Muchos de nosotros nos hemos entusiasmado demasiado, al
menos por un momento, cuando viendo "The Matrix" (la
primera de la saga) nos sorprendimos y esperanzamos al mismo
tiempo con la
escena "El entrenamiento":
aquella en la cual Neo recibía clases de Jujitsu, Kung-Fu
y hasta "boxeo borracho", mientras su cuerpo descansaba en un
sillón… Por un momento nos imaginamos la
posibilidad de adquirir conocimientos o nuevas habilidades con
tan solo "instalarnos" un programa, sin la
necesidad del esfuerzo, dedicación y "pérdida de
tiempo" que demanda
cualquier proceso de
aprendizaje.
Y otro caso es el que podemos observar en cualquier aula de
cualquier universidad,
donde en cada examen permanece siempre latente la posibilidad de
sorprender a algún alumno mirando la hoja del
compañero/a, cuando no valiéndose de algún
"ayuda memoria"
(machete, bah). Y eso que estamos hablando de la formación
profesional, ¿no? Aquella que uno eligió porque le
gusta, por vocación o por cualquier otro motivo…
Suponíamos que esta etapa de formación podía
ser afrontada con mayor responsabilidad.
La paradoja parece instalada: todos queremos "saber", pero,
aparentemente, resulta mucho más cómodo cuando no
se necesita "aprender" para lograrlo, ¿entonces?
La
relación alumno-aprendizaje
Vaya uno a saber porqué, desde niños
comenzamos a vivir las experiencias del jardín de
infantes, escuela primaria
y secundaria (estas dos últimas, ahora: EGB y Polimodal),
como algo que no se puede evitar y que, para peor, nos resta
tiempo de juegos y
esparcimiento.
Entonces, procedemos a categorizar y todo lo que tenga que ver
con aprender algo pasa a recibir una connotación no del
todo positiva y a experimentarse como una especie de "carga".
Y también el tema de los roles experimentados debe
asumir un papel importante a la hora de explicar la forma en que
hoy nos relacionamos con quienes nos imparten enseñanza de algún tipo: la
posición de autoridad
desde la cual nos miraban nuestros primeros maestros, iba a
marcar en nosotros la forma en la que debíamos
relacionarnos con nuestros futuros "instructores" de allí
en más.
Pero no todo pasa exclusivamente por una relación de
autoridad; otro punto que también merece algún
análisis puede ser el de esa pasividad con
la cual acostumbrábamos recibir los conocimientos que se
nos impartían, entonces, desde ese punto de vista, tampoco
podíamos involucrarnos demasiado en el proceso, sino
más bien que debíamos sentarnos a "escuchar y
aprender"…
Con todo esto y algunas otras cosas de las cuales no hemos
hecho referencia, ya podemos comenzar a entender porqué
aquello que tiene que ver con aprender algo no suele verse como
una experiencia demasiado apasionante.
Por todo lo anterior, resulta necesario trabajar duramente en
captar el interés de
nuestros alumnos, motivarlos e involucrarlos en el proceso. Ya
aprendimos que considerar a los alumnos como "sacos
vacíos" deseosos de ser "llenados" de conocimiento,
no parece ser el mejor modelo ni el
enfoque más apropiado.
Y para despertar el interés por algún curso, por
ejemplo, nada mejor que un buen título. El título
es fundamental porque es la primera impresión; y como
rezaba algún comercial de desodorantes de los años
noventa: "la primera impresión es la que cuenta". El
título debe ser breve e impactante. El título debe
traducir el beneficio que recibirá todo aquél que
tome el curso o el seminario o lo
que fuere. Y cuando no se puede transmitir todo eso solo con el
título, una buena descripción puede ayudar a nuestros fines,
pero siempre haciendo hincapié en los beneficios, pensando
empáticamente en qué es lo que nuestros potenciales
alumnos pueden necesitar o qué es lo que a ellos los
motivaría para "perder el tiempo" tomando ese curso.
Pero tampoco el título lo es todo: así como el
"amor a primera
vista" no garantiza el éxito,
sino que hay que esforzarse día a día para
construir la relación, una relación docente-alumno
también debe construirse día a día o
clase a clase,
aún cuando se trate de relaciones que no comparten el
mismo tiempo o espacio físico.
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