Memoria final
Controversia
sobre el Concepto de
Racionalidad Organizacional en la Racionalidad Burocrática
y en la Racionalidad Relativa
de Michel Crozier
Resumen En la controversia sobre el
concepto de
racionalidad organizacional ( centrado en los conceptos de
organización y poder ) en la
racionalidad burocràtica y en la racionalidad relativa de
Michel Crozier, hay diferencias entre una y otra racionalidad, en
lo que se refiere a la
organización, a la forma de considerar el
funcionamiento de una organización, en la cuestión de la
integración de las conductas de los
individuos en la organizaciòn, como tambièn, en la
visiòn del poder y
finalmente en la cuestión de el poder o los poderes
emanados de la
organización.
Esta memoria tiene por
objeto las formas con que se entienden los conceptos de
organización y de poder según la racionalidad
burocrática y la racionalidad relativa de Michel Crozier.
El objetivo que
me planteo en ella es evidenciar similitudes y diferencias entre
ambas concepcionesl
El orden a cumplir el mencionado objetivo,
el trabajo
comprende tres capítulos. El primero analiza las características de la modernidad y, en
su seno, de la racionalidad en Europa
occidental, desde la llamada etapa renacentista hasta el siglo
XIX. Sobre este telón de fondo, se presenta la
visión weberiana del proceso de
modernización del mundo occidental y el contexto
histórico en el cual surgió y se desarrolló
lo que Crozier llama "análisis organizacional".
En el segundo capítulo, se exponen las
referencias teóricas de la racionalidad burocrática
y de la racionalidad relativa de Crozier en lo que hace a los
conceptos de organización y poder.
El tercer capítulo recoge un análisis comparativo entre una y otra
racionalidad con relación a las visiones que sustentan
cada una acerca de la organización y el poder.
Por último, se exponen las conclusiones de todo
el trabajo,
que ha consistido en una lectura
crítica y comparativa de la producción pertinente de Max Weber y de
Michel Crozier, asistida por la consideración de algunas
entre sus mejores comentaristas. De estas fuentes se da
cuenta en la Bibliografía.
Capítulo I Contextos
Históricos
Modernidad y racionalidad en Europa
Occidental
El lapso entre 1715 y la Revolución
Francesa en el siglo XVIII ha recibido varios nombres, que
intentan resumir el espíritu de la época: Siglo de
las Luces, Edad de la Razón. En esta etapa
histórica se produjo un amplio y radical proceso de
renovación intelectual y transformación de las
mentalidades que, partiendo de Europa occidental,
determinó el desarrollo de
la historia
posterior de los demás continentes incluido entre ellos
América
Latina. En los orígenes del movimiento de
la
Ilustración hay que situar una actitud de
duda ante las certezas tradicionales y el valor
primordial atribuido a la razón, considerada como
único criterio de juicio: una razón que pretende
someter toda la realidad a su propia matriz, sin
limitaciones ni prejuicios. De este ilimitado despliegue de la
razón crítica brotó la gran floración
de la cultura
ilustrada, producto y
consecuencia de un largo proceso de transformación de la
conciencia
europea, que alcanzó los más diversos campos del
saber y fue acompañada —y condicionada, a su
vez— por una transformación no menos radical de las
estructuras
sociales y económicas. Si la actitud
más característica de la Ilustración fue la crítica de las
tradiciones y de la autoridad en
nombre de la pura razón humana y de su capacidad para
explicar toda la realidad, sin necesidad de recurrir a mitos,
leyendas ni
supersticiones, ello fue sin duda resultado de una larga
preparación: sus orígenes se remontan al pensamiento
filosófico, científico del siglo XVII, si no ya a
la llamada etapa renacentista. Con respecto a esta importante
etapa de la historia europea Ernesto
Sábato dice:En suma, si por Renacimiento
consideramos no el mero, estrecho y falso concepto de los
humanistas sino el comienzo de los tiempos modernos, hay que
tomarlo como el despertar del hombre profano
pero en un mundo profundamente transformado por lo gótico
y lo cristiano. Como una civilización que
simultáneamente produce palacios en estilo antiguo y
catedrales góticas, pequeños burgueses
anticlericales como Valla y espíritus religiosos como
Miguel Ángel, literatura realista y
satírica como Boccaccio y un vasto drama cristiano como La
Divina Comedia. En el Renacimiento
se inician los tiempos modernos. Es el abrir de ojos del hombre
irrespetuoso de lo sagrado pero en un mundo donde lo
gótico y lo cristiano dejaron una honda huella en la
historia europea. El mismo como parte importante de la historia
europea, y particularmente italiana, estuvo pautado por una
diversidad de propuestas arquitectónicas (palacios en
estilo antiguo y catedrales góticas) y literarias (la
literatura
realista y satírica como Boccaccio y un profundo drama
cristiano como La Divina Comedia). En otras palabras, el Renacimiento
fue un complejo jardín en el cual convivieron
contradictoriamente flores profanas con aquellas de origen
cristiano. A su vez, en la Europa del siglo XVII se manifestaron
adelantos científicos (el francés Descartes, el
italiano Galileo, el holandés Huygens y el inglés
Newton) e
importantes creaciones artísticas en sus diferentes ramas.
En la Europa del siglo XVII el filósofo Descartes es
el que plantea que en el
conocimiento no son las sensaciones, sino la razón la
que desempeña el papel
principal. Por consiguiente es partidario del racionalismo,
doctrina que sostiene la primacía de la razón en el
proceso cognoscitivo, la independencia
de la razón respecto de las percepciones sensoriales. El
filósofo francés reserva un lugar excepcional a la
deducción. Para él son los axiomas las
proposiciones de arranque de toda la ciencia. En
la cadena lógica
de la deducción que sigue a los axiomas, cada
eslabón es también cierto. Mas para tener una
representación clara y distinta de toda la cadena de
eslabones de la deducción, se precisa una fuerza de
memoria
indefectible. Por ello, los principios
evidentes o intuiciones tienen preferencia sobre los
razonamientos de la deducción. Pertrechada con los
medios ciertos
de pensar -la intuición y la deducción-, la
razón no puede lograr un conocimiento
verdadero en todas las esferas sino en el caso que se guíe
por un método
cierto. Sobre estas premisas del racionalismo
erige Descartes su doctrina metodológica, que expone en
Discursos del
Método,
obra publicada en 1637. Con su método centrado en el
empleo de la
duda metódica, Descartes había inaugurado una
manera diferente de situarse ante la realidad, una
concepción de la filosofía y de la ciencia como
no dependientes de ningún presupuesto
teológico, sino perfectamente autónomas, guiadas
solamente por el espíritu crítico: es decir,
había separado la religión de la
filosofía.Esta separación no tardó en
resolverse en un ataque, más o menos violento, de la
filosofía contra la religión; o
más precisamente, del espíritu crítico
contra las verdades dogmáticas y tradicionales. La
herencia de
Descartes, y sobre todo sus reglas y su método del buen
filosofar, influyeron en diversa medida en personalidades de lo
más variado, desde Spinoza a Locke y Bayle. Razón
crítica y ciencia
experimental: éstos fueron los dos instrumentos
principales con que la cultura, en el
siglo XVII y después en el XVIII, había comenzado a
hacer palanca para derribar no sólo las verdades y
concepciones tradicionales, difundidas por hábito y
educación,
sino el modo mismo de concebir el
conocimiento y la indagación de la realidad, en un
esfuerzo constante por sustituir con explicaciones racionales las
creencias basadas en lo sobrenatural, lo misterioso o lo
fantástico. En el siglo XVIII, el llamado Siglo de las
Luces, se manifiesta la onda expansiva generada por la Revolución
Inglesa fundamentalmente la de 1688 y su Declaración de
Derechos;
la
Ilustración francesa; los comienzos de la Revolución
Industrial; el pensamiento
económico liberal y la Ilustración alemana. En primer lugar, la
onda expansiva generada por la Revolución Inglesa
fundamentalmente la de 1688 y su Declaración de Derechos (que daban el
triunfo al principio de la soberanía del pueblo proclamada en 1649),
su sistema
político y el ordenamiento constitucional salido de la
misma, fue fuente de inspiración para el resto de Europa
particularmente para Francia;
además de la filosofía política de John Locke y
la física y
la mecánica de Newton. En
segundo lugar, la Ilustración francesa. El fin de los
ilustrados franceses era criticar la ideología feudal, las supersticiones
religiosas y combatir por la tolerancia en
materia de
creencias, por la libertad de
pensamiento científico y filosófico, por la
razón y contra la fe, por la ciencia y
contra la mística, por la libertad de
investigación y contra su estrangulamiento
en nombre de las autoridades particularmente religiosas, por la
crítica y contra la apología. Los ilustrados
franceses establecen la obligación de elegir entre la
libertad desacralizadora y la total sumisión a los
dogmatismos de la Iglesia
Católica; entre el conocimiento
científico y la fe religiosa. El racionalismo
experimental, el empirismo, la
confianza en la ciencia determinaron nuevas actitudes
respecto a la religión, la sociedad y la
política.
En general, la renuncia y la crítica de las verdades
metafísicas o absolutas eran expresión de una
tendencia al relativismo y a la admisión de que la verdad
cambia con el paso del tiempo y la
diversidad de lugares, si bien en muchos casos los ilustrados
franceses acabaron sustituyendo los antiguos dogmas religiosos
con una nueva dogmática, basada precisamente en la
razón, entendida como universalmente válida, o en
la naturaleza,
considerada inmutable y regida por leyes fijas. El
progreso científico resultaba, para los ilustrados
franceses, en cualquier caso, progreso de la verdad y de la
felicidad. Se estaba así afianzando la convicción
de que la ciencia estaba destinada a ocupar el puesto de la
religión y de la filosofía para enseñar a
los hombres la virtud y convertir la tierra en
un paraíso. Los ilustrados franceses promocionaron una
nueva interpretación de la historia, basada en una doble
exigencia que era la aplicación de los supremos criterios
de la razón al pasado y la cuidadosa investigación de las fuentes, es
decir, del documento histórico. En realidad estas dos
exigencias no eran fáciles de conciliar, ya que la primera
podía conducir a emitir sobre el pasado unos juicios de
condena inapelable, mientras que la segunda requería una
paciente obra de estudio de las fuentes, respetuosa del pasado y
de sus tradiciones. Sin embargo, había un elemento que
sustentaba y en cierto modo conjugaba ambas exigencias que era
fundamentalmente la concepción de progreso, como gradual
conquista de modos de vida más razonables, como paulatino
triunfo de las verdades sobre las tinieblas de la
superstición y de la ignorancia. Este fundamental
optimismo, que veía en la historia una línea
ascendente, permitía invertir la vieja idea de una
primitiva edad de oro o de un paraíso perdido, es decir,
de la superioridad de los antiguos sobre los modernos, para
afirmar otra concepción del desarrollo
humano como paso, fatigoso y dramático, a unas formas de
civilización cada vez más perfeccionados. De ello
deriva una profunda convicción sobre la superioridad de
los modernos respecto a los antiguos y, por consiguiente, el
derecho de los modernos a juzgar el pasado. El interés
hacia la problemática política fue algo primordial
en toda la cultura ilustrada francesa, al menos en el sentido de
que el principal impulso del pensamiento ilustrado fue el deseo
de una organización mejor de la sociedad,
más acorde con los nuevos ideales de justicia,
libertad y humanidad y con el desarrollo de las ciencias y las
técnicas. Es así que, en el campo
político, la Ilustración francesa se expresó
en formas originales mediante análisis empíricos
sobre la vida social, la legislación, los sistemas fiscales
y los ordenamientos civiles, sin perder de vista, naturalmente,
la gran meta, que era esencialmente la construcción de una sociedad presidida por
la razón. De ello derivaba para todos los Ilustrados
franceses un particular interés
hacia la legislación, es decir, hacia una
concepción de la ley como momento
supremo de igualdad entre
los ciudadanos y máximo instrumento para la
eliminación de las arbitrariedades y los privilegios.
Aquella inspiración común racionalizante dejaba
amplios márgenes, sin embargo, para una multiplicidad de
posiciones sobre cada uno de los temas específicos. En
especial, ante el problema del poder y del gobierno, el
pensamiento político ilustrado francés
ofreció tres soluciones
diferentes: la primera, liberal-aristocrática; la segunda,
despotismo ilustrado y la tercera, democrática. Sus
respectivos representantes fueron Montesquieu,
Voltaire y
Rousseau. En
tercer lugar, los comienzos de la Revolución
Industrial. Una serie de circunstancias favorables
originó en la Gran Bretaña del siglo XVIII el
fenómeno de la primera "revolución industrial", que
en los siglos siguientes caracterizaría toda la
época contemporánea. Los factores que determinaron
dicha revolución fueron, principalmente, el crecimiento de
la población, la abundancia de mano de obra,
la amplia disponibilidad de capitales y, en fin, toda una serie
de perfeccionamientos técnicos, que inauguraron la era de
las máquinas,
capaces de explotar fuentes naturales de energía, en
sustitución o como complemento de la energía humana
o animal. Tampoco debe olvidarse la difusión de una
cultura y una mentalidad empírica y pragmáticas,
especialmente favorables al perfeccionamiento de los instrumentos
y de los sistemas de
producción. La revolución
industrial generó importantes consecuencias en el
plano social y económico. Los nuevos métodos
suponían la neta separación entre la propiedad de
los medios de
producción y la fuerza de
trabajo. Ello comenzó a determinar la crisis de las
clases artesanales y la formación de un proletario
incipiente a merced de los empresarios, por lo general mal pagado
y obligado a horarios extenuantes. El uso de las máquinas
introdujo la explotación de la mano de obra femenina e
infantil, eliminando la necesidad de la especialización.
En cuarto lugar, el pensamiento liberal, la total mutación
de perspectivas económicas corresponde a las profundas
transformaciones agrícolas y a los comienzos de la
revolución industrial en Gran Bretaña, fue
acompañada durante el siglo XVIII por un notable auge del
pensamiento económico, que se orientó hacia la
superación del mercantilismo,
doctrina dominante durante todo el siglo anterior. Tanto la
escuela
fisiocrática, de origen francés como la llamada
escuela
económica clásica surgida en Gran Bretaña,
se caracterizaron por una decidida reacción contra las
teorías
favorables al control estatal,
contra la identificación de la riqueza de los estados con
los metales preciosos
acumulados y contra el proteccionismo y las trabas aduaneras. En
la base de las nuevas doctrinas, preferentemente liberales, se
hallaba la convicción -común al pensamiento
ilustrado- de que era preciso defender el orden natural sin
intervenciones artificiosas y arbitrarias; ni siquiera en
economía,
y la suposición optimista de que la utilidad del
individuo debía redundar necesariamente en favor de la
colectividad, aumentando el bienestar y las riquezas generales.
En quinto lugar, la Ilustración alemana. La misma,
también combate por la razón y por una
filosofía apoyada en la razón; intenta
también resolver el conflicto
entre fe y razón en favor de esta última y defiende
el derecho a la crítica científica de cuestiones
juzgadas hasta entonces de exclusiva competencia de la
religión. Pero, la ilustración alemana, más
que arrancar a la religión derechos en favor de la
razón busca la avenencia entre el saber y la fe, entre la
ciencia y la religión. Es en este sentido, que su objetivo
fundamental es una pedagogía de la razón crítica
dentro de las categorías éticas. La escuela
más influyente de la filosofía alemana del siglo
XVIII es la de Christian Wolf, seguidor y divulgador de la
filosofía idealista de Leibniz. Es así que, desde
las consecuencias de la Revolución Inglesa pasando por los
filósofos de la Ilustración en
Francia como
en Alemania hasta
los comienzos de la Revolución Industrial y el pensamiento
económico de cuño liberal; son cada uno ellos
partes que componen el abanico histórico del que fue
llamado Siglo de las Luces en el cual se elaboró un
proyecto de
modernidad
emancipador de la sociedad. Con relación a esto
último, Jürgen Habermas dice lo siguiente: El
proyecto de
modernidad formulado por los filósofos del iluminismo en el siglo XVIII
se basaba en el desarrollo de una ciencia objetiva, una moral
universal, una ley y un arte
autónomos y regulados por lógicas propias. Al mismo
tiempo, este
proyecto intentaba liberar el potencial cognitivo de cada una de
estas esferas de toda forma esotérica. Deseaban emplear
esta acumulación de cultura especializada en el
enriquecimiento de la vida diaria, es decir en la
organización racional de la cotidianeidad social. Para el
sociólogo alemán, el proyecto de modernidad
formulado por los filósofos del iluminismo del siglo XVIII
se centraba en el desarrollo de una ciencia objetiva, una
moral
universal, una ley y la expansión de un arte
autónomos como autorregulados; además este proyecto
procuraba a la vez liberar el potencial cognitivo de cada una de
estas esferas de toda forma esotérica y pretendían
emplear esta acumulación de cultura especializada para
hacer de la vida diaria una experiencia multicolor, es decir en
la organización racional del diario vivir social. Habermas
sigue diciendo:Los filósofos del iluminismo, como
Condorcet por ejemplo, todavía tenían la
extravagante esperanza de que las artes y las ciencias iban
a promover no sólo el control de las
fuerzas naturales sino también la comprensión del
mundo y del individuo, el progreso moral, la justicia de
las instituciones
y la felicidad de los hombres. Los filósofos iluministas
en su proyecto de modernidad, particularmente Condorcet, le
adjudicaron a las artes y a las ciencias un status-rol de
"grandes" impulsores tanto del control de las fuerzas naturales
como de la comprensión del mundo y del individuo, el
progreso moral, la justicia de las instituciones
y la felicidad de los hombres. En otras palabras, las artes y las
ciencias en el proyecto de modernidad de los iluministas tienen
el papel de ser
los animadores centrales, fundamentalmente en lo que hace al
entendimiento de todo aquello que sea mejoramiento moral,
justicia institucional y alegría de vivir del hombre. A su
vez, en 1789 se produce la Revolución
Francesa paridora de la llamada Declaración de
Derechos del Hombre y del Ciudadano. En relación con esto,
Touraine dice:Del dualismo cartesiano a la idea de derecho
natural, y posteriormente a la obra de Kant, los siglos
XVII y XVIII, a pesar de la fuerza creciente del naturalismo y
del empirismo que
anuncian el cientificismo y el positivismo
del siglo XIX, están fuertemente marcados en el plano
intelectual por la secularización del pensamiento
cristiano, por la transformación del sujeto divino en un
sujeto humano, que está cada vez menos absorto en la
contemplación de un ser cada vez más oculto, y se
convierte en un actor, en un trabajador y en una conciencia moral.
Este período culmina en un gran texto: la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano,
votada por la Asamblea Nacional el 26 de agosto de 1789. Su
influencia sobrepasó la influencia de las declaraciones
norteamericanas y su sentido es muy diferente del sentido del
Bill of Rights inglés
de 1689. Si el texto de la
declaración es grande, esto no se debe solamente a que
proclama principios que
están en contradicción con los de la monarquía absoluta que en este sentido son
revolucionarios, sino también a que marca el fin de
los debates de dos siglos y otorga una expresión universal
a esa idea de los derechos del hombre que contradice la idea
revolucionaria. La declaración francesa de los derechos se
sitúa en el punto de transición entre un
período que estuvo dominado por el pensamiento
inglés y el período de las revoluciones sometido al
modelo
político francés y el pensamiento alemán.
Esa declaración es el último texto que proclama en
el escenario público la doble naturaleza de la
modernidad, construida a la vez de racionalización y de
subjetivación, antes de que triunfen, durante un largo
siglo, el historicismo y su monismo. Con la Declaración de
los Derechos del Hombre y del Ciudadano, para el sociólogo
francés, se cierra un capítulo importante de la
historia europea como lo fue el de los siglos XVII y XVIII y el
texto de la importante Declaración pone de manifiesto de
manera pública las dos caras de la modernidad, edificada a
la vez de racionalización y de subjetivación. Alain
Touraine nos sigue diciendo: Las revoluciones que eliminan la
monarquía absoluta de Inglaterra de las
antiguas colonias inglesas convertidas en los Estados Unidos de
América
y la monarquía absoluta de Francia se han definido, pues,
atendiendo a la influencia del pensamiento de la
Ilustración y del dualismo cristiano y cartesiano. El
individualismo burgués, que habrá de sobrevivir a
este período, combinó la conciencia del sujeto
personal con
el triunfo de la razón instrumental, el pensamiento moral
con el empirismo científico y la creación de la
ciencia económica, como ocurre con Adam Smith. La
revolución francesa como revolución
antimonárquica estuvo bajo el influjo del pensamiento de
la Ilustración y del dualismo cristiano y cartesiano. A su
vez, el individualismo burgués (que se manifiesta en la
anteriormente señalada Declaración de 1789),
hermanó la defensa de los derechos del hombre con el
triunfo de la razón instrumental. Finalmente, Alain
Touraine nos dice lo siguiente: Esto no ocurre todavía en
el siglo XVIII, tanto predomina en él la lucha contra las
tradiciones y los privilegios del Antiguo Régimen, antes
de que las convulsiones producidas por la Revolución
Francesa, el Imperio Napoleónico y la Revolución
Industrial procedente de Gran Bretaña susciten la crisis
romántica que pondrá fin a la firmada identidad de
la experiencia interior y de la razón instrumental. Por
eso la Declaración de los Derechos del Hombre es burguesa
y al mismo tiempo defensora del derecho
natural; su individualismo es afirmación del capitalismo y
al mismo tiempo resistencia de la
conciencia moral al poder del príncipe. Creación
suprema de la moderna filosofía política, la
Declaración de los derechos contiene ya en sí las
contradicciones que van a desgarrar la sociedad industrial. En
1789 la lucha en Francia se centraba en abatir al Antiguo
Régimen (la Monarquía absoluta) y todos sus
privilegios feudales; esto hace que la Declaración de los
Derechos del Hombre tenga la condición de ser burguesa y a
la vez defensora del derecho natural (derecho innato); su
individualismo es afirmación del capitalismo y
a la vez resistencia de la
conciencia moral al poder del príncipe. A su vez, la
Declaración de 1789 alberga en su vientre las
contradicciones que se manifestarán abiertamente en la
sociedad industrial. El siglo XIX, en Europa es la época
de la llamada Restauración, de las oleadas revolucionarias
basadas en el liberalismo
político como en el nacionalismo,
de la revolución industrial y de la cuestión
obrera. La época que, contraponiéndose a la de la
revolución suele llamarse de la restauración,
responde a dos orientaciones antagónicas: una, mirando
hacia el pasado, se nutría de la utopía de un
regreso puro y simple al mundo existente antes de 1789; la otra
era consciente de las profundas e irreversibles transformaciones
acaecidas en el cuarto de siglo. La reposición de las
dinastías "legítimas" no impidió que
surgiese y se afirmase en los pueblos la idea de nación,
como consecuencia a la vez que reacción ante el
expansionismo francés. Desde una primera confusa
conciencia nacional alimentada por el culto romántico a la
tradición popular, la idea se transformó
progresivamente en una verdadera doctrina, pronto conectada con
una corriente de pensamiento, el liberalismo.
Estas dos directrices conviven no sólo en Francia, sino en
toda Europa. La restauración no partía de un
panorama uniforme por lo que hace a la estructura
social y económica. La base social y productiva de Europa
era todavía la tierra; pero
el sistema
económico revelaba los síntomas de un
desequilibrio, debido a la rapidez de las transformaciones
producidas por la revolución industrial, que había
empezado a extenderse desde Gran Bretaña a Francia y a los
Estados continentales, implicando un clima
político y cultural contrario al Antiguo Régimen, e
inspirado en un nuevo espíritu comercial y en la
exaltación de las profesiones liberales. La
reglamentación corporativa de las actividades productivas
era incompatible con la lógica
de la revolución industrial, que obedecía a las
leyes del
mercado y de la
libre competencia. Las
nuevas formas de organización económica originaron
un creciente proletariado urbano con necesidades y aspiraciones
también nuevas. La dinámica del sistema productivo, con sus
frecuentes fluctuaciones en los precios y en
la productividad,
tuvo consecuencias negativas para las clases más bajas,
menos protegidas, y contribuyó a hacer madurar un clima propicio a
las explosiones revolucionarias. Es así que, en los
últimos treinta años del siglo XIX en Europa, el
desarrollo de la producción industrial, que había
comenzado en el período de las guerras
liberales y nacionales, alcanzó niveles nunca conocidos
hasta entonces. En el origen de dicho desarrollo hay que buscar
la cooperación de la industria, la
tecnología
y la ciencia, lo que permitió aplicar numerosos
descubrimientos en el campo de la metalurgia,
conduciendo al nacimiento de la industria
química.
En otras palabras, la Europa del siglo XIX experimenta un
rápido proceso de modernización económica,
que a su vez genera una importante consecuencia en el terreno
intelectual. Con relación a esto último, A.
Touraine dice:La Modernización Económica acelerada
tuvo como principal consecuencia transformar los principios del
pensamiento racional en objetivos
sociales y políticos generales. Si los dirigentes
políticos y los pensadores sociales de los siglos XVII y
XVIII reflexionaban sobre el orden, la paz y la libertad en la
sociedad, ahora, durante un largo siglo XlX, que se
prolongó a buena parte del siglo XX, los pensadores
transforman una ley natural en voluntad colectiva. El concepto de
progreso es el que mejor representa esta politización de
la filosofía de la Ilustración. Ya no se trata
simplemente de permitir que avance la razón apartando lo
que pueda ser un obstáculo a su marcha; hay que querer y
amar la modernidad, hay que organizar una sociedad creadora de
modernidad, una sociedad automotora. El acelerado proceso de
modernización económica que experimentó
Europa en el siglo XIX tuvo como principal derivación la
modificación de los principios del pensamiento racional en
objetivos
sociales y políticos generales. Es así que, a
diferencia de los dirigentes políticos y pensadores
sociales de los siglos XVII y XVIII que meditaban sobre el orden,
la paz y la libertad en la sociedad, los pensadores en el siglo
XIX modifican una ley natural en decisión colectiva. Es en
este sentido, que el concepto de progreso es el que mejor encarna
esta politización de la filosofía de la
Ilustración. Es entonces, que ya no es para nada
suficiente con dejar que se desarrolle la razón
limitándose a cortar y a sacar toda aquella "maleza" que
frene su gran marcha triunfal; ahora esencialmente además
de idolatrar a la modernidad hay que tener la inmensa voluntad
política de estructurar una sociedad hacedora de
modernidad. Es decir, una sociedad que se mueva a sí misma
constantemente que mire hacia el futuro siempre luminoso. Alain
Touraine sigue diciendo: Condorcet contaba con los progresos del
espíritu humano para asegurar la felicidad de todos; en el
siglo XIX, la movilización social y política y la
voluntad de felicidad son las que obran como motores del
progreso industrial. Hay que trabajar, hay que organizarse e
invertir para crear una sociedad técnica generadora de
abundancia y de libertad. La modernidad era antes una idea, ahora
se convierte por añadidura en una voluntad, sin que se
rompa el lazo entre la acción de los hombres y las leyes
de la naturaleza y de la historia, todo lo cual asegura una
continuidad fundamental entre el Siglo de las Luces y la era del
progreso. En el siglo XIX, la movilización social y
política y la voluntad de felicidad tienen el status
– rol de ser los motores del
progreso industrial. Así, trabajo, organización e
inversión son las materias primas para la
fabricación de una sociedad técnica productora de
abundancia y de libertad. La modernidad en el siglo XVIII era una
idea, ya en el siglo XIX se transforma por completo en una
decisión esencialmente política estando firme el
vínculo entre la acción de los hombres y las leyes
de la naturaleza y de la historia, asegurando así una
prolongación fundamental entre el siglo de las Luces y la
era del progreso. Es en el siglo XIX, donde sobresale el llamado
pensamiento historicista, este pensamiento asocia la
modernización con el desarrollo del espíritu
humano, el triunfo de la razón con el triunfo de la
libertad, con la creación de la nación
o con la victoria final de la justicia social. Con respecto a
este pensamiento A. Touraine dice: El pensamiento historicista en
todas sus formas está dominado por el concepto de
totalidad, que remplaza el de institución, tan importante
en el período anterior. Por eso, la idea de progreso ha
querido imponer la identidad de
crecimiento
económico y de desarrollo nacional. El progreso es la
formación de una nación entendida como forma
concreta de la modernidad económica y social, como lo
indica el concepto, sobre todo alemán, de economía nacional,
pero también la idea francesa de nación, vinculada
en el pensamiento republicano y laico con el triunfo de la
razón sobre la tradición. La ideología escolar de la III
República, que sólo se desvaneció en la
segunda mitad del siglo XX, retomó este tema. La
modernidad no está, pues, separada de la
modernización, como ocurría en el caso de la
filosofía de la Ilustración, sino que adquiere una
importancia mucho mayor en un siglo en el que el progreso ya no
es únicamente el progreso de las ideas, sino que se
convierte en el progreso de las formas de producción y de
trabajo, en las que la industrialización, la
urbanización y la extensión de la administración
pública afectan la vida de la mayoría. Es
así que, la idea de progreso es entendida por parte del
pensamiento historicista desde el concepto de totalidad, esto
conduce a que crecimiento
económico y desarrollo nacional conformen una
identidad. El progreso es equivalente a la constitución de una nación que a su
vez es sinónimo de modernidad económica y social,
como bien lo señala el concepto, muy alemán, de
economía nacional. A su vez, del lado francés, la
idea de nación está en el pensamiento republicano y
laico y se encuentra estrechamente asociada con el triunfo de la
razón sobre la tradición. La modernidad pasa a
estar unida a la modernización y esto se manifiesta como
importante en el siglo XIX debido a que el progreso en este siglo
se transforma particularmente en el progreso (adelanto) de las
formas de producción y de trabajo. Es un tiempo, en que la
industrialización, la urbanización y la
extensión de la
administración pública señalan la
presencia modernizadora que como tal altera el diario vivir de
las masas. Alain Touraine sigue diciendo: El historicismo afirma
que el funcionamiento interno de una sociedad se explica por el
movimiento que
la lleva hacia la modernidad. Todo problema social es, en
última instancia, una lucha entre el pasado y el futuro.
El sentido de la historia es a la vez su dirección y su significación, pues
la historia tiende al triunfo de la modernidad que es
complejidad, eficacia,
diferenciación y, por consiguiente, racionalización
y también crecimiento de una conciencia que es ella misma
razón y voluntad y que sustituye la sumisión al
orden establecido y a las herencias recibidas. Para el
historicismo, el funcionamiento interno de una sociedad se
explica esencialmente por el movimiento que la lleva hacia la
modernidad. Para este pensamiento, todo problema social es en el
fondo una cruda lucha entre el pasado y el futuro. Es decir,
entre lo viejo y lo nuevo. A su vez, la historia camina con paso
seguro y a
tambor batiente hacia el triunfo de la modernidad. Esta
última, para el historicismo equivale a complejidad,
eficacia,
diferenciación y consecuentemente racionalización y
además crecimiento de una conciencia que como tal conjuga
razón y voluntad y que remplaza el sometimiento al statu
quo y a las herencias recibidas. La transformación de las
estructuras
económicas, según los principios liberales, es el
hecho dominante de la primera mitad del siglo XIX
fundamentalmente en Inglaterra. Desde
1830 el orden liberal tiene que enfrentarse a quienes ha reducido
a la servidumbre económica. Aparece entonces un sistema de
organización político, social e ideológico
sustentado en los intereses de la clase obrera como clase social,
pero que aspira a una visión más amplia y profunda
que la de los propios sindicatos.
Así es que comienza a acuñarse el término
socialismo en
los medios obreros, como sistema que tiene como principio la
igualdad de
los hombres. Para el estudio de este movimiento social es
imprescindible tener presente la realidad inglesa en los
años 1830 a 1850. Se terminaba de transitar de un
régimen aristocrático al estatuto
democrático, y es en las grandes unidades industriales
donde el problema social aparece en toda su dimensión. Es
lógico que el partido liberal agregase las reformas
sociales a su programa
político, pero se va a manifestar impotente ante la
movilización cartista que demanda una
solución humana a la cuestión obrera. El problema
obrero es el más importante que se le presenta a
Inglaterra, siendo el primer país que modifica, en el
siglo XVIII, su capitalismo comercial en industrial. A esto se le
suma, el ser el primer país en encarar como algo
público aquellos problemas que
aquejan a la masa obrera, hija de la sociedad industrial. Las
conquistas políticas
de la burguesía la alejan terminantemente del pueblo. El
desarrollo del crédito
privado y público beneficia las inversiones,
la construcción de ferrocarril y de centros
industriales. Esto hace de la burguesía inglesa una clase
dominante que se levanta contra el conservadurismo de los
propietarios tories y contra el ímpetu de la clase obrera
y sus organizaciones
primarias. Los movimientos obreros, por su parte, acusan a la
economía liberal de su situación económica,
como resultado de la marcha sin ningún tipo de control con
que se desarrollaba el capitalismo, puesto de manifiesto en el
desprecio por el hombre y la
inseguridad
que esto generaba. Inglaterra fue la primera que contó con
una masa trabajadora o proletariado numeroso y, a su vez, la
primera en tratar de evitar su unión, reconociendo los
grandes abusos de explotación. En la década 1830
– 1840, comienzan las movilizaciones huelguísticas,
las que son duramente reprimidas. Las organizaciones
sindicales fueron aceptadas en un principio, pero recién
en 1871 es que se las reconoce con legalidad, dando inicio a una
"legislación
laboral" referente al trabajo de niños y
mujeres, haciéndose más moderados los movimientos,
pero tendientes a que los logros no fueran simplemente
reivindicativos. Se puede afirmar que desde el punto de vista
ideológico, este fue un período muy rico en cuanto
a elaboración y generación de hechos. Podemos hacer
la siguiente división en dos líneas de pensamiento:
por un lado, el liberalismo particularmente el inglés
(más centrada su reflexión en los problemas de
orden económico), que planteaba que las leyes naturales
que pautan la marcha de la modernidad capitalista no
podían ser cambiadas; mientras que por otro se encuentra
el llamado socialismo que
cuestiona y condena la modernidad capitalista. La primera
línea de pensamiento, el liberalismo inglés de la
primera mitad del siglo XIX, entiende que hay que eliminar desde
el poder político las interferencias del Estado
(limitándolo al status – rol de juez y gendarme) y
de los sindicatos en
el funcionamiento del mercado
además de aplicar políticas
de índole laboral y
económica que fortalezcan su funcionamiento, para que
éste, en virtud de sus propios mecanismos
autocorrectivos, conduzca a los individuos a una sociedad
donde impere de manera amplia y profunda la libertad individual y
la eficiencia en lo
que hace a la asignación de bienes y
recursos. Es
decir, hacia un progreso indivisible e irreversible, progreso
técnico, progreso del bienestar, progreso intelectual y
progreso moral yendo a la par. La segunda línea de
pensamiento: el socialismo, término éste que
aparece recién a mediados del siglo XIX, con diferentes
tendencias y repercusiones: socialismo utópico, anarquismo
y socialismo científico. Pero, a su vez, todas estas
tendencias que conforman el arcoiris socialista tienen varios
puntos en común. En relación con este tema, Rudolf
Rocker dice: A los socialistas de todas las tendencias les es
común la convicción de que la presente
organización social es una causa permanente de malestar y
que a la larga no podrá persistir. Común es
también a todas las tendencias socialistas la
afirmación de que un mejor orden de cosas no puede ser
producido por modificaciones de naturaleza política, sino
sólo por una transformación radical de las
condiciones económicas existentes, de manera que la tierra y
todos los medios de la producción social no queden como
propiedad
privada en manos de minorías privilegiadas, sino que pasen
a la posesión y a la administración de la comunidad.
Sólo así será posible que el objetivo y la
finalidad de toda actividad productiva sea, no la esperanza de la
ganancia personal, sino la
aspiración solidaria a dar satisfacción a las
necesidades de todos los miembros de la sociedad. Para Rocker, lo
que le es común a las diferentes tendencias socialistas
es, el identificar como la causa de los males que experimenta el
pueblo trabajador al orden capitalista y también la idea
de que a largo plazo ese orden se derrumba. A esto se le agrega,
la idea de que la instauración de un orden social y
económico más justo sólo puede ser producido
por transformaciones de carácter
radical (estructurales) de las condiciones económicas
existentes. Es decir, el pasaje de la tierra y todos
los medios de producción de manos privadas (burguesas) a
manos de la comunidad de
trabajadores quienes serán los que administren. Con el
objetivo y la finalidad, según Rocker, de que toda la
actividad productiva tenga como deseo solidario el poder
satisfacer las necesidades de todos los integrantes de la
sociedad. En otras palabras, los elementos en común de las
diversas corrientes socialistas son, tanto la condena al orden
capitalista por someter a los proletarios a la explotación
y a la miseria, como el derrumbe del mismo y el proponer un orden
nuevo, fundamentalmente en lo económico, vía
cambios estructurales en cuyo orden los proletarios (la
mayoría) serán los más privilegiados en lo
que se refiere a la distribución de la riqueza producida y
controlada por ellos. No se comprendería la segunda mitad
del siglo XlX en el viejo continente si no se mencionara el
nacimiento de la llamada Asociación Internacional de
Trabajadores (A.I.T.); a su vez, no se entendería el
nacimiento de la mencionada asociación si la separamos de
la realidad en la cual se gestó y que nos permite mostrar
las voluntades profundas de las que ella se hizo eco. La ola de
estallidos revolucionarios que sacude a Europa en 1848 se inicia
en Paris, donde burgueses y proletarios terminan
enfrentándose como fuerzas antagónicas. Se expande
por los dominios de los Habsburgo en medio de revueltas
separatistas y desórdenes populares. Se extiende a
Alemania y a
Italia
contribuyendo a acelerar los movimientos nacionales de
unificación e independencia.
El proletariado participó de estas luchas nacionales, que
transitoriamente hicieron pasar a segundo plano la idea
internacional. En Italia se
organizaron asociaciones de solidaridad
obrera bajo la bandera de Mazzini y en Alemania los obreros
intervinieron activamente en las luchas libradas en torno al problema
nacional. La situación de Francia e Inglaterra era
distinta, pues cuando surge el movimiento obrero ya hacía
siglos que la unidad nacional estaba consolidada. La derrota de
las revoluciones en Europa inaugura un lapso de doce años
que presencia el debilitamiento de los movimientos obreros en la
mayoría de los países. Sin embargo mientras
decrecía el poder de la aristocracia terrateniente el
poder de la burguesía iba en aumento y dominaba en
Inglaterra, en Francia y en Bélgica. En Francia la derrota
de la clase obrera paralizó sus energías. Los
obreros volvieron a caer en el sectarismo, perfilándose
dos corrientes. Una de ellas seguía a Blanqui, que
aspiraba a tomar el poder mediante un golpe de mano de una
resuelta minoría. La otra, mucho más poderosa,
respondía a la influencia del pensador anarquista
Proudhon, quien, fomentaba la existencia de los llamados Bancos de
Intercambio encaminados a la obtención del crédito
gratuito para los trabajadores. Bajo el segundo Imperio, ninguna
organización política de obreros podía
existir como tal abiertamente. Aunque los sindicatos eran
ilegales subsistían bajo la apariencia de sociedades
fraternales. Sin embargo, lentamente, las asociaciones obreras
empezaron a crecer, en parte favorecidas por la política
de Napoleón III, que concedió ciertas
libertades sindicales. En mayo de 1864 Napoleón III derogó los
artículos del Código
Penal que impedían las coaliciones obreras formadas para
conseguir mejoras en las condiciones de trabajo. Amenazado por la
creciente oposición burguesa contra su régimen
Bonaparte intentaba con esas medidas conseguir el apoyo de la
clase obrera. En Inglaterra el cartismo había llegado a su
ocaso definitivo. La escuela de Owen se iba convirtiendo en una
secta religiosa de libres pensadores. Junto a ella, surgió
el socialismo cristiano de Kingsley y Maurice, que nada
quería saber de luchas políticas. Poco a poco las
trade-unions se fueron encerrando en una actitud de indiferencia
política, limitándose a bregar por reivindicaciones
inmediatas. Esta táctica parecía bastarles en una
fase de prosperidad económica como la iniciada a partir de
los años 50 y se relacionaba con la hegemonía
inglesa en el mercado mundial. Sin embargo, las trade-unions
aún no estaban oficialmente reconocidas; su existencia no
era demasiado segura, de hecho ni de derecho, y la masa de sus
afiliados carecían del derecho político del
sufragio. Por otra parte, el auge del capitalismo en el
continente y, por consiguiente, la aparición de una clase
obrera muy numerosa amenazaba a los trabajadores
británicos con una competencia muy peligrosa. A esto se
sumaron las consecuencias de la guerra de
secesión norteamericana, provocando una crisis algodonera
que precipitó en la miseria a los obreros textiles. Estos
hechos iban a alertar a las trade-unions. Al respecto, Federico
Engels dice lo siguiente: Cuando la clase obrera europea hubo
recuperado las fuerzas suficientes para emprender un nuevo ataque
contra el poderío de las clases dominantes, surgió
la Asociación Internacional de los Trabajadores. Esta
tenía por objeto reunir en un inmenso ejército
único a toda la clase obrera combativa de Europa y
América. No podía, pues, partir de
los principios expuestos en el Manifiesto. Debía tener un
programa que
no cerrara la puerta a las tradeuniones inglesas, a los
proudhonianos franceses, belgas, italianos y españoles, y
a los lassalleanos alemanes.El surgimiento de la
Asociación Internacional de los Trabajadores (en el
año 1864) se da en un momento en la cual la clase obrera
está lo suficientemente fuerte como para iniciar una nueva
ofensiva contra el poderío de las clases dominantes.
Además de que el objetivo de la Internacional es reunir en
una sola y amplia columna a toda la clase obrera combativa de
Europa y América. Para poder lograr esto, la Internacional
tenía que levantar un programa lo suficientemente amplio
para que ingresaran a la misma todas aquellas diversas corrientes
de pensamiento que forman parte del mundo obrero. Con respecto,
al nacimiento de la Internacional Marx dice: …La
Internacional fue fundada para remplazar las sectas socialistas o
semisocialistas por una organización real de la clase
obrera con vistas a la lucha. Los Estatutos iniciales y el
Manifiesto Inaugural lo muestran a simple vista.La Internacional
fue fundada con la clara intención de organizar un
movimiento obrero real de cara a la lucha. La Internacional, una
vez creada, tuvo sus apoyos principales en los sindicatos
ingleses, el movimiento obrero francés y en los grupos de
exiliados alemanes residentes en Londres. La importancia que tuvo
la primera Internacional para los proletarios de Europa
occidental y tiempo después para los proletarios de
América a pesar de su corta vida como Asociación de
Trabajadores es señalada por Engels de la siguiente
manera: ¡Proletarios de todos los países,
uníos! Sólo unas pocas voces nos respondieron
cuando lanzamos estas palabras por el mundo, hace ya cuarenta y
dos años, vísperas de la primera revolución
parisiense, en la que el proletariado actuó planteando sus
propias reivindicaciones. Pero, el 28 de setiembre de 1864, los
proletarios de la mayoría de los países de la
Europa occidental se unieron formando la Asociación
Internacional de los Trabajadores, de gloriosa memoria. Bien es
cierto que la Internacional vivió tan sólo nueve
años, pero la unión eterna que estableció
entre los proletarios de todos los países vive
todavía y subsiste más fuerte que nunca, y no hay
mejor prueba de ello que la jornada de hoy. Pues, hoy, en el
momento en que escribo estas líneas, el proletariado de
Europa y América pasa revista a sus
fuerzas, movilizadas por vez primera en un solo ejército,
bajo una sola bandera y para un solo objetivo inmediato: la
fijación legal de la jornada normal de ocho horas,
proclamada ya en 1866 por el Congreso de la Internacional
celebrado en Ginebra y de nuevo en 1889 por el Congreso obrero de
París. El espectáculo de hoy demostrará a
los capitalistas y a los terratenientes de todos los
países que, en efecto, los proletarios de todos los
países están unidos. ¡Oh, si Marx estuviese a
mi lado para verlo con sus propios ojos! La Asociación
Internacional de los Trabajadores, sentó las bases de la
organización internacional de los obreros para la
preparación de la conquista de sus derechos sociales desde
el seno de la modernidad capitalista contra la llamada
burguesía que en ese modelo de
modernidad resulta ser la gran beneficiaria principalmente en lo
económico. En la segunda mitad del siglo XIX,
además de la aparición en el escenario
público europeo de la Internacional, la llamada Comuna de
París (1871) fue uno de los acontecimientos más
importantes de ese siglo; dado que, lo ocurrido en la ciudad
luz
generó un fuerte impacto en el orden político
vigente del viejo continente y también una gran influencia
política e ideológica, principalmente sobre la
propia Internacional. En su Introducción al estudio de Marx sobre la
guerra civil
en Francia, Engels explica la génesis del movimiento
popular que dio lugar a la Comuna: Durante la guerra, los obreros
de París habíanse limitado a exigir la
enérgica continuación de la lucha. Pero ahora,
sellada ya la paz después de la capitulación de
París Thiers, nuevo jefe del Gobierno,
tenía que darse cuenta de que la dominación de las
clases poseedoras –grandes terratenientes y capitalistas-
estaba en constante peligro mientras los obreros de París
tuviesen en sus manos las armas. Lo primero
que hizo fue intentar desarmarlos. El 18 de marzo envió
tropas de línea con orden de robar a la Guardia Nacional
la artillería que era de su pertenencia, pues había
sido construida durante el asedio de París y pagada por
suscripción pública. El intento no prosperó;
París se movilizó como un solo hombre para la
resistencia y se declaró la guerra entre París y el
Gobierno francés, instalado en Versalles. El 26 de marzo
fue elegida, y el 28 proclamada la Comuna de París. El
Comité Central de la Guardia Nacional; que hasta entonces
había tenido el poder en sus manos, dimitió en
favor de la Comuna, después de haber decretado la
abolición de la escandalosa "policía de moralidad
"de París. La Comuna de París surgió de un
movimiento de las masas populares; nadie lo había
preparado consciente y sistemáticamente. El que la
población parisiense fuera empujada a la
revolución y asaltara los cielos del poder burgués,
se debió a las siguientes causas: Primera, la guerra
franco alemana, provocada por la política francesa, que
tenía por objeto impedir la formación de la unidad
alemana; Segunda, el desempleo entre
los trabajadores; Tercera, la ruina de la pequeña
burguesía; Cuarta, la indignación del pueblo contra
la alta clase y los jefes que se habían mostrado
absolutamente incapaces; Quinta, una gran efervescencia en la
clase obrera descontenta de su situación y tendiente a
otro régimen social y Sexta, la conjunción
reaccionaria de la Asamblea Nacional que hacía temer por
la suerte de la Republica. Es así que, todas estas causas
empujaron a la población parisiense a la revolución
que hizo pasar el poder a las manos de la guardia nacional, de la
clase obrera y de la pequeña burguesía. Era
entonces, la primera vez que el proletariado moderno se
erigía a la condición de dueño del poder
político. Marx y Engels dicen: Dado el desarrollo colosal
de la gran industria en los últimos veinticinco
años, y con éste, el de la organización del
partido de la clase obrera; dadas las experiencias
prácticas primero, de la revolución de febrero, y
después, en mayor grado aún, de la Comuna de
París, que eleva por primera vez al proletariado, durante
dos meses, al poder político… Antes de la Comuna de
París el poder era detentado por los propietarios y los
capitalistas, es decir, por sus hombres de confianza que formaban
lo que se llama el Gobierno. Después de la
revolución del 18 de Marzo, cuando el Gobierno de M.
Thiers huyó de París con sus tropas, su
policía y sus funcionarios, el pueblo quedó como
único dueño de la situación y el poder
pasó al proletariado (producto de la
sociedad industrial y organizado como partido de clase) junto a
sus aliados. Es así que, Marx dice lo siguiente: He
aquí su verdadero secreto: la Comuna era, esencialmente,
un Gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase
productora contra la clase apropiadora, la forma política
al fin descubierta para llevar a cabo dentro de ella la
emancipación económica del trabajo. Sin esta
última condición, el régimen de la Comuna
habría sido una imposibilidad y una impostura. La
dominación política de los productores es
incompatible con la perpetuación de su esclavitud
social. Por tanto, la Comuna había de servir de palanca
para extirpar los cimientos económicos sobre que descansa
la existencia de las clases y, por consiguiente, la
dominación de clase. Emancipado el trabajo, todo hombre se
convierte en trabajador, y el trabajo productivo deja de ser un
atributo de una clase. La Comuna, como Gobierno de la clase
obrera, producto de la lucha de clases entre explotados y
explotadores, es la gran palanca política que permite
conquistar la modernidad comunista. Es decir, la sociedad sin
clases y sin Estado.
Finalmente, Lenin dice: Mas, pese a todos sus errores, la Comuna
constituye un magno ejemplo del más importante movimiento
proletario del siglo XIX. Marx concedió un gran valor al
alcance histórico de la Comuna: si cuando la pandilla de
Versalles emprendió la traicionera tentativa de apoderarse
de las armas del
proletariado parisiense, los obreros se las hubiesen dejado
arrebatar sin lucha, la funesta desmoralización que
semejante debilidad hubiera sembrado en las filas del movimiento
proletario habría sido muchísimo más grave
que el daño ocasionado por las pérdidas que
sufrió la clase obrera en el combate por la defensa de sus
armas. Por grandes que hayan sido las pérdidas de la
Comuna, la significación de ésta para la lucha
general del proletariado las ha compensado: la Comuna puso en
conmoción el movimiento socialista de Europa,
mostró la fuerza de la guerra civil, disipó las
ilusiones patrióticas y acabó con la fe ingenua en
los anhelos nacionales de la burguesía. La Comuna
enseñó al proletariado europeo a plantear en forma
concreta las tareas de la revolución socialista. La Comuna
de Paris, significó para el proletariado europeo del siglo
XIX una experiencia fracasada pero real de gobierno obrero y que
por ser real en los hechos cuestionó y puso en jaque a una
modernidad como la burguesa que se presentaba a sí misma
como algo natural y eterna en el tiempo, considerando
utópico y criminal todo tipo de planteo que viniese de la
clase proletaria con aires de alternativo en lo político y
fundamentalmente a nivel económico a su racionalidad; que,
por otra parte, no tiene otro fin que el lucro. El socialismo,
después de la Comuna, pasó a llamarse socialismo
científico alemán, quedando a un costado la
corriente anarquista de Proudhon y el blanquismo. A su vez, para
la burguesía francesa la derrota de la Comuna significo
conjurar por diez años el espectro socialista. Hasta
principios del año 80 no se despertó en Francia el
socialismo. En 1889 se fundó en Paris la llamada Segunda
Internacional. En el transcurso del período comprendido
entre la disolución de la Primera Internacional y la
fundación de la Segunda, se celebraron varios Congresos
obreros, socialistas y sindicales, que no tenían, sin
embargo, ninguna base común. En 1889, con motivo de la
Exposición Internacional de París,
se reunirán en esta ciudad dos magnos Congresos
socialistas convocados por los posibilistas el uno y por los
marxistas el otro, cuyo resultado fue la fundación de la
Segunda Internacional. En este Congreso se adoptó
el principio de la jornada internacional del 1º
de Mayo. La Segunda Internacional, en su primera etapa (1889 a
1896) se centró en establecer una línea de
demarcación precisa entre el socialismo y el anarquismo.
En su segunda etapa (1896 a 1904) se centra en fijar los
principios de la lucha de clases y la actitud de los partidos
socialistas con respecto a los gobiernos burgueses. En suma, la
Segunda Internacional marca la
época de la preparación del terreno para una amplia
extensión del movimiento socialista entre las masas
proletarias en una serie de países. A su vez, el
socialismo de la Segunda Internacional, conlleva en sí, la
noción de progreso. El sociólogo A. Touraine
dice:La idea de progreso ocupa un lugar medio, central, entre la
idea de racionalización y la de desarrollo. La primera
idea otorga la primacía al conocimiento,
la segunda a la política; el concepto de progreso afirma
la identidad entre medidas de desarrollo y triunfo de la
razón, anuncia la aplicación de la ciencia a la
política y, por consiguiente, identifica una voluntad
política con una necesidad histórica. Creer en el
progreso significa amar el futuro, a la vez ineluctable y
radiante. Esto es lo que expresó la II Internacional,
cuyas ideas se difundieron por la mayor parte de los
países de Europa occidental al afirmar que el socialismo
surgiría del capitalismo cuando hubiera agotado su
capacidad de crear nuevas fuerzas productivas y al hacer, al
mismo tiempo, un llamamiento a la acción colectiva de los
trabajadores y a la intervención de los elegidos que los
representan. En el socialismo de la Segunda Internacional, la
noción de progreso se encuentra presente en la idea de que
el primero aflora desde las entrañas del capitalismo en el
momento en que este hubiera agotado su capacidad de crear nuevas
fuerzas productivas y al hacer, al mismo tiempo, una
invocación a la lucha en común de los trabajadores
y a la intervención de los elegidos que los representan.
Touraine sigue diciendo:Según esta visión, los
conflictos
sociales son ante todo los conflictos del
futuro contra el pasado, sólo que la victoria del primero
quedará asegurada no únicamente por el progreso de
la razón sino también por el éxito
económico y el éxito
de la acción colectiva. Esta idea está en la
médula de todas las versiones de la creencia en la
modernización. La visión de que el progreso tiene
un rostro socialista lleva a que los conflictos sociales sean
presentados, en este caso por la Segunda Internacional, como
antagonismos entre el futuro contra el pasado. A su vez, para que
el futuro tenga la victoria en el bolsillo es absolutamente
necesario que con el progreso de la razón se dé
también el triunfo económico y el triunfo de la
acción colectiva. Es decir, el avance del conocimiento, la
abundancia económica y el logro de las metas
políticas por parte de las masas obreras organizadas. En
suma, para la Segunda Internacional, el progreso es
sinónimo de socialismo y el socialismo sinónimo de
futuro luminoso y para que la victoria de esta luminosidad se
encuentre asegurada es necesario el avance del conocimiento, la
abundancia económica y el logro de las metas
políticas por parte de las masas obreras organizadas. El
siglo XIX europeo está pautado también por el
fenómeno colonialista e imperialista. El año 1870
marcó para Europa el inicio de un largo periodo de paz,
destinado a prolongarse hasta las puertas de la Primera Guerra
Mundial. Si de 1854 a 1870 se habían librado
dieciséis guerras, en
los últimos treinta años del siglo XIX Europa no
registró ningún conflicto
militar digno de mención. La crisis que tuvo lugar en los
Balcanes de 1876 a 1878 no se resolvió tanto por las armas
como por los esfuerzos de la diplomacia europea encabezada por
Bismarck. El canciller alemán logró, a
través de un sistema de alianzas y de acuerdos mantener un
equilibrio
precario pero duradero, impidiendo la formación de Bloques
Contrapuestos; pero el éxito de Bismarck al congelar las
tensiones europeas se obtuvo a expensas del resto del mundo, que
precisamente en aquellos años fue escenario de luchas
continuas y objeto de reparto entre las grandes potencias. Era
imposible controlar el sentimiento de ardiente nacionalismo
que, derivado del espíritu democrático y liberal de
los años de las revoluciones nacionales, conformaba la
mentalidad de la clase dirigente y de las poblaciones de toda
Europa. La fe innata en las concepciones nacionalistas, si bien
podía hacer de catalizador para la potenciación
política y económica de los Estados europeos, no
podía permanecer ya en sus angostos confines o verse
sofocada por las maniobras diplomáticas del sistema
bismarckiano. El historiador uruguayo, Vivian Trías, dice
lo siguiente:Entonces las revoluciones burguesas eran
económica y políticamente liberales, nacionalistas
y románticas. Esa etapa se agota en el último
cuarto del siglo XIX, con la transformación del
capitalismo liberal en monopolista e imperialista. El
nacionalismo se convierte en una ideología de
expansión, de conquista de colonias y de áreas de
influencia. Sufre un proceso de perversión y
envilecimiento, asume pautas "chauvinistas", agresoras, y
exasperadas militaristas, racistas, blande un orgullo nacional
prepotente que no afirma tanto la propia nacionalidad como
desprecia y trata de avasallar a las otras. El nacionalismo
cambia dialécticamente de signo; de progresista se
trastoca en reaccionario. El nacionalismo, basado esencialmente
en la voluntad de poder y en la ética de
la guerra, planteaba inevitablemente el problema de un desahogo
en el exterior, muy pronto canalizado hacia la expansión
colonial. Esta podía considerarse como una lucha por la
vida, que permitía a una nación demostrar ante las
demás sus preeminencias físicas e intelectuales; se
tendría así una confirmación de las teorías, difundidas en Alemania, sobre
razas dominantes e inferiores, y se corroboraría el
sentimiento de superioridad de los ingleses al que, cada vez con
mayor frecuencia, se apelaba en Gran Bretaña. En Rusia, el
nacionalismo, frustrado en sus ambiciones mediterráneas,
apuntaba a rehacerse en el Extremo Oriente a expensas de China.
Francia, humillada por la derrota en la guerra franco- prusiana e
incapaz por el momento de recuperar los territorios perdidos en
Alsacia-Lorena, empezó a mirar a África como el
sector adecuado para revalidar su condición de gran
potencia. El
historiador compatriota, V. Trías sigue diciendo: En
Inglaterra surge por primera vez la nueva formulación
-puesto que es la primera en construir un gran imperio-, cuando
Kipling justifica su expansión imperial con su white
man`s burden (la carga del hombre blanco). Encubre la
explotación de los pueblos sometidos con una pretendida
misión
civilizadora y evangelizante. La difusión del
espíritu nacionalista hizo que los pueblos tomaran una
más clara conciencia de sí mismos, de sus
características y, por lo tanto, de sus responsabilidades.
Un pueblo para ser grande debía proponerse una misión,
identificada con frecuencia con el deber de llevar la cultura
occidental a las poblaciones no europeas. Los hombres blancos
debían soportar ahora, como sostenía el escritor
inglés Rudyard Kipling, la "carga" de extender por todo el
mundo las formas materiales y
espirituales de su civilización. Las poblaciones africanas
y asiáticas debían ser "despertadas" y conducidas
al sistema de vida que había probado ser el mejor tanto en
el terreno político en el científico, y sobre todo,
en el económico. El sentimiento de superioridad de los
blancos estaba asociado al gran progreso económico que en
aquellos años había efectuado Occidente. Es
así que, nacionalismo y orgullo racial se alimentaban con
los progresos de la economía, que inducía a la
expansión y al mismo tiempo se ponía a su servicio. El
desarrollo industrial fue tal que, si bien en 1870 en Gran
Bretaña podía ser considerada como la potencia que
detentaba la hegemonía económica de Europa y de
todo el mundo, sólo diez años después se
encontraba igualada y superada en algunos sectores por naciones
como Alemania y los Estados Unidos.
En este magno proceso de crecimiento y reestructuración
del sistema económico occidental deben buscarse las causas
profundas de la expansión colonial. Los últimos
treinta años del siglo XIX conocieron un gran desarrollo
productivo, pero al mismo tiempo se caracterizaron por una
relevante y prolongada crisis, que bajo el nombre de "gran
depresión "se prolongó hasta
principios del siglo XX. En este período, aunque el
volumen de la
producción, de los intercambios y de las inversiones
fue superior en mucho al de los años precedentes, se
registró sin embargo una clara disminución de las
tasas de incremento en todas las ramas de la actividad
económica, debida esencialmente a la falta de salidas
suficientes para absorber las mercancías y los capitales
acumulados. El sistema productivo occidental se encontró
por tanto frente a la necesidad de reestructurar por completo sus
bases, condición indispensable para no incurrir en un
auténtico desastre económico. La
reconversión del sistema capitalista ante la crisis de
superproducción de 1873, hizo perder la esperanza a
muchos, de que, ante su contradicción básica, el
sistema capitalista se tambaleara y estuvieran las condiciones
para su desaparición. Es así que, nada de esto
sucedió, al contrario, se operó el tránsito
del capitalismo premonopolista, con el dominio de la
libre empresa, al
capitalismo monopolista o imperialismo.
El capitalismo premonopolista, con el dominio de la
libre competencia, alcanzó su punto culminante en las
décadas del 60 y el 70 del siglo XIX. Durante el
último tercio del siglo XIX se operó el
tránsito del capitalismo premonopolista al capitalismo
monopolista. El capitalismo monopolista o imperialismo
representa la fase superior del capitalismo; su rasgo distintivo
fundamental es la suplantación de la libre competencia por
la dominación de los monopolios. Es entonces que,
según la clásica definición de V. I. Lenin,
los rasgos económicos fundamentales del imperialismo son:
1) la concentración de la producción y del capital llega
hasta un grado tan elevado de desarrollo, que crea los
monopolios, los cuales desempeñan un papel decisivo en la
vida económica; 2) la fusión del
capital
bancario con el industrial y la creación, en el terreno de
este "capital financiero", de la oligarquía financiera; 3)
la exportación de capitales, a diferencia de
la exportación de mercancías, adquiere
una importancia particularmente grande; 4) se forman asociaciones
internacionales monopolistas de capitalistas, las cuales se
reparten el mundo, y 5) ha terminado el reparto territorial del
mundo entre las potencias capitalistas más importantes. El
imperialismo es el capitalismo en la fase de desarrollo en que ha
tomado cuerpo la dominación de los monopolios y del
capital financiero, ha adquirido señalada importancia la
exportación de capitales, ha empezado el reparto del mundo
por los trusts internacionales y ha terminado el reparto de toda
la Tierra entre los países capitalistas más
importantes.La crisis, planteada por primera vez en 1873,
estimuló en ciertos sectores, la concentración de
la producción en pocas pero gigantescas empresas
industriales. En los países europeos, esencialmente en
Alemania y en Gran Bretaña, en los Estados Unidos y en el
Japón
empezaron a formarse a un ritmo cada vez más rápido
los trusts y los grandes cárteles de las industrias, los
cuales, acaparando el aprovisionamiento de materias primas, los
transportes y la mano de obra, y bajando metódicamente los
precios,
provocando la ruina o la sumisión a su supremacía
de las empresas ajenas a
ellos. Nacían así, auténticos imperios
económicos que controlaban completamente las principales
ramas de la actividad productiva, como las del acero, de los
productos
químicos, de los tejidos, de las
fuentes energéticas. Paralelamente al sector industrial,
el bancario experimentaba un fenómeno similar. Los
principales bancos se
anexionaban o controlaban gran número de instituciones
menores y tendían acaparar progresivamente la totalidad
del aparato financiero del Estado. La industria perdió
entonces su libertad de movimiento en la búsqueda de
créditos y empezó a depender
estrechamente de los capitales de los bancos. La división
entre capital bancario e industrial iba desapareciendo dando
lugar, con la unión de los bancos y las industrias, a un
nuevo capital mucho más pujante, el financiero. Eran los
principios del monopolio y no
los de la libre competencia los que se estaban convirtiendo en la
base de las economías de los diferentes Estados, los
cuales, decretando al mismo tiempo la desaparición del
librecambismo y la adopción
del sistema proteccionista, contribuyeron a cambiar
definitivamente el aspecto del capitalismo. La gran
producción de cereales a bajo precio que
había ido desarrollándose en los países
extraeuropeos, como los Estados Unidos y Argentina, y el
miedo a que su exportación masiva pudiera minar
completamente el equilibrio
económico de los Estados europeos incitó a adoptar
el proteccionismo. Pero estas medidas defensivas se hicieron muy
pronto necesarias también en el campo industrial, donde, a
pesar de la creciente expansión, existían
todavía notables desniveles en el grado de desarrollo y de
competencia entre las grandes industrias nacionales. El
proteccionismo, además de fomentar la industria existente,
potenció la aparición de otras, contribuyendo
así, a su vez, a prolongar aquella crisis que derivaba de
un incremento de la producción superior a la capacidad de
absorción de los mercados. Estando
ya Europa cerrada por barreras aduaneras, las potencias tuvieron
que buscar en otra parte las salidas para sus productos. La
Gran Bretaña, la única gran potencia que
había permanecido fiel al librecambismo, se vio obligada a
recurrir a la penetración en países extraeuropeos.
El proteccionismo en Europa la había puesto en una
situación crítica en lo que hace a su
economía. Los ingleses se dedicaron, entonces, a estimular
las inversiones en el extranjero, especialmente en las
áreas coloniales. Gran Bretaña ya había
hecho de la India (como de
sus otras posesiones) una colonia económica y de
América meridional una zona de inversiones e intercambios
privados. La ampliación de las actividades coloniales
estaba indudablemente unida al hecho de que todo cuanto Gran
Bretaña había invertido en aquellos lugares estaba
dando sus frutos; pero la carrera por el reparto del mundo, en la
que la Gran Bretaña de finales de la época
victoriana participó antes que nadie, seguida muy pronto
por el resto de las potencias, revestía caracteres muy
distintos a los de la época colonial anterior. La pura y
simple búsqueda de mercados, natural
en las crisis de superproducción y agudizada por la
adopción
de sistemas proteccionistas, no basta para definir cumplidamente
la lógica del imperialismo. Es necesario remontarse, como
bien entendió Lenin, a las nuevas estructuras de tipo
monopolista que todos los Estados industriales estaban
realizando. Los grandes monopolios en formación
debían asegurarse un rendimiento continuo e invertir en
áreas ventajosas el exceso de capitales que su gran
vitalidad económica les permitía acumular. En
Europa esto no era posible, tanto por el bajo nivel de los
precios, como porque la ampliación del mercado interior,
único que las barreras proteccionistas dejaban disponible,
implicaría el aumento de la capacidad adquisitiva de las
masas obreras y por lo tanto una nueva alza de sus salarios y la
mejora de sus condiciones de vida; ello suponía la
renuncia de los grandes industriales a una buena parte de sus
beneficios, a lo que, evidentemente no estaban dispuestos. El
crecimiento y el refuerzo de los grandes trusts no podía,
por tanto, verificarse sino a expensas de los territorios
extraeuropeos, donde la tierra a buen precio, los
salarios bajos,
las materias primas a bajo coste y la facilidad de asumir
posiciones monopolistas hacían prever inversiones
altamente rentables. La posesión exclusiva de regiones
ricas en materias primas constituía una necesidad cada vez
más esencial para los grandes grupos
económicos; era el arma más eficaz para desbaratar
la competencia interior y la internacional. Pero aún era
más necesario en la medida en que el proceso de
concentración tendía a crear conjuntos que
reunían en una única empresa diversas
ramas industriales que, partiendo de la materia prima,
comprendían las sucesivas fases de elaboración. Los
ingleses en Egipto y los
rusos en Turkestán se dedicaron a intensificar y extender
la producción del algodón, con el fin de
monopolizarlo y crear un trust textil que concentrara en sus
manos todas las etapas de su elaboración. Cuanto
más se desarrollaba el proceso de formación de los
monopolios, más aumentaba la carrera por la conquista de
nuevos territorios. Para que los beneficios de las inversiones
fuesen más seguros y
rápidos y el control sobre las materias primas exclusivo,
los inversores debían llegar los primeros a ciertas zonas.
Los monopolios sólo podían prosperar si lograban
mantener intactas sus posiciones privilegiadas; la
expansión imperialista debía convertirse en una
auténtica carrera con vistas al acaparamiento de cuantos
territorios fuese posible. Aunque éstos no prometieran una
explotación inmediata, podrían revelarse más
adelante ricos en recursos y, por
lo tanto, no debían descuidarse corriendo el riesgo de
dejarlos en manos de futuros competidores. Sin embargo, la
unión de los diversos grupos económicos y las
clases políticas que hubieran debido proceder a la
actuación práctica del expansionismo colonial no
fue inmediata. Fueron necesarios los últimos treinta
años del siglo para que el momento económico
coincidiera con la praxis política del fenómeno
imperialista. Su mismo comienzo no fue contemporáneo en
todos los países incluidos los europeos. En suma, el
imperialismo surge como respuesta a la crisis económica de
1873 – 1875 y demuestra su eficacia en la
consolidación y defensa del sistema capitalista mundial,
al costo de
intensificar la explotación de los países
coloniales y dependientes. Es decir, a las poblaciones de estos
países. Alain Touraine se refiere a los siglos XIX y XX:
La historia de los siglos siguientes es la de la creciente
separación de estos dos principios tan fuertemente
asociados en el pensamiento de Locke: la defensa de los derechos
del hombre y la racionalidad instrumental. Cuando más esta
racionalidad construye un mundo de técnicas y
de poder, más se aparta la invocación a los
derechos del hombre (primero en el movimiento obrero, luego en
otros movimientos sociales) de la confianza en la razón
instrumental. La humanidad impulsada por el progreso se pregunta
si no pierde su alma, si no la vende al diablo al adquirir la
dominación de la naturaleza. Finalmente, si la modernidad
del siglo XVIII fue un proyecto de sociedad basado en un concepto
de razón no ceñido a la razón instrumental,
sino dando igual significación a la razón moral y
estética, durante todo el siglo XIX europeo
se asistió a un proceso en el cual lo racional se
transforma en lo racional instrumental. La sociedad europea
occidental en el siglo XIX está forjada, como tal, a
imagen y
semejanza de la clase burguesa. Es decir, el modo de
producción imperante en las naciones modernas europeas es
el modo burgués de producción. La modernidad tiene
rostro capitalista.
1.2. La modernidad occidental desde la mirada de Max
Weber
La concepción clásica de la modernidad se
centra en la construcción de una imagen
racionalista del mundo, que integra el hombre en
la naturaleza y que desestima todas las formas de dualismo del
cuerpo y del alma, del mundo humano y del mundo trascendente. La
sociedad moderna es entendida, por esta concepción de la
modernidad, como una sociedad racionalizada. Es decir, como un
sistema social autoproducido, autocontrolado y autorregulado.
Así se instala la noción de que el actor y el
sistema tienen una perspectiva reciproca. Con relación a
esto ultimo, dice Touraine: Esta concepción clásica
de la modernidad, que dominó a Europa y luego al conjunto
del mundo occidentalizado antes de retroceder ante las criticas y
la transformación de las practicas sociales, tiene como
tema capital la identificación del actor social con sus
obras y su producción, ya se trate del triunfo de la
razón científica y técnica, ya se trate de
las respuestas racionalmente aportadas por la sociedad a las
necesidades y a los deseos de los individuos.La concepción
clásica de la modernidad solo tiene en cuenta al individuo
en su carácter
de funcionario, productor y ciudadano. La misma, apuesta a la
unidad del hombre y la sociedad. El aporte individual es valorado
positivamente por esta concepción de la modernidad si la
conducta del
hombre en su vida pública y privada resulta útil
para el progreso de la razón objetiva en la sociedad. A su
vez, hay una serie de conceptos que son claves en la sociología weberiana y que definen la
concepción clásica de la modernidad. Según
Touraine:Reconozcamos pues el vigor y hasta la violencia de
la concepción clásica de la modernidad. Esta
concepción fue revolucionaria, como toda apelación
a la liberación, como todo repudio de compromiso con las
formas tradicionales de organización social y de creencia
cultural. Hay que crear un nuevo mundo y un hombre nuevo
volviendo las espaldas al pasado, a la Edad Media, y
tornando a encontrar en los antiguos la confianza en la
razón sin dejar de dar una importancia central al trabajo,
a la organización de la producción, a la libertad
de los intercambios mercantiles y a la impersonalizada de las
leyes. Desencanto, secularización, racionalización,
autoridad
racional legal, ética de
la responsabilidad: los conceptos de Max Weber, que han
llegado a ser clásicos, definen perfectamente esta
modernidad… En la sociología de Max Weber se
amplía la concepción de un pujante ascenso de la
modernidad, racionalización y secularización, que
destruye todo lo referente a esencias, pertenencias y creencias.
Esta idea expone la concepción clásica de la
modernidad. Es decir, la lucha histórica de las luces
contra la tradición y del racionalismo instrumental contra
la expresividad comunitaria. Así los conceptos clave de la
sociología de Max Weber
(desencanto, secularización, racionalización,
autoridad racional legal, ética de la responsabilidad) precisan o aclaran esa
concepción clásica de la modernidad que domino a
Europa y después al conjunto del mundo occidentalizado.
Con respecto, a la modernidad desde la visión de Weber,
Albrecht Wellmer dice lo siguiente: Weber continúa, de
algún modo, la tradición de sus predecesores del
siglo XIX cuando analiza la transición hacía la
modernidad como un proceso de racionalización; un proceso
de racionalización, sin embargo, en el que las ciencias
sociales están destinadas a jugar un papel cada vez
más importante. Al mismo tiempo, a través de su
análisis de los correlatos institucionales de
racionalización progresiva -economía capitalista,
burocracia y
ciencia empírica profesionalizada-, demuestra que la
"racionalización" de la sociedad no lleva ninguna
perspectiva utópica, sino que parece que conduce
más bien a un encarcelamiento en aumento del hombre
moderno en sistemas deshumanizados de un nuevo tipo… El
sociólogo alemán Max Weber presentó el
proceso de racionalización del mundo hacía la
modernidad como la institucionalización de la racionalidad
instrumental carente de su trasfondo normativo en los sistemas
económicos y administrativo (su tesis sobre la
pérdida de libertad) y como la división de una
concepción del mundo centrada en la religión en
tres esferas contrapuestas de valores:
moralidad, ciencia, y arte (su tesis sobre la
pérdida de significado). El proceso de
racionalización del mundo se inicia para Weber con la
racionalización cultural de las visiones del mundo
religiosas. El sociólogo alemán, J. Habermas dice
lo siguiente: En un análisis de la actualidad Weber se
atiene más que en ninguna otra parte a la perspectiva
teórica desde la que la modernización se presenta
como una prosecución del proceso histórico
universal de desencantamiento. La diferenciación de
esferas culturales de valor autónomas, que es importante
para la fase de nacimiento del capitalismo, y la
independización de los sistemas de acción racional
con arreglo a fines, que caracteriza desde el siglo XVIII al
desarrollo de la sociedad capitalista, son las dos tendencias que
Weber funde en una crítica de la actualidad de tono
existencialista e individualista. El primer componente puede
expresarse en la tesis de la pérdida de sentido y el
segundo en la tesis de la pérdida de libertad. El
sociólogo alemán, Habermas hace una división
del diagnóstico weberiano en las tesis de la
pérdida de sentido y la pérdida de libertad del
individuo en la modernidad. En tanto la primera hace referencia
principalmente a la racionalización cultural -el retiro de
la ética a un ámbito irracional y su
contradicción con las órdenes y esferas de valor
del mundo y la incompatibilidad de esferas de valor-; la segunda
está formulada en relación a la
racionalización social que es el monopolio de
la racionalidad formal como única forma de racionalidad
posible para organizar la vida social y a su
institucionalización en la economía de mercado,
el Estado
racional – legal y en el derecho formal moderno. El
sociólogo alemán, Habermas sigue diciendo: Bajo la
rúbrica de "nuevo politeísmo" Weber expresa la
tesis de la pérdida de sentido. En ella se refleja la
experiencia del nihilismo, típica de su generación,
que Nietzsche
había dramatizado de forma tan impresionante. Pero
más original que la teoría
es la fundamentación que le da Weber recurriendo a una
dialéctica que supuestamente está ya contenida en
el propio proceso de desencantamiento vehiculado por la historia
de las religiones,
esto es, en el proceso mismo de alumbramiento de las estructuras
de conciencia modernas: la se disocia en una pluralidad de
esferas de valor destruyendo su propia universalidad. Esta
pérdida de sentido la interpreta Weber como el
desafío existencial ante que se ve el individuo de
reconstruir en el ámbito privado de su propia biografía, con el
arrojo que la desesperación produce y con la absurda
esperanza del desesperado, la unidad que ya no cabe reconstruir
en los órdenes de la sociedad. Pues la racionalidad
práctica, que liga racionalmente con arreglo a valores las
orientaciones de acción racionales con arreglo a fines
dotándolas así de cimentación, sólo
puede encontrar ya su lugar, si no en el carisma de nuevos
dirigentes, en la
personalidad del individuo solitario; al propio tiempo, esta
autonomía interior, una autonomía que es menester
afirmar heroicamente, está amenazada porque dentro de la
sociedad moderna ya no se encuentra ningún orden
legítimo capaz de garantizar la reproducción cultural de las
correspondientes orientaciones valorativas y de las
correspondientes disposiciones a la acción. Para Weber, la
llamada pérdida del sentido se basa en que la
racionalización de las visiones del mundo centradas en una
ética de salvación implicó una
fragmentación de la cultura en las esferas
científicas, moral y estético–expresivas.
Puesto que Weber entendió que los ordenes del mundo
(economía, política, ciencia), eran
irreconciliables con una ética de convicción basada
en principios, la moral
debía pasar a ser confinada al ámbito privado y el
individuo aislado y heroico debía decidir a cual de los
dioses se entregaba. A la ética de convicción
privatizada e incapaz de resolver cuestiones públicas,
Weber opone una ética de responsabilidad desencantada
incapaz de dirimir en última instancia sobre cuestiones
práctico-morales contrapuestas: los valores
esenciales y más sublimes se han retirado de la vida
pública. Con la moral
privatizada, la cultura pasa a ser interpretada a través
de las otras esferas dos esferas de valor, la
cognitiva-instrumental y la estético-expresiva, que son
también para Weber irreductibles. Es así que, la
cultura moderna pasa a ser una cultura dominada por especialistas
sin espíritu y por sensualistas sin corazón.
En lo que respecta, a la visión weberiana de la
pérdida de libertad del individuo en la modernidad,
Richard J. Bernstein dice lo siguiente: Weber sostenía que
la esperanza y expectativa de los pensadores de la
Ilustración eran una ilusión amarga e
irónica. Estos mantenían una conexión
necesaria y fuerte entre el crecimiento de la ciencia, la
racionalidad, y la libertad humana universal. Pero una vez
desenmascarado y comprendido, el legado de la Ilustración
fue el de la Zweckrationalität -de la racionalidad
instrumental- deliberada. Esta forma de racionalidad afecta e
infecta todo el campo de la vida social y cultural abarcando las
estructuras económicas, la ley, la
administración burocrática, e incluso las
artes. El crecimiento de la Zweckrationalität no conduce a
la realización concreta de la libertad universal, sino a
la creación de una "jaula de hierro" de la
racionalidad burocrática de la que no hay modo de escapar.
Es así que, para Weber, el sueño de la
Ilustración (de que hubiera un fuerte vínculo entre
el crecimiento de la ciencia, la racionalidad, y la libertad
humana universal) en los hechos no pasó de ser un lindo
sueño propio de una noche de verano o peor aún se
metamorfosea en la pesadilla infernal de la jaula de hierro de una
sociedad en que sus fundamentales sistemas de organización
como la burocracia, el
derecho moderno y la empresa
capitalista, se encuentran dirigidos por una racionalidad
estrictamente técnica, ante la cual, cualquier tipo de
pautas ajenas a la misma se las entiende como utópicas y
atentatorias contra su propia eficacia. Dado este panorama, Weber
no consideró, que una sociedad socialista fuera realmente
una alternativa radical a la "jaula de hierro" de la racionalidad
burocrática imperante en el capitalismo. En
relación con este tema, Reinhard Bendix nos dice lo
siguiente: A quienes confiaban en que una futura sociedad
socialista obraría una transformación radical,
Weber les advertía que, en una sociedad planificada
centralmente, las tendencias burocráticas
alcanzarían un nivel más alto aún. La
división del trabajo y el empleo de
aptitudes especializadas, en la administración, aumentarían hasta
tal punto que cabía vislumbrar como remate una "dictadura de
los burócratas", más verosímil que la
"dictadura del
proletariado".Para Weber, la sociedad socialista no sería
una alternativa radical a la "jaula de hierro" de la racionalidad
burocrática, dado que la misma, al ser una sociedad
planificada centralmente, la organización
burocrática sería omnímoda y
omnipotente. Es decir, la sociedad socialista, para Weber,
podía ser solo el triunfo multiplicado de la "jaula de
hierro" de la racionalidad burocrática. La "dictadura de
los burócratas ". Finalmente, R. Bendix nos dice:
Preocupó a Weber, desde el principio hasta el fin de su
carrera, la evolución del racionalismo en la
civilización de Occidente. El estudio de toda una vida no
solo le reveló la complejidad de sus antecedentes, sino el
carácter precario de sus logros. Él
demostró, por encima de toda duda, que una profunda
adhesión a la causa de la razón y la libertad
habría orientado la elección del tema; su
investigación demostró, también por encima
de toda duda, que la razón y la libertad estaban
amenazadas en el mundo occidental. Weber fue un
contemporáneo de Freud, que
dedicó el trabajo de toda su vida a salvaguardar la
razón del hombre, después de haber sondeado hasta
el fondo el abismo de su irracionalidad. Weber, por su parte,
procuró salvaguardar la herencia de la
Ilustración, después de haber explorado ampliamente
las condiciones históricas anteriores a esa herencia. Tal
exploración creó en él una conciencia
trágica del peligro. Cuando le preguntaban el
propósito de su investigación erudita,
respondía: "Quiero ver cuánto puedo soportar ".En
el diagnóstico que hace Weber de la modernidad
en Occidente manifiesta una visión pesimista en lo que
hace a la marcha de la misma. Dado que, para el sociólogo
alemán, la racionalización del mundo moderno no
conduce a hacer realidad en la sociedad la vinculación
entre el crecimiento de la ciencia, la racionalidad y la libertad
humana universal, sino a que la vida humana se mecanice
careciendo así de significado y libertad.
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