Aproximación histórica a
la creencia popular
- El fantasma
victoriano - Denunciantes
nocturnos - El particular gusto
inglés por los fantasmas - Lugares
encantados - Volver con el rostro
marchito - Hacia una nueva
interpretación
Siempre me ha sorprendido la fluctuante capacidad para
creer en historias fantásticas que muchas personas poseen
en la actualidad. Basta con organizar una reunión frente a
un fogón —en cualquier noche de invierno o de
verano— para advertir cómo, inexorablemente, la
conversación deriva hacia temas que meten miedo y
que, generalmente, tienen como protagonistas a fantasmas de
distintas especies.
En circunstancias como ésas, el viento deja de
ser viento para convertirse en susurros o lamentos; las sombras
nocturnas se vuelven misteriosamente significativas, denotando
presencias no expuestas que alimentan la sugestión y
agigantan la imaginación. El mismísimo recuerdo se
ve alterado, y acontecimientos del pasado personal
—mal definidos por la
memoria— encuentran en aquel contexto nocturno un
catalizador que los reinterpreta, entablando ocultas
relaciones, antes no tenidas en cuenta.
La noche y los fantasmas se llevan bien. Es un binomio
que ha logrado mantenerse en buenos términos durante
siglos en el imaginario de la cultura
occidental, sustentando así una abundante literatura que, aún
hoy, sigue publicándose con gran éxito
editorial.
Los fantasmas nos seducen, nos interesan, nos inquietan.
No es posible la neutralidad o la absoluta indiferencia cuando
alguien instala el tema en una mesa de discusión. Se les
puede reverenciar, temer o rechazar, pero nunca hacerlos a un
lado sin algún comentario irónico, escéptico
o crédulo.
La creencia en la existencia de fantasmas es un
hecho generalizado que se fija prácticamente en todas las
sociedades de
la Tierra.
Leyendas,
cuentos
populares, rumores y folklore
referidos a ellos, testimonian —directa o
indirectamente— el interés
que los hombres tienen respecto de lo que sucede más
allá de la muerte; al
tiempo que
explicitan la propensión de una época determinada a
seleccionar respuestas, entre un repertorio cultural particular,
en consonancia con las demandas de una situación
concreta.
Occidente ha tenido con las muy variadas entidades
intangibles de su imaginario una relación que se
advierte cualitativamente cambiante en momentos determinados de
su historia; y
múltiples han sido los factores que se conjugaron para que
los fantasmas sean hoy lo que la literatura muestra y mucha
gente sostiene que son. Por todo ello, podemos decir sin temor a
equivocarnos, que la experiencia temerosa ante los
fantasmas —así cómo la
conceptualización, atributos y cualidades que de ellos se
ha tenido— estuvo, y está, social, cultural e
históricamente determinada.
Cada cultura ha inventado sus propios fantasmas, y
occidente no ha sido la excepción a la regla. Pero la
historia del fantasma occidental es singular es singular en un
aspecto: el haber estado ligada
al proceso de individuación, tan propio de nuestras
sociedades.
Los fantasmas nos hablan de nosotros mismos. Sus
apariciones son nuestros propios reflejos. Nos muestran, desde un
ángulo original, cómo hemos elaborado en los
últimos quinientos años nuestra identidad,
nuestro exacerbado individualismo; y de qué manera se
entretejieron variables
culturales, psicológicas y sociales en la construcción de la cosmovisión
antropocéntrica que ha hecho de Occidente lo que hoy
es.
Definir qué es un fantasma depende del espacio y
del tiempo. Depende del lugar que cada persona se
adjudica a sí misma dentro del universo. Por
ello, una Historia de los Fantasmas nos obliga a recorrer los
senderos —ya exitosamente transitados— de otras
historias, como la del cuerpo, la de la muerte o la de
la lectura.
Significa, también, dejar abierta una puerta al estudio de
los sistemas de
valores y sus
cambios (que desde el siglo XVIII indican una progresiva
secularización y un olvido de los deberes y normas
trascendentes, para centrarse únicamente en la
condición inmanente del ser humano).
En muchos casos, el fantasma nos recuerda el sentido y
el deber que los hombres hemos olvidado. Nos reflejan los
problemas
existenciales propios de una sociedad
impregnada del más hondo materialismo.
El fantasma oculta y revela muchas cosas al mismo
tiempo.
El discurso
histórico sobre las apariciones —en ocasiones
controlado, tergiversado o utilizado en beneficio de sectores
particulares— revela una suerte de actitud
imperialista que tornó a la imagen
tradicional del fantasma en un producto de
exportación a distintas partes del mundo;
modificando imaginarios no europeos y creando una falsa idea de
homogeneidad planetaria en la creencia.
La actitud aculturadora de Europa, tan
pujante —desde el siglo XVI— sobre islas y
continentes lejanos, alteró muchas estructuras
fabricadas de la realidad; y así, los fantasmas locales o
regionales, no pudieron resistirse a cambiar sus comportamientos,
caracteres y status.
Los fantasmas, asimismo, pueden ser variables
interesantísimas a la hora de reflejar las modificaciones
en las sensibilidades colectivas, relacionadas con instituciones
sociales muy caras del universo burgués (en especial del
siglo XIX), tales como: la familia,
el amor, la
muerte romántica, el secreto y el
individualismo.
Banderas visibles del antirracionalismo, los fantasmas
—apareciendo y desapareciendo— denuncian
insatisfactorias concepciones del mundo, inseguridades y muchas
esperanzas, no del todo creídas.
Punto de arribo de tradiciones, representaciones y
formas de ver y organizar el mundo, el siglo XIX
reinterpretó todo, reelaboró una nueva
cosmovisión, y desde ese mismo instante nada fue
idéntico a lo que antes era. Hito singular en la historia
de la cultura occidental, la centuria pasada (XIX) creó
las bases de una sociedad nueva (que fue nuestra hasta hace
relativamente poco tiempo). Instauró una muy particular
manera de conceptuar a la familia, el
cuerpo y la muerte. Desarrolló un mundo
industrializado, en donde la tecnología
empezó a cumplir un rol protagónico que no
había tenido, y combatió las enfermedades como nunca.
Creó una sociedad urbana inimaginable cien
años atrás, e inculcó una ética
renovada, menos dependiente de Dios. Propuso paradigmas
—políticos y científicos— que
consiguieron prolongar sus influencias hasta fines del siglo XX,
e impuso un ideal —el del Progreso— que
sirvió de telón de fondo y soporte de toda una
época. Inauguró conflictos
sociales, políticos y económicos, muchos de los
cuales derivaron en revoluciones y guerras ;
desarrolló los ideales del nacionalismo e impuso
—paralelamente a ello— una presión
imperialista que recién se diluiría
—en sus aspectos formales— a mediados de la
década de 1960. Pero, sobre todo, colocó a una
clase social
como modelo: la
burguesía.
Como dice Eric Hobsbawm, el siglo XIX fue
predominantemente burgués en sus hábitos, ilusiones
y sueños. El emprendimiento y la concreción de
objetivos
personales se convirtieron en exultantes manifestaciones del
propio valer, y el individualismo no se dejó rogar.
Así mismo, un férreo orden social —sumamente
jerarquizado— reglamentó los comportamientos, los
gestos y el imaginario social; haciendo de las apariencias el
resorte necesario para elevar el status dentro de una realidad en
la que la competencia se
convertía en un valor digno de
ser puesto en práctica-
Esta sociedad burguesa, logró impregnar
—con su cultura y forma de ver el mundo— a aquellos
sectores sociales que la combatieron duramente, imponiendo lo que
se ha dado en llamar un aburguesamiento tanto de los
grupos
aristocráticos como de los sectores obreros.
Fue este mundo burgués el que inventó la
intimidad —que era su esencia—; reorganizó los
rituales domésticos —que calaron tan hondo que se
los creyó existentes desde siempre—; propuso una
renovada dualidad entre la solidez de lo material y la belleza
del espíritu. Elevó la castidad y la
represión del instinto a un punto tal que la
hipocresía no pudo dejar de surgir. El secreto, el pudor,
los prejuicios y la llamada moral victoriana, evidenciaron
—con su difusión— el éxito de esta
clase hegemónica en muchos rincones del planeta. Y, por
supuesto, los fantasmas también se
aburguesaron.
Después de la sacudida racionalista del siglo
XVIII, y agitada profundamente por el reeditado ideal
clásico, la cultura europea del XIX buscó renovarse
escudriñando, una vez más, en la imaginación
y el sentimiento. Así surgió el movimiento
romántico, que se tradujo en un esfuerzo por rescatar
del pasado la perdida nostalgia de la Edad Media;
abriéndose a experiencias estéticas e intelectuales
que solieron inspirarse en lo desconocido, en lo oculto, en la
noche con sus sombras y misterios. La muerte y los fantasmas, la
soledad y las tinieblas, impregnaron todo por doquier. El
romanticismo
sería —como escribió René
Huyghe— "una fuga de lo real a lo
imaginario".
Desde ese momento quedó enunciada la doctrina del
movimiento; y ya no fue el hombre
externo —completo y reflexivo— lo que se puso en
juego, sino
que, en lo sucesivo, se distinguiría al hombre
interior, ése que en su intento por comunicar su alma con la
naturaleza
exaltaría las dimensiones de lo infinito. El genio
romántico —a fuerza de
querer franquear los límites de
la razón común, y permitir la intrusión de
lo fastasmático— planteó la vacilación
del cerebro, y
entrevió la locura (en la que muchas veces llegó a
caer).
Para ver el gráfico seleccione la
opción "Descargar" del menú superior
Imbuido de una gran dosis de irracionalidad, y
dotado de una capacidad excepcional para exaltar el sentimiento,
el romanticismo reinventó el concepto de
fantasma, otorgándole una serie de cualidades que
—popularizadas desde entonces— impactaron en el
imaginario colectivo, dándonos una imagen hoy tradicional
del mismo.
De esta manera, nació un género
literario que alcanzó un sorprendente desarrollo
entre mediados del siglo XIX y principios del
siglo XX: la "Ghost Story" que, junto a la novela
gótica (de anterior data), sustituyeron a "[…] las
groseras supersticiones por delicadas emociones
artísticas".
Asimismo, la
organización de nuevas disciplinas científicas
orientadas al estudio del hombre —tales como la antropología y el folklore—
dirigieron sus arsenales metodológicos hacia las
sociedades "primitivas" de distintas partes del mundo, rescatando
del olvido mitos y
leyendas populares que revelaban una relación con la
muerte (y con los muertos) que se creía perdida en el
entorno occidental. Este mundo de los espíritus
encontró, pues, en la leudante burguesía
decimonónica un medio propicio donde arraigar, intentando
conciliar las contradictorias dosis de espiritualismo y
materialismo que esta clase social encarnaba.
Para ver el gráfico seleccione la
opción "Descargar" del menú superior
El fenómeno espiritista —conocido
desde tiempos antiguos, e interpretado de diferentes maneras
según el entorno cultural— reapareció en el
seno de la sociedad europea que, imbuida de positivismo,
persiguió a los fantasmas armada con las leyes conocidas
de la física. La
preocupante obsesión por la supervivencia del alma
—que había desvelado el sueño de más
de un pensador clásico, como Pitágoras,
Empédocles o Platón— dejó de ser, para
muchos, un problema meramente filosófico,
transformándose en uno propicio a ser demostrado
científicamente por el materialismo. Los experimentos
espiritistas —origen de la actual pseudo-ciencia
llamada parapsicología— alinearon sus
energías en la búsqueda de pruebas
positivas, que creyeron encontrar en las melodramáticas
sesiones espíritas celebradas en salones y cortes de todo
Europa. En ellas, las almas desencarnadas de los muertos se
comunicaban con los vivos por medio de golpes, martilleos sobre
una mesa y materializaciones ectoplasmáticas; queriendo
con todo ello demostrar la supervivencia del Yo individual
más allá de la muerte.
Esta moda
—convertida en hobby para unos, y en profesión para
otros— modificó la manera en que los fantasmas eran
conceptualizados; aunque, básicamente, lo que
cambió fue la forma en que los espectros se evidenciaban.
Desde entonces —y hasta las décadas de
1930-1950— las Almas en Pena empezaron a ser visualizadas
(sin que por ello las clásicas manifestaciones auditivas
desaparecieran por completo). Castillos, abadías y
hospitales, teatros y mansiones, empezaron a albergar figuras
etéreas que vagaban cual sonámbulos por los
corredores, dejándose ver, e incluso tocar.
El materialismo se imponía más allá de la
frontera de la
muerte, y la doctrina espírita no tardó en teorizar
al respecto.
Allan Kardec (padre del espiritismo) y sus seguidores,
sostuvieron que el ser humano estaba conformado por tres
elementos: el alma, el cuerpo y el periespíritu, que
unía a los dos primeros a manera de "mediador plástico"
y que participaba de la naturaleza de ambos. Por lo tanto, merced
a este periespíritu, las almas de los desaparecidos
podían corporizarse y trasladarse de un plano a otro de la
existencia, conservando una "semi-materialidad" fluida, de
color, visible y
palpable. Como puede observarse, el paradigma
mecanicista —tan en boga por aquellos días— se
aplicaba incluso en el Más Allá.
Los avances de la tecnología se
pusieron a disposición de esta rejuvenecida "caza de
espectros" y fue la fotografía
—desarrollada a mediados del siglo pasado (XIX)— la
que facilitó los medios para
poder retratar
a los fantasmas.
El daguerrotipo [1839] y posteriormente la
máquina fotográfica [1851], produjeron un fuerte
impacto en las sensibilidades colectivas de occidente. Con ambos
inventos, la
memoria y el
recuerdo de los seres queridos pudieron trascender la muerte de
una manera hasta entonces inédita; y la posibilidad de
reconocer —mediante las fotografías— el
aspecto físico de parientes y amigos muertos se
alteró cualitativamente.
El tiempo quedaba atrapado en esas placas de acetato, y
con ellas se robusteció aún más el
individualismo. Ahora el pasado tenía un rostro
identificable. Un rostro que denunciaba —en los
vivos— el paso inexorable de los años, y guardaba
—de los muertos— un retrato fiel, al que sólo
los muy ricos habían accedido en el pasado (mediante la
pintura /
retrato y la escultura).
Las lápidas de los cementerios se adornaron con
fotos (las
típicas de forma oval); los álbumes familiares se
transformaron en espacios de la nostalgia, y el individuo
triunfante conservó de sí mismo —y de los
otros— una imagen clara, diáfana y palpable. Lo
mismo sucedió con los fantasmas, que llevaron la
relación con la muerte a un plano más concreto,
donde se descubrían las muertes propias (el cambio de
aspecto a través de los años) y las ajenas.
Así se difundió un renovado culto a los muertos y a
los cementerios.
Las fotografías de supuestas apariciones
espectrales empezaron a acumularse, y a pesar de los fraudes
evidentes, un gran número de investigadores —y, por
supuesto, la gente común— mantuvieron y defendieron
férreamente la validez de la prueba. Incluso escritores
que habían trasladado el tema al campo exclusivo de la
literatura, prologaban sus novelas y cuentos
argumentando que los fenómenos descriptos existían
sin lugar a dudas; reconociendo que la ciencia y
la filosofía aún no los había esclarecido.
Ejemplo de tal credulidad tardía fue Sir Buldwer Lytton
(1803-1873), quien con su obra, La Casa de los
Espíritus (1859), pretendió cerrar filas junto
a los grupos espiritistas.
Provistos de fotografías, de testimonios
denominados directos, y enmarcados por un ámbito cultural
que daba espacio a la creencia en fantasmas, hombres y mujeres
enrolados en diferentes grupos espiritualistas pusieron sus
esfuerzos en tratar de llevar el tema hacia el campo de la
ciencia, alejándolo del ámbito de la leyenda
folklórica y la superstición. Médicos,
matemáticos, físicos, escritores de renombre y
políticos de la era victoriana, propagaron decenas
de teorías
a fin de explicar los casos denunciados de fantasmas. Muchos de
ellos lucharon, también, por desacreditar la
temática, denunciando y revelando notorios fraudes. Otros,
mantuvieron una duda cautelosa, dejando sus mentes abiertas a
fenómenos que empezaban a ser denominados como
paranormales (más allá de la normalidad).
Finalmente, un grupo no
reducido se transformó en fervientes defensores de la
realidad objetiva de los espíritus.
El "fantasma victoriano", exportado a distintas
partes del mundo por los largos tentáculos de la sociedad
burguesa del siglo XIX, refleja —como tantos otros productos de
esa época— el entorno cultural que le dio
origen.
Nacido del materialismo y la
industrialización, el fantasma decimonónico
encarnó —paradójicamente— el
descontento de un gran número de personas, respecto del
rumbo que tomaba la sociedad por aquellos cambiantes
días.
Adoptados por la poesía,
la novelística y aún por la heterodoxa "ciencia
informal", los relatos de aparecidos canalizaron la creciente
necesidad de evasión a los problemas cotidianos (la
explotación del hombre, el hambre, el desamparo, la
soledad, el desempleo, et),
que el romanticismo supo con habilidad dejar plasmados en la
literatura y otras manifestaciones del arte. Los
fantasmas disfrazaron tabúes burgueses, y reflejaron al
mismo tiempo una intención moralizante, que devino en una
muy particular pedagogía del miedo.
A quedar desligados del Diablo, los fantasmas
empezaron a teatralizar una escena dulce, nostálgica
—aunque no exenta de problemas— que encuentra sus
raíces en una manera nueva de conceptuar el sentido de
familia y de muerte.
Si tenemos que hacer referencia a una
institución exitosa, con una fuerte dosis de autoritarismo
y epicentro de valores
morales tenidos por trascendentes, debemos hablar de la
familia (núcleo esencial del amor
responsable en el universo del
burgués). Bastión y refugio de la intimidad, el
"hogar dulce hogar" se convertiría no sólo
en una potente catapulta para el individualismo, sino en el
celoso guardián de los secretos familiares, siempre
peligrosos de ventilar.
Organizada alrededor de un padre todopoderoso, los
miembros de la familia —en especial las mujeres—
tenían sus vidas afectivas hipotecadas por "el bien
general del apellido". Todo estaba reglado, controlado, medido.
Pocas cosas podían dejarse al azar. Los potentados
debían casarse con potentados, caso contrario el patrimonio y
el prestigio de la estirpe quedaban mancillados social y
económicamente. Por lo tanto, ante el nunca deseado desliz
amoroso de alguien del grupo, las apariencias debían
resguardarse, levantando un grueso muro de silencio y
secretos.
También la presencia de un suicida, de un asesino
o de un idiota en el árbol genealógico del
apellido, era más que suficiente para que se tendiera
sobre ellos un impermeable manto de olvido, resistente al
chismorreo y el rumor.
Como alguien escribió:
"Si bien no toda familia es un asunto
trágico, no cabe duda de que toda tragedia es un asunto
familiar" .
Y gran parte de ello queda ejemplificado en las
numerosas historias de fantasmas que tienen una base argumental
enraizada en dramas privados de ese tipo. Pasiones encontradas,
actos lujuriosos (escondidos o sublimados), ambiciones desmedidas
(reales e imaginarias), son lo que los fantasmas denuncian en sus
rondas nocturnas.
El "fantasma victoriano" se convierte así en una
doble amenaza.
Por un lado, rompe con los límites racionales
rígidos impuestos por las
leyes positivas de la naturaleza; consiguiendo crear un estado
emocional que es capaz de alcanzar el más sentido terror,
por medio de extravagantes efectos de luz y escenas
extrañas.
Por otro lado, tanto en la literatura como en la
tradición oral, el fantasma decimonónico irrumpe
fracturando el secreto burgués, violando lo íntimo
—lo no dicho—, al hacer público los secretos
inconfesables de una familia.
Las apariciones piden, denuncian, exigen. Desenmascaran
una intimidad hipócrita, egoísta y morbosa, que el
grupo se ha cuidado muy bien de resguardar. Este es quizás
el motivo por el cual el concepto "fantasma" fue incorporado en
algunas escuelas de psicología nacidas a
fines de principios del XX.
Un aliado fiel a todas las historias de fantasmas ha
sido —y es— el rumor.
Masivo, difuso, susceptible de ser realimentado
—dada la transmisión en cadena que lo
caracteriza—, el rumor crea siempre una disposición
muy especial para que surja la credulidad; ya que "conmueve y
golpea en algún punto vulnerable al receptor, disminuyendo
la capacidad de discriminación" y haciendo de lo
imposible algo probable y verdadero.
Presente en situaciones de crisis
—ya sean, sociales o familiares—, la tradición
oral encuentra en el rumor un instrumento indispensable para la
difusión y tergiversación de historias en la que
descargar incertidumbres, envidias, celos e impotencia, producto
de la angustia.
La mayoría de las leyendas de fantasmas reflejan
esta situación. Con ellas, los sentimientos indefinidos
recién nombrados se concretizan en temores que pueden ser
manipulados y, por lo tanto, capaces de ser exorcizados,
enfrentados o publicados.
El fantasma que vaga eternamente en el universo material
de sus antiguas posesiones, el que exige plegarias o atenciones
espirituales a sus deudos, el que denuncia sus propios
crímenes con lamentos y visiones espantosas, o el que
manifiesta un dolor infinito por un amor prohibido o no
correspondido, recrea las ambigüedades y dramas privados que
la sociedad burguesa no pudo evitar que cayeran en el dominio del
rumor. Por esta causa, los mencionados relatos de fantasmas
fueron siempre bien aceptados por un público expectante de
chismes e historias fantásticas.
El egoísmo materialista del espectro que se niega
a abandonar el plano mundano y carnal de la existencia —y
que queda ligado a los objetos personales que lo individualizaron
de los demás (casas, pianos, fincas, sillones, etc)—
es un claro síntoma de mentalidad burguesa. Una mentalidad
que hizo de las cosas materiales un
símbolo de status e identidad personal, que ya la muerte
no podía disolver. El hecho de que se conserven relatos
que hablan de espíritus vistiendo sus indumentarias de
costumbre —corbatas, broches, sombreros, uniformes o
tapados— es muy sintomático al respecto.
También un sobrenatural lazo afectivo une al
fantasma con sus seres queridos cuando éste les advierte
sobre peligros inminentes o demanda de
ellos un recuerdo más sincero y fuerte. Este temor al
olvido —combatido en los cementerios por medio de la
arquitectura y
escultura funerarias— quedó plasmado en suntuosos
panteones familiares, en los que –tras la muerte—
todos volvían a reunirse.
Comúnmente, los rumores que circularon —y
circulan— en torno de las
apariciones poseen un denominador común ya tradicional: el
dolor, la violencia y
los actos vergonzantes —reprimidos y castigados por la
sociedad— son los que sujetan, a modo de invisibles
amarras, al espíritu a este mundo. No es de
extrañar, pues, que las abadías, conventos e
iglesias sean las que conserven historias de este tipo de
historias tan cargadas de pecados y actos perversos.
La figura fantasmal de la monja que camina sollozando
solitaria, expiando la culpa de un amor carnal prohibido por
Dios, es ya clásico en las tradiciones de occidente; o la
del sacerdote que, tentando por las voluptuosidades de la
señora local, debe pagar su pecado vagando por la nave
principal de su capilla, "en las neblinosas noches de
invierno".
Damas de todos los colores —la
"Dama de Azul", la "Dama de Gris", la "Dama de Blanco",
etc— ilustran el folklore de distintos rincones de Europa y
América; y en casi todos los casos refieren
historias de supuestos escándalos amorosos, seguidos de
muerte. Tal es el caso del fantasma femenino que recorre los
pasillos del castillo Muncaster, en el centro occidental de
Inglaterra.
Al respecto, cuentan los lugareños que hacia 1822
una criada tuvo la osadía de enamorarse —¡y
ser correspondida!— del propietario de la finca. El
asesinato de la pobre niña en manos de matones nunca fue
resuelto, ni los culpables identificados (lo que expresa el
riesgo de
alterar las rigurosos normas de endogamia clasista de la
época). Según el folklore local, el espectro de la
pobre infeliz continua reclamando justicia.
Interesar observar cómo historias de este tipo
—gestadas la mayoría durante el siglo XIX—
fueron transferidas a tiempos medievales, modernos, e incluso
antiguos, otorgándoles a viejas tradiciones y rumores
sobre fantasmas un romanticismo que, con toda seguridad, no
tenían en sus orígenes. Así, pues,
argumentos esencialmente victorianos fueron endosados
—anacrónicamente— a historias, mansiones,
castillos y parajes, supuestamente encantados. Conflictos,
crímenes y dramas personales del pasado remoto fueron
absorbidos, reinterpretados y tergiversados por el
espíritu burgués de la Ghost Story y desde
entonces, monjes medievales, aristócratas poderosos del
renacimiento o
burgueses del siglo XVII (y sus respectivas amantes), poblaron
con sus fantasmas cientos de cuentos.
EL PARTICULAR GUSTO
INGLÉS POR LOS FANTASMAS
Es probable que no exista ningún rincón
del planeta —controlado y aculturado por occidente—
que no contenga en su acerbo folklórico historias de
fantasmas que reflejen los conflictos y valores arriba nombrados.
Tradicionalmente ha sido Inglaterra la gestora más
prolífica en leyendas de este tipo, y por ello se han
intentando interpretaciones de distinto calibre a fin de explicar
este gusto tan particular que los británicos han tenido y
tienen por los relatos fantasmales.
Se ha dicho que las apariciones del mundo
anglosajón serían el necesario complemento de
maravillas de una sociedad regida por lo material y lo concreto;
que Inglaterra, al no conocer importantes procesos de
brujería, buscó satisfacer en el mundo
fantástico del arte una carencia de hechos sorprendentes
que la vida real no ofrecía. Desde esta perspectiva, los
fantasmas cumplirían una función
evasiva de un mundo que progresivamente se desencantaba tras el
alud de pragmatismo
del siglo XVIII.
También se ha insistido en atribuirle al
paisaje inglés
—con sus brumas y escenarios grisáceos— el
origen de estas historias de ultratumba. Tal como escribió
H. P. Lovecraft :
"La atmósfera [en todo
relato] es siempre el elemento más importante, por cuanto
que el criterio final de autenticidad no reside en urdir la
trama, sino en la creación de una impresión
determinada".
Asimismo se ha venido hablando del sentimentalismo
inglés, que les llevaba a cultivar tanto el temor como la
tristeza, motivo por el cual pudieron —y supieron—
importar y reacondicionar relatos de fantasmas de otras
latitudes, movidos por el entusiasmo hacia lo
exótico.
Tampoco se ha descartado la ironía, la
valentía o el carácter lúdico que todas estas
historias encierran, y que permitirían ampliar la
explicación del por qué de esa tan particular
fantasmogénesis británica; sin por ello despreciar
la no poca producción alemana, francesa y
norteamericana.
Todos los lugares poseen una doble dimensión.
Una real, que es en la que se vive y se trabaja. La otra
imaginaria, en la que se advierten las huellas de potencias
infernales o celestes que testimonian la presencia de los
antepasados, de sus espíritus y recuerdos; definiendo
así un espacio propio, cargado de historia, afectos y
emociones. Visto de esta forma, un lugar es —en un cierto
modo— una invención.
Esto es lo que llevado a que cosas que no han sido
concebidas como fantásticas así lo parezcan; por
ejemplo faros, castillos, monasterios, abadías y
mansiones.
"Los arquitectos, constructores de
fortalezas, se han propuesto hacerlas formidables y no
encantadas" .
Para ver el gráfico seleccione la
opción "Descargar" del menú superior
La tradición oral y escrita informa acerca
de miles de sitios con estas características; sitios que
van desde los ya mencionados —y construidos por el
hombre— hasta bosques, cruces de caminos, cuevas, lagunas,
montañas e incluso árboles
embrujados. De todos ellos, quizás sea el bosque el que
mantenga —desde hace más tiempo— el aspecto
numinoso que referimos. Reductos del miedo y del peligro, los
lugares boscosos suponían la presencia de hadas, genios,
brujas y espectros aterradores que amenazaban la integridad
física y moral de los
hombres. Muchos cuentos
infantiles de origen medieval testimonian lo
dicho.
El romanticismo decimonónico retomó la
posta y supo explotar su gusto por la soledad, por lo vetusto y
lo misterioso, poblando con fantasmas aquellos lugares que dieran
con el tipo. Así, jardines abandonados o moradas desiertas
se hallaron a disposición de los
espíritus.
Enfrentándose a una arqueología
materialista por definición, el imaginario
romántico hizo de las ruinas sitios ideales donde poder
elevarse y captar en concreto el evanescente paso del tiempo y la
brevedad de la vida humana. Se resistió a ver sólo
piedras —susceptibles de ser fechadas, medidas,
catalogadas— y transformó mentalmente a esos
históricos monumentos en potenciales escenarios para
tramas misteriosas, protagonizadas por legiones
fantasmales.
La Torre de Londres vio aparecer entonces el alma
en pena de Ana Bolena, decapitada por su esposo en el siglo XVI;
o el espectro de Sir Walter Raleigh, injustamente condenado a
prisión en el mismo siglo.
La Abadía Newstead congregó entre
sus muros una media docena de fantasmas. Por ejemplo, el Temible
Demonio Byron (supuesto tío del famoso escritor); una
anónima Dama Blanca, que camina pensativa por la casa y un
Fraile Negro, anunciador macabro de muertes cercanas. No
podía faltar también el espectro de un perro que
corre por los jardines, ladrándole a la luna.
Del mismo modo, Watton Priory, un convento
fundado en siglo VIII, pasó al acervo folklórico
inglés como un lugar poblado de lamentos y jardineros
fantasmas. En competencia con él, la Abadía
Whitby sigue manteniendo una pequeña
congregación de monjas que, desde el Más
Allá, continúan respetando los votos de castidad
que juraron en vida.
En la zona sur de Inglaterra se levanta el Castillo
Suadewy, hogar de una espectral Dama de Verde, asociada al
fantasma de Catherine Parr, ex-esposa del rey Enrique VIII. Mucho
más al norte —en Escocia—, el Castillo
Hermitage testimonia su pasado de sadismo y horror a
través de la historia del fantasma de un noble local,
recordado por los asesinatos que supuestamente cometió
durante el siglo XV. También en las Tierras Altas
Escocesas, el Castillo Glamis posee un puñado de
fantasmas: la Dama de Gris, el fantasma de Janet —esposa
del VI Lord de Glamis— y la extraña figura que corre
a través del parque, conocida familiarmente como "Jack the
runner" (Juan el Corredor).
Para ver el gráfico seleccione la
opción "Descargar" del menú superior
Historias prototípicas como estas abundan
no sólo en Inglaterra, sino también en Francia,
Alemania,
España
o Estados
Unidos. De hecho no existe país que no posea sus
lugares encantados.
Puede que cambie el escenario inmobiliario del drama,
pero en esencia todas las historias parecen ser variaciones de un
mismo tema. Variaciones que, readaptadas al espacio urbano e
industrial, testimonian una necesidad muy enraizada en el
espíritu de los seres humanos.
Consecuentemente, ni las chimeneas humeantes del
progreso, ni los abarrotados barrios obreros de las surgentes
ciudades industriales, desplazaron del todo a los espectros de
los muertos. Tampoco los espacios de sociabilización
burguesa —levantados en pleno corazón de
la city— exorcizaron a sus legendarias almas en pena.
Así, el Teatro Royal —en Drury Lane,
Londres— comenzó a encerrar en sus palcos y plateas
al espectro de un hombre desconocido, vestido a la usanza del
siglo XVIII, cuyas materializaciones siempre anunciaban un
éxito de taquilla.
Cada uno de los muchos lugares encantados que acabamos
de mencionar brevemente, son sólo una escueta muestra
—arbitraria— de los miles que existen desperdigados
en las más diversas geografías de
Occidente.
La literatura nos ha acostumbrado a pensar en los
fantasmas como en entes individuales, solitarios, que aparecen
encantando mansiones y castillos; pero existen narraciones que
refieren apariciones en gran escala, es decir,
un "gran espectáculo grupal de espectros". Generalmente,
esta variedad folklórica está íntimamente
relacionada con acontecimientos históricos
—perfectamente fechados e identificados— de
importancia regional o nacional.
En un siglo como el XIX, en donde el simbolismo
nacionalista fue tan importante, no pudieron dejar de circular
leyendas respecto de batallas fantasmales, vueltas a
representar en fechas y momentos caros al incipiente sentimiento
—¿fanatismo?— nacional. Así, las
guerras civiles —como la inglesa o norteamericana, de las
décadas de 1640 y 1860 respectivamente— se
convirtieron en un sugerente caldo de cultivo de muchos relatos
populares de fantasmas.
Testimonios de dolorosos enfrentamientos entre hermanos
y símbolos de las contradicciones de las
recién gestadas identidades colectivas, las batallas de
Naseby —celebrada el 14 de junio de 1645, en
Northamponshire—, la de Martoon Moor —del mismo
año— o el choque armado en Edgehill —de
1642—, son ejemplos ya tradicionales de batallas inglesas
en las que ejércitos espectrales escenifican el combate,
en los antiguos escenarios del drama. De igual forma, en la
localidad de Shiloh, Tennesse, Estados Unidos, la
tradición oral sostiene que el sonido de
armas de
fuego, choques de sables, gritos y lamentos, se podían
oír varios años después de celebrado el
cruel enfrentamiento de abril de 1862 (y en el que 24.000
personas perdieron la vida).
Daniel Granada ha denominado a estos lugares como
"sitios asombrados", puesto que "sorprenden a la gente
con los ruidos, voces y visiones con que las almas en pena se
manifiestan".
América del Sur —y el área
rioplatense en particular— no están exentas de
leyendas de este tipo, y un patrimonio intangible de ello son los
versos siguientes, en los que José Hernández pone
en boca del gaucho Martín
Fierro la creencia popular que hemos tratado:
"En distintas
direcciones
se oyen rumores
inciertos
son las almas de los
muertos
que nos piden oraciones"
.
Un aspecto muy explotado por la literatura del siglo
XIX —y que reflejaba el sentimiento de terror que flotaba
en el ambiente— fue el del temor a ser enterrado
vivo. Posiblemente nunca como en esa centuria, la angustiante y
morbosa fantasía de despertarse en un féretro bajo
tierra,
impactó tanto el imaginario funerario de una sociedad. Y
aunque nunca se probó que accidentes de
ese tipo hubieran sido generalizados, los artículos
periodísticos de la prensa amarilla
difundieron el rumor, otorgándole la asiduidad que
jamás tuvo.
Así, puestos en duda los diagnósticos
médicos de los certificados de defunción,
enfermedades como la catalepsia —productora de un estado de
aletargamiento e inmovilidad del organismo, que se decía
podía ser confundido con el óbito— agudizaron
los temores y, por qué no, el ingenio
decimonónico.
Fue un chambelán del zar de Rusia quien,
inspirado en la obsesión de moda, lanzó al mercado europeo
—hacia fines del siglo XIX— un aparato sencillo y
eficiente.
"Era una caja herméticamente sellada con un
tubo largo colocado en un agujero abierto en la tapa del
ataúd en el instante de bajar éste a la tumba.
Sobre el pecho del muerto se colocaba una bola de vidrio unida a un
resorte que a su vez estaba conectado a la caja sellada. Al menor
movimiento de la persona encerrada, el resorte abriría la
tapa de la caja, de modo que la luz y el aire
penetrarían en el ataúd enterrado. Al mismo tiempo
se iniciaría una reacción en cadena digna de una
novela de
ciencia ficción. Una bandera se alzaba a más de un
metro por encima de la caja; una campana sonaba durante treinta
minutos; se encendía una bombilla eléctrica. El
tubo, además de permitirle la entrada de oxígeno, servía de megáfono
para ampliar la voz presuntamente débil del moribundo"
.
El tema fue tratado por ciertas publicaciones
médicas y el parlamento inglés, por ejemplo,
estipuló como obligatoria una espera prudente entre la
defunción y el entierro. Incluso se aconsejó que a
aquellos que no podían comprarse un féretro con
"sistema de
alarma", se les alquilara uno por un tiempo.
Como es de imaginar, fantasías tan morbosas no
pudieron dejar de tener su correlato maravilloso, y numerosos
relatos montaron tramas en las que el desesperado fantasma del
enterrado-vivo, reclamaba venganza o ayuda.
Muertes prematuras o violentas suelen esconderse
detrás de los relatos victorianos de fantasmas, en
especial cuando esos decesos impiden —o dejan
inconclusos— rituales de especial significación
social, tales como el casamiento o el bautismo.
En muchas localidades de Europa y América
aún pueden escucharse historias de aparecidos en las que
sus protagonistas son cónyuges muertos en el día
del casamiento, o niños
que atormentan a sus padres en reclamo de un sacramento que no
alcanzaron a recibir. Idéntica suerte podían seguir
los excomulgados, los suicidas o los que ahogaban en el mar. Toda
una legión de infortunados a los que se les había
negado un descanso bienaventurado, pasaron a los folklores
locales siendo así aprovechados por el afán
didáctico y moralizador de las instituciones
religiosas.
HACIA UNA NUEVA
INTERPRETACIÓN
"¿Ha tenido usted alguna vez, cuando
creía estar completamente despierto, la impresión
intensa de ver a un ser viviente o un objeto inanimado, de sentir
su contacto o escuchar alguna voz, sin que hasta donde pueda
descubrir, esta impresión de debiera a ninguna causa
física exterior?".
Esta pregunta, hecha en 1882, marca un punto de
inflexión en el tratamiento que los fantasmas
habían tenido hasta entonces.
Excluidos del ámbito científico por
considerarlos productos de afiebradas fantasías
histéricas, los espectros habían buscado un
obligado exilio en la novelística, en la poesía y
en el rumor local. El racionalismo
los desechaba y todo aquel que los tomara en serio corría
el riesgo de ser tachado de ignorante, oscurantista, y por lo
tanto perder el prestigio entre sus colegas, vecinos y
amigos.
El todopoderoso materialismo impregnaba las
teorías que explicaban el funcionamiento del universo y en
ellas las apariciones no tenían un espacio reconocido,
puesto que atentaban contra las posturas mecanicistas tan en
boga. Pero hacia la década de 1880 una poco convencional
organización irrumpió en la escena:
la Sociedad para la Investigación Psíquica de
Londres (SIP); germen de futuras asociaciones del mismo
tipo en Francia y EE.UU., y que derivarían en el estudio
de la hoy llamada Parapsicología.
Típico producto de su tiempo, la SIP
convocó en su seno a un heterogéneo grupo de
personalidades, derivadas de
distintos sectores de la intelectualidad británica
—filósofos, físicos, médicos,
escritores, etc—; quienes mezclaron sus inquietudes y
opiniones con las de reconocidos espiritistas de la época.
De esta hibridación tan particular surgió un grupo
de individuos que libraron un tensa batalla por oficializar la
clase de fenómenos que empezaron a ser llamados
preternaturales. Pero, básicamente, lo que hicieron fue
replantear —con un nuevo lenguaje— el problema de la existencia de
los fantasmas, enfrentándose al bastión ortodoxo
del materialismo mecanicista.
Sus fundadores, William Barrett (1845-1926), Frederic
Myers (1843-1901) y Edmund Gurney (1847-1888), buscaron
desacreditar las historias fraudulentas, combatieron a los
embaucadores —los médium— y trataron de darle
a sus proyectos de
investigación una metodología guiada por la prudencia en las
apreciaciones, la honestidad
intelectual e incluso el escepticismo.
La primer publicación sobre "Apariciones" hecha
por la SIP fue editada en 1894 y conocida bajo el título
de Censo de Alucinaciones. Esta encuesta,
practicada en Inglaterra, recogió los testimonios de
17.000 personas a las que se interrogó respecto de sus
experiencias "alucinatorias". Con esta denominación
—alucinaciones— la Sociedad pretendió crear un
espacio intelectual neutro donde incorporar hipótesis de muy variado tipo —aunque
en el fondo, su móvil último fuera probar
objetivamente la posibilidad de supervivencia del alma
después d la muerte—.
Con la encuesta hecha —y tras eliminar
sueños y efectos inducidos por la ingestión de
drogas—
la SIP conservó únicamente 1.700 casos (el 10%) que
respondían a los fenómenos que se sugieren en la
pregunta que encabeza este apartado. De ellos, sólo 32
casos (1,5%) quedaron sin interpretación racional, siendo suficientes
para dejar entreabierta la puerta que permitía el acceso a
un universo fantasmal real.
El campo de lo paranormal empezaba a construir un
espacio propio, controvertido y con el tiempo, bastante popular
en ciertos ambientes.
El discurso parapsicológico introdujo un nuevo
concepto —heredado del racionalismo del siglo XVIII—
a través del cual las categorías de análisis —vigentes hasta las
décadas de 1920 y 1930— se vieron profundamente
modificadas.
Ahora era la mente, con sus insospechados
poderes, la que pasaba a ocupar el lugar que antes había
tenido el alma, y los fantasmas se convirtieron en los productos
derivados de ciertas aptitudes naturales en el hombre
—tales como la telepatía, la precognición o
la psicokinesia—.
El lenguaje tradicional —aquel derivado de lo
religioso— fue desplazado por nuevas hipótesis, nacidas
de un materialismo agnóstico que —si bien no negaba
la existencia de los fantasmas— les dio a los espectros
soluciones
teóricas más acordes con el cientificismo que
pretendía alcanzar. Fue una renovada moda especulativa que
puso el acento ya no en entidades independientes del testigo
—el fantasma tradicional— sino en el testigo mismo.
Las materializaciones y visiones pasaron a ser "proyecciones
de la mente" de un ser vivo sobre la conciencia de
otro ser vivo. Una especie de "fax
telepático" que descartaba la posibilidad de un regreso
desde el Más Allá y dejaba abierta la
problemática de la supervivencia a otra disciplinas.
Quizás el título de la encuesta mencionada denote
un aspecto más del proceso de
secularización, tan difundido durante el siglo
XIX.
Es imposible negar la importancia que tuvieron la
ciencia y la razón a lo largo de la centuria pasada (XIX),
y si bien la moda del ocultismo y lo desconocido adquirió
enorme popularidad, no es menos cierto que generalmente se
mantuvo anclada en las regiones cuantitativamente minoritarias de
la cultura occidental. Pero desde allí contrastaron de tal
manera que sus heterogéneas explicaciones sobre el
funcionamiento de la naturaleza, no pudieron dejar de advertirse
—y por lo tanto, pasaron a ser duramente cuestionadas y
combatidas—.
Fueron en los sectores aristocráticos y de
burgueses acomodados de la "derecha política" en donde
estos gustos esotéricos se afianzaron con más
fuerza. Este hecho motivó que los fantasmas —y
demás manifestaciones paranormales— fueran
rechazados por los grupos obreros que, recientemente, se
habían incorporado al ámbito del conocimiento
(la llamada "aristocracia obrera" de la que saldrían los
primeros sindicalitas de fuste).
En primer lugar habría que referir el
extraordinario avance que la educación popular
experimentó desde mediados del siglo XIX y principios del
XX. Miles de miembros de la clase obrera tuvieron acceso a
verdades intelectuales que pusieron sobre el tapete certezas
racionalistas, técnicas y
teorías, que empezaban a ser puestas en dudas por ciertos
sectores disconformes de la burguesía
desencantada.
En segundo lugar, para el movimiento obrero alfabetizado
la ciencia —enemiga de la superstición— se
convirtió en una bandera de emancipación mental, y
no titubearon en abrazar al socialismo
científico propuesto por Carlos Marx,
medularmente materialista. En contextos como este, los fantasmas
no tenían un espacio reconocido y fueron muchos los que
interpretaron la moda del espiritismo y sus derivados como un
intento solapado de la burguesía decadente por reencausar
a los trabajadores hacia la ignorancia y la
credulidad.
Desde aquélla lejana época en que la SIP
fue fundada, hasta la actualidad, ha corrido mucha agua bajo el
puente. El complicado devenir de la historia del siglo XX
llevó a la creencia en fantasmas por caminos que el
presente ensayo
—por cuestiones de espacio— no puede abarcar. Lo
cierto es que el derrotero señalado por aquellos primeros
parapsicólogos marcó una huella profunda, y el
subterfugio de racionalizar con argumentos irracionales
las aparentes manifestaciones espectrales, se mantiene muy
vigente.
La fantasmogénesis contemporánea habla hoy
de "disgregaciones moleculares", "ondas
energéticas", "materializaciones psíquicas" o
"mundos paralelos". Es otro lenguaje, pero que —como
antaño— se ha difundido gracias a la literatura de
divulgación, manteniendo al imaginario colectivo en los
límites del pensamiento
mágico.
Patrimonios intangibles de una cultura que oficialmente
los niega, los fantasmas continúan entre nosotros,
hermanados con la noche, los sitios abandonados y las reuniones
en torno a un fogón. Mantienen viva la predilección
por lo maravilloso y aprovechan los hendiduras que desatiende la
crítica
científica para transformar una leyenda en un hecho
aparentemente histórico supuestamente real, pero que de
cuya existencia objetiva nunca tendremos prueba porque a ellos
los llevamos dentro.
Por
Profesor Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia por la Universidad
Nacional de Mar del Plata
Extracto del libro
Visitantes de la Noche