Antecedentes: La deuda externa de México desde la revolución de 1910-1920 hasta la Segunda Guerra Mundial
- El despegue de la deuda externa
durante el desarrollo estabilizador, 1958-1970
- El auge de la deuda externa en los
años de 1970:la construcción de una
tragedia - La Crisis de la Deuda Externa en
1982 y las Renegociaciones durante la Década
Perdida - Finanzas de la
administración de Salinas de Gortari y
singularidad de la crisis financiera mexicana de
1994/95 - La crisis de
1995: el debate sobre sus causas y su relación con
los ciclos políticos y económicos en
México - El
mayor rescate financiero de la historia: las condiciones
jurídicas de los acuerdos financieros
México-Estados Unidos en febrero,
1995 - Los
costos económicos y sociales del rescate: la
depresión económica y la "década perdida"
de los años 90 - Nuevas
fórmulas políticas para regular la deuda a nivel
nacional
La historia antigua
de la deuda externa en México comienza con el nacimiento
de la república en 1824, habiendo sido relatada y
analizada en diversos trabajos que incluyen los
estudios clásicos de Turlington y Bazant hasta
una gama más reciente de ensayos
históricos.[4]
De hecho, desde la independencia
y durante gran parte el siglo XIX, la historia financiera y
política
de la república mexicana estuvo signada por el sino
aparentemente fatal e ineluctable de la imposibilidad de pagar la
deuda, lo que provocó la intervención militar
europeo en México y la ocupación del país
durante el Imperio de Maximiliano. Luego, vendrían las
renegociaciones de la deuda y el regreso a los mercados de
capitales en el porfiriato,
tema que también ha merecido un cierto número de
estudios recientes.[5]
Después del comienzo de la revolución
mexicana, la situación financiera comenzó a
complicarse y en 1914- en medio de las violentas luchas entre
fracciones políticas–
el gobierno
federal suspendió pagos sobre la deuda
externa. Para entonces, el valor
nominal de la deuda
pública consolidada era de aproximadamente 300
millones de dólares, al que había que agregar otros
300 millones de los bonos externos
pagaderos en oro de
la empresa
paraestatal de Ferrocarriles Nacionales de México. El
gobierno mexicano declaró una moratoria unilateral
de pagos desde 1914 cuando, a raíz de la
revolución, las arcas del Tesoro simplemente quedaron
vacías. Durante las décadas siguientes se llevaron
a cabo repetidas negociaciones con los banqueros (que
representaban a los acreedores extranjeros) pero el monto de los
pagos concedidos por el gobierno fue siempre
insignificante.
La primera renegociación importante de la deuda externa
después de la revolución tuvo lugar en 1922.
Los principales personajes involucrados fueron el ministro
mexicano de Hacienda, Adolfo de la Huerta, y Thomas
Lamont, presidente del Comité Internacional de
Banqueros en México. Este último organismo
representaba a los inversores norteamericanos y europeos que
habían adquirido bonos estatales antes de 1914,
así como a los accionistas extranjeros de los
Ferrocarriles Nacionales Mexicanos.[6]
En 1921 los banqueros habían ejercido una gran
presión
sobre el Departamento de Estado para
que se tomasen medidas para el reconocimiento formal del gobierno
mexicano postrevolucionario. A este reconocimiento se opusieron
las compañías petroleras norteamericanas que
exigían la intervención política y/o militar
de los Estados Unidos
para proteger sus intereses en Veracruz y Tampico. Sin embargo,
en última instancia prevalecieron los argumentos de los
banqueros. Por ello, la
administración del presidente Alvaro Obregón
recibió con beneplácito a los financieros en la
ciudad de México, esperando conseguir una reducción
del servicio de la
deuda y confiando en la posibilidad obtener un empréstito
para coayudar al establecimiento de un Banco
Central.
No obstante las muestras preliminares de buena voluntad, las
negociaciones entre Lamont y el ministro de finanzas
mexicano no resultaron cordiales.[7]
De la Huerta insistía en que su gobierno estaba preparado
a reconocer las deudas pre-revolucionarias, pero que no
sacrificaría el bienestar del pueblo mexicano.
Afirmaba:
"Por encima de todo, México debe sobrevivir …
Si una familia se
encuentra en apuros económicos, la primera
consideración debe ser el pan y la leche y,
después de ello, los acreedores…".[8]
No obstante, Lamont era inconmovible y finalmente
convenció a De la Huerta para que firmara un acuerdo
reconociendo la totalidad del capital
original de las viejas deudas, así como una parte
considerable de los intereses atrasados. El gobierno mexicano
prometió utilizar los impuestos del
petróleo para establecer un fondo de 30
millones de dólares que estarían destinados al
servicio de la deuda. El acuerdo fue ratificado por el Congreso
Nacional y , en efecto, durante dos años el
gobierno mexicano envió pequeñas remesas de
pesos plata a Nueva York.
Para pagar sus deudas, la administración hacendaria mexicana no
contaba con otros recursos que los
impuestos petroleros, razón por la cual, al producirse una
disminución en la producción de petróleo
hacia 1924, la Secretaría de Hacienda se
encontró imposibilitada para pagar a sus acreedores. El
auge petrolero había alcanzado su apogeo en 1921-1922,
pero declinó en los años siguientes. La
caída del ingreso del petróleo, junto con una serie
de conflictos
internos, obligó al presidente Obregón a anunciar
en junio de 1924 que el servicio de la deuda se
suspendía.[9]
La nueva suspensión de pagos motivó al
Comité Internacional de Banqueros a entrar una vez
más en acción.
En esta ocasión, Lamont tuvo que arreglárselas con
el nuevo ministro de finanzas mexicano, Alberto J. Pani, quien
demostró ser más hábil que su predecesor.
Pani argumentaba que las ganancias por exportación eran insuficientes para cubrir
el servicio completo de la deuda, aunque prometía que su
gobierno cumpliría esa meta en 1928. A cambio de una
moratoria parcial, Pani accedió a la solicitud del
Comité de Banqueros con respecto a una futura privatización de los Ferrocarriles
Nacionales, esperando que esta iniciativa se adoptara en el lapso
de un año.
Entre 1926 y 1927 el gobierno mexicano depositó 27
millones de dólares en Nueva York, siendo acreditados en
la cuenta del Comité de Banqueros.[10]
El envío de estos fondos fue interpretado por los
acreedores como un indicio de que por fin México
había regresado al redil de las naciones «dignas de
crédito». Pero pronto se vieron
decepcionados, ya que a partir de 1927 no volvieron a recibir
más pagos. Por otra parte, en estos años la
Compañía de Ferrocarriles Nacionales comenzó
a registrar déficits tan grandes que la administración de la empresa no pudo
distribuir dividendos a los accionistas
extranjeros.
Como en ocasiones anteriores, la causa de la nueva
suspensión de pagos mexicana estaba directamente vinculada
a la caída del valor de las principales exportaciones
mexicanas. Desde 1926 los precios de la
plata habían declinado y las compañías
mineras redujeron su producción. Entretanto, los campos
petroleros del Golfo habían sido testigos de una fuerte
caída de la producción cuando numerosas firmas
norteamericanas y británicas abandonaron el país,
trasladando gran parte de su equipo y maquinaria a Venezuela,
donde estaba iniciándose un gran "boom"
petrolero.[11]
La depresión
mundial, por lo tanto, vino a agravar una situación
económica ya bastante difícil. A pesar de ello, en
julio de 1930, el gobierno mexicano firmó un nuevo pacto
con el Comité Internacional de Banqueros, conocido como el
acuerdo Montes de Oca-Lamont. Este acuerdo tuvo muy corta vida y
nunca llegó a ser ratificado por el Congreso mexicano. Por
consiguiente, a lo largo de la década de 1930-1940,
México continuó en estado de suspensión de
pagos sobre sus obligaciones
externas.
Pero la moratoria mexicana no era de ninguna manera singular.. De
hecho, a partir de 1929 las crisis
financieras y bancarias de años subsiguientes condujeron a
graves conflictos entre acreedores y deudores, e
inevitablemente sus repercusiones se hicieron sentir en toda
América
Latina. Las posiciones proteccionistas que fueron adoptando
las grandes potencias ofrecían un nuevo abanico de
posibilidades a los gobiernos deudores para justificar las
suspensiones de pagos. Los ministros de finanzas de
México, Brasil,
Perú y Chile instruyeron a sus embajadores en Washington y
Londres para que sondeasen discretamente las posibilidades de
obtener un trato especial para sus deudas, tal como el que se
había concedido a Alemania en la
Conferencia de
Lausana.[12]
Por otra parte, la suspensión generalizada del
patrón oro proporcionaba circunstancias favorables,
ya que las autoridades financieras latinoamericanas ahora
argumentar que se justificaba el pago de sus deudas
externas en moneda nacional en vez de oro, dólares o
libras esterlinas.
Las estrategias
adoptadas por los gobiernos latinoamericanos para hacer frente a
la crisis de la deuda externa fueron variadas. En todos los casos
los programas de
recuperación financiera fueron resultado de complejas y
prolongadas negociaciones con banqueros y políticos de
Washington, Londres y París. En varios casos, los deudores
lograron importantes concesiones que les permitieron aliviar los
efectos de la Gran Depresión. En otros, las condiciones
obtenidas fueron menos favorables.
En muchos aspectos la reestructuración de la deuda externa
mexicana resultó el más complejo de todos los
ajustes financieros de América
Latina efectuados en los decenios de 1930 y 1940. La deuda
externa mexicana, evaluada en aproximadamente unos 500 millones
de dólares, era la tercera en importancia en la
región, por debajo solamente de las de Brasil y
Argentina.[13]
La coyuntura decisiva que condujo a la resolución final de
la cuestión de la deuda mexicana fue la Segunda Guerra
Mundial. Como en el caso de Brasil, las autoridades de los
Estados Unidos realizaron un esfuerzo sistemático por
establecer una alianza política, económica y
militar con México, ya que a cambio de concesiones
financieras, la administración Roosevelt esperaba que el
gobierno del presidente Avila Camacho prestaría su apoyo
al esfuerzo bélico de los aliados.
Los dirigentes mexicanos eran conscientes de las intenciones de
sus vecinos y estaban resueltos a realizar una transacción
ventajosa. En abril de 1941 el embajador mexicano en Washington,
Francisco Castillo Nájera, informó a sus superiores
que en el curso de las conversaciones con los altos funcionarios
del Departamento de Estado se le había hecho saber
que las reclamaciones de las compañías petroleras
norteamericanas (que habían sido nacionalizadas por
México en 1938) se subordinarían ahora al objeto de
obtener la conformidad del gobierno mexicano para la firma de una
serie de tratados
militares y navales. Castillo replicó al alto funcionario
norteamericano, Sumner Welles, que las cuestiones
económicas y militares debían resolverse
simultáneamente.[14]
El gobierno norteamericano se mostró dispuesto a aceptar
estas condiciones porque su estrategia no se
basaba únicamente en objetivos
militares De hecho, como observó sagazmente Castillo
Nájera, México estaba destinado a desempeñar
un papel secundario en los planes militares de los Estados
Unidos, pero su contribución política a la causa de
los aliados podría resultar decisiva por su
repercusión en el resto de América Latina. Como
señalaba el embajador mexicano en mayo de 1941:
«Nuestra cooperación … tiene, repito, importancia
política debido a su impacto en todo el
hemisferio».[15]
En julio de 1941 comenzaron las negociaciones sobre las
indemnizaciones reclamadas por las compañías
petroleras, así como por los inversores norteamericanos
que exigían compensaciones monetarias por las haciendas
que habían sido expropiadas durante la revolución
de 1910-1920. Como contrapartida, la Secretaría de
Hacienda mexicana solicitó créditos al Export-Import Bank y al
Departamento del Tesoro y exigió un reajuste y
reducción de la deuda externa. Las negociaciones
económicas fueron acompañadas por acuerdos
militares, incluyendo la formación de una Comisión
de Defensa Mexicano-Norteamericana y la firma de una serie de
tratados con respecto al acceso de los Estados Unidos a pistas de
aterrizaje y puertos marítimos mexicanos.[16]
La resolución final de la deuda mexicana dependió,
por lo tanto, de un complejo conjunto de factores militares,
políticos y financieros. El hecho de que el gobierno
mexicano se mostrase dispuesto a apoyar el esfuerzo bélico
aliado indujo a la Administración Roosevelt a presionar
tanto a las compañías petroleras como al
Comité Internacional de Banqueros para que aceptasen una
reducción importante de sus exigencias. Las
compañías petroleras recibieron 23 millones de
dólares por las propiedades nacionalizadas.[17]
Los tenedores de bonos tuvieron que aceptar un sacrificio
mayor. De acuerdo con el pacto final firmado en 1942 por Lamont y
el secretario de Hacienda, Eduardo Suárez, los tenedores
de títulos mexicanos debían aceptar la
cancelación de aproximadamente un 80 por 100 del valor
nominal de los bonos. En consecuencia, el valor de la deuda
externa mexicana fue reducida de aproximadamente 500 millones a
100 millones de dólares. Un acuerdo similar fue firmado
con los accionistas de la empresa paraestatal de Ferrocarriles
Mexicanos por medio del cual los inversores extranjeros
recibieron un pago en efectivo de 100 millones de dólares
por propiedades originalmente valuadas en diez veces esa
suma.[18]
En otras palabras, se canceló el 80 por 100 de la
deuda externa mexicana.
Las renegociaciones de 1942 y 1946 de la deuda mexicana fueron
las más favorables realizadas por cualquier país
latinoamericano en esa época. Ello se debió a una
coyuntura muy especial. Los acuerdos mexicanos, como los
brasileños, fueron en buena medida el resultado de los
profundos cambios en las relaciones
internacionales que surgieron a raíz de la guerra
mundial.[19]
Dadas estas circunstancias, el gobierno de los Estados Unidos
decidió intervenir directamente en las renegociaciones de
las deudas, subordinando los intereses económicos privados
de los acreedores a las exigencias políticas y militares
de la «cooperación
hemisférica».
En contraste con el trato de privilegio reservado a México
y Brasil, las demás naciones latinoamericanas obtuvieron
concesiones financieras menos significativas. Ello puede
atribuirse al papel más modesto que ocupaban dentro de la
estrategia geopolítica de las grandes potencias
durante los años de la guerra. Pero aun así, debe
observarse que algunas de estas repúblicas obtuvieron
ciertos beneficios en las renegociaciones finales de sus deudas,
logrando una reducción parcial del capital o de los
intereses pendientes de pago.[20]
La autonomía financiera de México
en la posguerra, 1946-1958
Desde finales de la Segunda Guerra
Mundial hasta el decenio de 1960, el gobierno mexicano no
dependió de manera significativa de préstamos
extranjeros. Las razones fueron diversas pero pueden
señalarse dos especialmente importantes. En primer lugar,
no se sufrieron déficits importantes en las finanzas
públicas en este período a pesar de un aumento
sustancial de las inversiones
públicas en fomento industrial y agrícola y en la
modernización de comunicaciones
y transportes. En segundo lugar, en estos años la economía mexicana
logró una expansión notable y sostenida. Esta
es la conclusión de un reciente trabajo
panorámico sobre la política
económica en México del economista e
historiador económica, Enrique Cárdenas, quien ha
calificado los años de 1946 a 1962 como el período
más exitoso de industrialización y crecimiento
económico de México en el siglo XX.
[21]
Señala que no hubo cuellos de botella financieros ni
públicos ni privados: los déficits públicos,
relativamente reducidos hasta 1957, fueron cubiertos con
crédito bancario doméstico y emisión de
bonos. Cárdenas señala:
"La política
fiscal fue más bien ortodoxa, en el sentido de que
siempre buscó superávit fiscales o presupuestos
balanceados…A partir de los años cuarenta, al menos
20% del déficit público, cuando lo hubo, fue
financiado por bancos
comerciales privados. A partir de 1955 los déficit
públicos fueron financiados enteramente por el sistema bancario,
en la forma de tenencia de bonos gubernamentales, excluyendo al
Banco de México, el cual incluso redujo sus tenencias de
valores del
gobierno…en esos años." [22]
Se produjo entonces una extraordinaria expansión
de la economía que permitió rebasar el alto ritmo
de crecimiento de la población: ésta última
creció a tasas de 3.1% anuales pero, aún
así, el producto per
capita logró aumentar en un promedio anual de 3.5% anuales
reales "lo que colocó a México en aquellos
años en uno de los primeros lugares de crecimiento per
capita en el ámbito mundial."[23]
Una de las razones por el acelerado crecimiento se debió
al éxito
del proceso de
rápida industrialización con base a la
sustitución de importaciones de
bienes de
consumo
básicos, especialmente textiles, bebidas, alimentos y
productos
metalúrgicos. Las altas tasas de inversión fueron financiadas
primordialmente por la reinversión de utilidades
por parte de la burguesía industrial que estaba obteniendo
altas tasas de ganancias por contar con un mercado interno
muy protegido, además de una fuerza
laboral
maleable que aceptaba salarios
bajos por el incremento sostenido de la oferta de mano
de obra proveniente del sector rural, la cual fue
llegando en grandes cantidades a las ciudades. No obstante, se
requirieron fuentes
adicionales de capital, sobre todo para la importación de equipo y para el financiamiento
de infraestructura básica. Los fondos para estos objetivos
se obtuvieron en parte importante de la banca oficial de
desarrollo
y otra parte más reducida del financiamiento
externo.
El gobierno y la banca de fomento, en particular
Nacional Financiera, apoyaron eficazmente una serie de proyectos
estratégicos de desarrollo industrial tanto en el
ámbito de siderurgia y metalurgia,
como la naciente industria
química y
el sector de producción de bienes de consumo
durables. Fue en estos rubros que se obtuvo mayor cantidad
de préstamos externos y es menester subrayar que Nacional
Financiera sirvió como intermediaria oficial que
garantizaba una buen número de los créditos
otorgados por organismos extranjeros de financiamiento.
Así, por ejemplo, entre 1942 y 1955 ayudó a
gestionar unos 300 millones de dólares en préstamos
del Export-Import Bank de los Estados Unidos (Ex-Im Bank) para
facilitar la importación de bienes de capital y equipo
destinados a la empresa de Ferrocarriles Nacionales de
México, a la administración de Caminos, a la
Comisión Federal de Electricidad,
Pemex, Altos Hornos, Guanos y Fertilizantes y un buen
número de empresas
adicionales que recibieron créditos menores.
[24]
Después de 1955 este financiamiento se aceleró, con
créditos para importación de equipo para
transportes, energía
eléctrica e industria.
De nuevo, en el caso de los préstamos otorgados
por el Banco Mundial
(conocido entonces como el Banco Internacional de
Reconstrucción y Fomento), la agencia intermediaria fue
Nacional Financiera, la cual gestionó créditos
externos por valor de 150 millones de dólares entre 1949 y
1955, siendo destinadas a la electrificación y al
desarrollo del sistema ferroviario, y en una proporción
mínima a la industria de transformación. Luego de
1954 se suspendieron nuevos créditos del Banco Mundial
para México, no siendo hasta 1958 cuando se
obtuvieron otros 45 millones de dólares para completar el
programa
quinquenal de electrificación.
A pesar de los montos relativamente
pequeños de estos créditos, fueron claves para los
procesos de
industrialización que tuvieron lugar en el país en
los años de 1950. Por otra parte, debe recordarse que
todavía no existía una oferta significativa de
capitales internacionales para inversión en México.
En estos años, la banca y los mercados de capitales en los
Estados Unidos estaban absortos en un proceso de expansión
muy fuerte estimulado tanto por la creciente demanda
interna como por los requerimientos de la industria militar
durante la guerra de Corea y, luego, por la llamada
guerra
fría. A su vez, en Europa y en
Japón,
el proceso de reconstrucción económica
absorbía una enorme cantidad de capitales, por lo que
no sobraban fondos para invertir o prestar en el exterior.
Finalmente, hay que recordar que estaban en pie en México
normas que
limitaban bastante severamente a las inversiones extranjeras,
constituyendo una barrera defensiva para los empresarios
industriales domésticos.
Un complemento al financiamiento de importación
de equipo para los sectores de la industria, ferrocarriles y
energía, fue la gestión
de créditos para la agricultura,
tanto en lo que se refiere al financiamiento de grandes obras de
irrigación (canales y presas de grandes dimensiones) como
para el desarrollo de guanos y fertilizantes, como para la
importación de maquinaria agrícola. Para estos
rubros Nacional Financiera obtuvo más de 50 millones de
dólares en créditos del exterior entre 1949 y
1955.[25]
Por último, conviene hacer hincapié en el papel
relativamente limitado del Fondo Monetario
Internacional (FMI) en las
finanzas mexicanas durante este período. Como es
sabido, dicha institución (cuya finalidad desde su
creación en Bretton Woods en 1944 había sido la de
asegurar los equilibrios en las balanzas de pagos de todos los
países miembros) sólo otorgaba
préstamos para problemas
coyunturales. En esta época, el FMI otorgó pocos
préstamos a México: un préstamo de 22
millones de dólares en 1947 para solventar el aumento de
las importaciones consecuencia de la demanda diferida de la
guerra; y un segundo crédito por 22.5 millones de
dólares para ayudar al gobierno a requilibrar las finanzas
estatales tras la devaluación de 1954.
Por otra parte, debe agregarse que en los años de
1950 la situación financiera mexicana no se
vio complicada por fuga de capitales, fenómeno que
todavía se daba en escala muy
limitada. A la inversa, las finanzas nacionales fueron
fortalecidas por las considerables remesas enviadas por los
centenares de miles de trabajadores mexicanos que laboraban en
los campos agrícolas en los Estados Unidos bajo la
cobertura del programa de braceros, entonces vigente. Sin
embargo, resulta difícil encontrar estimaciones confiables
de estas transferencias, lo cual no debe sorprender ya que,
aún hoy en día, existe un considerable debate acerca
de los montos de las remesas contemporáneas.
El despegue de la
deuda externa durante el desarrollo estabilizador, 1958-1970
A pesar de las condiciones relativamente favorables para
la economía mexicana, desde fines del decenio de 1950
comenzaron a soplar aires de incertidumbre acerca de su futuro
desempeño, lo cual se reflejó en
algunos estudios especializados.[26]
En especial resultaba preocupante el comienzo de problemas
en la balanza de
pagos, alentando cierta especulación en contra
del peso. Desde el inicio de la nueva administración
presidencial de Adolfo López Mateos en 1958, se
acentuó la preocupación por la posibilidad de que
se produjera una nueva devaluación (como la de 1954). Para
evitar este desenlace, el nuevo secretario de Hacienda, Antonio
Ortiz Mena preparó un programa que estaba destinado a
asegurar la estabilidad financiera que vendría a
denominarse el desarrollo
estabilizador.
La preocupación de los altos funcionarios se
derivaba del aumento en el déficit público
durante los años de 1957 y 1958, siendo acentuado por el
hecho de que simultáneamente estaban comenzando a
recibirse señales
rojas por el lado del comercio exterior
a raíz del aumento de las importaciones, especialmente
aquellas realizadas por organismos paraestatales que
habían aumentado sus compras de granos
y gasolina, ambos imposibles de constreñir. El problema se
tornó tan grave que el gobierno se sintió obligado
a negociar varios créditos internacionales para evitar una
crisis en la balanza de pagos. En primer lugar, en 1958, el Fondo
Monetario Internacional extendió 22.5 millones de
dólares al Banco de México para ayudar a cubrir el
aumento en las importaciones. En segundo término, el
gobierno firmó un acuerdo con la Tesorería de
los Estados Unidos por 75 millones de dólares con vigencia
hasta fines de 1959 y con carácter de renovable. En tercer lugar, el
gobierno mexicano comenzó a negociar un préstamo
gigante de $100 millones de dólares con el EXIMBank del
gobierno de los Estados Unidos para mantener el nivel de
importaciones de bienes de capital desde el país del
norte.[27]
Todo ello implicó una revisión de las
metas presupuestales, un ajuste en materia de
gastos sociales y
un acercamiento al Fondo Monetario Internacional (FMI),
concretándose cuando el secretario Ortiz Mena
solicitó un nuevo crédito stand-by en 1959
por 90 millones de dólares para garantizar la estabilidad
cambiaria. [28]
Se sometió a consideración del organismo
internacional el programa de estabilización
económica y fiscal
del gobierno mexicano, prometiendo una serie de reformas
fiscales, monetarias y de crédito para obtener la
aprobación del FMI y, por ende, para despertar la
confianza de los empresarios nacionales, evitando el peligro de
una fuga de capitales. Entre las más importantes medidas
que prometía cumplir el gobierno en la carta de
solicitud al Fondo se incluyó la reducción del
déficit de varias empresas estatales, entre ellas Pemex,
Ferrocarriles Nacionales, Comisión Federal de Electricidad
y Ceimsa, la entidad oficial encargada de subsidios a la alimentación y la
agricultura (precursora de Conasupo). Ortiz Mena prometió
subir los precios de petróleo y el diesel para equilibrar
las cuentas de Pemex,
incrementar las tarifas ferroviarias y de electricidad y reducir
los subsidios agrícolas. Estas medidas se llevaron a cabo
y el déficit público tendió a
disminuir.
El éxito alcanzado en estos propósitos
alentó al presidente López Mateos a proceder en
1959 a un programa ambicioso de estatización de las
empresas eléctricas extranjeras, el cual- dicho sea de
paso- reforzaba su imagen
política como nacionalista precisamente en un momento que
estaba sujeto a críticas por las negociaciones financieras
entabladas tanto con el Fondo Monetario Internacional como con el
gobierno estadounidense. El precio de
compra de las dos principales compañías
eléctricas- la American and Foreign Power y la MexLight-
fue de 200 millones de dólares, para lo cual se
obtuvieron créditos externos. [29]
De nuevo, para contrarrestar las críticas a esta
operación, que implicaron un aumento del endeudamiento, el
presidente López Mateos resolvió tomar algunas
medidas nacionalistas: concretamente resolvió
reducir la vieja deuda externa titulada por unos 500 millones de
pesos (40 millones de dólares) en el año de
1960. Sin embargo el costo de estas
medidas fue alto ya que el gobierno tuvo que destinar cerca
del 30% del presupuesto
ordinario a este fin, reduciendo el gasto social y de fomento
industrial de manera bastante radical, aunque fuese
temporal.[30]
Después de dos años de políticas
financieras asaz contradictorias, el secretario de
Hacienda Antonio Ortiz Mena resolvió volcar sus
principales esfuerzos a controlar los déficits
públicos y bajar la inflación, ambos con el objeto
de evitar turbulencias monetarias. En este sentido,
siguió siendo una regla de oro del gobierno mexicano el
mantener un apoyo decidido a la estabilidad en la
cotización del peso (respecto al dólar) a
pesar de que ello tendía a deprimir las exportaciones. Los
efectos no se hicieron esperar: en 1961 las importaciones
superaron ampliamente las exportaciones y obligaron al gobierno
de nuevo a solicitar un crédito del Fondo Monetario
Internacional.[31]
Las características de la carta de
intención de 1961 eran muy similares a la de 1959 e
implicaban reducir déficits y prometer una reforma fiscal.
El propio subdirector del Banco de México, Ernesto
Fernández Hurtado señaló la urgencia de
dicha reforma, notando que los ingresos del
gobierno apenas representaban el 10% del PIB: el alto
funcionario sugería que existían posibilidades
significativas de cambiar esta situación incrementando la
cantidad de impuestos que deberían pagar las clases medias
y de altos ingresos.[32]
No obstante, no se llevó a cabo ninguna reforma
fiscal.
Dos años mas tarde, el gobierno volvió a
acudir al gobierno de los Estados Unidos y al FMI
para pedir nuevos apoyos, pero en esta ocasión con el
objetivo
explícito de apuntalar el proceso electoral del
año en curso ya que el Partido Revolucionario
Institucional deseaba que éste se realizara sin
contratiempos para asegurar su permanencia en el poder. El
embajador mexicano en Washington, Carrillo Flores, acudió
a las oficinas del Fondo Monetario Internacional, siendo
acompañado por Leopoldo Solís del Banco de
México y un directivo de Nacional Financiera, con el
objetivo de explicar la naturaleza del
paquete financiero solicitado. El embajador indicó que
México estaba pidiendo créditos de las
entidades estadounidenses y del FMI no porque pensara que los
próximos meses fueran de empeoramiento de la
situación económica "pero más bien como una
medida de precaución en un año que vería el
comienzo de la campaña presidencial."[33]
La cita demuestra de manera fehaciente que resulta
equivoco argumentar que los créditos mencionados se
solicitaron simplemente por un apego a la ortodoxia
monetaria (alentada por Ortiz Mena y el director del
Banco de México, Rodrigo Gómez) sino que la
política de la deuda estaba ya muy claramente vinculada al
ciclo político sexenal.
Pero más allá de los
créditos de tipo político, al mismo tiempo el
gobierno mexicano comenzó a negociar una serie de
créditos que estaban destinados a impulsar proyectos de
desarrollo
económico por la relativa falta de recursos
domésticos para estos fines. Este fenómeno, que
fue comentado por los analistas contemporáneos,
reflejaba los lazos cada vez más estrechos que se estaban
forjando con el Banco Mundial y el Banco Interamericano de
Desarrollo.
Es bien sabido, como lo ha referido Rosario Green en una
monografía sobre el tema, que un buen
número de los proyectos de desarrollo en los años
de 1960-70 fueron apuntalados con préstamos de la banca
multilateral. Entre los organismos que proporcionaron mayores
recursos se destacaron tres, el Banco Mundial (800 millones
de dólares), el Banco Interamericano de Desarrollo (530
millones de dólares y el EximBank del gobierno de los
Estados Unidos 660 millones dólares). El Banco Mundial
otorgó apoyos fundamental para financiar proyectos
electrificación, con una clara preferencia por la
Comisión Federal de Electricidad que requería
importar una gran cantidad de equipo. En segundo término,
proporcionó préstamos para la construcción de carreteras, seguido a
considerable distancia por créditos otorgados al sector
mexicano de riego, a la agricultura y la industria. En cambio, el
Banco Interamericano de Desarrollo tenía otras
prioridades, destacándose en primer lugar los prestamos
para irrigación, seguido por créditos para la
agricultura, la industria y los transportes. Finalmente, el
EximBank, como de costumbre, otorgaba fundamentalmente fondos
para facilitar la exportación de bienes de capitales de
los Estados Unidos a México. [34]
Si bien este listado sugiere que los organismos internacionales
ejercieron una función
significativa en el financiamiento del desarrollo
económico mexicano en el período, debe
tenerse en cuenta que era bastante menos importante que el
financiamiento obtenido directamente de la banca privada
de los Estados Unidos. Este hecho no fue registrada por
virtualmente ninguna publicación u estudio sobre la deuda
externa mexicana de los años de 1960 por el sencillo
hecho de que los informes
oficiales no proporcionan información completa sobre los
créditos de la banca norteamericanas para empresas
públicas y privadas mexicanas en estos años.
Afortunadamente, existe una excelente tesis doctoral
de Enrique Sánchez Aguilar (de 1973) presentada en la
Universidad de
Harvard, que proporciona excelentes estimados del
endeudamiento externo total de esa época, fundados
en una investigación muy detallada de los
informes financieros de los 100 mayores bancos privados
norteamericanos en el período bajo
consideración.
[INSERTAR CUADRO 1 – tomado de Sánchez
Aguilar]
Los resultados de dicha investigación indican que el
incremento de los préstamos de la banca privada
internacional (en particular de los Estados Unidos) fue
sostenida desde 1960 pero que se aceleró desde 1965. Del
total del endeudamiento mexicano a lo largo de la década,
los bancos norteamericanos proporcionaron siempre
más del 40% del total del endeudamiento externo mexicano.
Las cifras absolutas indican un fuerte crecimiento: en 1960 el
total del endeudamiento externo de México era de 938
millones de dólares, de los cuales 385 millones
provenían de la banca privada norteamericana; en 1970 las
cifras eran respectivamente, 7246 millones de dólares como
total, con 3,3305 millones de dólares provenientes
de la banca privada. [35]
( Véase Cuadro 1).
Esto demuestra que el aumento y las características del
endeudamiento que habitualmente consideramos como típicas
de los años de 1970 ya habían comenzado a ganar
considerable fuerza en el decenio anterior. En efecto, pese
a la propaganda
acerca de la capacidad de la economía mexicana en
lograr un alto nivel de autofinanciamiento doméstico
durante el período del desarrollo estabilizador, la
verdad es que la dependencia de los recursos financieros
externos se hizo cada vez más marcada. Para 1972
podía calcularse que mientras todo el sistema bancario
mexicano doméstico había proporcionado 8 mil
millones de dólares para el gobierno y para la
producción nacional, la banca norteamericana había
adelantado 5 mil millones de dólares para los mismos
fines: en otras palabras, sin el financiamiento del país
vecino, la expansión de la economía mexicana se
hubiera parado en seco. En este sentido, el discurso
tradicional sobre la gran capacidad de ahorro e
inversión doméstica no corresponde con la realidad
histórica. Los mayores clientes de los
bancos norteamericanos eran las entidades públicas
mexicanas (gobierno federal y estatales y empresas paraestatales)
pero les seguían bastante de cerca clientes del
sector privado mexicano y, en último lugar, sucursales de
empresas transnacionales. [36]
Haciendo un balance global del desempeño
económico durante el decenio de 1960 y hasta 1972 no
se pone actualmente en duda que se alcanzaron cifras muy
importantes a nivel del crecimiento del producto bruto nacional
(cercano a 6% anual), así como otras variables
favorables: un incremento bastante sostenida de la inversión
extranjera directa, un flujo contínuo de remesas de
los trabajadoes mexicanos en los Estados Unidos y una
relativamente escasa fuga de capitales. No obstante, como
señala Enrique Cárdenas, los problemas no resueltos
por el desarrollo estabilizador dejaron un legado sumamente
pesado. Aparte del endeudamiento creciente que hemos
señalado, hay que tener en cuenta la dificultad por llevar
a cabo una serie de reformas estructurales que hubieran sido
decisivas para cambiar futuros rumbos. En primer lugar, el
gobierno no impulsó una reforma fiscal sustancial sino que
mantuvo una estructura
impositiva que resultaba cada vez más regresiva
(impactando sobre todo a trabajadores y empleados). En segundo
término, se mantuvo un exagerado proteccionismo a la
industria que no entró a competir en el
ámbito internacional en los años de 1970, creando
así un cuello de botella fundamental en el modelo de
desarrollo económico en su conjunto. En tercer lugar, no
se logró impulsar a los mercados de capitales
domésticos, observándose el muy escaso dinamismo de
la Bolsa mexicana por títulos privados. Al mismo tiempo,
numerosos problemas estructurales se agudizaron notoriamente,
entre ellos el atraso de la agricultura mexicana (que se
intensificó notablemente) y la falta de planificación del desarrollo regional
industrial, que resultaba cada vez más
desequilibrado. [37]
Debe agregarse, que estos factores condujeron a una
mayor centralización del poder económico y
político en la capital con consecuencias que hoy en
día se consideran terriblemente difíciles de
resolver. Claro está, ello no era simplemente resultado de
la incapacidad de técnicos y empresarios sino que era
también reflejo de los enormes vicios de un régimen
político unipartidista que, además, alentaba una
cultura de
privilegios y subsidios para los amigos del gobierno (en
particular la burguesía industrial, los banqueros y
los dirigentes sindicales) y una cultura política y
económica que estimulaba a gran número de
empresarios a la falta de respeto y
observancia de normas y leyes en
términos equitativos. Todo ello conducía a que los
actores sociales buscaran aprovechar sus conexiones
políticas en la capital para obtener favores a
título individual o de grupo.
El auge de la
deuda externa en los años de 1970:la construcción
de una tragedia
Si bien el endeudamiento había despegado en los
años de 1960, debe enfatizarse que fue en el decenio de
1970-1980 que se produjo el incremento más notable de la
deuda externa en la historia del país. Las cifras del
incremento de la deuda externa pública consolidada
mexicana demuestran la extraordinaria rapidez del proceso,
aumentando de aproximadamente 7 mil millones de dólares
hacia 1970, doblando a 14 mi millones de dólares en
1974, subiendo a 29 mil millones en 1977, hasta alcanzar la suma
descomunal de cerca de 80 mi millones hacia principios
de 1982. Curiosamente, la proporción relativa
de deuda pública y privada no se modificó,
alcanzando aproximadamente 70% para el sector
público y casi 30% para el sector privado
durante el gran auge de endeudamiento externo entre 1972 y
1982.[38]
[INSERTAR CUADROS 2,3, Y 4]
Algunos autores sostienen que la responsabilidad de este proceso de endeudamiento
ininterrumpido se puede fincar de manera fundamental en la
inconsecuencia o inmoralidad de gobernantes que contrataron una
cantidad increíble de deudas externas que recayó
sobre las espaldas de la república y del pueblo mexicano,
sin contemplar las terribles consecuencias a largo plazo.
Los presidentes Luis Echeverría y José López
Portillo cargan, sin duda, con la responsabilidad principal por
alentar este proceso de endeudamiento, pero también
es cierto que tuvieron numerosos aliados domésticos.
En primer lugar, altos funcionarios de Hacienda y directivos de
empresas estatales buscaron financiamiento externo con el
objetivo ostensible de mantener tasas de crecimiento de la
economía relativamente altas y
para sostener la expansión de las empresas
paraestatales que alcanzaron su edad de oro en este
decenio. El entusiasmo por los préstamos
también fue compartido por los directivos de la
banca de desarrollo (que buscaron capital externo barato para
prestar a nivel domestico a tasas más altas) y los
empresarios y banqueros privados (nacionales) que también
buscaban fondos con bajas tasas de
interés en el exterior.
Una revisión de los principales contratantes de
préstamos entre 1970 y 1976 (recabada por la Secretaria de
Hacienda) indica que los mayores deudores fueron el
gobierno federal, Pemex, la Comisión Federal de
Electricidad- cada uno con algo más de 3 mil millones de
dólares, seguido por tres bancos paraestatales y un
banco privado, Bancomer. (Véase Cuadro 5.) Debe
señalarse que si bien el incremento de deuda por Pemex fue
de 600% en seis años, los bancos públicos y
privados fueron aún más atrevidos, aumentando su
endeudamiento externo por entre 1000% y 2000% en el mismo
lapso.
[INSERTAR CUADRO 5, con listado de prestatarios Cuadro
20 de R. Green p.104)
La abundante literatura (nacional e
internacional) que se produjo después de 1982 para
explicar los orígenes de la crisis de la deuda
ofrece distintas explicaciones acerca de la explosión de
la deuda en los años de 1970. Se ha argumentado, por una
parte, que si los gobiernos y las empresas en los países
del Tercer Mundo (y en particular en América Latina)
buscaban capitales externos era porque existía un
extraordinario suministro de fondos por parte de la banca
internacional, con tasas de interés
que en ocasiones llegaron a ser negativas en distintos
momentos del decenio de 1970. Por consiguiente, se
explicaría el auge de los préstamos en
función de la oferta internacional de fondos
que provino del enorme flujo de petrodólares y la forma en
que se reciclaron.
De acuerdo con este enfoque, las principales causes del
tremendo endeudamiento se derivaban de factores internacionales y
más concretamente de la abundancia de capitales en los
mercados
financieros de los países avanzados.
Un grupo paralelo de investigadores ha coincidido con
este enfoque pero ha puesto el acento en la responsabilidad
que tuvieron los banqueros internacionales en crear la
extraordinaria burbuja financiera de la época al hacer
una oferta casi indiscriminada de préstamos
(aparentemente baratos) tanto a México como a los
demás países latinoamericanos. En este
sentido, existe ya una considerable literatura que
demuestra cómo la banca aprovechó la
acumulación de depósitos multimillonarios de los
petrodólares en los años de 1970 para ofrecer
créditos a todos los gobernantes latinoamericanos y a
cualquier empresa privada grande que estuviera dispuesta a
endeudarse.[39]
En cambio, otros analistas han puesto el acento en
factores económicos
domésticos que contribuyeron a la carrera del
endeudamiento, especialmente las políticas
económicas adoptadas por los gobernantes en México
y demás países que entraron alegremente en la
danza de los
millones. El economista José Manuel Quijano, quien
efectuó el análisis más penetrante de las
finanzas mexicanas en el decenio de 1970-80, señaló
que un elemento importante a tener en cuenta fue la
aparición de un fuerte déficit gubernamental que
despegó a partir del sexenio del presidente Luis
Echeverría.[40]
Ello no pudo corregirse porque no se produjo una reforma
fiscal (largamente retrasada por el antiguo secretario de
Hacienda, Antonio Ortiz Mena) y no existía otro recurso
para mantener en equilibrio las
cuentas públicas que recurrir al endeudamiento. El
fenómeno se vio agravado por el hecho de que desde
1970 la economía mexicano empezó a perder
dinamismo y se produjo una caída bastante sostenida de la
inversión privada. Para contrarrestar estas
tendencias los funcionarios gubernamentales resolvieron impulsar
una fuerte expansión de las empresas públicas.
Quijano argumentó:
"De manera que la parte del déficit que
es imputable a las empresas públicas se explica, desde
nuestro punto de vista, por dos razones: el rezago en los
ingresos corrientes, porque el Estado
posterga los ajustes de precios en periodos de
inflación; y los fuertes gastos de capital,
imprescindibles para la acumulación en su
conjunto."[41]
¿Cómo se financiaba el gobierno en
situación de déficit creciente? En primer lugar,
con un aumento de encaje del Banco de México, lo que
provocó una disminución en el flujo de recursos de
la banca privada y acentuó la caída en la
inversión privada. Entonces sólo quedó
el recurso al financiamiento externo. Quijano argumenta que
ello provocó una desintermediación financiera local
mientras que aumentaba la externa: en otras palabras, la banca
nacional redujo sus actividades en términos proporcionales
y la banca extranjera incrementó enormemente sus
créditos para todos los sectores productivos y comerciales
y para el gobierno mexicano (incluyendo las
compañías estatales).
Todo esto era un buen negocio en una época de
alta inflación doméstica y ofertas de
préstamos extranjeros con bajas tasas. Pero el
negocio dependía de que no hubiese
devaluación. El hecho de que se produjera una fuerte
devaluación al concluir el sexenio de Echeverría
volvió a demostrar el estrecho entrelazamiento de ciclo
político y ciclo financiero. [42]
A pesar de los errores manifiestos en las políticas
económicas que provocaron un incremento inédito del
endeudamiento, una subsiguiente devaluación y el comienzo
de una fuerte fuga de capitales (que se convertiría
en un fenómeno constante y, por lo tanto, estructural), el
Fondo Monetario Internacional acordó firmar un nuevo
acuerdo con el gobierno de Echeverría en septiembre de
1976. [43]Tras
el envío de una carta de intención en la que el
gobierno mexicano prometía limitar su endeudamiento,
aumentar los ingresos de sector público y aumentar la
formación de capital en la economía, los
funcionarios del FMI le dieron luz verde a lo
que era a todas luces un programa imposible. Y ello
se confirmaría al poco tiempo cuando la nueva
administración encabezada por José López
Portillo se lanzó a una campaña de endeudamiento
externo sin parangón.
Las cifras del incremento de la deuda son elocuentes. En 1976, la
suma de la deuda externa publica y privada alcanzaba cerca
de 25 mil millones de dólares pero para 1982 ya
había llegado a 87 mil millones de
dólares.
Evidentemente, tanto el Fondo Monetario Internacional,
el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y otras
instituciones
multilaterales efectuaron un análisis equivocado de
los peligros implícitos en el tremendo endeudamiento
de los países latinoamericanos en estos
años. Lamentablemente, ninguna de estos
organismos- supuestamente encargados de velar por la estabilidad
financiera internacional- tuvo la inteligencia o
capacidad para anticipar las consecuencias de la explosión
del endeudamiento ni para aminorar sus consecuencias. Al
contrario, la mayoría de los informes de la
época hacían hincapié más bien en las
altas tasas de crecimiento alcanzados en el decenio de 1970 y en
vez de aconsejar prudencia a los países latinoamericanos;
de hecho, este tipo de discurso los alentaba a intensificar
su participación en los mercados financieros privados
internacionales para obtener préstamo tras
préstamo.
El hecho de que el ingreso de capitales prestados
era compensado (por no decir anulado) por una contraria una
fuga de capitales, también era conocido por los
organismos multilaterales pero sus directivos resolvieron no
darle importancia a estas tendencias ni encargaron estudios
profundos sobre el tema pese a su clara importancia y novedad.
Recordemos al respecto que el principal organismo multilateral de
América Latina, el Banco Interamericano de Desarrollo
estaba encabezada por Antonio Ortiz Mena, quien (como fue su
costumbre) deseaba proyectar una imagen de ortodoxia pero sin
exigir que los gobiernos de los países latinoamericanos
limitaran su endeudamiento o promovieron reformas fiscales y
mecanismos que permitieran solventar el servicio de los
préstamos en el mediano plazo. En este sentido, y
teniendo en cuenta el desastrosos desenlace de la crisis de las
deudas en los años de 1980, puede afirmarse que tanto el
BID como el FMI como el Banco Mundial cargan con una fuerte
responsabilidad por mandar señales equivocadas al no
subrayar los peligros potenciales del proceso de enorme
endeudamiento en los años de 1970: que no lograron
convencer a ningun país de los peligros latentes se
observa claramente en las escasas reservas de divisas fuertes
acumuladas en la mayoría de los bancos centrales de los
países de América Latina durante esta
época. [44]
Esta extraordinaria debilidad los expuso a una resonante
bancarrota, como las que experimentaron en el decenio de
1980.
En el caso de México, hay un factor
fundamental que explica porque tanto los tecnócratas como
los banqueros consideraron que no existía peligro en un
incremento adicional de la deuda externa. Me refiero a que fue
desde 1976 que se descubrieron unos cuantos
yacimientos gigantes de petróleo en el Golfo de
México; con las ganancias del oro negro se
consideró que seria factible pagar la deuda a pesar de que
crecía aún más rápidamente que los
ingresos por exportaciones.
Un amplio abanico de bancos internacionales inmediatamente se dio
a la tarea de atraer como clientes al gobierno mexicano, a las
empresas paraestatales, a los bancos así como
a algunas compañías privadas mexicanas. De
acuerdo con la información recabada por Rosario
Green, el auge del endeudamiento externo entre 1977 y 1981
estuvo marcado por una franca internacionalización de los
préstamos para México. En 1977 todavía era
muy claro el dominio de los
bancos de los Estados Unidos que manejaban alrededor del 47% de
la deuda externa pública. Para 1980, en cambio, bancos del
Reino Unido controlaban casi 24% del total, un nivel similar a la
suma de los créditos adelantados por la banca
estadounidense; a ello había que agregar los fuertes
aportes de bancos japoneses, alemanes, franceses, canadienses y
suizos, en ese orden. Sin embargo, ya en plena crisis financiera
internacional- en 1981-1982- el porcentaje de nuevos
préstamos proporcionados por bancos de los Estados Unidos
volvió a repuntar, siendo mayoritariamente créditos
a muy corto plazo, con tasas de interés cada vez
más altos, siendo destinados simplemente a refinanciar la
deuda preexistente.
De nuevo, dos grandes empresas paraestatales encabezaron
la carrera por los préstamos- Pemex y CFE- aunque la
empresa petrolera claramente llevaba la delantera. De hecho, fue
desde esas fechas cuando la Secretaría de Hacienda
comenzaría a utilizar a Pemex como una especie de caja
chica para el pago del servicio de la deuda, política
que se ha mantenido incólume desde entonces hasta nuestros
días. Y debe agregarse que ello explica porqué
durante tanto tiempo esta gran empresa petrolera estatal no ha
logrado mantener un nivel de inversiones adecuadas y actualmente
tenga muy serias carencias en cuanto a reservas
comprobadas, equipo, capacidad de refinación de gasolina
de alta calidad y cuellos
de botella fundamentales en el ramo
petroquímico.
Pero aparte del endeudamiento de Pemex, debe hacerse
hincapié en que la crisis de 1982 fue provocada
también por el endeudamiento realmente enloquecido de la
banca de desarrollo y de algunos bancos mexicanos privados que
buscaron fondos en el exterior para reciclarlos
localmente.[45]
Los bancos paraestatales Nacional Financiera, Banrural y Banobras
incrementaron sus deudas externas de manera notoria hasta
aproximarse a los 20 millones de dólares. (Véase
Cuadro 5.) En principio, los directivos de estas entidades y de
varios bancos mexicano privados hicieron el cálculo de
poder obtener fondos a bajo costo en el exterior para luego
represtarlo a nivel domestico a tasas más altas. Pero todo
el juego
financiero dependía de que no hubiese ni una alza
súbita de intereses en el ámbito internacional ni
una devaluación en México. Sin embargo, ambos
procesos sí se dieron, el primero a partir de la subida de
los intereses en 1981 y, luego, la doble
devaluación de 1982 y 1983.
La irresponsabilidad en el manejo de la banca estatal y
privada ayuda a explicar porqué estas empresas se
encontraron en situación virtual de quiebra a partir
de la primera devaluación de agosto de 1982. De
allí también que el presidente López
Portillo- en una medida verdaderamente desesperada,
disfrazada de un vulgar nacionalismo–
resolvió estatizar la banca comercial privada al
tiempo que expropiaba 6 mil millones de dólares de cuenta
habientes que habían abierto cuentas en esa divisa en el
país. El resultado no fue extraño: la fuga de
capitales que ya era fuerte se tornó absolutamente
incontrolable. De hecho, puede decirse, que estos eventos
explicarían que durante ya veinte años, los
ahorradores e inversores en México no hayan podido confiar
en mantener cuentas en divisas fuertes en el país,
prefiriendo sacar su dinero
directamente a los Estados Unidos u a diversos
paraísos fiscales. Así le fuga de capitales a
agravó una constante salida de capitales para cubrir un
monto enorme de deudas externas que no debía de haberse
contratado.
La Crisis de la
Deuda Externa en 1982 y las Renegociaciones durante la
Década Perdida
El arranque de la crisis de 1982, como es bien, sabido, se dio el
20 de agosto, cuando el entonces secretario de Hacienda,
Jesús Silva Herzog, anunció a la comunidad
financiera internacional que el gobierno mexicano ya no estaba en
condiciones de cubrir el servicio completo de su deuda externa
debido al aumento súbito de las tasas de
interés cobradas y por la enorme fuga de capitales
privados de México. De acuerdo con el historiador oficial
del Fondo Monetario Internacional, James M. Boughton, los
directivos de esa agencia ya habían sido previamente
alertados de la crisis inminente.[46]
Desde principios de agosto, las autoridades financieras
mexicanas le hicieron saber al FMI que sólo quedaban
180 millones de dólares en las arcas del Banco de
México pero que el gobierno tenía que pagar la suma
de 300 millones de dólares a diversos banqueros acreedores
el 23 de agosto: por lo tanto, el peligro de una
devaluación y/o moratoria era claro. Debe subrayarse, sin
embargo, que era realmente increíble que un gran
deudor como México tuviera un nivel tan bajo
de reservas en medio de una situación
financiera internacional tan delicada. Ello indica que tanto las
autoridades monetarias mexicanas como las del FMI (que por su
mandato debían estar revisando estas variables
constantemente) habían estado jugando a la ruleta rusa con
las finanzas nacionales e internacionales. [47]
En todo caso, los altos mandos del FMI ya no tuvieron
otra alternativa que consultar con el Federal Reserve Bank y la
Secretaría del Tesoro para plantear la necesidad de un
paquete de rescate para evitar un pánico
financiero generalizado. Llegaron a cuerdo y comunicaron a
las autoridades hacendarias mexicanas que el gobierno de los
Estados Unidos estaría dispuesto a aportar una parte de
los fondos necesarios para cubrir el servicio de la deuda externa
mexicana, a ser seguido por la negociación de un próximo
préstamo con el Bank of International Settlements
(BIS) y un préstamo jumbo del FMI a emitirse
en diciembre. A cambio, el director del FMI, Jacques
Larosiere exigió al ministro de Hacienda mexicano,
Jesús Silva Herzog, que comenzara la implementación
de un programa de ajuste fiscal y económico
drástico. No obstante, este intento fracasó
por causa de una serie de sorpresivas medidas adoptadas por el
presidente José López Portillo.
De hecho, López Portillo resolvió que el manejo de
las finanzas mexicanas no se diferenciaba de un gran juego
de póker, aún si lo que estaba apostando era el
futuro económico de todo el país y la suerte de sus
ciudadanos. La primera medida inconsulta fue la
devaluación del peso, siendo acompañada por la
nacionalización de los depósitos de 6 mil millones
de dólares en cuentas bancarias en México y
concluyendo con la nacionalización de todo el sistema de
la banca comercial privada de la república. El
presidente mexicano inicialmente obtuvo algunos dividendos
efectos políticos de estas resoluciones, logrando que se
le considerara como una figura pseudo-populista que intentaba
recuperar una vieja tradición nacionalista. Sin embargo,
los efectos en el ámbito económico de estos actos
intempestivos fueron sumamente graves, provocando una fuga de
capitales aún mayor, reflejo de la creciente
desconfianza de los empresarios e inversores mexicanos en las
inversiones domésticas, situación que se mantuvo
durante muchos años.
Aún hoy en día los analistas no han
podido determinar cual fue el verdadero impacto de la
nacionalización bancaria de 1982. Es claro que (en parte)
esta operación fue inevitable ya que hubo que rescatar a
muchos bancos privados mexicanos que de manera sumamente
imprudente habían asumido un exceso de deuda externa
a corto plazo entre 1978 y 1982: en pocas palabras, la
estatización era el precio a pagar por errores de sus
políticas financieras en un entorno internacional cada vez
más volátil. Pero también es cierto
que el verdadero talón de Aquiles de las finanzas
mexicanas no residía tanto en la banca privada como en la
banca paraestatal – Nacional Financiera, Banobras y
Banrural, agencias que habían acumulado deudas
externas mucho mayores desde mediados de los años de 1970
y que estaban ya en virtual bancarrota. Fueron
salvados por la Secretaría de Hacienda
que resolvió traspasar el paquete del
rescate a los contribuyentes mexicanos.
El nuevo presidente mexicano, Miguel de la Madrid, quien
asumió el poder en diciembre de 1982 decidió
aceptar estos actos de la administración de López
Portillo pero, al mismo tiempo, quiso implementar un
programa de austeridad y ajuste que iba a contrapelo de las
políticas de su predecesor. Como consecuencia, su
administración – y en particular el nuevo equipo de
jóvenes tecnócratas que fueron encargados de
implementar la política económica– se vio obligada
a levar a cabo una serie de políticas contradictorias,
pues por una parte cargaba con el legado de un Estado
económicamente fuerte e intervencionista y, por otra
parte, tenía el objetivo de cumplir aligerar ese
peso, promoviendo una rápida liberalización, al
tiempo que se cumplían con las metas financieras recetadas
por el FMI, en particular el pago íntegro del servicio de
la deuda externa. El costo financiero de estos diversos
objetivos era extremadamente alto. En primer lugar, el pagar los
intereses y amortización de la enorme deuda
implicó que el gobierno de De la Madrid tuviera que
disponer de virtualmente todos los ingresos netos de Pemex para
satisfacer a los banqueros internacionales, sin posibilidad
alguna de reinvertir estos fondos en el país. En
segundo lugar, destinó fondos fiscales ordinarios
para el programa de rescates que fue establecido para apuntalar a
las empresas privadas mexicana endeudadas que fueron beneficiadas
con esquemas muy favorables para obtener divisas fuertes con que
reducir sus deudas. [48]
En tercer lugar, con objeto de cubrir los crecientes
déficit públicos del gobierno federal y
de las numerosas empresas paraestatales, la administración
Delamadrista resolvió reducir radicalmente los salarios de
los empleados públicos al tiempo que fue recortando
programas sociales.
A pesar de las medidas adoptadas, los déficit
públicos siguieron aumentando, ya que la brecha
entre los abultados egresos financieros y
los ingresos fiscales ordinarios se ahondó. A
raíz de esta situación, la Secretaría de
Hacienda tuvo a bien recurrir a dos fuentes de
financiamiento a corto y mediano plazo. Como no podía
obtener créditos en el exterior, dispuso de una gran parte
del crédito manejado por la banca comercial (recientemente
estatizada) y simultáneamente comenzó a emitir una
cantidad muy considerable de deuda interna pero con tasas de
interés exorbitantes. Entonces fue que numerosos
prestamistas mexicanos hicieron su agosto, convirtiéndose
pronto en algunos de los individuos más ricos del
país: entre ellos pueden citarse, por ejemplo, los casos
de Roberto Hernández y Alfredo Harp Helú
(actualmente principales propietarios de Banamex), quienes eran
dueños de una pequeña casa de bolsa que ganó
enorme cantidad de beneficios con el reclicaje de deuda interna.
Y lo mismo puede decirse de Carlos Slim Helú (actualmente
principal accionista de Telmex y el hombre
más rico de Latinoamérica) quien también obtuvo
grandes ganancias de las operaciones con
papel gubernamental en esos años.
Al tiempo que los tecnócratas de la administración
de De la Madrid aseguraron el pago de las gigantescas deudas
(externa e interna), comenzaron a instrumentar un programa de
apertura de la economía mexicana. Comenzando con la
entrada el GATT (General Agreement on
Tariffs) en 1984, procedieron a liberalizar grandes sectores y a
iniciar la privatización de buen número de
empresas estatales, proceso que cobró dinamismo desde
1986. Para finales del sexenio, ya se habían vendido
algunos centenares de empresas públicas, aunque algunas de
las más grandes no se subastaron hasta la presidencia de
Carlos Salinas de Gortari.
Mientras se instrumentaban este paquete de medidas, el
crecimiento económico se tornó negativo para
luego recuperarse ligeramente en 1985 y luego caer en
1986 con el descenso abrupto de los precios del
petróleo. Posteriormente, la economía
siguió bastante estancada hasta 1990 cuando se
produjo un renovado ingresos de capitales (gran parte de ellos
capitales golondrinas, de inversores mexicanos que trajeron una
parte de sus fondos de regreso para adquirir empresas estatales
en venta).
Ahora bien, es incorrecto argumentar que el programa
implementado era simplemente una receta del Fondo Monetario
Internacional. Era algo más: en primer
término, constituía un plan bastante
sistemático de parte de la nueva tecnocracia del gobierno
mexicano de forzar la apertura de la economía nacional. En
segundo término constituía un parte de un proyecto
para asegurar buenas relaciones entre Washington y
México con base al pago puntual del servicio de la
gigantesca deuda. En este sentido, puede considerarse que la
estrategia adoptada en este período- que vendría en
llamarse la estrategia neoliberal- fue forjado con base a
acuerdos estrechos entre tecnócratas mexicanos y
norteamericanos, entre banqueros privados internacionales y
el FMI.
Si nos preguntamos acerca de las causas del estancamiento
económico en estos años, pueden señalarse
diversas variables, entre las cuales destacan las siguientes: la
dureza del ajuste fiscal, las políticas de
reducción de salarios reales, la transferencia de los
recursos petroleros para el pago de la deuda y la continúa
fuga de capitales. Ahora bien, si intentamos medir cual era el
costo mayor de la crisis, no existe duda de que la mayor fue el
pago del servicio de la deuda externa, la cual
requirió un pago de cerca de diez mil millones de
dólares al año a banca internacional. En este
sentido, es claro que tienen razón los críticos del
FMI quienes argumentan que esta institución multilateral
demostró que deseaba complacer fundamentalmente a los
banqueros internacionales pues ciertamente no asistió a
los contribuyentes mexicanos y a las clases trabajadoras, quienes
fueron los que cargaron con el pago de la crisis. Como ha sido
tan frecuente en las últimas décadas en
América Latina, resulta que para evitar pérdidas
para los ricos (nacionales o extranjeros) se obliga a los pobres
a pagar cada vez más.
La presión internacional para pagar la deuda fue
constante, instrumentándose en primer lugar a partir de
una serie de reestructuraciones y renegociaciones que han sido
ampliamente documentados aunque no adecuadamente analizados en
todas sus implicaciones. En primer término para evitar la
bancarrota del gobierno mexicano y de sus acreedores, se
instauró un programa conocido como "concerted
lending", que consistió en que un conjunto de
agencias públicas y privadas de los países
más avanzados adelantaban fondos a México con el
fin de cubrir el servicio de la deuda. En 1983, por ejemplo, el
FMI adelantó una primera cuota de un paquete de 3.8
mil millones de dólares (a suministrarse en tres
años); simultáneamente el Banco de la Reserva
Federal y el Fondo de Estabilización del tesoro de los
Estados Unidos proporcionaron otros 4 mil millones de
dólares; finalmente se exigió a la banca privada
internacional que colaborase con un crédito de 5 mil
millones de cólares (que constituía en efecto un
autopréstamo) para cubrir el pago de los
intereses pendientes de la deuda externa mexicana.
[49]
Pero este acuerdo no significó que se perdonaba
deuda. Al contrario se fueron capitalizando los intereses con lo
que la deuda total iba aumentando de manera rápida.
Ello requirió una reestructuración en 1984, ya que
los banqueros querían asegurarse que las autoridades
mexicanas reconocieran la totalidad de sus débitos. El 7
de septiembre de 1984 se reestructuraron 48 mil millones de la
deuda externa cuyo perfil de vencimiento se daba entre 1985 y
1990, por lo que se requería que se alargaran plazos
para no llevar al país a la bancarrota. Por consiguiente,
el secretario de Hacienda, Jesús Silva Herzog,
aceptó que el país pagaría la totalidad de
los intereses sobre la deuda abultada pero que se daría un
plazo más largo a las amortizaciones del capital.
[50]
Esta primera reestructuración fue ratificada por un
acuerdo adicional y más completo, concluido el 29 de marzo
de 1985, que permitió incorporar a los 550 bancos
internacionales que eran acreedores de México. Sin
embargo, ello no produjo ningún beneficio para el
país pues justamente entonces comenzaron a desplomarse los
precios del petróleo. Así, aún
cuando el país todavía contaría con 10 mil
millones de dólares en excedentes obtenidos por las
exportaciones del petróleo, el pago de los intereses de la
deuda superaba los 14,400 dólares en 1985. De nuevo se
asomaba el espectro de una crisis financiera, pues la banca
internacional insistía en cobrar y no estaba
dispuesta a perdonar un centavo de los intereses argumentando que
había otorgado plazos más largos para la
amortización final de los centenares de créditos
otorgados. [51]
En tanto la situación económica
siguió empeorando, en parte debido a la recesión
económica interna, en parte a las secuelas del terremoto
de 1985, en parte al descenso cada vez más acentuado
de los precios internacionales del petróleo y a la
sangría del pago del servicio de la deuda, el
gobierno se vio obligado de nuevo a solicitar a los
banqueros internacionales que alargaran los plazos del pago
del capital de una parte de la deuda próxima a
vencerse. Ello se concertó en el acuerdo del
20 de marzo de 1987 por el cual la banca privada
internacional ofreció darse un nuevo
autopréstamo de 6 mil millones de dólares,
que permitió sortear la crisis del momento conjuntamente
con una serie de créditos de las agencias multilaterales y
del gobierno de los Estados Unidos.
Pero el seguir pagando todos los intereses y
reestructurando indefinidamente el capital total sin obtener
ninguna rebaja de la deuda externa (que seguía
creciendo por las recapitalizaciones) no podía ser una
solución viable para México. De allí que no
sería extraño que después del triunfo
electoral muy discutido de Carlos Salinas de Gortari en 1988, la
nueva administración buscara desesperadamente un acuerdo
distinto con la banca norteamericana que permitiera un mayor
alivio y, finalmente, lanzar un proceso de crecimiento
económico. De allí que México
fuera el primer país del Tercer Mundo que entrara al
llamado Plan Brady, el cual partió de una propuesta
del secretario del Tesoro de los Estados Unidos para lograr una
última reestructuración de la deuda externa, que se
esperaba sería definitiva.
La idea central detrás del Plan Brady
consistía en efectuar un canje de los viejos bonos de la
deuda externa por nuevos que contarían con un
respaldo del Tesoro de los Estados Unidos con base a la
emisión de los llamados bonos cupón zero,
que servirían como fondo de garantía del servicio
futuro de la deuda respectiva. Este fondo se
integraría con aportes del FMI, Banco Mundial, el gobierno
de Japón y el propio gobierno de México. De esta
manera, los inversores podrían contar con la seguridad de que
sus bonos no tendrían ningún problema en
amortizarse. La ventaja para el gobierno mexicano
consistía en que la conversión de los bonos viejos
por bonos nuevos (denominados en adelante bonos
Brady) se haría con base a un descuento de
precio que se supondría redundaría en ahorros
importantes para la Secretaría de Hacienda y, por tanto,
para el contribuyente mexicano. En la práctica, los
beneficios fueron reducidos debido al descenso de las tasas de
interés en el ámbito internacional desde 1989, pero
el lanzamiento de los bonos Brady permitió a la
administración de Carlos Salinas tomar la delantera sobre
el resto de los países endeudados del Tercer Mundo y
posicionarse favorablemente en los mercados internacionales y en
sus futuras negociaciones comerciales
internacionales. [52]
INSERTAR CUADRO 6
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