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Memoria final




Enviado por augustobatista



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    Memoria final

    Controversia
    sobre el
    Concepto de
    Racionalidad Organizacional en la Racionalidad Burocrática
    y en la Racionalidad Relativa
    de Michel Crozier

    1. Resumen
    2. Contextos
      Históricos
    3. Referencias
      Teóricas
    4. Análisis
      Comparativo
    5. Bibliografía

    Resumen En la controversia sobre el
    concepto de
    racionalidad organizacional ( centrado en los conceptos de
    organización y poder ) en la
    racionalidad burocràtica y en la racionalidad relativa de
    Michel Crozier, hay diferencias entre una y otra racionalidad, en
    lo que se refiere a la
    organización, a la forma de considerar el
    funcionamiento de una organización, en la cuestión de la
    integración de las conductas de los
    individuos en la organizaciòn, como tambièn, en la
    visiòn del poder y
    finalmente en la cuestión de el poder o los poderes
    emanados de la
    organización.

    Introducción

    Esta memoria tiene por
    objeto las formas con que se entienden los conceptos de
    organización y de poder según la racionalidad
    burocrática y la racionalidad relativa de Michel Crozier.
    El objetivo que
    me planteo en ella es evidenciar similitudes y diferencias entre
    ambas concepcionesl

    El orden a cumplir el mencionado objetivo,
    el trabajo
    comprende tres capítulos. El primero analiza las características de la modernidad y, en
    su seno, de la racionalidad en Europa
    occidental, desde la llamada etapa renacentista hasta el siglo
    XIX. Sobre este telón de fondo, se presenta la
    visión weberiana del proceso de
    modernización del mundo occidental y el contexto
    histórico en el cual surgió y se desarrolló
    lo que Crozier llama "análisis organizacional".

    En el segundo capítulo, se exponen las
    referencias teóricas de la racionalidad burocrática
    y de la racionalidad relativa de Crozier en lo que hace a los
    conceptos de organización y poder.

    El tercer capítulo recoge un análisis comparativo entre una y otra
    racionalidad con relación a las visiones que sustentan
    cada una acerca de la organización y el poder.

    Por último, se exponen las conclusiones de todo
    el trabajo,
    que ha consistido en una lectura
    crítica y comparativa de la producción pertinente de Max Weber y de
    Michel Crozier, asistida por la consideración de algunas
    entre sus mejores comentaristas. De estas fuentes se da
    cuenta en la Bibliografía.

    Capítulo I Contextos
    Históricos
    Modernidad y racionalidad en Europa
    Occidental

    El lapso entre 1715 y la Revolución
    Francesa en el siglo XVIII ha recibido varios nombres, que
    intentan resumir el espíritu de la época: Siglo de
    las Luces, Edad de la Razón. En esta etapa
    histórica se produjo un amplio y radical proceso de
    renovación intelectual y transformación de las
    mentalidades que, partiendo de Europa occidental,
    determinó el desarrollo de
    la historia
    posterior de los demás continentes incluido entre ellos
    América
    Latina. En los orígenes del movimiento de
    la
    Ilustración hay que situar una actitud de
    duda ante las certezas tradicionales y el valor
    primordial atribuido a la razón, considerada como
    único criterio de juicio: una razón que pretende
    someter toda la realidad a su propia matriz, sin
    limitaciones ni prejuicios. De este ilimitado despliegue de la
    razón crítica brotó la gran floración
    de la cultura
    ilustrada, producto y
    consecuencia de un largo proceso de transformación de la
    conciencia
    europea, que alcanzó los más diversos campos del
    saber y fue acompañada —y condicionada, a su
    vez— por una transformación no menos radical de las
    estructuras
    sociales y económicas. Si la actitud
    más característica de la Ilustración fue la crítica de las
    tradiciones y de la autoridad en
    nombre de la pura razón humana y de su capacidad para
    explicar toda la realidad, sin necesidad de recurrir a mitos,
    leyendas ni
    supersticiones, ello fue sin duda resultado de una larga
    preparación: sus orígenes se remontan al pensamiento
    filosófico, científico del siglo XVII, si no ya a
    la llamada etapa renacentista. Con respecto a esta importante
    etapa de la historia europea Ernesto
    Sábato dice:En suma, si por Renacimiento
    consideramos no el mero, estrecho y falso concepto de los
    humanistas sino el comienzo de los tiempos modernos, hay que
    tomarlo como el despertar del hombre profano
    pero en un mundo profundamente transformado por lo gótico
    y lo cristiano. Como una civilización que
    simultáneamente produce palacios en estilo antiguo y
    catedrales góticas, pequeños burgueses
    anticlericales como Valla y espíritus religiosos como
    Miguel Ángel, literatura realista y
    satírica como Boccaccio y un vasto drama cristiano como La
    Divina Comedia. En el Renacimiento
    se inician los tiempos modernos. Es el abrir de ojos del hombre
    irrespetuoso de lo sagrado pero en un mundo donde lo
    gótico y lo cristiano dejaron una honda huella en la
    historia europea. El mismo como parte importante de la historia
    europea, y particularmente italiana, estuvo pautado por una
    diversidad de propuestas arquitectónicas (palacios en
    estilo antiguo y catedrales góticas) y literarias (la
    literatura
    realista y satírica como Boccaccio y un profundo drama
    cristiano como La Divina Comedia). En otras palabras, el Renacimiento
    fue un complejo jardín en el cual convivieron
    contradictoriamente flores profanas con aquellas de origen
    cristiano. A su vez, en la Europa del siglo XVII se manifestaron
    adelantos científicos (el francés Descartes, el
    italiano Galileo, el holandés Huygens y el inglés
    Newton) e
    importantes creaciones artísticas en sus diferentes ramas.
    En la Europa del siglo XVII el filósofo Descartes es
    el que plantea que en el
    conocimiento no son las sensaciones, sino la razón la
    que desempeña el papel
    principal. Por consiguiente es partidario del racionalismo,
    doctrina que sostiene la primacía de la razón en el
    proceso cognoscitivo, la independencia
    de la razón respecto de las percepciones sensoriales. El
    filósofo francés reserva un lugar excepcional a la
    deducción. Para él son los axiomas las
    proposiciones de arranque de toda la ciencia. En
    la cadena lógica
    de la deducción que sigue a los axiomas, cada
    eslabón es también cierto. Mas para tener una
    representación clara y distinta de toda la cadena de
    eslabones de la deducción, se precisa una fuerza de
    memoria
    indefectible. Por ello, los principios
    evidentes o intuiciones tienen preferencia sobre los
    razonamientos de la deducción. Pertrechada con los
    medios ciertos
    de pensar -la intuición y la deducción-, la
    razón no puede lograr un conocimiento
    verdadero en todas las esferas sino en el caso que se guíe
    por un método
    cierto. Sobre estas premisas del racionalismo
    erige Descartes su doctrina metodológica, que expone en
    Discursos del
    Método,
    obra publicada en 1637. Con su método centrado en el
    empleo de la
    duda metódica, Descartes había inaugurado una
    manera diferente de situarse ante la realidad, una
    concepción de la filosofía y de la ciencia como
    no dependientes de ningún presupuesto
    teológico, sino perfectamente autónomas, guiadas
    solamente por el espíritu crítico: es decir,
    había separado la religión de la
    filosofía.Esta separación no tardó en
    resolverse en un ataque, más o menos violento, de la
    filosofía contra la religión; o
    más precisamente, del espíritu crítico
    contra las verdades dogmáticas y tradicionales. La
    herencia de
    Descartes, y sobre todo sus reglas y su método del buen
    filosofar, influyeron en diversa medida en personalidades de lo
    más variado, desde Spinoza a Locke y Bayle. Razón
    crítica y ciencia
    experimental: éstos fueron los dos instrumentos
    principales con que la cultura, en el
    siglo XVII y después en el XVIII, había comenzado a
    hacer palanca para derribar no sólo las verdades y
    concepciones tradicionales, difundidas por hábito y
    educación,
    sino el modo mismo de concebir el
    conocimiento y la indagación de la realidad, en un
    esfuerzo constante por sustituir con explicaciones racionales las
    creencias basadas en lo sobrenatural, lo misterioso o lo
    fantástico. En el siglo XVIII, el llamado Siglo de las
    Luces, se manifiesta la onda expansiva generada por la Revolución
    Inglesa fundamentalmente la de 1688 y su Declaración de
    Derechos;
    la
    Ilustración francesa; los comienzos de la Revolución
    Industrial; el pensamiento
    económico liberal y la Ilustración alemana. En primer lugar, la
    onda expansiva generada por la Revolución Inglesa
    fundamentalmente la de 1688 y su Declaración de Derechos (que daban el
    triunfo al principio de la soberanía del pueblo proclamada en 1649),
    su sistema
    político y el ordenamiento constitucional salido de la
    misma, fue fuente de inspiración para el resto de Europa
    particularmente para Francia;
    además de la filosofía política de John Locke y
    la física y
    la mecánica de Newton. En
    segundo lugar, la Ilustración francesa. El fin de los
    ilustrados franceses era criticar la ideología feudal, las supersticiones
    religiosas y combatir por la tolerancia en
    materia de
    creencias, por la libertad de
    pensamiento científico y filosófico, por la
    razón y contra la fe, por la ciencia y
    contra la mística, por la libertad de
    investigación y contra su estrangulamiento
    en nombre de las autoridades particularmente religiosas, por la
    crítica y contra la apología. Los ilustrados
    franceses establecen la obligación de elegir entre la
    libertad desacralizadora y la total sumisión a los
    dogmatismos de la Iglesia
    Católica; entre el conocimiento
    científico y la fe religiosa. El racionalismo
    experimental, el empirismo, la
    confianza en la ciencia determinaron nuevas actitudes
    respecto a la religión, la sociedad y la
    política.
    En general, la renuncia y la crítica de las verdades
    metafísicas o absolutas eran expresión de una
    tendencia al relativismo y a la admisión de que la verdad
    cambia con el paso del tiempo y la
    diversidad de lugares, si bien en muchos casos los ilustrados
    franceses acabaron sustituyendo los antiguos dogmas religiosos
    con una nueva dogmática, basada precisamente en la
    razón, entendida como universalmente válida, o en
    la naturaleza,
    considerada inmutable y regida por leyes fijas. El
    progreso científico resultaba, para los ilustrados
    franceses, en cualquier caso, progreso de la verdad y de la
    felicidad. Se estaba así afianzando la convicción
    de que la ciencia estaba destinada a ocupar el puesto de la
    religión y de la filosofía para enseñar a
    los hombres la virtud y convertir la tierra en
    un paraíso. Los ilustrados franceses promocionaron una
    nueva interpretación de la historia, basada en una doble
    exigencia que era la aplicación de los supremos criterios
    de la razón al pasado y la cuidadosa investigación de las fuentes, es
    decir, del documento histórico. En realidad estas dos
    exigencias no eran fáciles de conciliar, ya que la primera
    podía conducir a emitir sobre el pasado unos juicios de
    condena inapelable, mientras que la segunda requería una
    paciente obra de estudio de las fuentes, respetuosa del pasado y
    de sus tradiciones. Sin embargo, había un elemento que
    sustentaba y en cierto modo conjugaba ambas exigencias que era
    fundamentalmente la concepción de progreso, como gradual
    conquista de modos de vida más razonables, como paulatino
    triunfo de las verdades sobre las tinieblas de la
    superstición y de la ignorancia. Este fundamental
    optimismo, que veía en la historia una línea
    ascendente, permitía invertir la vieja idea de una
    primitiva edad de oro o de un paraíso perdido, es decir,
    de la superioridad de los antiguos sobre los modernos, para
    afirmar otra concepción del desarrollo
    humano como paso, fatigoso y dramático, a unas formas de
    civilización cada vez más perfeccionados. De ello
    deriva una profunda convicción sobre la superioridad de
    los modernos respecto a los antiguos y, por consiguiente, el
    derecho de los modernos a juzgar el pasado. El interés
    hacia la problemática política fue algo primordial
    en toda la cultura ilustrada francesa, al menos en el sentido de
    que el principal impulso del pensamiento ilustrado fue el deseo
    de una organización mejor de la sociedad,
    más acorde con los nuevos ideales de justicia,
    libertad y humanidad y con el desarrollo de las ciencias y las
    técnicas. Es así que, en el campo
    político, la Ilustración francesa se expresó
    en formas originales mediante análisis empíricos
    sobre la vida social, la legislación, los sistemas fiscales
    y los ordenamientos civiles, sin perder de vista, naturalmente,
    la gran meta, que era esencialmente la construcción de una sociedad presidida por
    la razón. De ello derivaba para todos los Ilustrados
    franceses un particular interés
    hacia la legislación, es decir, hacia una
    concepción de la ley como momento
    supremo de igualdad entre
    los ciudadanos y máximo instrumento para la
    eliminación de las arbitrariedades y los privilegios.
    Aquella inspiración común racionalizante dejaba
    amplios márgenes, sin embargo, para una multiplicidad de
    posiciones sobre cada uno de los temas específicos. En
    especial, ante el problema del poder y del gobierno, el
    pensamiento político ilustrado francés
    ofreció tres soluciones
    diferentes: la primera, liberal-aristocrática; la segunda,
    despotismo ilustrado y la tercera, democrática. Sus
    respectivos representantes fueron Montesquieu,
    Voltaire y
    Rousseau. En
    tercer lugar, los comienzos de la Revolución
    Industrial. Una serie de circunstancias favorables
    originó en la Gran Bretaña del siglo XVIII el
    fenómeno de la primera "revolución industrial", que
    en los siglos siguientes caracterizaría toda la
    época contemporánea. Los factores que determinaron
    dicha revolución fueron, principalmente, el crecimiento de
    la población, la abundancia de mano de obra,
    la amplia disponibilidad de capitales y, en fin, toda una serie
    de perfeccionamientos técnicos, que inauguraron la era de
    las máquinas,
    capaces de explotar fuentes naturales de energía, en
    sustitución o como complemento de la energía humana
    o animal. Tampoco debe olvidarse la difusión de una
    cultura y una mentalidad empírica y pragmáticas,
    especialmente favorables al perfeccionamiento de los instrumentos
    y de los sistemas de
    producción. La revolución
    industrial generó importantes consecuencias en el
    plano social y económico. Los nuevos métodos
    suponían la neta separación entre la propiedad de
    los medios de
    producción y la fuerza de
    trabajo. Ello comenzó a determinar la crisis de las
    clases artesanales y la formación de un proletario
    incipiente a merced de los empresarios, por lo general mal pagado
    y obligado a horarios extenuantes. El uso de las máquinas
    introdujo la explotación de la mano de obra femenina e
    infantil, eliminando la necesidad de la especialización.
    En cuarto lugar, el pensamiento liberal, la total mutación
    de perspectivas económicas corresponde a las profundas
    transformaciones agrícolas y a los comienzos de la
    revolución industrial en Gran Bretaña, fue
    acompañada durante el siglo XVIII por un notable auge del
    pensamiento económico, que se orientó hacia la
    superación del mercantilismo,
    doctrina dominante durante todo el siglo anterior. Tanto la
    escuela
    fisiocrática, de origen francés como la llamada
    escuela
    económica clásica surgida en Gran Bretaña,
    se caracterizaron por una decidida reacción contra las
    teorías
    favorables al control estatal,
    contra la identificación de la riqueza de los estados con
    los metales preciosos
    acumulados y contra el proteccionismo y las trabas aduaneras. En
    la base de las nuevas doctrinas, preferentemente liberales, se
    hallaba la convicción -común al pensamiento
    ilustrado- de que era preciso defender el orden natural sin
    intervenciones artificiosas y arbitrarias; ni siquiera en
    economía,
    y la suposición optimista de que la utilidad del
    individuo debía redundar necesariamente en favor de la
    colectividad, aumentando el bienestar y las riquezas generales.
    En quinto lugar, la Ilustración alemana. La misma,
    también combate por la razón y por una
    filosofía apoyada en la razón; intenta
    también resolver el conflicto
    entre fe y razón en favor de esta última y defiende
    el derecho a la crítica científica de cuestiones
    juzgadas hasta entonces de exclusiva competencia de la
    religión. Pero, la ilustración alemana, más
    que arrancar a la religión derechos en favor de la
    razón busca la avenencia entre el saber y la fe, entre la
    ciencia y la religión. Es en este sentido, que su objetivo
    fundamental es una pedagogía de la razón crítica
    dentro de las categorías éticas. La escuela
    más influyente de la filosofía alemana del siglo
    XVIII es la de Christian Wolf, seguidor y divulgador de la
    filosofía idealista de Leibniz. Es así que, desde
    las consecuencias de la Revolución Inglesa pasando por los
    filósofos de la Ilustración en
    Francia como
    en Alemania hasta
    los comienzos de la Revolución Industrial y el pensamiento
    económico de cuño liberal; son cada uno ellos
    partes que componen el abanico histórico del que fue
    llamado Siglo de las Luces en el cual se elaboró un
    proyecto de
    modernidad
    emancipador de la sociedad. Con relación a esto
    último, Jürgen Habermas dice lo siguiente: El
    proyecto de
    modernidad formulado por los filósofos del iluminismo en el siglo XVIII
    se basaba en el desarrollo de una ciencia objetiva, una moral
    universal, una ley y un arte
    autónomos y regulados por lógicas propias. Al mismo
    tiempo, este
    proyecto intentaba liberar el potencial cognitivo de cada una de
    estas esferas de toda forma esotérica. Deseaban emplear
    esta acumulación de cultura especializada en el
    enriquecimiento de la vida diaria, es decir en la
    organización racional de la cotidianeidad social. Para el
    sociólogo alemán, el proyecto de modernidad
    formulado por los filósofos del iluminismo del siglo XVIII
    se centraba en el desarrollo de una ciencia objetiva, una
    moral
    universal, una ley y la expansión de un arte
    autónomos como autorregulados; además este proyecto
    procuraba a la vez liberar el potencial cognitivo de cada una de
    estas esferas de toda forma esotérica y pretendían
    emplear esta acumulación de cultura especializada para
    hacer de la vida diaria una experiencia multicolor, es decir en
    la organización racional del diario vivir social. Habermas
    sigue diciendo:Los filósofos del iluminismo, como
    Condorcet por ejemplo, todavía tenían la
    extravagante esperanza de que las artes y las ciencias iban
    a promover no sólo el control de las
    fuerzas naturales sino también la comprensión del
    mundo y del individuo, el progreso moral, la justicia de
    las instituciones
    y la felicidad de los hombres. Los filósofos iluministas
    en su proyecto de modernidad, particularmente Condorcet, le
    adjudicaron a las artes y a las ciencias un status-rol de
    "grandes" impulsores tanto del control de las fuerzas naturales
    como de la comprensión del mundo y del individuo, el
    progreso moral, la justicia de las instituciones
    y la felicidad de los hombres. En otras palabras, las artes y las
    ciencias en el proyecto de modernidad de los iluministas tienen
    el papel de ser
    los animadores centrales, fundamentalmente en lo que hace al
    entendimiento de todo aquello que sea mejoramiento moral,
    justicia institucional y alegría de vivir del hombre. A su
    vez, en 1789 se produce la Revolución
    Francesa paridora de la llamada Declaración de
    Derechos del Hombre y del Ciudadano. En relación con esto,
    Touraine dice:Del dualismo cartesiano a la idea de derecho
    natural, y posteriormente a la obra de Kant, los siglos
    XVII y XVIII, a pesar de la fuerza creciente del naturalismo y
    del empirismo que
    anuncian el cientificismo y el positivismo
    del siglo XIX, están fuertemente marcados en el plano
    intelectual por la secularización del pensamiento
    cristiano, por la transformación del sujeto divino en un
    sujeto humano, que está cada vez menos absorto en la
    contemplación de un ser cada vez más oculto, y se
    convierte en un actor, en un trabajador y en una conciencia moral.
    Este período culmina en un gran texto: la
    Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano,
    votada por la Asamblea Nacional el 26 de agosto de 1789. Su
    influencia sobrepasó la influencia de las declaraciones
    norteamericanas y su sentido es muy diferente del sentido del
    Bill of Rights inglés
    de 1689. Si el texto de la
    declaración es grande, esto no se debe solamente a que
    proclama principios que
    están en contradicción con los de la monarquía absoluta que en este sentido son
    revolucionarios, sino también a que marca el fin de
    los debates de dos siglos y otorga una expresión universal
    a esa idea de los derechos del hombre que contradice la idea
    revolucionaria. La declaración francesa de los derechos se
    sitúa en el punto de transición entre un
    período que estuvo dominado por el pensamiento
    inglés y el período de las revoluciones sometido al
    modelo
    político francés y el pensamiento alemán.
    Esa declaración es el último texto que proclama en
    el escenario público la doble naturaleza de la
    modernidad, construida a la vez de racionalización y de
    subjetivación, antes de que triunfen, durante un largo
    siglo, el historicismo y su monismo. Con la Declaración de
    los Derechos del Hombre y del Ciudadano, para el sociólogo
    francés, se cierra un capítulo importante de la
    historia europea como lo fue el de los siglos XVII y XVIII y el
    texto de la importante Declaración pone de manifiesto de
    manera pública las dos caras de la modernidad, edificada a
    la vez de racionalización y de subjetivación. Alain
    Touraine nos sigue diciendo: Las revoluciones que eliminan la
    monarquía absoluta de Inglaterra de las
    antiguas colonias inglesas convertidas en los Estados Unidos de
    América
    y la monarquía absoluta de Francia se han definido, pues,
    atendiendo a la influencia del pensamiento de la
    Ilustración y del dualismo cristiano y cartesiano. El
    individualismo burgués, que habrá de sobrevivir a
    este período, combinó la conciencia del sujeto
    personal con
    el triunfo de la razón instrumental, el pensamiento moral
    con el empirismo científico y la creación de la
    ciencia económica, como ocurre con Adam Smith. La
    revolución francesa como revolución
    antimonárquica estuvo bajo el influjo del pensamiento de
    la Ilustración y del dualismo cristiano y cartesiano. A su
    vez, el individualismo burgués (que se manifiesta en la
    anteriormente señalada Declaración de 1789),
    hermanó la defensa de los derechos del hombre con el
    triunfo de la razón instrumental. Finalmente, Alain
    Touraine nos dice lo siguiente: Esto no ocurre todavía en
    el siglo XVIII, tanto predomina en él la lucha contra las
    tradiciones y los privilegios del Antiguo Régimen, antes
    de que las convulsiones producidas por la Revolución
    Francesa, el Imperio Napoleónico y la Revolución
    Industrial procedente de Gran Bretaña susciten la crisis
    romántica que pondrá fin a la firmada identidad de
    la experiencia interior y de la razón instrumental. Por
    eso la Declaración de los Derechos del Hombre es burguesa
    y al mismo tiempo defensora del derecho
    natural; su individualismo es afirmación del capitalismo y
    al mismo tiempo resistencia de la
    conciencia moral al poder del príncipe. Creación
    suprema de la moderna filosofía política, la
    Declaración de los derechos contiene ya en sí las
    contradicciones que van a desgarrar la sociedad industrial. En
    1789 la lucha en Francia se centraba en abatir al Antiguo
    Régimen (la Monarquía absoluta) y todos sus
    privilegios feudales; esto hace que la Declaración de los
    Derechos del Hombre tenga la condición de ser burguesa y a
    la vez defensora del derecho natural (derecho innato); su
    individualismo es afirmación del capitalismo y
    a la vez resistencia de la
    conciencia moral al poder del príncipe. A su vez, la
    Declaración de 1789 alberga en su vientre las
    contradicciones que se manifestarán abiertamente en la
    sociedad industrial. El siglo XIX, en Europa es la época
    de la llamada Restauración, de las oleadas revolucionarias
    basadas en el liberalismo
    político como en el nacionalismo,
    de la revolución industrial y de la cuestión
    obrera. La época que, contraponiéndose a la de la
    revolución suele llamarse de la restauración,
    responde a dos orientaciones antagónicas: una, mirando
    hacia el pasado, se nutría de la utopía de un
    regreso puro y simple al mundo existente antes de 1789; la otra
    era consciente de las profundas e irreversibles transformaciones
    acaecidas en el cuarto de siglo. La reposición de las
    dinastías "legítimas" no impidió que
    surgiese y se afirmase en los pueblos la idea de nación,
    como consecuencia a la vez que reacción ante el
    expansionismo francés. Desde una primera confusa
    conciencia nacional alimentada por el culto romántico a la
    tradición popular, la idea se transformó
    progresivamente en una verdadera doctrina, pronto conectada con
    una corriente de pensamiento, el liberalismo.
    Estas dos directrices conviven no sólo en Francia, sino en
    toda Europa. La restauración no partía de un
    panorama uniforme por lo que hace a la estructura
    social y económica. La base social y productiva de Europa
    era todavía la tierra; pero
    el sistema
    económico revelaba los síntomas de un
    desequilibrio, debido a la rapidez de las transformaciones
    producidas por la revolución industrial, que había
    empezado a extenderse desde Gran Bretaña a Francia y a los
    Estados continentales, implicando un clima
    político y cultural contrario al Antiguo Régimen, e
    inspirado en un nuevo espíritu comercial y en la
    exaltación de las profesiones liberales. La
    reglamentación corporativa de las actividades productivas
    era incompatible con la lógica
    de la revolución industrial, que obedecía a las
    leyes del
    mercado y de la
    libre competencia. Las
    nuevas formas de organización económica originaron
    un creciente proletariado urbano con necesidades y aspiraciones
    también nuevas. La dinámica del sistema productivo, con sus
    frecuentes fluctuaciones en los precios y en
    la productividad,
    tuvo consecuencias negativas para las clases más bajas,
    menos protegidas, y contribuyó a hacer madurar un clima propicio a
    las explosiones revolucionarias. Es así que, en los
    últimos treinta años del siglo XIX en Europa, el
    desarrollo de la producción industrial, que había
    comenzado en el período de las guerras
    liberales y nacionales, alcanzó niveles nunca conocidos
    hasta entonces. En el origen de dicho desarrollo hay que buscar
    la cooperación de la industria, la
    tecnología
    y la ciencia, lo que permitió aplicar numerosos
    descubrimientos en el campo de la metalurgia,
    conduciendo al nacimiento de la industria
    química.
    En otras palabras, la Europa del siglo XIX experimenta un
    rápido proceso de modernización económica,
    que a su vez genera una importante consecuencia en el terreno
    intelectual. Con relación a esto último, A.
    Touraine dice:La Modernización Económica acelerada
    tuvo como principal consecuencia transformar los principios del
    pensamiento racional en objetivos
    sociales y políticos generales. Si los dirigentes
    políticos y los pensadores sociales de los siglos XVII y
    XVIII reflexionaban sobre el orden, la paz y la libertad en la
    sociedad, ahora, durante un largo siglo XlX, que se
    prolongó a buena parte del siglo XX, los pensadores
    transforman una ley natural en voluntad colectiva. El concepto de
    progreso es el que mejor representa esta politización de
    la filosofía de la Ilustración. Ya no se trata
    simplemente de permitir que avance la razón apartando lo
    que pueda ser un obstáculo a su marcha; hay que querer y
    amar la modernidad, hay que organizar una sociedad creadora de
    modernidad, una sociedad automotora. El acelerado proceso de
    modernización económica que experimentó
    Europa en el siglo XIX tuvo como principal derivación la
    modificación de los principios del pensamiento racional en
    objetivos
    sociales y políticos generales. Es así que, a
    diferencia de los dirigentes políticos y pensadores
    sociales de los siglos XVII y XVIII que meditaban sobre el orden,
    la paz y la libertad en la sociedad, los pensadores en el siglo
    XIX modifican una ley natural en decisión colectiva. Es en
    este sentido, que el concepto de progreso es el que mejor encarna
    esta politización de la filosofía de la
    Ilustración. Es entonces, que ya no es para nada
    suficiente con dejar que se desarrolle la razón
    limitándose a cortar y a sacar toda aquella "maleza" que
    frene su gran marcha triunfal; ahora esencialmente además
    de idolatrar a la modernidad hay que tener la inmensa voluntad
    política de estructurar una sociedad hacedora de
    modernidad. Es decir, una sociedad que se mueva a sí misma
    constantemente que mire hacia el futuro siempre luminoso. Alain
    Touraine sigue diciendo: Condorcet contaba con los progresos del
    espíritu humano para asegurar la felicidad de todos; en el
    siglo XIX, la movilización social y política y la
    voluntad de felicidad son las que obran como motores del
    progreso industrial. Hay que trabajar, hay que organizarse e
    invertir para crear una sociedad técnica generadora de
    abundancia y de libertad. La modernidad era antes una idea, ahora
    se convierte por añadidura en una voluntad, sin que se
    rompa el lazo entre la acción de los hombres y las leyes
    de la naturaleza y de la historia, todo lo cual asegura una
    continuidad fundamental entre el Siglo de las Luces y la era del
    progreso. En el siglo XIX, la movilización social y
    política y la voluntad de felicidad tienen el status
    – rol de ser los motores del
    progreso industrial. Así, trabajo, organización e
    inversión son las materias primas para la
    fabricación de una sociedad técnica productora de
    abundancia y de libertad. La modernidad en el siglo XVIII era una
    idea, ya en el siglo XIX se transforma por completo en una
    decisión esencialmente política estando firme el
    vínculo entre la acción de los hombres y las leyes
    de la naturaleza y de la historia, asegurando así una
    prolongación fundamental entre el siglo de las Luces y la
    era del progreso. Es en el siglo XIX, donde sobresale el llamado
    pensamiento historicista, este pensamiento asocia la
    modernización con el desarrollo del espíritu
    humano, el triunfo de la razón con el triunfo de la
    libertad, con la creación de la nación
    o con la victoria final de la justicia social. Con respecto a
    este pensamiento A. Touraine dice: El pensamiento historicista en
    todas sus formas está dominado por el concepto de
    totalidad, que remplaza el de institución, tan importante
    en el período anterior. Por eso, la idea de progreso ha
    querido imponer la identidad de
    crecimiento
    económico y de desarrollo nacional. El progreso es la
    formación de una nación entendida como forma
    concreta de la modernidad económica y social, como lo
    indica el concepto, sobre todo alemán, de economía nacional,
    pero también la idea francesa de nación, vinculada
    en el pensamiento republicano y laico con el triunfo de la
    razón sobre la tradición. La ideología escolar de la III
    República, que sólo se desvaneció en la
    segunda mitad del siglo XX, retomó este tema. La
    modernidad no está, pues, separada de la
    modernización, como ocurría en el caso de la
    filosofía de la Ilustración, sino que adquiere una
    importancia mucho mayor en un siglo en el que el progreso ya no
    es únicamente el progreso de las ideas, sino que se
    convierte en el progreso de las formas de producción y de
    trabajo, en las que la industrialización, la
    urbanización y la extensión de la administración
    pública afectan la vida de la mayoría. Es
    así que, la idea de progreso es entendida por parte del
    pensamiento historicista desde el concepto de totalidad, esto
    conduce a que crecimiento
    económico y desarrollo nacional conformen una
    identidad. El progreso es equivalente a la constitución de una nación que a su
    vez es sinónimo de modernidad económica y social,
    como bien lo señala el concepto, muy alemán, de
    economía nacional. A su vez, del lado francés, la
    idea de nación está en el pensamiento republicano y
    laico y se encuentra estrechamente asociada con el triunfo de la
    razón sobre la tradición. La modernidad pasa a
    estar unida a la modernización y esto se manifiesta como
    importante en el siglo XIX debido a que el progreso en este siglo
    se transforma particularmente en el progreso (adelanto) de las
    formas de producción y de trabajo. Es un tiempo, en que la
    industrialización, la urbanización y la
    extensión de la
    administración pública señalan la
    presencia modernizadora que como tal altera el diario vivir de
    las masas. Alain Touraine sigue diciendo: El historicismo afirma
    que el funcionamiento interno de una sociedad se explica por el
    movimiento que
    la lleva hacia la modernidad. Todo problema social es, en
    última instancia, una lucha entre el pasado y el futuro.
    El sentido de la historia es a la vez su dirección y su significación, pues
    la historia tiende al triunfo de la modernidad que es
    complejidad, eficacia,
    diferenciación y, por consiguiente, racionalización
    y también crecimiento de una conciencia que es ella misma
    razón y voluntad y que sustituye la sumisión al
    orden establecido y a las herencias recibidas. Para el
    historicismo, el funcionamiento interno de una sociedad se
    explica esencialmente por el movimiento que la lleva hacia la
    modernidad. Para este pensamiento, todo problema social es en el
    fondo una cruda lucha entre el pasado y el futuro. Es decir,
    entre lo viejo y lo nuevo. A su vez, la historia camina con paso
    seguro y a
    tambor batiente hacia el triunfo de la modernidad. Esta
    última, para el historicismo equivale a complejidad,
    eficacia,
    diferenciación y consecuentemente racionalización y
    además crecimiento de una conciencia que como tal conjuga
    razón y voluntad y que remplaza el sometimiento al statu
    quo y a las herencias recibidas. La transformación de las
    estructuras
    económicas, según los principios liberales, es el
    hecho dominante de la primera mitad del siglo XIX
    fundamentalmente en Inglaterra. Desde
    1830 el orden liberal tiene que enfrentarse a quienes ha reducido
    a la servidumbre económica. Aparece entonces un sistema de
    organización político, social e ideológico
    sustentado en los intereses de la clase obrera como clase social,
    pero que aspira a una visión más amplia y profunda
    que la de los propios sindicatos.
    Así es que comienza a acuñarse el término
    socialismo en
    los medios obreros, como sistema que tiene como principio la
    igualdad de
    los hombres. Para el estudio de este movimiento social es
    imprescindible tener presente la realidad inglesa en los
    años 1830 a 1850. Se terminaba de transitar de un
    régimen aristocrático al estatuto
    democrático, y es en las grandes unidades industriales
    donde el problema social aparece en toda su dimensión. Es
    lógico que el partido liberal agregase las reformas
    sociales a su programa
    político, pero se va a manifestar impotente ante la
    movilización cartista que demanda una
    solución humana a la cuestión obrera. El problema
    obrero es el más importante que se le presenta a
    Inglaterra, siendo el primer país que modifica, en el
    siglo XVIII, su capitalismo comercial en industrial. A esto se le
    suma, el ser el primer país en encarar como algo
    público aquellos problemas que
    aquejan a la masa obrera, hija de la sociedad industrial. Las
    conquistas políticas
    de la burguesía la alejan terminantemente del pueblo. El
    desarrollo del crédito
    privado y público beneficia las inversiones,
    la construcción de ferrocarril y de centros
    industriales. Esto hace de la burguesía inglesa una clase
    dominante que se levanta contra el conservadurismo de los
    propietarios tories y contra el ímpetu de la clase obrera
    y sus organizaciones
    primarias. Los movimientos obreros, por su parte, acusan a la
    economía liberal de su situación económica,
    como resultado de la marcha sin ningún tipo de control con
    que se desarrollaba el capitalismo, puesto de manifiesto en el
    desprecio por el hombre y la
    inseguridad
    que esto generaba. Inglaterra fue la primera que contó con
    una masa trabajadora o proletariado numeroso y, a su vez, la
    primera en tratar de evitar su unión, reconociendo los
    grandes abusos de explotación. En la década 1830
    – 1840, comienzan las movilizaciones huelguísticas,
    las que son duramente reprimidas. Las organizaciones
    sindicales fueron aceptadas en un principio, pero recién
    en 1871 es que se las reconoce con legalidad, dando inicio a una
    "legislación
    laboral" referente al trabajo de niños y
    mujeres, haciéndose más moderados los movimientos,
    pero tendientes a que los logros no fueran simplemente
    reivindicativos. Se puede afirmar que desde el punto de vista
    ideológico, este fue un período muy rico en cuanto
    a elaboración y generación de hechos. Podemos hacer
    la siguiente división en dos líneas de pensamiento:
    por un lado, el liberalismo particularmente el inglés
    (más centrada su reflexión en los problemas de
    orden económico), que planteaba que las leyes naturales
    que pautan la marcha de la modernidad capitalista no
    podían ser cambiadas; mientras que por otro se encuentra
    el llamado socialismo que
    cuestiona y condena la modernidad capitalista. La primera
    línea de pensamiento, el liberalismo inglés de la
    primera mitad del siglo XIX, entiende que hay que eliminar desde
    el poder político las interferencias del Estado
    (limitándolo al status – rol de juez y gendarme) y
    de los sindicatos en
    el funcionamiento del mercado
    además de aplicar políticas
    de índole laboral y
    económica que fortalezcan su funcionamiento, para que
    éste, en virtud de sus propios mecanismos
    autocorrectivos, conduzca a los individuos a una sociedad
    donde impere de manera amplia y profunda la libertad individual y
    la eficiencia en lo
    que hace a la asignación de bienes y
    recursos. Es
    decir, hacia un progreso indivisible e irreversible, progreso
    técnico, progreso del bienestar, progreso intelectual y
    progreso moral yendo a la par. La segunda línea de
    pensamiento: el socialismo, término éste que
    aparece recién a mediados del siglo XIX, con diferentes
    tendencias y repercusiones: socialismo utópico, anarquismo
    y socialismo científico. Pero, a su vez, todas estas
    tendencias que conforman el arcoiris socialista tienen varios
    puntos en común. En relación con este tema, Rudolf
    Rocker dice: A los socialistas de todas las tendencias les es
    común la convicción de que la presente
    organización social es una causa permanente de malestar y
    que a la larga no podrá persistir. Común es
    también a todas las tendencias socialistas la
    afirmación de que un mejor orden de cosas no puede ser
    producido por modificaciones de naturaleza política, sino
    sólo por una transformación radical de las
    condiciones económicas existentes, de manera que la tierra y
    todos los medios de la producción social no queden como
    propiedad
    privada en manos de minorías privilegiadas, sino que pasen
    a la posesión y a la administración de la comunidad.
    Sólo así será posible que el objetivo y la
    finalidad de toda actividad productiva sea, no la esperanza de la
    ganancia personal, sino la
    aspiración solidaria a dar satisfacción a las
    necesidades de todos los miembros de la sociedad. Para Rocker, lo
    que le es común a las diferentes tendencias socialistas
    es, el identificar como la causa de los males que experimenta el
    pueblo trabajador al orden capitalista y también la idea
    de que a largo plazo ese orden se derrumba. A esto se le agrega,
    la idea de que la instauración de un orden social y
    económico más justo sólo puede ser producido
    por transformaciones de carácter
    radical (estructurales) de las condiciones económicas
    existentes. Es decir, el pasaje de la tierra y todos
    los medios de producción de manos privadas (burguesas) a
    manos de la comunidad de
    trabajadores quienes serán los que administren. Con el
    objetivo y la finalidad, según Rocker, de que toda la
    actividad productiva tenga como deseo solidario el poder
    satisfacer las necesidades de todos los integrantes de la
    sociedad. En otras palabras, los elementos en común de las
    diversas corrientes socialistas son, tanto la condena al orden
    capitalista por someter a los proletarios a la explotación
    y a la miseria, como el derrumbe del mismo y el proponer un orden
    nuevo, fundamentalmente en lo económico, vía
    cambios estructurales en cuyo orden los proletarios (la
    mayoría) serán los más privilegiados en lo
    que se refiere a la distribución de la riqueza producida y
    controlada por ellos. No se comprendería la segunda mitad
    del siglo XlX en el viejo continente si no se mencionara el
    nacimiento de la llamada Asociación Internacional de
    Trabajadores (A.I.T.); a su vez, no se entendería el
    nacimiento de la mencionada asociación si la separamos de
    la realidad en la cual se gestó y que nos permite mostrar
    las voluntades profundas de las que ella se hizo eco. La ola de
    estallidos revolucionarios que sacude a Europa en 1848 se inicia
    en Paris, donde burgueses y proletarios terminan
    enfrentándose como fuerzas antagónicas. Se expande
    por los dominios de los Habsburgo en medio de revueltas
    separatistas y desórdenes populares. Se extiende a
    Alemania y a
    Italia
    contribuyendo a acelerar los movimientos nacionales de
    unificación e independencia.
    El proletariado participó de estas luchas nacionales, que
    transitoriamente hicieron pasar a segundo plano la idea
    internacional. En Italia se
    organizaron asociaciones de solidaridad
    obrera bajo la bandera de Mazzini y en Alemania los obreros
    intervinieron activamente en las luchas libradas en torno al problema
    nacional. La situación de Francia e Inglaterra era
    distinta, pues cuando surge el movimiento obrero ya hacía
    siglos que la unidad nacional estaba consolidada. La derrota de
    las revoluciones en Europa inaugura un lapso de doce años
    que presencia el debilitamiento de los movimientos obreros en la
    mayoría de los países. Sin embargo mientras
    decrecía el poder de la aristocracia terrateniente el
    poder de la burguesía iba en aumento y dominaba en
    Inglaterra, en Francia y en Bélgica. En Francia la derrota
    de la clase obrera paralizó sus energías. Los
    obreros volvieron a caer en el sectarismo, perfilándose
    dos corrientes. Una de ellas seguía a Blanqui, que
    aspiraba a tomar el poder mediante un golpe de mano de una
    resuelta minoría. La otra, mucho más poderosa,
    respondía a la influencia del pensador anarquista
    Proudhon, quien, fomentaba la existencia de los llamados Bancos de
    Intercambio encaminados a la obtención del crédito
    gratuito para los trabajadores. Bajo el segundo Imperio, ninguna
    organización política de obreros podía
    existir como tal abiertamente. Aunque los sindicatos eran
    ilegales subsistían bajo la apariencia de sociedades
    fraternales. Sin embargo, lentamente, las asociaciones obreras
    empezaron a crecer, en parte favorecidas por la política
    de Napoleón III, que concedió ciertas
    libertades sindicales. En mayo de 1864 Napoleón III derogó los
    artículos del Código
    Penal que impedían las coaliciones obreras formadas para
    conseguir mejoras en las condiciones de trabajo. Amenazado por la
    creciente oposición burguesa contra su régimen
    Bonaparte intentaba con esas medidas conseguir el apoyo de la
    clase obrera. En Inglaterra el cartismo había llegado a su
    ocaso definitivo. La escuela de Owen se iba convirtiendo en una
    secta religiosa de libres pensadores. Junto a ella, surgió
    el socialismo cristiano de Kingsley y Maurice, que nada
    quería saber de luchas políticas. Poco a poco las
    trade-unions se fueron encerrando en una actitud de indiferencia
    política, limitándose a bregar por reivindicaciones
    inmediatas. Esta táctica parecía bastarles en una
    fase de prosperidad económica como la iniciada a partir de
    los años 50 y se relacionaba con la hegemonía
    inglesa en el mercado mundial. Sin embargo, las trade-unions
    aún no estaban oficialmente reconocidas; su existencia no
    era demasiado segura, de hecho ni de derecho, y la masa de sus
    afiliados carecían del derecho político del
    sufragio. Por otra parte, el auge del capitalismo en el
    continente y, por consiguiente, la aparición de una clase
    obrera muy numerosa amenazaba a los trabajadores
    británicos con una competencia muy peligrosa. A esto se
    sumaron las consecuencias de la guerra de
    secesión norteamericana, provocando una crisis algodonera
    que precipitó en la miseria a los obreros textiles. Estos
    hechos iban a alertar a las trade-unions. Al respecto, Federico
    Engels dice lo siguiente: Cuando la clase obrera europea hubo
    recuperado las fuerzas suficientes para emprender un nuevo ataque
    contra el poderío de las clases dominantes, surgió
    la Asociación Internacional de los Trabajadores. Esta
    tenía por objeto reunir en un inmenso ejército
    único a toda la clase obrera combativa de Europa y
    América. No podía, pues, partir de
    los principios expuestos en el Manifiesto. Debía tener un
    programa que
    no cerrara la puerta a las tradeuniones inglesas, a los
    proudhonianos franceses, belgas, italianos y españoles, y
    a los lassalleanos alemanes.El surgimiento de la
    Asociación Internacional de los Trabajadores (en el
    año 1864) se da en un momento en la cual la clase obrera
    está lo suficientemente fuerte como para iniciar una nueva
    ofensiva contra el poderío de las clases dominantes.
    Además de que el objetivo de la Internacional es reunir en
    una sola y amplia columna a toda la clase obrera combativa de
    Europa y América. Para poder lograr esto, la Internacional
    tenía que levantar un programa lo suficientemente amplio
    para que ingresaran a la misma todas aquellas diversas corrientes
    de pensamiento que forman parte del mundo obrero. Con respecto,
    al nacimiento de la Internacional Marx dice: …La
    Internacional fue fundada para remplazar las sectas socialistas o
    semisocialistas por una organización real de la clase
    obrera con vistas a la lucha. Los Estatutos iniciales y el
    Manifiesto Inaugural lo muestran a simple vista.La Internacional
    fue fundada con la clara intención de organizar un
    movimiento obrero real de cara a la lucha. La Internacional, una
    vez creada, tuvo sus apoyos principales en los sindicatos
    ingleses, el movimiento obrero francés y en los grupos de
    exiliados alemanes residentes en Londres. La importancia que tuvo
    la primera Internacional para los proletarios de Europa
    occidental y tiempo después para los proletarios de
    América a pesar de su corta vida como Asociación de
    Trabajadores es señalada por Engels de la siguiente
    manera: ¡Proletarios de todos los países,
    uníos! Sólo unas pocas voces nos respondieron
    cuando lanzamos estas palabras por el mundo, hace ya cuarenta y
    dos años, vísperas de la primera revolución
    parisiense, en la que el proletariado actuó planteando sus
    propias reivindicaciones. Pero, el 28 de setiembre de 1864, los
    proletarios de la mayoría de los países de la
    Europa occidental se unieron formando la Asociación
    Internacional de los Trabajadores, de gloriosa memoria. Bien es
    cierto que la Internacional vivió tan sólo nueve
    años, pero la unión eterna que estableció
    entre los proletarios de todos los países vive
    todavía y subsiste más fuerte que nunca, y no hay
    mejor prueba de ello que la jornada de hoy. Pues, hoy, en el
    momento en que escribo estas líneas, el proletariado de
    Europa y América pasa revista a sus
    fuerzas, movilizadas por vez primera en un solo ejército,
    bajo una sola bandera y para un solo objetivo inmediato: la
    fijación legal de la jornada normal de ocho horas,
    proclamada ya en 1866 por el Congreso de la Internacional
    celebrado en Ginebra y de nuevo en 1889 por el Congreso obrero de
    París. El espectáculo de hoy demostrará a
    los capitalistas y a los terratenientes de todos los
    países que, en efecto, los proletarios de todos los
    países están unidos. ¡Oh, si Marx estuviese a
    mi lado para verlo con sus propios ojos! La Asociación
    Internacional de los Trabajadores, sentó las bases de la
    organización internacional de los obreros para la
    preparación de la conquista de sus derechos sociales desde
    el seno de la modernidad capitalista contra la llamada
    burguesía que en ese modelo de
    modernidad resulta ser la gran beneficiaria principalmente en lo
    económico. En la segunda mitad del siglo XIX,
    además de la aparición en el escenario
    público europeo de la Internacional, la llamada Comuna de
    París (1871) fue uno de los acontecimientos más
    importantes de ese siglo; dado que, lo ocurrido en la ciudad
    luz
    generó un fuerte impacto en el orden político
    vigente del viejo continente y también una gran influencia
    política e ideológica, principalmente sobre la
    propia Internacional. En su Introducción al estudio de Marx sobre la
    guerra civil
    en Francia, Engels explica la génesis del movimiento
    popular que dio lugar a la Comuna: Durante la guerra, los obreros
    de París habíanse limitado a exigir la
    enérgica continuación de la lucha. Pero ahora,
    sellada ya la paz después de la capitulación de
    París Thiers, nuevo jefe del Gobierno,
    tenía que darse cuenta de que la dominación de las
    clases poseedoras –grandes terratenientes y capitalistas-
    estaba en constante peligro mientras los obreros de París
    tuviesen en sus manos las armas. Lo primero
    que hizo fue intentar desarmarlos. El 18 de marzo envió
    tropas de línea con orden de robar a la Guardia Nacional
    la artillería que era de su pertenencia, pues había
    sido construida durante el asedio de París y pagada por
    suscripción pública. El intento no prosperó;
    París se movilizó como un solo hombre para la
    resistencia y se declaró la guerra entre París y el
    Gobierno francés, instalado en Versalles. El 26 de marzo
    fue elegida, y el 28 proclamada la Comuna de París. El
    Comité Central de la Guardia Nacional; que hasta entonces
    había tenido el poder en sus manos, dimitió en
    favor de la Comuna, después de haber decretado la
    abolición de la escandalosa "policía de moralidad
    "de París. La Comuna de París surgió de un
    movimiento de las masas populares; nadie lo había
    preparado consciente y sistemáticamente. El que la
    población parisiense fuera empujada a la
    revolución y asaltara los cielos del poder burgués,
    se debió a las siguientes causas: Primera, la guerra
    franco alemana, provocada por la política francesa, que
    tenía por objeto impedir la formación de la unidad
    alemana; Segunda, el desempleo entre
    los trabajadores; Tercera, la ruina de la pequeña
    burguesía; Cuarta, la indignación del pueblo contra
    la alta clase y los jefes que se habían mostrado
    absolutamente incapaces; Quinta, una gran efervescencia en la
    clase obrera descontenta de su situación y tendiente a
    otro régimen social y Sexta, la conjunción
    reaccionaria de la Asamblea Nacional que hacía temer por
    la suerte de la Republica. Es así que, todas estas causas
    empujaron a la población parisiense a la revolución
    que hizo pasar el poder a las manos de la guardia nacional, de la
    clase obrera y de la pequeña burguesía. Era
    entonces, la primera vez que el proletariado moderno se
    erigía a la condición de dueño del poder
    político. Marx y Engels dicen: Dado el desarrollo colosal
    de la gran industria en los últimos veinticinco
    años, y con éste, el de la organización del
    partido de la clase obrera; dadas las experiencias
    prácticas primero, de la revolución de febrero, y
    después, en mayor grado aún, de la Comuna de
    París, que eleva por primera vez al proletariado, durante
    dos meses, al poder político… Antes de la Comuna de
    París el poder era detentado por los propietarios y los
    capitalistas, es decir, por sus hombres de confianza que formaban
    lo que se llama el Gobierno. Después de la
    revolución del 18 de Marzo, cuando el Gobierno de M.
    Thiers huyó de París con sus tropas, su
    policía y sus funcionarios, el pueblo quedó como
    único dueño de la situación y el poder
    pasó al proletariado (producto de la
    sociedad industrial y organizado como partido de clase) junto a
    sus aliados. Es así que, Marx dice lo siguiente: He
    aquí su verdadero secreto: la Comuna era, esencialmente,
    un Gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase
    productora contra la clase apropiadora, la forma política
    al fin descubierta para llevar a cabo dentro de ella la
    emancipación económica del trabajo. Sin esta
    última condición, el régimen de la Comuna
    habría sido una imposibilidad y una impostura. La
    dominación política de los productores es
    incompatible con la perpetuación de su esclavitud
    social. Por tanto, la Comuna había de servir de palanca
    para extirpar los cimientos económicos sobre que descansa
    la existencia de las clases y, por consiguiente, la
    dominación de clase. Emancipado el trabajo, todo hombre se
    convierte en trabajador, y el trabajo productivo deja de ser un
    atributo de una clase. La Comuna, como Gobierno de la clase
    obrera, producto de la lucha de clases entre explotados y
    explotadores, es la gran palanca política que permite
    conquistar la modernidad comunista. Es decir, la sociedad sin
    clases y sin Estado.
    Finalmente, Lenin dice: Mas, pese a todos sus errores, la Comuna
    constituye un magno ejemplo del más importante movimiento
    proletario del siglo XIX. Marx concedió un gran valor al
    alcance histórico de la Comuna: si cuando la pandilla de
    Versalles emprendió la traicionera tentativa de apoderarse
    de las armas del
    proletariado parisiense, los obreros se las hubiesen dejado
    arrebatar sin lucha, la funesta desmoralización que
    semejante debilidad hubiera sembrado en las filas del movimiento
    proletario habría sido muchísimo más grave
    que el daño ocasionado por las pérdidas que
    sufrió la clase obrera en el combate por la defensa de sus
    armas. Por grandes que hayan sido las pérdidas de la
    Comuna, la significación de ésta para la lucha
    general del proletariado las ha compensado: la Comuna puso en
    conmoción el movimiento socialista de Europa,
    mostró la fuerza de la guerra civil, disipó las
    ilusiones patrióticas y acabó con la fe ingenua en
    los anhelos nacionales de la burguesía. La Comuna
    enseñó al proletariado europeo a plantear en forma
    concreta las tareas de la revolución socialista. La Comuna
    de Paris, significó para el proletariado europeo del siglo
    XIX una experiencia fracasada pero real de gobierno obrero y que
    por ser real en los hechos cuestionó y puso en jaque a una
    modernidad como la burguesa que se presentaba a sí misma
    como algo natural y eterna en el tiempo, considerando
    utópico y criminal todo tipo de planteo que viniese de la
    clase proletaria con aires de alternativo en lo político y
    fundamentalmente a nivel económico a su racionalidad; que,
    por otra parte, no tiene otro fin que el lucro. El socialismo,
    después de la Comuna, pasó a llamarse socialismo
    científico alemán, quedando a un costado la
    corriente anarquista de Proudhon y el blanquismo. A su vez, para
    la burguesía francesa la derrota de la Comuna significo
    conjurar por diez años el espectro socialista. Hasta
    principios del año 80 no se despertó en Francia el
    socialismo. En 1889 se fundó en Paris la llamada Segunda
    Internacional. En el transcurso del período comprendido
    entre la disolución de la Primera Internacional y la
    fundación de la Segunda, se celebraron varios Congresos
    obreros, socialistas y sindicales, que no tenían, sin
    embargo, ninguna base común. En 1889, con motivo de la
    Exposición Internacional de París,
    se reunirán en esta ciudad dos magnos Congresos
    socialistas convocados por los posibilistas el uno y por los
    marxistas el otro, cuyo resultado fue la fundación de la
    Segunda Internacional. En este Congreso se adoptó
    el principio de la jornada internacional del 1º
    de Mayo. La Segunda Internacional, en su primera etapa (1889 a
    1896) se centró en establecer una línea de
    demarcación precisa entre el socialismo y el anarquismo.
    En su segunda etapa (1896 a 1904) se centra en fijar los
    principios de la lucha de clases y la actitud de los partidos
    socialistas con respecto a los gobiernos burgueses. En suma, la
    Segunda Internacional marca la
    época de la preparación del terreno para una amplia
    extensión del movimiento socialista entre las masas
    proletarias en una serie de países. A su vez, el
    socialismo de la Segunda Internacional, conlleva en sí, la
    noción de progreso. El sociólogo A. Touraine
    dice:La idea de progreso ocupa un lugar medio, central, entre la
    idea de racionalización y la de desarrollo. La primera
    idea otorga la primacía al conocimiento,
    la segunda a la política; el concepto de progreso afirma
    la identidad entre medidas de desarrollo y triunfo de la
    razón, anuncia la aplicación de la ciencia a la
    política y, por consiguiente, identifica una voluntad
    política con una necesidad histórica. Creer en el
    progreso significa amar el futuro, a la vez ineluctable y
    radiante. Esto es lo que expresó la II Internacional,
    cuyas ideas se difundieron por la mayor parte de los
    países de Europa occidental al afirmar que el socialismo
    surgiría del capitalismo cuando hubiera agotado su
    capacidad de crear nuevas fuerzas productivas y al hacer, al
    mismo tiempo, un llamamiento a la acción colectiva de los
    trabajadores y a la intervención de los elegidos que los
    representan. En el socialismo de la Segunda Internacional, la
    noción de progreso se encuentra presente en la idea de que
    el primero aflora desde las entrañas del capitalismo en el
    momento en que este hubiera agotado su capacidad de crear nuevas
    fuerzas productivas y al hacer, al mismo tiempo, una
    invocación a la lucha en común de los trabajadores
    y a la intervención de los elegidos que los representan.
    Touraine sigue diciendo:Según esta visión, los
    conflictos
    sociales son ante todo los conflictos del
    futuro contra el pasado, sólo que la victoria del primero
    quedará asegurada no únicamente por el progreso de
    la razón sino también por el éxito
    económico y el éxito
    de la acción colectiva. Esta idea está en la
    médula de todas las versiones de la creencia en la
    modernización. La visión de que el progreso tiene
    un rostro socialista lleva a que los conflictos sociales sean
    presentados, en este caso por la Segunda Internacional, como
    antagonismos entre el futuro contra el pasado. A su vez, para que
    el futuro tenga la victoria en el bolsillo es absolutamente
    necesario que con el progreso de la razón se dé
    también el triunfo económico y el triunfo de la
    acción colectiva. Es decir, el avance del conocimiento, la
    abundancia económica y el logro de las metas
    políticas por parte de las masas obreras organizadas. En
    suma, para la Segunda Internacional, el progreso es
    sinónimo de socialismo y el socialismo sinónimo de
    futuro luminoso y para que la victoria de esta luminosidad se
    encuentre asegurada es necesario el avance del conocimiento, la
    abundancia económica y el logro de las metas
    políticas por parte de las masas obreras organizadas. El
    siglo XIX europeo está pautado también por el
    fenómeno colonialista e imperialista. El año 1870
    marcó para Europa el inicio de un largo periodo de paz,
    destinado a prolongarse hasta las puertas de la Primera Guerra
    Mundial. Si de 1854 a 1870 se habían librado
    dieciséis guerras, en
    los últimos treinta años del siglo XIX Europa no
    registró ningún conflicto
    militar digno de mención. La crisis que tuvo lugar en los
    Balcanes de 1876 a 1878 no se resolvió tanto por las armas
    como por los esfuerzos de la diplomacia europea encabezada por
    Bismarck. El canciller alemán logró, a
    través de un sistema de alianzas y de acuerdos mantener un
    equilibrio
    precario pero duradero, impidiendo la formación de Bloques
    Contrapuestos; pero el éxito de Bismarck al congelar las
    tensiones europeas se obtuvo a expensas del resto del mundo, que
    precisamente en aquellos años fue escenario de luchas
    continuas y objeto de reparto entre las grandes potencias. Era
    imposible controlar el sentimiento de ardiente nacionalismo
    que, derivado del espíritu democrático y liberal de
    los años de las revoluciones nacionales, conformaba la
    mentalidad de la clase dirigente y de las poblaciones de toda
    Europa. La fe innata en las concepciones nacionalistas, si bien
    podía hacer de catalizador para la potenciación
    política y económica de los Estados europeos, no
    podía permanecer ya en sus angostos confines o verse
    sofocada por las maniobras diplomáticas del sistema
    bismarckiano. El historiador uruguayo, Vivian Trías, dice
    lo siguiente:Entonces las revoluciones burguesas eran
    económica y políticamente liberales, nacionalistas
    y románticas. Esa etapa se agota en el último
    cuarto del siglo XIX, con la transformación del
    capitalismo liberal en monopolista e imperialista. El
    nacionalismo se convierte en una ideología de
    expansión, de conquista de colonias y de áreas de
    influencia. Sufre un proceso de perversión y
    envilecimiento, asume pautas "chauvinistas", agresoras, y
    exasperadas militaristas, racistas, blande un orgullo nacional
    prepotente que no afirma tanto la propia nacionalidad como
    desprecia y trata de avasallar a las otras. El nacionalismo
    cambia dialécticamente de signo; de progresista se
    trastoca en reaccionario. El nacionalismo, basado esencialmente
    en la voluntad de poder y en la ética de
    la guerra, planteaba inevitablemente el problema de un desahogo
    en el exterior, muy pronto canalizado hacia la expansión
    colonial. Esta podía considerarse como una lucha por la
    vida, que permitía a una nación demostrar ante las
    demás sus preeminencias físicas e intelectuales; se
    tendría así una confirmación de las teorías, difundidas en Alemania, sobre
    razas dominantes e inferiores, y se corroboraría el
    sentimiento de superioridad de los ingleses al que, cada vez con
    mayor frecuencia, se apelaba en Gran Bretaña. En Rusia, el
    nacionalismo, frustrado en sus ambiciones mediterráneas,
    apuntaba a rehacerse en el Extremo Oriente a expensas de China.
    Francia, humillada por la derrota en la guerra franco- prusiana e
    incapaz por el momento de recuperar los territorios perdidos en
    Alsacia-Lorena, empezó a mirar a África como el
    sector adecuado para revalidar su condición de gran
    potencia. El
    historiador compatriota, V. Trías sigue diciendo: En
    Inglaterra surge por primera vez la nueva formulación
    -puesto que es la primera en construir un gran imperio-, cuando
    Kipling justifica su expansión imperial con su white
    man`s burden
    (la carga del hombre blanco). Encubre la
    explotación de los pueblos sometidos con una pretendida
    misión
    civilizadora y evangelizante. La difusión del
    espíritu nacionalista hizo que los pueblos tomaran una
    más clara conciencia de sí mismos, de sus
    características y, por lo tanto, de sus responsabilidades.
    Un pueblo para ser grande debía proponerse una misión,
    identificada con frecuencia con el deber de llevar la cultura
    occidental a las poblaciones no europeas. Los hombres blancos
    debían soportar ahora, como sostenía el escritor
    inglés Rudyard Kipling, la "carga" de extender por todo el
    mundo las formas materiales y
    espirituales de su civilización. Las poblaciones africanas
    y asiáticas debían ser "despertadas" y conducidas
    al sistema de vida que había probado ser el mejor tanto en
    el terreno político en el científico, y sobre todo,
    en el económico. El sentimiento de superioridad de los
    blancos estaba asociado al gran progreso económico que en
    aquellos años había efectuado Occidente. Es
    así que, nacionalismo y orgullo racial se alimentaban con
    los progresos de la economía, que inducía a la
    expansión y al mismo tiempo se ponía a su servicio. El
    desarrollo industrial fue tal que, si bien en 1870 en Gran
    Bretaña podía ser considerada como la potencia que
    detentaba la hegemonía económica de Europa y de
    todo el mundo, sólo diez años después se
    encontraba igualada y superada en algunos sectores por naciones
    como Alemania y los Estados Unidos.
    En este magno proceso de crecimiento y reestructuración
    del sistema económico occidental deben buscarse las causas
    profundas de la expansión colonial. Los últimos
    treinta años del siglo XIX conocieron un gran desarrollo
    productivo, pero al mismo tiempo se caracterizaron por una
    relevante y prolongada crisis, que bajo el nombre de "gran
    depresión "se prolongó hasta
    principios del siglo XX. En este período, aunque el
    volumen de la
    producción, de los intercambios y de las inversiones
    fue superior en mucho al de los años precedentes, se
    registró sin embargo una clara disminución de las
    tasas de incremento en todas las ramas de la actividad
    económica, debida esencialmente a la falta de salidas
    suficientes para absorber las mercancías y los capitales
    acumulados. El sistema productivo occidental se encontró
    por tanto frente a la necesidad de reestructurar por completo sus
    bases, condición indispensable para no incurrir en un
    auténtico desastre económico. La
    reconversión del sistema capitalista ante la crisis de
    superproducción de 1873, hizo perder la esperanza a
    muchos, de que, ante su contradicción básica, el
    sistema capitalista se tambaleara y estuvieran las condiciones
    para su desaparición. Es así que, nada de esto
    sucedió, al contrario, se operó el tránsito
    del capitalismo premonopolista, con el dominio de la
    libre empresa, al
    capitalismo monopolista o imperialismo.
    El capitalismo premonopolista, con el dominio de la
    libre competencia, alcanzó su punto culminante en las
    décadas del 60 y el 70 del siglo XIX. Durante el
    último tercio del siglo XIX se operó el
    tránsito del capitalismo premonopolista al capitalismo
    monopolista. El capitalismo monopolista o imperialismo
    representa la fase superior del capitalismo; su rasgo distintivo
    fundamental es la suplantación de la libre competencia por
    la dominación de los monopolios. Es entonces que,
    según la clásica definición de V. I. Lenin,
    los rasgos económicos fundamentales del imperialismo son:
    1) la concentración de la producción y del capital llega
    hasta un grado tan elevado de desarrollo, que crea los
    monopolios, los cuales desempeñan un papel decisivo en la
    vida económica; 2) la fusión del
    capital
    bancario con el industrial y la creación, en el terreno de
    este "capital financiero", de la oligarquía financiera; 3)
    la exportación de capitales, a diferencia de
    la exportación de mercancías, adquiere
    una importancia particularmente grande; 4) se forman asociaciones
    internacionales monopolistas de capitalistas, las cuales se
    reparten el mundo, y 5) ha terminado el reparto territorial del
    mundo entre las potencias capitalistas más importantes. El
    imperialismo es el capitalismo en la fase de desarrollo en que ha
    tomado cuerpo la dominación de los monopolios y del
    capital financiero, ha adquirido señalada importancia la
    exportación de capitales, ha empezado el reparto del mundo
    por los trusts internacionales y ha terminado el reparto de toda
    la Tierra entre los países capitalistas más
    importantes.La crisis, planteada por primera vez en 1873,
    estimuló en ciertos sectores, la concentración de
    la producción en pocas pero gigantescas empresas
    industriales. En los países europeos, esencialmente en
    Alemania y en Gran Bretaña, en los Estados Unidos y en el
    Japón
    empezaron a formarse a un ritmo cada vez más rápido
    los trusts y los grandes cárteles de las industrias, los
    cuales, acaparando el aprovisionamiento de materias primas, los
    transportes y la mano de obra, y bajando metódicamente los
    precios,
    provocando la ruina o la sumisión a su supremacía
    de las empresas ajenas a
    ellos. Nacían así, auténticos imperios
    económicos que controlaban completamente las principales
    ramas de la actividad productiva, como las del acero, de los
    productos
    químicos, de los tejidos, de las
    fuentes energéticas. Paralelamente al sector industrial,
    el bancario experimentaba un fenómeno similar. Los
    principales bancos se
    anexionaban o controlaban gran número de instituciones
    menores y tendían acaparar progresivamente la totalidad
    del aparato financiero del Estado. La industria perdió
    entonces su libertad de movimiento en la búsqueda de
    créditos y empezó a depender
    estrechamente de los capitales de los bancos. La división
    entre capital bancario e industrial iba desapareciendo dando
    lugar, con la unión de los bancos y las industrias, a un
    nuevo capital mucho más pujante, el financiero. Eran los
    principios del monopolio y no
    los de la libre competencia los que se estaban convirtiendo en la
    base de las economías de los diferentes Estados, los
    cuales, decretando al mismo tiempo la desaparición del
    librecambismo y la adopción
    del sistema proteccionista, contribuyeron a cambiar
    definitivamente el aspecto del capitalismo. La gran
    producción de cereales a bajo precio que
    había ido desarrollándose en los países
    extraeuropeos, como los Estados Unidos y Argentina, y el
    miedo a que su exportación masiva pudiera minar
    completamente el equilibrio
    económico de los Estados europeos incitó a adoptar
    el proteccionismo. Pero estas medidas defensivas se hicieron muy
    pronto necesarias también en el campo industrial, donde, a
    pesar de la creciente expansión, existían
    todavía notables desniveles en el grado de desarrollo y de
    competencia entre las grandes industrias nacionales. El
    proteccionismo, además de fomentar la industria existente,
    potenció la aparición de otras, contribuyendo
    así, a su vez, a prolongar aquella crisis que derivaba de
    un incremento de la producción superior a la capacidad de
    absorción de los mercados. Estando
    ya Europa cerrada por barreras aduaneras, las potencias tuvieron
    que buscar en otra parte las salidas para sus productos. La
    Gran Bretaña, la única gran potencia que
    había permanecido fiel al librecambismo, se vio obligada a
    recurrir a la penetración en países extraeuropeos.
    El proteccionismo en Europa la había puesto en una
    situación crítica en lo que hace a su
    economía. Los ingleses se dedicaron, entonces, a estimular
    las inversiones en el extranjero, especialmente en las
    áreas coloniales. Gran Bretaña ya había
    hecho de la India (como de
    sus otras posesiones) una colonia económica y de
    América meridional una zona de inversiones e intercambios
    privados. La ampliación de las actividades coloniales
    estaba indudablemente unida al hecho de que todo cuanto Gran
    Bretaña había invertido en aquellos lugares estaba
    dando sus frutos; pero la carrera por el reparto del mundo, en la
    que la Gran Bretaña de finales de la época
    victoriana participó antes que nadie, seguida muy pronto
    por el resto de las potencias, revestía caracteres muy
    distintos a los de la época colonial anterior. La pura y
    simple búsqueda de mercados, natural
    en las crisis de superproducción y agudizada por la
    adopción
    de sistemas proteccionistas, no basta para definir cumplidamente
    la lógica del imperialismo. Es necesario remontarse, como
    bien entendió Lenin, a las nuevas estructuras de tipo
    monopolista que todos los Estados industriales estaban
    realizando. Los grandes monopolios en formación
    debían asegurarse un rendimiento continuo e invertir en
    áreas ventajosas el exceso de capitales que su gran
    vitalidad económica les permitía acumular. En
    Europa esto no era posible, tanto por el bajo nivel de los
    precios, como porque la ampliación del mercado interior,
    único que las barreras proteccionistas dejaban disponible,
    implicaría el aumento de la capacidad adquisitiva de las
    masas obreras y por lo tanto una nueva alza de sus salarios y la
    mejora de sus condiciones de vida; ello suponía la
    renuncia de los grandes industriales a una buena parte de sus
    beneficios, a lo que, evidentemente no estaban dispuestos. El
    crecimiento y el refuerzo de los grandes trusts no podía,
    por tanto, verificarse sino a expensas de los territorios
    extraeuropeos, donde la tierra a buen precio, los
    salarios bajos,
    las materias primas a bajo coste y la facilidad de asumir
    posiciones monopolistas hacían prever inversiones
    altamente rentables. La posesión exclusiva de regiones
    ricas en materias primas constituía una necesidad cada vez
    más esencial para los grandes grupos
    económicos; era el arma más eficaz para desbaratar
    la competencia interior y la internacional. Pero aún era
    más necesario en la medida en que el proceso de
    concentración tendía a crear conjuntos que
    reunían en una única empresa diversas
    ramas industriales que, partiendo de la materia prima,
    comprendían las sucesivas fases de elaboración. Los
    ingleses en Egipto y los
    rusos en Turkestán se dedicaron a intensificar y extender
    la producción del algodón, con el fin de
    monopolizarlo y crear un trust textil que concentrara en sus
    manos todas las etapas de su elaboración. Cuanto
    más se desarrollaba el proceso de formación de los
    monopolios, más aumentaba la carrera por la conquista de
    nuevos territorios. Para que los beneficios de las inversiones
    fuesen más seguros y
    rápidos y el control sobre las materias primas exclusivo,
    los inversores debían llegar los primeros a ciertas zonas.
    Los monopolios sólo podían prosperar si lograban
    mantener intactas sus posiciones privilegiadas; la
    expansión imperialista debía convertirse en una
    auténtica carrera con vistas al acaparamiento de cuantos
    territorios fuese posible. Aunque éstos no prometieran una
    explotación inmediata, podrían revelarse más
    adelante ricos en recursos y, por
    lo tanto, no debían descuidarse corriendo el riesgo de
    dejarlos en manos de futuros competidores. Sin embargo, la
    unión de los diversos grupos económicos y las
    clases políticas que hubieran debido proceder a la
    actuación práctica del expansionismo colonial no
    fue inmediata. Fueron necesarios los últimos treinta
    años del siglo para que el momento económico
    coincidiera con la praxis política del fenómeno
    imperialista. Su mismo comienzo no fue contemporáneo en
    todos los países incluidos los europeos. En suma, el
    imperialismo surge como respuesta a la crisis económica de
    1873 – 1875 y demuestra su eficacia en la
    consolidación y defensa del sistema capitalista mundial,
    al costo de
    intensificar la explotación de los países
    coloniales y dependientes. Es decir, a las poblaciones de estos
    países. Alain Touraine se refiere a los siglos XIX y XX:
    La historia de los siglos siguientes es la de la creciente
    separación de estos dos principios tan fuertemente
    asociados en el pensamiento de Locke: la defensa de los derechos
    del hombre y la racionalidad instrumental. Cuando más esta
    racionalidad construye un mundo de técnicas y
    de poder, más se aparta la invocación a los
    derechos del hombre (primero en el movimiento obrero, luego en
    otros movimientos sociales) de la confianza en la razón
    instrumental. La humanidad impulsada por el progreso se pregunta
    si no pierde su alma, si no la vende al diablo al adquirir la
    dominación de la naturaleza. Finalmente, si la modernidad
    del siglo XVIII fue un proyecto de sociedad basado en un concepto
    de razón no ceñido a la razón instrumental,
    sino dando igual significación a la razón moral y
    estética, durante todo el siglo XIX europeo
    se asistió a un proceso en el cual lo racional se
    transforma en lo racional instrumental. La sociedad europea
    occidental en el siglo XIX está forjada, como tal, a
    imagen y
    semejanza de la clase burguesa. Es decir, el modo de
    producción imperante en las naciones modernas europeas es
    el modo burgués de producción. La modernidad tiene
    rostro capitalista.

    1.2. La modernidad occidental desde la mirada de Max
    Weber

    La concepción clásica de la modernidad se
    centra en la construcción de una imagen
    racionalista del mundo, que integra el hombre en
    la naturaleza y que desestima todas las formas de dualismo del
    cuerpo y del alma, del mundo humano y del mundo trascendente. La
    sociedad moderna es entendida, por esta concepción de la
    modernidad, como una sociedad racionalizada. Es decir, como un
    sistema social autoproducido, autocontrolado y autorregulado.
    Así se instala la noción de que el actor y el
    sistema tienen una perspectiva reciproca. Con relación a
    esto ultimo, dice Touraine: Esta concepción clásica
    de la modernidad, que dominó a Europa y luego al conjunto
    del mundo occidentalizado antes de retroceder ante las criticas y
    la transformación de las practicas sociales, tiene como
    tema capital la identificación del actor social con sus
    obras y su producción, ya se trate del triunfo de la
    razón científica y técnica, ya se trate de
    las respuestas racionalmente aportadas por la sociedad a las
    necesidades y a los deseos de los individuos.La concepción
    clásica de la modernidad solo tiene en cuenta al individuo
    en su carácter
    de funcionario, productor y ciudadano. La misma, apuesta a la
    unidad del hombre y la sociedad. El aporte individual es valorado
    positivamente por esta concepción de la modernidad si la
    conducta del
    hombre en su vida pública y privada resulta útil
    para el progreso de la razón objetiva en la sociedad. A su
    vez, hay una serie de conceptos que son claves en la sociología weberiana y que definen la
    concepción clásica de la modernidad. Según
    Touraine:Reconozcamos pues el vigor y hasta la violencia de
    la concepción clásica de la modernidad. Esta
    concepción fue revolucionaria, como toda apelación
    a la liberación, como todo repudio de compromiso con las
    formas tradicionales de organización social y de creencia
    cultural. Hay que crear un nuevo mundo y un hombre nuevo
    volviendo las espaldas al pasado, a la Edad Media, y
    tornando a encontrar en los antiguos la confianza en la
    razón sin dejar de dar una importancia central al trabajo,
    a la organización de la producción, a la libertad
    de los intercambios mercantiles y a la impersonalizada de las
    leyes. Desencanto, secularización, racionalización,
    autoridad
    racional legal, ética de
    la responsabilidad: los conceptos de Max Weber, que han
    llegado a ser clásicos, definen perfectamente esta
    modernidad… En la sociología de Max Weber se
    amplía la concepción de un pujante ascenso de la
    modernidad, racionalización y secularización, que
    destruye todo lo referente a esencias, pertenencias y creencias.
    Esta idea expone la concepción clásica de la
    modernidad. Es decir, la lucha histórica de las luces
    contra la tradición y del racionalismo instrumental contra
    la expresividad comunitaria. Así los conceptos clave de la
    sociología de Max Weber
    (desencanto, secularización, racionalización,
    autoridad racional legal, ética de la responsabilidad) precisan o aclaran esa
    concepción clásica de la modernidad que domino a
    Europa y después al conjunto del mundo occidentalizado.
    Con respecto, a la modernidad desde la visión de Weber,
    Albrecht Wellmer dice lo siguiente: Weber continúa, de
    algún modo, la tradición de sus predecesores del
    siglo XIX cuando analiza la transición hacía la
    modernidad como un proceso de racionalización; un proceso
    de racionalización, sin embargo, en el que las ciencias
    sociales están destinadas a jugar un papel cada vez
    más importante. Al mismo tiempo, a través de su
    análisis de los correlatos institucionales de
    racionalización progresiva -economía capitalista,
    burocracia y
    ciencia empírica profesionalizada-, demuestra que la
    "racionalización" de la sociedad no lleva ninguna
    perspectiva utópica, sino que parece que conduce
    más bien a un encarcelamiento en aumento del hombre
    moderno en sistemas deshumanizados de un nuevo tipo… El
    sociólogo alemán Max Weber presentó el
    proceso de racionalización del mundo hacía la
    modernidad como la institucionalización de la racionalidad
    instrumental carente de su trasfondo normativo en los sistemas
    económicos y administrativo (su tesis sobre la
    pérdida de libertad) y como la división de una
    concepción del mundo centrada en la religión en
    tres esferas contrapuestas de valores:
    moralidad, ciencia, y arte (su tesis sobre la
    pérdida de significado). El proceso de
    racionalización del mundo se inicia para Weber con la
    racionalización cultural de las visiones del mundo
    religiosas. El sociólogo alemán, J. Habermas dice
    lo siguiente: En un análisis de la actualidad Weber se
    atiene más que en ninguna otra parte a la perspectiva
    teórica desde la que la modernización se presenta
    como una prosecución del proceso histórico
    universal de desencantamiento. La diferenciación de
    esferas culturales de valor autónomas, que es importante
    para la fase de nacimiento del capitalismo, y la
    independización de los sistemas de acción racional
    con arreglo a fines, que caracteriza desde el siglo XVIII al
    desarrollo de la sociedad capitalista, son las dos tendencias que
    Weber funde en una crítica de la actualidad de tono
    existencialista e individualista. El primer componente puede
    expresarse en la tesis de la pérdida de sentido y el
    segundo en la tesis de la pérdida de libertad. El
    sociólogo alemán, Habermas hace una división
    del diagnóstico weberiano en las tesis de la
    pérdida de sentido y la pérdida de libertad del
    individuo en la modernidad. En tanto la primera hace referencia
    principalmente a la racionalización cultural -el retiro de
    la ética a un ámbito irracional y su
    contradicción con las órdenes y esferas de valor
    del mundo y la incompatibilidad de esferas de valor-; la segunda
    está formulada en relación a la
    racionalización social que es el monopolio de
    la racionalidad formal como única forma de racionalidad
    posible para organizar la vida social y a su
    institucionalización en la economía de mercado,
    el Estado
    racional – legal y en el derecho formal moderno. El
    sociólogo alemán, Habermas sigue diciendo: Bajo la
    rúbrica de "nuevo politeísmo" Weber expresa la
    tesis de la pérdida de sentido. En ella se refleja la
    experiencia del nihilismo, típica de su generación,
    que Nietzsche
    había dramatizado de forma tan impresionante. Pero
    más original que la teoría
    es la fundamentación que le da Weber recurriendo a una
    dialéctica que supuestamente está ya contenida en
    el propio proceso de desencantamiento vehiculado por la historia
    de las religiones,
    esto es, en el proceso mismo de alumbramiento de las estructuras
    de conciencia modernas: la se disocia en una pluralidad de
    esferas de valor destruyendo su propia universalidad. Esta
    pérdida de sentido la interpreta Weber como el
    desafío existencial ante que se ve el individuo de
    reconstruir en el ámbito privado de su propia biografía, con el
    arrojo que la desesperación produce y con la absurda
    esperanza del desesperado, la unidad que ya no cabe reconstruir
    en los órdenes de la sociedad. Pues la racionalidad
    práctica, que liga racionalmente con arreglo a valores las
    orientaciones de acción racionales con arreglo a fines
    dotándolas así de cimentación, sólo
    puede encontrar ya su lugar, si no en el carisma de nuevos
    dirigentes, en la
    personalidad del individuo solitario; al propio tiempo, esta
    autonomía interior, una autonomía que es menester
    afirmar heroicamente, está amenazada porque dentro de la
    sociedad moderna ya no se encuentra ningún orden
    legítimo capaz de garantizar la reproducción cultural de las
    correspondientes orientaciones valorativas y de las
    correspondientes disposiciones a la acción. Para Weber, la
    llamada pérdida del sentido se basa en que la
    racionalización de las visiones del mundo centradas en una
    ética de salvación implicó una
    fragmentación de la cultura en las esferas
    científicas, moral y estético–expresivas.
    Puesto que Weber entendió que los ordenes del mundo
    (economía, política, ciencia), eran
    irreconciliables con una ética de convicción basada
    en principios, la moral
    debía pasar a ser confinada al ámbito privado y el
    individuo aislado y heroico debía decidir a cual de los
    dioses se entregaba. A la ética de convicción
    privatizada e incapaz de resolver cuestiones públicas,
    Weber opone una ética de responsabilidad desencantada
    incapaz de dirimir en última instancia sobre cuestiones
    práctico-morales contrapuestas: los valores
    esenciales y más sublimes se han retirado de la vida
    pública. Con la moral
    privatizada, la cultura pasa a ser interpretada a través
    de las otras esferas dos esferas de valor, la
    cognitiva-instrumental y la estético-expresiva, que son
    también para Weber irreductibles. Es así que, la
    cultura moderna pasa a ser una cultura dominada por especialistas
    sin espíritu y por sensualistas sin corazón.
    En lo que respecta, a la visión weberiana de la
    pérdida de libertad del individuo en la modernidad,
    Richard J. Bernstein dice lo siguiente: Weber sostenía que
    la esperanza y expectativa de los pensadores de la
    Ilustración eran una ilusión amarga e
    irónica. Estos mantenían una conexión
    necesaria y fuerte entre el crecimiento de la ciencia, la
    racionalidad, y la libertad humana universal. Pero una vez
    desenmascarado y comprendido, el legado de la Ilustración
    fue el de la Zweckrationalität -de la racionalidad
    instrumental- deliberada. Esta forma de racionalidad afecta e
    infecta todo el campo de la vida social y cultural abarcando las
    estructuras económicas, la ley, la
    administración burocrática, e incluso las
    artes. El crecimiento de la Zweckrationalität no conduce a
    la realización concreta de la libertad universal, sino a
    la creación de una "jaula de hierro" de la
    racionalidad burocrática de la que no hay modo de escapar.
    Es así que, para Weber, el sueño de la
    Ilustración (de que hubiera un fuerte vínculo entre
    el crecimiento de la ciencia, la racionalidad, y la libertad
    humana universal) en los hechos no pasó de ser un lindo
    sueño propio de una noche de verano o peor aún se
    metamorfosea en la pesadilla infernal de la jaula de hierro de una
    sociedad en que sus fundamentales sistemas de organización
    como la burocracia, el
    derecho moderno y la empresa
    capitalista, se encuentran dirigidos por una racionalidad
    estrictamente técnica, ante la cual, cualquier tipo de
    pautas ajenas a la misma se las entiende como utópicas y
    atentatorias contra su propia eficacia. Dado este panorama, Weber
    no consideró, que una sociedad socialista fuera realmente
    una alternativa radical a la "jaula de hierro" de la racionalidad
    burocrática imperante en el capitalismo. En
    relación con este tema, Reinhard Bendix nos dice lo
    siguiente: A quienes confiaban en que una futura sociedad
    socialista obraría una transformación radical,
    Weber les advertía que, en una sociedad planificada
    centralmente, las tendencias burocráticas
    alcanzarían un nivel más alto aún. La
    división del trabajo y el empleo de
    aptitudes especializadas, en la administración, aumentarían hasta
    tal punto que cabía vislumbrar como remate una "dictadura de
    los burócratas", más verosímil que la
    "dictadura del
    proletariado".Para Weber, la sociedad socialista no sería
    una alternativa radical a la "jaula de hierro" de la racionalidad
    burocrática, dado que la misma, al ser una sociedad
    planificada centralmente, la organización
    burocrática sería omnímoda y
    omnipotente. Es decir, la sociedad socialista, para Weber,
    podía ser solo el triunfo multiplicado de la "jaula de
    hierro" de la racionalidad burocrática. La "dictadura de
    los burócratas ". Finalmente, R. Bendix nos dice:
    Preocupó a Weber, desde el principio hasta el fin de su
    carrera, la evolución del racionalismo en la
    civilización de Occidente. El estudio de toda una vida no
    solo le reveló la complejidad de sus antecedentes, sino el
    carácter precario de sus logros. Él
    demostró, por encima de toda duda, que una profunda
    adhesión a la causa de la razón y la libertad
    habría orientado la elección del tema; su
    investigación demostró, también por encima
    de toda duda, que la razón y la libertad estaban
    amenazadas en el mundo occidental. Weber fue un
    contemporáneo de Freud, que
    dedicó el trabajo de toda su vida a salvaguardar la
    razón del hombre, después de haber sondeado hasta
    el fondo el abismo de su irracionalidad. Weber, por su parte,
    procuró salvaguardar la herencia de la
    Ilustración, después de haber explorado ampliamente
    las condiciones históricas anteriores a esa herencia. Tal
    exploración creó en él una conciencia
    trágica del peligro. Cuando le preguntaban el
    propósito de su investigación erudita,
    respondía: "Quiero ver cuánto puedo soportar ".En
    el diagnóstico que hace Weber de la modernidad
    en Occidente manifiesta una visión pesimista en lo que
    hace a la marcha de la misma. Dado que, para el sociólogo
    alemán, la racionalización del mundo moderno no
    conduce a hacer realidad en la sociedad la vinculación
    entre el crecimiento de la ciencia, la racionalidad y la libertad
    humana universal, sino a que la vida humana se mecanice
    careciendo así de significado y libertad.

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