Indice
1.
Concepto
2.
Formación
3. Lenguas
Originales
4.
Estructura
5. Géneros
Literarios
6. Mensaje principal de algunos
libros
8. Versiones de la
Biblia
9. Vocabulario
Bíblico
10.
Bibliografía
La palabra "Biblia" viene del griego y significa
"libros". Es el
conjunto de Libros Sagrados llamados también "Sagradas
Escrituras" (Mateo 21:42; Hechos 8:32) que contienen la Palabra
Viva de Dios y narran la "Historia de
Salvación" (como Dios nos salva). Nos revela las verdades
necesarias para conocerle, amarle y servirle.
La Biblia se divide en dos partes: Antiguo Testamento (antes de
Cristo) y Nuevo Testamento (plenitud de la promesa en Cristo).
"Testamento" significa "alianza" y se refiere a las alianzas que
Dios pactó con los Israelitas en el Antiguo Testamento y
la nueva y definitiva alianza que Dios hizo con los hombres en la
Sangre de
Jesucristo.
Panorama Histórico – Literario de la Biblia
El siguiente es un esquema de las etapas de la historia de
Israel, el Pueblo
Elegido, los principales eventos y fechas,
y su correspondencia con los libros del Antiguo
Testamento.
ETAPA | EVENTOS | LIBROS BÍBLICOS |
PROTO HISTORIA | Preámbulo histórico | GÉNESIS 1-11 |
PERIODO PATRIARCAL | 1850: Abraham baja a Canaán. | GÉNESIS 12-50 |
PERIODO DE ÉXODO | 1250: Moisés saca al pueblo de Egipto, | ÉXODO, LEVÍTICO, NÚMEROS, |
PERIODO DE LA CONQUISTA | Guerras cananeas. 1050 a.C. | JOSUÉ, JUECES |
PERIODO DE LA MONARQUÍA UNIDA | 1040-1010 a.C.: Saúl Rey | SAMUEL 1 y 2 |
PERIODO DE LOS DOS REINOS | Reino del Norte: 930-721 a.C. Reino del Sur: 930-587 a.C. | SAMUEL 1 y 2 |
PERIODO DEL EXILIO | En Babilonia, 587-538 a.C. | EZEQUIEL |
PERIODO DE LA RESTAURACION | Siglo VI: Expansión persa. Edicto de | CRÓNICAS 1 y 2 |
PERIODO HELENÍSTICO Y ROMANO | Lucha por la sucesión de Alejandro. Crece | TOBÍAS, ESTER |
Esquema de la Biblia
1-Creación, hasta Babel (Gen.1 a 11).
Desde la Creación hasta 2.000 años a.C.
Creación del mundo, del hombre y
la mujer…
comienzo del matrimonio, del
pecado, del crimen, de los castigos, de la redención, de
las naciones…
2- Comienzo del Pueblo de Dios, ¡con una familia!… Los
"Patriarcas" (Gen.12 a 50).
Comienza con Abrahán, 2.000 años a.C., hasta
Moisés, 1.500 a.C.
El Patriarca Abrahán, su hijo Isaac, su nieto
Jacob-Israel, sus 12 biznietos (las 12 Tribus de Jacob o de
Israel); José es el "tipo del cristiano"… y Job es de
esta época.
¡Un total de 66 personas!.
3- "Pueblo de Dios" (de Exodo a Jueces):
Desde Moisés, 1.500 años a.C., hasta David, 1.000
años a.C.
Los 66 se convirtieron en Egipto en un Pueblo de 3 millones… y
Moisés lo libera de la "primera esclavitud", la
de Egipto.
Josué conduce al Pueblo a la "tierra
prometida"… "gobierno de los
Jueces".
4- Reino Unido (Samuel, Reyes, Crónicas)
– Desde Samuel en el año 1.100 a.C., hasta la muerte de
Salomón en el año 931 a.C.
– Samuel, el último Juez y primer Profeta.
– Saul, "el primer Rey", salió malo.
– David, con el Libro de los
Salmos.
– Salomón: Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los
Cantares, Sabiduría… ¡el templo!.
– Rut es de esta época, bisabuela de David.
– Ben Sirac, con el Libro Eclesiástico.
5- El Reino Dividido (2 Reyes, 2 Crónicas):
En 931 a.C., a la muerte de
Salomón, se dividió el Reino:
1- El Reino del Norte: Israel, con capital en
Samaria, donde se asentaron las 10 tribus rebeldes; tuvo 19 reyes
de 5 familias distintas. Fue destruido por los Asirios en el 722
a.C., y deportados a Nínive. Sus Profetas fueron:
Elías, Eliseo, Amós y Oseas… y
Tobías fue en Nínive como Daniel en
Babilonia… Nínive tuvo también sus Profetas:
Jonás y Nahum.
2- El Reino del Sur: Judá, con capital en
Jerusalén; era más pequeño y pobre,
pero sus 20 reyes fueron todos de la misma familia,
descendientes de David, y tenían el Templo.
Vencido por los Caldeos en el 586 a.C., el Templo fue destruido y
los judíos, de Judá, fueron desterrados a
Babilonia. Sus Profetas: Isaías, Jeremías, Baruc,
Miqueas, Sofonías, y Habacuc.
6- Exilio Babilónico y Retorno (2Rey. 2Cr.
El Exilio en Babilonia de los judíos duró 70
años, desde 586 hasta el 516 a.C
Sus Profetas: Ezequiel y Daniel.
El "Retorno", con el edicto del Rey Ciro de Persia, lo narran los
Libros de Esdras y Nehemías… Ester y Judit y los 2
libros de los Macabeos son de esta época de lucha en el
regreso a Judá.
Profetas: Ageo, Zacarías y Malaquías.
7- Cristianismo
(desde Jesucristo): Con la expansión de la Cristiandad
hasta los últimos confines de la tierra
entonces conocidos, ¡hasta Roma y España!…
¡y en 32 años!…
Gobierno "Político" del Pueblo"
- Dios les dio primero los "Patriarcas", hasta
Moisés en 1500.
2- Después, los "Jueces", hasta Samuel, en 1.100.
3- Después, los "Reyes", hasta el 586.
4- Después, los "Profetas".
5- Finalmente, nos dio los "Apóstoles".
Gobierno "Religioso" del Pueblo:
Siempre, los Sacerdotes, Levitas, con el Sumo Sacerdote… que es
lo que debe seguir actualmente… ¡y lo que está
ocurriendo en la Iglesia de
Cristo!.
Los idiomas de la Biblia
Tres son las lenguas originales de la Biblia: HEBREO, ARAMEO Y
GRIEGO.
En HEBREO se escribió:
– la mayor parte del Antiguo Testamento.
En ARAMEO se escribieron:
– Tobías
– Judit
– fragmentos de Esdras, Daniel, Jeremías y del
Génesis
– el original de San Mateo
En GRIEGO se escribió:
– el libro de la Sabiduría
– el II de Macabeos
– el Eclesiástico
– partes de los libros de Ester y de Daniel
– el Nuevo Testamento, excepto el original de San
Mateo
Los Libros de la Biblia
Libros del Antiguo Testamento (46 Libros)
PENTATEUCO (5)
– Génesis
– Exodo
– Levítico
– Números
– Deuteronomio
HISTÓRICOS (16)
– Josué
– Jueces
– Ruth
– I Samuel
– II Samuel
– I Reyes
– II Reyes
– I Paralipómenos o Crónicas
– II Paralipómenos o Crónicas
– Esdras
– Nehemías
– Tobías
– Judit
– Ester
– I Macabeos
– II Macabeos
POÉTICOS Y SAPIENCIALES (7)
– Job
– Salmos
– Proverbios
– Eclesiastés
– El Cantar de los Cantares
– Sabiduría
– Eclesiástico
PROFETAS MAYORES (6)
– Isaías
– Jeremías
– Lamentaciones de Jeremías
– Baruc
– Ezequiel
– Daniel
PROFETAS MENORES (12)
– Oseas
– Joel
– Amós
– Abdías
– Jonás
– Miqueas
– Nahúm
– Habacuc
– Sofonías
– Ageo
– Zacarías
– Malaquías
Libros del Nuevo Testamento ( 27 Libros )
LOS EVANGELIOS (4)
– Evangelio según San Mateo
– Evangelio según San Marcos
– Evangelio según San Lucas
– Evangelio según San Juan
– Hechos de los Apóstoles
CARTAS DE SAN PABLO (13)
– A los Romanos
– I a los Corintios
– II a los Corintios
– A los Gálatas
– A los Efesios
– A los Filipenses
– A los Colosenses
– I a los Tesalonicenses
– II a los Tesalonicenses
– I a Timoteo
– II a Timoteo
– A Tito
– A Filemón
– Carta a los
Hebreos
CARTAS CATÓLICAS
– Epístola de Santiago
– Epístola I de San Pedro
– Epístola II de San Pedro
– Epístola I de San Juan
– Epístola II de San Juan
– Epístola III de San Juan
– Epístola de San Judas
– Apocalipsis
Según el Concilio Vaticano II : "Géneros
literarios son los modos de hablar de que se sirven los
escritores de una determinada época, para expresar sus
pensamientos".
En la Biblia hay muchos Géneros Literarios, o sea, maneras
especiales de decir las cosas y de narrar los acontecimientos. Y
es muy importante conocer en qué Género
Literario esta escrito un pasaje de la Biblia, para entender
qué es lo que allí el autor quiere decir y
significa.
Por ejemplo: si el pasaje está escrito en género
Épico (épico o epopeya es la narración de
hechos muy gloriosos) usará números y comparaciones
en superlativos que no pretenden ser entendidos
matemáticamente: "Los israelitas eran tan numerosos como
las arenas del mar". La plata en tiempos de Salomón era
"tan abundante en Jerusalen como las piedras".
Si el autor de un libro de la Biblia usa el género
Apocalíptico (Apocalipsis es: Descubrir lo que va a
suceder), usará muchos símbolos (por ejemplo 7, 12,
40, para significar algo que es completo) y muchas imágenes.
Ver los libros de Daniel y el Apocalipsis de San Juan.
Uno de los Géneros Literarios más usados en la
Biblia es el Midrash que consiste una reflexión religiosa
acerca de hechos que la tradición narra para sacar de
ellos lecciones de santidad. Por ejemplo; Libro de Tobías,
Jonás, Ruth, Judit, etc.
6.
Mensaje principal de algunos libros
- El Antiguo Testamento
Pentateuco ,Sapienciales, Históricos ,Profetas
Mayores y Profetas Menores
El Pentateuco
. Génesis
. Exodo
. Levítico
. Números
. Deuteronomio
El Pentateuco, o, según lo llaman los
judíos, el Libro de la Ley (Torah),
encabeza los 73 libros de la Biblia, y constituye la
magnífica puerta de la Revelación divina. Los
nombres de los cinco libros del Pentateuco son: el
Génesis, el Exodo, el Levítico, los Números,
el Deuteronomio, y su fin general es: exponer cómo Dios
escogió para sí al pueblo de Israel y lo
formó para la venida de Jesucristo; de modo que en
realidad es Jesucristo quien aparece a través de los
misteriosos destinos del pueblo escogido.
El autor del Pentateuco es Moisés, profeta y
organizador del pueblo de Israel, que vivió en el siglo XV
o XIII antes de Jesucristo. No solamente la tradición
judía sino también la cristiana ha sostenido
siempre el origen mosaico del Pentateuco. El mismo Jesús
habla del "Libro de Moisés" (Mc., 12, 26), de la "Ley de
Moisés" (Lc., 24, 44), atribuye a Moisés los
preceptos del Pentateuco (cf. Mt., 8, 4; Mc., 1, 44; 7, 10; 10,
5; Lc. 5, 14; 20, 28; Juan 7, 19), y dice en Juan 5, 45: "Vuestro
acusador es Moisés, en quien habéis puesto vuestra
esperanza. Si creyeseis a Moisés, me creeríais
también a Mí, pues de mí escribió
él".
Fundada en estos argumentos, la Pontificia
Comisión Bíblica el 27 de junio de 1906 ha
determinado, con toda su autoridad, la
integridad y genuinidad de los Libros de Moisés,
admitiendo, sin embargo, la posibilidad de que Moisés se
haya servido de fuentes
existentes, y la otra, de que el Pentateuco en el decurso de los
siglos haya experimentado ciertas variaciones como, por ejemplo:
adiciones accidentales después de la muerte de
Moisés, ora hechas por un autor inspirado, ora
introducidas en el texto a modo
de glosas y comentarios, sustitución de palabras y formas
arcaicas; variantes debidas a los copistas, etc.
La misma Pontificia Comisión Bíblica ha inculcado,
el 30 de junio de 1909, el carácter
histórico de los primeros tres capítulos del
Génesis, estableciendo que los sistemas
inventados para excluir de éstos el sentido literal, no
descansan en fundamentos sólidos.
Todos los ataques de la crítica moderna contra la
autenticidad y el carácter histórico de los libros
de Moisés han fracasado, especialmente los intentos de
atribuir el Pentateuco a tres o cuatro autores distintos
(Elohista, Jahvista, Código
sacerdotal, Deuteronomio) y la teorías
de la escuela evolucionista de Wellhausen, que en el Pentateuco
no ve más que un reflejo de ideas y mitologías
babilónicas, egipcias, etc. Una comparación exacta
de los relatos bíblicos con los extrabíblicos
demuestra, muy al contrario, la superioridad absoluta de
aquéllos sobre éstos que, en general, no son sino
pobres y desfigurados restos de la Revelación
primitiva.
Las fechas que los críticos asignan a los diversos autores
por ellos inventados se basan únicamente en suposiciones.
Según ellos, en la historia del texto del Pentateuco hubo
"no sólo infinidad de elaboraciones, refundiciones y
redacciones, sino también invenciones a sabiendas,
retoques, correcciones y adiciones tendenciosas, interpolaciones,
falsificaciones literarias y piadosos embustes del género
más sospechoso. Los críticos moderados hacen
esfuerzos convulsivos para salir del dilema: unos dicen que no
hay derecho a aplicar a los tiempos antiguos los conceptos
actuales de la propiedad y
actividad literaria; otros opinan que el fin santifica los
medios, y
declaran que la alternativa de obra de Moisés u obra de un
"falsario", carece de sentido, o hablan con énfasis de la
profundidad de la sabiduría divina, cuyos caminos no nos
es dado conocer sino admirar; mas con estas escapatorias no
logran poner en claro cómo una mala compilación,
así elaborada por los hombres, pudo llegar a los honores
de Libro sagrado" (Schuster-Holzammer).
Han, pues, de rechazarse todas las teorías que
niegan el origen mosaico y carácter histórico del
Pentateuco, no sólo porque están en pugna con las
reglas de una sana crítica, sino también porque
niegan la inspiración divina de la Escritura.
Génesis significa "generación" u origen. El nombre
nos indica que este primer libro de la Revelación contiene
los misterios de la prehistoria y los
comienzos del Reino de Dios sobre la tierra. Describe, en
particular, la creación del universo y del
hombre, la caída de los primeros padres, la corrupción
general, la historia de Noé y el diluvio. Luego el autor
sagrado narra la confusión de las lenguas en la torre de
Babel, la separación de Abraham de su pueblo y la historia
de este patriarca y de sus descendientes: Isaac, Jacob,
José, para terminar con la bendición de Jacob, su
muerte y la de su hijo José. En esta sucesión de
acontecimientos históricos van intercaladas las grandes
promesas mesiánicas con que Dios despertaba la esperanza
de los patriarcas, depositarios de la Revelación
primitiva.
Exodo, es decir, "salida", se llama el segundo libro,
porque en él se narra la historia de la liberación
del pueblo israelita y su salida de Egipto. Entre el
Génesis y el Exodo median varios siglos, es decir, el
tiempo durante
el cual los hijos de Jacob estuvieron en el país de los
Faraones. El autor sagrado describe en este libro la
opresión de los israelitas; luego pasa a narrar la
historia del nacimiento de Moisés, su salvamento de las
aguas del Nilo, su huida al desierto y la aparición de
Dios en la zarza. Refiere después, en la segunda parte, la
liberación misma, las entrevistas de
Moisés con el Faraón, el castigo de las diez
plagas, el paso del Mar Rojo, la promulgación de la Ley de
Dios en el Sinaí, la construcción del Tabernáculo, la
institución del sacerdocio de la Ley Antigua y otros
preceptos relacionados con el culto y el sacerdocio.
Levítico es el nombre del tercer libro del Pentateuco.
Derívase la palabra Levítico de Leví, padre
de la tribu sacerdotal. Trata primeramente de los sacrificios,
luego relata las disposiciones acerca del Sumo Sacerdote y los
sacerdotes, el culto y los objetos sagrados. Con el
capítulo 11 empiezan los preceptos relativos a las
purificaciones, a los cuales se agregan instrucciones sobre el
día de la Expiación, otras acerca de los
sacrificios, algunas prohibiciones, los impedimentos
matrimoniales, los castigos de ciertos pecados y las
disposiciones sobre las fiestas. En el último
capítulo habla el autor sagrado de los votos y
diezmos.
Números es el nombre del cuarto libro, porque en
su primer capítulo refiere el censo llevado a cabo
después de concluida la legislación
sinaítica y antes de la salida del monte de Dios. A
continuación se proclaman algunas leyes,
especialmente acerca de los nazareos, y disposiciones sobre la
formación del campamento y el orden de las marchas. Casi
todos los acontecimientos referidos en los Números
sucedieron en el último año del viaje, mientras se
pasan por alto casi todos los sucesos de los treinta y ocho
años precedentes. Descuellan algunos por su
carácter extraordinario; por ejemplo, los vaticinios de
Balaam. Al final se añade el catálogo de las
estaciones durante la marcha a través del desierto, y se
dan a conocer varios preceptos sobre la ocupación de la
tierra de promisión.
El Deuteronomio es, como expresa su nombre, "la segunda
Ley", una recapitulación, explicación y
ampliación de la Ley de Moisés. El gran profeta,
antes de reunirse con sus padres, desarrolla en la campiña
de Moab en varios discursos la
historia del pueblo escogido inculcándose los divinos
mandamientos. En el primero (1-4, 43), echa una mirada
retrospectiva sobre los acontecimientos en el desierto, agregando
algunas exhortaciones prácticas y las más
magníficas enseñanzas. En el segundo discurso (4,
44-11, 32) y en la parte legislativa (caps. 12-26), el legislador
del pueblo de Dios repasa las leyes anteriores, haciendo las
exhortaciones necesarias para su cumplimiento, y añadiendo
numerosos preceptos complementarios. Los dos últimos
discursos (cap. 27-30) tienen por objeto renovar la Alianza con
Dios, lo que, según las disposiciones de Moisés, ha
de realizarse luego de entrar el pueblo en el país de
Canaán. Los capítulos 31-34 contienen el
nombramiento de Josué como sucesor de Moisés, el
cántico profético de éste, su
bendición, y una breve noticia sobre su muerte. El
Deuteronomio es, según dice S. Jerónimo, "la
prefiguración de la Ley evangélica" (Carta a
Paulino).
Los Libros Poéticos o Sapienciales
.Job
.Salmos
.Proverbios
.Eclesiastés
.El Cantar de los Cantares
.Sabiduría
.Eclesiástico
A los libros históricos sigue, en el Canon del
Antiguo Testamento, el grupo de los
libros llamados didácticos (por su enseñanza) o poéticos (por su forma)
o sapienciales (por su contenido espiritual), que abarca los
siguientes libros: Job, Salmos, Proverbios, Eclesiastés,
Cantar de los Cantares, Sabiduría, Eclesiástico.
Todos éstos son principalmente denominados libros
sapienciales, porque las enseñanzas e instrucciones que
Dios nos ofrece en ellos, forman lo que en el Antiguo Testamento
se llama Sabiduría, que es el fundamento de la piedad.
Temer ofender a Dios nuestro Padre, y guardar sus mandamientos
con amor filial,
esto es el fruto de la verdadera sabiduría. Es decir, que
si la moral es
la ciencia de
lo que debemos hacer, la sabiduría es el arte de hacerlo
con agrado y con fruto. Porque ella fructifica como el rosal
junto a las aguas (Ecli. 39, 17).
Bien se ve cuán lejos estamos de la falsa
concepción moderna que confunde sabiduría con el
saber muchas cosas, siendo más bien ella un sabor de lo
divino, que se concede gratuitamente a todo el que lo quiere
(Sab. 6, 12 ss.), como un don del Espíritu Santo, y que en
vano pretendería el hombre
adquirir por sí mismo. Cf. Job 28, 12 ss. La Liturgia cita
todos estos libros, con excepción del de Job y el de los
Salmos, bajo el nombre genérico de Libro de la
Sabiduría, nombre con que el Targum judío designaba
el Libro de los Proverbios (Séfer Hokmah).
Los libros sapienciales, en cuanto a su forma, pertenece
al género poético. La poesía
hebrea no tiene rima, ni ritmo cuantitativo, ni metro en el
sentido de las lenguas clásicas y modernas. Lo
único que la distingue de la prosa, es el acento (no
siempre claro), y el ritmo de los pensamientos, llamado
comúnmente paralelismo de los miembros. Este último
consiste en que el mismo pensamiento se
expresa dos veces, sea con vocablos sinónimos (paralelismo
sinónimo), sea en forma de tesis y
antítesis (paralelismo antitético), o aún
ampliando por una u otra adición (paralelismo
sintético). Pueden distinguirse, a veces, estrofas.
Al género poético pertenece también la mayor
parte de los libros proféticos y algunos capítulos
de los libros históricos, p. ej. la bendición de
Jacob (Gén. 49), el cántico de Débora
(Jueces 5), el cántico de Ana (I Rey. 2), etc.
Los Libros Históricos
http://www.aciprensa.com/Biblia/josue.htm
.Josué
.Jueces
.Rut
.I y II Samuel
.I y II Reyes
.I y II Paralipómenos o Crónicas
.Esdras y Nehemías
.Tobías
.Judit
.Ester
.I y II Macabeos
Los Profetas Mayores
http://www.aciprensa.com/Biblia/isaias.htm
.Isaías
.Jeremías
.Lamentaciones
.Baruc
.Ezequiel
.Daniel
Profeta es una voz griega, y designa al que habla por
otro, o sea en lugar de otro; equivale por ende, en cierto
sentido, a la voz "intérprete" o "vocero". Pero poco
importa el significado de la voz griega; debemos recurrir a las
fuentes, a la lengua hebrea
misma. En el hebreo se designa al profeta con dos nombres muy
significativos: El primero es "nabí" que significa
"extático", "inspirado", a saber por Dios. El otro nombre
es "roéh" o "choséh" que quiere decir "el vidente",
el que ve lo que Dios le muestra en forma
de visiones, ensueños, etc., ambos nombres expresan la
idea de que el profeta es instrumento de Dios, hombre de Dios que
no ha de anunciar su propia palabra sino la que el
Espíritu de Dios le sopla e inspira.
Según I Rey. 9, 9, el "vidente" es el precursor
de los otros profetas; y efectivamente, en la época de los
patriarcas, el proceso
profético se desarrolla en forma de "visión" e
iluminación interna, mientras que
más tarde, ante todo en las "escuelas de profetas" se
cultivaba el éxtasis, señal característica de los profetas posteriores
que precisamente por eso son llamados "nabí".
Otras denominaciones, pero metafóricas, son:
vigía, atalaya, centinela, pastor, siervo de Dios,
ángel de Dios (Is. 21, 1; 52, 8; Ez. 3, 17; Jer. 17, 16;
IV Rey. 4, 25; 5, 8; Is. 20, 3; Am. 3, 7; Ag. 1, 13).
El concepto de
profeta se desprende de esos nombres. El es vidente u hombre
inspirado por Dios. De lo cual no se sigue que el predecir las
cosas futuras haya sido la única tarea del profeta; ni
siquiera la principal. Había profetas que no dejaban
vaticinios sobre el porvenir, sino que se ocupaban exclusivamente
del tiempo en que les tocaba vivir. Pero todos -y en esto estriba
su valor– eran
voceros del Altísimo, portadores de un mensaje del
Señor, predicadores de penitencia, anunciadores de los
secretos de Yahvé, como lo expresa Amós: "El
Señor no hace estas cosas sin revelar sus secretos a los
profetas siervos suyos" (3, 7). El Espíritu del
Señor los arrebataba, irrumpía sobre ellos y los
empujaba a predicar aún contra la propia voluntad (Is.
cap. 6; Jer. 1, 6). Tomaba a uno que iba detrás del ganado
y le decía: "Ve, profetiza a mi pueblo Israel" (Am. 7,
15); sacaba a otro de detrás del arado (III Rey. 19, 19
ss.), o le colocaba sus palabras en la boca y tocaba sus labios
(Jer. 1, 9), o le daba sus palabras literalmente a comer (Ez. 3,
3). El mensaje profético no es otra cosa que "Palabra de
Yahvé", "oráculo de Yahvé", "carga de
Yahvé", un "así dijo el Señor". La Ley
divina, las verdades eternas, la revelación de los
designios del Señor, la gloria de Dios y de su Reino, la
venida del Mesías, la misión del
pueblo de Dios entre las naciones, he aquí los temas
principales de los profetas de Israel.
En cuanto al modo en que se producían las
profecías, hay que notar que la luz
profética no residía en el profeta en forma
permanente (II Pedro 1, 20 s.), sino a manera de cierta
pasión o impresión pasajera (Santo Tomás).
Consistía, en general, en una iluminación interna o
en visiones, a veces ocasionadas por algún hecho
presentado a los sentidos (por
ejemplo, en Dan. 5, 25 por palabras escritas en la pared); en la
mayoría de los casos, empero, solamente puestas ante la
vista espiritual del profeta, por ejemplo, una olla colocada al
fuego (Ez. 24, 1 ss.), los huesos secos que
se cubren de piel (Ez. 37,
1 ss.); el gancho que sirve para recoger fruta (Am. 8, 1), la
vara de almendro (Jer. 1, 11), los dos canastos de higos (Jer.
24, 1 ss.), etc., símbolo todos éstos que
manifestaban la voluntad de Dios.
Pero no siempre ilustraba Dios al profeta por medio de
actos o símbolos, sino que a menudo le iluminaba
directamente por la luz sobrenatural de tal manera que
podía conocer por su inteligencia
lo que Dios quería decirle (por ejemplo, Is. 7, 14).
A veces el mismo profeta encarnaba una profecía.
Así, por ejemplo, Oseas debió por orden de Dios
casarse con una mala mujer que
representaba a Israel, simbolizando de este modo la infidelidad
que el pueblo mostraba para con Dios. Y sus tres hijos llevan
nombres que asimismo encierran una profecía: "Jezrael",
"No más misericordia", "No mi pueblo" (Os. 1).
El profeta auténtico subraya el sentido de la
profecía mediante su manera de vivir, llevando una vida
austera, un vestido áspero, un saco de pelo con
cinturón de cuero (IV Rey. 1, 8; 4, 38 ss.; Is. 20, 2;
Zac. 13, 4; Mt. 3, 4), viviendo solo y aun célibe, como
Elías, Eliseo y Jeremías.
No faltaba en Israel la peste de los falsos profetas. El profeta
de Dios se distingue del falso por la veracidad y por la
fidelidad con que transmite la Palabra del Señor. Aunque
tiene que anunciar a veces cosas duras: "cargas"; está
lleno del espíritu del Señor, de justicia y de
constancia, para decir a Jacob sus maldades y a Israel su pecado
(Miq. 3, 8). El falso, al revés, se acomoda al gusto de su
auditorio, habla de "paz", es decir, anuncia cosas agradables, y
adula a la mayoría, porque esto se paga bien. El profeta
auténtico es universal, predica a todos, hasta a los
sacerdotes; el falso, en cambio, no se
atreve a decir la verdad a los poderosos, es muy nacionalista,
por lo cual no profetiza contra su propio pueblo ni lo exhorta al
arrepentimiento.
Por eso los verdaderos profetas tenían
adversarios que los perseguían y martirizaban
(véase lo que el mismo Rey Profeta dice a Dios en el salmo
16, 4); los falsos, al contrario, se veían rodeados de
amigos, protegidos por los reyes y obsequiados con enjundiosos
regalos. Siempre será así: el que predica los
juicios de Dios, puede estar seguro de
encontrar resistencia y
contradicción, mientras aquel que predica "lo que gusta a
los oídos" (II Tim. 4, 3) puede dormir tranquilo; nadie le
molesta; es un orador famoso. Tal es lo que está
tremendamente anunciado para los últimos tiempos, los
nuestros (I Tim. 4, 1 ss.; II Tim. 3, 1 ss.; II Pedr. 3, 3 s.;
Judas 18; Mt. 24, 11).
Jesús nos previene amorosamente, como Buen Pastor, para
que nos guardemos de tales falsos profetas y falsos pastores,
advirtiéndonos que los conoceremos por sus frutos (Mt. 7,
16). Para ello los desenmascara en el almuerzo del fariseo (Lc.
11, 37-54) y en el gran discurso del Templo (Mt. 23), y
señala como su característica la hipocresía
(Lc. 12, 1), esto es, que se presentarán no como
revolucionarios antirreligiosos, sino como "lobos con piel de
oveja" (Mt. 7, 15). Su sello será el aplauso con que
serán recibidos (Lc. 6, 26), así como la
persecución será el sello de los profetas
verdaderos (ibid. 22 ss.).
En general los profetas preferían el lenguaje
poética. Los vaticinios propiamente dichos son, por regla
general, poesía elevadísima, y se puede suponer
que, por lo menos algunos profetas los promulgaban cantando para
revestirlos de mayor solemnidad. Se nota en ellos la forma
característica de la poesía hebrea, la coordinación sintáctica
("parallelismus membrorum"), el ritmo, la división en
estrofas. Sólo en Jeremías, Ezequiel y Daniel se
encuentran considerables trozos de prosa, debido a los temas
históricos que tratan. El estilo poético no
sólo ha proporcionado a los videntes del Antiguo
Testamento la facultad de expresarse en imágenes
rebosantes de esplendor y originalidad, sino que también
les ha merecido el lugar privilegiado que disfrutan en la
literatura
mundial.
No es, pues, de extrañar que su interpretación
tropiece con oscuridades. Es un hecho histórico que los
escribas y doctores de la Sinagoga, a pesar de conocer de
memoria casi
toda la Escritura, no supieron explicarse las profecías
mesiánicas, ni menos aplicarlas a Jesús. Otro
hecho, igualmente relatado por los evangelistas, es la ceguedad
de los mismos discípulos del Señor ante las
profecías. ¡Cuántas veces Jesús tuvo
que explicárselas! Lo vemos aún en los
discípulos de Emaús, a los cuales dice El, ya
resucitado: "¡Oh necios y tardos de corazón
para creer todo lo que anunciaron los profetas!" (Lc. 24, 25). "Y
empezando por Moisés, y discurriendo por todos los
profetas, El les interpretaba en todas las Escrituras los lugares
que hablaban de El" (Lc. 24, 27). Y aquí el Evangelista
nos agrega que esta lección de exégesis fue tan
íntima y ardorosa, que los discípulos
sentían abrasarse sus corazones (Lc. 24, 32).
Las oscuridades, propias de las profecías, se
aumentan por el gran número de alusiones a personas,
lugares, acontecimientos, usos y costumbres desconocidos, y
también por la falta de precisión de los tiempos en
que han de cumplirse los vaticinios, que Dios quiso dejar en el
arcano hasta el tiempo conveniente (véase Jer. 30, 24; Is.
60, 22; Dan. 12, 4).
En lo tocante a las alusiones, el exégeta dispone hoy
día, como observa la nueva Encíclica bíblica
"Divino Afflante Spiritu", de un conjunto muy vasto de
conocimientos recién adquiridos por las investigaciones y
excavaciones, respecto del antiguo mundo oriental, de manera que
para nosotros no es ya tan difícil comprender el modo de
pensar o de expresarse que tenían los profetas de
Israel.
Con todo, las profecías están envueltas en el
misterio, salvo las que ya se han cumplido; y aun en éstas
hay que advertir que a veces abarcan dos o más sentidos.
Así, por ejemplo, el vaticinio de Jesucristo en Mt. 24,
tiene dos modos de cumplirse, siendo el primero (la
destrucción de Jerusalén) la figura del segundo (el
fin del siglo). Muchas profecías resultan puros enigmas,
si el expositor no se atiene a esta regla hermenéutica que
le permite ver en el cumplimiento de una profecía la
figura de un suceso futuro.
Sería, como decíamos más arriba,
erróneo, considerar a los profetas sólo como
portadores de predicciones referentes a lo por venir; fueron en
primer lugar misioneros de su propio pueblo. Si Israel
guardó su religión y fe y se
mantuvo firme en medio de un mundo idólatra, no fue el
mérito de la sinagoga oficial, sino de los profetas, que a
pesar de las persecuciones que padecieron no desistieron de ser
predicadores del Altísimo.
Nosotros que gozamos de la luz del Evangelio, "edificados en
Cristo sobre el fundamento de los Apóstoles y los
Profetas" (Ef. 2, 20), no hemos de menospreciar a los voceros de
Dios en el Antiguo Testamento, ya que muchas profecías han
de cumplirse aún, y sobre todo porque S. Pablo nos dice
expresamente: "No queráis despreciar las profecías
(I Tes. 5, 20). En la primera Carta a los Corintios, da a la
profecía un lugar privilegiado, diciendo: "Codiciad los
dones espirituales, mayormente el de la profecía" (I Cor.
14, 1); pues "el que hace oficio de profeta, habla con los
hombres para edificarlos y para consolarlos" (I Cor. 14,
3).
Los Profetas Menores
http://www.aciprensa.com/Biblia/oseas.htm
.Oseas
.Joel
.Amós
.Abdías
.Jonás
.Miqueas
.Nahúm
.Habacuc
.Sofonías
.Ageo
.Zacarías
.Malaquías
Con Oseas comienza la serie de los doce Profetas
Menores. Llámanse Menores no porque fuesen profetas de una
categoría menor, sino por la escasa extensión de
sus profecías, con relación a los Profetas
Mayores.
- Nuevo Testamento
Los Santos Evangelios Hechos de los Apóstoles
Cartas de San
Pablo Carta a los Hebreos Cartas Católicas Apocalipsis
Los Santos Evangelios
http://www.aciprensa.com/Biblia/mateo.htm
. San Mateo
. San Marcos
. San Lucas
. San Juan
La Iglesia Católica reconoce dos fuentes de
doctrina revelada: la Biblia y la Tradición. Al presentar
aquí en parte una de esas fuentes, hemos procurado, en
efecto, que el comentario no sólo ponga cada pasaje en
relación con la Biblia misma —mostrando que ella es
un mundo de armonía sobrenatural entre sus más
diversas partes—, sino también brinde al lector,
junto a la cosecha de autorizados estudiosos modernos, el
contenido de esa tradición en documentos
pontificios, sentencias y opiniones tomadas de la
Patrística e ilustraciones de la Liturgia, que muestran la
aplicación y trascendencia que en ella han tenido y tienen
muchos textos de la Revelación.
El grande y casi diría insospechado interés
que esto despierta en las almas, está explicado en las
palabras con que el Cardenal Arzobispo de Viena prologa una
edición de los Salmos semejante a ésta en sus
propósitos, señalando "en los círculos del
laicado, y aun entre los jóvenes, un deseo de conocer la
fe en su fuente y de vivir de la fuerza de esta
fuente por el contacto directo con ella". Por eso, añade,
"se ha creado un interés vital por la Sagrada Escritura,
ante todo por el Nuevo Testamento, pero también por el
Antiguo, y el movimiento
bíblico católico se ha hecho como un río
incontenible".
Es que, como ha dicho Pío XII, Dios no es una
verdad que haya de encerrarse en el templo, sino la verdad que
debe iluminarnos y servirnos de guía en todas las
circunstancias de la vida. No ciertamente para ponerlo al
servicio de lo
material y terreno, como si Cristo fuese un pensador a la manera
de los otros, venido para ocuparse de cosas temporales o dar
normas de
prosperidad mundana, sino, precisamente al revés, para no
perder de vista lo sobrenatural en medio de "este siglo malo"
(Gál., 1, 4); lo cual no le impide por cierto al Padre dar
por añadidura cuantas prosperidades nos convengan, sea en
el orden individual o en el colectivo, a los que antes que eso
busquen vida eterna.
Un escritor francés refiere en forma
impresionante la lucha que en su infancia
conmovía su espíritu cada vez que veía el
libro titulado Santa Biblia y recordaba las prevenciones que se
le habían hecho acerca de la lectura de
ese libro, ora por difícil e impenetrable, ora por
peligroso o heterodoxo. "Yo recuerdo, dice, ese drama espiritual
contradictorio de quien, al ver una cosa santa, siente que debe
buscarla, y por otra parte abriga un temor indefinido y
misterioso de algún mal espíritu escondido
allí… Era para mí como si ese libro hubiera sido
escrito a un tiempo por el diablo y por Dios. Y aunque esa
impresión infantil —que veo es general en casos como
el mío— se producía en la subconsciencia, ha
sido tan intensa mi desolante duda, que sólo en la madurez
de mi vida un largo contacto con la Palabra de Dios ha podido
destruir este monstruoso escándalo que produce el sembrar
en la niñez el miedo de nuestro Padre celestial y de su
Palabra vivificante".
La meditación, sin palabras de Dios que le den
sustancia sobrenatural, se convierte en simple reflexión
—autocrítica en que el juez es tan falible como el
reo— cuando no termina por derivarse al terreno de la
imaginación, cayendo en pura cavilación o devaneo.
María guardaba las Palabras repasándolas en su
corazón (Lc., 2, 19 y 51): he aquí la mejor
definición de lo que es meditar. Y entonces, lejos de ser
una divagación propia, es un estudio, una noción,
una contemplación que nos une a Dios por su Palabra, que
es el Verbo, que es Jesús mismo, la Sabiduría con
la cual nos vienen todos los bienes (Sab.,
7, 11).
Quien esto hace, pasa con la Biblia las horas más
felices e intensas de su vida. Entonces entiende cómo
puede hablarse de meditar día y noche (Salmo, 1, 2) y de
orar siempre (Lc., 18, 1), sin cesar (1 Tes., 5, 17); porque en
cuanto él permanece en la Palabra, las palabras de Dios
comienzan a permanecer en él —que es lo que
Jesús quiere para darnos cuanto le pidamos (Juan, 15, 7) y
para que conquistemos la libertad del
espíritu (Juan, 8, 31)— y no permanecer de cualquier
modo, sino con opulencia, según la bella expresión
de San Pablo (Col. , 3, 16). Así van esas palabras
vivientes (I Pedro, 1, 23, texto griego) formando el substrato de
nuestra personalidad,
de modo tal que, a fuerza de admirarlas cada día
más, concluimos por no saber pensar sin ellas y
encontramos harto pobres las verdades relativas —si es que
no son mentiras humanas que se disfrazan de verdad y virtud, como
los sepulcros blanqueados (Mt., 23, 27)-. Entonces, así
como hay una aristocracia del pensamiento y del arte en el hombre
de formación clásica, habituado a lo superior en lo
intelectual o estético, así también en lo
espiritual se forma el gusto de lo auténticamente
sobrenatural y divino, como lo muestra Santa Teresa de Lisieux al
confesar que cuando descubrió el Evangelio, los
demás libros ya no le decían nada. ¿No es
éste, acaso, uno de los privilegios que promete
Jesús en el texto antes citado, diciendo que la verdad nos
hará libres? Se ha recordado recientemente la frase del
Cardenal Mercier, antes lector insaciable: "No soporto otra
lectura que
los Evangelios y las Epístolas".
Y aquí, para entrar de lleno a comprender la
importancia de conocer el Nuevo Testamento, tenemos que empezar
por hacernos a nosotros mismos una confesión muy
íntima: a todos nos parece raro Jesús. Nunca hemos
llegado a confesarnos esto, porque, por un cierto temor
instintivo, no nos hemos atrevido siquiera a plantearnos
semejante cuestión. Pero Él mismo nos anima a
hacerlo cuando dice: "Dichoso el que no se escandalizare de
Mí" (Mt., 11, 6; Lc., 7, 23), con lo cual se anticipa a
declarar que, habiendo sido Él anunciado como piedra de
escándalo (Is., 8, 14 y 28, 16; Rom. 9, 33; Mt., 21,
42-44), lo natural en nosotros, hombres caídos, es
escandalizarnos de Él como lo hicieron sus
discípulos todos, según Él lo había
anunciado (Mt., 26, 31 y 56). Entrados, pues, en este
cómodo terreno de íntima desnudez
—podríamos decir de psicoanálisis sobrenatural— en la
presencia "del Padre que ve en lo secreto" (Mt. 6, 6), podemos
aclararnos a nosotros mismos ese punto tan importante para
nuestro interés, con la alegría nueva de saber que
Jesús no se sorprende ni se incomoda de que lo encontremos
raro, pues Él sabe bien lo que hay dentro de cada hombre
(Juan, 2, 24-25). Lo sorprendente sería que no lo
hallásemos raro, y podemos afirmar que nadie se libra de
comenzar por esa impresión, pues, como antes
decíamos, San Pablo nos revela que ningún hombre
simplemente natural ("psíquico", dice él) percibe
las cosas que son del Espíritu de Dios (I Cor., 2, 14).
Para esto es necesario "nacer de nuevo", es decir, "renacer de lo
alto", y tal es la obra que hace en nosotros —no en los
más sabios sino al contrario en los más
pequeños (Lc., 10, 21)— el Espíritu, mediante
el cual podemos "escrutar hasta las profundidades de Dios" (I
Cor., 2, 10).
Jesús nos parece raro y paradójico en
muchísimos pasajes del Evangelio, empezando por el que
acabamos de citar sobre la comprensión que tienen los
pequeños más que los sabios. Él dice
también que la parte de Marta, que se movía mucho,
vale menos que la de María que estaba sentada
escuchándolo; que ama menos aquel a quien menos hay que
perdonarle (Lc., 7, 47); que (quizá por esto) al obrero de
la última hora se le pagó antes que al de la
primera (Mt., 20, 8); y, en fin, para no ser prolijo, recordemos
que Él proclama de un modo general que lo que es altamente
estimado entre los hombres es despreciable a los ojos de Dios
(Lc., 16, 15).
Esta impresión nuestra sobre Jesús es
harto explicable. No porque Él sea raro en sí, sino
porque lo somos nosotros a causa de nuestra naturaleza
degenerada por la caída original. Él pertenece a
una normalidad, a una realidad absoluta, que es la única
normal, pero que a nosotros nos parece todo lo contrario porque,
como vimos en el recordado texto de San Pablo, no podemos
comprenderlo naturalmente. "Yo soy de arriba y vosotros sois de
abajo", dice el mismo Jesús (Juan, 8, 23), y nos pasa lo
que a los nictálopes que, como el murciélago, ven
en la oscuridad y se ciegan en la luz.
Hecha así esta palmaria confesión, todo se
aclara y facilita. Porque entonces reconocemos sin esfuerzo que
el
conocimiento que teníamos de Jesús no era
vivido, propio, íntimo, sino de oídas y a
través de libros o definiciones más o menos
generales y sintéticas, más o menos ersatz; no era
ese conocimiento
personal que
sólo resulta de una relación directa. Y es evidente
que nadie se enamora ni cobra amistad o afecto
a otro por lo que le digan de él, sino cuando lo ha
tratado personalmente, es decir, cuando lo ha oído
hablar. El mismo Evangelio se encarga de hacernos notar esto en
forma llamativa en el episodio de la Samaritana. Cuando la mujer,
iluminada por Jesús, fue a contar que había hallado
a un hombre extraordinario, los de aquel pueblo acudieron a
escuchar a Jesús y le rogaron que se quedase con ellos. Y
una vez que hubieron oído sus palabras durante dos
días, ellos dijeron a la mujer: "Ya no creemos a causa de
tus palabras: nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que
Él es verdaderamente el Salvador del mundo" (Juan, 4,
42).
¿Podría expresarse con mayor elocuencia
que lo hace aquí el mismo Libro divino, lo que significa
escuchar las Palabras de Jesús para darnos el conocimiento
directo de su adorable Persona y
descubrirnos ese sello de verdad inconfundible (Juan, 3, 19; 17,
17) que arrebata a todo el que lo escucha sin hipocresía,
como Él mismo lo dice en Juan, 7, 17?
El que así empiece a estudiar a Jesús en
el Evangelio, dejará cada vez más de encontrarlo
raro. Entonces experimentará, no sin sorpresa grande y
creciente, lo que es creer en Él con fe viva, como
aquellos samaritanos. Entonces querrá conocerlo más
y mejor y buscará los demás Libros del Nuevo
Testamento y los Salmos y los Profetas y la Biblia entera, para
ver cómo en toda ella el Espíritu Santo nos lleva y
nos hace admirar a Jesucristo como Maestro y Salvador, enviado
del Padre y Centro de las divinas Escrituras, en Quien
habrán de unirse todos los misterios revelados (Juan 12,
32) y todo lo creado en el cielo y en la tierra (Ef., 1, 10). Es,
como vemos, cuestión de hacer un descubrimiento propio. Un
fenómeno de experiencia y de admiración. Todos
cuantos han hecho ese descubrimiento, como dice Dom Galliard,
declaran que tal fue el más dichoso y grande de sus pasos
en la vida. Dichosos también los que podamos, como la
Samaritana, contribuir por el favor de Dios a que nuestros
hermanos reciban tan incomparable bien.
El amor lee entre líneas. Imaginemos que un
extraño vio en una carta ajena este párrafo: "Cuida tu salud, porque si no, voy a
castigarte". El extraño puso los ojos en la idea de este
castigo y halló dura la carta. Mas
vino luego el destinatario de ella, que era el hijo a quien su
padre le escribía, y al leer esa amenaza de castigarle si
no se cuidaba, se puso a llorar de ternura viendo que el alma de
aquella carta no era la amenaza sino el amor
siempre despierto que le tenía su padre, pues si le
hubiera sido indiferente no tendría ese deseo apasionado
de que estuviera bien de salud.
Nuestras notas y comentarios, después de dar la
exégesis necesaria para la inteligencia de los pasajes en
el cuadro general de la Escritura —como hizo Felipe con el
ministro de la reina pagana (Hech., 8, 30 s. y nota)— se
proponen ayudar a que descubramos (usando la visión de
aquel hijo que se sabe amado y no la desconfianza del
extraño) los esplendores del espíritu que a veces
están como tesoros escondidos en la letra. San Pablo, el
más completo ejemplar en esa tarea apostólica,
decía, confiando en el fruto, estas palabras que todo
apóstol ha de hacer suyas: "Tal confianza para con Dios la
tenemos en Cristo; no porque seamos capaces por nosotros
mismos… sino que nuestra capacidad viene de Dios…, pues la
letra mata, mas el espíritu da vida" (II Cor., 3,
4-6).
La bondad del divino Padre nos ha mostrado por
experiencia a muchas almas que así se han acercado a
Él mediante la miel escondida en su Palabra y que,
adquiriendo la inteligencia de la Biblia, han gustado el sabor de
la Sabiduría que es Jesús (Sab., 7, 26; Prov., 8,
22; Ecli., 1, 1), y hallan cada día tesoros de paz, de
felicidad y de consuelo en este monumento —el único
eterno (Salmo 118, 89)— de un amor compasivo e infinito
(cf. Salmo 102, 13; Ef., 2, 4 y notas).
Para ello sólo se pide atención, pues claro está que el que
no lee no puede saber. Como cebo para esta curiosidad
perseverante, se nos brindan aquí todos los misterios del
tiempo y de la eternidad. ¿Hay algún libro
mágico que pretenda lo mismo?
Sólo quedarán excluidos de este banquete
los que fuesen tan sabios que no necesitasen aprender; tan
buenos, que no necesitasen mejorarse; tan fuertes, que no
necesitasen protección. Por eso los fariseos se apartaron
de Cristo, que buscaba a los pecadores. ¿Cómo iban
ellos a contarse entre las "ovejas perdidas"? Por eso el Padre
resolvió descubrir a los insignificantes esos misterios
que los importantes —así se creían
ellos— no quisieron aprender (Mt. 11, 25). Y así
llenó de bienes a los hambrientos de luz y dejó
vacíos a aquellos "ricos" (Lc. 1, 53). Por eso se
llamó a los lisiados al banquete que los normales
habían desairado (Lc., 14, 15-24). Y la Sabiduría,
desde lo alto de su torre, mandó su pregón
diciendo: "El que sea pequeño que venga a Mí". Y a
los que no tienen juicio les dijo: "Venid a comer de mi pan y a
beber el vino que os tengo preparado" (Prov., 9, 3-5).
Dios es así; ama con predilección
fortísima a los que son pequeños, humildes,
víctimas de la injusticia, como fue Jesús: y
entonces se explica que a éstos, que perdonan sin vengarse
y aman a los enemigos, Él les perdone todo y los haga
privilegiados. Dios es así; inútil tratar de que
Él se ajuste a los conceptos y normas que nos hemos
formado, aunque nos parezcan lógicos, porque en el orden
sobrenatural Él no admite que nadie sepa nada si no lo ha
enseñado Él (Juan, 6, 45; Hebr., 1, 1 s.). Dios es
así; y por eso el mensaje que Él nos manda por su
Hijo Jesucristo en el Evangelio nos parece paradójico.
Pero Él es así; y hay que tomarlo como es, o
buscarse otro Dios, pero no creer que Él va a modificarse
según nuestro modo de juzgar. De ahí que, como le
decía San
Agustín a San Jerónimo, la actitud de un
hombre recto está en creerle a Dios por su sola Palabra, y
no creer a hombre alguno sin averiguarlo. Porque los hombres,
como dice Hello, hablan siempre por interés o teniendo
presente alguna conveniencia o prudencia humana que los hace
medir el efecto que sus palabras han de producir; en tanto que
Dios, habla para enseñar la verdad desnuda,
purísima, santa, sin desviarse un ápice por
consideración alguna. Recuérdese que así
hablaba Jesús, y por eso lo condenaron, según lo
dijo Él mismo. (Véase Juan 8, 37, 38, 40, 43, 45,
46 y 47; Mt., 7, 29, etc.). "Me atrevería a apostar
—dice un místico— que cuando Dios nos muestre
sin velo todos los misterios de las divinas Escrituras,
descubriremos que si había palabras que no habíamos
entendido era simplemente porque no fuimos capaces de creer sin
dudar en el amor sin límites
que Dios nos tiene y de sacar las consecuencias que de ellos se
deducían, como lo habría hecho un
niño".
Vengamos, pues, a buscarlo en este mágico
"receptor" divino donde, para escuchar su voz, no tenemos
más que abrir como llave del dial la tapa del Libro
eterno. Y digámosle luego, como le decía un alma
creyente: "¡Maravilloso campeón de los pobres
afligidos y más maravilloso campeón de los pobres
en el espíritu, de los que no tenemos virtudes, de los que
sabemos la corrupción de nuestra naturaleza y vivimos
sintiendo nuestra incapacidad, temblando ante la idea de tener
que entrar, como agrada a los fariseos que Tú nos
denunciaste, en el "viscoso terreno de los méritos
propios"! Tú, que viniste para pecadores y no para justos,
para enfermos y no para sanos, no tienes asco de mi debilidad, de
mi impotencia, de mi incapacidad para hacerte promesas que luego
no sabría cumplir, y te contentas con que yo te dé
en esa forma el corazón, reconociendo que soy la nada y
Tú eres el todo, creyendo y confiando en tu amor y en tu
bondad hacia mí, y entregándome a escucharte y a
seguirte en el camino de las alabanzas al Padre y del sincero
amor a mis hermanos, perdonándolos y sirviéndolos
como Tú me perdonas y me sirves a mí, ¡oh,
Amor santísimo!".
Otra de las cosas que llaman la atención al que
no está familiarizado con el Nuevo Testamento es la
notable frecuencia con que, tanto los Evangelios como las
Epístolas y el Apocalipsis, hablan de la Parusía o
segunda venida del Señor, ese acontecimiento final y
definitivo, que puede llegar en cualquier momento, y que
"vendrá como un ladrón", más de improviso
que la propia muerte (1 Tes., 5), presentándolo como una
fuerza extraordinaria para mantenernos con la mirada vuelta hacia
lo sobrenatural, tanto por el saludable temor con que hemos de
vigilar nuestra conducta en todo
instante, ante la eventual sorpresa de ver llegar al supremo Juez
(Marc., 13, 33 ss.; Lc., 12, 35 ss.), cuanto por la amorosa
esperanza de ver a Aquel que nos amó y se entregó
por nosotros (Gál., 2, 20); que traerá con
Él su galardón (Apoc. , 22, 12); que nos
transformará a semejanza de Él mismo (Filip., 3, 20
s.) Y nos llamará a su encuentro en los aires (1 Tes., 4,
16 s.) y cuya glorificación quedará consumada a la
vista de todos los hombres (Mt., 26, 64; Apoc. 1, 7), junto con
la nuestra (Col., 3, 4). ¿Por qué tanta insistencia
en ese tema que hoy casi hemos olvidado? Es que San Juan nos dice
que el que vive en esa esperanza se santifica como Él (1
Juan, 3, 3), y nos enseña que la plenitud del amor
consiste en la confianza con que esperamos ese día (1
Juan, 4, 17). De ahí que los comentadores atribuyan
especialmente la santidad de la primitiva Iglesia a esa
presentación del futuro que "mantenía la
cristiandad anhelante, y lo maravilloso es que muchas
generaciones cristianas después de la del 95 (la del
Apocalipsis) han vivido, merced a la vieja profecía, las
mismas esperanzas y la misma seguridad: el
reino está siempre en el horizonte" (Pirot).
No queremos terminar sin dejar aquí un recuerdo
agradecido al que fue nuestro primero y querido mentor,
instrumento de los favores del divino Padre: Monseñor
doctor Paul W. von Keppler, Obispo de Rotenburgo, pío
exegeta y sabio profesor de Tubinga y Friburgo, que nos
guió en el estudio de las Sagradas Escrituras. De
él recibimos, durante muchos años, el
estímulo de nuestra temprana vocación
bíblica con el creciente amor a la divina Palabra y la
orientación a buscar en ella, por encima de todo, el
tesoro escondido de la sabiduría sobrenatural. A él
pertenecen estas palabras, ya célebres, que hacemos
nuestras de todo corazón y que caben aquí,
más que en ninguna otra parte, como la mejor introducción o "aperitivo" a la lectura del
Nuevo Testamento que él enseñó
fervorosamente, tanto en la cátedra, desde la edad de 31
años, como en toda su vida, en la predicación, en
la conversación íntima, en los libros, en la
literatura y en las artes, entre las cuales él
ponía una como previa a todas: "el arte de la
alegría". "Podría escribirse, dice, una
teología de la alegría. No faltaría
ciertamente material, pero el capítulo más
fundamental y más interesante sería el
bíblico. Basta tomar un libro de concordancia o
índice de la Biblia para ver la importancia que en ella
tiene la alegría: los nombres bíblicos que
significan alegría se repiten miles y miles de veces. Y
ello es muy de considerar en un libro que nunca emplea palabras
vanas e innecesarias. Y así la Sagrada Escritura se nos
convierte en un paraíso de delicias (Gén., 3, 23)
en el que podremos encontrar la alegría cuando la hayamos
buscado inútilmente en el mundo o cuando la hayamos
perdido".
Los Hechos de los Apóstoles
El libro de los Hechos no pretende narrar lo que hizo cada uno de
los apóstoles, sino que toma, como lo hicieron los
evangelistas, los hechos principales que el Espíritu Santo
ha sugerido al autor para alimento de nuestra fe (cf. Luc. 1, 4;
Juan 20, 31). Dios nos muestra aquí, con un interés
histórico y dramático incomparable, lo que fue la
vida y el apostolado de la Iglesia en los primeros decenios
(años 30-63 del nacimiento de Cristo), y el papel que en
ellos desempeñaron los Príncipes de los
Apóstoles, San Pedro (cap. 1-12) y San Pablo (cap. 13-28).
La parte más extensa se dedica, pues, a los viajes,
trabajos y triunfos de este Apóstol de los gentiles, hasta
su primer cautiverio en Roma. Con esto se detiene el autor casi
inopinadamente, dando la impresión de que pensaba escribir
más adelante otro tratado.
No hay duda de que ese autor es la misma persona que
escribió el tercer Evangelio. Terminado éste, San
Lucas retoma el hilo de la narración y compone el libro de
los Hechos (véase 1, 1), que dedica al mismo
Teófilo (Luc. 1, 1 ss.). Los santos Padres, principalmente
S. Policarpo, S. Clemente Romano, S. Ignacio Mártir, S.
Ireneo, S. Justino, etc., como también la crítica
moderna, atestiguan y reconocen unánimemente que se trata
de una obra de Lucas, nativo sirio antioqueno, médico,
compañero y colaborador de S. Pablo, con quien se presenta
él mismo en muchos pasajes de su relato (16, 10-17; 20,
5-15; 21, 1-18; 27, 1-28, 16). Escribió, en griego, el
idioma corriente entonces, de cuyo original procede la presente
versión; pero su lenguaje
contiene también aramaísmos que denuncian la
nacionalidad del autor.
La composición data de Roma hacia el año
63, poco antes del fin de la primera prisión romana de S.
Pablo, es decir, cinco años antes de su muerte y
también antes de la terrible destrucción de
Jerusalén (70 d.C.), o sea, cuando la vida y el culto de
Israel continuaban normalmente.
El objeto de S. Lucas en este escrito es, como en su
Evangelio (Luc. 1, 4), confirmarnos en la fe y enseñar la
universalidad de la salud traída por Cristo, la cual se
manifiesta primero entre los judíos de Jerusalén,
después de Palestina y por fin entre los
gentiles.
El cristiano de hoy, a menudo ignorante en esta materia,
comprende así mucho mejor, gracias a este Libro, el
verdadero carácter de la Iglesia y su íntima
vinculación con el Antiguo Testamento y con el pueblo
escogido de Israel, al ver que, como observa Fillion, antes de
llegar a Roma con los apóstoles, la Iglesia tuvo su primer
estadio en Jerusalén, donde había nacido (1, 1-8,
3); en su segundo estadio se extendió de Jerusalén
a Judea y Samaria (8, 4-11, 18); tuvo un tercer estadio en
Oriente con sede en Antioquía de Siria (11, 19-13, 35), y
finalmente se estableció en el mundo pagano y en su
capital Roma (13, 1-28, 31), cumpliéndose así las
palabras de Jesús a los apóstoles, cuando
éstos reunidos lo interrogaron creyendo que iba a
restituir inmediatamente el reino a Israel: "No os corresponde a
vosotros saber los tiempos ni momentos que ha fijado el Padre con
su potestad. Pero cuando descienda sobre vosotros el
Espíritu Santo recibiréis virtud y me seréis
testigos en Jerusalén y en toda la Judea y Samaria y hasta
los extremos de la tierra" (1, 7 s.). Este testimonio del
Espíritu Santo y de los apóstoles lo había
anunciado Jesús (Juan 15, 26 s.) y lo ratifica S. Pedro
(1, 22; 2, 32; 5, 32, etc.).
El admirable Libro, cuya perfecta unidad reconoce
aún la crítica más adversa, podría
llamarse también de los "Hechos de Cristo Resucitado".
"Sin él, fuera de algunos rasgos esparcidos en las
Epístolas de S. Pablo, en las Epístolas
Católicas y en los raros fragmentos que nos restan de los
primeros escritores eclesiásticos, no conoceríamos
nada del origen de la Iglesia" (Fillion).
S. Jerónimo resume, en la carta al
presbítero Paulino, su juicio sobre este divino Libro en
las siguientes palabras: "El Libro de los Hechos de los
Apóstoles parece contar una sencilla historia, y tejer la
infancia de la Iglesia naciente. Mas, sabiendo que su autor es
Lucas, el médico, "cuya alabanza está en el
Evangelio" (II Cor. 8, 18), echaremos de ver que todas sus
palabras son, a la vez que historia, medicina para el
alma enferma".
Las Epístolas de San Pablo
http://www.aciprensa.com/Biblia/romanos.htm
.A los Romanos
.I a los Corintios
.II a los Corintios
.A los Gálatas
.A los Efesios
.A los Filipenses
.A los Colosenses
. I a los Tesalonicenses
.II a los Tesalonicenses
.I a Timoteo
.II a Timoteo
.A Tito
.A Filemón
Saulo, que después de convertido se llamó
Pablo —esto es, "pequeño"—, nació en
Tarso de Cilicia, tal vez en el mismo año que
Jesús, aunque no lo conoció mientras vivía
el Señor. Sus padres, judíos de la tribu de
Benjamín (Rom. 11, 1; Filip. 3, 5), le educaron en la
afición a la Ley, entregándolo a uno de los
más célebres doctores, Gamaliel, en cuya escuela el
fervoroso discípulo se compenetró de las doctrinas
de los escribas y fariseos, cuyos ideales defendió con
sincera pasión mientras ignoraba el misterio de Cristo. No
contento con su formación en las disciplinas de la Ley,
aprendió también el oficio de tejedor, para ganarse
la vida con sus propias manos. El Libro de los "Hechos" relata
cómo, durante sus viajes apostólicos, trabajaba en
eso "de día y de noche", según él mismo lo
proclama varias veces como ejemplo y constancia de que no era una
carga para las iglesias (véase Hech. 18, 3 y
nota).
Las tradiciones humanas de su casa y su escuela, y el
celo farisaico por la Ley, hicieron de Pablo un apasionado
sectario, que se creía obligado a entregarse en persona a
perseguir a los discípulos de Jesús. No sólo
presenció activamente la lapidación de San Esteban,
sino que, ardiendo de fanatismo, se encaminó a Damasco,
para organizar allí la persecución contra el nombre
cristiano. Mas en el camino de Damasco lo esperaba la gracia
divina para convertirlo en el más fiel campeón y
doctor de esa gracia que de tal modo había obrado en
él. Fue Jesús mismo, el Perseguido, quien
—mostrándole que era más fuerte que
él— domó su celo desenfrenado y lo
transformó en un instrumento sin igual para la
predicación del Evangelio y la propagación del
Reino de Dios como "Luz revelada a los gentiles."
Desde Damasco fue Pablo al desierto de Arabia
(Gál. 1, 17) a fin de prepararse, en la soledad, para esa
misión apostólica. Volvió a Damasco, y
después de haber tomado contacto en Jerusalén con
el
Príncipe de los Apóstoles, regresó a su
patria hasta que su compañero Bernabé le condujo a
Antioquía, donde tuvo oportunidad para mostrar su fervor
en la causa de los gentiles y la doctrina de la Nueva Ley "del
Espíritu de vida" que trajo Jesucristo para librarnos de
la esclavitud de la antigua Ley. Hizo en adelante tres grandes
viajes apostólicos, que su discípulo San Lucas
refiere en los "Hechos" y que sirvieron de base para la conquista
de todo un mundo.
Terminado el tercer viaje, fue preso y conducido a Roma,
donde sin duda recobró la libertad hacia el año 63,
aunque desde entonces los últimos cuatro años de su
vida están en la penumbra. Según parece,
viajó a España (Rom. 15, 24 y 28) e hizo otro viaje
a Oriente. Murió en Roma, decapitado por los verdugos de
Nerón, el año 67, en el mismo día del
martirio de San Pedro. Sus restos descansan en la basílica
de San Pablo en Roma.
Los escritos paulinos son exclusivamente cartas, pero de
tanto valor doctrinal y tanta profundidad sobrenatural como un
Evangelio. Las enseñanzas de las Epístolas a los
Romanos, a los Corintios, a los Efesios, y otras, constituyen,
como dice San Juan Crisóstomo, una mina inagotable de oro,
a la cual hemos de acudir en todas las circunstancias de la vida,
debiendo frecuentarlas mucho hasta familiarizarnos con su
lenguaje, porque su lectura —como dice San
Jerónimo— nos recuerda más bien el trueno que
el sonido de
palabras.
San Pablo nos da a través de sus cartas un
inmenso conocimiento de Cristo. No un conocimiento
sistemático, sino un conocimiento espiritual que es lo que
importa. Él es ante todo el Doctor de la Gracia, el que
trata los temas siempre actuales del pecado y la
justificación, del Cuerpo Místico, de la Ley y de
la libertad, de la fe y de las obras, de la carne y del
espíritu, de la predestinación y de la
reprobación, del Reino de Cristo y su segunda Venida. Los
escritores racionalistas o judíos como Klausner, que de
buena fe encuentran diferencia entre el Mensaje del Maestro y la
interpretación del apóstol, no han visto bien la
inmensa trascendencia del rechazo que la sinagoga hizo de Cristo,
enviado ante todo "a las ovejas perdidas de Israel" (Mt. 15, 24),
en el tiempo del Evangelio, y del nuevo rechazo que el pueblo
judío de la dispersión hizo de la
predicación apostólica que les renovaba en Cristo
resucitado las promesas de los antiguos Profetas; rechazo que
trajo la ruptura con Israel y acarreó el paso de la salud
a la gentilidad, seguido muy pronto por la tremenda
destrucción del Templo, tal como lo había anunciado
el Señor (Mt. 24).
No hemos de olvidar, pues, que San Pablo fue elegido por
Dios para Apóstol de los gentiles (Hech. 13, 2 y 47; 26,
17 s.; Rom. 1, 5), es decir, de nosotros, hijos de paganos, antes
"separados de la sociedad de
Israel, extraños a las alianzas, sin esperanza en la
promesa y sin Dios en este mundo" (Ef. 2, 12), y que entramos en
la salvación a causa de la incredulidad de Israel
(véase Rom. 11, 11 ss.; cf. Hech. 28, 23 ss. y notas),
siendo llamados al nuevo y gran misterio del Cuerpo
Místico (Ef. 1, 22 s.; 3, 4-9; Col. 1, 26). De ahí
que Pablo resulte también para nosotros, el grande e
infalible intérprete de las Escrituras antiguas,
principalmente de los Salmos y de los Profetas, citados por
él a cada paso. Hay Salmos cuyo discutido significado se
fija gracias a las citas que San Pablo hace de ellos; por
ejemplo, el Salmo 44, del cual el apóstol nos
enseña que es nada menos que el elogio lírico de
Cristo triunfante, hecho por boca del divino Padre (véase
Hebr. 1, 8 s.). Lo mismo puede decirse de S. 2, 7; 109, 4,
etc.
El canon contiene 14 Epístolas que llevan el nombre del
gran apóstol de los gentiles, incluso la destinada a los
Hebreos. Algunas otras parecen haberse perdido (1 Cor. 5, 9; Col.
4, 16).
La sucesión de las Epístolas paulinas en el canon,
no obedece al orden cronológico, sino más bien a la
importancia y al prestigio de sus destinatarios. La de los
Hebreos, como dice Chaine, si fue agregada al final de Pablo y no
entre las "católicas", fue a causa de su origen, pero ello
no implica necesariamente que sea posterior a las otras.
En cuanto a las fechas y lugar de la composición de cada
una, remitimos al lector a las indicaciones que damos en las
notas iniciales.
Las Cartas Católicas
http://www.aciprensa.com/Biblia/santiago.htm
.Epístola de Santiago
.Epístola I de San Pedro
.Epístola II de San Pedro
.Epístola I de San Juan
.Epístola II de San Juan
.Epístola III de San Juan
.Epístola de San Judas
La
carta de Santiago es la primera entre las siete Epístolas
no paulinas que, por no señalar varias de ellas un
destinatario especial, han sido llamadas genéricamente
católicas o universales, aunque en rigor la mayoría
de ellas se dirige a la cristiandad de origen judío, y las
dos últimas de S. Juan tienen un encabezamiento aún
más limitado. S. Jerónimo las caracteriza diciendo
que "son tan ricas en misterios como sucintas, tan breves en
palabras como largas en sentencias".
El Apocalipsis
Apocalipsis, esto es, Revelación de Jesucristo, se llama
este misterioso Libro, porque en él domina la idea de la
segunda Venida de Cristo (cf. 1, 1 y 7; I Pedro 1, 7 y 13). Es el
último de toda la Biblia y su lectura es objeto de una
bienaventuranza especial y de ahí la gran
veneración en que lo tuvo la Iglesia (cf. 1, 3 y nota), no
menos que las tremendas conminaciones que él mismo fulmina
contra quien se atreva a deformar la sagrada profecía
agregando o quitando a sus propias palabras (cf. 22,
18).
Su autor es Juan, siervo de Dios (1, 2) y desterrado por
causa del Evangelio a la isla de Patmos (1, 9). No existe hoy
duda alguna de que este Juan es el mismo que nos dejó
también el Cuarto Evangelio y las tres Cartas que en el
Canon llevan su nombre. "La antigua tradición cristiana
(Papías, Justino, Ireneo, Teófilo, Cipriano,
Tertuliano, Hipólito, Clemente Alejandrino,
Orígenes, etc.) reconoce por autor del Apocalipsis al
Apóstol San Juan" (Schuster-Holzammer).
Vigouroux, al refutar a la crítica racionalista,
hace notar cómo este reconocimiento del Apocalipsis como
obra del discípulo amado fue unánime hasta la mitad
del siglo III, y sólo entonces "empezó a hacerse
sospechoso" el divino Libro a causa de los escritos de su primer
opositor Dionisio de Alejandría, que dedicó todo el
capítulo 25 de su obra contra Nepos a sostener su
opinión de que el Apocalipsis no era de S. Juan "alegando
las diferencias de estilo que señalaba con su sutileza de
alejandrino entre los Evangelios y Epístolas por una parte
y el Apocalipsis por la otra". Por entonces "la opinión de
Dionisio era tan contraria a la creencia general que no pudo
tomar pie ni aún en la Iglesia de Alejandría, y S.
Atanasio, en 367, señala la necesidad de incluir entre los
Libros santos al Apocalipsis, añadiendo que "allí
están las fuentes de la salvación". Pero la
influencia de aquella opinión, apoyada y difundida por el
historiador Eusebio, fue grande en lo sucesivo y a ella se debe
el que autores de la importancia de Teodoreto, S. Cirilo de
Jerusalén y S. Juan Crisóstomo en todas sus obras
no hayan tomado en cuenta ni una sola vez el Apocalipsis
(véase en la nota a 1, 3 la queja del 4o. Concilio de
Toledo). La debilidad de esa posición de Dionisio
Alejandrino la señala el mismo autor citado mostrando no
sólo la "flaca" obra exegética de aquél, que
cayó en el alegorismo de Orígenes después de
haberlo combatido, sino también que, cuando el cisma de
Novaciano abusó de la Epístola a los Hebreos, los
obispos de Africa adoptaron
igualmente como solución el rechazar la autenticidad de
todo ese Libro y Dionisio estaba entre ellos (cf.
Introducción a las Epístolas de S. Juan). "S.
Epifanio, dice el P. Durand, había de llamarlos
sarcásticamente (a esos impugnadores) los Alogos, para
expresar, en una sola palabra, que rechazaban el Logos
(razón divina) ellos que estaban privados de razón
humana (a-logos)". Añade el mismo autor que el santo les
reprochó también haber atribuido el cuarto
Evangelio al hereje Cerinto (como habían hecho con el
Apocalipsis), y que más tarde su maniobra fue repetida por
el presbítero romano Cayo, "pero el ataque fue pronto
rechazado con ventaja por otro presbítero romano mucho
más competente, el célebre S. Hipólito
mártir".
S. Juan escribió el Apocalipsis en Patmos, una de
las islas del mar Egeo que forman parte del Dodecaneso, durante
el destierro que sufrió bajo el emperador Domiciano,
probablemente hacia el año 96. Las destinatarias fueron
"las siete Iglesias de Asia" (Menor),
cuyos nombres se mencionan en 1, 11 (cf. nota) y cuya existencia,
dice Gelin, podría explicarse por la irradiación de
los judíos cristianos de Pentecostés (Hech. 2, 9),
así como Pablo halló en Éfeso algunos
discípulos del Bautista (Hech. 19, 2).
El objeto de este Libro, el único
profético del Nuevo Testamento, es consolar a los
cristianos en las continuas persecuciones que los amenazaban,
despertar en ellos "la bienaventurada esperanza" (Tito 2, 13) y a
la vez preservarlos de las doctrinas falsas de varios herejes que
se habían introducido en el rebaño de Cristo. En
segundo lugar el Apocalipsis tiende a presentar un cuadro de las
espantosas catástrofes y luchas que han de conmover al
mundo antes del triunfo de Cristo en su Parusía y la
derrota definitiva de sus enemigos, que el Padre le pondrá
por escabel de sus pies (Hebr. 10, 13). Ello no impide que, como
en los vaticinios del Antiguo Testamento y aún en los de
Jesús (cf. p. ej. Mt. 24 y paralelos), el profeta pueda
haber pensado también en acontecimientos
contemporáneos suyos y los tome como figuras de lo que ha
de venir, si bien nos parece inaceptable la tendencia a ver en
estos anuncios, cuya inspiración sobrenatural y alcance
profético reconoce la Iglesia, una simple expresión
de los anhelos de una lejana época histórica o un
eco del odio contra el imperio romano
que pudiera haber expresado la literatura apocalíptica
judía posterior a la caída de Jerusalén. A
este respecto la reciente Biblia de Pirot, en su
introducción al Apocalipsis, nos previene acertadamente
que "autores católicos lo han presentado como la obra de
un genio contrariado… a quien circunstancias exteriores han
obligado a librar a la publicidad por
decirlo así su borrador" y que en Patmos faltaba a Juan
"un secretario cuyo cálamo hubiese corregido las
principales incorrecciones que salían de la boca del
maestro que dictaba". ¿No es esto poner aun más a
prueba la fe de los creyentes sinceros ante visiones de suyo
oscuras y misteriosas por voluntad de Dios y que han sido
además objeto de interpretaciones tan diversas,
históricas y escatológicas, literales y
alegóricas pero cuya lectura es una bienaventuranza (1, 3)
y cuyo sentido, no cerrado en lo principal (10, 3 y nota), se
aclarará del todo cuando lo quiera el Dios que revela a
los pequeños lo que oculta a los sabios? (Lc. 10, 21).
Para el alma "cuya fe es también esperanza" (I Pedro 1,
19), tales dificultades, lejos de ser un motivo de desaliento en
el estudio de las profecías bíblicas, muestran al
contrario que, como dice Pío XII, deben redoblarse tanto
más los esfuerzos cuanto más intrincadas aparezcan
las cuestiones y especialmente en tiempos como los actuales, que
los Sumos Pontífices han comparado tantas veces con los
anuncios apocalípticos (cf. 3, 15 s. y nota) y en que las
almas, necesitadas más que nunca de la Palabra de Dios
(cf. Am. 8, 11 y nota), sienten el ansia del misterio y buscan
como por instinto refugiarse en los consuelos espirituales de las
profecías divinas (cf. Ecli. 39, 1 y nota), a falta de las
cuales están expuestas a caer en las fáciles
seducciones del espiritismo, de las sectas, la teosofía y
toda clase de magia y ocultismo diabólico. "Si no le
creemos a Dios, dice S. Ambrosio, ¿a quién le
creemos?".
Tres son los sistemas principales para interpretar el
Apocalipsis. El primero lo toma como historia
contemporánea del autor, expuesta con colores
apocalípticos. Esta interpretación quitaría
a los anuncios de S. Juan toda su trascendencia profética
y en consecuencia su valor espiritual para el creyente. La
segunda teoría,
llamada de recapitulación, busca en el libro de S. Juan
las diversas fases de la historia eclesiástica, pasadas y
futuras, o por lo menos de la historia primera de la Iglesia
hasta los siglos IV y V, sin excluir el final de los tiempos. La
tercera interpretación ve en el Apocalipsis exclusivamente
un libro profético escatológico, como lo hicieron
sus primeros comentadores e intérpretes, es decir S.
Ireneo, S. Hipólito, S. Victorino, S. Gregorio Magno y,
entre los posteriores modernos, Ribera, Cornelio a Lápide,
Fillion, etc. Este concepto, que no excluye, como antes dijimos,
la posibilidad de las alusiones y referencias a los
acontecimientos históricos de los primeros tiempos de la
Iglesia, se ha impuesto hoy
sobre los demás, como que, al decir de Sickenberger, la
profecía que Jesús revela a S. Juan "es una
explanación de los conceptos principales del discurso
escatológico de Jesús, llamado el pequeño
Apocalipsis".
Debemos además tener presente que este sagrado
vaticinio significa también una exhortación a estar
firmes en la fe y gozosos en la esperanza, aspirando a los
misterios de la felicidad prometida para las Bodas del Cordero.
Sobre ellos dice S. Jerónimo: "el Apocalipsis de S. Juan
contiene tantos misterios como palabras; y digo poco con esto,
pues ningún elogio puede alcanzar el valor de este Libro,
donde cada palabra de por sí abarca muchos sentidos". En
cuanto a la importancia del estudio de tan alta y definitiva
profecía, nos convence ella misma al decirnos, tanto en su
prólogo como en su epílogo, que hemos de conservar
las cosas escritas en ella porque "el momento está cerca
(1, 3; 22, 7). Cf. I Tes. 5, 20; Hebr. 10, 37 y notas. "No sea
que volviendo de improviso os halle dormidos. Lo que os digo a
vosotros lo digo a todos: ¡Velad! (Marc. 13, 36 s.). A
"esta vela que espera y a esta esperanza que vela" se ha
atribuido la riqueza de la vida sobrenatural de la primitiva
cristiandad (cf. Sant. 5, 7 y nota).
En los 404 versículos del Apocalipsis se encuentran 518
citas del Antiguo Testamento, de las cuales 88 tomadas de Daniel.
Ello muestra sobradamente que en la misma Biblia es donde han de
buscarse luces para la interpretación de esta divina
profecía, y no es fácil entender cómo en
visiones que S. Juan recibió transportado al cielo (4, 1
s.) pueda suponerse que nos haya ya dejado, en los 24 ancianos,
"una transposición angélica de las 24 divinidades
babilónicas de las constelaciones que presidían a
las épocas del año", ni cómo, en las
langostas de la 5a. trompeta, podría estar presente "la
imaginería de los
centauros", etc. Confesamos que, estimando sin restricciones la
labor científica y crítica en todo cuanto pueda
allegar elementos de interpretación al servicio de la
Palabra divina, no entendemos cómo la respetuosa
veneración que se le debe pueda ser compatible con los
juicios que atribuyen al autor incoherencias, exageraciones,
artificios y fallas de estilo y de método,
como si la inspiración no le hubiese asistido
también en la redacción, si es verdad que, como lo
declara el Concilio Vaticano, confirmando el de Trento, la Biblia
toda debe atribuirse a Dios como primer autor.
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