"It's very nice to go
trav'lin'
to Paris, London, and
Rome
It's oh, so nice to go
trav'lin'
But it's so much nicer,
yes,
it's so much nicer to
come home".
(Sammy Cahn y James Van Heusen.
Grabada por Frank Sinatra en octubre de
1957.
Capitol Record).
"El camino es mi destino".
(Jorge "Coco" Quintanilla, jefe de
porteadores
de la Expedición Vilcabamba, julio / agosto de
1998).
¿Qué es viajar?
¿Qué acciones
quedan implicadas en dicho acto? ¿Qué valores e
ideas son las que se asocian al viaje?¿Qué es lo
que define a un viajero y cuáles son las diferencias que
lo distinguen de un explorador? ¿Qué
relación hay entre el viaje y el camino?
¿Cuáles son los rituales —ceremonias—
ligados indefectiblemente al viajar? ¿Quiénes
viajan y desde cuándo?
Éstas y otras cuestiones relacionadas son las que
trataremos de aclarar en el apartado siguiente.
En efecto, la cuestión del viaje va más
allá de una mera descripción de itinerarios, practicados por
personajes insignes. La lectura de
esos relatos es en verdad sabrosa, interesante y constructiva en
más de un aspecto, pero no es nuestro objetivo
reproducir largos fragmentos ya consagrados por la literatura, sino practicar
una aproximación al viaje como experiencia
antropológica e histórica desde un enfoque
diacrónico.
No es sencilla la síntesis.
De todas maneras nos arriesgaremos a ella, derivando
convenientemente al lector a que pueda ampliar el panorama con
los textos originales, de un modo más exhaustivo y amplio
(véase bibliografía general).
Como argumenta el filósofo español
Gustavo Bueno, todo viaje implica necesariamente un
camino. Es decir, una vía por la que el
viajero se dirija sin error a cierto lugar; y en la que recorre
un itinerario reglado, prefijado, seguro; sin que
exista, en primera instancia, riesgo alguno. En
este sentido estricto, viajar significaría
"re-correr", volver a andar
—"re-andar"—, un trayecto comprobado y
repetible, cumpliendo con una serie de conductas normadas
—"ceremonias"— que siempre incluyen una
despedida, el desplazamiento por el espacio
siguiendo caminos y la llegada a un sitio ajeno, con
gentes ajenas, que mucho dista de ser igual a la "Patria"
o punto de partida. Por último, y ya en la fase final de
la experiencia: el regreso; necesario para que el viaje
sea catalogado como tal.
Otra forma de periodizar al viaje sería
dividirlo en tres momentos sucesivos y perfectamente compatibles
con los arriba señalados.
Ellos son:
El antes (Etapa I): es el
tiempo
preparatorio. El tiempo de las ansiedades y los miedos. La etapa
en la que se canalizan todos los sueños, las aspiraciones
y proyectos.
También las fantasías. Es el instante de la
preocupación; de la
organización misma, con todos los inconvenientes que
ello implica y con todas las alegrías que también
se acumulan (mucha de ellas efímeras, pero
revitalizantes). Es el momento de las idas y venidas, de los
encuentros y desencuentros. De las lecturas previas, de la
burocracia y
el papeleo.
El durante (Etapa II): es,
paradójicamente, la etapa más y menos
intensa (comparada con las otras dos). En ella se acumulan
los inconvenientes concretos, objetivos, del
viaje. El hambre, el frío, el calor y la
humedad, los atrasos, la falta de higiene y las
desavenencias. La soledad. Es el momento del trabajo, de la
acumulación de datos y
sensaciones (que se almacenan con el propósito de
analizarlas más tarde). También constituye la fase
de los desengaños, de la realidad concreta, de los
relativismos. Es ahí cuando advertimos que lo
exótico siempre esconde por detrás a un hombre en
camiseta; y que lo que es extraño para uno es algo
cotidiano para otros. Durante el viaje surge el hastío.
Las horas de aburrimiento se acumulan, cuando antes jamás
se las había considerado o tenido en cuenta.
También la desesperanza hace acto de presencia por no
encontrar, muchas veces, lo que se buscaba. Aunque posee
también un lado positivo: es el momento de la sorpresa, de
la admiración, que —es obvio— nunca son
permanentes, sino esporádicas. Mientras el viaje se vive,
los sentidos
se agudizan y se capta lo bueno y lo malo, lo
lindo y lo feo, con gran intensidad. Durante el
viaje surgen los contactos, los amigos, los enemigos y
competidores. La información se absorbe como si el viajero
fuera una esponja y, sólo más tarde, será
ordenada tomando un sentido lógico.
El después (Etapa III):
Constituye el momento más agradable, satisfactorio e
intenso. Quizás sea la etapa menos objetiva, especialmente
si se la compara con la segunda. Representa el instante de la
idealización. En esta etapa, todas las experiencias
objetivamente adquiridas se literalizan, se vuelven
texto. Los
malos momentos quedan romantizados y los inconvenientes y
peligros empiezan a ser llamados aventuras. Los
inconvenientes se satirizan y la información recopilada
empieza lentamente a organizarse bajo padrones muy particulares.
Es como viajar de nuevo, pero sin sufrir en carne propia la
pesadez del viaje real. Es el momento de las comparaciones, de la
puesta a punto de los datos que se pudieron juntar. Al mismo
tiempo, aparece la añoranza y —casi siempre—
se termina por darle nuevo sentido a gestos, dichos y actitudes que,
en su momento, fueron pasados inadvertidos. Es un viaje
puramente intelectual. Un viaje con la mente. Un tour
por los recuerdos. En ellos se hacen bien claros los contrastes
entre el viajero y el intelectual de escritorio. Entre la
experiencia y teoría.
Entre el
conocimiento libresco y reconocimiento in situ de los
lugares. Si alguna de esas dos facetas falta se corre el peligro
de caer en el rol de viajero ignorante —aparentemente
autosuficiente— o de un ratón de biblioteca, sin
contacto con la realidad. ¿Cómo se puede entender y
apreciar una simple piedra si no se conocen las bases mismas de
la cultura que la
erigió? ¿Cómo se puede comprender el sentido
simbólico de una ciudad sagrada, el de un terraplén
o escultura mítica si no se ha buceado antes en la
historia
escrita?.
Se viaja por caminos; es decir, por rutas que otros
conocieron previamente y que siempre llevan a un lugar definido
de antemano. Por lo tanto, la idea del viaje se relaciona
—en decenas de metáforas— con la confianza, la
seguridad y, en
última instancia, la esperanza; ya que, al ser una ruta
normada, se evita la desorientación y la pérdida
del rumbo, impidiendo que el viajero se "salga del mapa",
olvide su norte y, eventualmente, se extravíe para
siempre. Esta es la razón por la cual, otro instrumento
indispensable para definir al viaje sea el mapa. Sin ellos
el primero no existe, y viceversa. Si hay mapas, hay
viaje. Caso contrario, entraríamos en otra
categoría, la de la exploración; de la que
diremos unas palabras más adelante.
Efectivamente, el mapa es el que le da al hombre,
devenido en viajero, un itinerario determinado y determinable.
Marca el
camino y ejerce sobre el espacio que se recorre —y
conoce— un control
tranquilizador; asegurando el destino y facilitando el regreso a
casa. Este último aspecto es importante que lo retengamos:
el viajero tiene garantizado su regreso, más allá
de las contingencias menores que pueda sufrir en el camino. Del
mismo modo que no hay viaje fuera de caminos, tampoco hay viaje
sin retorno.
El viaje es un tour —una vuelta—; un
momento circular en la vida que lleva a que un sujeto deje su
lugar de residencia, se mezcle y relacione con otros, y vuelva al
punto de partida; generalmente con su identidad
más firme y nuevas dudas, planteos o modos de "ver el
mundo".
De lo antedicho se desprende que, para ser viajero, hay
que tener una residencia fija. Por tanto, el viaje nace con el
sedentarismo, no antes.
El nómada —por definición— no
viaja porque no tiene a dónde retornar. Como tampoco
viajan los animales, que se
desplazan siguiendo imperativos biológicos y careciendo
del otro componente propio del hombre viajero (Homo
Viator): su libertad. Él no está
obligado a emprender un periplo. Opta; y al hacerlo elige no
solamente la partida, sino el camino o los caminos consagrados
para llegar a destino. La oferta de
vías es fundamental en la actualización del libre
albedrío propio del ser humano.
Esta es la razón por la que un exiliado
político —o económico— no es viajero.
Como tampoco lo es un emigrante que parte en grupo. En el
primero de los casos, el traslado es el resultado de una presión
externa que limita la libertad a
quedarse. En el segundo ejemplo, el status del viajero se
desvanece por otro motivo: nadie permanece en la Patria en
su espera, o de su relato.
Hay infinidad de ejemplos con los que ilustrar
qué es un viaje; pero en nuestra cultura occidental el
prestigio de los orígenes nos lleva regularmente al
mundo clásico, en la creencia —quizás
esnob— de que cualquier cita griega o romana le
otorga a la argumentación cierto peso o
calidad académica. Como no es nuestro caso querer
romper con la tradición, nos referiremos al texto
clásico por antonomasia, La Odisea, escrita por
Homero en el
siglo VIII a.C. y que se constituyó en modelo
involuntario de todos los demás relatos de viajes,
escritos y publicados mil años más tarde, en el
siglo XVIII (el Siglo de los Viajes).
François Hartog inicia su excelente trabajo
enumerando los muchos ejemplos en el que el nombre Ulises
—héroe de La Odisea—
es utilizado en propagandas turísticas, empresas de
viajes e incluso satélites
artificiales lanzados al espacio exterior. Es que ese nombre
—Ulises u Odiseo— encarna al más famoso de los
viajeros de la Grecia
arcaica; al Polyplanés, el trotamundos por
excelencia, y arquetipo de otros viajeros reales (no imaginario
como él mismo), tales como Pitágoras, Hecateo de
Mileto, Solón o Heródoto.
El personaje de Homero se mueve por el deseo propio del
que realmente viaja: regresar a casa. En toda La Odisea el
tema del retorno es constante. La memoria de
Ulises está centrada en los recuerdos de su patria
(Ítaca) y en el anhelo de volver para reencontrase con los
suyos; completando así un periplo que, en su caso, durara
diez años. Un viaje nutrido de contingencias a lo largo de
todo un camino que podríamos definir como
iniciático.
Pero como todo viajero, Ulises se movió por
tierras previamente habitadas, con hombres ya distribuidos, con
sociedades
dispuestas a recibirlo y sorprenderlo. Esta presencia previa de
otros seres humanos en los territorios recorridos, también
hace a la esencia del viaje. Por ello, y como sentencia Gustavo
Bueno, "el viaje como institución es una
fenómeno tardío" en Europa y Asia, ya que
recién podemos definirlo como tal a partir de la presencia
humana en distintos lugares. Si nos remontamos a la
arqueología, deberíamos decir que , como especie,
viajamos sólo desde hace unos 60.000 años, cuando
el desplazamiento de una sociedad a
otra fue posible.
Si nos trasladamos a América
la situación cambia y el margen cronológico se
achica un tanto.
Nuestro continente se pobló con Homo Sapiens hace
como máximo unos 40.000 años. Aquellos primeros
inmigrantes —cazadores nómadas especializados
entrados por el estrecho de Bering— no fueron viajeros,
entre otras razones porque América estaba deshabitada de
hombres. Esa desertización humana los volvió
más exploradores que viajeros. Aunque, si los datos que da
el C-14 —método
arqueológico de datación de objetos— son
ciertos, y las sucesivas entradas al Nuevo Mundo se practicaron
efectivamente hace 20.000 y 10.000 años, estos
últimos cazadores fueron los primeros en practicar lo
más parecido a lo que nosotros definimos como viaje;
aunque sin el regreso tampoco podríamos definirlos como
viajeros. Recién cuando se sedentarizaron y vivieron en
ciudades, entablando contactos recíprocos de un pueblo a
otro —y volviendo al propio— se convirtieron en
viajeros en el pleno sentido del término; entre otras
cosas por seguir y conocer direcciones pretrazadas.
Con los viajes y las exploraciones (como veremos
más adelante), Occidente construyó su identidad. El
contraste, la comparación, las diferencias producto del
encuentro —o choque— con los Otros, definieron
mejor los propios límites de
la cultura europea; y, desde el instante mismo en que el viajero
fijó las fronteras entre "Nosotros" y
"Ellos", él mismo se convirtió —sin
saberlo— en un verdugo o libretista de futuros
verdugos.
Su fervor por lo propio inauguró un camino que
condujo —en no escasas ocasiones— a verdaderas
carnicerías etnocéntricas, actos sanguinarios, que
se justificaron en nombre del Progreso, la
Razón, Dios, o una determinada
concepción de la vida vista como única y
verdadera (lo que actualmente, y dado el ímpetu del
imperialismo
yanqui en el mundo, se denomina "American Way of
life").
Tolerantes e intolerantes, la pureza intelectual y
confesional que el viajero creía poseer fue la responsable
del terror, la tortura y la muerte que
detectamos a lo largo de los caminos y senderos de su historia.
Porque, por más piadosos que hayan sido, en el fondo de
todos los viajeros se advierte —explícita e
implícitamente— un racismo
caritativo, que devenía en paternalismo, especialmente
fuera de Europa.
Incorruptible, el viajero occidental mató,
conquistó, controló y se dejó matar guiado
por un fanatismo ideológico y religioso del que muchos no
eran concientes. Creyéndose mártires o benefactores
de toda esa Otra humanidad, fueron los Profetas
intransigentes —los Moisés— de un discurso
universal que, a fuerza de
oírlo una y otra vez, lo creemos
"natural".
Convertido en discurso, el viaje construyó una
imagen del
universo
muchas veces estereotipada y simplista, que conllevaba un
cúmulo de deseos y quimeras que contrastaban con las
crudas realidades de un mundo injusto, violento, intolerante,
estúpido y hasta criminal.
"¡Saber amargo, aquel que se aprende del
viaje!", escribe Baudelaire en su poema Le Voyage
(El Viaje). Un saber que nos devuelve nuestra propia
imagen como especie, a modo de espejo inmisericorde
—sincero— que refleja las cosas que hemos
hecho y que no queremos ver; y las grandezas que muchas veces
olvidamos.
Pero el viajero también inventa y reinventa los
lugares que otros recorrieron previamente,
redescubriéndolos con nuevos ojos. En realidad, el
viajero "nos hace ver nuestra propia imagen" (Baudelaire)
con cada paso que da, con cada observación y opinión que nos
brinda. Las huellas que dejan, profundas y perennes, no son
más que la improntas de su propia cultura.
Al respecto, un texto de Goethe puede resultarnos
ilustrativo:
"1º de noviembre de 1786. Llego a Roma.
No he tenido ningún pensamiento
enteramente nuevo, no he hallado nada enteramente extraño,
pero esas cosas viejas se han vuelto tan vívidas, tan
coherentes, que bien podrían pasar por
nuevas(…)".
Viajero es el que ha visto, dice F. Hartog. Y
sabe —conoce— porque ha visto por sí
mismo. Ver y saber se convierten en la misma
cosa, especialmente en los viajeros positivistas de los siglos
XVIII y XIX. Tal como aconsejaba Aristóteles, éstos preferían
la vista a cualquiera de los otros sentidos ya que por ella era
más sencillo conocer y descubrir las diferencias que tanto
les intrigaban.
Todo viaje reclama del ojo.
Todo viaje convierte a quien lo practica en un
hombre-frontera, en un hombre-memoria, que hace las
veces de intermediario, pasador y traductor de todo lo que ve. Al
mismo tiempo que corrige, invalida, completa y confirma, a partir
de sus propios parámetros culturales.
El viajero ve y se hace ver,
transformándose en modelo de todo y de todos. Y pasado el
tiempo, si es un gran trotamundos —como decía
Disraelí— terminará recordando más
cosas de las que efectivamente vio y olvidando detalles de los
que sí fue testigo.
"¡Ah, qué
grande es el mundo a la luz de la
lámparas!
¡Y a los ojos
del recuerdo, qué pequeño es el
mundo!"
(Baudelaire).
El viaje, las miradas, la memoria. Todo
queda imbricado. De ahí la importancia de poner las
experiencias y vivencias por escrito. Si como se dice, todo viaje
se realiza para ser relato, quien no deja testimonio del suyo no
es un viajero completo. La hoja de papel, la pluma, se
transforman en sus aliados ideales, necesarios, imprescindibles.
Las fatigas, la ausencia de rutinas y lo cambiante de las
situaciones que se aglomeran horas tras horas, días tras
días, suelen derivar en olvidos, fatales al momento del
relato organizado. De ahí la necesidad del acto más
consustanciado que arrastra el viaje: el de la escritura.
El viajero —también el explorador—
escribe para la difusión del conocimiento,
para sus contemporáneos y sus colega, para sus gobiernos e
intereses nacionales; pero al mismo tiempo para su propia
celebridad. Todos poseyeron una dosis de narcisismo muy propia de
los escritores. Por lo tanto, aquel que viaja y escribe es
doblemente narcisista, al convertirse él mismo en el
héroe de su propio relato.
Y no es del todo descabellado que el viajar haya
producido en muchos un cierto sentimiento de superioridad
respecto de los demás. Todo viaje transforma y el regreso,
que no es otra cosa que la vuelta a la realidad desde otro mundo,
genera muchas veces una incomprensión manifiesta que
impide que comunique todas sus experiencias a un conglomerado de
gentes tamizadas por la mediocridad de lo cotidiano.
Nadie mejor que Joseph Conrad
para testimoniar lo dicho:
"Me encontré de regreso (de la
selva) en la ciudad sepulcral donde me molestaba la vista de la
gente apresurándose por las calles para sacarse un poco de
dinero unos a
otros, para devorar sus infames alimentos, para
tragar su insalubre cerveza, para
soñar sus insignificantes y estúpidos
sueños. Se entrometían en mis pensamientos. Eran
intrusos cuyo conocimiento de la vida era para mí una
irritante pretensión, porque yo estaba seguro de que era
imposible que supieran las cosas que yo sabía. Su conducta, que era
simplemente la conducta de individuos vulgares ocupándose
de sus negocios con
la certeza de una perfecta seguridad, era ofensiva para
mí, como ultrajantes ostentaciones de insensatez ante un
peligro que es incapaz de comprender. No tenía
ningún deseo especial de ilustrarles, pero me resultaba
bastante difícil contenerme y no reírme en sus
caras, tan llenas de estúpida importancia".
"Guíanos por la
senda recta,
por la senda de quienes
obtienen
tu
benevolencia,
no por la de quienes
son objeto
de tu cólera
y se extraviaron."
"Oración de los
viajeros"
Sura Fatha del Libro del
Profeta
"Allí, donde terminan los
caminos y rastros aislados;
donde la palabra muere para dar
cabida al susurro misterioso
de las selvas y tierras
vírgenes; donde todos los horizontes
se esfuman, sin saber nadie por
qué ni cómo, allí están
los
límites del país en que
tan bien me encuentro.
Se llama La
Aventura".
Tibor Sekelj, Por Tierra de
Indios, 1967
Antes de los viajeros estuvieron los exploradores; y
antes del camino, el sendero.
En muchas formas, el explorador es la contracara del
viajero, tal como lo hemos definido en las páginas
anteriores. Quien explora evita, voluntaria e involuntariamente,
la seguridad determinada por los caminos ya que es él
quien los inaugura, hollando terrenos no reconocidos, visitando
tierras vírgenes o atravesando zonas olvidadas por mucho
tiempo. El explorador, un ser transido por cierta dosis de
locura, es un profesional del riesgo. De hecho, lo busca
lanzándose hacia lo desconocido, revelando "tierras
incógnitas", perdiendo dos elemento claves, propios del
viajero: la seguridad, que se encuentra al seguir itinerarios
conocidos; y la certeza del regreso a casa, por más
que lo desee intensamente.
Los exploradores abren rutas; descubren, rompen
con los rumbos normales en busca de la contingencia, del peligro
y de los "lances extraños". Como "contrafigura
del viajero", según indica Gustavo Bueno, conjuran la
previsión y alientan con cada paso a la incertidumbre, al
accidente, al miedo. Es un personaje que disfruta de la soledad y
del aislamiento; anhelando tierras y mares nuevos, "nunca
vistos"; impulsado por "el deseo de respirar una llama nueva,
recién encendida". Su objeto último
parecería ser romper con la rutina y con todo marco de
referencia para crear los suyos propios. Se alimenta —y
alimenta a otros— con situaciones no corrientes, mostrando
la alteridad y, latiendo lejos de las multitudes, se identifica
con la naturaleza; a
la que admira, respeta y controla.
El explorador tiene algo de nómada; y, como tal,
encarna al aventurero por excelencia, abriendo su mirada y su
cuerpo a un futuro ambiguo, azaroso, en el que todo puede
suceder. Como aventurero, es el protagonista de vivencias
inusitadas y un sibarita de los tiempos intensos que genera la
propia inseguridad.
El temor y el deseo —en una extraña pulsión
de muerte—
se combinan generando una atracción difícil de
explicar en la que se unen, por una parte, la voluntad por
superar la incertidumbre y los problemas; y
por la otra, la comprobación empírica de su propia
suerte, de su buena fortuna. El explorador-aventurero tiene mucho
de egocéntrico y personifica como nadie ese optimismo del
que habla E.M. Cioran cuando escribe: "Si uno no creyese en su
buena estrella, no se podría efectuar el menor acto sin
esfuerzo: beber un vaso de agua
parecería una empresa
gigantesca e incluso insensata".
La muerte es su eterna compañera. Lo sigue de
cerca, le pisa los talones. Lo conecta con ese espíritu
romántico —no desaparecido del todo— que
establece que "sólo hay aventura cuando existe una
dosis posible de muerte".
Ser viajero y explorador pueden resultar roles
alternativos y no necesariamente excluyentes. Es posible
emprender un itinerario como viajero y terminarlo como
explorador.
Cuando el "mapa se agota", el "camino" se
transforma en sendero y hay que abrirse paso a fuerza de machete
—o tantear la ruta menos peligrosa— es cuando se
produce la sutil metamorfosis.
Hace poco más de cien años ese cambio de
roles era mucho más frecuente que hoy en día;
especialmente en ciertas regiones del planeta —selvas,
desiertos, montañas— que permanecían
inexploradas para el hombre
occidental. Por entonces, el mundo era todavía algo
inacabado, con bolsones de tierras vírgenes e islas
a las que se proyectaban sueños, ambiciones e imaginarios
proyectos de descubrimiento o grandeza personal y
nacional. Claro que detrás de una visión como esa
se escondía —y esconde— un pesado
etnocentrismo de origen europeo que, ocasiones no escasas,
veía al mundo como una espacio vacío; por
más que la realidad histórica demostrara que no lo
era. Por esa razón, la etiqueta de "explorador",
que muchos famosos y audaces europeos se dieron a sí
mismos, no revelaba más que un explícito
sentimiento de superioridad imperialista; detectable no
sólo entre los primeros conquistadores del siglo XVI, sino
también entre los trotamundos y científicos de los
siglos XVIII y XIX.
No cabe duda que exploradores y aventureros tienen una
estrecha relación con la expansión capitalista,
propia del imperialismo. Y por más que sea la
poética ruptura de la monotonía cotidiana lo que
nos revelan muchas de las líneas escritas por ellos, nunca
hubo inocencia en sus periplos por el mundo. Incluso en la
literatura de divulgación —en la
novela—, la aventura fue controlada por la potencia
dominante de turno. En primera instancia por Inglaterra; hoy
por los Estados Unidos,
que por tradición y poderío
económico puede darse el lujo de tener el planeta por
escenario. Es sintomático que la aventura, como género
literario, no haya prosperado en América
Latina. No es errado, por tanto, concluir con Germán
Cáceres que "lo que glorifica a un explorador es que
antecede siempre a una intervención militar" . Rudyard
Kipling, Rider Haggard, Conan Doyle, son excelentes ejemplos
entre los muchos escritores que exaltaron la existencia de
lugares vírgenes dispuestos a recibir exploradores
intrépidos y, posteriormente, interesados viajeros. La
aventura ha estado
fuertemente conectada con actitudes de poder internacional y su
mirada europea partió de un imaginario que
convertía al resto del mundo en algo
deshabitado.
"Entre más nebuloso y vago es
el territorio por conquistar y conocer, más es el interés
popular que impulsa la aventura. La imaginación se
convierte en fuerza que mueve a los gobiernos; la religión se hace
misionera. Los diferentes sectores se enfrentan luchando por
dominar lo desconocido y la ciencia se
hace instrumento de la ambición política"
.
La aventura reclama exploradores, no viajeros; y fue
instituida por el imperialismo y el capitalismo
para justificar las excursiones fuera de sus confines.
No hay muchos trabajos de investigación sobre "la aventura".
Considerada un género menor en literatura ("libros
de kioscos"), arrastra en Historia un prejuicio muy
parecido, al punto de considerársela una variable de
análisis insuficientemente digna. Explicar
un proceso
expansivo como el de Occidente partiendo de ella no es del todo
serio; pero tampoco lo es desecharla de antemano, o agregarla a
pie de página como si fuera una mera nota de color. El
espíritu de aventura ha intervenido en los acontecimientos
de un modo mucho más persistente del que generalmente
creemos y puede ser visto como el síntoma de una
época o la manifestación particular de una
determinada escala de
valores. Por ese motivo, los trabajos de Georg Simmel
(1858-1918), Vladimir Jankélévitch (1903-1963),
Gustavo Bueno y Mijail Malishew representan importantes hitos al
momento de encarar un análisis fenomenológico de la
aventura.
Como práctica, actitud o
sentimiento, siempre presente en el hombre, la aventura —y
todo lo que ella implica— es una de las tantas notas que
nos separan del resto de los animales y que nos acerca a un mundo
interior plagado de sueños, emociones,
libertad e individualismo que sólo es posible detectar en
nuestra especie.
Según algunos, la aventura suele presentarse en
determinados y muy precisos momentos de la vida. Durante la
infancia y la
juventud es
convocada a menudo; para adormecerse y desaparecer durante la
adultez, que es cuando la responsabilidad (lo serio) se impone e
impone reglas al espíritu aventurero,
desnaturalizándolo y confinándolo al terreno de la
inmadurez y la audacia. En ese momento, la palabra
aventurero pasa de ser sujeto a ser adjetivo,
cargándose de aspectos negativos y representando a
personas calificadas como "insanas", "inmaduras",
"bohemias", "ingenuas", "amorales" o,
directamente, "despreciables radicales, alteradores del
orden".
Temerario, irresponsable, el aventurero sería
—desde un ángulo desencantado y poco
romántico— aquel que desconoce por completo las
consecuencias de sus actos, apartándose de las
regularidades que brinda la cotidianeidad. Aún así,
la aventura sigue siendo atractiva y legitimando la vida de
muchos (en los que me incluyo). De otro modo no se
entendería porqué miles de personas pagan
actualmente fortunas por vivir experiencias "extremas" en
ríos y montañas virtuales de Disneylandia o
adscribiéndose a paquetes turísticos que prometen
una dosis domesticada y edulcorada de adrenalina en sierras,
ríos y mares.
Pero no éste el tipo de aventuras, desabridas,
artificiales y sin peligro real alguno, a las que nos estamos
refiriendo. Lejos de las pantallas del cine y
la
televisión, en las que la mayoría disfruta de
riesgos
perfectamente controlados o ausente, está la aventura
real; aquella que se practica y vivencia "sin red" y que,
a simple vista, pareciera ser patrimonio de
una época ya ida. Un tiempo en el que había mucho
por hacer.
Hoy, en un mundo aparentemente explorado y explicado, es
mucho más sencillo convocar al exotismo y al peligro
—en parte falso— con una cámara digital,
editando emociones que pocas veces se viven
espontáneamente y desechando el aporte científico
que la aventura tenía en un pasado no muy
remoto.
"Las regiones desconocidas de
la Tierra; los
paisajes aún no pisados; las nuevas posibilidades de ser;
los nuevos prodigios de la naturaleza" —decía el
famosos explorador Ladislaus Almásy en 1934—, son
vistos ahora con cierta nostalgia. Mientras se cierra cada vez
más el cerco en torno a las
regiones desconocidas (…), mientras las posibilidades de
explorar nuevos parajes se reducen progresivamente, parece como
si la reputación del trabajo científico palideciera
frente a la actitud moderna de nuestro tiempo. Ya no cuenta el
resultado alcanzado, sino el récord; la meta no es ya
el conocimiento, sino lo sensacional. Los exploradores del Polo,
los escaladores de las más altas cimas, los conquistadores
de los más profundos océanos, los descubridores de
las selvas y los desiertos luchan entre sí, compitiendo y
superándose ¡para ser los primeros!. Los antiguos,
los verdaderos pioneros, se apartaron con razón de
aquellos que sólo ven el éxito
en la precedencia y sólo buscan la satisfacción en
lo sensacional".
Claro que también la vida puede ser vista como
una apasionante aventura. Ella contiene todos los elementos
analizados antes, pero lo olvidamos. La rutina y el miedo
—negación— a la muerte nos "sacan de foco",
componiendo una pseudo-seguridad sobre la que desplegamos
nuestros proyectos individuales (incluso los más nimios,
como sería ir a la plaza dentro de una hora) olvidando que
a cada paso —como en los senderos— el peligro a
perderlo todo está presente. De hecho todos estamos
potencialmente muertos.
Negada, criticada, deseada, temida, añorada o
buscada, la aventura siempre se manifiesta de diferente modo y
según el contexto histórico o el espíritu de
quienes la viven.
Gustavo Bueno es quien —en nuestra
opinión— mejor la ha desmenuzado, logrando crear un
criterio de clasificación, que es el que deseamos ampliar
a continuación.
Por tierra, mar y aire, la aventura
es posible; hallándose ciertas normas —muy
utilizadas en el cine— que nos permiten enmarcar al "acto
aventurero".
En primer término está el lugar de la
acción. Éste debe tener siempre —y desde
una perspectiva, en nuestro caso europeo occidental—
elementos insólitos, pintorescos y, por supuesto,
peligrosos. Decenas de exploradores al momento de escribir sus
experiencias recurrieron a estos tópicos para captar la
atención y admiración de sus
lectores y patrocinadores. Y, cuando lo insólito, lo
pintoresco y riesgoso no existían, llegaron a inventarlos
o a tergiversar la realidad y el curso de las peripecias
vividas.
El segundo elemento importante es el motivo por el
que se está en ese sitio. Generalmente, siempre se
busca algo o a alguien; y es en esa búsqueda en donde se
patentizan los valores y
sentimientos "elevados" del
protagonista-aventurero-explorador; convertido en
héroe e insigne representante de su propia
cultura.
En tercer término, en toda aventura lo que
cuentan son los actos, devenidos en hazañas
físicas y/o intelectuales.
Partiendo de este contexto, podemos distinguir, con a G.
Bueno, dos tipos de aventuras (y de aventureros): las de
itinerario y las de suceso.
La aventura de itinerario es una "aventura sin
viaje". Un trasladarse por zonas desconocidas; un andar por
senderos vírgenes descubriendo aquello que nadie antes ha
visto. En este tipo de aventuras el protagonista es el explorador
por antonomasia; el que recurre a itinerarios insólitos y
carga en su mochila la incertidumbre de lo desconocido y el
aciago sentimiento que nace de lo imprevisto. El "aventurero
de itinerario" rompe voluntariamente con lo cotidiano y sabe
encontrar el sabor que poseen las incomodidades y los problemas,
enfrentando al eventual drama con las venas henchidas de
adrenalina, renegando de la seguridad. Para él no hay
guías impresas, ni caminos y, si surgieran, los
evitará, indagando senderos nuevos; explorando aquello que
falta por recorrer. Porque explorar es lanzarse a la empresa de
conocer lugares ignorados y supone desplegar un "arsenal" de
medios
materiales,
intenciones y perseverancia de los que un viajero puede
prescindir.
La aventura de itinerario nos muestra a un
hombre curioso por lo ignoto, dispuesto a cambiar —o hacer
cambiar— el modo de ver el mundo. Es búsqueda, pero
también es evasión. Es curiosidad y ansias de
dominio;
porque el explorador se ve a sí mismo como un domesticador
de regiones. Sus cualidades —auto-exaltadas— son,
según Hubert Deschamps,
"la robustez física, la incansable
curiosidad, el ingenio para resolver situaciones siempre
cambiantes, el sentido común, la seriedad, el don de
gentes, la autoridad
(…) y sobre todo, una extraordinaria paciencia".
Al no seguir caminos, el aventurero de itinerario
se sale de la geografía
cartografiada. Suele tomar sus deseos por realidades y la
convicción emerge con anterioridad a la experiencia; de
ahí que el invento y la mentira no dejen de estar ausentes
en sus escritos. Por otro lado, no figurar en los mapas es
sinónimo de caos y desorden. Salirse de ellos implica
ingresar en lugares en los que todos los paradigmas
corren el riesgo de ser superados o relativizados. Y si el
escenario es caótico, los seres que lo habitan suelen
también representar lo mismo. Las aventuras y los
monstruos hacen una buena dupla.
Alejamiento e inaccesibilidad; alteridad y distancia.
Todo se combina para generar esa curiosidad motora que lleva
siempre a buscar aquello que se recorta difuso detrás de
las fronteras y alimenta el impulso por el descubrimiento, que no
es otra cosa que un acto de creación; un poner orden sobre
un caos previo. Nace así, en la aventura de itinerario, la
necesidad de resemantizar el mundo; de volver a bautizarlo,
mostrando el inmenso poder de las palabras sobre las
cosas.
Cada incursión en "lo desconocido" se
convierte en un potencial trampolín a la fama (o a la
tumba). Cada "entrada" en un territorio inexplorado
alimenta el latente deseo de trascender, de quedar inmortalizado
en el registro
científico de algún museo o descubrir el propio
apellido en una cadena montañosa.
Aun si el explorador tiene la desgracia de desaparecer,
de perderse en ese mundo sin caminos, de sus penalidades y
sufrimientos se tejerán rumores y leyendas que
terminaran convirtiéndolo en un
héroe/martir; impulsando a otros a seguir sus
pasos. De ese modo, aquel que buscaba lo exótico, al
desaparecer, se vuelve, él mismo, en objeto exótico
de otros. Extraño incentivo de la curiosidad que nace del
dolor.
Aventuras y aventureros de suceso. Dentro de esta
categoría están los típicos "viajes con
aventuras"; es decir, las experiencias que atesoran
sólo aquellos que siguen caminos y no recurren a
itinerarios insólitos, adscribiendo sus huellas a
territorios previamente recorridos. En estos casos, ya no
hablamos de exploradores, sino de viajeros que se nutren de
ciertas contingencias y amenazas que se les cruzan por la ruta y
dramatizan la experiencia del viaje.
Por definición tranquilo y con escasos sorpresas,
el viaje necesita de ciertos condimentos para volverse
exótico; y no fueron pocos los viajeros que aderezaron los
suyos con exageraciones y/u omisiones para difundir sucesos
extraordinarios a lo largo de las rutas. Sería como forzar
la aparición de la aventura, convocándola y
controlándola al mismo tiempo; teniendo al camino
como"salvavidas" protector y operando como red de
seguridad. Este es un beneficio del que el explorador
careció la mayor parte de las veces..
"Un viaje antes de empezar es una potencialidad
infinita, pues todo puede pasar dentro de él. Cuando pongo
las llaves en la cerradura, porque estoy volviendo, acepto que no
han pasado tantas cosas y que tendré que romperme la
cabeza para contarlo de forma tal que parezca que sí. Es
el momento de la aceptación de que todas esas ilusiones
son piadosos engaños con las que uno se sigue manteniendo
mas o menos vivo".
( Martín Caparrós, escritor y periodista
argentino.)
Una nota aparte creo que se merece un tercer
personaje: el del vagabundo.
El vagabundo es el nómada de nuestras culturas
urbanizadas. Es aquel que "vaga" de un lugar a otro sin tener un
destino prefijado. Un "no sometido" a los principales dictados de
la sociedad; un paria mal visto y sospechado, por el solo hecho
de no estar dentro de la estructura del
Estado y, mayormente, fuera de los controles de
éste.
El vagabundo es la contrafigura tanto del viajero como
del explorador; y, aunque éstos por momentos pueden
dedicar parte del tiempo al "vagabundeo", no es lo mismo que
permanecer —solidificarse— en esa
categoría "tiempo completo". Él representa lo
marginal, lo que está más allá de toda norma
y por eso es indeseable y potencialmente visto como
peligroso.
Desclasado —por, o en contra, de su propia
voluntad—; apartado del "sistema" y al
margen de toda convención, el vagabundo —en mucha
mayor medida que el explorador— es enjuiciado por su
excesiva libertad, por su voluntad sin restricciones y
representar la vida sin límites, propia de un
inadaptado.
Sin residencia fija, este moderno nómada queda
asociado al cazador prehistórico, con todo lo que esa
imagen implica de "salvaje" y "primitivo". Es nuestro espejo al
pasado y la proyección a un futuro no bien esperado por
muchos.
Sinónimo de "vago", "pordiosero", "mal
entretenido", el vagabundo personifica la antítesis del
hombre productivo y eficiente del discurso marcketinero de
nuestros días. Un diletante que, sin armas, enfrenta a
la cultura del trabajo —inaugurada con la revolución
industrial—,no respetando horarios, no
esclavizándose al reloj, ni sometiéndose a las
fronteras y límites políticos y morales de las
sociedades que lo acogen. Niega, justamente, los valores
éstas: sacrificio, responsabilidad, trabajo, familia, higiene,
consumismo, ambición y sedentarismo. Y, aunque a veces es
auxiliado, muy pocas —ninguna— es incorporado. Por
otra parte, puede que rechace el auxilio que se le ofrece para
evitar ser parte de nada, sino de sí mismo.
El vagabundo actualiza una libertad anárquica,
sin límites, que atrae y repele al mismo tiempo. Pone en
duda —¡Oh, hereje!— las cadenas que las
sociedades se han fabricado a ellas mismas, denunciando la
esclavitud
voluntaria a la que nos sometemos para ser "ciudadanos
útiles" a la comunidad.
Ajeno al universo oficial que obliga a tener un
"puesto", un sello, un título, el vagabundo no se somete
al cursus honorum que nos lleva a ser "alguien". Por el
contrario, sabe perfectamente qué es y qué no. No
necesita que otro le diga o explique su esencia. Rehuye de la
"imposición de manos" de las instituciones.
No se enfeuda a nada ni a nadie y puede proclamar libremente que
no desea, o desea sólo lo necesario.
¡Imperdonable! ¡Anormal!
¡Bárbaro!… ¡Rebelde!
En un mundo que desprecia y lo desprecia, el
vagabundo sólo encuentra en su movimiento
perpetuo su razón y su arma defensiva más poderosa.
Trashumante crítico de lo que ve, se deja ver con cierto
cinismo, siguiendo una veces caminos, abriendo otras senderos
hacia la nada.
En sociedades que coartan el porvenir, el vagabundo
dramatiza como pocos el karpe diem —"Vive el
día"—, con todo lo bueno y malo que ello
significa.
FJSR
Enero 2005
Extracto del libro
del autor: "Viajeros y Exploradores. Un acercamiento
histórico"®
Por
Fernando jorge Soto Roland
Profesor Universitario en Historia
Director de la Expedición Vilcabamba
1998