remata con la idea de una
eternidad progresiva de un presente ensanchado hasta el
infinito (1996:358): el tiempo «venía sólo
a no acabar», «a iluminar en sí toda la vida
/ con forma verdadera y suficiente».
El más alto grado de consecución
metafísica se encuentra en Animal de fondo.
En La estación total, el yo poético
exaltaba su encuentro con el absoluto, pero queda un vago
sentimiento de propósito no alcanzado, al ser posible la
fusión con el todo pero imposible o
cuando menos dudosa la conservación de la individualidad
después de la muerte. En su último libro, por el
contrario, el poeta hace trascender a su propia conciencia como
ser supremo, a la vez que la asimila a la de todo el mundo:
«Tú, esencia, eres conciencia; mi conciencia / y
la de otros, la de todos, con forma suma de conciencia»
(poema 1). De esta manera, el ser individual del poeta es a la
vez «igual y uno» y «distinto y todo»:
lo absoluto y al mismo tiempo parte del absoluto, que se le
presenta como su parejo intrínseco, sin ser ni «mi
redentor, ni […] mi ejemplo, / ni mi padre, ni mi hijo,
ni mi hermano».
Con estos dos versos, el poeta descalifica la
noción bíblica de Dios. La juanramoniana es una
religión
sin credo –«Yo nada tengo que purgar»–,
cuyo único afán místico es el encuentro
consigo mismo. A este respecto, Azam relata la anécdota
que existe detrás de la redacción del poemario.
A Juan Ramón, en su viaje a Argentina en 1948,
se le revela su «dios» al desembarcar y oír
su nombre en su idioma, por gente que conocía su obra,
en un país ajeno. La brusca reflexión sobre todo
lo que había sido él anteriormente lo hace tomar
conciencia de que "Dios estaba a su lado, pero aún no
había penetrado en él, aún no
poseía totalmente su esencia" (1983:592). A este
respecto es muy aclarador el poema 25, que supone una relectura
karmática –es decir, desde la perfección
última alcanzada–, de varios de los
símbolos de su poética anterior: el limón,
el pozo, la niña, el sol, las
estrellas, la mariposa.
El dios temprano del poeta «ya era esta
conciencia», pero como «no había entrado
todavía en mí», no podía verla y
«estaba triste». Es éste el texto clave
en el paso último de la evolución intelectual de
Juan Ramón: lo absoluto buscado se le descubre en el
proceso
mismo de la búsqueda, en una formación espiritual
sobre la marcha que recuerda al famoso proverbio de Antonio
Machado.
Otro de los escritores españoles que se
transparentan si consideramos la evolución del pensamiento
poético juanramoniano hasta Animal de fondo es Unamuno,
principalmente si echamos una hojeada a su ensayo
más famoso, Del sentimiento trágico de la vida.
En él expone que la angustia metafísica
contemporánea surge de la voluntad de creer en un
más allá mejor, pero que según la lógica de época sólo se
lograría con la disolución en el todo y, por
tanto, con la extinción del individuo. Así como
el hombre
Unamuno va en busca de la superación del miedo a la
muerte con la promesa de una vida eterna y sin perder su propia
subjetividad, el poeta Juan Ramón atraviesa un camino
que lo llevará hasta la concepción positiva de la
muerte, porque supone una vuelta a la tierra de la que se
procede, pero que se burla mediante la salvación de la
conciencia eterna a través de la Obra y de la
belleza.
En poemas anteriores que cité, en particular el
36 de Eternidades, Juan Ramón ya sabía que
«adonde tienes que ir es a ti solo». Este verso que
antes llamamos aforístico se reinterpreta, desde la
visión de la obra como el todo conseguido, como una
advertencia de la conciencia –dios– al yo
aún inexperto
–«niñodiós»,
«reciennacido eterno»– del poeta, que
«no te puede seguir».
Mencionaba en el primer párrafo del trabajo la presencia del
espíritu krausista en el proyecto metafísico de
Juan Ramón. ¿En qué radica? Digamos que,
con escasa repercusión en su país natal, Krause
tuvo y sigue teniendo, sin embargo, una gran influencia en el
ámbito español, sobre todo a través del
legado de Julián Sanz del Río, traductor,
comentador y «adaptador» del krausismo en
España, y de Francisco Giner de los Ríos, pionero
de la Institución Libre de Enseñanza.
Es rastreable la huella que marcó este
espíritu laicista en los escritores españoles
nacidos hacia la década de 1880 –Manuel
Azaña, José Ortega y Gasset, Eugenio d’Ors,
Juan Ramón Jiménez, Ramón Pérez de
Ayala, Gabriel Miró, Wenceslao Fernández
Flórez, Gregorio Martínez Sierra, Jacinto Grau,
tal vez incluso Gregorio Marañón, Salvador de
Madariaga y José Moreno Villa–, la llamada
generación puente, de 1914 o novecentista, por calco del
noucentisme catalán. Varios de los arriba mencionados,
entre quienes por supuesto se encuentra Juan Ramón,
«se adelantaron» creativamente a la época de
esplendor de la promoción –que suele hacerse
coincidir con los tardíos diez y tempranos
veinte–, conviviendo literariamente con los finiseculares
e incluso compartiendo su estética.
Si bien nuestro poeta dio sus pinitos bajo influjos
decadentistas, abandonó pronto este
«éstasis de amor» para ahondar de manera, si
no intelectual o políticamente activa, sí
metafísica en el sistema intelectual que
condicionó el pensamiento durante su segunda etapa
creativa. Nuevamente es el propio autor el que orienta las
líneas de análisis sobre su concepción de lo
sublime.
En la nota final de Animal de fondo, se lee: "Hoy
concreto yo lo divino como una conciencia única, justa,
universal de la belleza que está dentro de nosotros y
fuera también y al mismo tiempo" (1959:1342). El dios
juanramoniano se comprende como un dios individual, al alcance
de la experiencia humana, pero compatible con la idea del Ser
Supremo (1967:87); es una representación asequible y
personal de lo divino, que por el hecho mismo de formar parte
de un entramado mayor, es dicho entramado. Como en la
imaginería krausista, dios es mundo, pero al mismo
tiempo lo trasciende, por lo que cualquier tipo de culto que no
sea la propia búsqueda es vano.
Como hemos podido comprobar, la poesía de Juan
Ramón Jiménez se nos presenta como una
metáfora de la búsqueda de la vida eterna a
través de un mundo mejor imaginado, donde la final
disolución en el medio no niegue la pervivencia eterna.
Esta sustitución se deriva sin duda del simbolismo, que
concede autonomía a la palabra, o incluso más
importancia que a la vida misma.
Es sobre todo en el proceso intelectual que se da a
partir de su segunda etapa donde la preferencia por la
transparencia de sentido y la sencillez lo hace cobrar una voz
rotundamente sincera, arraigada en una experiencia
mística laica. La obra en marcha, proyecto vital del
moguereño y de su yo poético, se presenta como un
conjunto unitario de reflexiones dedicadas a un tú con
el que no sólo se quiere entablar comunicación, sino a quien se quiere
invitar a compartir la experiencia.
Bibliografía
Azam, Gilbert. La obra de Juan Ramón
Jiménez. Soledad Azor Castiel, trad. Madrid:
Editora Nacional, 1983.
Blasco, Javier, ed. Juan Ramón Jiménez,
Antología poética. Letras Universales, no. 19.
Madrid: Cátedra, 1996.
Cole, Leo R. The religious instinct in the poetry of
Juan Ramón Jiménez. Oxford: The Dolphin Book,
1967.
Jiménez, Juan Ramón. Libros de
poesía. Agustín Caballero, recop. y prol.
Biblioteca
Premios Nobel. Madrid: Aguilar, 1959.
Marcos Bodo Nunez Oberg