- Paradigma rural: el gaucho y el
caballo, el colono y el buey (circa
1850-90) - Bibliografía
consultada
Cuando a mediados del siglo XIX fueron apagándose
los fuegos de la lucha fratricida y aquietándose los
espíritus enardecidos por la larga y sanguinaria guerra civil,
que durante décadas había devastado el suelo argentino,
comenzaron a llegar los primeros contingentes de inmigrantes
provenientes del Viejo Continente. La mayoría de los
hombres y mujeres que arribaron a la patria eran agricultores -o
se proponían serlo- y vinieron con sus familias a cultivar
la tierra de
la llanura pampeana. Muchas de las antiguas explotaciones rurales
de dicha inmensa región habían sido desmanteladas
durante el conflictivo período anterior.
El gaucho, por su parte, se fue quedando afuera
del país que emergió a continuación, de cuya
desdichada historia es obvio arquetipo
la epopeya de Martín
Fierro. Junto con actores y escenarios en vertiginosa
transformación, desaparecieron los símbolos más representativos de una
época bravía y montaraz en la que al caballo le
cupo un rol fundamental. Tanto para el criollo de campo, que
convivía día y noche con el noble animal, como para
el indio, que lo había convertido en mortífera
herramienta de pelea, el caballo había sido el
acompañante inseparable durante la primera mitad del siglo
XIX. Por eso, Sarmiento, entre irónico y despectivo,
decía que la Argentina era modelo de
"democracia del
jinete", dado que el nativo desarrollaba la mayoría de sus
actividades trepado a la grupa del caballo. (A propósito
de esta constatación sociológica, con implacable
sorna Armando Chulak, en su desopilante diccionario
publicado hace algún tiempo, define
al caballo como "una protuberancia que solía crecerle al
gaucho entre las piernas, por su manía de recorrer errante
las dilatadas pampas argentinas.")
Sin embargo, como tantas otras cosas, dicha
realidad tradicional habría de cambiar de modo radical con
el final de la guerra civil y con el consiguiente arraigo en el
territorio nacional de miles de inmigrantes europeos. Como
señala Gastón Gori:
"Cuando ya en 1857 el colono demostró
preocupación preferente por los bueyes y las vacas,
comenzó a ponerse el sol en una
época que llenó la presencia de tropillas en la
pampa. El inmigrante no comprendió nunca toda la
profundidad del menosprecio criollo por su ignorancia en materia de
caballos; si montaba yegua, no pensaba en otra cosa que en la
necesidad de trasladarse sobre ella más rápidamente
que yendo en carro o de a pie. No sintió la dignidad de
montar caballos."
"El gaucho trabajaba siempre de a caballo
-vivía de a caballo- pero el campesino
agricultor iba de a pie detrás del arado, empuñando
la mancera con sus dedos endurecidos, con los músculos
tensos de los brazos, menos elegantes en los movimientos,
entorpecidos en el empeño de dominar la tierra. Eran
otros los afanes que dominaban el espíritu de los hombres
agricultores: se había conmovido la estructura
espiritual de tradición hispánica. El caballo
pierde parte de su valor y en las
estadísticas alzan puntos los bueyes, que
deben uncirse con preferencia para arrastrar arados."
"Pareciera que el caballo fue para el
criollo el vehículo hacia el desierto; en cambio, puede
comprobarse que cuando el campesino inmigrante sale de su campo,
es para ir hacia el poblado, villa o ciudad, donde comercia y, en
general, donde van a conjurarse todos los intereses de la
sociedad
civilizada. El caballo, para el hombre que
se interna en la pampa, seguiría siendo punto fundamental
de sus cuidados; para el campesino que iba hacia la ciudad,
significará mucho menos."
"Luego, llegará el ferrocarril y más
tarde el tractor, mientras que el gaucho deberá, de tanto
en tanto, dejar el caballo y viajar en tren. En estas
peregrinaciones ferro-viales, no se separa del recado [montura],
por las dudas. Bien enrollado, atado fuertemente con la cincha y
el cinchón, hace las veces de valijita. Sus ropas
están en el centro, junto con el freno. Carga
orgullosamente con él en las estaciones mientras llega el
momento de ser cargado con él."
Para el gaucho argentino, atrapado en un anacronismo
irreversible, el recado se fue convirtiendo en una molestia y, a
medida que alambraban los campos, el caballo devino en una
imposibilidad. El colono inmigrante, en cambio, habría de
entablar una relación más funcional y moderna con
los animales: el buey
le aportaba la tracción imprescindible para el arado de
mancera; la vaca producía la leche,
alimento vital para la familia
superpoblada de niños;
al caballo, en todo caso, lo prefiere forzudo y aguantador para
tirar del carro familiar y para mover la noria harinera. La
yegua, menospreciada por el gaucho (por su condición
femenina, entre otras razones), rendía óptimos
servicios en
la modesta pero ajetreada chacra del labrador.
Esta diferencia entre criollos antiguos y colonos
recientes se hará palpable entre las décadas de
1850 y 1880, a medida que los primeros grupos de
inmigrantes italianos, suizos, alemanes, franceses, daneses,
ingleses y españoles fueron asentándose en el
centro-sur de la provincia de Buenos Aires y,
en buena parte de las provincias de Santa Fe y Entre Ríos.
El gaucho, rehén del latifundio terrateniente consolidado
por el régimen rosista, perseguido por las arbitrarias y
represivas levas militares que lo confinaban en la frontera y lo
condenaban a la marginalidad,
constituía una tipología humana en extinción
cuando apareció el impetuoso extranjero que, rodeado de
mujeres y de niños, había cruzado medio planeta en
pos de un sueño y de un pedazo de tierra. Aquél
habría de sucumbir sin remedio ante el avance de la
agricultura,
la llegada de enormes y ruidosas máquinas
de laboreo, la rápida formación de poblados donde
antes era desierto y la irrupción de nuevos medios de
transporte,
entre los cuales el caballo iba perdiendo terreno. El colono,
aquerenciado con su familia en el
mínimo predio adjudicado o arrendado, conviviendo en
aldeas donde no se hablaba el castellano,
disponiendo de los únicos "elementos" que pudo "acarrear"
durante la larga travesía atlántica previa -la
añoranza, la cultura
exótica y su mentalidad emprendedora- comenzó casi
de la nada una nueva vida, mientras que, impensadamente,
contribuía al diseño
de una nueva nación.
Esta nación,
a merced de un torpe pero arrollador progreso y tributaria de la
apabullante demografía aluvional que "bajaba de los
barcos", pródiga con unos e inmisericorde con otros,
incubó en su seno severos resentimientos entre los
decadentes gauchos nativos y
los innovadores actores sociales de origen foráneo que
llegaron dispuestos a todos los sacrificios, con tal de
consolidar el proyecto
quimérico que los había movilizado.
El cambio operó con tanta rapidez y fue tan
profundo que no dejó tiempo para que los sectores en pugna
se conocieran y, ni mucho menos, se comprendieran. Por el
contrario, las crónicas de época registran
numerosos incidentes violentos entre estos grupos
antagónicos. Uno de los más graves fue la brutal
matanza ocurrida en Tandil en 1871, donde al grito de
"¡Mueran los gringos masones!" fueron asesinados decenas de
colonos franceses, españoles e ingleses afincados en la
región. Del lado contrario, en 1893, varios cientos de
chacareros italianos y suizos de Santa Fe, se alzaron en armas provocando
desmanes y muertes en protesta porque el gobierno local
suprimió el derecho de los extranjeros a participar de la
gestión
municipal.
Cuando culminaba un siglo y principiaba el otro, la
literatura
gauchesca habría de testimoniar, con diferente
intencionalidad y énfasis, la gran animosidad profesada
por los lugareños hacia los inmigrantes que procuraban
progresar. No es de extrañar, entonces, que, hablando
desde el resentimiento de los que pierden terreno y son
desplazados, el personaje de José Hernández se
burlara de estos "intrusos", de sus exóticos
hábitos y de su aparente impericia en el manejo del
caballo, diciendo:
"Yo no sé por qué el
gobierno
nos manda aquí a la frontera
gringada que ni siquiera
se sabe atracar un pingo."
…
"No hacen más que dar trabajo
pues no saben ni ensillar;"
…
"Y eso sí, en lo delicaos
parecen hijos de rico."
…
"¡Qué diablos! Sólo son
güenos
pa vivir entre maricas,"
A la desmesurada imputación
hernandiana, 70 años después parece responderle
José Pedroni, poeta mayor de la pampa gringa,
cantándole al trabajo
agrícola que el gaucho descalificaba, enalteciendo la
colaboración prestada por el buey al laborioso
colono:
"Con dos bueyes blancos voy arando la
llosa
en el fresco momento de la mañana
rosa.
¡Oh, yunta inseparable de piadosa
mirada,
qué blanca os ven mis ojos sobre la tierra
arada!"
…
"Y en los heniles llenos -¡oh, qué
suceso tierno!-
los bueyes serán hombres cuando llegue el
invierno."
Más adelante, sin rencor hacia el
viejo adversario y con nostalgia por lo que ya no es, el poeta
santafesino agrega:
"Quisiera haber vivido mucho tiempo
antes,
en nuestra hora prima,
en nuestro día madre,
sólo para conocerte,
gaucho que cantabas con toda la sangre,
con todos los pájaros libres en la
boca,
como ya no canta nadie,
nadie en el mundo,
nadie, nadie."
De aquel doloroso parto
histórico; de aquella traumática gesta social; de
la confrontación decimonónica entre lo moribundo y
lo incipiente; entre gaucho y colono, caballo y buey; entre lo
nacional y lo foráneo surgirá –y
también como fenómeno urbano- una persistente
corriente de agresividad hacia los extranjeros. En efecto, en las
últimas décadas del siglo XIX y en las primeras del
siguiente, esta inquietante tendencia será alimentada por
la presencia multitudinaria en el país de miles de
residentes de origen no argentino, los cuales -según se
temía- podrían llegar a modificar la
fisonomía cultural, lingüística e institucional de la
nación.
Dicha composición poblacional
despertó atavismos xenofóbicos latentes, incubados
durante los tres siglos de dominación colonial
española -imperio jingoísta como pocos- que
había dejado una huella indeleble en la mentalidad
autóctona. Este sentimiento venía mezclado con
fuertes dosis de fundamentalismo católico y con cierta
exaltación militarista de la identidad
nacional; se apoyaba, además, en las ostensibles
injusticias padecidas décadas atrás por el gauchaje
que Martín Fierro representaba, y por ello
convertiría en enemigo acérrimo a todo lo que
viniera de afuera, endilgándole al forastero, a sus
empresas e
instituciones,
la culpa por las desventuras domésticas.
La resistencia de
los primeros grupos inmigrantes a nacionalizarse y su
indiferencia por aprender el idioma castellano, por conocer la
historia
argentina y por venerar los símbolos patrios, junto a
la impertinente intromisión de algunos gobiernos europeos
(en especial, los de Italia y Gran
Bretaña) contribuyó a fomentar la suspicacia mutua
en aquellos tiempos de vertiginosas transformaciones
sociales.
A partir de la Crisis de 1930
y del golpe militar que le sucedió, la República
Argentina, que se había comportado hasta entonces con gran
cosmopolitismo -lo cual le deparó importantes beneficios
comerciales y culturales-, se ensimismó fronteras adentro,
tomando distancia de "ese mundo ingrato" que ya no valoraba como
antes los productos
rurales que el país ofrecía y que habían
sido causa eficiente del esplendor pasado. Este nuevo
resentimiento, junto a la huella inconsciente de los supuestos
agravios anteriores, cometidos por la inmigración foránea en perjuicio del
criollo reputado como débil y desprotegido, sirvieron de
caldo de cultivo para reinstalar entre los argentinos cierta
inquina maniquea y patriotera, la que en diferentes versiones ha
llegado hasta nuestros días.
Curiosamente, quienes asumieron esta vena
chovinista con más vehemencia fueron determinados artistas
e intelectuales
vernáculos de la primera mitad del siglo pasado, muchos de
ellos hijos, nietos o bisnietos de aquellos inmigrantes
extranjeros que no hablaban el idioma nacional y que, con su
fecundo esfuerzo, hicieron posible el ascenso social y la
formación cultural de dicha generación de
nacionalistas. Estos críticos, a pesar de su variopinta
genealogía, se empecinaron en promover una idea
esencialista de nación homogénea, tradicionalista y
excluyente; nada menos que en la Argentina que, en
términos demográficos, consuetudinarios y
culturales, probablemente sea el país más
heterogéneo, sincrético y universalista del
planeta.
Volviendo al tema del título, y para cerrar
la simbología planteada alrededor del rol asignado al
caballo, tanto de parte del argentino nativo (indio, gaucho y
soldado) como del colono inmigrante, vamos a mencionar un
acontecimiento ocurrido cuando el siglo XX despuntaba, el cual
vendría a acrisolar, alegóricamente, las
percepciones divergentes que motivó la noble bestia en
tiempos anteriores:
En 1904, luego de años de gestiones y
petitorios promovidos, tanto por importantes figuras del quehacer
local, como por la vasta comunidad de
residentes italianos, y tras vencer la resistencia de algunos
políticos conservadores "más papistas que el papa",
se inauguró en Buenos Aires la estatua ecuestre del
máximo prócer peninsular, don Giuseppe Garibaldi.
Éste, antes de convertirse en el artífice de la
construcción de la Italia moderna
derrotando al régimen pontificio vigente, había
participado –como navegante aventurero, marino mercante y
corsario- de los acontecimientos políticos y militares
acaecidos en Argentina, Brasil y Uruguay en
tiempos en que la independencia
aun no estaba consolidada. Su monumento, instalado en un predio
palermitano remodelado al efecto (Plaza Italia),
representó el compromiso de los inmigrantes de ese origen
étnico con la gesta libertadora latinoamericana y su
apuesta a favor del futuro argentino. Que Garibaldi,
intrépido y experimentado marinero, haya sido
inmortalizado en el bronce trepado a un imponente caballo,
podría interpretarse como un símbolo de integración entre el gaucho montado y el
tano "de a pié"; entre el belicoso montonero y el
pacífico agricultor; en definitiva, entre el criollo y el
extranjero, dos protagonistas principales de nuestra historia
nacional.
Elaboradas por Gustavo Ernesto
Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela
Ernesta Krapacher, mientras que la investigación histórica fue
desarrollada en base a la
siguiente bibliografía consultada:
- Bertoni, Lilia: "Patriotas, cosmopolistas y
nacionalistas"; Fdo. de Cultura Económica, Bs.As.,
2001 - Chulak, Armando: "Diccionario del Disidente";
Quinqué, Bs.As., 1967. - Coni, Emilio: "El gaucho"; Solar, Bs.As.,
1969. - Gallo, Ezequiel: "La pampa gringa"; Sudamericana,
Bs.As., 1984. - Giménez Vega, Elías: "Vida de
Martín Fierro"; La siringa, Bs.As., 1961. - González, Joaquín V: "El juicio del
siglo"; CEDAL, Bs.As., 1979. - Gori, Gastón: "La pampa sin gaucho"; Eudeba,
Bs.As., 1986. - Hernández, José: "Martín
Fierro"; Losada, Banfield, 1969. - Lynch, John: "Masacre en las pampas. La matanza de
inmigrantes en Tandil, 1872"; Bs.As., 2001. - Mafud, Julio: "El desarraigo argentino"; Americalee,
Bs.As., 1959. - Molinari, Diego Luis: "Prolegómenos de
Caseros"; Devenir, Bs.As., 1962. - Pedroni, José: "Obra poética"; Univ.
Nac. del Litoral, Santa Fe, 1999. - Rodríguez Molas, Ricardo: "Historia social del
gaucho"; CEDAL, Bs.As., 1982. - Romero, Luis A., Sábato H.: "La idea de nación en
los textos escolares"; Siglo XXI, Avellaneda, 2004. - Sarmiento, Domingo F.: "Facundo"; CEDAL, Bs.As.,
1979. - Vigo, Juan: "Nuestra colonización y el gringo"
en "Colonos, indios y gauchos"; Abril,
Florida,1988. - Viotti, Andrea: "Garibaldi"; Salvat, Barcelona,
1986.
Gustavo Ernesto Demarchi