De todas las cosas que pueden haberse perdido a lo largo
de la historia no
hay nada más fascinante, atrayente y romántico que
una ciudad. Ellas han enriquecido el campo de la literatura y la
exploración, manteniendo vigente el interés
por encontrarlas, tanto en aventureros como en
científicos. Temporada tras temporada, decenas de
anónimos investigadores alistan sus mochilas y encaminan
sus botas hacia selvas y picos inexpugnables con la
esperanza de poder
desentrañar parte de la historia oculta de América, conseguir la fama o simplemente
experimentar en carne propia la sensación de poder
convertir una leyenda en realidad.
Las hay de todos los metales y tipos.
Están las habitadas y las deshabitadas; las que se ubican
en lo alto de las montañas, en las impenetrables florestas
amazónicas o, incluso, las construidas bajo tierra. Pueden
ser de oro o de
plata; puede que estén encantadas o simplemente
protegidas por mil peligros (reales o imaginarios), que van desde
serpientes venenosas a celosos aborígenes. Pero el
verdadero encanto que todas las ciudades perdidas poseen
es que, precisamente, están perdidas.
Del enorme catálogo que existe, sólo un
pequeño porcentaje de ellas ha sido efectivamente
encontrado. Sucede que, en su gran mayoría, aquellas
ciudades que se han buscado por décadas jamás
tuvieron una realidad concreta. Elusivas, estas urbes se niegan a
revelar fácilmente sus secretos; razón por la cual
son difíciles de olvidar y muy proclives a convertirse en
obsesión. Paradójicamente, los "lugares que
nunca existieron" han sido los depositarios de una
inversión de capital y de
sacrificio humano enormes.
Pero el mito rara vez
desaparece y los descubrimientos que se realizan no hacen otra
cosa que transformarlo y aumentarlo. "Si tal ciudad que se
creía perdida para siempre ha sido hallada, ¿por
qué no puede suceder lo mismo con tal otra?".
Este sencillo argumento se encontró, una y otra vez, en
boca de grandes exploradores que, con mayor o menor fortuna, se
lanzaron a la búsqueda. Quizás sea Hiram Bingham,
descubridor de Machu Picchu, el arquetipo más acabado del
tenaz personaje que nombramos; aunque no todos los buscadores de
ciudades perdidas han tenido la suerte que él tuvo.
Detrás de esa reducida legión de soñadores
con éxito
se aglomeran un sin fin de exploradores anónimos que
continúan invirtiendo tiempo y
dinero, tras
lo que aparentemente constituyen imaginarias construcciones.
Pagan un precio que la
mayoría jamás lamenta, ya que es lo que les da
sentido a sus vidas.
En casi todos los continentes existen estos imanes
poderosos. Muchas selvas y rincones montañosos del mundo
conservan leyendas sobre
ciudades perdidas, pero el continente americano es el más
privilegiado al respecto. En él, abundantes productos de
la fantasía literaria cobraron una existencia
supuestamente real y "de los libros […]
salió una muchedumbre de fantasmas,
encaminados a rellenar los vacíos del hemisferio que nadie
había visitado". A pesar de los cinco siglos
transcurridos, muchos de ellos continúan tan vigentes como
al principio. La lista de estos lugares es larguísima y
han arrastrado a más gente, por más tiempo, que
ningún otro mito.
El Perú ha producido, y sigue produciendo, una
corriente inagotable de realidades y fantasías que
mantienen muy actual la posibilidad de encontrar ciudades
perdidas. Su geografía permite que
se sostenga la voluntariosa actividad de explorar y, machete en
mano, seguir las angostas trochas que se orientan hacia el Este
de la ciudad Cusco. La rica historia precolombina de la zona,
cuya civilización más descollante fue la incaica,
facilita la probabilidad de
"hallar algo" que permanezca sin catalogar, oculto por el follaje
de la cuenca amazónica. Los hechos así lo indican.
El Perú ha dado recientemente prueba de que las ciudades
perdidas, más allá del innegable componente
imaginario que arrastran, son una realidad tangible.
Auténticas ciudades perdidas han sido rescatadas en los
últimos cuarenta años. Quizás el
descubrimiento de Machu Picchu y sus centros
satélites,
practicado en julio de 1911, sea el más conocido, pero
existen otros, no tan espectaculares como el nombrado, aunque muy
importantes desde el punto de vista histórico y
arqueológico; por ejemplo, el Pajatén
(1963), Vilcabamba "La Vieja" (1964),
Mamería (1979/80) y Gran
Vilaya (1985). También en los años ochenta
fue desenterrada una asombrosa y rica pirámide en el
desierto costero del Perú, tumba perteneciente a un
señor de un mundo ignoto, conocido hoy mundialmente como
el "Señor de Sipán". Si bien este
último hallazgo no posee los componentes fundamentales que
el saber popular le otorga a las "ciudades
perdidas" (permanecer ocultas detrás de
montañas y selvas) es una clara muestra de lo
mucho que falta por encontrar y hacer en suelo peruano. Si
el "Señor de Sipán", rodeado por sus tesoros y
servidores,
fue descubierto a pocos metros de la carretera Panamericana,
¿qué puede esperarse de aquellas regiones alejadas
y prácticamente inexploradas que persisten, en las
vertientes orientales de los Andes?
Nuestra experiencia previa por las selvas de la
cordillera de Vilcabamba, durante los meses de Julio/Agosto de
1998 (EXPEDICIÓN VILCABAMBA '98), y el hallazgo de
un pequeño templo de factura
incaica sin catalogar, en una región medianamente poblada,
en las cercanías del caserío de Huancacalle, nos ha
impulsado a aceptar los generalizados comentarios locales
referentes a la existencia de ruinas incas que
aún permanecen cubiertas por el húmedo follaje de
la selva. Guiados por esta experiencia y por las decenas de
fuentes
documentales españolas (crónicas), que desde hace
más de 400 años denuncian tales
"caseríos perdidos", imaginamos muy
probable que cuestiones hasta ahora consideradas meros relatos
fantásticos guarden un fondo de verdad digno de ser
investigado.
Somos claramente conscientes de que las proyecciones del
imaginario se potencian cuando uno se encuentra en plena jungla y
que la percepción
que se adquiere del inmenso espacio geográfico del
Perú oriental se ve impregnada por símbolos ya clásicos del imaginario
europeo, esos que hemos venido leyendo en novelas y
cuentos desde
que éramos niños.
La imagen del
tesoro enterrado, de las sociedades
perdidas y de la aventura en su sentido etimológico
("lance extraño y peligroso") no dudan en aparecer cuando
uno gira trescientos sesenta grados la mirada y lo único
que observa es una infranqueable masa de árboles, lianas y raíces. Alguien se
preguntó una vez, ¿cómo podría un
hombre pasar
su vida observando una puerta sin abrirla? En mi caso
personal esa
puerta cerrada se ubica en el Perú y tiene un cartel que
dice: Paititi.
Expresan en el Cusco que más allá de los
límites
con la selva se levantan, majestuosas y olvidadas, las ruinas del
Gran Paititi, una supuesta ciudad incaica que conserva, entre sus
mohosos muros, los tesoros que los últimos miembros de la
elite inca escondieran ante la conquista española. Tan
evanescente como El Dorado, la leyenda del Paititi sigue
poseyendo febriles creyentes, como también
escépticos detractores que, en un debate no
oficializado por la ciencia,
mantienen viva la presencia de la mítica ciudad en el
imaginario colectivo de todo el Perú. El problema radica,
entonces, en responder, con la mayor exactitud que nos sea
posible, tres preguntas claves: ¿qué significa el
término Paititi?, ¿De qué cultura fue,
efectivamente, parte? y ¿En dónde se
levantarían sus supuestas ruinas?
Para cada una de estas cuestiones existen respuestas
variadas. Empecemos, pues, por la primera.
Ninguna de las crónicas españolas que
hayamos leído dan una definición etimológica
de Paititi. Toman el nombre de la tradición oral y
simplemente lo utilizan sin excavar demasiado en el asunto. Lo
describen, lo elogian y adornan con mil maravillas, pero
ningún español
del siglo XVI pretendió dar con el sentido exacto del
término. Recién en nuestros días,
investigadores y fanáticos creyentes, han sostenido que la
palabra es de origen quechua y que deviene de una
alteración del término Paykikin, que en
castellano
significaría "como él" o "igual a
ese", e incluso "igual al otro". Pero,
¿qué otro?. Según este criterio, el
"otro", "ese", "él", no sería sino el Cusco
mismo. Es decir, que una traducción literal del término al
castellano sería "como el Cusco", pretendiendo con
ello hacer suponer que la ciudad del Paititi (como se ve, ya se
sobreentiende que es una ciudad) fue una réplica exacta de
la antigua capital imperial.
Experimentados lingüistas manifiestan que el
argumento anterior es falso. "En quechua, decir 'como el
Cusco', se expresa así: Qosqo Jina o también Qosqo
Kikillan. Decir 'como él', se expresa pay kikillan, o
también pay kikin, jamás Paititi. Pero la
expresión 'como él', así suelta es
incompleta y ambigua, vacía. Por lo tanto no hay ni hubo
argumento para pensar que 'él' correspondiera precisamente
a la ciudad del Cusco" .
Otras traducciones sostienen que Paititi significa "dos
colinas", "dos pumas", "dos metales", "segundo imperio",
"así", etc.
Lo cierto es que el significado literal de este nombre
aún no ha sido encontrado. Como argumenta el profesor
Daniel Heredia, "probablemente pertenezca a un idioma de la
región selvática y que tenga una raíz
tupí-guaranítica". Esto nos conduce, pues, a la
segunda cuestión: ¿A qué cultura
perteneció el Paititi?
Para el escritor peruano Ruben Iwaki Ordoñez,
autor de un "clásico" en el tema, no cabe la menor duda de
que el Paititi es una ciudad incaica, protegida por indios
salvajes y contenedora de estatuas de oro de inmenso valor.
Según Ordoñez, en ella se escondieron los tesoros
cusqueños cuando los españoles invadieron el
Perú. Esta hipótesis es la que más ha calado en
el imaginario cusqueño de la actualidad y es, como puede
advertirse, la que posee raíces más coloniales.
Misma opinión defiende el Padre Juan Carlos Polentini
Wester en su obra Por las Rutas del Paititi y Fernando
Aparicio Bueno.
Pero existe otra teoría
que, a nuestro modesto entender, puede que sea la que se acerca
más a la realidad, y que sostiene que el Paititi fue un
reino amazónico, "una avanzada cultura de la selva,
superior a las demás y con una vasta influencia, que los
incas conquistaron culturalmente (no militarmente)
haciéndoles adoptar leyes,
costumbres, vestidos e idolatrías". Al respecto, el
célebre explorador arequipeño Carlos Neuenschwander
Landa, escribió: "[…] El Paititi habría
existido, en realidad, como un vasto reyno (sic) que agrupaba a
los pueblos que habitaban las grandes cuencas del Amaru Mayo o
Madre de Dios y del Beni. […] Según Garcilaso, los incas
trataron de conquistar al Paititi o Reyno de los Musus (o Mojos).
[…] El Antisuyu habría sido, pues, una región de
fronteras de expansión y retracción variables
donde se aglutinaban […]los pueblos y las culturas del Imperio
de los Incas y del Reyno del Paititi. En la vertiente oriental de
la cordillera de Paucartambo, el proceso de
colonización mezclada había dejado como huella,
numerosas poblaciones, caminos y otros vestigios, ubicados en las
cumbres, narigadas y laderas de los contrafuertes que descienden
a la selva y que la tradición conservó en nombres
como Apu-Catinti, Callanga, Mameria, Yungary, Pantiacolla y
Huchuy Catinti. Erróneamente, en la actualidad, a todas
ellas se les denomina genéricamente como Paititi,
queriendo significar con ello, no una concentración
determinada de ruinas, sino más bien restos
arqueológicos (de una ciudad) ocultos por la selva que
cubre esa intrincada franja territorial".
Por su parte, el escéptico Víctor Angles
deja abierta la posibilidad de que efectivamente el Paititi haya
podido ser una cultura amazónica.
Pero también están los otros, aquellos que
arrastrados por un excesivo espíritu de resistencia,
siguen afirmando que el Paititi no es una ciudad muerta, sino un
centro urbano que todavía congrega a una importante
comunidad de
incas vivientes que, protegidos por la selva, han podido
resguardar sus costumbres, rituales y creencias de un modo
intacto.
Además, en la zona de Chinchero y Urubamba (muy
cercanas al Cusco), o la región del valle San
Miguel-Kiteni (al norte de Quillabamba, en plena selva tropical),
los aborígenes creen que el Paititi es el verdadero
refugio de los últimos incas y que aún están
escondidos en la selva. Incluso, sostienen que algunos de ellos
se han podido comunicar con las gentes del Paititi, aunque no
conocen el sitio donde está.
Mientras nosotros encaminábamos nuestras botas
hacia las ruinas Vilcabamba "La Vieja" pudimos colectar variadas
versiones sobre el tema, y en todas ellas advertimos dos
denominadores comunes: uno, es el temor que el Paititi despierta;
y dos, el respeto y
admiración que se siente por algo que, hasta ahora, es
sólo un nombre.
En síntesis,
se podría decir que, con o sin oro, alimañas o
indios protectores, la tradición oral le da al Paititi dos
posibilidades: la primera (más lógica
y posible), que sea uno o varios yacimientos arqueológicos
(ruinas) perdidos en la selva; y la segunda (más
imaginaria, pero con una fuerte dosis inconsciente de
resistencia), que sea una ciudad en la se conservan los
auténticos incas descendientes del viejo Tahuantinsuyu,
esperando el momento adecuado para reeditar el perdido
esplendor.
Nos queda por intentar contestar la tercera y
última cuestión: ¿En dónde se
levantan los supuestos cimientos del perdido reino o ciudad del
Paititi?
Si bien todos coinciden en ubicarlo hacia el oriente del
Cusco, existen discrepancias muy marcadas entre los
investigadores. El "oriente" es muy extenso; por lo tanto,
sindicar esa dirección sin especificar
(justificadamente) un sitio concreto, de
poco sirve. Generalizaciones de este tipo lo único que
promueven es la catalogación de cualquier resto
arqueológico con la atractiva etiqueta de "Paititi". Cosa
que ya ha ocurrido en el pasado, y sigue ocurriendo.
Tras comparar las hipótesis
más conocidas, y de gran circulación en la
actualidad (tanto de forma escrita como oral), hemos podido
detectar que dos sectores son los que se disputan la
posesión de la tan mentada "ciudadela" incaica.
El primero es el que corresponde a la denominada Meseta
del Pantiacolla. Ésta se levanta en territorio peruano, en
el actual Departamento de Madre de Dios, y generalmente es la
preferida por los cusqueños. Los autores que se encolumnan
detrás de esta hipótesis son: Ruben Iwaki
Ordoñez; el anónimo, esotérico y delirante
"Brother Philip"; el Padre Juan Carlos Polentini Wester; el
explorador arequipeño Carlos Neuenschwander; Fernando
Aparicio Bueno y el historiador y restaurador cusqueño
Enrique Palomino Díaz. Todos ellos afirman que
habría que circunscribir el área de búsqueda
en la zona determinada por los 13º – 12º Latitud Sur y
los 72º -71º Longitud Oeste (territorio enmarcado por
los ríos Manú, al norte; Madre de Dios al oeste; y
Paucartambo al sur).
Esta región es muy rica desde el punto de vista
arqueológico y, tenemos que admitirlo, con muchos
misterios por resolver. Con toda seguridad, en el
futuro la región del Pantiacolla arrojará nuevos
materiales de
investigación. Queda muchísimo por
hacer allí.
Así todo, nosotros creemos que si del Paititi
queda algo, debemos buscarlo mucho más hacia el Este. La
región de la famosa meseta no fue sino un corredor, un
lugar de paso, que condujera a los incas hacia lo que hoy
día serían territorios del norte de Bolivia y
oeste de Brasil.
Arribamos, entonces, al segundo sector en
cuestión.
Todos los documentos
coloniales, o al menos los que hacen referencia de manera
más específica al Paititi, dicen ubicarlo a unas
200 leguas de Cusco (aprox. 1.100 Km al Este); y esto nos lleva
mucho más allá de Pantiacolla. Los historiadores
que apoyan esta hipótesis fundan sus dichos amparados en
estas fuentes escritas de los siglos XVI y XVII (que dan
distancias aproximadas, nombran ríos y señalan
accidentes
geográficos), y no tanto en la tradición oral que
circula hoy en la sierra. Por eso les asignamos un mayor crédito.
Dos de los más reconocidos investigadores que
defienden esta posición son: el historiador argentino
Roberto Levillier y el cusqueño Daniel Heredia.
Partiendo del supuesto de que el Paititi no fue una
creación de la mente, R. Levillier, reitera en más
de una oportunidad que sólo el oro en masa era
fábula, y que todos los informes
escritos, dejados por conquistadores, misioneros, soldados y
aventureros durante el proceso de conquista y
colonización, señalan a las Sierras de Parecis (hoy
territorio de Rondonia, en el Matto Grosso brasileño) como
el sitio en el que se ocultaron los últimos incas. Incluso
ubica con exactitud su posible emplazamiento cuando
escribe:
"Las Provincias del Paititi se extendían desde
la proximidad del río Madeira, por 11º de Latitud Sur
y 64º de Longitud Oeste, con inflexión Sudeste hasta
las cabeceras del río Paraguay, en
13º Latitud Sur y 57º Longitud Oeste."
Por su parte, Daniel Heredia, tras un concienzudo manejo
de fuentes documentales, concluye que el suelo boliviano es el
escenario histórico buscado, ya que:
"Si bien la ubicación del Paititi o reino de
los Musus puede que esté a una distancia probablemente
exagerada o deficiente, un promedio prudencial lo situaría
entre los 10º y 11º de Latitud Sur, y los 67º y
65º de Longitud Oeste; en la zona de la confluencia de los
ríos Beni, Amarumayo (Madre de Dios) y Mamoré,
sobre el arco que forma éste último en la zona, al
norte de la ciudad de Riberalta" .
Cuando regresamos al Cusco, tras doce largos días
de caminata y exploración, algo había cambiado
dentro de mí. Ya no era el escéptico de antes. La
selva y su imponente majestuosidad me habían hecho ver la
realidad histórica de una manera diferente. El
romántico sueño de las ciudades perdidas era
aún posible y las espesas selvas de la región
"tampú" podían albergar todavía restos de
ciudadelas no catalogadas. Toda la zona explorada, esa a la que
se llega remontando el cauce los ríos Vilcabamba y
Pampaconas, es una verdadera mina sin explotar. Son pocos los
yacimientos arqueológicos debidamente clasificados,
deforestados o convenientemente conservados, y muchas las
referencias que los lugareños hacen respecto de muros,
palacios y templos que ocasionalmente encuentran tapados por la
espesura, pero a los que luego pocos se animan a ir, y menos
aún denunciar. Como de manera muy acertada me dijera un
especialista norteamericano, destacado por la Universidad de
California en Cusco: "Si los historiadores y
arqueólogos europeos, que mueren por un simple
jarrón o plato de origen griego, supieran lo que se puede
encontrar en estos valles, cambiarían de especialidad.
¡Estamos hablando de ciudades enteras, y pocos saben o
creen en ello!".
Pero este provincialismo mental es entendible en muchos
intelectuales
de escritorio; especialmente en aquellos que jamás han
transpirado debajo del húmedo manto de la selva, ni han
conocido la inmensidad el escenario en el que se
desarrolló el capítulo final del drama
precolombino. Para muchos de ellos, que sólo han sido
entrenados para mantener sus narices pegadas al suelo (de
preferencia, bajo el suelo) o a la tinta oscura de los documentos
de una biblioteca, el
árbol les impide ver el bosque. Sentados en sus mullidos
sillones de burócratas y "académicos", raras veces
gastan energías en encontrar ciudades perdidas. No
sería científico, aducen. Y, por lo tanto, raras
veces son ellos quienes las encuentran. Aquellos que lo intentan,
o sólo piensan que es posible encontrarlas, son tildados
de "herejes", y reciben, como respuesta a esas inquietudes,
sarcásticas sonrisas de desaprobación. Lo que no
advierten es que el problema no son los herejes, sino los
mediocres.
Muchas ciudades perdidas esperan todavía ser
descubiertas, y el renovado ímpetu que la selva ha
despertado en muchos exploradores e investigadores nos
darán la razón en el futuro. Casi todos los meses
nuevos restos arqueológicos, antes no tenidos en cuenta,
nos obligan a re-escribir parte de la historia de este
continente. Quizás las ruinas del Paititi estén
aguardando a su Hiram Bingham para salir de las brumas en las que
ha estado durante
tanto tiempo. Y es probable que nos decepcionemos al verlas, ya
que advertiremos cuántas fantasías se han
depositado en ellas.
Lo cierto es que hoy ya no negamos la existencia de
lazos entre la sierra y la selva (incluso la costa) en el
Perú prehispánico. El hallazgo de cerámica costera en pleno corazón
del Amazonas nos induce a pensar que esos contactos no fueron
mitos, sino
una palpable realidad. También sabemos que los incas se
internaron mucho más "adentro" de lo que
suponíamos, y que es lógico pensar que levantaran
en esos territorios fortalezas y puestos de avanzada. La ciudad
de Vilcabamba "La Vieja", y las decenas de construcciones incas
erigidas en la selva tropical, constituyen una prueba objetiva
del alto grado de adaptabilidad que tuvieron los
cusqueños. Por otra parte, las enormes dificultades que
nosotros mismos experimentamos al ingresar en esa zona de
resistencia (precipicios, ríos impetuosos, calor
insoportable, insectos, denso follaje) nos han hecho dudar que la
última dinastía quechua rebelde haya terminado
efectivamente en 1572, al caer Vilcabamba en poder de los
españoles. Es muy probable que los incas residuales
(aquellos que lograron sobrevivir a la captura de Túpac
Amaru I) hayan podido huir y conservar hasta mediados del siglo
XVIII su aislado predominio de invictos, protegidos por la selva
y los desbordes de los ríos. Probablemente sus
descendientes se dispersaran entre las tribus selváticas,
tras varios siglos de convivencia.
Por
Fernando J. Soto Roland*
Profesor en Historia