- Vida
- El tiempo y su
medida - Alimentación
- Fiestas y
diversiones - La muerte
- La muerte en la
población - Opinión
personal - Bibliografía
El presente trabajo trata sobre los aspectos de la vida
cotidiana de la gente que vivía en la Baja Edad Media. Se
ha estructurado en dos grandes bloques bien diferentes
El primer bloque trata sobre las dificultades que
provocaba el clima y la
ausencia de movilidad territorial por parte de la mayoría
de la población. También se muestra
cómo era concebido el tiempo medieval y
la llegada del tiempo moderno, algunas características sobre cómo se
alimentaba la gente y las diferentes fiestas que llevaban a cabo
para romper con la rutina diaria.
El segundo bloque trata sobre los aspectos menos alegres
y muestra los conocimientos de la medicina
medieval, las enfermedades, los
testamentos, la concepción de la muerte y
las características de la posterior sepultura.
1. Medio físico y comunicación con otras áreas
culturales
1.1 Medio físico
Los hombres y mujeres de la Edad Media sufrían
con dureza las consecuencias del medio físico. Los rigores
del invierno eran muy difíciles de combatir para todas las
clases
sociales, utilizando tanto los nobles como los humildes el
fuego para combatirlo.
Gracias a la leña o el carbón vegetal el
frío podía ser evitado y surgieron incluso
rudimentarios sistemas de
calefacción, siendo la chimenea el más utilizado.
El refugio más empleado durante los largos y fríos
inviernos eran las casas, utilizando numerosas ropas de abrigo
para atenuar los rigores meteorológicos. Las pieles eran
el elemento característico del vestido medieval. Para
combatir el calor
sólo se podía recurrir a un baño y las
gruesas paredes de las iglesias y los castillos.
Otro elemento que suponía una importante
limitación era la luz. Por la noche
las actividades se reducían muchísimo. Incluso las
corporaciones laborales prohibían a sus miembros trabajar
durante la noche. Entre los motivos de estas prohibiciones
encontramos la posibilidad de provocar incendios o la
imperfección en el trabajo
debido a la escasa visibilidad.
Las horas nocturnas solían servir a la fiesta en
castillos o universidades, fiestas que se extendían a toda
la sociedad en
fechas señaladas como el 24 de diciembre o la noche de
difuntos. Sin embargo, uno de las situaciones en las que el hombre
echaba en falta la luz era por motivo de las grandes
catástrofes: pestes, incendios, inundaciones,
sequías, etc.
Los incendios eran práctica habitual en el mundo
medieval, propagados gracias a la utilización de madera en la
fabricación de las viviendas. Un descuido daba lugar a una
gran catástrofe utilizándose también el
fuego como arma de guerra. Las
condiciones sanitarias de la población favorecerán
la difusión de las epidemias y pestes, especialmente
gracias a las aglomeraciones de gentes que se producían en
las ciudades donde las ratas propagaban los agentes
transmisores.
1.2 Comunicación con otras áreas
culturales
El espacio de las gentes medievales era muy limitado.
Cuando los cronistas hacen referencia a la "tierra"
sólo aluden a la Europa cristiana
dependiente del pontificado romano. Fuera de este ámbito
espacial estaba el Imperio Bizantino y el Islam y a partir
de ahí los territorios eran bastante mal conocidos,
mezclándose fábula con escasas dosis de realidad.
Las noticias del Lejano Oriente llegaban a través de la
Ruta de la Seda, contactos muy indirectos y limitados.
África y buena parte de Asia
serían casi desconocidas para Europa. La mayoría de
la población medieval no salía de su entorno
más cercano durante toda su vida. La definición de
proximidad en la época medieval está relacionada
con la distancia que se podía recorrer a pie entre la
salida y la puesta del sol, considerando en ese tiempo
transcurrido tanto la ida como la vuelta. El ámbito de
relación sería, por lo tanto, local.
La movilidad aumenta a partir del año 1000 cuando
se produce un aumento de la seguridad en las
vías de comunicación. Entre los culpables del
aumento de esta movilidad encontramos el desarrollo de
las peregrinaciones, especialmente a Santiago a través de
la Ruta Jacobea. La puesta en marcha del Camino de Santiago por
el que peregrinos de toda Europa llegarán a la costa
atlántica, traerá consigo el aumento de los
intercambios tanto económicos como culturales y
artísticos. Bien es cierto que viajar en la época
medieval no era una empresa
fácil.
Los medios de
transporte
eran tremendamente primitivos y los caminos muy precarios. La
estructura
medieval era heredera de las vías romanas que empezaron a
tener una mayor atención a partir del siglo XII. Durante
estos viajes los
viajeros podían ser asaltados por bandidos y había
que pagar numerosos peajes al atravesar territorios
señoriales lo que motivaba que el trayecto alcanzado fuera
bastante limitado. Considerando que el viajero utilizara un
animal para sus desplazamientos, no recorrería más
de 60 kilómetros diarios por lo que atravesar Francia
llevaba del orden de 20 días. Las vías fluviales
serían más rápidas pero este medio de
comunicación era más utilizado por las
mercancías.
A pesar de estos inconvenientes los viajeros eran
relativamente abundantes. Por ejemplo, por la ciudad francesa de
Aix pasaban una media de 13 viajeros diarios. Juglares,
vagabundos, peregrinos, clérigos, soldados, prostitutas,
animaban los caminos europeos y se alojaban en la limitada
red de posadas
existente. Los hospitales para peregrinos y albergues
ampliarán esta oferta
asistencial en aquellas zonas del Camino por las que el
tránsito de viajeros era mayor. La mayoría de los
peregrinos procedentes de Francia pasaban por el hospital de
Roncesvalles en cuyo cementerio descansan los restos de un amplio
número de viajeros que no pudieron cumplir su sueño
de alcanzar la tumba del apóstol.
A partir del siglo XII se produce en la Europa cristiana
un aumento de la
comunicación con el exterior. Un buen ejemplo
serían los viajes realizados durante el siglo XIII por el
mercader veneciano Marco Polo. De esta manera las mentalidades
europeas pudieron conocer nuevas culturas.
El tiempo tenía para el hombre
medieval dos referentes; el primero, de carácter
físico, era el sol; el
segundo, de carácter espiritual, eran las campanas de las
iglesias. Esto ponía de manifiesto la dependencia del ser
humano respecto a la naturaleza
Las relaciones existentes entre el cómputo de la
Pascua y el ciclo lunar y entre la Navidad y el
solsticio de invierno, los dos hitos del calendario cristiano
evidenciaron el papel de la
Iglesia en la
visión del tiempo entre los europeos.
Los tiempos litúrgicos se acomodaron a las
grandes divisiones del año, las estaciones. Al inicio del
invierno, el Adviento anunciaba el nacimiento de Cristo. Tras
él, al comenzar la estación y terminar el
año, las fiestas navideñas (Natividad,
Circuncisión, Epifanía), estaban seguidas por un
tiempo de purificación (de animales: san
Antón, 17 de enero; de personas: la Candelaria, 2 de
febrero; de conciencias: Cuaresma, recuerdo de los cuarenta
días de ayuno de Cristo en el desierto). Con la primavera,
llegaba la Pascua (domingo después del primer plenilunio
de la estación), la Ascensión y el
Pentecostés. Y con el verano, la festividad de san Juan
(24 de junio), en pleno solsticio estival, recubriendo ritos
cristianos del agua y el
fuego, y, tras él, la Asunción de la Virgen (15 de
agosto), la gran fiesta de la fertilidad de las cosechas. La
llegada del otoño, con la rendición de cuentas y rentas,
se puso bajo el título de dos santos mediadores: Mateo, el
recaudador (21 de septiembre) y Miguel, el arcángel
encargado de pesar las almas (29 de septiembre). Por fin, el
año cristiano, pero también el de la actividad
agrícola, ganadera y pesquera, concluía en torno a Todos los
Santos (1 de noviembre), la conmemoración de los fieles
difuntos (día 2), heredados de la tradición celta,
y San Martín (11 de noviembre).
El ritmo semanal, resultado de dividir en siete el mes
lunar de veintiocho días, estaba ya en la tradición
caldea, pero fue el relato bíblico de la creación
el que consagró seis días de trabajo y uno de
descanso, en que está prohibido todo trabajo, incluso el
viaje, si no es por motivo grave. Así 52 domingos al
año y otras tantas fiestas, numerosas sobre todo en mayo y
diciembre, constituían los días de guardar, con
obligación de oír misa y evitar obras
serviles.
De esta forma, por cristianización de tradiciones
previas o imposición de otras nuevas, la Iglesia se
convirtió en la gran dominadora del tiempo en la sociedad
europea. Incluso, dentro del día, el ritmo de las horas se
inspiraba en el de las previstas en las reglas monásticas
y las campanadas de los templos se encargaban de
recordarlas.
A lo largo del siglo XIV el ritmo de vida cotidiana en
las principales ciudades de occidente experimentará una
profunda modificación. El tiempo, como bien divino que
venía medido por la sucesión de campanas que
anunciaban las horas canónicas, deja de ser
elástico y gratuito para convertirse en un elemento
mesurable y apreciable. Los negociantes medievales descubrieron
que la medida del tiempo era importante para la buena marcha de
los negocios, pues
la duración de un viaje, las alzas y bajas coyunturales de
los precios o el
periodo invertido por un artesano en la elaboración de un
producto eran
factores temporales que intervenían al final en los
resultados económicos; es decir, se descubrió que
el tiempo tenía su precio, por lo
que era necesario controlar y medir su discurrir.
Tal como se ha mencionado anteriormente, hasta finales
del siglo XIII la sociedad vivía sujeta a ritmos
temporales marcados por el calendario agrícola, que estaba
reafirmado por el calendario litúrgico, ambos tan
inestables que el segundo dependía de un centro
móvil, la conmemoración de la Pascua, fijado cada
año en función
del primer plenilunio después del solsticio de
invierno.
En cuanto a lo que podemos llamar tiempo cotidiano la
verdad es que el hombre europeo lo vivía sin
preocupaciones por la precisión y sin demasiadas
inquietudes por su rendimiento; el único sistema de
referencia era el señalado por las horas canónicas
que dividía el día en períodos, distribuidos
por igual entre el día y la noche, registrado por medio de
campanas: maitines (medianoche), laudes, prima, tercia, sexta
(mediodía), nona, vísperas y completas; pero ni
siquiera esto podía controlarse, porque los toques de
prima y completas se hacían coincidir siempre, en
cualquier época del año, con el alba y el
crepúsculo, y a partir de ellos se computaban el resto de
toques, con lo cual sólo en los equinoccios se
conseguía, aproximadamente, delimitar fracciones
temporales homogéneas. Técnicamente, los relojes de
agua, arena y sol constituían los únicos medios
objetivos para
medir el tiempo, pero eran tan rudimentarios y sujetos a
circunstancias tan imponderables que no pueden tomarse en
consideración.
No obstante antes del siglo XIII se había
producido en algunos lugares una alteración en el control de ese
tiempo cotidiano consistente en el desplazamiento de la nona, que
desde su localización ideal en torno a las tres de la
tarde había avanzado al mediodía; esta
pequeña variación que no fue objeto de
ningún tipo de interpretación n comentario por los
contemporáneos ha sido explicada, finalmente, por Le Goff
como debida a la necesidad de subdividir el tiempo de trabajo de
forma más racional: la nueva situación de la hora
nona permitía la división de la jornada de trabajo
de sol a sol, en dos medias jornadas equivalente en cualquier
época de año.
Se trata, posiblemente, del primer intento de intervenir
en la ordenación del tiempo de todos por parte de la
minoría dirigente. Sin embargo, aún pasarán
varios decenios hasta que se consigan los medios técnicos
necesarios para llegar a controlar la división del
día en 24 horas invariables y hacer público y
notorio el paso del tiempo. El afán de alcanzar las
horas ciertas reflejadas en un reloj civil, a las que se
refieren en 1335 los burgueses de Aire-sur-la-Lys,
pequeña ciudad gobernada por el gremio de pañeros,
a imagen y
semejanza de lo que habían logrado unos años antes
los de Gante y Amiens, se convierte en una lucha social que de
manera imparable, y sin apenas resistencia,
impondrá un nuevo género de
vida a la sociedad urbana europea, comenzando por las
áreas más industrializadas de Flandes, Italia y el norte
de Francia, y que cien años después conduce a que
rara era la ciudad o lugar de Europa que no contaba con uno o
varios relojes para controlar el tiempo de sus
habitantes.
Los primeros relojes no tenían ninguna
precisión, se estropeaban con gran facilidad y
dependían de un encargado que lo controlase, diese las
campanadas y, en muchas ocasiones, lo ajustase tomando como
referencia el viejo reloj de sol, el alba o el ocaso. Lo
más importante es lo que significaron, pues su
propagación representa la muerte del tiempo medieval, un
tiempo que A. Gurievich califica de prolongado, lento y
épico. El nuevo tiempo ya no es divino y propiedad
exclusiva de Dios, sino que pasa a pertenecer al hombre, a cada
uno de los hombres, y se tiene el deber de administrarlo y
utilizarlo con sabiduría, pero que puede también
comprarse y venderse. Se convierte en herramienta de primer orden
para el humanista, cuya virtud principal, la templanza,
tendrá el atributo iconográfico del
reloj.
Podemos decir que se produce la aparición de un
carácter laico en el tiempo, en buena medida debido a los
relojes. La utilización de sistemas de medición del tiempo en las ciudades
será fundamental para el desarrollo de las diversas
actividades, siendo tremendamente importante la difusión
de relojes a través de pesas y campanas que serían
instalados en las torres de los ayuntamientos. Los relojes
municipales aportaban una mayor dosis de laicismo a la vida al
abandonar la medición a través de las horas
canónicas. Era una manera de "rebelión" por parte
de la burguesía que se vería reforzada con la
aparición, posteriormente, de los relojes de
pared.
El vino y el pan serán los elementos
fundamentales en la dieta medieval. En aquellas zonas donde el
vino no era muy empleado sería la cerveza la bebida
más consumida. De esta manera podemos establecer una clara
separación geográfica: en las zonas al norte de los
Alpes e Inglaterra
bebían más cerveza mientras que en las zonas
mediterráneas se tomaba más vino. Aquellos alimentos que
acompañaban al pan se denominaban "companagium". Carne,
hortalizas, pescado, legumbres, verduras y frutas también
formaban parte de la dieta medieval dependiendo de las
posibilidades económicas del consumidor.
Uno de los inconvenientes más importantes para
que estos productos no
estuvieran en una mesa eran las posibilidades de
aprovisionamiento de cada comarca. Debemos considerar que los
productos locales formaban la dieta base en el mundo rural
mientras que en las ciudades apreciamos una mayor
variación a medida que se desarrollan los mercados urbanos.
La carne más empleada era el cerdo -posiblemente
porqué el Islam prohíbe su consumo y no
dejaba de ser una forma de manifestar las creencias
católicas en países como España, al
tiempo que se trata de un animal de gran aprovechamiento- aunque
también encontramos vacas y ovejas.
La caza y las aves de corral
suponían un importante aporte cárnico a la dieta.
Las clases populares no consumían mucha carne, siendo su
dieta más abundante en despojos como hígados,
patas, orejas, tripas, tocino, etc. En los periodos de
abstinencia la carne era sustituida por el pescado, tanto de mar
como de agua dulce. Diversas especies de pescados formaban parte
de la dieta, presentándose tanto fresco como
salazón o ahumado. Dependiendo de la cercanía a las
zonas de pesca la
presentación del pescado variaba. Judías, lentejas,
habas, nabos, guisantes, lechugas, coles, rábanos, ajos y
calabazas constituían la mayor parte de los ingredientes
vegetales de la dieta mientras que las frutas más
consumidas serían manzanas, cerezas, fresas, peras y
ciruelas. Los huevos también serían una importante
aportación a la dieta. Las grasas vegetales
servirían para freír en las zonas más
septentrionales mientras que en el Mediterráneo
serían los aceites vegetales más consumidos. Las
especias procedentes de Oriente eran muy empleadas, evidentemente
en función del poder
económico del consumidor debido a su carestía.
Azafrán, pimienta o canela aportaban un toque
exótico a los platos y mostraban las fuertes diferencias
sociales existentes en el Medievo.
Las carnes debidamente especiadas formaban parte casi
íntegra de la dieta aristocrática mientras que los
monjes no consumían carne, apostando por los vegetales.
Buena parte del éxito
que cosecharon las especias estaría en sus presuntas
virtudes afrodisiacas. Como es lógico pensar los festines
y banquetes de la nobleza traerían consigo todo tipo de
enfermedades asociadas a los abusos culinarios:
hipertensión, obesidad,
gota, etc.
El pan sería la base alimenticia de las clases
populares, pudiendo constituir el 70 % de la ración
alimentaria del día. Bien es cierto que en numerosas
ocasiones los campesinos no comían pan propiamente dicho
sino un amasijo de cereales -especialmente mijo y avena- que eran
cocidos en una olla con agua -o leche– y sal.
El verdadero pan surgió cuando se utilizó un
ingrediente alternativo de la levadura. Escudillas, cucharas y
cuchillos serían el menaje utilizado en las mesas
medievales en las que apenas aparecen platos, tenedores o
manteles. La costumbre de lavarse las manos antes de sentarse a
la mesa estaba muy extendida.
No se introducen productos nuevos, sino que alguno de
ellos se hizo más popular y otros se integran masivamente
como símbolo de estatus social o manifestación
religiosa. Al final de la Edad Media se sigue manteniendo la
división geográfica entre la cocina del norte donde
predomina el uso de la grasa animal y la del sur,
mediterránea, que emplea el aceite de oliva; pero
también se puede distinguir una cocina
aristocrática, en la que se produce una mayor variedad de
productos, de técnicas
de preparación y de complejidad de esta
elaboración, con intervención de especias,
protagonismo de asados de volatería y de guisos de
pescado, todo con adornos y aderezos de salsas y sofritos,
así como una notable intervención de la
confitería.
La predilección por los sabores aportados por las
especias se presenta de manera distinta en los países de
Europa. En Francia es el jengibre la más usada, seguida de
la canela, el azafrán, la pimienta y el clavo; en Alemania, se
emplea sólo la pimienta y el azafrán y en menor
medida el jengibre; los ingleses son los más particulares,
pues prefieren la cubeba, el macís, la galanga y la flor
de canela, mientras los italianos fueron los primeros en utilizar
la nuez moscada.
Frente a esta cocina muy refinada, cara y con fuertes
variedades regionales, encontramos una cocina popular, menos
cambiante, más unida a las necesidades y a la producción del entorno, con predominio de
guisados en olla, donde la carne debía cocer largo rato
porque los animales eran viejos y, por tanto, más dura, se
acompañaba de verduras y legumbres y se completaba con
elevadas cantidades de plan.
Tanto en las regiones donde ya había una enorme
tradición, como en otras, se generaliza la
elaboración de morcillas con la sangre del cerdo,
con piñones, pasas y azúcar,
o las tortas de harina de mijo o de castañas
también con la sangre del animal, pudiendo entenderlo como
un intento de demostrar su raíz cristiana y alejar
cualquier sospecha de judaísmo.
La celebración de actos festivos supone la
ruptura de lo cotidiano durante la Edad Media. Sin embargo, cada
sociedad manifiesta sus expresiones festivas de forma diferente
dependiendo de sus condiciones ideológicas,
socioculturales, económicas, de las relaciones de clases y
de otros factores que inciden en la propia fiesta.
En la Baja Edad Media podemos distinguir dos grupos de
fiestas, las civicorreligiosas, que están ligadas al ciclo
litúrgico o tienen una razón especial para
conmemorar acontecimientos especiales, normalmente de tipo
político (matrimonios reales, visitas del rey, victorias
militares, etc.) y las que derivan de una contracultura de origen
popular o rural.
Las fiestas civicorreligiosas comprenden un
número elevado de celebraciones, una parte de las cuales
pierden el carácter extraordinario para convertirse en
parte de la rutina, como es el caso de los domingos, y sirven
para marcar el ritmo de trabajo haciendo del ciclo semanal
totalmente identificado con la ocupación divina en la
creación.
El resto de las celebraciones aglutina fiestas
clásicas adaptadas a la concepción cristiana,
conmemoraciones locales, parroquiales, socio profesionales, de
las cofradías o las explosiones de júbilo ordenadas
por la monarquía para celebrar acontecimientos
extraordinarios, son empleadas por la Iglesia y los gobiernos
urbanos para imprimir su marca, al mismo
tiempo que ven la expresión de un civismo en el que ellos
pueden apoyarse.
Ocupaban una gran parte del año y en ellas la
presencia popular es absolutamente necesaria, aunque en la
mayoría de las ocasiones sólo como espectadores o
comparsas, sometidos a un control de los sentimientos. En este
tipo de fiestas todo está controlado y regulado, siguiendo
un ritual en el que lo laico y lo religioso se mezcla y
complementa perfectamente.
Para la preparación de las fiestas se comienza
por ordenar una limpieza y decoración de la ciudad, porque
las calles y las plazas son el escenario de la fiesta: con paja y
juncos se evita el barro, se cuelgan tapices y paños en
las ventanas, se encienden luminarias en las fachadas de los
edificios principales, incluso la gente se viste mejor. Los
músicos (flautas, tamboriles, trompetas, violas, etc)
contratados y pagados, recorren las calles haciendo bailar a la
gente, se representan pequeñas obras teatrales, hay
vendedores de objetos y mercancías exóticas, gente
que realiza malabares con el fuego o ejercicios de
acrobacia.
El núcleo central de la manifestación
pública lo constituye las procesiones (las de Semana
Santa, las del santo patrón, las del Hábeas
Christi, etc.). Pero también recorrían las calles
de las ciudades los cortejos reales, los embajadores extranjeros,
los asistentes a las Cortes, etc., y junto a ellos, luciendo sus
vestidos oficiales, sus pendones, mazas y enseñas, las
jerarquías religiosas, los regidores de la ciudad, los
representantes de los gremios, los de las parroquias y cualquiera
que pudiera y quisiera demostrar su proximidad al poder; el oren
en una procesión era el orden reconocido en la sociedad.
En las orillas de la calle, uniéndose finalmente al
cortejo, el pueblo lloraba o cantaba según lo que
debía hacer.
No sólo se hacia fiesta pública por
sucesos positivos, sino también por lo contrario,
entierros y, sobre todo, las ejecuciones de sentencias sumarias
tenían un desarrollo similar, con el paseo del reo, que en
el caso de que fuese por sentencia de la Inquisición
tenía especial parafernalia de advertencia, y su
cumplimiento en lugar público suponía acatar la
justicia del
poder.
Frente a estas fiestas, a través de las cuales el
control de la Iglesia y del Estado se
fortalecía, se desarrollan otras celebraciones, que
durante los dos últimos siglos de la Edad Media
todavía mantendrán la espontaneidad y el
descontrol, como ocasión de desbordamiento del marco
social, sirviendo al mismo tiempo de reunión
psicopedagógica colectiva y de periódicas descargas
de energía acumulada.
La mezcla de clases y el mantenimiento
de un espíritu festivo abierto coinciden en general con el
entorno social y político en el que desarrollan. A finales
del siglo XV estas fiestas comenzarán a reducirse ya que
la cultura
oficial tomará la dirección y las dotará de una nueva
dimensión más elaborada, menos espontánea,
que sin apartarse totalmente del objetivo
lúdico, será controlado, y, finalmente, ya en el
siglo XVI, las reformas religiosas y la implantación de
una cultura burguesa más reprimida, las devolverá
definitivamente a la calle, convirtiéndolas en fiestas
perseguidas y calladas.
Estas celebraciones festivas populares se caracterizan,
según Roger Caillois, por cuatro rasgos principales: por
ser exaltaciones colectivas, estar presididas por el exceso,
existir una transgresión de las prohibiciones y apoyarse
en la inversión del orden social.
Los dos ciclos festivos que mejor se adaptan a este
esquema son el de invierno, con las fiestas de los Locos, del
Asno y muchas variedades locales, celebradas a comienzo de
año, entre Navidad y Epifanía, siempre basadas en
la subversión del orden establecido y, sobre todas, el
Carnaval, donde predomina el disfraz, las máscaras y la
burla, donde los excesos en todo llegaban quizá al
máximo en la comida y la bebida, como preludio al periodo
de penitencia y abstinencia que se iniciaba el miércoles
de ceniza que clausuraba la fiesta; el carácter de
revancha, de lucha entre Don Carnal y doña
Cuaresma, se celebraba en toda Europa.
El otro ciclo, el de la primavera, con los mayos
y el solsticio de verano festejado la noche de San Juan, con el
fuego, la quema del pasado y la renovación ante el renacer
de la naturaleza,
constituyen fiestas menos dramáticas que aquéllas y
con un mayor componente erótico.
La practica de la medicina
El inicio de la medicina como ciencia se
sitúa en la época de los griegos, principalmente de
Hipócrates (siglo V a.C), que es considerado el padre de
la medicina. Esto se debe a su importante papel al separar la
medicina de la mitología y religión (antes se
creía que la enfermedad y la salud la daban los dioses y
por tanto, no podía buscarse causas naturales a ellas).
Hipócrates, además, formularía su teoría
de los 4 humores, los cuales se encargarían, en el
correcto equilibrio de
la salud, o la enfermedad cuando uno de ellos o varios se
desequilibraran.
También hay que destacar aquí los primeros
trabajos en la anatomía humana
realizada por los egipcios. Sin embargo, estos no realizaban
verdaderas disecciones anatómicas, sino que tan
sólo se limitaban a hacer evisceraciones, necesarias para
la correcta momificación de los cadáveres.
Heredarían estos conocimientos la cultura de
Alejandría, que ya en el siglo III a.C. realizarían
disecciones humanas (destacaron en este arte
Herófilo y Erasistrato). Sin embargo, estos conocimientos
anatómicos se perderían en el año 48 a.C,
cuando las tropas de Julio César quemaron la Biblioteca de
Alejandría con todos sus libros en el
interior.
La Edad Media es una de las etapas históricas
más pobres para la medicina. Prácticamente
sólo sirvió como puente entre la medicina
clásica (griega y romana) y la medicina renacentista. Es
decir, fueron meros transmisores de una cultura médica que
no supieron mejorar, aunque sí conservar. Llegaron a
Europa algunos de los conocimientos de los alejandrinos a
través de las invasiones del pueblo musulmán, que
tenían un conocimiento
más profundo de la anatomía humana.
Hasta fines del siglo XV los conocimientos
teóricos en medicina no habían avanzado mucho
más que en la época de Galeno. La teoría
humoral de la enfermedad reinaba suprema, con agregados
religiosos y participación prominente de la
astrología.
Teoría de los cuatro humores. En la Edad
Media, un individuo saludable, era aquel que tenía un
equilibrio interno entre los cuatro humores, concebidas por
Galeno, y sus cualidades primarias, lo que conlleva a la
seguridad de sus partes físicas. Cuando este equilibrio se
perturba, se origina una enfermedad. Un desequilibrio humoral se
produce por agencia del hombre mismo o de su ambiente, lo
que comprende su forma de vida y de trabajo, su alimentación, bebida
y actividad sexual.
El trastorno humoral, puede ser en calidad o en
cantidad. Éste da lugar a sustancias nocivas, llamadas
substantias pecantes, que deben ser eliminadas para lograr la
curación.
Los cuatro humores que el cuerpo contiene son la sangre,
la flema, la bilis amarilla y la bilis negra, que corresponden a
cada uno de los cuatro temperamentos: sanguíneo,
flemático, melancólico y colérico. Cada uno
de los humores era caliente, frío, húmedo o seco;
por ende los médicos recetaban medicinas frías para
las enfermedades calientes y remedios secos contra las
húmedas, todo esto basado en el famoso principio de que lo
contrario cura lo opuesto.
La anatomía estaba empezando a estudiarse no
sólo en los textos de Galeno y Avicena sino también
en el cadáver, aunque en esos tiempos muy pocos
médicos habían visto más de una
disección en su vida (la autorización oficial para
usar disecciones en enseñanza de la anatomía la hizo el
Papa Sixto IV (1471-1484) y la confirmó Clemente VII
(1513-1524)).
La fisiología del corazón y
del aparato digestivo
eran todavía galénicas, y la de la reproducción había olvidado las
enseñanzas de Sorano. El diagnóstico se basaba sobre todo en la
inspección de la orina, que según con los numerosos
tratados y
sistemas de uroscopia en existencia se interpretaba según
las capas de sedimento que se distinguían en el
recipiente, ya que cada una correspondía a una zona
específica del cuerpo; también la inspección
de la sangre y la del esputo eran importantes para reconocer la
enfermedad. La toma del pulso había caído en
desuso, o por lo menos ya no se practicaba con la acuciosidad con
que lo recomendaba Galeno. El tratamiento se basaba en el
principio de contraria contrariis y se reducía a
cuatro medidas generales:
1) Sangría, realizada con la idea de eliminar el
humor excesivo responsable de la discrasia o desequilibrio
(plétora) o bien para derivarlo de un órgano a
otro, según se practicara del mismo lado anatómico
donde se localizaba la enfermedad o del lado opuesto,
respectivamente.
2) Dieta, para evitar que a partir de los alimentos se
siguiera produciendo el humor responsable de la discrasia. Desde
los tiempos hipocráticos la dieta era uno de los medios
terapéuticos principales, basada en dos principios:
restricción alimentaria, frecuentemente absoluta, aun en
casos en los que conducía rápidamente a desnutrición y a caquexia, y direcciones
precisas y voluminosas para la preparación de los
alimentos y bebidas permitidos, que al final eran tisanas,
caldos, huevos y leche.
3) Purga, para facilitar la eliminación del
exceso del humor causante de la enfermedad. Quizá
ésta sea la medida terapéutica médica y
popular más antigua de todas: identificada como eficiente
desde el siglo XI a.C. en Egipto,
todavía tenía vigencia a mediados del siglo XX. A
veces los purgantes eran sustituidos por enemas.
4) Drogas de muy
distintos tipos, obtenidas la mayoría de las diversas
plantas, a las
que se les atribuían distintas propiedades, muchas veces
en forma correcta: digestivas, laxantes, diuréticas,
diaforéticas, analgésicas, etc.
Al mismo tiempo que estas medidas terapéuticas
también se usaban otras basadas en poderes sobrenaturales.
Los exorcismos eran importantes en el manejo de trastornos
mentales, epilepsia o impotencia; en estos casos el sacerdote
sustituía al médico. La creencia en los poderes
curativos de las reliquias era generalizada, y entonces como
ahora se rezaba a santos especiales para el alivio de
padecimientos específicos
Los médicos no practicaban la cirugía, que
estaba en manos de los cirujanos y de los barberos. Los cirujanos
no asistían a las universidades, no hablaban latín
y eran considerados gente poco educada y de clase inferior.
Muchos eran itinerantes, que iban de una ciudad a otra operando
hernias, cálculos vesicales o cataratas, lo que
requería experiencia y habilidad quirúrgica, o bien
curando heridas superficiales, abriendo abscesos y tratando
fracturas. Sus principales competidores eran los barberos, que
además de cortar el cabello vendían ungüentos,
sacaban dientes, aplicaban ventosas, ponían enemas y
hacían flebotomías.
La Baja Edad Media se caracteriza, entre otras cosas,
por una mayor concienciación de la realidad de la muerte.
Es probable que este fenómeno haya sido acrecentado por
las constantes epidemias que asolaron Europa a mediados del siglo
XIV, así como el aumento de la crueldad de las guerras y el
aumento de las aglomeraciones urbanas, que favoreció una
mayor percepción
de los fenómenos más morbosos de la
experimentación de la enfermedad y la muerte. Otros han
puesto más énfasis en el desarraigo que supone para
la gente del campo su llegada masiva a la ciudad en los siglos
bajomedievales.
En la concepción cristiana la muerte se
considera el instante en el que se separan cuerpo y alma.
Según esta concepción, el buen cristiano debe estar
preparado en cualquier instante para este momento y las
voluntades de los mortales se recogían en los
testamentos.
Para conseguir la salvación de los difuntos era
necesaria la mediación de los clérigos lo que
motivaba el encarecimiento de la muerte. La misa era la
fórmula de conectar el mundo de los vivos con el de los
muertos y ahí también encontramos una evidente
diferenciación social ya que los ricos podían
ofrecer más misas por sus difuntos al tiempo que
tenían más posibilidades de realizar la caridad con
los pobres.
La vida terrenal sería considerada en la Edad
Media como un mero tránsito hacia la eternidad. El cielo
era el destino deseado por todos pero por mucho que el individuo
se preparara el camino para la salvación nada estaba
asegurado y el infierno constituía un serio
peligro.
Según Sesma Muñoz (1), en el seno de la
tradición judeocristiana del occidente europeo los hombres
y mujeres, ricos y pobres, urbanos y rurales, jóvenes y
viejos que se ven en trance de dictar sus últimas
voluntades, califican la vida terrenal con expresiones duras y
amargas: miserable, incierta, engañosa, transitoria, como
si estuvieran convencidos de que estaban en un valle de
lágrimas, al tiempo que contemplaban la muerte como algo
inevitable, destino común del que no se puede escapar y
ante una proximidad muestran una resignación natural que
les hace más pensar en los que quedan y en la
preparación de su tránsito, que en lamentaciones y
arrepentimientos.
Existe la convicción entre la población de
la Edad Media de la existencia de otra vida, la vida eterna, tras
el tránsito, por lo que temen fallecer sin aviso,
repentinamente, y verse privados de un tiempo precioso para
repartir sus bienes, avalar
la buena convivencia familiar y arreglar los trámites del
Más Allá, es decir, asegurarse el arrepentimiento
final y el cumplimiento de ritos y ayudas para que su alma se
garantice el purgatorio.
En el Más Allá existe el paraíso o
el infierno que constituyen los dos destinos extremos, que han
sido únicos durante mucho tiempo para los cristianos, si
bien a partir del siglo XIII adquiere fuerza la idea
de un tercer lugar, el purgatorio, intermedio entre ambos, donde
las almas que necesitan un tiempo de expiación para
acceder a la gloria aguardan y se benefician de los actos
piadosos hechos en la tierra,
según la concepción de los santos. También
en estos momentos se formula la existencia del limbo como lugar
particular para las almas de los niños
no bautizados.
Además, existe un convencimiento generalizado en
la resurrección tras el juicio final, que se manifiesta en
buscar para el enterramiento la compañía de sus
muertos, de sus personas más queridas, junto a las cuales
se quiere despertar un día. En los pueblos y aldeas, los
testadores solicitan ser enterrados en el cementerio de la
iglesia parroquial, lo que les "garantizaba" ya una
compañía conocida.
Está muy extendido el culto a determinados
santos, santa Bárbara, santa Ana o san José, como
protectores frente a la muerte súbita, o San
Cristobalón, presente en todas las iglesias junto a la
puerta de salida, como encargado del tránsito, al que se
le pide lentitud en el traslado del alma.
En el siglo XV comienza a difundirse el Ars Moriendi,
cuyas ediciones impresas y traducidas a las lenguas
vernáculas, lo presentan como "Arte del bien morir" y cuya
finalidad queda expuesta en este proemio: "La más
espantable de las cosas terribles sea la muerte, empero en
ninguna manera se puede comparar a la muerte del ánima",
para lo cual se da una serie de consejos, acompañados de
grabados ilustrativos, que faciliten la confesión completa
y ayuden a alcanzar la salvación con una buena muerte. La
muerte cristiana al final de la Edad Media no es una muerte
solitaria, sino un acto social al que deben acudir amigos y
parientes para ayudar a la persona que
muere.
La muerte se constituye así en un acto de
solidaridad,
de ayuda mutua, que no acaba con la expiración, sino que
los que todavía permanecen en el mundo deben ocuparse de
los muertos a través de mandas piadosas, y muchas misas.
Junto a ello se debe dar limosnas a las iglesias y capillas, dar
de comer o vestir a los pobres, aliviar penas de cautivos,
enfermos o locos, a contribuir al casamiento de huérfanas
pobres, etc. Esto dependerá de la capacidad
económica del difundo. El dinero se
convierte en un argumento para alcanzar la
salvación.
En la Edad Media la muerte nunca fue acompañada
de caracteres macabros. Sería en los últimos siglos
cuando aparecen aspectos tétricos, motivados sin duda por
la difusión de la Peste Negra y las epidemias, hambrunas y
devastadoras guerras que sacudieron la Baja Edad Media. En las
ciudades se desarrollaría incluso la idea de
muerte-espectáculo.
Tal como ocurre hoy en día, la muerte se presenta
a lo largo de la Edad Media como la última acción
igualitaria sobre la sociedad (lo que no era cierto, en
teoría, pues la posición social y la economía condiciona
la salvación). La muerte se presenta como un acto de la
vida cotidiana y existe una visión menos temerosa ante
ella. Esto desaparecerá de las culturas
posteriores.
2.1 El testamento
Es testamento se convierte, para la mentalidad del
hombre medieval, en un auténtico pasaporte para la vida
eterna, aunque es bien consciente de que ese documento tiene que
ir acompañado de las buenas obras y completado por los
correspondientes sufragios.
Las causas para que un hombre se decida a redactar su
testamento se pueden dividir en dos planos; el natural y el
sobrenatural. Es decir, la transmisión de bienes
temporales, y la conciencia de la
necesidad de presentarse libre de acusaciones ante el juicio
divino.
Lo habitual era que se testara cuando la enfermedad
causase los primeros indicios, aunque su redacción podía hacerse en cualquier
momento. Los meses de calor, correspondientes al periodo entre
abril y octubre, era la época de mayor número de
testamentos debido al aumento de las fiebres y las pestes. Era
necesario no retrasar excesivamente el momento de la
redacción del testamento porque éste tenía
que redactarse en plenas condiciones psíquicas y
morales.
El testamento se constituyó, desde los primeros
siglos medievales, en un auténtico seguro de vida
eterna para el testador, siempre y cuando fuera acompañado
de las buenas obras y de un verdadero arrepentimiento, que las
mismas disposiciones del documento debían acreditar. Era
como un pacto que se establecía entre la Iglesia y el
testador, la cual cubría el ámbito natural y el
sobrenatural.
De hecho, en los testamentos bajomedievales se establece
desde el principio una dicotomía bien
característica entre las donaciones terrenas (pago de
deudas pendientes, establecimiento de donaciones a los
familiares, recompensas a los amigos, retribución a los
colegas profesionales) y las espirituales (limosnas de todo tipo,
donaciones a las parroquias, solicitud de oraciones y, por fin,
el confuso mundo del establecimiento y pago de los sufragios que
el testador establece para entrar en la vida eterna con la mayor
brevedad posible).
Es en los preámbulos de los testamentos donde
quizá se muestra de modo más explícito el
temor a la muerte y la conciencia de su proximidad que los
ciudadanos bajomedievales tienen. Allí el testador suele
explayarse, manifestando en algunas ocasiones el estado de
ánimo con el que afronta- de un modo inminente o no- la
muerte natural. En estas cláusulas es donde se refleja con
más hondura la conciencia del hombre medieval ante la
magnitud de lo sobrenatural o la idea de la fugacidad de la
vida.
2.2 La sepultura
Tras el fallecimiento el difunto era envuelto en un
sudario de tela blanca y era velado por los familiares antes de
ser enterrado. El entierro se realizaba de manera rápida
no sólo para evitar contagios y enfermedades sino para
alejar el fantasma de la muerte de la familia o
el pueblo.
En el caso de los más acomodados, o de que el
difunto formase parte de una cofradía, el funeral
suponía un enorme gasto, ya que incluía un pomposo
cortejo con luminarias y la procesión de pobres y
plañideras contratados pare la ocasión.
El entierro para estos afortunados tenía lugar en
el cementerio parroquial y conllevaba a menudo la sepultura
perpetua, aunque la mayoría eran inhumados en vastos
cementerios comunes -como los de las ciudades-, simples
descampados donde solían realizarse toda clase de
actividades profanas (mercado, juegos,
etc.).
La solemnidad caracterizaba el traslado del
cadáver desde la casa hasta el lugar de enterramiento. Los
familiares, compañeros de oficio y las plañideras
(en mayor número cuando el finado era de clase social
elevada ya que recibían una gratificación)
acompañaban al cadáver.
Durante la trayectoria las campanas de las iglesias
tocaban para ahuyentar a los demonios. Cantos, plegarias y
llantos eran los sonidos del cortejo durante el viaje. El blanco
era el color habitual
del duelo, estando el negro reservado para las familias
aristocráticas. Cementerios e iglesias eran los lugares de
enterramiento. El desarrollo
económico de la Baja Edad Media motivó la
proliferación de capillas en iglesias y catedrales. Tras
el entierro la familia
debía ofrecer una comida a los acompañantes. Su
objetivo era reconstruir la cohesión de la comunidad. Tras
el primer aniversario de la muerte se celebraba una misa con la
que se ponía punto final al luto que había guardado
la familia.
En las ciudades la gente reclama un lugar concreto,
junto a la esposa o esposo, los hijos o los padres, siendo
también en esto la capacidad económica y social un
factor de diferencia, pues las familias poderosas privatizan
espacios sagrados lejos de la fosa común donde yacen los
pobres de manera anónima, y se construyen sus propias
capillas o enterramientos familiares.
De los muchos aspectos que se tratan en el trabajo me ha
llamado la atención los referentes a la concepción
de la muerte. Se puede observar que en la Baja Edad Media la
llegada de la muerte se ve como algo natural y cotidiano. En la
actualidad, debido a las actuales condiciones de vida, por todos
conocidas, se puede conseguir una esperanza de vida mayor en los
países desarrollados. Esto ha hecho que se vea a la muerte
como algo lejano de lo que no se debe hablar, y cuando se
presenta aparece como algo cruel y difícil de
afrontar.
Otro punto que me ha llamado la atención es la
enorme influencia que supuso el poder de la Iglesia a la hora de
limitar el desarrollo de la medicina desde un punto de vista
científico. Cuesta creer que no se avanzara
prácticamente nada durante toda la Edad Media.
Para finalizar, este trabajo me ha servido para conocer
aspectos que se acercan a la vida cotidiana de la gente de la
Baja Edad Media y que no había visto en otras asignaturas
debido a su carácter más general.
- BALARD, Michel y otros. De los bárbaros al
Renacimiento.
Torrejón de Ardoz: Ediciones Akal, 1994. - BLOCH, Marc. La sociedad feudal. Akal Universitaria.
Madrid. 1986. - CLARAMUNT RODRÍGUEZ, S. y otros. Historia de la Edad Media.
Barcelona: Editorial Ariel, 1997 - FOSSIER, Robert. La sociedad medieval. Ed
Crítica. Barcelona. 1996. - FOSSIER, Robert. La Edad Media. 3 vols. Barcelona:
Editorial Crítica, 1988. - GARCÍA DE CORTÁZAR, J. Ángel
Historia de la Edad Media. Alianza Editorial. Madrid.
2001. - GARCÍA DE CORTÁZAR, José
Ángel. La época medieval. En "Historia de
España", dirigida por Miguel Artola. Tomo 2. Madrid:
Alianza Editorial, 1988. - LE GOFF, Jacques y otros. El hombre medieval. Alianza
Editorial. Madrid. 1987. - RIU, Manuel. La Baja Edad Media. Barcelona:
Montesinos Editor, 1985.
10. VALDEÓN, Julio. La Baja Edad Media. Madrid:
Ediciones Generales Anaya, 4ª ed., 1995.
David Sáez