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El sufrimiento




Enviado por latiniando



     

    "Nadie me parece más desgraciado que
    el que

    nunca experimentó una desgracia.
    Piensa que

    entre los males que parecen tan terribles,
    no hay

    ninguno que no podamos vencer, ninguno
    sobre el

    cual no hayan triunfado los grandes
    hombres.

    ¡Sepamos triunfar también
    nosotros sobre algo!"

    (Séneca)

    La vida revela, incluso a los más afortunados, la
    experiencia del sufrimiento. Hay quienes están más
    protegidos contra el riesgo de padecer
    sufrimientos, y las condiciones socioeconómicas son un
    reaseguro contra gran cantidad de riesgos. Sin
    embargo, nadie está a salvo del dolor. Quien teme los
    dolores, teme lo que necesariamente habrá de alcanzarlo,
    tarde o temprano. Cuando alguien sufre y exclama: "¿Por
    qué tuvo que pasar esto?", nos muestra su
    consternación y el sinsentido del mal. Cuando alguien
    sufre y exclama: "¿Por qué tuvo que pasarme esto a
    mí?" nos muestra el lugar
    accidental -y no necesario- que le asignamos al dolor en nuestra
    vida. Nadie exclama "¿Por qué tuvo que pasarme esto
    a mí?" cuando gana la lotería. Sentimos que el
    placer nos corresponde naturalmente.

    El sufrimiento, en cambio, limita
    nuestras expectativas futuras o las suprime dolorosamente. Se
    vincula con la pretensión de poseer por completo algo que
    está sujeto al cambio, que es
    la forma más general de ser de todos los objetos y
    fenómenos. Reduce nuestra capacidad de obrar y, en
    situaciones extremas, se impone con tal fuerza que nos
    oprime el corazón y
    nos produce una feroz cerrazón en la garganta.

    Algunas religiones juzgaron que el
    dolor es un castigo que infligen los dioses, análogo al
    castigo que el padre inflige al hijo. En contraste con esta
    perspectiva, es posible pensar que el sufrimiento no es un
    desvío en la fluida autopista del placer sino su
    contracara. En el contexto de la filosofía china, el
    tandem placer-dolor constituye un juego de
    opuestos más de los que rigen la armonía de todo lo
    existente.

    Día y noche, femenino y masculino, frío y
    caliente, placer y dolor. Sufrimos porque hemos gozado. No como
    castigo por haber gozado. Si hemos de gozar, tendremos que saber
    que estaremos más expuestos al sufrimiento. Lao-Tzé
    lo dijo así: "Sólo reconocemos el mal por
    comparación con el bien". Y Platón en
    el Fedón: "¡Qué extraña cosa, amigos,
    parece ser eso que los hombres llaman placer! ¡Cuán
    admirablemente está relacionado por naturaleza con lo
    que parece ser su contrario, el dolor! No quieren presentarse los
    dos juntos en el hombre,
    pero si alguien posee uno de ellos, casi siempre está
    obligado a poseer también el otro, como si estuvieran
    atados por una sola cabeza, a pesar de ser dos".

    Frente a esta perspectiva, algunas filosofías
    -entre ellas la de los estoicos más radicales- razonaron:
    "Si el placer suele venir de la mano del dolor,
    extirpémoslo como si se tratara de un cáncer. Si no
    gozamos, tampoco sufriremos". Filósofos menos drásticos
    encontraron que esa actitud, lejos
    de ser prudente, es propia de insensibles.

    Hay factores que contribuyen enormemente a agudizar el
    sufrimiento. Uno de ellos es la sorpresa. Un ser querido que
    jamás tuvo dolencias cardíacas muere joven de un
    ataque al corazón;
    nos echan sorpresivamente del trabajo; un amigo nos traiciona. En
    estos casos el sufrimiento se agudiza con la
    consternación, que es el sentimiento que suma la sorpresa
    al dolor. Un dolor sorpresivo -todos lo sabemos- suele ser mucho
    más agudo que un dolor anunciado. Cuando cede el asombro,
    el dolor pierde parte de su ferocidad.

    Otro factor que contribuye a agudizar el sufrimiento es
    el cambio de hábitos. Nos echan del trabajo y
    además del sueldo extrañamos el almuerzo compartido
    con los compañeros. Nos separamos de nuestra pareja, y
    parte del sufrimiento que padecemos obedece a que
    extrañamos los innúmeros rituales compartidos a lo
    largo de los años, esos amados ritmos que en su momento
    nos hicieron optar por lo bueno conocido. El poder de la
    costumbre revela los límites de
    la razón: el fumador sabe que el hábito de fumar
    puede sustraerle la vida misma (su razón ha sido
    persuadida sobre los peligros del cigarrillo), una vida que
    él desea fervientemente conservar, pero intenta dejar de
    fumar y no lo logra. El hábito somete como un
    déspota sanguinario. No siempre es posible librarse de
    él mediante razones, es preciso generar las condiciones
    para que otros hábitos los suplanten. Esa
    transición -entre un universo de
    hábitos y otro- suele ser dolorosísima.

    Otro factor que contribuye a agudizar el dolor es el
    horror mismo al sufrimiento. Cuando se le hace mal a alguien, no
    sólo aparece el dolor o la angustia sino también el
    horror al dolor. Sufrimos por la pena que nos embarga, y
    también por autocompasión, por la injusticia de la
    que sentimos ser objeto. "La parte del alma que pregunta
    ¿por qué se me hace mal? es la parte de todo ser
    humano que ha permanecido intacta desde la infancia",
    escribe Simone Weil. El desarrollo de
    la medicina y las
    imágenes publicitarias de la felicidad
    favorecen este horror al sufrimiento. Como si el dolor -o los
    problemas en
    general- no formaran parte de la vida.

    Algunos de los males decisivos que nos aquejan son
    inevitables. No están en nuestro poder. Muere
    un ser querido, y no pudimos hacer nada para evitarlo. Diversas
    corrientes de pensamiento
    -entre ellas el estoicismo y el budismo
    confluyen en subrayar la necesidad de aceptar las circunstancias
    adversas y el dolor. Aceptar el cambio, incluso si es doloroso.
    Aceptar que el dolor es parte de la vida. Sufro, entonces existo.
    "De hombres es sentir los males, y flaqueza no sufrirlos", dice
    un refrán popular.

    A esta aceptación del dolor el budismo la
    llamó desapego y el estoicismo, amor fati
    (amor por los
    hechos). El amor fati
    no es la aceptación pasiva de la resignación sino
    la aceptación valiente de lo que ocurre. Lo que es
    inevitable no debe lamentarse en exceso. Algo que ya ha sucedido
    no puede cambiarse, de modo que es inútil perder tiempo pensando
    que podría haber sido de otro modo. Los males inevitables
    hay que soportarlos y reservar nuestra energía para
    ahorrar los males evitables.

    Aunque las versiones más extremas del estoicismo
    conducen a una obediencia ciega al orden del mundo, a una
    resignación allí donde debería haber
    rebeldía, en las versiones más moderadas el amor fati
    es compatible con la posibilidad de revisar los aspectos que uno
    puede modificar, con la de dotarnos de los medios que
    dependen de nosotros para transformar el mundo, sin por ello
    desperdiciar energía en aquello que no puede
    cambiarse.

    Aristóteles y los estoicos dividen los problemas en
    dos: los que están en nuestro poder, y los que no
    están en nuestro poder. Respecto a estos últimos,
    de lo que se trata es de entrenarnos para sufrir lo menos
    posible. Aceptación valiente del dolor, de los problemas,
    de las angustias y de los pavores como una parte necesaria de la
    vida, como el revés de la alegría, el gozo y la
    tranquilidad.

    Aunque gran cantidad de cosas no dependen de nosotros,
    hay algo que sí está en nuestro poder. Y es el modo
    de reaccionar frente a lo que nos sucede, incluso cuando debemos
    optar entre dos alternativas que no hemos elegido. Epicteto
    formuló así esta idea: "No busques que los
    acontecimientos sucedan como tú quieres, sino desea que,
    sucedan como sucedan, tú salgas bien parado". El jugador
    no elige las cartas que le
    tocan en suerte, pero debe jugar de la mejor manera que le
    resulte posible.

    Si una mano no resulta favorable, la siguiente
    podrá revertir el juego. Esta
    diferencia entre lo que nos pasa y el modo en que reaccionamos
    frente a lo que nos pasa implica que no sufrimos tanto por lo que
    nos sucede como por el modo en que valoramos lo que nos sucede.
    Lo que ocurre a una persona en su
    vida es menos importante que la manera de sentirlo. Una mujer puede
    enterarse de que es infértil y adoptar un niño sin
    hacerse mayor problema. Ante la misma noticia, otra mujer puede creer
    que su vida ya no tiene sentido, puesto que a su modo de ver una
    mujer no puede sentirse "adulta", "completa" ni valorada
    socialmente cuando no da a luz un hijo
    gestado en su propio vientre. Comparemos la impresión que
    nos producen los mismos acontecimientos en etapas distintas de
    nuestra vida. Podemos sufrir más por quedarnos sin nuestro
    segundo trabajo, aún sabiendo que contamos con dinero
    suficiente como para sobrevivir, que lo que sufrimos años
    atrás cuando nos echaron de nuestro único trabajo y
    contábamos con un sólo sueldo. No nos alegramos ni
    nos entristecemos por lo que son las cosas en sí mismas,
    sino por lo que representan para nosotros a través de las
    apreciaciones que hacemos de ellas. No nos sentimos bien o mal si
    no es por comparación. De ahí que alguien pueda
    suicidarse porque perdió diez millones de dólares y
    se quedó "sólo" con doscientos mil, una cifra con
    la que muchos se sentirían millonarios.

    La filosofía nos enseña que nuestro dolor
    no es sólo personal, que hay
    razones que no son individuales y que estructuran nuestro dolor.
    Esto nos permite participar y comprender en alguna medida los
    infortunios que padecen los demás, aprender de su
    experiencia y ofrecer nuestra propia experiencia a los otros.
    "Estando tú mismo lleno de llagas, eres médico de
    otros", escribe Eurípides. La idea de que sufrir
    también es tener la oportunidad de comprender el
    infortunio de los otros repugna a nuestro individualismo, y en
    particular a los filósofos del egoísmo, que
    enseñan a encontrar la mejor manera de salvarse solo. Sin
    embargo, no es extraña al budista, que no se siente
    separado de las demás personas ni de los que vienen en pos
    de él.

    Filosofamos porque sufrimos, porque entristecemos y nos
    angustiamos. Los problemas desentierran al filósofo que
    todos llevamos dentro. Aún quien no sabe que filosofa,
    filosofa cuando sufre. El budismo y el estoicismo son dos
    filosofías que enseñan a adaptarse a los cambios.
    "¿Hay algo en el mundo que esté al abrigo de los
    cambios? La tierra, el
    cielo, toda la inmensa máquina del universo no
    están exentos de cambios", escribe Séneca. Ambas
    filosofías enseñan también a soportar el
    dolor, contentarse con lo que se tiene y desarrollar la virtud
    más allá de las contingencias de la suerte, que en
    un abrir y cerrar de ojos puede quitarnos los bienes que nos
    procuró. Si somos virtuosos, diría un estoico, es
    decir, si somos justos y por tanto vivimos procurando no hacer
    daño a los demás y protegiendo a quienes debemos
    amparar, si tenemos inteligencia
    práctica (phrónesis) y sabemos actuar
    convenientemente en cada momento, si somos valientes y podemos
    escapar al puro juego de los instintos desarrollando nuestra
    capacidad de vencer el miedo y tolerar la adversidad, si somos
    moderados y por tanto no compramos placeres al precio de
    dolores, si somos humildes y tenemos consciencia de los límites de
    nosotros mismos, hay un bien crucial que el sufrimiento no puede
    quitarnos. Sin embargo, un virtuoso oprimido por terribles
    desgracias difícilmente pueda vivir muchos momentos de
    alegría. Los estoicos más extremos postularon que
    sí, que

    el sabio puede ser feliz porque es autónomo y
    posee la virtud, aquello que nadie le puede arrebatar. Al igual
    que el Job bíblico, Estilpón pierde a su mujer y a
    sus hijos, su ciudad es tomada por asalto, pierde su casa y se
    exilia en la soledad. Demetrio le pregunta si no ha perdido nada
    y él responde: "Todos mis bienes
    están conmigo". Un estoico extremo lleva intactas sus
    riquezas a través de las villas incendiadas; en lo
    esencial se basta a sí mismo y ésa es la medida de
    su felicidad. En contraste con esta perspectiva, Platón,
    Aristóteles y estoicos como Séneca
    postularon una variante más moderada y razonable,
    poniéndole límites a la esfera de la virtud: nadie
    puede ser feliz en el contexto de terribles desgracias; si bien
    la virtud es lo más importante, también es
    necesaria la salud y son necesarios los
    bienes materiales y
    el reconocimiento de los demás. Sin embargo, de esto no se
    sigue que la dicha sea sinónimo de prosperidad.

    El bienestar incluye necesariamente el dolor y la
    existencia de problemas, y el sabio será feliz aún
    si le faltan los bienes externos. ¿Cómo aceptar el
    dolor? Del mismo modo que se habla, se camina, se construye una
    casa o se maneja una computadora:
    aprendiendo. La virtud no es un don de la naturaleza: se
    aprende, se entrena y se enseña.

    Quienes no están habituados a enfrentar problemas
    o a sentir dolores, a menudo ceden ante el más ligero
    contratiempo. Las primeras grandes desgracias (aún cuando
    irrumpan en una edad muy avanzada) con frecuencia son las peores,
    de allí que tantos adolescentes
    se suiciden por faltarles familiaridad con el dolor. Quienes se
    han habituado a las adversidades suelen soportarlas con mayor
    firmeza y valentía. Con los años solemos adquirir
    cierta capacidad para defendernos de la angustia, lo que no
    significa que seamos insensibles a ella ni que necesariamente la
    padezcamos con menor intensidad.

    El sufrimiento enseña a enfrentar las desgracias.
    Hay quien lamenta no poder soportar un golpe más en un
    cuerpo marcado por el dolor, y hay quien puede enfrentar con
    valor la
    más absoluta de las adversidades. "No hay como perderse
    para hacerse baquiano", dice un proverbio popular de buen sentido
    común o buena opinión (doxa), que para
    Platón era el primer paso hacia la sabiduría.
    Virtud significa fuerza, no
    insensibilidad.

    Acabamos de perder a un ser querido, sentimos que todo
    se derrumba y que jamás volveremos a ser dichosos. Cuando
    el dolor nos oprime el pecho, lo mejor que podemos hacer es
    gritar y llorar todo lo que sea necesario. Al cabo de tres meses,
    de siete meses o de un año, descubrimos que la
    alegría vuelve a ser posible. Hemos sido valientes porque
    no nos hemos paralizado frente a la desesperación, hemos
    sobrevivido con firmeza de alma, paciencia y
    perseverancia.

     

     Lic. José Luis
    Dell'Ordine

    ó

    http://orbita.starmedia.com/~dellordine/

    ó

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    http://fundaciontm.ecomundo.com.ar

    PÁGINA DE LA ONG
    "PENSAMIENTOS NUEVOS":

    http://orbita.starmedia.com/~pensamientosnuevos/

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