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Viajeros y Exploradores. Un acercamiento histórico



    1. Viajeros

    Viajeros

    "It's very nice to go
    trav'lin'

    to Paris, London, and
    Rome

    It's oh, so nice to go
    trav'lin'

    But it's so much nicer,
    yes,

    it's so much nicer to
    come home".

    (Sammy Cahn y James Van Heusen.

    Grabada por Frank Sinatra en octubre de
    1957.

    Capitol Record).

    "El camino es mi destino".

    (Jorge "Coco" Quintanilla, jefe de
    porteadores

    de la Expedición Vilcabamba, julio / agosto de
    1998).

    ¿Qué es viajar?
    ¿Qué acciones
    quedan implicadas en dicho acto? ¿Qué valores e
    ideas son las que se asocian al viaje?¿Qué es lo
    que define a un viajero y cuáles son las diferencias que
    lo distinguen de un explorador? ¿Qué
    relación hay entre el viaje y el camino?
    ¿Cuáles son los rituales —ceremonias—
    ligados indefectiblemente al viajar? ¿Quiénes
    viajan y desde cuándo?

    Éstas y otras cuestiones relacionadas son las que
    trataremos de aclarar en el apartado siguiente.

    En efecto, la cuestión del viaje va más
    allá de una mera descripción de itinerarios, practicados por
    personajes insignes. La lectura de
    esos relatos es en verdad sabrosa, interesante y constructiva en
    más de un aspecto, pero no es nuestro objetivo
    reproducir largos fragmentos ya consagrados por la literatura, sino practicar
    una aproximación al viaje como experiencia
    antropológica e histórica desde un enfoque
    diacrónico.

    No es sencilla la síntesis.
    De todas maneras nos arriesgaremos a ella, derivando
    convenientemente al lector a que pueda ampliar el panorama con
    los textos originales, de un modo más exhaustivo y amplio
    (véase bibliografía general).

    Como argumenta el filósofo español
    Gustavo Bueno, todo viaje implica necesariamente un
    camino. Es decir, una vía por la que el
    viajero se dirija sin error a cierto lugar; y en la que recorre
    un itinerario reglado, prefijado, seguro; sin que
    exista, en primera instancia, riesgo alguno. En
    este sentido estricto, viajar significaría
    "re-correr", volver a andar
    —"re-andar"—, un trayecto comprobado y
    repetible, cumpliendo con una serie de conductas normadas
    —"ceremonias"— que siempre incluyen una
    despedida, el desplazamiento por el espacio
    siguiendo caminos y la llegada a un sitio ajeno, con
    gentes ajenas, que mucho dista de ser igual a la "Patria"
    o punto de partida. Por último, y ya en la fase final de
    la experiencia: el regreso; necesario para que el viaje
    sea catalogado como tal.

    Otra forma de periodizar al viaje sería
    dividirlo en tres momentos sucesivos y perfectamente compatibles
    con los arriba señalados.

    Ellos son:

    El antes (Etapa I): es el
    tiempo
    preparatorio. El tiempo de las ansiedades y los miedos. La etapa
    en la que se canalizan todos los sueños, las aspiraciones
    y proyectos.
    También las fantasías. Es el instante de la
    preocupación; de la
    organización misma, con todos los inconvenientes que
    ello implica y con todas las alegrías que también
    se acumulan (mucha de ellas efímeras, pero
    revitalizantes). Es el momento de las idas y venidas, de los
    encuentros y desencuentros. De las lecturas previas, de la
    burocracia y
    el papeleo.

    El durante (Etapa II): es,
    paradójicamente, la etapa más y menos
    intensa (comparada con las otras dos). En ella se acumulan
    los inconvenientes concretos, objetivos, del
    viaje. El hambre, el frío, el calor y la
    humedad, los atrasos, la falta de higiene y las
    desavenencias. La soledad. Es el momento del trabajo, de la
    acumulación de datos y
    sensaciones (que se almacenan con el propósito de
    analizarlas más tarde). También constituye la fase
    de los desengaños, de la realidad concreta, de los
    relativismos. Es ahí cuando advertimos que lo
    exótico siempre esconde por detrás a un hombre en
    camiseta; y que lo que es extraño para uno es algo
    cotidiano para otros. Durante el viaje surge el hastío.
    Las horas de aburrimiento se acumulan, cuando antes jamás
    se las había considerado o tenido en cuenta.
    También la desesperanza hace acto de presencia por no
    encontrar, muchas veces, lo que se buscaba. Aunque posee
    también un lado positivo: es el momento de la sorpresa, de
    la admiración, que —es obvio— nunca son
    permanentes, sino esporádicas. Mientras el viaje se vive,
    los sentidos
    se agudizan y se capta lo bueno y lo malo, lo
    lindo y lo feo, con gran intensidad. Durante el
    viaje surgen los contactos, los amigos, los enemigos y
    competidores. La información se absorbe como si el viajero
    fuera una esponja y, sólo más tarde, será
    ordenada tomando un sentido lógico.

    El después (Etapa III):
    Constituye el momento más agradable, satisfactorio e
    intenso. Quizás sea la etapa menos objetiva, especialmente
    si se la compara con la segunda. Representa el instante de la
    idealización. En esta etapa, todas las experiencias
    objetivamente adquiridas se literalizan, se vuelven
    texto. Los
    malos momentos quedan romantizados y los inconvenientes y
    peligros empiezan a ser llamados aventuras. Los
    inconvenientes se satirizan y la información recopilada
    empieza lentamente a organizarse bajo padrones muy particulares.
    Es como viajar de nuevo, pero sin sufrir en carne propia la
    pesadez del viaje real. Es el momento de las comparaciones, de la
    puesta a punto de los datos que se pudieron juntar. Al mismo
    tiempo, aparece la añoranza y —casi siempre—
    se termina por darle nuevo sentido a gestos, dichos y actitudes que,
    en su momento, fueron pasados inadvertidos. Es un viaje
    puramente intelectual
    . Un viaje con la mente. Un tour
    por los recuerdos. En ellos se hacen bien claros los contrastes
    entre el viajero y el intelectual de escritorio. Entre la
    experiencia y teoría.
    Entre el
    conocimiento libresco y reconocimiento in situ de los
    lugares. Si alguna de esas dos facetas falta se corre el peligro
    de caer en el rol de viajero ignorante —aparentemente
    autosuficiente— o de un ratón de biblioteca, sin
    contacto con la realidad. ¿Cómo se puede entender y
    apreciar una simple piedra si no se conocen las bases mismas de
    la cultura que la
    erigió? ¿Cómo se puede comprender el sentido
    simbólico de una ciudad sagrada, el de un terraplén
    o escultura mítica si no se ha buceado antes en la
    historia
    escrita?.

    Se viaja por caminos; es decir, por rutas que otros
    conocieron previamente y que siempre llevan a un lugar definido
    de antemano. Por lo tanto, la idea del viaje se relaciona
    —en decenas de metáforas— con la confianza, la
    seguridad y, en
    última instancia, la esperanza; ya que, al ser una ruta
    normada, se evita la desorientación y la pérdida
    del rumbo, impidiendo que el viajero se "salga del mapa",
    olvide su norte y, eventualmente, se extravíe para
    siempre. Esta es la razón por la cual, otro instrumento
    indispensable para definir al viaje sea el mapa. Sin ellos
    el primero no existe, y viceversa. Si hay mapas, hay
    viaje
    . Caso contrario, entraríamos en otra
    categoría, la de la exploración; de la que
    diremos unas palabras más adelante.

    Efectivamente, el mapa es el que le da al hombre,
    devenido en viajero, un itinerario determinado y determinable.
    Marca el
    camino y ejerce sobre el espacio que se recorre —y
    conoce— un control
    tranquilizador; asegurando el destino y facilitando el regreso a
    casa. Este último aspecto es importante que lo retengamos:
    el viajero tiene garantizado su regreso, más allá
    de las contingencias menores que pueda sufrir en el camino. Del
    mismo modo que no hay viaje fuera de caminos, tampoco hay viaje
    sin retorno.

    El viaje es un tour —una vuelta—; un
    momento circular en la vida que lleva a que un sujeto deje su
    lugar de residencia, se mezcle y relacione con otros, y vuelva al
    punto de partida; generalmente con su identidad
    más firme y nuevas dudas, planteos o modos de "ver el
    mundo".

    De lo antedicho se desprende que, para ser viajero, hay
    que tener una residencia fija. Por tanto, el viaje nace con el
    sedentarismo, no antes.

    El nómada —por definición— no
    viaja porque no tiene a dónde retornar. Como tampoco
    viajan los animales, que se
    desplazan siguiendo imperativos biológicos y careciendo
    del otro componente propio del hombre viajero (Homo
    Viator
    ): su libertad. Él no está
    obligado a emprender un periplo. Opta; y al hacerlo elige no
    solamente la partida, sino el camino o los caminos consagrados
    para llegar a destino. La oferta de
    vías es fundamental en la actualización del libre
    albedrío propio del ser humano.

    Esta es la razón por la que un exiliado
    político —o económico— no es viajero.
    Como tampoco lo es un emigrante que parte en grupo. En el
    primero de los casos, el traslado es el resultado de una presión
    externa que limita la libertad a
    quedarse. En el segundo ejemplo, el status del viajero se
    desvanece por otro motivo: nadie permanece en la Patria en
    su espera, o de su relato.

    Hay infinidad de ejemplos con los que ilustrar
    qué es un viaje; pero en nuestra cultura occidental el
    prestigio de los orígenes
    nos lleva regularmente al
    mundo clásico, en la creencia —quizás
    esnob— de que cualquier cita griega o romana le
    otorga a la argumentación cierto peso o
    calidad académica. Como no es nuestro caso querer
    romper con la tradición, nos referiremos al texto
    clásico por antonomasia, La Odisea, escrita por
    Homero en el
    siglo VIII a.C. y que se constituyó en modelo
    involuntario de todos los demás relatos de viajes,
    escritos y publicados mil años más tarde, en el
    siglo XVIII (el Siglo de los Viajes).

    François Hartog inicia su excelente trabajo
    enumerando los muchos ejemplos en el que el nombre Ulises
    —héroe de La Odisea
    es utilizado en propagandas turísticas, empresas de
    viajes e incluso satélites
    artificiales lanzados al espacio exterior. Es que ese nombre
    —Ulises u Odiseo— encarna al más famoso de los
    viajeros de la Grecia
    arcaica; al Polyplanés, el trotamundos por
    excelencia, y arquetipo de otros viajeros reales (no imaginario
    como él mismo), tales como Pitágoras, Hecateo de
    Mileto, Solón o Heródoto.

    El personaje de Homero se mueve por el deseo propio del
    que realmente viaja: regresar a casa. En toda La Odisea el
    tema del retorno es constante. La memoria de
    Ulises está centrada en los recuerdos de su patria
    (Ítaca) y en el anhelo de volver para reencontrase con los
    suyos; completando así un periplo que, en su caso, durara
    diez años. Un viaje nutrido de contingencias a lo largo de
    todo un camino que podríamos definir como
    iniciático.

    Pero como todo viajero, Ulises se movió por
    tierras previamente habitadas, con hombres ya distribuidos, con
    sociedades
    dispuestas a recibirlo y sorprenderlo. Esta presencia previa de
    otros seres humanos en los territorios recorridos, también
    hace a la esencia del viaje. Por ello, y como sentencia Gustavo
    Bueno, "el viaje como institución es una
    fenómeno tardío
    " en Europa y Asia, ya que
    recién podemos definirlo como tal a partir de la presencia
    humana en distintos lugares. Si nos remontamos a la
    arqueología, deberíamos decir que , como especie,
    viajamos sólo desde hace unos 60.000 años, cuando
    el desplazamiento de una sociedad a
    otra fue posible.

    Si nos trasladamos a América
    la situación cambia y el margen cronológico se
    achica un tanto.

    Nuestro continente se pobló con Homo Sapiens hace
    como máximo unos 40.000 años. Aquellos primeros
    inmigrantes —cazadores nómadas especializados
    entrados por el estrecho de Bering— no fueron viajeros,
    entre otras razones porque América estaba deshabitada de
    hombres. Esa desertización humana los volvió
    más exploradores que viajeros. Aunque, si los datos que da
    el C-14 —método
    arqueológico de datación de objetos— son
    ciertos, y las sucesivas entradas al Nuevo Mundo se practicaron
    efectivamente hace 20.000 y 10.000 años, estos
    últimos cazadores fueron los primeros en practicar lo
    más parecido a lo que nosotros definimos como viaje;
    aunque sin el regreso tampoco podríamos definirlos como
    viajeros. Recién cuando se sedentarizaron y vivieron en
    ciudades, entablando contactos recíprocos de un pueblo a
    otro —y volviendo al propio— se convirtieron en
    viajeros en el pleno sentido del término; entre otras
    cosas por seguir y conocer direcciones pretrazadas.

    Con los viajes y las exploraciones (como veremos
    más adelante), Occidente construyó su identidad. El
    contraste, la comparación, las diferencias producto del
    encuentro —o choque— con los Otros, definieron
    mejor los propios límites de
    la cultura europea; y, desde el instante mismo en que el viajero
    fijó las fronteras entre "Nosotros" y
    "Ellos", él mismo se convirtió —sin
    saberlo— en un verdugo o libretista de futuros
    verdugos.

    Su fervor por lo propio inauguró un camino que
    condujo —en no escasas ocasiones— a verdaderas
    carnicerías etnocéntricas, actos sanguinarios, que
    se justificaron en nombre del Progreso, la
    Razón, Dios, o una determinada
    concepción de la vida vista como única y
    verdadera (lo que actualmente, y dado el ímpetu del
    imperialismo
    yanqui en el mundo, se denomina "American Way of
    life
    ").

    Tolerantes e intolerantes, la pureza intelectual y
    confesional que el viajero creía poseer fue la responsable
    del terror, la tortura y la muerte que
    detectamos a lo largo de los caminos y senderos de su historia.
    Porque, por más piadosos que hayan sido, en el fondo de
    todos los viajeros se advierte —explícita e
    implícitamente— un racismo
    caritativo, que devenía en paternalismo, especialmente
    fuera de Europa.

    Incorruptible, el viajero occidental mató,
    conquistó, controló y se dejó matar guiado
    por un fanatismo ideológico y religioso del que muchos no
    eran concientes. Creyéndose mártires o benefactores
    de toda esa Otra humanidad, fueron los Profetas
    intransigentes —los Moisés— de un discurso
    universal que, a fuerza de
    oírlo una y otra vez, lo creemos
    "natural".

    Convertido en discurso, el viaje construyó una
    imagen del
    universo
    muchas veces estereotipada y simplista, que conllevaba un
    cúmulo de deseos y quimeras que contrastaban con las
    crudas realidades de un mundo injusto, violento, intolerante,
    estúpido y hasta criminal.

    Saber amargo, aquel que se aprende del
    viaje
    !", escribe Baudelaire en su poema Le Voyage
    (El Viaje). Un saber que nos devuelve nuestra propia
    imagen como especie, a modo de espejo inmisericorde
    sincero— que refleja las cosas que hemos
    hecho y que no queremos ver; y las grandezas que muchas veces
    olvidamos.

    Pero el viajero también inventa y reinventa los
    lugares que otros recorrieron previamente,
    redescubriéndolos con nuevos ojos. En realidad, el
    viajero "nos hace ver nuestra propia imagen" (Baudelaire)
    con cada paso que da, con cada observación y opinión que nos
    brinda. Las huellas que dejan, profundas y perennes, no son
    más que la improntas de su propia cultura.

    Al respecto, un texto de Goethe puede resultarnos
    ilustrativo:

    "1º de noviembre de 1786. Llego a Roma.

    No he tenido ningún pensamiento
    enteramente nuevo, no he hallado nada enteramente extraño,
    pero esas cosas viejas se han vuelto tan vívidas, tan
    coherentes, que bien podrían pasar por
    nuevas(…)".

    Viajero es el que ha visto, dice F. Hartog. Y
    sabe —conoce— porque ha visto por sí
    mismo
    . Ver y saber se convierten en la misma
    cosa, especialmente en los viajeros positivistas de los siglos
    XVIII y XIX. Tal como aconsejaba Aristóteles, éstos preferían
    la vista a cualquiera de los otros sentidos ya que por ella era
    más sencillo conocer y descubrir las diferencias que tanto
    les intrigaban.

    Todo viaje reclama del ojo.

    Todo viaje convierte a quien lo practica en un
    hombre-frontera, en un hombre-memoria, que hace las
    veces de intermediario, pasador y traductor de todo lo que ve. Al
    mismo tiempo que corrige, invalida, completa y confirma, a partir
    de sus propios parámetros culturales.

    El viajero ve y se hace ver,
    transformándose en modelo de todo y de todos. Y pasado el
    tiempo, si es un gran trotamundos —como decía
    Disraelí— terminará recordando más
    cosas de las que efectivamente vio y olvidando detalles de los
    que sí fue testigo.

    "¡Ah, qué
    grande es el mundo a la luz de la
    lámparas!

    ¡Y a los ojos
    del recuerdo, qué pequeño es el
    mundo!"

    (Baudelaire).

    El viaje, las miradas, la memoria. Todo
    queda imbricado. De ahí la importancia de poner las
    experiencias y vivencias por escrito. Si como se dice, todo viaje
    se realiza para ser relato, quien no deja testimonio del suyo no
    es un viajero completo. La hoja de papel, la pluma, se
    transforman en sus aliados ideales, necesarios, imprescindibles.
    Las fatigas, la ausencia de rutinas y lo cambiante de las
    situaciones que se aglomeran horas tras horas, días tras
    días, suelen derivar en olvidos, fatales al momento del
    relato organizado. De ahí la necesidad del acto más
    consustanciado que arrastra el viaje: el de la escritura.

    El viajero —también el explorador—
    escribe para la difusión del conocimiento,
    para sus contemporáneos y sus colega, para sus gobiernos e
    intereses nacionales; pero al mismo tiempo para su propia
    celebridad. Todos poseyeron una dosis de narcisismo muy propia de
    los escritores. Por lo tanto, aquel que viaja y escribe es
    doblemente narcisista, al convertirse él mismo en el
    héroe de su propio relato.

    Y no es del todo descabellado que el viajar haya
    producido en muchos un cierto sentimiento de superioridad
    respecto de los demás. Todo viaje transforma y el regreso,
    que no es otra cosa que la vuelta a la realidad desde otro mundo,
    genera muchas veces una incomprensión manifiesta que
    impide que comunique todas sus experiencias a un conglomerado de
    gentes tamizadas por la mediocridad de lo cotidiano.

    Nadie mejor que Joseph Conrad
    para testimoniar lo dicho:

    "Me encontré de regreso (de la
    selva) en la ciudad sepulcral donde me molestaba la vista de la
    gente apresurándose por las calles para sacarse un poco de
    dinero unos a
    otros, para devorar sus infames alimentos, para
    tragar su insalubre cerveza, para
    soñar sus insignificantes y estúpidos
    sueños. Se entrometían en mis pensamientos. Eran
    intrusos cuyo conocimiento de la vida era para mí una
    irritante pretensión, porque yo estaba seguro de que era
    imposible que supieran las cosas que yo sabía. Su conducta, que era
    simplemente la conducta de individuos vulgares ocupándose
    de sus negocios con
    la certeza de una perfecta seguridad, era ofensiva para
    mí, como ultrajantes ostentaciones de insensatez ante un
    peligro que es incapaz de comprender. No tenía
    ningún deseo especial de ilustrarles, pero me resultaba
    bastante difícil contenerme y no reírme en sus
    caras, tan llenas de estúpida importancia".

    EXPLORADORES

    "Guíanos por la
    senda recta,

    por la senda de quienes
    obtienen

    tu
    benevolencia,

    no por la de quienes
    son objeto

    de tu cólera
    y se extraviaron."

    "Oración de los
    viajeros
    "

    Sura Fatha del Libro del
    Profeta

    "Allí, donde terminan los
    caminos y rastros aislados;

    donde la palabra muere para dar
    cabida al susurro misterioso

    de las selvas y tierras
    vírgenes; donde todos los horizontes

    se esfuman, sin saber nadie por
    qué ni cómo, allí están
    los

    límites del país en que
    tan bien me encuentro.

    Se llama La
    Aventura
    ".

    Tibor Sekelj, Por Tierra de
    Indios
    , 1967

    Antes de los viajeros estuvieron los exploradores; y
    antes del camino, el sendero.

    En muchas formas, el explorador es la contracara del
    viajero, tal como lo hemos definido en las páginas
    anteriores. Quien explora evita, voluntaria e involuntariamente,
    la seguridad determinada por los caminos ya que es él
    quien los inaugura, hollando terrenos no reconocidos, visitando
    tierras vírgenes o atravesando zonas olvidadas por mucho
    tiempo. El explorador, un ser transido por cierta dosis de
    locura, es un profesional del riesgo. De hecho, lo busca
    lanzándose hacia lo desconocido, revelando "tierras
    incógnitas", perdiendo dos elemento claves, propios del
    viajero: la seguridad, que se encuentra al seguir itinerarios
    conocidos; y la certeza del regreso a casa, por más
    que lo desee intensamente.

    Los exploradores abren rutas; descubren, rompen
    con los rumbos normales en busca de la contingencia, del peligro
    y de los "lances extraños". Como "contrafigura
    del viajero
    ", según indica Gustavo Bueno, conjuran la
    previsión y alientan con cada paso a la incertidumbre, al
    accidente, al miedo. Es un personaje que disfruta de la soledad y
    del aislamiento; anhelando tierras y mares nuevos, "nunca
    vistos"; impulsado por "el deseo de respirar una llama nueva,
    recién encendida
    ". Su objeto último
    parecería ser romper con la rutina y con todo marco de
    referencia para crear los suyos propios. Se alimenta —y
    alimenta a otros— con situaciones no corrientes, mostrando
    la alteridad y, latiendo lejos de las multitudes, se identifica
    con la naturaleza; a
    la que admira, respeta y controla.

    El explorador tiene algo de nómada; y, como tal,
    encarna al aventurero por excelencia, abriendo su mirada y su
    cuerpo a un futuro ambiguo, azaroso, en el que todo puede
    suceder. Como aventurero, es el protagonista de vivencias
    inusitadas y un sibarita de los tiempos intensos que genera la
    propia inseguridad.
    El temor y el deseo —en una extraña pulsión
    de muerte
    se combinan generando una atracción difícil de
    explicar en la que se unen, por una parte, la voluntad por
    superar la incertidumbre y los problemas; y
    por la otra, la comprobación empírica de su propia
    suerte, de su buena fortuna. El explorador-aventurero tiene mucho
    de egocéntrico y personifica como nadie ese optimismo del
    que habla E.M. Cioran cuando escribe: "Si uno no creyese en su
    buena estrella, no se podría efectuar el menor acto sin
    esfuerzo: beber un vaso de agua
    parecería una empresa
    gigantesca e incluso insensata
    ".

    La muerte es su eterna compañera. Lo sigue de
    cerca, le pisa los talones. Lo conecta con ese espíritu
    romántico —no desaparecido del todo— que
    establece que "sólo hay aventura cuando existe una
    dosis posible de muerte"
    .

    Ser viajero y explorador pueden resultar roles
    alternativos y no necesariamente excluyentes. Es posible
    emprender un itinerario como viajero y terminarlo como
    explorador.

    Cuando el "mapa se agota", el "camino" se
    transforma en sendero y hay que abrirse paso a fuerza de machete
    —o tantear la ruta menos peligrosa— es cuando se
    produce la sutil metamorfosis.

    Hace poco más de cien años ese cambio de
    roles era mucho más frecuente que hoy en día;
    especialmente en ciertas regiones del planeta —selvas,
    desiertos, montañas— que permanecían
    inexploradas para el hombre
    occidental. Por entonces, el mundo era todavía algo
    inacabado, con bolsones de tierras vírgenes e islas
    a las que se proyectaban sueños, ambiciones e imaginarios
    proyectos de descubrimiento o grandeza personal y
    nacional. Claro que detrás de una visión como esa
    se escondía —y esconde— un pesado
    etnocentrismo de origen europeo que, ocasiones no escasas,
    veía al mundo como una espacio vacío; por
    más que la realidad histórica demostrara que no lo
    era. Por esa razón, la etiqueta de "explorador",
    que muchos famosos y audaces europeos se dieron a sí
    mismos, no revelaba más que un explícito
    sentimiento de superioridad imperialista; detectable no
    sólo entre los primeros conquistadores del siglo XVI, sino
    también entre los trotamundos y científicos de los
    siglos XVIII y XIX.

    No cabe duda que exploradores y aventureros tienen una
    estrecha relación con la expansión capitalista,
    propia del imperialismo. Y por más que sea la
    poética ruptura de la monotonía cotidiana lo que
    nos revelan muchas de las líneas escritas por ellos, nunca
    hubo inocencia en sus periplos por el mundo. Incluso en la
    literatura de divulgación —en la
    novela
    —, la aventura fue controlada por la potencia
    dominante de turno. En primera instancia por Inglaterra; hoy
    por los Estados Unidos,
    que por tradición y poderío
    económico puede darse el lujo de tener el planeta por
    escenario. Es sintomático que la aventura, como género
    literario, no haya prosperado en América
    Latina. No es errado, por tanto, concluir con Germán
    Cáceres que "lo que glorifica a un explorador es que
    antecede siempre a una intervención militar
    " . Rudyard
    Kipling, Rider Haggard, Conan Doyle, son excelentes ejemplos
    entre los muchos escritores que exaltaron la existencia de
    lugares vírgenes dispuestos a recibir exploradores
    intrépidos y, posteriormente, interesados viajeros. La
    aventura ha estado
    fuertemente conectada con actitudes de poder internacional y su
    mirada europea partió de un imaginario que
    convertía al resto del mundo en algo
    deshabitado.

    "Entre más nebuloso y vago es
    el territorio por conquistar y conocer, más es el interés
    popular que impulsa la aventura. La imaginación se
    convierte en fuerza que mueve a los gobiernos; la religión se hace
    misionera. Los diferentes sectores se enfrentan luchando por
    dominar lo desconocido y la ciencia se
    hace instrumento de la ambición política"
    .

    La aventura reclama exploradores, no viajeros; y fue
    instituida por el imperialismo y el capitalismo
    para justificar las excursiones fuera de sus confines.

    No hay muchos trabajos de investigación sobre "la aventura".
    Considerada un género menor en literatura ("libros
    de
    kioscos"), arrastra en Historia un prejuicio muy
    parecido, al punto de considerársela una variable de
    análisis insuficientemente digna. Explicar
    un proceso
    expansivo como el de Occidente partiendo de ella no es del todo
    serio; pero tampoco lo es desecharla de antemano, o agregarla a
    pie de página como si fuera una mera nota de color. El
    espíritu de aventura ha intervenido en los acontecimientos
    de un modo mucho más persistente del que generalmente
    creemos y puede ser visto como el síntoma de una
    época o la manifestación particular de una
    determinada escala de
    valores. Por ese motivo, los trabajos de Georg Simmel
    (1858-1918), Vladimir Jankélévitch (1903-1963),
    Gustavo Bueno y Mijail Malishew representan importantes hitos al
    momento de encarar un análisis fenomenológico de la
    aventura.

    Como práctica, actitud o
    sentimiento, siempre presente en el hombre, la aventura —y
    todo lo que ella implica— es una de las tantas notas que
    nos separan del resto de los animales y que nos acerca a un mundo
    interior plagado de sueños, emociones,
    libertad e individualismo que sólo es posible detectar en
    nuestra especie.

    Según algunos, la aventura suele presentarse en
    determinados y muy precisos momentos de la vida. Durante la
    infancia y la
    juventud es
    convocada a menudo; para adormecerse y desaparecer durante la
    adultez, que es cuando la responsabilidad (lo serio) se impone e
    impone reglas al espíritu aventurero,
    desnaturalizándolo y confinándolo al terreno de la
    inmadurez y la audacia. En ese momento, la palabra
    aventurero pasa de ser sujeto a ser adjetivo,
    cargándose de aspectos negativos y representando a
    personas calificadas como "insanas", "inmaduras",
    "bohemias", "ingenuas", "amorales" o,
    directamente, "despreciables radicales, alteradores del
    orden
    ".

    Temerario, irresponsable, el aventurero sería
    —desde un ángulo desencantado y poco
    romántico— aquel que desconoce por completo las
    consecuencias de sus actos, apartándose de las
    regularidades que brinda la cotidianeidad. Aún así,
    la aventura sigue siendo atractiva y legitimando la vida de
    muchos (en los que me incluyo). De otro modo no se
    entendería porqué miles de personas pagan
    actualmente fortunas por vivir experiencias "extremas" en
    ríos y montañas virtuales de Disneylandia o
    adscribiéndose a paquetes turísticos que prometen
    una dosis domesticada y edulcorada de adrenalina en sierras,
    ríos y mares.

    Pero no éste el tipo de aventuras, desabridas,
    artificiales y sin peligro real alguno, a las que nos estamos
    refiriendo. Lejos de las pantallas del cine y
    la
    televisión, en las que la mayoría disfruta de
    riesgos
    perfectamente controlados o ausente, está la aventura
    real; aquella que se practica y vivencia "sin red" y que,
    a simple vista, pareciera ser patrimonio de
    una época ya ida. Un tiempo en el que había mucho
    por hacer.

    Hoy, en un mundo aparentemente explorado y explicado, es
    mucho más sencillo convocar al exotismo y al peligro
    —en parte falso— con una cámara digital,
    editando emociones que pocas veces se viven
    espontáneamente y desechando el aporte científico
    que la aventura tenía en un pasado no muy
    remoto.

    "Las regiones desconocidas de
    la Tierra; los
    paisajes aún no pisados; las nuevas posibilidades de ser;
    los nuevos prodigios de la naturaleza" —decía el
    famosos explorador Ladislaus Almásy en 1934—, son
    vistos ahora con cierta nostalgia. Mientras se cierra cada vez
    más el cerco en torno a las
    regiones desconocidas (…), mientras las posibilidades de
    explorar nuevos parajes se reducen progresivamente, parece como
    si la reputación del trabajo científico palideciera
    frente a la actitud moderna de nuestro tiempo. Ya no cuenta el
    resultado alcanzado, sino el récord; la meta no es ya
    el conocimiento, sino lo sensacional. Los exploradores del Polo,
    los escaladores de las más altas cimas, los conquistadores
    de los más profundos océanos, los descubridores de
    las selvas y los desiertos luchan entre sí, compitiendo y
    superándose ¡para ser los primeros!. Los antiguos,
    los verdaderos pioneros, se apartaron con razón de
    aquellos que sólo ven el éxito
    en la precedencia y sólo buscan la satisfacción en
    lo sensacional".

    Claro que también la vida puede ser vista como
    una apasionante aventura. Ella contiene todos los elementos
    analizados antes, pero lo olvidamos. La rutina y el miedo
    —negación— a la muerte nos "sacan de foco",
    componiendo una pseudo-seguridad sobre la que desplegamos
    nuestros proyectos individuales (incluso los más nimios,
    como sería ir a la plaza dentro de una hora) olvidando que
    a cada paso —como en los senderos— el peligro a
    perderlo todo está presente. De hecho todos estamos
    potencialmente muertos.

    Negada, criticada, deseada, temida, añorada o
    buscada, la aventura siempre se manifiesta de diferente modo y
    según el contexto histórico o el espíritu de
    quienes la viven.

    Gustavo Bueno es quien —en nuestra
    opinión— mejor la ha desmenuzado, logrando crear un
    criterio de clasificación, que es el que deseamos ampliar
    a continuación.

    Por tierra, mar y aire, la aventura
    es posible; hallándose ciertas normas —muy
    utilizadas en el cine— que nos permiten enmarcar al "acto
    aventurero".

    En primer término está el lugar de la
    acción
    . Éste debe tener siempre —y desde
    una perspectiva, en nuestro caso europeo occidental—
    elementos insólitos, pintorescos y, por supuesto,
    peligrosos. Decenas de exploradores al momento de escribir sus
    experiencias recurrieron a estos tópicos para captar la
    atención y admiración de sus
    lectores y patrocinadores. Y, cuando lo insólito, lo
    pintoresco y riesgoso no existían, llegaron a inventarlos
    o a tergiversar la realidad y el curso de las peripecias
    vividas.

    El segundo elemento importante es el motivo por el
    que se está en ese sitio
    . Generalmente, siempre se
    busca algo o a alguien; y es en esa búsqueda en donde se
    patentizan los valores y
    sentimientos "elevados" del
    protagonista-aventurero-explorador; convertido en
    héroe e insigne representante de su propia
    cultura.

    En tercer término, en toda aventura lo que
    cuentan son los actos, devenidos en hazañas
    físicas y/o intelectuales.

    Partiendo de este contexto, podemos distinguir, con a G.
    Bueno, dos tipos de aventuras (y de aventureros): las de
    itinerario y las de suceso.

    La aventura de itinerario es una "aventura sin
    viaje
    ". Un trasladarse por zonas desconocidas; un andar por
    senderos vírgenes descubriendo aquello que nadie antes ha
    visto. En este tipo de aventuras el protagonista es el explorador
    por antonomasia; el que recurre a itinerarios insólitos y
    carga en su mochila la incertidumbre de lo desconocido y el
    aciago sentimiento que nace de lo imprevisto. El "aventurero
    de itinerario
    " rompe voluntariamente con lo cotidiano y sabe
    encontrar el sabor que poseen las incomodidades y los problemas,
    enfrentando al eventual drama con las venas henchidas de
    adrenalina, renegando de la seguridad. Para él no hay
    guías impresas, ni caminos y, si surgieran, los
    evitará, indagando senderos nuevos; explorando aquello que
    falta por recorrer. Porque explorar es lanzarse a la empresa de
    conocer lugares ignorados y supone desplegar un "arsenal" de
    medios
    materiales,
    intenciones y perseverancia de los que un viajero puede
    prescindir.

    La aventura de itinerario nos muestra a un
    hombre curioso por lo ignoto, dispuesto a cambiar —o hacer
    cambiar— el modo de ver el mundo. Es búsqueda, pero
    también es evasión. Es curiosidad y ansias de
    dominio;
    porque el explorador se ve a sí mismo como un domesticador
    de regiones. Sus cualidades —auto-exaltadas— son,
    según Hubert Deschamps,

    "la robustez física, la incansable
    curiosidad, el ingenio para resolver situaciones siempre
    cambiantes, el sentido común, la seriedad, el don de
    gentes, la autoridad
    (…) y sobre todo, una extraordinaria paciencia".

    Al no seguir caminos, el aventurero de itinerario
    se sale de la geografía
    cartografiada. Suele tomar sus deseos por realidades y la
    convicción emerge con anterioridad a la experiencia; de
    ahí que el invento y la mentira no dejen de estar ausentes
    en sus escritos. Por otro lado, no figurar en los mapas es
    sinónimo de caos y desorden. Salirse de ellos implica
    ingresar en lugares en los que todos los paradigmas
    corren el riesgo de ser superados o relativizados. Y si el
    escenario es caótico, los seres que lo habitan suelen
    también representar lo mismo. Las aventuras y los
    monstruos hacen una buena dupla.

    Alejamiento e inaccesibilidad; alteridad y distancia.
    Todo se combina para generar esa curiosidad motora que lleva
    siempre a buscar aquello que se recorta difuso detrás de
    las fronteras y alimenta el impulso por el descubrimiento, que no
    es otra cosa que un acto de creación; un poner orden sobre
    un caos previo. Nace así, en la aventura de itinerario, la
    necesidad de resemantizar el mundo; de volver a bautizarlo,
    mostrando el inmenso poder de las palabras sobre las
    cosas.

    Cada incursión en "lo desconocido" se
    convierte en un potencial trampolín a la fama (o a la
    tumba). Cada "entrada" en un territorio inexplorado
    alimenta el latente deseo de trascender, de quedar inmortalizado
    en el registro
    científico de algún museo o descubrir el propio
    apellido en una cadena montañosa.

    Aun si el explorador tiene la desgracia de desaparecer,
    de perderse en ese mundo sin caminos, de sus penalidades y
    sufrimientos se tejerán rumores y leyendas que
    terminaran convirtiéndolo en un
    héroe/martir; impulsando a otros a seguir sus
    pasos. De ese modo, aquel que buscaba lo exótico, al
    desaparecer, se vuelve, él mismo, en objeto exótico
    de otros. Extraño incentivo de la curiosidad que nace del
    dolor.

    Aventuras y aventureros de suceso. Dentro de esta
    categoría están los típicos "viajes con
    aventuras
    "; es decir, las experiencias que atesoran
    sólo aquellos que siguen caminos y no recurren a
    itinerarios insólitos, adscribiendo sus huellas a
    territorios previamente recorridos. En estos casos, ya no
    hablamos de exploradores, sino de viajeros que se nutren de
    ciertas contingencias y amenazas que se les cruzan por la ruta y
    dramatizan la experiencia del viaje.

    Por definición tranquilo y con escasos sorpresas,
    el viaje necesita de ciertos condimentos para volverse
    exótico; y no fueron pocos los viajeros que aderezaron los
    suyos con exageraciones y/u omisiones para difundir sucesos
    extraordinarios a lo largo de las rutas. Sería como forzar
    la aparición de la aventura, convocándola y
    controlándola al mismo tiempo; teniendo al camino
    como"salvavidas" protector y operando como red de
    seguridad. Este es un beneficio del que el explorador
    careció la mayor parte de las veces..

    "Un viaje antes de empezar es una potencialidad
    infinita, pues todo puede pasar dentro de él. Cuando pongo
    las llaves en la cerradura, porque estoy volviendo, acepto que no
    han pasado tantas cosas y que tendré que romperme la
    cabeza para contarlo de forma tal que parezca que sí. Es
    el momento de la aceptación de que todas esas ilusiones
    son piadosos engaños con las que uno se sigue manteniendo
    mas o menos vivo".

    ( Martín Caparrós, escritor y periodista
    argentino.)

    Una nota aparte creo que se merece un tercer
    personaje: el del vagabundo.

    El vagabundo es el nómada de nuestras culturas
    urbanizadas. Es aquel que "vaga" de un lugar a otro sin tener un
    destino prefijado. Un "no sometido" a los principales dictados de
    la sociedad; un paria mal visto y sospechado, por el solo hecho
    de no estar dentro de la estructura del
    Estado y, mayormente, fuera de los controles de
    éste.

    El vagabundo es la contrafigura tanto del viajero como
    del explorador; y, aunque éstos por momentos pueden
    dedicar parte del tiempo al "vagabundeo", no es lo mismo que
    permanecer —solidificarse— en esa
    categoría "tiempo completo". Él representa lo
    marginal, lo que está más allá de toda norma
    y por eso es indeseable y potencialmente visto como
    peligroso.

    Desclasado —por, o en contra, de su propia
    voluntad—; apartado del "sistema" y al
    margen de toda convención, el vagabundo —en mucha
    mayor medida que el explorador— es enjuiciado por su
    excesiva libertad, por su voluntad sin restricciones y
    representar la vida sin límites, propia de un
    inadaptado.

    Sin residencia fija, este moderno nómada queda
    asociado al cazador prehistórico, con todo lo que esa
    imagen implica de "salvaje" y "primitivo". Es nuestro espejo al
    pasado y la proyección a un futuro no bien esperado por
    muchos.

    Sinónimo de "vago", "pordiosero", "mal
    entretenido", el vagabundo personifica la antítesis del
    hombre productivo y eficiente del discurso marcketinero de
    nuestros días. Un diletante que, sin armas, enfrenta a
    la cultura del trabajo —inaugurada con la revolución
    industrial—,no respetando horarios, no
    esclavizándose al reloj, ni sometiéndose a las
    fronteras y límites políticos y morales de las
    sociedades que lo acogen. Niega, justamente, los valores
    éstas: sacrificio, responsabilidad, trabajo, familia, higiene,
    consumismo, ambición y sedentarismo. Y, aunque a veces es
    auxiliado, muy pocas —ninguna— es incorporado. Por
    otra parte, puede que rechace el auxilio que se le ofrece para
    evitar ser parte de nada, sino de sí mismo.

    El vagabundo actualiza una libertad anárquica,
    sin límites, que atrae y repele al mismo tiempo. Pone en
    duda —¡Oh, hereje!— las cadenas que las
    sociedades se han fabricado a ellas mismas, denunciando la
    esclavitud
    voluntaria a la que nos sometemos para ser "ciudadanos
    útiles" a la comunidad.

    Ajeno al universo oficial que obliga a tener un
    "puesto", un sello, un título, el vagabundo no se somete
    al cursus honorum que nos lleva a ser "alguien". Por el
    contrario, sabe perfectamente qué es y qué no. No
    necesita que otro le diga o explique su esencia. Rehuye de la
    "imposición de manos" de las instituciones.
    No se enfeuda a nada ni a nadie y puede proclamar libremente que
    no desea, o desea sólo lo necesario.

    ¡Imperdonable! ¡Anormal!
    ¡Bárbaro!… ¡Rebelde!

    En un mundo que desprecia y lo desprecia, el
    vagabundo sólo encuentra en su movimiento
    perpetuo su razón y su arma defensiva más poderosa.
    Trashumante crítico de lo que ve, se deja ver con cierto
    cinismo, siguiendo una veces caminos, abriendo otras senderos
    hacia la nada.

    En sociedades que coartan el porvenir, el vagabundo
    dramatiza como pocos el karpe diem —"Vive el
    día
    "—, con todo lo bueno y malo que ello
    significa.

    FJSR

    Enero 2005

    Extracto del libro
    del autor: "Viajeros y Exploradores. Un acercamiento
    histórico

    Por

    Fernando jorge Soto Roland

    Profesor Universitario en Historia

    Director de la Expedición Vilcabamba
    1998

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