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El proyecto metafísico de Juan Ramón Jiménez




Enviado por bodon



    Juan Ramón Jiménez se cuenta entre
    quienes se vieron contagiados por el espíritu
    liberalista y laicista de la Institución Libre de
    Enseñanza a últimos del XIX y
    primeros del XX. Aunque sin relación directa con la
    escuela, es
    posible rastrear en la evolución de su imaginario poético
    –desde el modernismo
    más rubeniano o villaespesiano (como diría
    él mismo con desprecio) de Ninfeas, pasando por las
    preocupaciones teísticas que supuso la etapa pura de
    Eternidades, hasta la poesía de corte casi
    místico-panteísta de su proyecto Dios deseado y
    deseante– una progresión constante hacia la
    indagación en el fundamento más profundo de la
    Institución: la concepción krausista de lo
    divino.

    El examen paulatino de la relación entre sujeto
    y objeto, entre yo y tú, lleva a nuestro poeta a
    conclusiones teológicas, pero sin credo, sobre su
    realidad. La obra, entonces, y esto no es ninguna novedad en
    estudios juanramonianos, puede verse en su totalidad como una
    búsqueda por lo absoluto insinuado, buscado y
    conseguido, sucesivamente.

    Antiguamente solía haber disparidad crítica en cuanto a la división
    temática y temporal de la obra de Juan Ra-món.
    Muchos, dejándose llevar por la novedad que
    suponía el Diario de un poeta recién casado, lo
    tomaron como eje de su producción, dividida, así, en
    antes y después del Diario. Antes quedaría su
    etapa modernista y, ponga-mos, grandilocuente, pero
    también los primeros atisbos, aún en marcos
    tradicionales, de técnicas
    y preocupacio-nes que luego marcarían su
    producción. Después, la sencillez y la brevedad
    como norma formal y el problema metapoético asociado a
    la búsqueda de Dios. Pero tal vez sea más
    prudente, y así lo ha entendido la crítica
    última, tomar la reflexión del propio Juan
    Ramón en la nota final a Animal de fondo, donde nos da
    claves cronológicas para la división: "Al final
    de mi primera época, hacia mis 28 años"; "al
    final de la segunda, cuando yo tenía unos 40
    años"; "ahora que entro en lo penúltimo de mi
    destinada época tercera, que supone las otras dos"
    (1959:1342). Blasco, no obstante, advierte del "muy deficiente
    estado
    editorial en que, todavía hoy, se encuentra su obra"
    (1996:11): varios de sus libros
    sólo han sido editados insatisfactoriamente (1996:98), y
    al operarse el cambio de
    sensibilidad en libros incluidos sólo por fragmentos en
    revistas, borradores o «antolojías», los
    márgenes divisorios pueden extenderse en varios
    años. Así, podemos determinar las etapas de la
    siguiente manera, aunque no sin reservas:

    I. hasta antes de Sonetos espirituales
    (aprox. 1913). Cabe señalar la particularidad de
    Ninfeas y Almas de violeta, producidos en clave modernista no
    totalmente asimilada: Darío, Villaespesa, los Machado
    y Valle-Inclán le dedican poemas y
    artículos y le proponen títulos para sus
    libros. Pero se trata de una poesía que se vale
    aún de muchos tópicos de época sin
    darles un tratamiento particular (1996:20): la mujer,
    el alma y los
    paraísos artificiales –escondidos tras imágenes como la sombra, el lago,
    el hombre
    enlutado y misterioso, el jardín y la carne–
    abundan en los versos de sus primeros libros.

    Luego, un periodo de predilección por la
    sencillez formal, motivado por la "influencia de la mejor
    poesía «eterna» española,
    predominando el Ro-mancero, Góngora y Bécquer"
    (1959:xl), pero también del simbolismo verleniano,
    ligado biográficamente a su hospitalización en
    Francia.
    Finalmente, tras la primera época de euforia
    decadentista –que suele situarse de 1900 a 1907–,
    Juan Ramón no oculta su preferencia por el alejandrino
    desde Elegías hasta Melancolía (1908-1911), en
    el que halla el mejor medio dialéctico posmodernista:
    se trata de juicios autocríticos para descubrir los
    elementos que ha aportado el modernismo para abordar el
    problema de la creación. En esta primera etapa abundan
    impresiones sensuales y un sentimentalismo reiterativo que se
    manifiesta en una atmósfera tenuemente musical,
    melancólica y vaga, en medio de un paisaje silencioso
    y sensorial, con gran énfasis en la coloración
    y el elemento pictórico. La descripción espacial y de lo externo
    sirve al poeta casi siempre como reflejo de su propio estado
    de ánimo o de su postura ante la vida y, por
    extensión, ante el arte.

    II. de Sonetos espirituales a Poesía y
    Belleza (aprox. 1913-1923). Blasco señala como factor
    determinante para el cambio de estética tanto la vuelta a la capital
    como el
    conocimiento de Zenobia y, además, la influencia
    de José Ortega y Gasset (1996:52). No creo que sea
    tanto esto último, puesto que Juan Ramón
    había entra-mado amistad
    con el ensayista ya en el lejano año de 1902
    (1983:236), sino más bien la confluencia
    ideoló-gica motivada por el panorama intelectual de la
    época. Había surgido una nueva camada de
    escritores que pretendía abordar con profesionalidad
    lo que el Fin de Siglo había intentado con demasiado
    «lloriqueo»: la convergencia de España
    con la Europa
    contemporánea mediante la adopción de criterios modernos y
    antipesimistas. De esto resulta un gradual abandono del
    sicologismo paisajístico anterior para entrar al
    terre-no metafísico expresivo, lo cual, a su vez,
    altera radicalmente la relación yo-mundo en la
    poesía juanramo-niana (1996:54). Si de la etapa
    primera destacábamos la importancia de lo
    pictórico, ahora los referentes rea-les interesan en
    la medida en que sirven como elementos de un sistema
    simbólico superior. Tanto los Sone-tos como
    Estío dan cuenta de la evolución hacia la
    poesía sencilla en el lenguaje y
    la forma pero a la vez problemáticamente intelectual
    en el fondo que culminará en el Diario de un poeta
    recién casado, que ade-más se abre a las nuevas
    estéticas vanguardistas tempranas. La anécdota
    estructural externa del diario de viajes es
    trascendida a la búsqueda interior, no del alma
    modernista, sino de la famosa «intelijencia» que
    se preguntará por la realidad profunda, divina y
    perenne que se esconde tras lo obvio y material, denotado en
    títulos posteriores como Eternidades, Piedra y cielo y
    La realidad invisible. En todos los casos, la
    conclu-sión es "una afirmación de la palabra
    poética como salvación del yo y del mundo en un
    eterno presente con-tra el que nada puedan ni el tiempo ni
    la muerte"
    (1996:75). Las antologías Poesía y Belleza
    inauguran, ade-más, el concepto de
    «obra», cuyo uso ulterior quedará asociado
    a la ansiada totalidad y unidad de sentido.

    y III. a partir de La estación total (aprox.
    1923). Es en los últimos poemarios, que tuvieron una
    gestación mucho más pausada, donde se define no
    sólo la ambición estética, metafísica y religiosa de Juan
    Ramón, sino donde además "resulta imposible
    separar su estética de sus afanes religiosos, y sus
    afanes religiosos de su metafísica" (1967:11). La
    estación total se plantea como el canto plácido
    del yo poético tras presentársele el todo, que
    tanto había perseguido en la etapa anterior, en forma
    de conciencia
    plena de creación, en abstracto, y de la obra, en
    concreto.
    Como consecuencia, el yo poético llega a la certeza de
    que la muerte no
    supone un fin, sino una refundición con el todo.
    Así, siendo "visionario" (1996:343n) y profeta de lo
    divino, pretende salvar su conciencia individual a
    través de la obra poética en la que se
    refleja.

    Sin embargo, su siguiente poemario, los Romances de
    Coral Gables, suponen un brusco corte en cuanto al tono
    poético, originado por la salida al exilio: todo lo
    que el yo poético había perseguido en el largo
    paso de los años queda súbitamente borrado, por
    lo que ve en la imperiosa necesidad de autoafirmación
    para superar el sentido de pérdida e
    incomunicación. Enseguida, el poema Espacio,
    considerado uno de los mejores y más importantes del
    siglo pasado, es una larga interrogación en prosa del
    yo poético a su propia conciencia sobre si la
    necesaria muerte física (del
    «envase» de la conciencia) supone a la vez la
    muerte de la conciencia misma, contra lo que el yo
    poético protesta. Finalmente, Animal de fondo
    (anticipación de su proyecto Dios deseado y deseante,
    del que se han ensayado varias ediciones, nunca definitivas
    ni satisfactorias) culmina la trayectoria metafísica
    juanramoniana. El dios perseguido por el yo poético se
    revela como conciencia no sólo ocasional sino absoluta
    e innegable. Al aclararse que pretender fijar este instante
    de éxito místico era angustioso e
    inútil, el poeta somete a valoración
    recapitulatoria varios de los símbolos patentes a lo largo de su
    obra. La celebración de la consecución del todo
    y de la fundición con dios, fugaz en La
    estación total, dudosa en los Romances y recatada en
    Espacio, es ya definitiva.

    Como hemos podido ver en esta breve exposición, la trayectoria poética
    de Juan Ramón Jiménez puede entenderse como un
    camino hacia lo esencial a través del abandono
    progresivo de lo accesorio –de los "no sé
    qué ropajes" (1959:555)– hasta quedar en el mero
    concepto, con tal de expresar con la mayor pureza y claridad
    posible la búsqueda trascendental. Analicemos a fondo la
    naturaleza
    de dicha búsqueda, haciendo especial énfasis en
    la poesía que se gesta a partir de Eternidades, que
    inaugura el subperiodo de poesía pura y que lo
    llevará hasta la fundición con el todo en Animal
    de fondo, pasando por Piedra y cielo y La estación
    total.

    Hay comunión de opiniones al decir que dos de
    los parteaguas de la nueva estética juanramoniana son el
    prólo-go al Diario y el poema 3 de Eternidades. El
    primero orienta las constantes temáticas y
    técnicas de su poética posterior. Lo importante
    no es nunca la novedad, «el ansia de color
    esótico», sino la profundidad y la
    «depuración costante de lo mismo», por lo
    que la creación del poeta moguereño se autodefine
    como monotemática y condensa-tiva. El segundo denota un
    método
    en extremo renovador en el marco de las letras
    hispánicas y conectando con la modernización de
    las artes que se estaba dando en el resto del
    continente.

    El hecho de hacer de la «intelijencia» su
    musa subraya la importancia de la transpiración y rompe
    con la trasnochada idea de la inspiración emotiva. La
    poesía, según Juan Ramón, no es ocio ni
    retoricismo, sino trabajo,
    revisión y refinamiento. Por lo demás, al fijarse
    como meta el alcanzar «el nombre esacto de las
    cosas», el poeta pide a su mente la capacidad para lograr
    una correcta interpretación del mundo aparentemente
    inanimado que lo rodea. La abstracción intelectual del
    mundo lo llevará, si tiene éxito, a comprender no
    sólo la realidad, sino el sentido y la esencia de la
    misma.

    Eternidades es a grandes rasgos un manifiesto
    poético, ya que los sucesivos textos van
    señalando las claves de su propio proceder creativo y
    espiritual. Los primeros poemas explican el cambio de postura
    yo-entorno que mencionábamos con anterioridad. No es ya
    el alma la que se manifiesta a través de la
    descripción del mundo, sino el mundo el que se proyecta
    a través de la indagación en el interior del
    poeta.

    Así, el alma adquiere libertad
    para crear el mundo al nombrarlo (1967:39ss). El poema 1 no
    tiene nada que decir: al simbolizar el principio del poemario
    la creación (una suerte de big bang),
    el poeta no dispone aún –y definitivamente
    sólo a partir del 48– de las herramientas
    lingüísticas para expresarse. Los poemas 2 y 4
    patentan la importancia del trabajo, la revisión y la
    reflexión diaria para alcanzar la creación del
    «mundo como mi alma».

    El estilo que se adoptará y una breve
    revisión de su poética anterior se da en el 5.
    Con el 6 se inaugura una serie de poemas que expondrán
    unos símbolos que se asocian a la creación
    (lucero, luz, cielo,
    amor,
    estrella). El tono es angustioso: a pesar de sus varios
    intentos, el poeta no logra alcanzar al símbolo, del
    que, cuando mucho, queda la sombra (1967:29). Resultan
    especialmente significativos unos poemas (el 31, el 32, el 40,
    el 68, entre otros) que dan crédito al ensueño y a la noche
    como suerte de cronotopo predilecto por la tradición
    romántica y modernista para el encuentro de lo sublime
    –casi siempre de la poesía– con el
    poeta.

    Sin embargo, al tratar de racionalizar su hallazgo,
    éste se esfuma: el yo poético no ha logrado
    aún desligarse completamente de sus ideales creativos
    tempranos. Así, muchos poemas adoptan un tono
    autorrecriminatorio y pesimista: el 69 da la vuelta a la
    argumentación del 2 y del 4, al plantearse como
    «tedioso» el afán de diaria
    superación.

    No obstante, los últimos poemas dan un tono
    esperanzador a futuro, fundado en la confianza en la palabra
    como medio para lograr la recreación del mundo a través de
    la introspección.

    No resulta descarado, entonces, afirmar que "Juan
    Ramón buscaba a un Dios personal que Se
    revelara a través de la actividad creativa del poeta,
    que hace de la palabra parte de la conciencia viva" (1967:19).
    Lo que en esta etapa asimila a Juan Ramón con Dios
    –o con dios, con minúscula, como él
    preferiría– es la facultad de crear nom-brando: se
    trata de una voluntad de recuperación del paraíso
    adánico, cuando Jehová le confiere a su criatura
    pre-dilecta el privilegio de dar nombre a su entorno
    (1967:48s).

    Además, mediante el uso de vocablos
    cuidadosamente escogidos, Juan Ramón crea su mundo a
    través de un idiolecto basado tanto en esto como en
    el amor
    (poemas 6, 46, 62, 70, 105) y en la belleza (poemas 23, 78,
    91), que se consideran las otras piedras angulares de su
    creación.

    El siguiente poemario, Piedra y cielo, nace
    básicamente en torno a la
    reflexión sobre los símbolos a los que confiere
    el sentido de mundo (piedra, raíz, tierra) y de
    divinidad (cielo, ala, estrella), como ya se había
    presentado, entre otros, en el poema 44 de Eternidades. La
    existencia en ambas órbitas se resume en "el
    árbol, con sus raíces hundidas en la tierra y
    con sus ramas libres hacia el infinito" (1996:74). Como se
    intuye de esta imagen
    recurrente, Piedra y cielo expresa la obsesión por
    «estar, con todo yo, / en cada cosa» (poema 7); el
    poeta quiere fundirse con el todo, aunque esto suponga la
    muerte física, pero conservar su «todo yo»,
    que no es otra cosa que lo que, con el tiempo, llamará
    «conciencia».

    Esta pretensión lo lleva a evocar
    poéticamente y así detener al instante, al
    recuerdo y a la memoria
    –testigos de su fugaz encuentro con la luz o la mariposa
    que está siempre, en esta época, un paso adelante
    (poema 70)–, para "construir sobre la vida la suma
    eternidad conseguida de instantes sucesivos" (1996:301). Hacia
    el final, el poeta renuncia incluso a la pervivencia de su
    individualidad con tal de «deshacerme, / de una vez ya,
    en la luz» (poema 116); comienza a pensar que su avidez
    de eternidad son «afanes imposibles» que
    posiblemente no le proporcionarán el fin que se
    había planteado. Sin embargo, el poema 119 remata de
    nuevo con la confianza en que la poesía es el medio
    correcto para alcanzar la «hermosura inmensa»,
    aquí identificada con lo imperecedero. Llegamos, por lo
    tanto, a la etapa en la que comienzan a fusionarse en una misma
    –no sólo a coexistir– las búsquedas
    de lo artístico y de lo trascendental.

    Juan Ramón sabe desde Eternidades que el
    encuentro definitivo con el todo es cuestión de tiempo,
    por lo que tanto Piedra y cielo como los poemas recogidos en
    Poesía y en Belleza tienen un tono a grandes rasgos
    serenos en cuanto a la confianza en dicho encuentro, pero
    desesperado por la rapidez con la que se quiere alcanzar. Hay
    en Eternidades dos poemas aforísticos (el 36 y el 113),
    el segundo dedicado «a Miss Rápida», que
    parecen autoconsejos sobre como llevar a cabo su
    búsqueda: sólo yendo despacio –puesto
    «que adonde tienes que ir es a ti solo»– el
    tiempo dejará de volar ante nosotros «como una /
    mariposa esquiva», y así podremos lograr lo que
    nos proponemos.

    Luego, Poesía, Belleza, La estación
    total y sus Libros de poesía llevarán un
    epígrafe de Goethe, tomado del volumen II de
    Zahme Xenien, que orienta la creación juanramoniana
    sobre la misma línea: "Como los astros, / Sin
    precipitación, / Pero sin descanso…".

    Si Eternidades suponía una suerte de
    poética doctrinal sobre la nueva orientación
    metafísica y poética de Juan Ramón y
    Piedra y cielo ensayaba su puesta en práctica,
    todavía con manifestación de algunas
    dificultades, La estación total es testimonio de los
    primeros encuentros afortunados, aunque súbitos, del
    poeta con el absoluto. El poemario se abre con el nombramiento
    («Ella, Poesía, Amor») de lo que
    «rompió mi alma de oro»
    para traerle la paz interior. Es éste el poemario con
    más resonancias de lo místico, tendiendo a un
    vago panteísmo autorreflexivo: «Lo infinito /
    está dentro. Yo soy / el horizonte
    recojido».

    El poema 11-2 da noticia de la irrigación de la
    plenitud –que ya llama «conciencia»– en
    el espacio, para albergarse en todas las cosas y llenarlas de
    «tu más gran tú».

    El gran hallazgo poético de este libro es sin
    duda que la interrupción del absoluto ante el yo
    poético se da siempre cuando éste tiene "la
    conciencia vigilante y alerta" (1996:83), ya no sólo en
    el ensueño; se trata de la superación de la
    anterior inconciliabilidad del todo y el estado de
    vigilia, lo cual significa un paso más hacia la
    consecución –aún no del todo lograda–
    de la conciencia total.

    Por lo tanto, y como la muerte supone la
    redención del individuo
    para, sin perder su individualidad, pasar a formar parte del
    todo, "se carga de notas positivas" (1996:83). Habiendo
    superado la angustia del tiempo, el olvido y el vacío,
    la vida individual adquiere significados absolutos: está
    «quemando belleza», «evaporando amor» y
    «fundiendo conciencia» (poema 15). Finalmente, la
    tercera parte del poemario se convierte en un canto de
    exaltación jubilosa, ya que el yo poético ha
    descubierto al ser supremo en todos los seres de su entorno
    (poemas 42 y 46). El poema 55 remata con la idea de una
    eternidad progresiva de un presente ensanchado hasta el
    infinito (1996:358): el tiempo «venía sólo
    a no acabar», «a iluminar en sí toda la vida
    / con forma verdadera y suficiente».

    El más alto grado de consecución
    metafísica se encuentra en Animal de fondo.

    En La estación total, el yo poético
    exaltaba su encuentro con el absoluto, pero queda un vago
    sentimiento de propósito no alcanzado, al ser posible la
    fusión con el todo pero imposible o
    cuando menos dudosa la conservación de la individualidad
    después de la muerte. En su último libro, por el
    contrario, el poeta hace trascender a su propia conciencia como
    ser supremo, a la vez que la asimila a la de todo el mundo:
    «Tú, esencia, eres conciencia; mi conciencia / y
    la de otros, la de todos, con forma suma de conciencia»
    (poema 1). De esta manera, el ser individual del poeta es a la
    vez «igual y uno» y «distinto y todo»:
    lo absoluto y al mismo tiempo parte del absoluto, que se le
    presenta como su parejo intrínseco, sin ser ni «mi
    redentor, ni […] mi ejemplo, / ni mi padre, ni mi hijo,
    ni mi hermano».

    Con estos dos versos, el poeta descalifica la
    noción bíblica de Dios. La juanramoniana es una
    religión
    sin credo –«Yo nada tengo que purgar»–,
    cuyo único afán místico es el encuentro
    consigo mismo. A este respecto, Azam relata la anécdota
    que existe detrás de la redacción del poemario.

    A Juan Ramón, en su viaje a Argentina en 1948,
    se le revela su «dios» al desembarcar y oír
    su nombre en su idioma, por gente que conocía su obra,
    en un país ajeno. La brusca reflexión sobre todo
    lo que había sido él anteriormente lo hace tomar
    conciencia de que "Dios estaba a su lado, pero aún no
    había penetrado en él, aún no
    poseía totalmente su esencia" (1983:592). A este
    respecto es muy aclarador el poema 25, que supone una relectura
    karmática –es decir, desde la perfección
    última alcanzada–, de varios de los
    símbolos de su poética anterior: el limón,
    el pozo, la niña, el sol, las
    estrellas, la mariposa.

    El dios temprano del poeta «ya era esta
    conciencia», pero como «no había entrado
    todavía en mí», no podía verla y
    «estaba triste». Es éste el texto clave
    en el paso último de la evolución intelectual de
    Juan Ramón: lo absoluto buscado se le descubre en el
    proceso
    mismo de la búsqueda, en una formación espiritual
    sobre la marcha que recuerda al famoso proverbio de Antonio
    Machado.

    Otro de los escritores españoles que se
    transparentan si consideramos la evolución del pensamiento
    poético juanramoniano hasta Animal de fondo es Unamuno,
    principalmente si echamos una hojeada a su ensayo
    más famoso, Del sentimiento trágico de la vida.
    En él expone que la angustia metafísica
    contemporánea surge de la voluntad de creer en un
    más allá mejor, pero que según la lógica de época sólo se
    lograría con la disolución en el todo y, por
    tanto, con la extinción del individuo. Así como
    el hombre
    Unamuno va en busca de la superación del miedo a la
    muerte con la promesa de una vida eterna y sin perder su propia
    subjetividad, el poeta Juan Ramón atraviesa un camino
    que lo llevará hasta la concepción positiva de la
    muerte, porque supone una vuelta a la tierra de la que se
    procede, pero que se burla mediante la salvación de la
    conciencia eterna a través de la Obra y de la
    belleza.

    En poemas anteriores que cité, en particular el
    36 de Eternidades, Juan Ramón ya sabía que
    «adonde tienes que ir es a ti solo». Este verso que
    antes llamamos aforístico se reinterpreta, desde la
    visión de la obra como el todo conseguido, como una
    advertencia de la conciencia –dios– al yo
    aún inexperto
    –«niñodiós»,
    «reciennacido eterno»– del poeta, que
    «no te puede seguir».

    Mencionaba en el primer párrafo del trabajo la presencia del
    espíritu krausista en el proyecto metafísico de
    Juan Ramón. ¿En qué radica? Digamos que,
    con escasa repercusión en su país natal, Krause
    tuvo y sigue teniendo, sin embargo, una gran influencia en el
    ámbito español, sobre todo a través del
    legado de Julián Sanz del Río, traductor,
    comentador y «adaptador» del krausismo en
    España, y de Francisco Giner de los Ríos, pionero
    de la Institución Libre de Enseñanza.

    Es rastreable la huella que marcó este
    espíritu laicista en los escritores españoles
    nacidos hacia la década de 1880 –Manuel
    Azaña, José Ortega y Gasset, Eugenio d’Ors,
    Juan Ramón Jiménez, Ramón Pérez de
    Ayala, Gabriel Miró, Wenceslao Fernández
    Flórez, Gregorio Martínez Sierra, Jacinto Grau,
    tal vez incluso Gregorio Marañón, Salvador de
    Madariaga y José Moreno Villa–, la llamada
    generación puente, de 1914 o novecentista, por calco del
    noucentisme catalán. Varios de los arriba mencionados,
    entre quienes por supuesto se encuentra Juan Ramón,
    «se adelantaron» creativamente a la época de
    esplendor de la promoción –que suele hacerse
    coincidir con los tardíos diez y tempranos
    veinte–, conviviendo literariamente con los finiseculares
    e incluso compartiendo su estética.

    Si bien nuestro poeta dio sus pinitos bajo influjos
    decadentistas, abandonó pronto este
    «éstasis de amor» para ahondar de manera, si
    no intelectual o políticamente activa, sí
    metafísica en el sistema intelectual que
    condicionó el pensamiento durante su segunda etapa
    creativa. Nuevamente es el propio autor el que orienta las
    líneas de análisis sobre su concepción de lo
    sublime.

    En la nota final de Animal de fondo, se lee: "Hoy
    concreto yo lo divino como una conciencia única, justa,
    universal de la belleza que está dentro de nosotros y
    fuera también y al mismo tiempo" (1959:1342). El dios
    juanramoniano se comprende como un dios individual, al alcance
    de la experiencia humana, pero compatible con la idea del Ser
    Supremo (1967:87); es una representación asequible y
    personal de lo divino, que por el hecho mismo de formar parte
    de un entramado mayor, es dicho entramado. Como en la
    imaginería krausista, dios es mundo, pero al mismo
    tiempo lo trasciende, por lo que cualquier tipo de culto que no
    sea la propia búsqueda es vano.

    Como hemos podido comprobar, la poesía de Juan
    Ramón Jiménez se nos presenta como una
    metáfora de la búsqueda de la vida eterna a
    través de un mundo mejor imaginado, donde la final
    disolución en el medio no niegue la pervivencia eterna.
    Esta sustitución se deriva sin duda del simbolismo, que
    concede autonomía a la palabra, o incluso más
    importancia que a la vida misma.

    Es sobre todo en el proceso intelectual que se da a
    partir de su segunda etapa donde la preferencia por la
    transparencia de sentido y la sencillez lo hace cobrar una voz
    rotundamente sincera, arraigada en una experiencia
    mística laica. La obra en marcha, proyecto vital del
    moguereño y de su yo poético, se presenta como un
    conjunto unitario de reflexiones dedicadas a un tú con
    el que no sólo se quiere entablar comunicación, sino a quien se quiere
    invitar a compartir la experiencia.

    Bibliografía

    Azam, Gilbert. La obra de Juan Ramón
    Jiménez. Soledad Azor Castiel, trad. Madrid:
    Editora Nacional, 1983.

    Blasco, Javier, ed. Juan Ramón Jiménez,
    Antología poética. Letras Universales, no. 19.
    Madrid: Cátedra, 1996.

    Cole, Leo R. The religious instinct in the poetry of
    Juan Ramón Jiménez. Oxford: The Dolphin Book,
    1967.

    Jiménez, Juan Ramón. Libros de
    poesía. Agustín Caballero, recop. y prol.
    Biblioteca
    Premios Nobel. Madrid: Aguilar, 1959.

    Marcos Bodo Nunez Oberg

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