- Antecedentes históricos
del apego - Tipos de
apego - Desarrollo del
apego - Estrés y
apego - Estilos de apego y relaciones
interpersonales futuras - Trastornos psiquiátricos
y apego - Conclusiones
- Bibliografía
En el curso de la evolución, sentimos
atracción hacia determinados elementos del ambiente
animado o inanimado, en especial gentes y lugares con las que nos
hallamos familiarizados. Por otra parte, experimentamos rechazo
por situaciones ambientales que nos proporcionan indicios
naturales de peligro potencial tales como suelen ser: la soledad
y lo desconocido.
Seres humanos y animales de otras
especies, tienden a permanecer en un sitio familiar
específico, en compañía de personas
también familiares. Los individuos de una especie
determinada, lejos de deambular al azar a todo lo ancho de la
región a la que pueden adaptarse desde el punto de vista
ecológico, por lo común, pasan su vida dentro de un
sector sumamente restringido de aquella ( denominada área
de acción).
En un sujeto, los sistemas de
activación que determinan la conducta de temor
tienden a apartar al individuo de
situaciones potencialmente peligrosas. De igual forma, los
sistemas que determinan la conducta de apego, suelen empujarlo
hacia situaciones en que potencialmente se hallará a
salvo, y mantenerlo en esas condiciones.
En el hombre
adulto la conducta de temor puede ser provocada por indicios que
derivan por lo menos de tres fuentes: 1)
Indicios naturales y sus derivados (desarrolladas en la infancia) 2)
Indicios culturales aprendidos por medio de la observación (desarrolladas gracias a la
sociedad) y 3)
Indicios aprendidos y utilizados con un mayor grado de
perfeccionamiento, a los efectos de evaluar el peligro y
evitarlo.
La respuesta de temor suscitada ante la
inaccesibilidad de la madre, puede considerarse una respuesta
adaptativa básica, una respuesta que, en el curso de la
evolución se ha convertido en parte
intrínseca del repertorio de conductas del hombre en
virtud de su contribución a la supervivencia de la
especie. (Bowlby, 1985; 1998).
Según Yela (2000), el amor cumple funciones
psicológicas básicas: compartir, afiliación
(punto de partida para las relaciones interpersonales
íntimas), protección, estabilidad y seguridad,
intimidad, apoyo emocional, entrega, compañía,
visión optimista del mundo, refuerzos básicos
(atención y placer sexual), prestigio y
reconocimiento social, autoestima y
la reducción de ciertas inquietudes psicológicas
(soledad, ansiedad, temor a estar solo en la madurez y en la
vejez), no
sentirse diferente a la mayoría y la transición de
un estatus psicosocial a otro; socioculturales
(transmisión de normas) e incluso
evolutiva (fortalecimiento del vínculo entre los
progenitores en la especie cuyas crías son más
indefensas y necesitan protección). La ausencia de
amor maternal
durante la infancia se asocia a problemas
psicopatológicos en la etapa adulta (histeria, autismo, inseguridad,
temor al rechazo e intensa necesidad de aprobación);
déficit psicológicos traducidos en una actitud de
hostilidad ante el mundo y ante los demás (Yela, 2000).
Sin embargo, el amor de
madre depende en mucho del estilo de apego que haya desarrollado
a través de su existencia, lo cuál
repercutirá de igual manera en la seguridad que le
transmita a su hijo al momento de nacer y durante los años
posteriores, haciendo especial énfasis en los primeros
meses de vida que son cruciales para el establecimiento del
apego. Por lo tanto, se puede definir al apego como un "proceso de
maduración a través del cual el cuidador principal
de la infancia adquiere la calidad de un
objeto de amor" (England, 1981; citado por Aizpuru, 1994), o como
la "conducta que reduce la distancia de las personas u objetos
que suministrarían protección" (Bowly, 1985;
1998)
Evolutivamente, la función
que tiene las conductas de apego radica en proteger al
individuo de los animales de presa; esto ocurriría tanto
entre los seres humanos como en otras especies de mamíferos y aves. Para los
primates de gran tamaño que moran sobre la superficie
terrestre, la seguridad reside en integrarse a la manada (Bowlby,
1985; 1998). Freud (1926)
(Citado por Bowlby, 1985; 1998) postula que el temor a la
ausencia materna nace cuando el bebé aprende que, al
hallarse ausente la progenitora, sus necesidades
fisiológicas no pueden satisfacerse, lo cual redunda en la
acumulación de peligrosas "cantidades de
estimulación" que, a menos de descargarse, provocan una
"situación traumática". El bebé descubre que
al quedarse solo es incapaz de descargar esos elementos
acumulados, la situación de peligro que
intrínsecame le provoca temor es "una situación de
desamparo reconocida, recordada y esperada".
Desde una perspectiva psicoanalítica, el
vínculo infantil tiene su fundamento biológico en
la conducta de apego. Distinguiéndose uno del otro puesto
que el apego se refiere a una conducta correspondiente a
anagramas hereditarios al servicio de la
sobrevivencia, mientras que el vínculo es un concepto referido
a la ligadura específicamente humana con el objeto y con
elementos simbólicos. Dicha relación vincular tiene
lugar a partir del momento en el que la madre percibe al inicio
de los movimientos fetales; situación en la que establece
una relación con un objeto externo aunque dentro del
cuerpo (Lartigue y Vives, 1992).
A partir de los primeros meses de vida y durante toda la
existencia del ser humano, la presencia o ausencia (física) de una figura
de afecto es una variable clave que determina el que una persona se sienta
o no alarmada por una situación potencialmente alarmante.
A partir de esa misma edad y durante toda su vida, una segunda
variable de importancia es la confianza o falta de confianza que
experimenta la persona con respecto a la disponibilidad de la
figura de apego (este o no presente físicamente) de
responder a sus requerimientos cuando por alguna razón lo
desee (Bowlby, 1985; 1998).
En el modelo del
mundo que toda persona constituye, una característica
clave es su criterio para establecer quienes son sus figuras de
apego, donde pueden encontrárseles y de que manera
previsible pueden responder. En el modelo de sí misma que
construye una persona una característica clave es su
criterio sobre la aceptabilidad o inaceptabilidad de su propio
ser a ojos de las figuras de afecto. Sobre la estructura de
esos modelos
complementarios se basan los pronósticos de esa persona sobre el grado
de accesibilidad de las figuras de apego y su capacidad de
respuesta en momentos en que requiera su apoyo. Aunado al tipo de
pronóstico que elabora una persona con respecto a la
disponibilidad probable de sus figuras de apego se halla, su
propensión a responder con muestras de temor siempre que
deba enfrentar una situación potencialmente alarmante en
el curso normal de los acontecimientos ( Bowlby, 1985;
1998).
La familia tiene una función eminentemente
protectora y socializadora. Dentro de ésta, el niño
establecerá nexos con el mundo exterior, haciéndose
patente a través de la seguridad que se vaya solidificando
según las relaciones entre los miembros de la familia. Se
producen alianzas y coaliciones que en parte definen su
estructura funcional. La ruptura de una alianza o
coalición implica la necesaria reestructuración de
la dinámica familiar (Ortigosa, 1999). Las
relaciones afectivas familiares tempranas proporcionan la
preparación para la comprensión y
participación de los niños
en relaciones familiares y extrafamiliares posteriores. Ayudan a
desarrollar confianza en si mismo, sensación de
autoeficacia y valía (Trianes, 2000). Dentro de esta, la
riqueza de las interacciones madre-hijo o cuidador-hijo es el
predictor mas consistente de la habilidad, el
conocimiento y la
motivación en los niños (Pino y Herruzo,
2000).
La personalidad adulta se visualiza como producto de la
interacción del individuo con figuras
claves durante sus años inmaduros y, en particular, con
las figuras de apego. Individuos que han crecido en un hogar
adecuado, con padres afectuosos en la medida normal, y han tenido
ante sí a personas que pueden brindarle apoyo, aliento y
protección, y saben donde buscar todo ello suelen tener
expectativas firmes y satisfechas; por lo que, como adulto, le
resulta difícil imaginar un mundo distinto. Ello le hace
sentirse seguro, de que
toda vez que se vea en dificultades siempre tendrá acceso
a figuras dignas de confianza que vendrán en su ayuda.
Enfrentará al mundo con seguridad y, cuando se vea ante
una situación alarmante, podrá encararla con
eficacia, o
buscar ayuda para hacerlo. La experiencia familiar de los
niños que se convierten en seres relativamente estables y
dotados de confianza en sí mismos, no solo se caracteriza
por el apoyo que les brindan los padres cuando ello es necesario,
sino también por el aliento que les brindan, de modo
paulatino pero oportuno, para que vayan adquiriendo una
autonomía cada vez mayor. Los adultos que desconocen la
posibilidad de contar con figuras que le brinden apoyo y
protección de manera constante, puede llegar a no confiar
en la posibilidad de que siempre puedan tener acceso a una figura
de afecto que les merezca plena confianza. Ven al mundo como algo
impredecible y hostil, respondiendo en consonancia:
apartándose de él o riñéndole
(Bowlby, 1985; 1998). Entre ambos extremos se encuentran las
personas que pueden haber aprendido que una figura de apego
sólo responde de manera positiva cuando se le hace objeto
de mimos y halagos. Otros pueden haber aprendido durante la
infancia que la respuesta deseada solo puede obtenerse si se
cumplen determinadas reglas del juego. Siempre
que esas reglas hayan sido modeladas y las sanciones tibias y
previsibles, el sujeto podrá seguir creyendo en la
posibilidad de obtener apoyo cuando lo necesite. Pero cuando las
reglas son estrictas y difíciles de cumplir, y en especial
cuando incluyen amenazas de quitar todo el apoyo, la confianza
suele desvanecerse (Bowlby, 1985; 1998).
ANTECEDENTES HISTÓRICOS DEL CONCEPTO DE
APEGO
El concepto de apego evolucionó del
Psicoanálisis, en particular de la teoría
de las relaciones objetales. El primero en desarrollar una
teoría del apego a partir de los conceptos que aportara la
psicología
del desarrollo,
con el objeto de describir y explicar por qué los
niños se convierten en personas emocionalmente apegadas a
sus primeros cuidadores, así como los efectos emocionales
que resultan de la separación, fue John Bowlby, quien
intenta mezclar los conceptos provenientes de la etología,
el psicoanálisis y la teoría de sistemas para
explicar el lazo emocional del hijo con la madre (Yarrow, 1972;
citado por Aizpuru, 1994). De esta forma, Bowlby (1985; 1998)
define al apego como "la conducta que reduce la distancia de las
personas u objetos que suministrarían protección"
Desde esta perspectiva, la conducta de apego parece ser un
componente más de entre las heterogéneas formas de
conducta comúnmente clasificadas dentro de la
categoría de conducta dictada por el temor.
Ainsworth (1983), lo define como aquellas conductas que
favorecen ante todo la cercanía con una persona
determinada. Entre estos comportamientos figuran: señales
(llanto, sonrisa, vocalizaciones), orientación (mirada),
movimientos relacionados con otra persona (seguir, aproximarse) e
intentos activos de
contacto físico (subir, abrazar, aferrarse). Es mutuo y
recíproco.
Sroufe y Waters (1977) describen el apego como "un lazo
afectivo entre el niño y quienes le cuidan y un sistema
conductual que opera flexiblemente en términos de conjunto
de objetivos,
mediatizado por sentimientos y en interacción con otros
sistemas de conducta". Ortiz Barón y Yarnoz Yaben (1993)
señalan que "el apego es el lazo afectivo que se establece
entre el niño y una figura específica, que une a
ambos en el espacio, perdura en el tiempo, se
expresa en la tendencia estable a mantener la proximidad y cuya
vertiente subjetiva es la sensación de seguridad" (
citados por Ortiz y Gutierrez, 2001).
Yela (2000) dice que la importancia del establecimiento
de un vínculo amoroso fuerte y confortable entre el
niño y una figura de apego de cara a un desarrollo
óptimo de la persona ha sido subrayada tanto por
etólogos (quienes consideran muchas conductas como
básicamente innatas y específicas de la especie o
de origen instintivo) como por psicodinámicos y otros
psicólogos de distintas corrientes.
Clasificación de
Ainsworth
Ainsworth y cols. (1978) elaboraron un instrumento
denominado "situación extraña" , con el objetivo de
evaluar la manera en que los niños utilizaban a los
adultos como fuente de seguridad, desde la cual podían
explorar su ambiente; también la forma en que reaccionaban
ante la presencia de extraños, y en los momentos de
separación y reunión con la madre. La prueba consta
de ocho episodios de tres minutos de duración cada uno.
Previamente a su aplicación, se brinda la información adecuada y precisa sobre la
misma, tanto a la madre como a la "persona extraña". La
secuencia completa de la interacción es videograbada a
través de una cámara de Gessell. (Lartigue y Vives,
1992). Ainsworth distinguió a raíz de ésta
prueba tres tipos de apego según la respuesta del
niño:
- Niños ansiosos-evitantes:
- Niños con apego seguro
- Niños con apego
ansioso-ambivalente:
Tomando como base la clasificación de Ainsworth,
se procede a describir las características de cada uno de
estos tipos de apego.
Apego seguro
Un patrón óptimo de apego se debe a la
sensibilidad materna, la percepción
adecuada, interpretación correcta y una respuesta
contingente y apropiada a las señales del niño,
fortalecen interacciones sincrónicas (Aizpuru,
1994).
Las personas con estilos de apego seguro, son capaces de
usar a sus cuidadores como una base de seguridad cuando
están angustiados. Ellos tienen cuidadores que son
sensibles a sus necesidades, por eso, tienen confianza que sus
figuras de apego estarán disponibles, que
responderán y les ayudarán en la adversidad. En el
dominio
interpersonal, tienden a ser más cálidas, estables
y con relaciones íntimas satisfactorias, y en el dominio
intrapersonal, tienden a ser más positivas, integradas y
con perspectivas coherentes de sí mismo. De igual forma,
muestran tener una alta accesibilidad a esquemas y recuerdos
positivos, lo que las lleva a tener expectativas positivas acerca
de las relaciones con los otros, a confiar más y a intimar
más con ellos (Feeney, B. & Kirkpatrick, L. 1996,
citados por Gayó, 1999).
Apego ansioso – evitante
Para la conducta que tiende a aumentar la distancia de
personas y objetos supuestamente amenazadores resultan
convenientes los términos "retracción" "huida" y
"evitación". Para otro componente importante y
adecuadamente organizado, el término utilizado es
"inmovilización" (Bowlby, 1985; 1998).
La conducta de retracción y la de apego se suelen
dar con frecuencia ya que ambas cumplen una misma función:
protección. Resulta fácil combinar en una
acción única el acto de alejarse de una zona y
acercarse a otra. No obstante, existen poderosas razones para
trazar un distingo entre ambas. En primer lugar, aunque en buena
medida las condiciones que las provocan son las mismas, no
siempre ocurre así. La conducta de apego, por ejemplo,
puede ser activada por la fatiga o la enfermedad, tanto como una
situación que provoca miedo. Por otra parte, cuando ambas
formas de conducta son activadas al mismo tiempo no siempre son
compatibles, aunque si lo sean en la mayoría de los casos.
Por ejemplo, puede producirse una situación conflictiva
cuando el estímulo que provoca tanto la huida como la
conducta de acercamiento de un individuo se halla ubicado entre
éste último y la figura en quien se centra su
afecto. Reviste primacía una u otra forma de conducta
cuando el individuo atemorizado marcha de manera más o
menos directa hacia la figura del apego, a pesar de que para ello
tiene que pasar cerca del objeto amenazador, o cuando huye de
este último aún cuando al hacerlo pone una
distancia cada vez mayor entre si mismo y la figura de apego
(Bowlby, 1985; 1998).
Una conducta de apego insegura-evitante o la presencia
de fallas en el establecimiento del vínculo
materno-infantil, también se ha asociado con madres que
maltratan a sus hijos, ya sea de manera física, verbal, a
través de la indiferencia o por una inhabilidad
psicológica (Egeland y Ericsson, 1987; mencionado por
Lartigue y Vives, 1992). Este tipo de apego no seguro, se ha
asociado con la presencia del "síndrome no orgánico
de detención del desarrollo" que se caracteriza por
carencias nutricionales y/o emocionales que derivan en una
pérdida de peso y un retardo en el desarrollo
físico, emocional y social. Muestran tener una menor
accesibilidad a los recuerdos positivos y mayor accesibilidad a
esquemas negativos, lo que las lleva, en el caso de las personas
evasivas, a mantenerse recelosos a la cercanía con los
otros y a las personas (Leventhal et al, 1988; mencionado por
Lartigue y Vives, 1992).
Las madres de niños evitantes pueden ser
sobreestimulantes e intrusitas (Aizpuru, 1994)
Las personas con este tipo de apego, tienen despliegues
mínimos de afecto o angustia hacia el cuidador, o
evasión de esta figura ante situaciones que exigen la
proximidad y rechazan la información que pudiese crear
confusión, cerrando sus esquemas a ésta, teniendo
estructuras
cognitivas rígidas tienen más propensión al
enojo, caracterizándose por metas destructivas, frecuentes
episodios de enojo y otras emociones
negativas (Gayó, 1999). 9Algunos niños
sujetos a un régimen imprevisible parecen llegar a un
punto de desesperación en el que, en vez de desarrollar
una conducta afectiva caracterizada por la ansiedad, muestran un
relativo desapego, aparentemente sin confiar en los demás
ni preocuparse por ellos. A menudo esta conducta se caracteriza
por la agresividad y la desobediencia, y esos niños son
siempre propensos a tomar represalias. Este tipo de desarrollo es
mucho más frecuente en los varones que en las
niñas, en tanto que ocurre a la inversa en el caso de una
conducta de fuerte aferramiento y ansiedad (Bowlby, 1985;
1998).
Apego ansioso ambivalente
Los sujetos ambivalentes son aquellos que buscan la
proximidad de la figura primaria y al mismo tiempo se resisten a
ser tranquilizados por ella, mostrando agresión hacia la
madre. Responden a la separación con angustia intensa y
mezclan comportamientos de apego con expresiones de protesta,
enojo y resistencia.
Debido a la inconsistencia en las habilidades emocionales de sus
cuidadores, estos niños no tienen expectativas de
confianza respecto al acceso y respuesta de los primeros. Estas
personas están definidas por un fuerte deseo de intimidad,
junto con una inseguridad respecto a los otros, pues desean tener
la interacción e intimidad y tienen intenso temor de que
ésta se pierda. De igual forma, desean acceder a nueva
información, pero sus intensos conflictos las
lleva a alejarse de ella (Gayó, 1999)
Una situación especial en la que se produce
conflicto
entre la conducta afectiva y la conducta de alejamiento, es la
que se produce cuando la figura de apego es también la que
provoca temor, al recurrir, quizás, a amenazas o actos de
violencia. En
esas condiciones, las criaturas más pequeñas no
suelen huir de la figura hostil, sino aferrarse a ella (Bowlby,
1985; 1998).
Todo apego regido por la ansiedad se desarrolla no
sólo porque el niño ha sido excesivamente
gratificado, sino porque sus experiencias lo han llevado a
elaborar un modelo de figura afectiva que suele mostrarse
inaccesible o no responder a sus necesidades cuando aquél
lo desea. Cuanto más estable y previsible sea el
régimen en el que se cría, más firmes son
los vínculos de afecto del pequeño; cuanto
más imprevisibles y sujetos a interrupciones sea ese
régimen, más caracterizado por la ansiedad
será ese vínculo (Bowlby, 1985; 1998).
Otras clasificaciones del apego
Por su parte, Main y Cassidy (1988) concuerdan al hablar
de tres tipos básicos de niños, el tipo A
(evitante), el tipo B (seguro) y C (ambivalente).
Vargas y Díaz Loving (2001) realizaron un estudio
de campo en niños de primaria, encontrando siete estilos
de apego: evitante-ansioso agresivo, seguro externo, seguro
interno, evitante independiente, preocupado amistoso, ansioso
manipulador e interdependiente cercano expresivo (Vargas, A;
Díaz, R y Sánchez, R., 2000).
Bartholomew (1993) (citado por Vargas, A; Díaz, R
y Sánchez, R., 2000) propone un modelo de apego que se
compone de cuatro estilos: seguro, temeroso, alejado y
preocupado, derivado de la imagen que se
tiene de uno mismo y de la persona de apego. Byng Hall (1999)
plantea cuatro estilos: Evitante (A), Seguro (B), Ambivalente o
resistente (C) y desorganizado/desorientado (D, o
A+C).
La primera tipología reportada del apego adulto
en México
menciona cuatro estilos: seguro-autónomo,
dependiente-preocupado, evasivo-rechazante y desorganizado
(Martínez-Stack, 1994; citado por Vargas, A; Díaz,
R y Sánchez, R., 2000).
Mientras que en los estilos de apego en la pareja, Ojeda
(1998) (citado por Vargas, A; Díaz, R y Sánchez,
R., 2000 identifica siete: miedo-ansiedad, inseguro-celoso,
seguro-confiado, realista-racional, independiente-distante,
distante-afectivo, dependiente-ansioso
Klauss y Kenell (1976) (citados por Craig, 1999),
llegaron a la conclusión de que el contacto de la madre
durante las primeras horas del nacimiento, daban lugar a un mayor
apego; sin embargo, investigaciones
recientes no le prestan tanta importancia a dichos resultados,
aunque tampoco se niega la contribución de dicho contacto
sobre todo para el vínculo entre las madres primerizas con
sus hijos.
Stroufe y Rutter (1984) (citados por Trianes, 2000),
mencionan que entre las tareas del desarrollo para
niños de 0-1 año se encuentra la
regulación biológica: interacción con la
madre o padre armonioso, formulación de una buena
relación de apego. Y con niños de 1-2 ½
años: exploración, experimentación y dominio
del mundo del objeto (el cuidador como una base segura);
individuación y autonomía, responder al control externo
de los impulsos.
Las tareas evolutivas características de cada
etapa comienzan en los primeros meses, donde tienen que ver con
el establecimiento de un buen lazo afectivo con los padres y de
respuestas a las exigencias paternas y sociales sobre el control
de esfínteres, los cambios en la alimentación, y otras
(Trianes, 2000).
Antes de las dieciséis semanas las respuestas
diferencialmente dirigidas hacia una figura en particular son muy
pocas y sólo se advierten cuando se aplican métodos de
observación muy sensibles; entre las dieciséis y
las veintiséis semanas las respuestas diferencialmente
dirigidas son más numerosas y perceptibles; y en la
mayoría de los bebés de seis meses o más
criados en el seno de una familia todos
pueden percibirlas (Bowlby, 1985; 1998). Piaget (1937)
menciona que durante la segunda mitad del primer año, hay
pruebas de que
el pequeño comienza a concebir el objeto como algo que
existe independientemente de sí mismo, en un concepto de
relaciones espaciales y causales, incluso cuando no lo percibe
directamente, por lo cuál puede emprender su
búsqueda. Aunque los resultados obtenidos indican que la
mayoría de los bebés desarrollan anteriormente esa
capacidad en relación con las personas que en
relación con las cosas, sólo hacia el noveno mes
aquella se desarrolla de manera razonable y, en una
minoría, recién varias semanas
después.
El hecho de poder confiar
en una figura de afecto, amén de mostrarse accesible y que
pueda ser capaz de responder a los requerimientos del sujeto,
dependería de: a) el que se estime que la figura de apego
es o no el tipo de persona que por lo general pueda responder a
los requerimientos de apoyo y protección; b) el que uno
mismo, de acuerdo con las estimaciones, sea o no el tipo de
persona hacia quien un tercero pueda responder con muestras de
apoyo. Como resultado, el modelo de la figura de afecto y el
modelo de si mismo suelen desarrollarse de manera tal que se
complementan y reafirman mutuamente (Bowlby, 1985;
1998).
El desarrollo emocional durante el primer año
establece la base de la salud mental en
el individuo humano (Winnicott, 1995), pero desde el momento del
parto y las
semanas posteriores, el apego de la persona se va consolidando.
De esta forma, se ha constatado que las madres cansadas o
deprimidas en las semanas siguientes al parto incrementan la
posibilidad de que sus hijos mayores se vuelvan retraídos,
se reduce el apego por la falta de atención habitualmente
dispensada por la madre (Ortigosa, 1999).
Desde los siete meses de edad, los niños son muy
sensibles a las separaciones y vulnerables a percibir
separaciones inesperadas como amenazas a la relación de
afecto con su madre o padre. Antes de esta edad no son tan
sensibles porque los lazos afectivos se están formando, y
después de los 4 años tampoco lo son, puesto que
han adquirido las habilidades cognitivas que mantienen la
relación con sus figuras de apego cuando están
ausentes. En este proceso muchos niños utilizan
muñecos u otros objetos que les inspiran confianza y les
ayudan a controlar la ansiedad de separación (Trianes,
2000). El tipo de apego desarrollado al año de edad,
predice el tipo de apego a los 18 meses, la frustabilidad,
persistencia, cooperatividad y entusiasmo en la tarea a los 24
meses, la competencia
social en los preescolares y la autoestima, empatía y la
conducta en el salón de clases (Stern, 1985 mencionados
por Lartigue y Vives, 1992) A medida que crecen, los
pequeños pueden recurrir a la visión y a la
comunicación oral como medio de mantener el contacto
con la madre.
En presencia de una figura materna sensible a sus
requerimientos, por lo común el bebe se muestra contento;
y una vez que adquiere cierta movilidad suele explorar el mundo
circundante lleno de confianza y valor. En
ausencia de aquella figura, más tarde o más
temprano el bebe experimenta un sentimiento de zozobra y responde
con una viva sensación de alarma a toda suerte de
situaciones imprevistas, por levemente extrañas que le
resulten. Ante la inminente partida de la figura materna o cuando
ésta no puede ser hallada, el pequeño suele
emprender una acción dirigida a detenerla o buscarla, y no
logra superar su ansiedad hasta tanto no lograr cumplir sus
objetivos. (Bowlby, 1985; 1998).
En la adolescencia,
el vínculo de apego que une al hijo con sus padres cambia,
ya que otros adultos comienzan a tener igual o mayor importancia
que los padres acompañando la atracción sexual que
empieza a sentir por compañeros de su misma edad. En esta
etapa, las variaciones individuales en el apego se vuelven
mayores. En un extremo se encuentran los adolescentes
que se apartan por completo de sus padres; y en el otro, los que
siguen apegados a ellos y no pueden o quieren dirigir su conducta
de apego hacia otras personas. En medio se encuentran los que
siguen teniendo un apego fuerte hacia los padres, pero sus
vínculos con los demás también son
importantes. El vínculo con los padres se mantiene durante
la vida adulta y afecta a la conducta de diferentes maneras. En
la vejez cuando la conducta de apego ya no puede orientarse hacia
miembros de la generación anterior, tal conducta se puede
dirigir hacia los miembros de la generación más
joven Durante la adolescencia y la vida adulta, parte de la
conducta de apego no sólo se suele dirigir hacia personas
de fuera de la familia, sino también hacia grupos e instituciones
fuera de esta. Para muchos la escuela, trabajo,
grupo
religioso, etc., pueden convertirse en figuras de apego
subsidiarias. En tales casos, es probable que, al menos
inicialmente, el vínculo con el grupo se establezca por el
apego hacia un miembro que ocupe una posición destacada en
él. Ante una enfermedad o catástrofe, los adultos
se vuelven con frecuencia más exigentes respecto de los
demás. Ante un desastre o peligro, es casi seguro que el
sujeto buscará la proximidad de algún conocido en
quien confía (Bowlby, 1969; 1998).
En cuanto al miedo a los extraños, la secuencia
se encuentra marcada por los siguientes hitos:
- Los primeros días de vida, el bebe no
discrimina entre personas familiares y no familiares. Reacciona
de forma similar ante unos y otros - Audaz: la presentación de objetos novedosos
desencadenan respuestas de interés
sin temor - 3 y 6 meses: reacción positiva ante personas
desconocidas, pero comienza la diferenciación en la
interacción con las personas conocidas y no
conocidas. - 6 y 8 meses: cauto e inhibido ante la persona
extraña - 8-9 meses: miedo a los extraños
- 9-12: aumento en la intensidad conductual del miedo a
los desconocidos - 24 meses: máximo de intensidad del miedo. A
partir de los dos años suele perder intensidad debido a
procesos
autorregulatorios (Fernández et. al, 2002).
Figuras de apego
Osofsky y Ebehart (1988) (mencionados por Lartigue y
Vives, 1992), identificaron tres patrones de riesgo en los que
tenía lugar un intercambio de afectos negativos. El primer
patrón fue de blandura o aburrimiento en la
interacción, en el cual casi no existe comunicación; el segundo patrón
caracterizado por el enojo y rabia de la madre hacia el
bebé; el tercer patrón como un intercambio negativo
mixto donde el infante y su madre aparecen fuera de
sincronía el uno con el otro; y por último, cuarto
patrón de interacción recíproca positiva
caracterizado por la disponibilidad emocional, sintonía
afectiva y sensación de bienestar
El mero hecho de estar cerca de una madre y poder verla
parece suficiente como para brindar a un pequeño de dos
años una sensación de seguridad, en tanto que un
pequeño de un año suele insistir en sus deseos de
entablar contacto físico. Los niños de dos
años se quejan menos que los de un año durante
periodos breves en que las madres los dejan solos. Lee llega a la
conclusión de que, por comparación con los
niños de un año, los de dos años poseen
estrategias
cognitivas más perfeccionadas para mantener el contacto
con la madre. Recurren en medida mucho mayor a la
comunicación ocular y verbal, y con probabilidad
también elaboran imágenes
mentales (Bowlby, 1985; 1998). .
En su estudio longitudinal de pequeños de dos a
tres años, Maccoby y Feldman (1972) advierten la habilidad
mucho mayor de estos últimos para comunicarse con la madre
a distancia, así como su capacidad para comprender que la
madre habrá de retornar muy pronto cuando sale de la
habitación. Cuando se compara la reacción de los
niños de tres años ante la breve ausencia de la
madre con la de os de dos años, se advierte que disminuyen
notoriamente conductas tales como el llanto y los movimientos en
dirección a la puerta cerrada. Los
pequeños de tres años que han sido dejados solos
recuperan su ecuanimidad incluso cuando se reencuentran con una
persona desconocida, en tanto que los de dos años
permanecen tan perturbados ante el regreso de la desconocida como
cuando estaban completamente solos (Bowlby, 1985; 1998).
.
De algunos estudios de experiencias en
separación, se concluye que:
En una situación benigna, aunque ligeramente
extraña, los pequeños de once a treinta y seis
meses, criados en el seno de su familia, advierten de inmediato
la ausencia de la madre y por lo común demuestran cierta
inquietud, cuyas pautas varían considerablemente, pero que
con frecuencia llega a revestir la forma muy obvia, y a veces
intensa, de ansiedad y zozobra. La actividad del juego se reduce
abruptamente y puede cesar por completo. Son comunes los
esfuerzos dirigidos a alcanzar a la madre ( Bowlby, 1985;
1998).
Lartigue y Vives (1992), mencionan que la investigación realizada por Fonagy, Steele
y Sttele (1991) en 100 mujeres en su primera gestación, a
través de la entrevista
del apego adulto y su posterior seguimiento al año de edad
en los infantes, demostró que las representaciones del
tipo de apego de la madre (autónomo, rechazante o
preocupado) tenían la capacidad predictiva en un 75% del
patrón subsiguiente de apego del infante.
Por su parte, Sears (1989, (citado por Aizpuru, 1994),
menciona que el apego a la madre o cuidador primario es
sólo uno, el primero de tres apegos verdaderos que ocurren
en la vida. El segundo sería en la adolescencia
tardía, la búsqueda del segundo objeto, la pareja.
El tercero sería hacia el hijo o hijos. En cuanto a la
frecuencia con que la conducta de apego se dirige hacia figuras
diferentes de la madre, Schaffer y Emerson descubrieron que,
durante el mes siguiente al momento en que los niños
mostraron por primera vez esa conducta, la cuarta parte de
éstos la dirigía también hacia otros
miembros de la familia. Al cumplir dieciocho meses, la gran
mayoría de los niños se sentían apegados, al
menos, a una figura más, y con frecuencia a varias. Entre
esas otras figuras, el padre era quien más frecuentemente
daba lugar a la conducta de apego. También se halló
que durante los primeros meses de manifestada esa conducta,
cuanto mayor era el número de figuras hacia quienes el
pequeño estaba apegado, más intenso solía
ser este apego hacia su madre como principal figura (Bowlby,
1969; 1998). La fase más sensible a la ausencia paterna se
halla entre los cero y los dos años, ya que parece ser la
etapa más debilitante para la
personalidad en términos generadores de
vergüenza, culpa, inferioridad y desconfianza Santrock
(1970) (mencionado por Navarro y Steva, 1986).
Por otra parte, los padres que participan en el
nacimiento de su hijo sienten una atracción casi inmediata
por él, acompañada de sentimientos de
alegría, orgullo y autoestima Algunos estudios indican que
tienen un vínculo y apego más fuertes con el hijo
que los que no intervienen en el nacimiento ni en los cuidados
iniciales; pero dichos padres pueden distinguirse en muchos otros
aspectos (que pudieran favorecer tal vínculo) de los que
no optan por tener tal contacto (Craig, 1999).
Instituciones de cuidado y trabajo de la
madre
Conforme la mujer se
integra a la vida productiva y se ve obligada a contribuir cada
vez en forma más activa a la economía familiar,
crece su necesidad de recurrir a instituciones que se encarguen
de la crianza infantil. Así, a lo largo de un día
de trabajo, el infante permanece más tiempo de vigilia en
la institución que al lado de su madre. DE la crianza a la
que se exponga el infante en estas instituciones dependerá
en gran medida, su desarrollo intelectual (Guzmán, A;
Barranco, R y González, S; 1989). Guzmán et. Al,
(1989) realizaron un estudio con el fin de determinar si se dan
factores de riesgo que pongan el peligro el desarrollo
intelectual y mental de los niños que pasan la mayor parte
de sus horas de vigilia en instituciones de cuidado infantil. El
procedimiento
consistió en registrar el comportamiento
de 10 educadoras de 10 CENDIS del D.F. que atendían a
lactantes (46 días a 1 año y 6 meses de edad),
así como el valorarlas de manera personal. Se
encontró que de las cinco categorías de conducta
existentes, las educadoras dedicaron un 51% de tiempo a todas
aquellas actividades que no significaran un contacto con los
niños, un 20% a las interacciones negativas, un 22% al
cuidado realizado en forma impersonal y tan solo un 5 % en
demostrar afecto al infante, finalizando con un 2% dedicado a
conducta de estimulación. Él estudio
demostró también que dichas personas presentaban
insatisfacción con su trabajo, problemas familiares y
personales y que esto repercutía en sus trabajo con los
niños.
Guzmán, Padilla y Trujado (1990), realizaron un
estudio con el fin de identificar las variables
implícitas en la crianza que podrían ayudar a
predecir la utilización, por parte del niño, de
recursos para
afrontar situaciones estresantes tales como el momento de la
separación de la madre. Seleccionaron una situación
de separación natural: el ingreso al jardín de
niños, y tras aplicar cuestionarios a 142 madres de
niños entre 4 y 5 años, se llegó a la
conclusión de que las demostraciones de ansiedad de la
madre parecen relacionarse directamente con las demostraciones de
ansiedad en el niño; si la madre llegan a un acuerdo de
planes antes de una separación el niño tiende a
presentar menos ansiedad y si la madre durante la crianza aprende
a mostrar menos ansiedad ante ciertas situaciones estresantes y
comunes, promoviendo la seguridad, el niño las
afrontará también con más recursos y
capacidades para adaptarse a los cambios.
Rutter (1972) (citado por Lara y cols., 1994) menciona
que en ninguno de los estudios en los que se ha observado a
niños de madres trabajadoras se ha reportado una ruptura
en la relación de apego con ella o dificultades en la
formación de lazos de apego con otros cuidadores. Los
resultados son inconsistentes.
Se han identificado una serie de variables mediadoras
entre el trabajo
materno y el tipo de apego. Entre estas se encuentra la calidad
del cuidado alternativo: cuando este es de calidad (prontitud de
respuesta de la madre, su accesibilidad ante las necesidades del
niño, calidez, aceptación y libertad de
expresión emocional) (Clarke-Stewart, 1988, citado por
Lara y colsn., 1994) no se presentan diferencias entre los
niños de madres empleadas y los que son cuidados
exclusivamente por sus madres. Por lo que se refiere a la edad de
separación existe controversia; mientras que algunos
piensan que los efectos son más adversos antes del primer
año, otros observan mayor incidencia de apego inseguro
cuando se da después de esta edad. En cuanto al sexo se
reporta de manera consistente, mayor vulnerabilidad a las
separaciones de la madre en varones ( Lara y cols., 1994).
Barglow, Vaughn y Monitor (1987)
reportan mayor prevalencia de apego inseguro en los
primogénitos (Lara y Cols., 1994)
Lara y Cols., (1994) realizaron un estudio en España con
el objeto de evaluar los efectos del trabajo materno sobre la
salud emocional
de los niños, a partir de entender algunas de las
variables asociadas al estatus laboral de las
madres. El grupo de madres trabajadoras (MT) estuvo representada
por enfermeras. Las madres no trabajadoras (MNT) son mujeres ni
empleadas en el momento del estudio. Se encontraron efectos muy
leves del estatus laboral de la madre sobre la conducta de apego
de los pequeños manifestados en un mayor porcentaje de
niños con apego desorganizado entre los de MNT. Se
observó un efecto significativo en el desarrollo
intelectual a favor de los niños de madres trabajadoras
(hasta los cinco años). Tanto en patrón de apego
como en nivel de desarrollo, a los seis años los varones
mostraron desventajas en relación con las niñas. Se
observó solo efecto negativo en los niños de las
tensiones con la pareja en MT. La relación entre la mayor
frecuencia de apego ambivalente y la presencia de otros adultos
en casa y mayor apego evitativo y la ausencia de otros adultos en
los niños de las MT, habla de las dificultades que se
generan cuando hay otros cuidadores.
En cuanto a la conducta en presencia y ausencia de la
madre, varios psicólogos registraron la conducta de los
niños pequeños cuando ingresan por primera vez a
una guardería o asisten a un centro de
experimentación para ser examinados. Los especialistas
recogieron datos que prueban
que el ingreso a la guardería mucho antes de los tres
años constituye una experiencia indeseable para la
mayoría de los niños, debido a las tensiones que
les provoca. En el primer estudio realizado por Shirley y Poyntz
(1941), se observó a 199 pequeños (101 varones y 98
mujeres) de dos a ocho años en el curso de una visita de
un día de duración a un centro de
investigación, durante la cual fueron sometidos a una
serie de exámenes médicos y psicológicos,
intercalados con periodos dedicados al juego, la comida y el
descanso. Los niños permanecieron todo el tiempo sin las
madres. En los resultados, relación que los niños
de tres años solían demostrar mayor inquietud que
los de los grupos de mayor y menor edad: "los pequeños de
dos años o dos años y medio tenían poca
conciencia de lo
que les reportaría el día; experimentaban escaso
temores por anticipado". A los tres años, tomaban mayor
conciencia de las exigencias de la jornada y se mostraban
más reacios a dejar sus hogares". Ello ocurría en
el caso de aquellos que habían efectuado una o dos visitas
previas al centro. Lejos de acostumbrarse a los exámenes
bianuales en ausencia de la madre, los pequeños se
mostraban cada vez más aprensivos al respecto. Y
solían demostrar mayor inquietud al comienzo del
día (shirley, 1942). Mayor perturbación en los
niños mayores al prever más fácilmente lo
que habría de suceder. (Citado por Bowlby, 1985;
1998)
Diferencias de género
Vargas, A; Díaz, R y Sánchez, R., (2000),
realizaron un estudio que pretendía identificar si
existían diferencias en el uso de un estilo particular de
apego en niños y niñas de cuatro grupos de edad que
abarcan la gama de infancia y pubertad. Se
aplicó el instrumento de estilos de apego. Los
niños puntuaron más alto en el estilo
seguro-interno (desenvoltura e independencia), lo que le lleva a explorar
prácticamente con cualquier persona. Esta tendencia es
congruente con la forma en la que el proceso de socialización se desenvuelve en la cultura
mexicana pues a los niños se les refuerza ser
independientes, dinámicos y autónomos.
También mostraron el estilo evitante Ansioso- Agresivo
más que las niñas. En contraste, los estilos
predominantes en las niñas fueron: seguro externo
(accesibilidad y apertura al trato con las personas) y preocupado
amistoso (necesidad de compañía reflejada en
conductas afiliativas), manifestando de esta manera los roles
esperados por la cultura mexicana que con anterioridad mencionara
Díaz Guerrero (1994). También, se observó
que hay una tendencia creciente en el estilo evitante
independiente conforme los niños son mayores y un
decremento en el estilo seguro externo conforme la edad aumenta.
Esto puede explicarse en función de una menor dependencia
de los padres para volverse más autónomos e
independientes (Craig, 1996; citado por Vargas, A; Díaz, R
y Sánchez, R., 2000)
En algunos estudios y a determinada edad no se observa
diferencias en la conducta de niñas y varones. En la
medida en que se observan diferencias, se advierte que los
varoncitos tienden a explorar más en presencia de la
madre, y se muestran más vigorosos en sus intentos por
alcanzarla cuando aquella se marcha; las niñas por su
parte, suelen mantener una mayor proximidad con la madre y
entablar amistad
más rápidamente con la desconocida (Bowlby, 1985;
1998). Sin embargo, los varones son los que suelen sufrir
más la separación de la madre.
En la infancia existen cantidad de situaciones y
acontecimientos que pueden ser considerados como estresores,
porque implican daño o
pérdida; son amenazas reales o potenciales para el
bienestar, retos ante los cuales irremediablemente hay que
responder. Migram (1996) (citado por Trianes, 2000), propone una
clasificación de dichos acontecimientos: 1) tareas
rutinarias,. 2) actividades o transiciones normales del
desarrollo 3) acontecimientos convencionales, 4) acontecimientos
negativos, 5) alteraciones familiares graves, 6) desgracias
familiares, 7) desgracias personales y 8) desgracias
catastróficas.
Toda separación ejerce un efecto particularmente
adverso sobre los niños cuyos padres suelen mostrarse
hostiles o amenazarlos con la separación como medida
disciplinaria, o cuya vida familiar es inestable. De esta forma,
se observa que las amenazas de abandono o suicidio por
parte de los padres, suelen desarrollar más la
elaboración de un apego ansioso. La amenaza de abandono
puede expresarse de distintas maneras: afirmar que al
pequeño se le puede llevar a un lugar para niños
malos, a la policía. Otro tipo de amenaza es la que dice
el padre cuando menciona que se marchará de la casa,
dejándolo solo. Una tercera, radica en señalar que
si el niño no se porta bien, la madre o el padre se
enfermarán e incluso morirán. Una cuarta, es la
realizada en momentos de enojo y cediendo a la impulsividad, que
hace uno de los padres en el sentido de abandonar a la familia, e
incluso de cometer suicidio. También ha de tomar en cuenta
la ansiedad que se despierta cuando el niño oye discutir a
sus padres, y por lo tanto, teme que uno de ellos llegue a
abandonar el hogar (Bowlby, 1985; 1998).
Méndez (1999), menciona que los factores que
explican el origen y la persistencia de los miedos infantiles
son: 1) preparatoriedad, 2) vulnerabilidad biológica, 3)
vulnerabilidad psicológica, 4) historia personal y 5)
experiencias negativas.
Los elementos que componen la experiencia del estrés en
los niños son: 1) variables antecedentes (estímulos
estresantes), 2) variables que median la experiencia del
estrés: modeladoras (género,
edad, temperamento) y amortiguadoras o protectoras (familia,
interacción), 3) factores de riesgo (condiciones
personales y ambientales que predisponen a padecer estrés)
y 4) factores de afrontamiento (condiciones personales y
ambientales que ayudan a manejar y superar el estrés)
(Trianes, 2000).
Según Ortiz (1994) (citado por Fernández
et. al, 2002), la activación del sistema del miedo depende
de la evaluación
que el niño realice de la situación. Incluyendo
factores tanto individuales (seguridad de apego, experiencia
social previa, temperamento y capacidades cognitivas) como
contextuales (novedad de la situación, forma de
aproximarse e interactuar de la persona extraña, edad de
la persona extraña y presencia de las figuras de
apego).
Por otra parte, el miedo a extraños se manifiesta
en la siguiente secuencia: 1) tendencia a retirarse y/o evitar a
la persona extraña, 2) reducción de conductas de
interacción social positiva, 3) orientación de la
mirada, atención y manipulación hacia otros
elementos, 4) manifestación de temblores, 5)
expresión de llanto y/o quejas intensas, 6)
manifestación de desagrado o malestar, 7)
activación de conductas de apego 8 (Fernández et.
al, 2002).
Separaciones
Según Bowlby (1985; 1998), en las separaciones
prolongadas los niños atraviesan tres fases:
1) Protesta y trata de recuperar a la madre por
todos los medios
posibles
2) Desespera la posibilidad de recuperarla pero, sigue
preocupado y vigila su
retorno
3) Desapego emocional
Siempre que el periodo de separación no sea
demasiado prolongado, ese desapego no se prolonga
indefinidamente. Mas tarde, el reencuentro con la madre, causa el
resurgimiento del apego. De ahí en adelante, durante
días o semanas, el pequeño insiste en permanecer
con ella. Siempre da muestras de ansiedad cuando intuye su
posible partida (Bowlby, 1985; 1998).
La respuesta infantil es diferente dependiendo de quien
inicia la separación. El niño no muestra signos de
miedo cuando se aleja porque alguna cosa atrae su curiosidad o
para jugar. Si la separación se realiza contra su voluntad
manifiesta señales de intenso temor, aunque el adulto
cuidador permanezca en su campo de visión, y busca
ansiosamente el contacto con él. Así, durante la
infancia, se producen las separaciones forzadas por diversas
circunstancias (Méndez, 1999):
- Escolarización
- Hospitalización
- Divorcio
- Muerte
Escolarización
Investigadores sostienen que los niños deben
percibir su ambiente como seguro para tener éxito y
cubrir las demandas académicas de la escuela (Hoover y
Hazker, 1991, citado por Juvonen, 1999).
La escuela se presenta, como el más importante
contexto social y de aprendizaje de
conocimientos, dando lugar a nuevos y desconocidos retos con la
ambigüedad de contribuir al crecimiento personal o
convertirse en acontecimientos que amenazan a dicho crecimiento
(Trianes, 2000). Los factores interpersonales desempeñan
un papel fundamental para promover el aprendizaje en
la escuela y que éste puede optimizarse en contextos
interpersonales caracterizados por el apoyo, autonomía y
el sentido de relación con los demás (Ryan y
Powelson, 1991, citados por Juvonen, 1999). Por consiguiente, la
amistad que es definida como "una relación voluntaria y
recíproca entre dos niños" (Bukowski y Hoza, 1989;
citado por Juvonen, 1999) actúa como apoyo para los
niños pequeños en su ambiente escolar y, por tanto,
los ayuda a aclimatarse a la escuela. También, se observa
que un apego seguro es la base para que los niños en
edades preescolares muestren competencia en las relaciones con
los iguales, sean aceptados por compañeros y tengan amigos
(Trianes, 2000). El rechazo de sus compañeros puede
desarrollar actitudes
negativas e inhibirlos en la exploración (Juvonen, 1999)
de tal manera que llanto, quejas, tristeza, apatía por ir
a la escuela, excesivo apego al adulto y otros síntomas
pueden ser debidos a una percepción de soledad asociada al
hecho de no tener compañeros con quien jugar (Trianes,
2000).
Entre los chicos, las amistades dentro del aula que se
caracterizan por altos niveles de conflicto se asocian con
múltiples formas de mala adaptación a la escuela,
incluidos niveles elevados de soledad y evasión de la
escuela y niveles muy bajos de agrado y compromiso con ella. Los
niños que cuentan con un amigo mutuo en el salón de
clases pueden estar dispuestos a utilizarlo como fuente de apoyo
emocional o instrumental o tal vez como una base segura a partir
de la cual exploran el ambiente escolar (Howes, 1988, citado por
Juvonen, 1999). La mera participación en la amistad con un
compañero de clase puede
actuar como un factor de protección para los niños,
que de otra manera correrían el riesgo de sufrir
experiencias negativas en la escuela (como sentimientos de
soledad) (Juvonen. 2000).
En cuanto a la relación con los profesores, Howes
y Hamilton (1992) notaron que uno de los muchos papeles de los
maestros de niños pequeños es el de proveer cuidado
y ser responsables por el bienestar físico y emocional del
chico en ausencia de sus padres. Al proporcionar una base segura
a partir de la cual el niño puede explorar sus
alrededores, los maestros facilitarán la adaptación
de éste al ambiente escolar. Tres características
de relaciones entre maestros y niños, significativas para
los pequeños a medida que se enfrentan a transición
en diferentes años escolares son: cercanía
(relaciones de apoyo), dependencia y conflicto. Los
teóricos del apego han distinguido entre apego (que tiene
connotaciones positivas) y la dependencia (connotaciones del
desarrollo negativas); se considera adaptable el hecho de que la
cercanía incremente con el tiempo y que la dependencia
disminuya. Los niños que son excesivamente dependientes
podrían sentirse indecisos para explorar su ambiente
escolar. Los sentimientos de soledad y ansiedad, así como
los sentimientos negativos acerca de las actitudes hacia la
escuela y los compañeros de clase, también son
más comunes en niños que muestren niveles
más elevados de dependencia hacia el maestro. Birch y Ladd
(1994) (mencionados por Juvonen, 1999) comprobaron que los
niños con relativamente poco conflicto, poca dependencia o
mayor cercanía con sus maestros eran mejor aceptados por
sus compañeros de clase que los chicos que experimentaban
más conflicto, dependencia o menos
cercanía.
Hospitalización
Según Priego y Valencia (1988), la
hospitalización puede causar reacciones inmediatas en el
mismo momento de la separación (gritos, llantos,
negación a quedarse) o bien después de la
experiencia en conductas tales como regresión, actitudes
de rechazo a los padres, alteraciones del sueño o
alimenticias, etc. Tales comportamientos dependen de una serie de
factores como el conocimiento
previo de lo que es un hospital, la personalidad
del niño, el tipo de relaciones que establece con sus
padres y la propia experiencia. Al respecto, se han realizado una
serie de estudios.
En 1915, durante la primera guerra
mundial, el médico alemán Ibrahim describe una
enfermedad del hospital, donde a pesar de los cuidados y el
equipo moderno con el que contaban, los niños iban
muriendo psíquicamente por una "falta de amor". Ese mismo
año, Pflaunder en Europa y H.D.
Chapin en E.U.A. dan el nombre de "hospitalismo" al
síndrome de deterioro físico y mental progresivo
que aparece en los niños internos desde sus primeros
días y que no podía atribuirse a deficiencias
higiénicas en el manejo de los niños o a otras
enfermedades,
sino al trato impersonal y carente de estímulos afectivos
y sociales que recibe un niño normal de su
madre.
En 1918, Morquio hablaba de que en los hospitales de
niños no se muere de la enfermedad que se trae, sino de la
que se adquiere, planteando la necesidad de que sea evitada en lo
posible la hospitalización de niños menores de dos
años y refiriendo que ésta sería más
tolerable cuanto más cerca pudiera estar la madre del
hijo. Hace especial énfasis en la falta de atención
que existe en el psiquismo del niño, en un medio que, a
pesar de la buena voluntad y preparación de las personas
que lo rodean, no logra sensibilizarlo y hacerle sentir aquello
que tiene en el ámbito del hogar y con su
familia
En 1940, Lowrey reporta que a través de una larga
estancia de 28 niños entre las dos semanas y los once
meses de edad en una institución 2 o 3 años, muchos
de estos niños presentaron un cuadro clínico
similar al de los niños rechazados por sus
familiares.
En 1945, spitz define al hospitalismo como el efecto
nocivo, sobre todo desde el punto de vista psiquiátrico,
de la atención que se da en los hospitales a infantes
puestos a su cuidado a temprana edad. También lo describe
como "el comportamiento peculiar de los niños que se
manifiesta por una primera fase de llanto y protestas, pasando a
un estado de
apatía, silencio, inercia, actitud sombría, dejando
de seguir la mirada, sin responder a la sonrisa y a la voz. Su
estado físico se deteriora perdiendo peso y aumentando su
sensibilidad en forma exagerada a las infecciones, su desarrollo
psicomotor presenta retrasos importantes. Spiz, realizó un
estudio que realizó a 69 niños residentes de una
casa cuna de una institución que refugiaba a madres
delincuentes, en donde cada una de ellas tenía la
oportunidad de atender a su hijo, con 61 pequeños de un
hogar de crianza que provenían de un núcleo social
y materno adecuado, pero cuyo impedimento era que sus madres no
podían hacerse cargo de ellos. Posteriormente,
ejecutó un seguimiento con 21 niños del hogar de
crianza que por su deprivación de cuidado,
estimulación y amor maternos sufren un daño
irreparable, tendiendo este incluso a ser progresivo.
Además del desarrollo físico y psicológico
inadecuado, todos estos niños mostraban un serio
decremento en su resistencia a la muerte y
por lo tanto, un alto índice de mortalidad.
En 1958 Bloom presenta un estudio realizado con 143
niños entre los 2 y 4 años expuestos a una
situación de estrés dada la significancia emocional
de una operación de amígdalas y de su posterior
hospitalización. El grupo de menor edad fue el que
presentó mayor ansiedad ante la hospitalización,
básicamente debida a la separación materna que
sufrían.
Se ha llegado a la conclusión que en aquellos
niños sobre los siete meses se presenta una forma de
conducta que representa la postura de la separación:
protesta durante el período inicial de
hospitalización; negativismo personal, intervalos de
conductas de sumisión y retiro, y un periodo de reajuste
al regresar al hogar durante el cual se mostró un gran
monto de inseguridad centrada alrededor de la presencia de la
madre. En aquellos niños por debajo de los siete meses,
por otro lado, la separación de la madre no produce
protestas significativas (Priego y Valencia, 1988)
Divorcio
En un estudio realizado por Henry y Holmes (1998)
(citado por Vargas, A; Díaz, R y Sánchez, R., 2000)
se evidencia la importancia del apego en las etapas iniciales de
la vida, pues parece que cuando niñas de padres
divorciados vs. No divorciados son evaluadas en términos
de su apego, éstas se identifican más con un estilo
preocupado, miedoso, menos seguro y rechazante (en orden
decreciente); mientras que los niños se identificaron
más con un estilo miedoso, preocupado, menos seguro y
rechazante, respectivamente. De igual forma, se ha evidenciado
que en los niños más pequeños, las
circunstancias más dramáticas de los primeros
momentos pueden ser vividas con menos consciencia de drama y
más normalidad si se mantienen las rutinas de vida y la
calidad de apego.(Trianes, 2000).
Arnold y Carnahan (1990) (citado por Trianes, 2000)
señala tres grupos de estresores más comunes
asociados al divorcio del
padre: perdida del acceso a los padres o a uno de ellos; cambios
en el entorno y condiciones de vida; hostilidades entre los
padres e intrusión del sistema legal en la familia. La
perdida de acceso en los niños pequeños puede ser
vivida con ansiedad de separación, mostrada con protestas,
lloros, búsquedas, enfados, llamando a mamá y otras
respuestas de activación fisiológica.
Muerte
Browlby (1980; 1997) destaca que las reacciones de duelo
que se observa a menudo en la niñez muestran muchos de los
rasgos que constituyen el sello característico del duelo
patológico adulto. Las cuatro variantes descritas por el
autor son:
- anhelo de la persona perdida
- reproche contra la persona perdida, combinado con
autorreproches - cuidado compulsivo de otras personas
- incredulidad de que la pérdida sea
permanente.
Consecuencias de la
separación
Hay razones para creer que después de una
separación muy prolongada o que se repite durante los tres
primeros años de vida el desapego experimentado puede
prolongarse de manera indefinida. Tras las separaciones
más breves desaparece esa conducta de desapego, por lo
común tras un periodo de horas o días. Por lo
general sucede una fase durante la cual el niño muestra
una notoria ambivalencia hacia sus padres. Exige su presencia y
llora amargamente si lo dejan solo; por otra parte puede dar
señales de rechazo hacia ellos o mostrarse hostil o
desafiante. Entre los factores determinantes de la
duración de esa ambivalencia, uno de los más
importantes suele ser el modo en que responde la madre (Bowlby,
1985; 1998).
Cuando el hijo regresa al hogar tras un periodo de
separación, su conducta plantea grandes problemas a sus
padres, y en especial a la madre. El modo en que esta responde
depende de muchos factores ( tipo de relación que haya
tenido con el pequeño antes de la separación, y el
hecho de considerar que conviene más tratar a un
niño exigente y perturbado dándole muestras de
seguridad y procurando calmarlo o recurriendo a medidas
disciplinarias). Westheimer (1970) centra su atención en
el modo en el que los sentimientos de la madre hacia el hijo
pueden modificarse en el curso de una prolongada
separación durante la cual no lo ve. Los sentimientos
anteriormente cálidos tienden a enfriarse y la vida en
familia se organiza de acuerdo con esquemas tales que no dan
lugar a que el niño pueda adaptarse a ella a su retorno
(Bowlby, 1985; 1998).
Hay pruebas de que cuando el hijo ha permanecido lejos
de su hogar en un lugar extraño y al cuidado de personas
desconocidas, siempre sigue albergando temor de que lo alejen
nuevamente del ambiente familiar. En un estudio realizado pro
Robertson, descubrió que los pequeños que
habían estado internados en un hospital tendían a
experimentar pánico
ante la visión de cualquier persona con chaqueta blanca o
delantal de enfermera y dieron claras muestras de temer un
posible reingreso al hospital. Los niños que no parecen
mostrar perturbación, son aquellos que nunca contaron con
una figura específica en la cual centrar su afecto, o que
han experimentado separaciones repetidas y prolongadas, por lo
cual desarrollaron un desapego más o menos permanente
(Bowlby, 1985; 1998).
En un estudio realizado por Hernicke y Westheimer en
1966, se observó a un grupo de niños bastante bien
integrados, al que se estudió durante las primeras semanas
de su asistencia a una guardería diurna; en el segundo
grupo a otro integrado por pequeños a quienes se
observó en el transcurso de su existencia cotidiana en el
seno de sus propios hogares. En cuanto a las muestras de
desapego, se confirmó que el desapego es
característico del modo en que el pequeño separado
de sus progenitores se comporta al reunirse nuevamente con la
madre, aunque mucho menos evidente en circunstancias de
reencontrarse con el padre. El segundo es que la duración
de esa conducta de desapego infantil para con la madre se da en
correlación elevada significativa con la duración
de la separación entre ambos (Bowlby, 1985; 1998).
.
Estudios de James y Joyce Robertson (1971). Combinaron
sus roles de observadores y padres sustitutos, llevaron a la casa
a cuatro pequeños necesitados de cuidados, ya que sus
madres se encontraban internadas en un hospital; las edades
variaban desde dos años cinco meses, dos años
cuatro meses, un año nueve meses y un año cinco
meses. Procuraban descubrir de que manera pequeños con una
experiencia previa satisfactoria responden a una
separación, dadas las condiciones atenuantes conocidas y
posibles de combinar al presente (los cuidados maternos de una
madre sustituta con la cual el pequeño se encuentra
familiarizado, la cuál procuró brindar todo su
tiempo y cuidado a cada uno de los niños, y, adoptar a la
vez, los métodos de la crianza de la madre, por lo que
semanas antes, habían periodos de convivencia entre la
madre, la investigadora y el niño para que éste se
acostumbrara a la presencia de la madre sustituta y para que
ésta averiguara como debía de actuar para tal
niño). Todos los niños estudiados mostraron menos
inquietud que la que es común en los niños
pequeños cuando se separan de la madre en condiciones
menos favorables; los cuatro, sin embargo, dieron muestras de
incomodidad, y de tanto, revelaron tener conciencia de la figura
de la madre ausente. La secuencia de protesta,
desesperación y desapego, si bien restringida y
notablemente reducida en su intensidad. Gracias a las
preocupaciones adoptadas pudo reducirse la desesperación
del niño y su consecuente desapego. Las diferencias de
respuesta entre los niños criados en un hogar de padres
sustitutos y los criados en el marco de una institución
pueden interpretarse como diferencias de intensidad (Bowlby,
1985; 1998). .
La secuencia de protesta intensa, seguida de muestras de
desesperación y desapego, se debe a la combinación
de una serie de factores, de los cuales el central es la
conjunción de personas desconocidas, hechos
extraños, y la ausencia de cariño maternal,
brindado sea por la madre verdadera, sea por una sustituta eficaz
( Bowlby, 1985; 1998). .
Como la separación de la figura materna, incluso
en ausencia de otros factores, sigue provocando tristeza,
cólera
y la subsiguiente sensación de ansiedad en los
niños más pequeños, dicha separación
es en sí una variable clave para determinar el estado
emocional y conducta del niño (Bowlby, 1985;
1998).
Boy, García y Torreblanca (1985), realizaron un
estudio en la ciudad de México diseñado para
analizar los efectos de la privación materna en el
sentimiento de seguridad en niños de 3 a 6 años ( 8
varones y 8 mujeres), residentes en una casa hogar o
institución similar. Tomaron como grupo control a
individuos que vivían con su madre en forma permanente y
continua. Tras realizar observaciones estructuradas durante
cuatro días, encontraron que el grupo control presentaba
mayor autonomía, participación activa, autoestima y
confianza, corroborando de esta forma que la privación
materna influye en el sentimiento de seguridad, autoestima y
confianza en sí mismo.
Cuando en la serie de episodios diseñados por
Ainsworth, se somete a prueba a un niño por segunda vez
pocas semanas después de la prueba, aquél suele
mostrarse más inquieto y ansioso que en la primera
oportunidad. Si la madre se halla presente, se mantiene junto a
ella y se le aferra con mayor fuerza. Cuando
aquella se halla ausente, aumenta el llanto del pequeño.
Estos descubrimientos surgen de un estudio test-retest con
veinticuatro bebes examinados por primera vez a las cincuenta
semanas de vida y por segunda vez dos semanas después.
Esto puede indicar que al año de una separación de
escasos minutos de duración, suele tornar al niño
más sensible de lo que era ante una repetición de
la experiencia. (Bowlby, 1985; 1998).
Apego y Maltrato
Los padres de un niño maltratado son menos
afectuosos, interfieren en las actividades y conductas de su
hijo, existe poca interacción con él y su contacto
ocular es pobre (Aizpuru, 1994).
Lyns-Ruth, et al., (1987) (citados por Aizpuru, 1994),
refiere que en diversos estudios se ha encontrado que en
niños maltratados hay una mayor incidencia de apego
ansioso; puesto que ellos muestran un mayor índice de
frustración, de agresión. Al haber menor respuesta
de la madre, acompañada por una falta de seguridad el
niño teme acercarse a los adultos amistosos, impidiendo
así, la interacción.
Pino y Herruzo (2000) mencionan que los niños que
sufren maltrato, a los 18 y 24 meses sufren un apego ansioso y
presentan más rabia, frustración y conductas
agresivas ante las dificultades que los no maltratados. Entre los
3 y los 6 años tiene mayores problemas expresando y
reconociendo afectos. También expresan más
emociones negativas y no saben animarse unos a otros, a vencer
las dificultades que se presentan en una tarea y presentan
patrones distorsionados de interacción tanto con sus
cuidadores como con sus compañeros.
En un estudio realizado por England et al (1983) (citado
por Pino y Herruzo, 2000), se menciona que los niños
maltratados tanto física como verbalmente y los
abandonados emocional y físicamente, presentaban apego
ansioso desde la edad de un año hasta los 42 meses. Los
que además de padecer maltrato físico
padecían abandono emocional, mostraron menos angustia y
frustración que los que padecían sólo
abandono emocional, corroborando que en condiciones extremas de
privación, cualquier conducta de atención, aunque
sea aversiva, puede funcionar como reforzadora.
George y Main (1979) (citados por Pino y Herruzo, 2000)
encontraron que los niños maltratados de 12 a 36 meses
evitaban mas a los adultos amistosos que se les acercaba que a
los niños que iniciaban la interacción,
situación corroborada por Howes y Espinosa (1979), quienes
también hallaron que el déficit en la
interacción desaparecía cuando se interactuaba con
niños a los cuales ya se conocía.
Los infantes maltratados desarrollan con mayor
probabilidad relaciones de apego inseguras como respuestas a
experiencias repetidas de maltrato y/o desconcertantes.
Además esas experiencias y expectativas conducen al
desarrollo de una estrategia
defensiva a través de la cual estos infantes dirigen su
atención lejos de sus madres con el propósito de
mantener su organización frente al conflicto surgido
por la incompatibilidad de sus deseos (Aizpuru, 1994).
Reducción del
estrés
¿Por qué algunos individuos se recuperan
en gran medida o completamente de las experiencias de
separación y pérdida, en tanto que otros, les
resulta imposible lograrlo? En cuanto a las condiciones que
desempeñan cierto papel en la respuesta diferencial, se
encuentran:
- la intrínsecas a la separación en
sí, o estrechamente relacionadas con ella, en
particular las condiciones en que se cuida al niño en
ausencia de la madre. - Las presentes en la vida del pequeño durante
un periodo más prolongado; en particular, sus
relaciones con los padres durante los meses o años
anteriores y posteriores al hecho (Bowlby, 1985;
1998).
Con niños pequeños, la implicación
de la familia en amplificar o amortiguar el impacto del
estrés es más intensa, ya que el apoyo de los
iguales tiene un papel menos relevante que en edades posteriores
donde El efecto amortiguador más fuerte del estrés
se ha encontrado en el apoyo social presentado por los
compañeros y amigos (Trianes, 2000).
Entre las condiciones que mitigan la intensidad de las
respuestas de los pequeños separados de la madre, las
más eficaces parecen ser:
- La presencia de un acompañante familiar y/o
posesiones familiares - Los cuidados maternos proporcionados por una madre
sustituta (Bowlby, 1985; 1998).
Heinicke y Westheimer advirtieron que cuando un
pequeño se halla en una guardería con un hermano,
disminuyen sus muestras de inquietud, en particular los primeros
días; y Robertson observó que la presencia de un
hermano siempre sirve de consuelo, incluso si es más
pequeño que el otro. La presencia de un acompañante
familiar, incluso si no suministra casi ningún cuidado
como sustituto materno, constituye un factor de alivio de
bastante importancia. También proporciona algún
consuelo los objetos inanimados, como juguetes
favoritos o ropas personales (Bowlby, 1985; 1998).
Una segunda opción que mitiga el dolor provocado
por la separación, son los cuidados maternos que brinda
una madre sustituta. Inicialmente el pequeño teme a la
extraña y rechaza sus intentos de brindarles afecto y
cuidados maternos. De allí en adelante, incurre en una
conducta intensamente conflictiva: por un lado busca su consuelo,
por otro la rechaza, por serle desconocida. Sólo al cabo
de algunos días o semanas puede acostumbrarse a la nueva
relación. Mientras tanto continúa anhelando la
presencia de la madre ausente y, ocasionalmente, ventila la ira
que produce su ausencia (Bowlby, 1985; 1998).
Otras condiciones que, se sabe reducen los efectos de la
separación entre madre e hijo, son las posesiones
familiares de éste, la compañía de otro
niño conocido y, los cuidados y el afecto materno de una
madre sustituta capacitada y con quien el pequeño se halle
familiarizado. Las personas extrañas, los sitios
desconocidos y las situaciones insólitas son siempre
motivos de alarma, en especial cuando debe hacerles frente el
niño solo (Bowlby, 1985; 1998).
Según un un estudio efectuado por Moore (1971),
los niños a partir de los tres años obtienen
beneficios del juego con sus pares en un ambiente ordenado con
tal fin, en especial cuando la alternativa es su reclusión
en un espacio limitado dentro de un ambiente urbano.
En 1920 Watson y Rayner informaron que no era posible
provocar las respuestas a una rata blanca, en el caso de un
bebé de once meses, Alberto, mientras éste tuviera
el pulgar en la boca. El condicionamiento de este niño
tuvo lugar sobre un colchón en una pequeña mesa, y
sin que se hallara presente ninguna figura familiar hacia quien
pudiera volverse. Algunas de sus respuestas, no obstante, eran
similares a las del niño que se vuelve hacia una figura
materna: extender los brazos para ser levantado y,
posteriormente, hundir la cabeza en el colchón. Al
experimentar zozobra por lo común, tendía a
chuparse el pulgar; una vez hecho esto, Albert se volvió
"impermeable" a los estímulos destinados a provocarle
temor; debieron de sacarle el dedo de la boca antes de `poder
obtener la respuesta condicionada. Ante tal circunstancia, los
experimentadores llegaron a una conclusión: "el organismo,
en apariencia desde el nacimiento se ve bloqueado a cualquier
otro estímulo cuando actúan sobre él los
estímulos afectivos". En 1929 English describió a
una pequeña de catorce meses que no demostraba
ningún temor ante los objetos extraños mientras se
hallara en su sillita alta y familiar, aunque si experimentaba
temor cuando se la depositaba en el suelo. Valentine
(1930) puntualiza que la presencia de un acompañante,
tiende a "desterrar los temores" (Citado por Bowlby, 1985;
1998).
ESTILOS DE APEGO Y RELACIONES
INTERPERSONALES FUTURAS
Sears 1989, (citado por Aizpuru, 1994), menciona que el
apego a la madre o cuidador primario es sólo uno, el
primero de tres apegos verdaderos que ocurren en la vida. El
segundo sería en la adolescencia tardía, la
búsqueda del segundo objeto: la pareja. El tercero
sería hacia el hijo o hijos.
Ojeda, A., y Díaz, R. (2000) mencionan que se
pueden apreciar dos enfoques de estudio hacia los estilos de
apego y su influencia en las relaciones interpersonales; por un
lado, hay investigadores que se han abocado a explorar si la
historia de un individuo podría influir en su estilo de
apego hacia parejas románticas durante la edad adulta, tal
como el realizado por Ochoa y Vázquez (1991) (citados por
Yela, 2000), que mencionan que la adquisición de respeto y de
confianza (en uno mismo y en los demás) serán
buenos predictores de la satisfacción amorosa adulta .
Mientras que por otro lado, se han interesado en el proceso de
cómo la gente con determinado estilo de apego mantiene sus
vínculos afectivos en sus relaciones cercanas, moldeando
la forma y el contenido de las mismas. Los estudios se han
enfocado a analizar los modelos de trabajo internos que se forman
a partir del proceso de socialización y del acumulo de
experiencias agradables vs. Desagradables que se viven con la
figura de apego. Tales modelos de trabajo tienen la
función de guiar las expectativas individuales de
acercamiento-alejamiento hacia la figura de apego.
Relaciones románticas
Hazan y Shaver han propuesto la "Teoría del apego
sobre relaciones amorosas" en la que, establecen un paralelismo
entre el tipo de relación amorosa adulta y el tipo de
apego a la madre en la infancia. Ese vínculo
niño-madre tenderá a reproducirse en la
relación amorosa adulta futura. Aunque deja abierta la
posibilidad del cambio en la
socialización Según Wilson y Nias (1976), muchas
formas de intimidad en las relaciones amorosas adultas (lenguaje,
cogerse de la mano, abrazarse, etc.) son reminiscencias del
contacto con los padres. Los amantes adultos se turnan en la
interpretación de los roles de niño-a y
padre-madre.
Feeney y Nooler (1991) (citados por Yela, 2000)
constataron diferencias en la idealización de la pareja,
en función de los estilos de apego. Los más
idealizadores fueron los "amantes ansioso"; los amantes
"evitadores" fueron los que menos idealizaban a su pareja,
mientras que los amantes "seguros"
mostraban un nivel intermedio de idealización. Yela
(2000), por su parte encontró que los "amantes posesivos"
eran más idealizadores que los "amantes
compañeros", siendo los más idealizadores los
"amantes lúdicos". Se ha constatado que la fidelidad
sexual presenta una elevada correlación con el estilo
amoroso "maniaco" o "posesivo". Respecto a la
satisfacción, los "pasionales" tienden a resultar los de
mayor satisfacción amorosa, mientras que los "posesivos"
aparecen como los de menor satisfacción tanto amorosa como
sexual.
Varios estudios han determinado que algunas
características que se presentan en las relaciones
íntimas que establecen las personas tienen mucho que ver
con sus estilos de apego individuales. Las personas con estilo
seguro tienden a desarrollar modelos mentales de sí mismos
como amistosos, afables y capaces, y de los otros como bien
intencionados y confiables, ellos encuentran relativamente
fácil intimar con otros, se sienten cómodos
dependiendo de otros y que otros dependan de ellos, y no se
preocupan acerca de ser abandonados o de que otros se encuentren
muy próximos emocionalmente. Las personas con estilos
ansiosos tienden a desarrollar modelos de sí mismos como
poco inteligentes, inseguros, y de los otros como desconfiables y
reacios a comprometerse en relaciones íntimas,
frecuentemente se preocupan de que sus parejas no los quieran y
sienten temor al abandono. Los con estilo evasivo, desarrollan
modelos de sí mismos como suspicaces, escépticos y
retraídos, y de los otros como desconfiables o demasiado
ansiosos para comprometerse en relaciones íntimas, se
sienten incómodos intimando con otros y encuentran
difícil confiar y depender de ellos (Simpson, J. 1990;
citado por Gayó, 1999)
Siegel (1986) ha subrayado el importante papel del amor
como estimulador del sistema inmunológico (citado por
Yela, 2000).
Celos fraternos y apego
infantil
En cuanto a la influencia de los estilos de apego en los
celos fraternos, se ha encontrado que para que los celos
aparezcan debe establecerse el apego hacia la figura materna. Se
debe poseer el cuidado, atención, protección y
cariño de la madre (Ortigosa, 1999).
El apego que conlleva a los celos fraternos transcurre
por los siguientes estadios: 1) preferencia por los miembros 2)
interacción privilegiada con las figuras de apego sin
rechazar a los desconocidos 3) interacción de forma
privilegiada con las figuras de apego y rechazo de los
desconocidos 4) vinculación, conflicto e independencia 5)
paso de la tríada a la tétrada familiar; ante esta
situación a) la madre disminuye las interacciones
positivas y aumenta las prohibiciones y fricciones, b) el
niño aumenta sus conductas de apego hacia la madre,
incrementa sus reacciones negativas, regresivas y otros
síntomas. Los celos aquí experimentados son
inevitables en la fase de independencia de la figura de apego
(López, 1984, citado por Ortigosa, 1999)
Para Dunn (1986) (citado por Ortigosa, 1999), existe una
mayor vulnerabilidad cuando la llegada del hermano se produce
antes de los cinco años, debido a que la dependencia
respecto de la madre todavía es tan elevada que la ruptura
del vínculo establecido afectará con mayor
intensidad a un niño pequeño.
Los niños con un temperamento negativo tienden
más a incrementar la introversión, problemas de
sueño y la dependencia tras el nacimiento de un hermano.
Cuando se trata de niños a los que se ha atendido sus
necesidades y peticiones con prontitud, pueden tolerar de mala
gana las inevitables demoras que se producen al tener que atender
al bebe. Se acentúa la baja tolerancia a la
frustración (Ortigosa, 1999)
TRASTORNOS PSIQUIÁTRICOS Y EL
APEGO
La naturaleza de
muchos tipos de trastornos psiquiátricos, los estados de
ansiedad y depresión
producidos en la vida adulta pueden relacionarse de manera
sistemática con los estados de ansiedad,
desesperación y desapego descriptos por Burlingham, Freud
y otros. Estos estados se provocan fácilmente, siempre que
se separa a un niño pequeño de la figura materna
durante un periodo prolongado, cuando aquél prevé
la separación, o cuando la separación es definitiva
(Bowlby, 1985; 1998).
También se han realizado investigaciones con el
fin de demostrar que los distintos estilos de apego están
asociados a ciertas características personales sobre todo
con los trastornos de ansiedad, depresión y el trastorno
limítrofe de personalidad (Meyer, Pilkonis, Proietti,
Heape, & Egan, 2001; Bifulco, Moran, Ball. & Bernazzani,
2002; Gerlsma, & Luteijn, 2000). Por ejemplo, Buchheim,
Strauss, y Kächele (2002) observaron que existía una
asociación entre el estilo de apego ansioso, las
experiencias traumáticas sin resolver, y el trastorno de
ansiedad y la personalidad limítrofe. Rosenstein, y
Horowitz (1996) por otro lado, demostraron que los adolescentes
con una organización de apego evitativo eran más
susceptibles a desarrollar problemas de conducta, abuso de
sustancias, trastorno de personalidad narcisista o antisocial, y
rasgos paranoicos de la personalidad. Mientras que aquellos con
una organización de apego ansioso eran más
susceptibles de desarrollar trastornos afectivos o un trastorno
de personalidad obsesivo-compulsivo, histriónico,
limítrofe o esquizoide (citados por Valdez,
2002)
En conclusión, se observa la importancia
del desarrollo de un apego seguro para el buen desenvolvimiento
durante la vida de cada una de las personas. El papel de las
figuras de apego, la consciencia del cuidado y responsabilidad que recae sobre cada una de ellas
nos recalca la trascendencia de la información acerca de
que la atención al infante desde el nivel prenatal influye
en la evolución diaria de la persona. Se comprueba que
más que cantidad de interacción con la madre, lo
que importa es la calidad de ella, tal y como lo demuestran las
investigaciones realizadas alrededor del trabajo de la figura de
apego y sus repercusiones posteriores. De igual forma, la escuela
como agente socializador, fomenta experiencias ambivalentes en
los pequeños desde muy temprana edad. La reacción
que se tenga hacia ella dependerá de la interacción
que se tenga en la familia, del temperamento del niño y en
muy buena medida de la aceptación e integración que se encuentre tanto de los
compañeros de clase (que pueden actuar como el mayor apoyo
social en etapas claves del desarrollo) como de los maestros que
en muchas ocasiones son las principales figuras de apego durante
el proceso de "independencia" de los padres. Cada etapa del
desarrollo
humano tiene funciones propias que provocan un equilibrio o
desequilibrio en la persona según sea o no resuelta
satisfactoriamente, y para que el niño enfrente de la
manera más saludable y positiva dada una de dichas etapas,
es fundamental el desarrollo de la seguridad realista acerca de
las posibilidades de un enfrentamiento positivo con el ambiente.
También, se destaca la relación estrecha que se
tiene de los estilos de apego con las relaciones interpersonales
a desarrollar a lo largo de la vida, tanto desde la
elección de amigos como de la pareja amorosa en
cuestión, subrayando igual que cada individuo puede variar
a través de la experiencia en su reacción
característica hacia la vida aunque los primeros
años marquen de manera trascendental nuestra confianza
hacia el mundo externo e interno.
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