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La biblia




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    Indice
    1.
    Concepto

    2.
    Formación

    3. Lenguas
    Originales

    4.
    Estructura

    5. Géneros
    Literarios

    6. Mensaje principal de algunos
    libros


    8. Versiones de la
    Biblia

    9. Vocabulario
    Bíblico

    10.
    Bibliografía

    1.
    Concepto

    La palabra "Biblia" viene del griego y significa
    "libros". Es el
    conjunto de Libros Sagrados llamados también "Sagradas
    Escrituras" (Mateo 21:42; Hechos 8:32) que contienen la Palabra
    Viva de Dios y narran la "Historia de
    Salvación" (como Dios nos salva). Nos revela las verdades
    necesarias para conocerle, amarle y servirle.
    La Biblia se divide en dos partes: Antiguo Testamento (antes de
    Cristo) y Nuevo Testamento (plenitud de la promesa en Cristo).
    "Testamento" significa "alianza" y se refiere a las alianzas que
    Dios pactó con los Israelitas en el Antiguo Testamento y
    la nueva y definitiva alianza que Dios hizo con los hombres en la
    Sangre de
    Jesucristo.

    2.
    Formación

    Panorama Histórico – Literario de la Biblia
    El siguiente es un esquema de las etapas de la historia de
    Israel, el Pueblo
    Elegido, los principales eventos y fechas,
    y su correspondencia con los libros del Antiguo
    Testamento.

    ETAPA

    EVENTOS

    LIBROS BÍBLICOS

    PROTO HISTORIA

    Preámbulo histórico

    GÉNESIS 1-11

    PERIODO PATRIARCAL

    1850: Abraham baja a Canaán.
    1700: Jacob y sus hijos en Egipto.
    Su opresión 1850-1250 a.C.

    GÉNESIS 12-50

    PERIODO DE ÉXODO

    1250: Moisés saca al pueblo de Egipto,
    hacia Canaán. Alianza en Sinaí, marcha por
    el desierto. 1250-1200 a.C.

    ÉXODO, LEVÍTICO, NÚMEROS,
    DEUTERONOMIO.

    PERIODO DE LA CONQUISTA

    Guerras cananeas. 1050 a.C.

    JOSUÉ, JUECES

    PERIODO DE LA MONARQUÍA UNIDA

    1040-1010 a.C.: Saúl Rey
    1010-970 a.C.: David Rey
    970-930 a.C.: Salomón Rey, periodo dorado.
    930 a.C.: División del Reino: Norte (Israel) / Sur
    (Judá).

    SAMUEL 1 y 2
    REYES 1 y 2
    CRÓNICAS 1 y 2

    PERIODO DE LOS DOS REINOS

    Reino del Norte: 930-721 a.C.
    Dinastía de Omri (885-841).
    Dinastía de Jehú (841-735).
    Periodo de máximo esplendor. Influjo
    idolátrico cananeo.
    Siglo VIII: expansión Siria
    721: Caída de Samaria. Fin.

    Reino del Sur: 930-587 a.C.
    750: Ajaz (guerra
    sirio-efrainita).
    725-640: Ezequías (bueno) – Manasés
    (malo).
    Siglo VII: Decadencia Asiria. Reforma de
    Josías.
    Siglo VI: expansión caldea.
    587: Caída de Jerusalén. Fin.

    SAMUEL 1 y 2
    REYES, CRÓNICAS
    AMOS-OSEAS
    ISAÍAS 1-39
    MIQUEAS
    NAHÚM
    SOFONÍAS
    HABACUC
    JEREMÍAS, BARUC
    LAMENTACIONES

    PERIODO DEL EXILIO

    En Babilonia, 587-538 a.C.

    EZEQUIEL
    ISAÍAS 40-55
    ABDÍAS

    PERIODO DE LA RESTAURACION

    Siglo VI: Expansión persa. Edicto de
    Ciro.
    (538 a.C.) vuelta del destierro; restauración del
    Templo.
    Nace el judaísmo.
    Se desarrolla la escuela sapiencial y la recolección
    de los escritos antiguos.
    538-331 a.C.

    CRÓNICAS 1 y 2
    ESDRAS, NEHEMÍAS
    AGEO, ZACARÍAS
    MALAQUÍAS,
    JOEL, IS. 56-66
    ESCRITOS SAPIENCIALES
    PROVERBIOS, JOB, ECLESIASTÉS,
    RUTH, JONÁS.

    PERIODO HELENÍSTICO Y ROMANO

    Lucha por la sucesión de Alejandro. Crece
    la "diáspora"
    Siglo II: Dominio de los Seléucidas
    Persecución de Antíoco IV. Los Macabeos
    63 a.C.-70 d.C. Dominio Romano.

    TOBÍAS, ESTER
    JUDIT
    ECLESIÁSTICO
    CANTAR, DANIEL
    MACABEOS
    SABIDURÍA

    Esquema de la Biblia
    1-Creación, hasta Babel (Gen.1 a 11).
    Desde la Creación hasta 2.000 años a.C.
    Creación del mundo, del hombre y
    la mujer
    comienzo del matrimonio, del
    pecado, del crimen, de los castigos, de la redención, de
    las naciones…

    2- Comienzo del Pueblo de Dios, ¡con una familia!… Los
    "Patriarcas" (Gen.12 a 50).
    Comienza con Abrahán, 2.000 años a.C., hasta
    Moisés, 1.500 a.C.
    El Patriarca Abrahán, su hijo Isaac, su nieto
    Jacob-Israel, sus 12 biznietos (las 12 Tribus de Jacob o de
    Israel); José es el "tipo del cristiano"… y Job es de
    esta época.
    ¡Un total de 66 personas!.

    3- "Pueblo de Dios" (de Exodo a Jueces):
    Desde Moisés, 1.500 años a.C., hasta David, 1.000
    años a.C.
    Los 66 se convirtieron en Egipto en un Pueblo de 3 millones… y
    Moisés lo libera de la "primera esclavitud", la
    de Egipto.
    Josué conduce al Pueblo a la "tierra
    prometida"… "gobierno de los
    Jueces".

    4- Reino Unido (Samuel, Reyes, Crónicas)
    – Desde Samuel en el año 1.100 a.C., hasta la muerte de
    Salomón en el año 931 a.C.
    – Samuel, el último Juez y primer Profeta.
    – Saul, "el primer Rey", salió malo.
    – David, con el Libro de los
    Salmos.
    – Salomón: Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los
    Cantares, Sabiduría… ¡el templo!.
    – Rut es de esta época, bisabuela de David.
    – Ben Sirac, con el Libro Eclesiástico.

    5- El Reino Dividido (2 Reyes, 2 Crónicas):
    En 931 a.C., a la muerte de
    Salomón, se dividió el Reino:

    1- El Reino del Norte: Israel, con capital en
    Samaria, donde se asentaron las 10 tribus rebeldes; tuvo 19 reyes
    de 5 familias distintas. Fue destruido por los Asirios en el 722
    a.C., y deportados a Nínive. Sus Profetas fueron:
    Elías, Eliseo, Amós y Oseas… y
     Tobías fue en Nínive como Daniel en
    Babilonia… Nínive tuvo también sus Profetas:
     Jonás y Nahum.
    2- El Reino del Sur: Judá, con capital en
    Jerusalén; era más pequeño y pobre,
      pero sus 20 reyes fueron todos de la misma familia,
    descendientes de David, y tenían   el Templo.
    Vencido por los Caldeos en el 586 a.C., el Templo fue destruido y
    los judíos, de Judá, fueron desterrados a
    Babilonia. Sus Profetas: Isaías, Jeremías, Baruc,
    Miqueas,   Sofonías, y Habacuc.

    6- Exilio Babilónico y Retorno (2Rey. 2Cr.
    El Exilio en Babilonia de los judíos duró 70
    años, desde 586 hasta el 516 a.C
    Sus Profetas: Ezequiel y Daniel.
    El "Retorno", con el edicto del Rey Ciro de Persia, lo narran los
    Libros de Esdras y Nehemías… Ester y Judit y los 2
    libros de los Macabeos son de esta época de lucha en el
    regreso a Judá.
    Profetas: Ageo, Zacarías y Malaquías.

    7- Cristianismo
    (desde Jesucristo): Con la expansión de la Cristiandad
    hasta los últimos confines de la tierra
    entonces conocidos, ¡hasta Roma y España!…
    ¡y en 32 años!…

    Gobierno "Político" del Pueblo"

    1. Dios les dio primero los "Patriarcas", hasta
      Moisés en 1500.
      2- Después, los "Jueces", hasta Samuel, en 1.100.
      3- Después, los "Reyes", hasta el 586.
      4- Después, los "Profetas".
      5- Finalmente, nos dio los "Apóstoles".

    Gobierno "Religioso" del Pueblo:
    Siempre, los Sacerdotes, Levitas, con el Sumo Sacerdote… que es
    lo que debe seguir actualmente… ¡y lo que está
    ocurriendo en la Iglesia de
    Cristo!.

    3. Lenguas
    Originales

    Los idiomas de la Biblia
    Tres son las lenguas originales de la Biblia: HEBREO, ARAMEO Y
    GRIEGO.
    En HEBREO se escribió:
    – la mayor parte del Antiguo Testamento.

    En ARAMEO se escribieron:
    – Tobías
    – Judit
    – fragmentos de Esdras, Daniel, Jeremías y del
    Génesis
    – el original de San Mateo

    En GRIEGO se escribió:
    – el libro de la Sabiduría
    – el II de Macabeos
    – el Eclesiástico
    – partes de los libros de Ester y de Daniel
    – el Nuevo Testamento, excepto el original de San
    Mateo

    4.
    Estructura

    Los Libros de la Biblia
    Libros del Antiguo Testamento (46 Libros)
    PENTATEUCO (5)
    – Génesis
    – Exodo
    – Levítico
    – Números
    – Deuteronomio

    HISTÓRICOS (16)
    – Josué
    – Jueces
    – Ruth
    – I Samuel
    – II Samuel
    – I Reyes
    – II Reyes
    – I Paralipómenos o Crónicas
    – II Paralipómenos o Crónicas
    – Esdras
    – Nehemías
    – Tobías
    – Judit
    – Ester
    – I Macabeos
    – II Macabeos

    POÉTICOS Y SAPIENCIALES (7)
    – Job
    – Salmos
    – Proverbios
    – Eclesiastés
    – El Cantar de los Cantares
    – Sabiduría
    – Eclesiástico

    PROFETAS MAYORES (6)
    – Isaías
    – Jeremías
    – Lamentaciones de Jeremías
    – Baruc
    – Ezequiel
    – Daniel

    PROFETAS MENORES (12)
    – Oseas
    – Joel
    – Amós
    – Abdías
    – Jonás
    – Miqueas
    – Nahúm
    – Habacuc
    – Sofonías
    – Ageo
    – Zacarías
    – Malaquías
    Libros del Nuevo Testamento ( 27 Libros )

    LOS EVANGELIOS (4)
    – Evangelio según San Mateo
    – Evangelio según San Marcos
    – Evangelio según San Lucas
    – Evangelio según San Juan
    – Hechos de los Apóstoles

    CARTAS DE SAN PABLO (13)
    – A los Romanos
    – I a los Corintios
    – II a los Corintios
    – A los Gálatas
    – A los Efesios
    – A los Filipenses
    – A los Colosenses
    – I a los Tesalonicenses
    – II a los Tesalonicenses
    – I a Timoteo
    – II a Timoteo
    – A Tito
    – A Filemón
    Carta a los
    Hebreos

    CARTAS CATÓLICAS
    – Epístola de Santiago
    – Epístola I de San Pedro
    – Epístola II de San Pedro
    – Epístola I de San Juan
    – Epístola II de San Juan
    – Epístola III de San Juan
    – Epístola de San Judas
    – Apocalipsis

    5.
    Géneros Literarios

    Según el Concilio Vaticano II : "Géneros
    literarios son los modos de hablar de que se sirven los
    escritores de una determinada época, para expresar sus
    pensamientos".
    En la Biblia hay muchos Géneros Literarios, o sea, maneras
    especiales de decir las cosas y de narrar los acontecimientos. Y
    es muy importante conocer en qué Género
    Literario esta escrito un pasaje de la Biblia, para entender
    qué es lo que allí el autor quiere decir y
    significa.
    Por ejemplo: si el pasaje está escrito en género
    Épico (épico o epopeya es la narración de
    hechos muy gloriosos) usará números y comparaciones
    en superlativos que no pretenden ser entendidos
    matemáticamente: "Los israelitas eran tan numerosos como
    las arenas del mar". La plata en tiempos de Salomón era
    "tan abundante en Jerusalen como las piedras".
    Si el autor de un libro de la Biblia usa el género
    Apocalíptico (Apocalipsis es: Descubrir lo que va a
    suceder), usará muchos símbolos (por ejemplo 7, 12,
    40, para significar algo que es completo) y muchas imágenes.
    Ver los libros de Daniel y el Apocalipsis de San Juan.
    Uno de los Géneros Literarios más usados en la
    Biblia es el Midrash que consiste una reflexión religiosa
    acerca de hechos que la tradición narra para sacar de
    ellos lecciones de santidad. Por ejemplo; Libro de Tobías,
    Jonás, Ruth, Judit, etc.

    6.
    Mensaje principal de algunos libros

    • El Antiguo Testamento

    Pentateuco ,Sapienciales, Históricos ,Profetas
    Mayores y Profetas Menores

    El Pentateuco
    . Génesis
    . Exodo
    . Levítico
    . Números
    . Deuteronomio

    El Pentateuco, o, según lo llaman los
    judíos, el Libro de la Ley (Torah),
    encabeza los 73 libros de la Biblia, y constituye la
    magnífica puerta de la Revelación divina. Los
    nombres de los cinco libros del Pentateuco son: el
    Génesis, el Exodo, el Levítico, los Números,
    el Deuteronomio, y su fin general es: exponer cómo Dios
    escogió para sí al pueblo de Israel y lo
    formó para la venida de Jesucristo; de modo que en
    realidad es Jesucristo quien aparece a través de los
    misteriosos destinos del pueblo escogido.

    El autor del Pentateuco es Moisés, profeta y
    organizador del pueblo de Israel, que vivió en el siglo XV
    o XIII antes de Jesucristo. No solamente la tradición
    judía sino también la cristiana ha sostenido
    siempre el origen mosaico del Pentateuco. El mismo Jesús
    habla del "Libro de Moisés" (Mc., 12, 26), de la "Ley de
    Moisés" (Lc., 24, 44), atribuye a Moisés los
    preceptos del Pentateuco (cf. Mt., 8, 4; Mc., 1, 44; 7, 10; 10,
    5; Lc. 5, 14; 20, 28; Juan 7, 19), y dice en Juan 5, 45: "Vuestro
    acusador es Moisés, en quien habéis puesto vuestra
    esperanza. Si creyeseis a Moisés, me creeríais
    también a Mí, pues de mí escribió
    él".

    Fundada en estos argumentos, la Pontificia
    Comisión Bíblica el 27 de junio de 1906 ha
    determinado, con toda su autoridad, la
    integridad y genuinidad de los Libros de Moisés,
    admitiendo, sin embargo, la posibilidad de que Moisés se
    haya servido de fuentes
    existentes, y la otra, de que el Pentateuco en el decurso de los
    siglos haya experimentado ciertas variaciones como, por ejemplo:
    adiciones accidentales después de la muerte de
    Moisés, ora hechas por un autor inspirado, ora
    introducidas en el texto a modo
    de glosas y comentarios, sustitución de palabras y formas
    arcaicas; variantes debidas a los copistas, etc.
    La misma Pontificia Comisión Bíblica ha inculcado,
    el 30 de junio de 1909, el carácter
    histórico de los primeros tres capítulos del
    Génesis, estableciendo que los sistemas
    inventados para excluir de éstos el sentido literal, no
    descansan en fundamentos sólidos.

    Todos los ataques de la crítica moderna contra la
    autenticidad y el carácter histórico de los libros
    de Moisés han fracasado, especialmente los intentos de
    atribuir el Pentateuco a tres o cuatro autores distintos
    (Elohista, Jahvista, Código
    sacerdotal, Deuteronomio) y la teorías
    de la escuela evolucionista de Wellhausen, que en el Pentateuco
    no ve más que un reflejo de ideas y mitologías
    babilónicas, egipcias, etc. Una comparación exacta
    de los relatos bíblicos con los extrabíblicos
    demuestra, muy al contrario, la superioridad absoluta de
    aquéllos sobre éstos que, en general, no son sino
    pobres y desfigurados restos de la Revelación
    primitiva.
    Las fechas que los críticos asignan a los diversos autores
    por ellos inventados se basan únicamente en suposiciones.
    Según ellos, en la historia del texto del Pentateuco hubo
    "no sólo infinidad de elaboraciones, refundiciones y
    redacciones, sino también invenciones a sabiendas,
    retoques, correcciones y adiciones tendenciosas, interpolaciones,
    falsificaciones literarias y piadosos embustes del género
    más sospechoso. Los críticos moderados hacen
    esfuerzos convulsivos para salir del dilema: unos dicen que no
    hay derecho a aplicar a los tiempos antiguos los conceptos
    actuales de la propiedad y
    actividad literaria; otros opinan que el fin santifica los
    medios, y
    declaran que la alternativa de obra de Moisés u obra de un
    "falsario", carece de sentido, o hablan con énfasis de la
    profundidad de la sabiduría divina, cuyos caminos no nos
    es dado conocer sino admirar; mas con estas escapatorias no
    logran poner en claro cómo una mala compilación,
    así elaborada por los hombres, pudo llegar a los honores
    de Libro sagrado" (Schuster-Holzammer).

    Han, pues, de rechazarse todas las teorías que
    niegan el origen mosaico y carácter histórico del
    Pentateuco, no sólo porque están en pugna con las
    reglas de una sana crítica, sino también porque
    niegan la inspiración divina de la Escritura.
    Génesis significa "generación" u origen. El nombre
    nos indica que este primer libro de la Revelación contiene
    los misterios de la prehistoria y los
    comienzos del Reino de Dios sobre la tierra. Describe, en
    particular, la creación del universo y del
    hombre, la caída de los primeros padres, la corrupción
    general, la historia de Noé y el diluvio. Luego el autor
    sagrado narra la confusión de las lenguas en la torre de
    Babel, la separación de Abraham de su pueblo y la historia
    de este patriarca y de sus descendientes: Isaac, Jacob,
    José, para terminar con la bendición de Jacob, su
    muerte y la de su hijo José. En esta sucesión de
    acontecimientos históricos van intercaladas las grandes
    promesas mesiánicas con que Dios despertaba la esperanza
    de los patriarcas, depositarios de la Revelación
    primitiva.

    Exodo, es decir, "salida", se llama el segundo libro,
    porque en él se narra la historia de la liberación
    del pueblo israelita y su salida de Egipto. Entre el
    Génesis y el Exodo median varios siglos, es decir, el
    tiempo durante
    el cual los hijos de Jacob estuvieron en el país de los
    Faraones. El autor sagrado describe en este libro la
    opresión de los israelitas; luego pasa a narrar la
    historia del nacimiento de Moisés, su salvamento de las
    aguas del Nilo, su huida al desierto y la aparición de
    Dios en la zarza. Refiere después, en la segunda parte, la
    liberación misma, las entrevistas de
    Moisés con el Faraón, el castigo de las diez
    plagas, el paso del Mar Rojo, la promulgación de la Ley de
    Dios en el Sinaí, la construcción del Tabernáculo, la
    institución del sacerdocio de la Ley Antigua y otros
    preceptos relacionados con el culto y el sacerdocio.
    Levítico es el nombre del tercer libro del Pentateuco.
    Derívase la palabra Levítico de Leví, padre
    de la tribu sacerdotal. Trata primeramente de los sacrificios,
    luego relata las disposiciones acerca del Sumo Sacerdote y los
    sacerdotes, el culto y los objetos sagrados. Con el
    capítulo 11 empiezan los preceptos relativos a las
    purificaciones, a los cuales se agregan instrucciones sobre el
    día de la Expiación, otras acerca de los
    sacrificios, algunas prohibiciones, los impedimentos
    matrimoniales, los castigos de ciertos pecados y las
    disposiciones sobre las fiestas. En el último
    capítulo habla el autor sagrado de los votos y
    diezmos.

    Números es el nombre del cuarto libro, porque en
    su primer capítulo refiere el censo llevado a cabo
    después de concluida la legislación
    sinaítica y antes de la salida del monte de Dios. A
    continuación se proclaman algunas leyes,
    especialmente acerca de los nazareos, y disposiciones sobre la
    formación del campamento y el orden de las marchas. Casi
    todos los acontecimientos referidos en los Números
    sucedieron en el último año del viaje, mientras se
    pasan por alto casi todos los sucesos de los treinta y ocho
    años precedentes. Descuellan algunos por su
    carácter extraordinario; por ejemplo, los vaticinios de
    Balaam. Al final se añade el catálogo de las
    estaciones durante la marcha a través del desierto, y se
    dan a conocer varios preceptos sobre la ocupación de la
    tierra de promisión.

    El Deuteronomio es, como expresa su nombre, "la segunda
    Ley", una recapitulación, explicación y
    ampliación de la Ley de Moisés. El gran profeta,
    antes de reunirse con sus padres, desarrolla en la campiña
    de Moab en varios discursos la
    historia del pueblo escogido inculcándose los divinos
    mandamientos. En el primero (1-4, 43), echa una mirada
    retrospectiva sobre los acontecimientos en el desierto, agregando
    algunas exhortaciones prácticas y las más
    magníficas enseñanzas. En el segundo discurso (4,
    44-11, 32) y en la parte legislativa (caps. 12-26), el legislador
    del pueblo de Dios repasa las leyes anteriores, haciendo las
    exhortaciones necesarias para su cumplimiento, y añadiendo
    numerosos preceptos complementarios. Los dos últimos
    discursos (cap. 27-30) tienen por objeto renovar la Alianza con
    Dios, lo que, según las disposiciones de Moisés, ha
    de realizarse luego de entrar el pueblo en el país de
    Canaán. Los capítulos 31-34 contienen el
    nombramiento de Josué como sucesor de Moisés, el
    cántico profético de éste, su
    bendición, y una breve noticia sobre su muerte. El
    Deuteronomio es, según dice S. Jerónimo, "la
    prefiguración de la Ley evangélica" (Carta a
    Paulino).

    Los Libros Poéticos o Sapienciales
    .Job
    .Salmos
    .Proverbios
    .Eclesiastés
    .El Cantar de los Cantares
    .Sabiduría
    .Eclesiástico

    A los libros históricos sigue, en el Canon del
    Antiguo Testamento, el grupo de los
    libros llamados didácticos (por su enseñanza) o poéticos (por su forma)
    o sapienciales (por su contenido espiritual), que abarca los
    siguientes libros: Job, Salmos, Proverbios, Eclesiastés,
    Cantar de los Cantares, Sabiduría, Eclesiástico.
    Todos éstos son principalmente denominados libros
    sapienciales, porque las enseñanzas e instrucciones que
    Dios nos ofrece en ellos, forman lo que en el Antiguo Testamento
    se llama Sabiduría, que es el fundamento de la piedad.
    Temer ofender a Dios nuestro Padre, y guardar sus mandamientos
    con amor filial,
    esto es el fruto de la verdadera sabiduría. Es decir, que
    si la moral es
    la ciencia de
    lo que debemos hacer, la sabiduría es el arte de hacerlo
    con agrado y con fruto. Porque ella fructifica como el rosal
    junto a las aguas (Ecli. 39, 17).

    Bien se ve cuán lejos estamos de la falsa
    concepción moderna que confunde sabiduría con el
    saber muchas cosas, siendo más bien ella un sabor de lo
    divino, que se concede gratuitamente a todo el que lo quiere
    (Sab. 6, 12 ss.), como un don del Espíritu Santo, y que en
    vano pretendería el hombre
    adquirir por sí mismo. Cf. Job 28, 12 ss. La Liturgia cita
    todos estos libros, con excepción del de Job y el de los
    Salmos, bajo el nombre genérico de Libro de la
    Sabiduría, nombre con que el Targum judío designaba
    el Libro de los Proverbios (Séfer Hokmah).

    Los libros sapienciales, en cuanto a su forma, pertenece
    al género poético. La poesía
    hebrea no tiene rima, ni ritmo cuantitativo, ni metro en el
    sentido de las lenguas clásicas y modernas. Lo
    único que la distingue de la prosa, es el acento (no
    siempre claro), y el ritmo de los pensamientos, llamado
    comúnmente paralelismo de los miembros. Este último
    consiste en que el mismo pensamiento se
    expresa dos veces, sea con vocablos sinónimos (paralelismo
    sinónimo), sea en forma de tesis y
    antítesis (paralelismo antitético), o aún
    ampliando por una u otra adición (paralelismo
    sintético). Pueden distinguirse, a veces, estrofas.
    Al género poético pertenece también la mayor
    parte de los libros proféticos y algunos capítulos
    de los libros históricos, p. ej. la bendición de
    Jacob (Gén. 49), el cántico de Débora
    (Jueces 5), el cántico de Ana (I Rey. 2), etc.

    Los Libros Históricos
    http://www.aciprensa.com/Biblia/josue.htm
    .Josué
    .Jueces
    .Rut
    .I y II Samuel
    .I y II Reyes
    .I y II Paralipómenos o Crónicas
    .Esdras y Nehemías
    .Tobías
    .Judit
    .Ester
    .I y II Macabeos

    Los Profetas Mayores
    http://www.aciprensa.com/Biblia/isaias.htm
    .Isaías
    .Jeremías
    .Lamentaciones
    .Baruc
    .Ezequiel
    .Daniel

    Profeta es una voz griega, y designa al que habla por
    otro, o sea en lugar de otro; equivale por ende, en cierto
    sentido, a la voz "intérprete" o "vocero". Pero poco
    importa el significado de la voz griega; debemos recurrir a las
    fuentes, a la lengua hebrea
    misma. En el hebreo se designa al profeta con dos nombres muy
    significativos: El primero es "nabí" que significa
    "extático", "inspirado", a saber por Dios. El otro nombre
    es "roéh" o "choséh" que quiere decir "el vidente",
    el que ve lo que Dios le muestra en forma
    de visiones, ensueños, etc., ambos nombres expresan la
    idea de que el profeta es instrumento de Dios, hombre de Dios que
    no ha de anunciar su propia palabra sino la que el
    Espíritu de Dios le sopla e inspira.

    Según I Rey. 9, 9, el "vidente" es el precursor
    de los otros profetas; y efectivamente, en la época de los
    patriarcas, el proceso
    profético se desarrolla en forma de "visión" e
    iluminación interna, mientras que
    más tarde, ante todo en las "escuelas de profetas" se
    cultivaba el éxtasis, señal característica de los profetas posteriores
    que precisamente por eso son llamados "nabí".

    Otras denominaciones, pero metafóricas, son:
    vigía, atalaya, centinela, pastor, siervo de Dios,
    ángel de Dios (Is. 21, 1; 52, 8; Ez. 3, 17; Jer. 17, 16;
    IV Rey. 4, 25; 5, 8; Is. 20, 3; Am. 3, 7; Ag. 1, 13).

    El concepto de
    profeta se desprende de esos nombres. El es vidente u hombre
    inspirado por Dios. De lo cual no se sigue que el predecir las
    cosas futuras haya sido la única tarea del profeta; ni
    siquiera la principal. Había profetas que no dejaban
    vaticinios sobre el porvenir, sino que se ocupaban exclusivamente
    del tiempo en que les tocaba vivir. Pero todos -y en esto estriba
    su valor– eran
    voceros del Altísimo, portadores de un mensaje del
    Señor, predicadores de penitencia, anunciadores de los
    secretos de Yahvé, como lo expresa Amós: "El
    Señor no hace estas cosas sin revelar sus secretos a los
    profetas siervos suyos" (3, 7). El Espíritu del
    Señor los arrebataba, irrumpía sobre ellos y los
    empujaba a predicar aún contra la propia voluntad (Is.
    cap. 6; Jer. 1, 6). Tomaba a uno que iba detrás del ganado
    y le decía: "Ve, profetiza a mi pueblo Israel" (Am. 7,
    15); sacaba a otro de detrás del arado (III Rey. 19, 19
    ss.), o le colocaba sus palabras en la boca y tocaba sus labios
    (Jer. 1, 9), o le daba sus palabras literalmente a comer (Ez. 3,
    3). El mensaje profético no es otra cosa que "Palabra de
    Yahvé", "oráculo de Yahvé", "carga de
    Yahvé", un "así dijo el Señor". La Ley
    divina, las verdades eternas, la revelación de los
    designios del Señor, la gloria de Dios y de su Reino, la
    venida del Mesías, la misión del
    pueblo de Dios entre las naciones, he aquí los temas
    principales de los profetas de Israel.

    En cuanto al modo en que se producían las
    profecías, hay que notar que la luz
    profética no residía en el profeta en forma
    permanente (II Pedro 1, 20 s.), sino a manera de cierta
    pasión o impresión pasajera (Santo Tomás).
    Consistía, en general, en una iluminación interna o
    en visiones, a veces ocasionadas por algún hecho
    presentado a los sentidos (por
    ejemplo, en Dan. 5, 25 por palabras escritas en la pared); en la
    mayoría de los casos, empero, solamente puestas ante la
    vista espiritual del profeta, por ejemplo, una olla colocada al
    fuego (Ez. 24, 1 ss.), los huesos secos que
    se cubren de piel (Ez. 37,
    1 ss.); el gancho que sirve para recoger fruta (Am. 8, 1), la
    vara de almendro (Jer. 1, 11), los dos canastos de higos (Jer.
    24, 1 ss.), etc., símbolo todos éstos que
    manifestaban la voluntad de Dios.

    Pero no siempre ilustraba Dios al profeta por medio de
    actos o símbolos, sino que a menudo le iluminaba
    directamente por la luz sobrenatural de tal manera que
    podía conocer por su inteligencia
    lo que Dios quería decirle (por ejemplo, Is. 7, 14).
    A veces el mismo profeta encarnaba una profecía.
    Así, por ejemplo, Oseas debió por orden de Dios
    casarse con una mala mujer que
    representaba a Israel, simbolizando de este modo la infidelidad
    que el pueblo mostraba para con Dios. Y sus tres hijos llevan
    nombres que asimismo encierran una profecía: "Jezrael",
    "No más misericordia", "No mi pueblo" (Os. 1).

    El profeta auténtico subraya el sentido de la
    profecía mediante su manera de vivir, llevando una vida
    austera, un vestido áspero, un saco de pelo con
    cinturón de cuero (IV Rey. 1, 8; 4, 38 ss.; Is. 20, 2;
    Zac. 13, 4; Mt. 3, 4), viviendo solo y aun célibe, como
    Elías, Eliseo y Jeremías.
    No faltaba en Israel la peste de los falsos profetas. El profeta
    de Dios se distingue del falso por la veracidad y por la
    fidelidad con que transmite la Palabra del Señor. Aunque
    tiene que anunciar a veces cosas duras: "cargas"; está
    lleno del espíritu del Señor, de justicia y de
    constancia, para decir a Jacob sus maldades y a Israel su pecado
    (Miq. 3, 8). El falso, al revés, se acomoda al gusto de su
    auditorio, habla de "paz", es decir, anuncia cosas agradables, y
    adula a la mayoría, porque esto se paga bien. El profeta
    auténtico es universal, predica a todos, hasta a los
    sacerdotes; el falso, en cambio, no se
    atreve a decir la verdad a los poderosos, es muy nacionalista,
    por lo cual no profetiza contra su propio pueblo ni lo exhorta al
    arrepentimiento.

    Por eso los verdaderos profetas tenían
    adversarios que los perseguían y martirizaban
    (véase lo que el mismo Rey Profeta dice a Dios en el salmo
    16, 4); los falsos, al contrario, se veían rodeados de
    amigos, protegidos por los reyes y obsequiados con enjundiosos
    regalos. Siempre será así: el que predica los
    juicios de Dios, puede estar seguro de
    encontrar resistencia y
    contradicción, mientras aquel que predica "lo que gusta a
    los oídos" (II Tim. 4, 3) puede dormir tranquilo; nadie le
    molesta; es un orador famoso. Tal es lo que está
    tremendamente anunciado para los últimos tiempos, los
    nuestros (I Tim. 4, 1 ss.; II Tim. 3, 1 ss.; II Pedr. 3, 3 s.;
    Judas 18; Mt. 24, 11).
    Jesús nos previene amorosamente, como Buen Pastor, para
    que nos guardemos de tales falsos profetas y falsos pastores,
    advirtiéndonos que los conoceremos por sus frutos (Mt. 7,
    16). Para ello los desenmascara en el almuerzo del fariseo (Lc.
    11, 37-54) y en el gran discurso del Templo (Mt. 23), y
    señala como su característica la hipocresía
    (Lc. 12, 1), esto es, que se presentarán no como
    revolucionarios antirreligiosos, sino como "lobos con piel de
    oveja" (Mt. 7, 15). Su sello será el aplauso con que
    serán recibidos (Lc. 6, 26), así como la
    persecución será el sello de los profetas
    verdaderos (ibid. 22 ss.).

    En general los profetas preferían el lenguaje
    poética. Los vaticinios propiamente dichos son, por regla
    general, poesía elevadísima, y se puede suponer
    que, por lo menos algunos profetas los promulgaban cantando para
    revestirlos de mayor solemnidad. Se nota en ellos la forma
    característica de la poesía hebrea, la coordinación sintáctica
    ("parallelismus membrorum"), el ritmo, la división en
    estrofas. Sólo en Jeremías, Ezequiel y Daniel se
    encuentran considerables trozos de prosa, debido a los temas
    históricos que tratan. El estilo poético no
    sólo ha proporcionado a los videntes del Antiguo
    Testamento la facultad de expresarse en imágenes
    rebosantes de esplendor y originalidad, sino que también
    les ha merecido el lugar privilegiado que disfrutan en la
    literatura
    mundial.
    No es, pues, de extrañar que su interpretación
    tropiece con oscuridades. Es un hecho histórico que los
    escribas y doctores de la Sinagoga, a pesar de conocer de
    memoria casi
    toda la Escritura, no supieron explicarse las profecías
    mesiánicas, ni menos aplicarlas a Jesús. Otro
    hecho, igualmente relatado por los evangelistas, es la ceguedad
    de los mismos discípulos del Señor ante las
    profecías. ¡Cuántas veces Jesús tuvo
    que explicárselas! Lo vemos aún en los
    discípulos de Emaús, a los cuales dice El, ya
    resucitado: "¡Oh necios y tardos de corazón
    para creer todo lo que anunciaron los profetas!" (Lc. 24, 25). "Y
    empezando por Moisés, y discurriendo por todos los
    profetas, El les interpretaba en todas las Escrituras los lugares
    que hablaban de El" (Lc. 24, 27). Y aquí el Evangelista
    nos agrega que esta lección de exégesis fue tan
    íntima y ardorosa, que los discípulos
    sentían abrasarse sus corazones (Lc. 24, 32).

    Las oscuridades, propias de las profecías, se
    aumentan por el gran número de alusiones a personas,
    lugares, acontecimientos, usos y costumbres desconocidos, y
    también por la falta de precisión de los tiempos en
    que han de cumplirse los vaticinios, que Dios quiso dejar en el
    arcano hasta el tiempo conveniente (véase Jer. 30, 24; Is.
    60, 22; Dan. 12, 4).
    En lo tocante a las alusiones, el exégeta dispone hoy
    día, como observa la nueva Encíclica bíblica
    "Divino Afflante Spiritu", de un conjunto muy vasto de
    conocimientos recién adquiridos por las investigaciones y
    excavaciones, respecto del antiguo mundo oriental, de manera que
    para nosotros no es ya tan difícil comprender el modo de
    pensar o de expresarse que tenían los profetas de
    Israel.
    Con todo, las profecías están envueltas en el
    misterio, salvo las que ya se han cumplido; y aun en éstas
    hay que advertir que a veces abarcan dos o más sentidos.
    Así, por ejemplo, el vaticinio de Jesucristo en Mt. 24,
    tiene dos modos de cumplirse, siendo el primero (la
    destrucción de Jerusalén) la figura del segundo (el
    fin del siglo). Muchas profecías resultan puros enigmas,
    si el expositor no se atiene a esta regla hermenéutica que
    le permite ver en el cumplimiento de una profecía la
    figura de un suceso futuro.

    Sería, como decíamos más arriba,
    erróneo, considerar a los profetas sólo como
    portadores de predicciones referentes a lo por venir; fueron en
    primer lugar misioneros de su propio pueblo. Si Israel
    guardó su religión y fe y se
    mantuvo firme en medio de un mundo idólatra, no fue el
    mérito de la sinagoga oficial, sino de los profetas, que a
    pesar de las persecuciones que padecieron no desistieron de ser
    predicadores del Altísimo.
    Nosotros que gozamos de la luz del Evangelio, "edificados en
    Cristo sobre el fundamento de los Apóstoles y los
    Profetas" (Ef. 2, 20), no hemos de menospreciar a los voceros de
    Dios en el Antiguo Testamento, ya que muchas profecías han
    de cumplirse aún, y sobre todo porque S. Pablo nos dice
    expresamente: "No queráis despreciar las profecías
    (I Tes. 5, 20). En la primera Carta a los Corintios, da a la
    profecía un lugar privilegiado, diciendo: "Codiciad los
    dones espirituales, mayormente el de la profecía" (I Cor.
    14, 1); pues "el que hace oficio de profeta, habla con los
    hombres para edificarlos y para consolarlos" (I Cor. 14,
    3).

    Los Profetas Menores
    http://www.aciprensa.com/Biblia/oseas.htm
    .Oseas
    .Joel
    .Amós
    .Abdías
    .Jonás
    .Miqueas
    .Nahúm
    .Habacuc
    .Sofonías
    .Ageo
    .Zacarías
    .Malaquías

    Con Oseas comienza la serie de los doce Profetas
    Menores. Llámanse Menores no porque fuesen profetas de una
    categoría menor, sino por la escasa extensión de
    sus profecías, con relación a los Profetas
    Mayores.

    • Nuevo Testamento

    Los Santos Evangelios Hechos de los Apóstoles
    Cartas de San
    Pablo Carta a los Hebreos Cartas Católicas Apocalipsis
    Los Santos Evangelios
    http://www.aciprensa.com/Biblia/mateo.htm
    . San Mateo
    . San Marcos
    . San Lucas
    . San Juan

    La Iglesia Católica reconoce dos fuentes de
    doctrina revelada: la Biblia y la Tradición. Al presentar
    aquí en parte una de esas fuentes, hemos procurado, en
    efecto, que el comentario no sólo ponga cada pasaje en
    relación con la Biblia misma —mostrando que ella es
    un mundo de armonía sobrenatural entre sus más
    diversas partes—, sino también brinde al lector,
    junto a la cosecha de autorizados estudiosos modernos, el
    contenido de esa tradición en documentos
    pontificios, sentencias y opiniones tomadas de la
    Patrística e ilustraciones de la Liturgia, que muestran la
    aplicación y trascendencia que en ella han tenido y tienen
    muchos textos de la Revelación.

    El grande y casi diría insospechado interés
    que esto despierta en las almas, está explicado en las
    palabras con que el Cardenal Arzobispo de Viena prologa una
    edición de los Salmos semejante a ésta en sus
    propósitos, señalando "en los círculos del
    laicado, y aun entre los jóvenes, un deseo de conocer la
    fe en su fuente y de vivir de la fuerza de esta
    fuente por el contacto directo con ella". Por eso, añade,
    "se ha creado un interés vital por la Sagrada Escritura,
    ante todo por el Nuevo Testamento, pero también por el
    Antiguo, y el movimiento
    bíblico católico se ha hecho como un río
    incontenible".

    Es que, como ha dicho Pío XII, Dios no es una
    verdad que haya de encerrarse en el templo, sino la verdad que
    debe iluminarnos y servirnos de guía en todas las
    circunstancias de la vida. No ciertamente para ponerlo al
    servicio de lo
    material y terreno, como si Cristo fuese un pensador a la manera
    de los otros, venido para ocuparse de cosas temporales o dar
    normas de
    prosperidad mundana, sino, precisamente al revés, para no
    perder de vista lo sobrenatural en medio de "este siglo malo"
    (Gál., 1, 4); lo cual no le impide por cierto al Padre dar
    por añadidura cuantas prosperidades nos convengan, sea en
    el orden individual o en el colectivo, a los que antes que eso
    busquen vida eterna.

    Un escritor francés refiere en forma
    impresionante la lucha que en su infancia
    conmovía su espíritu cada vez que veía el
    libro titulado Santa Biblia y recordaba las prevenciones que se
    le habían hecho acerca de la lectura de
    ese libro, ora por difícil e impenetrable, ora por
    peligroso o heterodoxo. "Yo recuerdo, dice, ese drama espiritual
    contradictorio de quien, al ver una cosa santa, siente que debe
    buscarla, y por otra parte abriga un temor indefinido y
    misterioso de algún mal espíritu escondido
    allí… Era para mí como si ese libro hubiera sido
    escrito a un tiempo por el diablo y por Dios. Y aunque esa
    impresión infantil —que veo es general en casos como
    el mío— se producía en la subconsciencia, ha
    sido tan intensa mi desolante duda, que sólo en la madurez
    de mi vida un largo contacto con la Palabra de Dios ha podido
    destruir este monstruoso escándalo que produce el sembrar
    en la niñez el miedo de nuestro Padre celestial y de su
    Palabra vivificante".

    La meditación, sin palabras de Dios que le den
    sustancia sobrenatural, se convierte en simple reflexión
    —autocrítica en que el juez es tan falible como el
    reo— cuando no termina por derivarse al terreno de la
    imaginación, cayendo en pura cavilación o devaneo.
    María guardaba las Palabras repasándolas en su
    corazón (Lc., 2, 19 y 51): he aquí la mejor
    definición de lo que es meditar. Y entonces, lejos de ser
    una divagación propia, es un estudio, una noción,
    una contemplación que nos une a Dios por su Palabra, que
    es el Verbo, que es Jesús mismo, la Sabiduría con
    la cual nos vienen todos los bienes (Sab.,
    7, 11).

    Quien esto hace, pasa con la Biblia las horas más
    felices e intensas de su vida. Entonces entiende cómo
    puede hablarse de meditar día y noche (Salmo, 1, 2) y de
    orar siempre (Lc., 18, 1), sin cesar (1 Tes., 5, 17); porque en
    cuanto él permanece en la Palabra, las palabras de Dios
    comienzan a permanecer en él —que es lo que
    Jesús quiere para darnos cuanto le pidamos (Juan, 15, 7) y
    para que conquistemos la libertad del
    espíritu (Juan, 8, 31)— y no permanecer de cualquier
    modo, sino con opulencia, según la bella expresión
    de San Pablo (Col. , 3, 16). Así van esas palabras
    vivientes (I Pedro, 1, 23, texto griego) formando el substrato de
    nuestra personalidad,
    de modo tal que, a fuerza de admirarlas cada día
    más, concluimos por no saber pensar sin ellas y
    encontramos harto pobres las verdades relativas —si es que
    no son mentiras humanas que se disfrazan de verdad y virtud, como
    los sepulcros blanqueados (Mt., 23, 27)-. Entonces, así
    como hay una aristocracia del pensamiento y del arte en el hombre
    de formación clásica, habituado a lo superior en lo
    intelectual o estético, así también en lo
    espiritual se forma el gusto de lo auténticamente
    sobrenatural y divino, como lo muestra Santa Teresa de Lisieux al
    confesar que cuando descubrió el Evangelio, los
    demás libros ya no le decían nada. ¿No es
    éste, acaso, uno de los privilegios que promete
    Jesús en el texto antes citado, diciendo que la verdad nos
    hará libres? Se ha recordado recientemente la frase del
    Cardenal Mercier, antes lector insaciable: "No soporto otra
    lectura que
    los Evangelios y las Epístolas".

    Y aquí, para entrar de lleno a comprender la
    importancia de conocer el Nuevo Testamento, tenemos que empezar
    por hacernos a nosotros mismos una confesión muy
    íntima: a todos nos parece raro Jesús. Nunca hemos
    llegado a confesarnos esto, porque, por un cierto temor
    instintivo, no nos hemos atrevido siquiera a plantearnos
    semejante cuestión. Pero Él mismo nos anima a
    hacerlo cuando dice: "Dichoso el que no se escandalizare de
    Mí" (Mt., 11, 6; Lc., 7, 23), con lo cual se anticipa a
    declarar que, habiendo sido Él anunciado como piedra de
    escándalo (Is., 8, 14 y 28, 16; Rom. 9, 33; Mt., 21,
    42-44), lo natural en nosotros, hombres caídos, es
    escandalizarnos de Él como lo hicieron sus
    discípulos todos, según Él lo había
    anunciado (Mt., 26, 31 y 56). Entrados, pues, en este
    cómodo terreno de íntima desnudez
    —podríamos decir de psicoanálisis sobrenatural— en la
    presencia "del Padre que ve en lo secreto" (Mt. 6, 6), podemos
    aclararnos a nosotros mismos ese punto tan importante para
    nuestro interés, con la alegría nueva de saber que
    Jesús no se sorprende ni se incomoda de que lo encontremos
    raro, pues Él sabe bien lo que hay dentro de cada hombre
    (Juan, 2, 24-25). Lo sorprendente sería que no lo
    hallásemos raro, y podemos afirmar que nadie se libra de
    comenzar por esa impresión, pues, como antes
    decíamos, San Pablo nos revela que ningún hombre
    simplemente natural ("psíquico", dice él) percibe
    las cosas que son del Espíritu de Dios (I Cor., 2, 14).
    Para esto es necesario "nacer de nuevo", es decir, "renacer de lo
    alto", y tal es la obra que hace en nosotros —no en los
    más sabios sino al contrario en los más
    pequeños (Lc., 10, 21)— el Espíritu, mediante
    el cual podemos "escrutar hasta las profundidades de Dios" (I
    Cor., 2, 10).

    Jesús nos parece raro y paradójico en
    muchísimos pasajes del Evangelio, empezando por el que
    acabamos de citar sobre la comprensión que tienen los
    pequeños más que los sabios. Él dice
    también que la parte de Marta, que se movía mucho,
    vale menos que la de María que estaba sentada
    escuchándolo; que ama menos aquel a quien menos hay que
    perdonarle (Lc., 7, 47); que (quizá por esto) al obrero de
    la última hora se le pagó antes que al de la
    primera (Mt., 20, 8); y, en fin, para no ser prolijo, recordemos
    que Él proclama de un modo general que lo que es altamente
    estimado entre los hombres es despreciable a los ojos de Dios
    (Lc., 16, 15).

    Esta impresión nuestra sobre Jesús es
    harto explicable. No porque Él sea raro en sí, sino
    porque lo somos nosotros a causa de nuestra naturaleza
    degenerada por la caída original. Él pertenece a
    una normalidad, a una realidad absoluta, que es la única
    normal, pero que a nosotros nos parece todo lo contrario porque,
    como vimos en el recordado texto de San Pablo, no podemos
    comprenderlo naturalmente. "Yo soy de arriba y vosotros sois de
    abajo", dice el mismo Jesús (Juan, 8, 23), y nos pasa lo
    que a los nictálopes que, como el murciélago, ven
    en la oscuridad y se ciegan en la luz.

    Hecha así esta palmaria confesión, todo se
    aclara y facilita. Porque entonces reconocemos sin esfuerzo que
    el
    conocimiento que teníamos de Jesús no era
    vivido, propio, íntimo, sino de oídas y a
    través de libros o definiciones más o menos
    generales y sintéticas, más o menos ersatz; no era
    ese conocimiento
    personal que
    sólo resulta de una relación directa. Y es evidente
    que nadie se enamora ni cobra amistad o afecto
    a otro por lo que le digan de él, sino cuando lo ha
    tratado personalmente, es decir, cuando lo ha oído
    hablar. El mismo Evangelio se encarga de hacernos notar esto en
    forma llamativa en el episodio de la Samaritana. Cuando la mujer,
    iluminada por Jesús, fue a contar que había hallado
    a un hombre extraordinario, los de aquel pueblo acudieron a
    escuchar a Jesús y le rogaron que se quedase con ellos. Y
    una vez que hubieron oído sus palabras durante dos
    días, ellos dijeron a la mujer: "Ya no creemos a causa de
    tus palabras: nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que
    Él es verdaderamente el Salvador del mundo" (Juan, 4,
    42).

    ¿Podría expresarse con mayor elocuencia
    que lo hace aquí el mismo Libro divino, lo que significa
    escuchar las Palabras de Jesús para darnos el conocimiento
    directo de su adorable Persona y
    descubrirnos ese sello de verdad inconfundible (Juan, 3, 19; 17,
    17) que arrebata a todo el que lo escucha sin hipocresía,
    como Él mismo lo dice en Juan, 7, 17?

    El que así empiece a estudiar a Jesús en
    el Evangelio, dejará cada vez más de encontrarlo
    raro. Entonces experimentará, no sin sorpresa grande y
    creciente, lo que es creer en Él con fe viva, como
    aquellos samaritanos. Entonces querrá conocerlo más
    y mejor y buscará los demás Libros del Nuevo
    Testamento y los Salmos y los Profetas y la Biblia entera, para
    ver cómo en toda ella el Espíritu Santo nos lleva y
    nos hace admirar a Jesucristo como Maestro y Salvador, enviado
    del Padre y Centro de las divinas Escrituras, en Quien
    habrán de unirse todos los misterios revelados (Juan 12,
    32) y todo lo creado en el cielo y en la tierra (Ef., 1, 10). Es,
    como vemos, cuestión de hacer un descubrimiento propio. Un
    fenómeno de experiencia y de admiración. Todos
    cuantos han hecho ese descubrimiento, como dice Dom Galliard,
    declaran que tal fue el más dichoso y grande de sus pasos
    en la vida. Dichosos también los que podamos, como la
    Samaritana, contribuir por el favor de Dios a que nuestros
    hermanos reciban tan incomparable bien.

    El amor lee entre líneas. Imaginemos que un
    extraño vio en una carta ajena este párrafo: "Cuida tu salud, porque si no, voy a
    castigarte". El extraño puso los ojos en la idea de este
    castigo y halló dura la carta. Mas
    vino luego el destinatario de ella, que era el hijo a quien su
    padre le escribía, y al leer esa amenaza de castigarle si
    no se cuidaba, se puso a llorar de ternura viendo que el alma de
    aquella carta no era la amenaza sino el amor
    siempre despierto que le tenía su padre, pues si le
    hubiera sido indiferente no tendría ese deseo apasionado
    de que estuviera bien de salud.

    Nuestras notas y comentarios, después de dar la
    exégesis necesaria para la inteligencia de los pasajes en
    el cuadro general de la Escritura —como hizo Felipe con el
    ministro de la reina pagana (Hech., 8, 30 s. y nota)— se
    proponen ayudar a que descubramos (usando la visión de
    aquel hijo que se sabe amado y no la desconfianza del
    extraño) los esplendores del espíritu que a veces
    están como tesoros escondidos en la letra. San Pablo, el
    más completo ejemplar en esa tarea apostólica,
    decía, confiando en el fruto, estas palabras que todo
    apóstol ha de hacer suyas: "Tal confianza para con Dios la
    tenemos en Cristo; no porque seamos capaces por nosotros
    mismos… sino que nuestra capacidad viene de Dios…, pues la
    letra mata, mas el espíritu da vida" (II Cor., 3,
    4-6).

    La bondad del divino Padre nos ha mostrado por
    experiencia a muchas almas que así se han acercado a
    Él mediante la miel escondida en su Palabra y que,
    adquiriendo la inteligencia de la Biblia, han gustado el sabor de
    la Sabiduría que es Jesús (Sab., 7, 26; Prov., 8,
    22; Ecli., 1, 1), y hallan cada día tesoros de paz, de
    felicidad y de consuelo en este monumento —el único
    eterno (Salmo 118, 89)— de un amor compasivo e infinito
    (cf. Salmo 102, 13; Ef., 2, 4 y notas).
    Para ello sólo se pide atención, pues claro está que el que
    no lee no puede saber. Como cebo para esta curiosidad
    perseverante, se nos brindan aquí todos los misterios del
    tiempo y de la eternidad. ¿Hay algún libro
    mágico que pretenda lo mismo?

    Sólo quedarán excluidos de este banquete
    los que fuesen tan sabios que no necesitasen aprender; tan
    buenos, que no necesitasen mejorarse; tan fuertes, que no
    necesitasen protección. Por eso los fariseos se apartaron
    de Cristo, que buscaba a los pecadores. ¿Cómo iban
    ellos a contarse entre las "ovejas perdidas"? Por eso el Padre
    resolvió descubrir a los insignificantes esos misterios
    que los importantes —así se creían
    ellos— no quisieron aprender (Mt. 11, 25). Y así
    llenó de bienes a los hambrientos de luz y dejó
    vacíos a aquellos "ricos" (Lc. 1, 53). Por eso se
    llamó a los lisiados al banquete que los normales
    habían desairado (Lc., 14, 15-24). Y la Sabiduría,
    desde lo alto de su torre, mandó su pregón
    diciendo: "El que sea pequeño que venga a Mí". Y a
    los que no tienen juicio les dijo: "Venid a comer de mi pan y a
    beber el vino que os tengo preparado" (Prov., 9, 3-5).

    Dios es así; ama con predilección
    fortísima a los que son pequeños, humildes,
    víctimas de la injusticia, como fue Jesús: y
    entonces se explica que a éstos, que perdonan sin vengarse
    y aman a los enemigos, Él les perdone todo y los haga
    privilegiados. Dios es así; inútil tratar de que
    Él se ajuste a los conceptos y normas que nos hemos
    formado, aunque nos parezcan lógicos, porque en el orden
    sobrenatural Él no admite que nadie sepa nada si no lo ha
    enseñado Él (Juan, 6, 45; Hebr., 1, 1 s.). Dios es
    así; y por eso el mensaje que Él nos manda por su
    Hijo Jesucristo en el Evangelio nos parece paradójico.
    Pero Él es así; y hay que tomarlo como es, o
    buscarse otro Dios, pero no creer que Él va a modificarse
    según nuestro modo de juzgar. De ahí que, como le
    decía San
    Agustín a San Jerónimo, la actitud de un
    hombre recto está en creerle a Dios por su sola Palabra, y
    no creer a hombre alguno sin averiguarlo. Porque los hombres,
    como dice Hello, hablan siempre por interés o teniendo
    presente alguna conveniencia o prudencia humana que los hace
    medir el efecto que sus palabras han de producir; en tanto que
    Dios, habla para enseñar la verdad desnuda,
    purísima, santa, sin desviarse un ápice por
    consideración alguna. Recuérdese que así
    hablaba Jesús, y por eso lo condenaron, según lo
    dijo Él mismo. (Véase Juan 8, 37, 38, 40, 43, 45,
    46 y 47; Mt., 7, 29, etc.). "Me atrevería a apostar
    —dice un místico— que cuando Dios nos muestre
    sin velo todos los misterios de las divinas Escrituras,
    descubriremos que si había palabras que no habíamos
    entendido era simplemente porque no fuimos capaces de creer sin
    dudar en el amor sin límites
    que Dios nos tiene y de sacar las consecuencias que de ellos se
    deducían, como lo habría hecho un
    niño".

    Vengamos, pues, a buscarlo en este mágico
    "receptor" divino donde, para escuchar su voz, no tenemos
    más que abrir como llave del dial la tapa del Libro
    eterno. Y digámosle luego, como le decía un alma
    creyente: "¡Maravilloso campeón de los pobres
    afligidos y más maravilloso campeón de los pobres
    en el espíritu, de los que no tenemos virtudes, de los que
    sabemos la corrupción de nuestra naturaleza y vivimos
    sintiendo nuestra incapacidad, temblando ante la idea de tener
    que entrar, como agrada a los fariseos que Tú nos
    denunciaste, en el "viscoso terreno de los méritos
    propios"! Tú, que viniste para pecadores y no para justos,
    para enfermos y no para sanos, no tienes asco de mi debilidad, de
    mi impotencia, de mi incapacidad para hacerte promesas que luego
    no sabría cumplir, y te contentas con que yo te dé
    en esa forma el corazón, reconociendo que soy la nada y
    Tú eres el todo, creyendo y confiando en tu amor y en tu
    bondad hacia mí, y entregándome a escucharte y a
    seguirte en el camino de las alabanzas al Padre y del sincero
    amor a mis hermanos, perdonándolos y sirviéndolos
    como Tú me perdonas y me sirves a mí, ¡oh,
    Amor santísimo!".

    Otra de las cosas que llaman la atención al que
    no está familiarizado con el Nuevo Testamento es la
    notable frecuencia con que, tanto los Evangelios como las
    Epístolas y el Apocalipsis, hablan de la Parusía o
    segunda venida del Señor, ese acontecimiento final y
    definitivo, que puede llegar en cualquier momento, y que
    "vendrá como un ladrón", más de improviso
    que la propia muerte (1 Tes., 5), presentándolo como una
    fuerza extraordinaria para mantenernos con la mirada vuelta hacia
    lo sobrenatural, tanto por el saludable temor con que hemos de
    vigilar nuestra conducta en todo
    instante, ante la eventual sorpresa de ver llegar al supremo Juez
    (Marc., 13, 33 ss.; Lc., 12, 35 ss.), cuanto por la amorosa
    esperanza de ver a Aquel que nos amó y se entregó
    por nosotros (Gál., 2, 20); que traerá con
    Él su galardón (Apoc. , 22, 12); que nos
    transformará a semejanza de Él mismo (Filip., 3, 20
    s.) Y nos llamará a su encuentro en los aires (1 Tes., 4,
    16 s.) y cuya glorificación quedará consumada a la
    vista de todos los hombres (Mt., 26, 64; Apoc. 1, 7), junto con
    la nuestra (Col., 3, 4). ¿Por qué tanta insistencia
    en ese tema que hoy casi hemos olvidado? Es que San Juan nos dice
    que el que vive en esa esperanza se santifica como Él (1
    Juan, 3, 3), y nos enseña que la plenitud del amor
    consiste en la confianza con que esperamos ese día (1
    Juan, 4, 17). De ahí que los comentadores atribuyan
    especialmente la santidad de la primitiva Iglesia a esa
    presentación del futuro que "mantenía la
    cristiandad anhelante, y lo maravilloso es que muchas
    generaciones cristianas después de la del 95 (la del
    Apocalipsis) han vivido, merced a la vieja profecía, las
    mismas esperanzas y la misma seguridad: el
    reino está siempre en el horizonte" (Pirot).

    No queremos terminar sin dejar aquí un recuerdo
    agradecido al que fue nuestro primero y querido mentor,
    instrumento de los favores del divino Padre: Monseñor
    doctor Paul W. von Keppler, Obispo de Rotenburgo, pío
    exegeta y sabio profesor de Tubinga y Friburgo, que nos
    guió en el estudio de las Sagradas Escrituras. De
    él recibimos, durante muchos años, el
    estímulo de nuestra temprana vocación
    bíblica con el creciente amor a la divina Palabra y la
    orientación a buscar en ella, por encima de todo, el
    tesoro escondido de la sabiduría sobrenatural. A él
    pertenecen estas palabras, ya célebres, que hacemos
    nuestras de todo corazón y que caben aquí,
    más que en ninguna otra parte, como la mejor introducción o "aperitivo" a la lectura del
    Nuevo Testamento que él enseñó
    fervorosamente, tanto en la cátedra, desde la edad de 31
    años, como en toda su vida, en la predicación, en
    la conversación íntima, en los libros, en la
    literatura y en las artes, entre las cuales él
    ponía una como previa a todas: "el arte de la
    alegría". "Podría escribirse, dice, una
    teología de la alegría. No faltaría
    ciertamente material, pero el capítulo más
    fundamental y más interesante sería el
    bíblico. Basta tomar un libro de concordancia o
    índice de la Biblia para ver la importancia que en ella
    tiene la alegría: los nombres bíblicos que
    significan alegría se repiten miles y miles de veces. Y
    ello es muy de considerar en un libro que nunca emplea palabras
    vanas e innecesarias. Y así la Sagrada Escritura se nos
    convierte en un paraíso de delicias (Gén., 3, 23)
    en el que podremos encontrar la alegría cuando la hayamos
    buscado inútilmente en el mundo o cuando la hayamos
    perdido".

    Los Hechos de los Apóstoles
    El libro de los Hechos no pretende narrar lo que hizo cada uno de
    los apóstoles, sino que toma, como lo hicieron los
    evangelistas, los hechos principales que el Espíritu Santo
    ha sugerido al autor para alimento de nuestra fe (cf. Luc. 1, 4;
    Juan 20, 31). Dios nos muestra aquí, con un interés
    histórico y dramático incomparable, lo que fue la
    vida y el apostolado de la Iglesia en los primeros decenios
    (años 30-63 del nacimiento de Cristo), y el papel que en
    ellos desempeñaron los Príncipes de los
    Apóstoles, San Pedro (cap. 1-12) y San Pablo (cap. 13-28).
    La parte más extensa se dedica, pues, a los viajes,
    trabajos y triunfos de este Apóstol de los gentiles, hasta
    su primer cautiverio en Roma. Con esto se detiene el autor casi
    inopinadamente, dando la impresión de que pensaba escribir
    más adelante otro tratado.

    No hay duda de que ese autor es la misma persona que
    escribió el tercer Evangelio. Terminado éste, San
    Lucas retoma el hilo de la narración y compone el libro de
    los Hechos (véase 1, 1), que dedica al mismo
    Teófilo (Luc. 1, 1 ss.). Los santos Padres, principalmente
    S. Policarpo, S. Clemente Romano, S. Ignacio Mártir, S.
    Ireneo, S. Justino, etc., como también la crítica
    moderna, atestiguan y reconocen unánimemente que se trata
    de una obra de Lucas, nativo sirio antioqueno, médico,
    compañero y colaborador de S. Pablo, con quien se presenta
    él mismo en muchos pasajes de su relato (16, 10-17; 20,
    5-15; 21, 1-18; 27, 1-28, 16). Escribió, en griego, el
    idioma corriente entonces, de cuyo original procede la presente
    versión; pero su lenguaje
    contiene también aramaísmos que denuncian la
    nacionalidad del autor.

    La composición data de Roma hacia el año
    63, poco antes del fin de la primera prisión romana de S.
    Pablo, es decir, cinco años antes de su muerte y
    también antes de la terrible destrucción de
    Jerusalén (70 d.C.), o sea, cuando la vida y el culto de
    Israel continuaban normalmente.

    El objeto de S. Lucas en este escrito es, como en su
    Evangelio (Luc. 1, 4), confirmarnos en la fe y enseñar la
    universalidad de la salud traída por Cristo, la cual se
    manifiesta primero entre los judíos de Jerusalén,
    después de Palestina y por fin entre los
    gentiles.

    El cristiano de hoy, a menudo ignorante en esta materia,
    comprende así mucho mejor, gracias a este Libro, el
    verdadero carácter de la Iglesia y su íntima
    vinculación con el Antiguo Testamento y con el pueblo
    escogido de Israel, al ver que, como observa Fillion, antes de
    llegar a Roma con los apóstoles, la Iglesia tuvo su primer
    estadio en Jerusalén, donde había nacido (1, 1-8,
    3); en su segundo estadio se extendió de Jerusalén
    a Judea y Samaria (8, 4-11, 18); tuvo un tercer estadio en
    Oriente con sede en Antioquía de Siria (11, 19-13, 35), y
    finalmente se estableció en el mundo pagano y en su
    capital Roma (13, 1-28, 31), cumpliéndose así las
    palabras de Jesús a los apóstoles, cuando
    éstos reunidos lo interrogaron creyendo que iba a
    restituir inmediatamente el reino a Israel: "No os corresponde a
    vosotros saber los tiempos ni momentos que ha fijado el Padre con
    su potestad. Pero cuando descienda sobre vosotros el
    Espíritu Santo recibiréis virtud y me seréis
    testigos en Jerusalén y en toda la Judea y Samaria y hasta
    los extremos de la tierra" (1, 7 s.). Este testimonio del
    Espíritu Santo y de los apóstoles lo había
    anunciado Jesús (Juan 15, 26 s.) y lo ratifica S. Pedro
    (1, 22; 2, 32; 5, 32, etc.).

    El admirable Libro, cuya perfecta unidad reconoce
    aún la crítica más adversa, podría
    llamarse también de los "Hechos de Cristo Resucitado".
    "Sin él, fuera de algunos rasgos esparcidos en las
    Epístolas de S. Pablo, en las Epístolas
    Católicas y en los raros fragmentos que nos restan de los
    primeros escritores eclesiásticos, no conoceríamos
    nada del origen de la Iglesia" (Fillion).

    S. Jerónimo resume, en la carta al
    presbítero Paulino, su juicio sobre este divino Libro en
    las siguientes palabras: "El Libro de los Hechos de los
    Apóstoles parece contar una sencilla historia, y tejer la
    infancia de la Iglesia naciente. Mas, sabiendo que su autor es
    Lucas, el médico, "cuya alabanza está en el
    Evangelio" (II Cor. 8, 18), echaremos de ver que todas sus
    palabras son, a la vez que historia, medicina para el
    alma enferma".

    Las Epístolas de San Pablo
    http://www.aciprensa.com/Biblia/romanos.htm
    .A los Romanos
    .I a los Corintios
    .II a los Corintios
    .A los Gálatas
    .A los Efesios
    .A los Filipenses
    .A los Colosenses
    . I a los Tesalonicenses
    .II a los Tesalonicenses
    .I a Timoteo
    .II a Timoteo
    .A Tito
    .A Filemón

    Saulo, que después de convertido se llamó
    Pablo —esto es, "pequeño"—, nació en
    Tarso de Cilicia, tal vez en el mismo año que
    Jesús, aunque no lo conoció mientras vivía
    el Señor. Sus padres, judíos de la tribu de
    Benjamín (Rom. 11, 1; Filip. 3, 5), le educaron en la
    afición a la Ley, entregándolo a uno de los
    más célebres doctores, Gamaliel, en cuya escuela el
    fervoroso discípulo se compenetró de las doctrinas
    de los escribas y fariseos, cuyos ideales defendió con
    sincera pasión mientras ignoraba el misterio de Cristo. No
    contento con su formación en las disciplinas de la Ley,
    aprendió también el oficio de tejedor, para ganarse
    la vida con sus propias manos. El Libro de los "Hechos" relata
    cómo, durante sus viajes apostólicos, trabajaba en
    eso "de día y de noche", según él mismo lo
    proclama varias veces como ejemplo y constancia de que no era una
    carga para las iglesias (véase Hech. 18, 3 y
    nota).

    Las tradiciones humanas de su casa y su escuela, y el
    celo farisaico por la Ley, hicieron de Pablo un apasionado
    sectario, que se creía obligado a entregarse en persona a
    perseguir a los discípulos de Jesús. No sólo
    presenció activamente la lapidación de San Esteban,
    sino que, ardiendo de fanatismo, se encaminó a Damasco,
    para organizar allí la persecución contra el nombre
    cristiano. Mas en el camino de Damasco lo esperaba la gracia
    divina para convertirlo en el más fiel campeón y
    doctor de esa gracia que de tal modo había obrado en
    él. Fue Jesús mismo, el Perseguido, quien
    —mostrándole que era más fuerte que
    él— domó su celo desenfrenado y lo
    transformó en un instrumento sin igual para la
    predicación del Evangelio y la propagación del
    Reino de Dios como "Luz revelada a los gentiles."

    Desde Damasco fue Pablo al desierto de Arabia
    (Gál. 1, 17) a fin de prepararse, en la soledad, para esa
    misión apostólica. Volvió a Damasco, y
    después de haber tomado contacto en Jerusalén con
    el
    Príncipe de los Apóstoles, regresó a su
    patria hasta que su compañero Bernabé le condujo a
    Antioquía, donde tuvo oportunidad para mostrar su fervor
    en la causa de los gentiles y la doctrina de la Nueva Ley "del
    Espíritu de vida" que trajo Jesucristo para librarnos de
    la esclavitud de la antigua Ley. Hizo en adelante tres grandes
    viajes apostólicos, que su discípulo San Lucas
    refiere en los "Hechos" y que sirvieron de base para la conquista
    de todo un mundo.

    Terminado el tercer viaje, fue preso y conducido a Roma,
    donde sin duda recobró la libertad hacia el año 63,
    aunque desde entonces los últimos cuatro años de su
    vida están en la penumbra. Según parece,
    viajó a España (Rom. 15, 24 y 28) e hizo otro viaje
    a Oriente. Murió en Roma, decapitado por los verdugos de
    Nerón, el año 67, en el mismo día del
    martirio de San Pedro. Sus restos descansan en la basílica
    de San Pablo en Roma.

    Los escritos paulinos son exclusivamente cartas, pero de
    tanto valor doctrinal y tanta profundidad sobrenatural como un
    Evangelio. Las enseñanzas de las Epístolas a los
    Romanos, a los Corintios, a los Efesios, y otras, constituyen,
    como dice San Juan Crisóstomo, una mina inagotable de oro,
    a la cual hemos de acudir en todas las circunstancias de la vida,
    debiendo frecuentarlas mucho hasta familiarizarnos con su
    lenguaje, porque su lectura —como dice San
    Jerónimo— nos recuerda más bien el trueno que
    el sonido de
    palabras.

    San Pablo nos da a través de sus cartas un
    inmenso conocimiento de Cristo. No un conocimiento
    sistemático, sino un conocimiento espiritual que es lo que
    importa. Él es ante todo el Doctor de la Gracia, el que
    trata los temas siempre actuales del pecado y la
    justificación, del Cuerpo Místico, de la Ley y de
    la libertad, de la fe y de las obras, de la carne y del
    espíritu, de la predestinación y de la
    reprobación, del Reino de Cristo y su segunda Venida. Los
    escritores racionalistas o judíos como Klausner, que de
    buena fe encuentran diferencia entre el Mensaje del Maestro y la
    interpretación del apóstol, no han visto bien la
    inmensa trascendencia del rechazo que la sinagoga hizo de Cristo,
    enviado ante todo "a las ovejas perdidas de Israel" (Mt. 15, 24),
    en el tiempo del Evangelio, y del nuevo rechazo que el pueblo
    judío de la dispersión hizo de la
    predicación apostólica que les renovaba en Cristo
    resucitado las promesas de los antiguos Profetas; rechazo que
    trajo la ruptura con Israel y acarreó el paso de la salud
    a la gentilidad, seguido muy pronto por la tremenda
    destrucción del Templo, tal como lo había anunciado
    el Señor (Mt. 24).

    No hemos de olvidar, pues, que San Pablo fue elegido por
    Dios para Apóstol de los gentiles (Hech. 13, 2 y 47; 26,
    17 s.; Rom. 1, 5), es decir, de nosotros, hijos de paganos, antes
    "separados de la sociedad de
    Israel, extraños a las alianzas, sin esperanza en la
    promesa y sin Dios en este mundo" (Ef. 2, 12), y que entramos en
    la salvación a causa de la incredulidad de Israel
    (véase Rom. 11, 11 ss.; cf. Hech. 28, 23 ss. y notas),
    siendo llamados al nuevo y gran misterio del Cuerpo
    Místico (Ef. 1, 22 s.; 3, 4-9; Col. 1, 26). De ahí
    que Pablo resulte también para nosotros, el grande e
    infalible intérprete de las Escrituras antiguas,
    principalmente de los Salmos y de los Profetas, citados por
    él a cada paso. Hay Salmos cuyo discutido significado se
    fija gracias a las citas que San Pablo hace de ellos; por
    ejemplo, el Salmo 44, del cual el apóstol nos
    enseña que es nada menos que el elogio lírico de
    Cristo triunfante, hecho por boca del divino Padre (véase
    Hebr. 1, 8 s.). Lo mismo puede decirse de S. 2, 7; 109, 4,
    etc.
    El canon contiene 14 Epístolas que llevan el nombre del
    gran apóstol de los gentiles, incluso la destinada a los
    Hebreos. Algunas otras parecen haberse perdido (1 Cor. 5, 9; Col.
    4, 16).
    La sucesión de las Epístolas paulinas en el canon,
    no obedece al orden cronológico, sino más bien a la
    importancia y al prestigio de sus destinatarios. La de los
    Hebreos, como dice Chaine, si fue agregada al final de Pablo y no
    entre las "católicas", fue a causa de su origen, pero ello
    no implica necesariamente que sea posterior a las otras.
    En cuanto a las fechas y lugar de la composición de cada
    una, remitimos al lector a las indicaciones que damos en las
    notas iniciales.

    Las Cartas Católicas
    http://www.aciprensa.com/Biblia/santiago.htm
    .Epístola de Santiago
    .Epístola I de San Pedro
    .Epístola II de San Pedro
    .Epístola I de San Juan
    .Epístola II de San Juan
    .Epístola III de San Juan
    .Epístola de San Judas

    La
    carta de Santiago es la primera entre las siete Epístolas
    no paulinas que, por no señalar varias de ellas un
    destinatario especial, han sido llamadas genéricamente
    católicas o universales, aunque en rigor la mayoría
    de ellas se dirige a la cristiandad de origen judío, y las
    dos últimas de S. Juan tienen un encabezamiento aún
    más limitado. S. Jerónimo las caracteriza diciendo
    que "son tan ricas en misterios como sucintas, tan breves en
    palabras como largas en sentencias".

    El Apocalipsis
    Apocalipsis, esto es, Revelación de Jesucristo, se llama
    este misterioso Libro, porque en él domina la idea de la
    segunda Venida de Cristo (cf. 1, 1 y 7; I Pedro 1, 7 y 13). Es el
    último de toda la Biblia y su lectura es objeto de una
    bienaventuranza especial y de ahí la gran
    veneración en que lo tuvo la Iglesia (cf. 1, 3 y nota), no
    menos que las tremendas conminaciones que él mismo fulmina
    contra quien se atreva a deformar la sagrada profecía
    agregando o quitando a sus propias palabras (cf. 22,
    18).

    Su autor es Juan, siervo de Dios (1, 2) y desterrado por
    causa del Evangelio a la isla de Patmos (1, 9). No existe hoy
    duda alguna de que este Juan es el mismo que nos dejó
    también el Cuarto Evangelio y las tres Cartas que en el
    Canon llevan su nombre. "La antigua tradición cristiana
    (Papías, Justino, Ireneo, Teófilo, Cipriano,
    Tertuliano, Hipólito, Clemente Alejandrino,
    Orígenes, etc.) reconoce por autor del Apocalipsis al
    Apóstol San Juan" (Schuster-Holzammer).

    Vigouroux, al refutar a la crítica racionalista,
    hace notar cómo este reconocimiento del Apocalipsis como
    obra del discípulo amado fue unánime hasta la mitad
    del siglo III, y sólo entonces "empezó a hacerse
    sospechoso" el divino Libro a causa de los escritos de su primer
    opositor Dionisio de Alejandría, que dedicó todo el
    capítulo 25 de su obra contra Nepos a sostener su
    opinión de que el Apocalipsis no era de S. Juan "alegando
    las diferencias de estilo que señalaba con su sutileza de
    alejandrino entre los Evangelios y Epístolas por una parte
    y el Apocalipsis por la otra". Por entonces "la opinión de
    Dionisio era tan contraria a la creencia general que no pudo
    tomar pie ni aún en la Iglesia de Alejandría, y S.
    Atanasio, en 367, señala la necesidad de incluir entre los
    Libros santos al Apocalipsis, añadiendo que "allí
    están las fuentes de la salvación". Pero la
    influencia de aquella opinión, apoyada y difundida por el
    historiador Eusebio, fue grande en lo sucesivo y a ella se debe
    el que autores de la importancia de Teodoreto, S. Cirilo de
    Jerusalén y S. Juan Crisóstomo en todas sus obras
    no hayan tomado en cuenta ni una sola vez el Apocalipsis
    (véase en la nota a 1, 3 la queja del 4o. Concilio de
    Toledo). La debilidad de esa posición de Dionisio
    Alejandrino la señala el mismo autor citado mostrando no
    sólo la "flaca" obra exegética de aquél, que
    cayó en el alegorismo de Orígenes después de
    haberlo combatido, sino también que, cuando el cisma de
    Novaciano abusó de la Epístola a los Hebreos, los
    obispos de Africa adoptaron
    igualmente como solución el rechazar la autenticidad de
    todo ese Libro y Dionisio estaba entre ellos (cf.
    Introducción a las Epístolas de S. Juan). "S.
    Epifanio, dice el P. Durand, había de llamarlos
    sarcásticamente (a esos impugnadores) los Alogos, para
    expresar, en una sola palabra, que rechazaban el Logos
    (razón divina) ellos que estaban privados de razón
    humana (a-logos)". Añade el mismo autor que el santo les
    reprochó también haber atribuido el cuarto
    Evangelio al hereje Cerinto (como habían hecho con el
    Apocalipsis), y que más tarde su maniobra fue repetida por
    el presbítero romano Cayo, "pero el ataque fue pronto
    rechazado con ventaja por otro presbítero romano mucho
    más competente, el célebre S. Hipólito
    mártir".

    S. Juan escribió el Apocalipsis en Patmos, una de
    las islas del mar Egeo que forman parte del Dodecaneso, durante
    el destierro que sufrió bajo el emperador Domiciano,
    probablemente hacia el año 96. Las destinatarias fueron
    "las siete Iglesias de Asia" (Menor),
    cuyos nombres se mencionan en 1, 11 (cf. nota) y cuya existencia,
    dice Gelin, podría explicarse por la irradiación de
    los judíos cristianos de Pentecostés (Hech. 2, 9),
    así como Pablo halló en Éfeso algunos
    discípulos del Bautista (Hech. 19, 2).

    El objeto de este Libro, el único
    profético del Nuevo Testamento, es consolar a los
    cristianos en las continuas persecuciones que los amenazaban,
    despertar en ellos "la bienaventurada esperanza" (Tito 2, 13) y a
    la vez preservarlos de las doctrinas falsas de varios herejes que
    se habían introducido en el rebaño de Cristo. En
    segundo lugar el Apocalipsis tiende a presentar un cuadro de las
    espantosas catástrofes y luchas que han de conmover al
    mundo antes del triunfo de Cristo en su Parusía y la
    derrota definitiva de sus enemigos, que el Padre le pondrá
    por escabel de sus pies (Hebr. 10, 13). Ello no impide que, como
    en los vaticinios del Antiguo Testamento y aún en los de
    Jesús (cf. p. ej. Mt. 24 y paralelos), el profeta pueda
    haber pensado también en acontecimientos
    contemporáneos suyos y los tome como figuras de lo que ha
    de venir, si bien nos parece inaceptable la tendencia a ver en
    estos anuncios, cuya inspiración sobrenatural y alcance
    profético reconoce la Iglesia, una simple expresión
    de los anhelos de una lejana época histórica o un
    eco del odio contra el imperio romano
    que pudiera haber expresado la literatura apocalíptica
    judía posterior a la caída de Jerusalén. A
    este respecto la reciente Biblia de Pirot, en su
    introducción al Apocalipsis, nos previene acertadamente
    que "autores católicos lo han presentado como la obra de
    un genio contrariado… a quien circunstancias exteriores han
    obligado a librar a la publicidad por
    decirlo así su borrador" y que en Patmos faltaba a Juan
    "un secretario cuyo cálamo hubiese corregido las
    principales incorrecciones que salían de la boca del
    maestro que dictaba". ¿No es esto poner aun más a
    prueba la fe de los creyentes sinceros ante visiones de suyo
    oscuras y misteriosas por voluntad de Dios y que han sido
    además objeto de interpretaciones tan diversas,
    históricas y escatológicas, literales y
    alegóricas pero cuya lectura es una bienaventuranza (1, 3)
    y cuyo sentido, no cerrado en lo principal (10, 3 y nota), se
    aclarará del todo cuando lo quiera el Dios que revela a
    los pequeños lo que oculta a los sabios? (Lc. 10, 21).
    Para el alma "cuya fe es también esperanza" (I Pedro 1,
    19), tales dificultades, lejos de ser un motivo de desaliento en
    el estudio de las profecías bíblicas, muestran al
    contrario que, como dice Pío XII, deben redoblarse tanto
    más los esfuerzos cuanto más intrincadas aparezcan
    las cuestiones y especialmente en tiempos como los actuales, que
    los Sumos Pontífices han comparado tantas veces con los
    anuncios apocalípticos (cf. 3, 15 s. y nota) y en que las
    almas, necesitadas más que nunca de la Palabra de Dios
    (cf. Am. 8, 11 y nota), sienten el ansia del misterio y buscan
    como por instinto refugiarse en los consuelos espirituales de las
    profecías divinas (cf. Ecli. 39, 1 y nota), a falta de las
    cuales están expuestas a caer en las fáciles
    seducciones del espiritismo, de las sectas, la teosofía y
    toda clase de magia y ocultismo diabólico. "Si no le
    creemos a Dios, dice S. Ambrosio, ¿a quién le
    creemos?".

    Tres son los sistemas principales para interpretar el
    Apocalipsis. El primero lo toma como historia
    contemporánea del autor, expuesta con colores
    apocalípticos. Esta interpretación quitaría
    a los anuncios de S. Juan toda su trascendencia profética
    y en consecuencia su valor espiritual para el creyente. La
    segunda teoría,
    llamada de recapitulación, busca en el libro de S. Juan
    las diversas fases de la historia eclesiástica, pasadas y
    futuras, o por lo menos de la historia primera de la Iglesia
    hasta los siglos IV y V, sin excluir el final de los tiempos. La
    tercera interpretación ve en el Apocalipsis exclusivamente
    un libro profético escatológico, como lo hicieron
    sus primeros comentadores e intérpretes, es decir S.
    Ireneo, S. Hipólito, S. Victorino, S. Gregorio Magno y,
    entre los posteriores modernos, Ribera, Cornelio a Lápide,
    Fillion, etc. Este concepto, que no excluye, como antes dijimos,
    la posibilidad de las alusiones y referencias a los
    acontecimientos históricos de los primeros tiempos de la
    Iglesia, se ha impuesto hoy
    sobre los demás, como que, al decir de Sickenberger, la
    profecía que Jesús revela a S. Juan "es una
    explanación de los conceptos principales del discurso
    escatológico de Jesús, llamado el pequeño
    Apocalipsis".

    Debemos además tener presente que este sagrado
    vaticinio significa también una exhortación a estar
    firmes en la fe y gozosos en la esperanza, aspirando a los
    misterios de la felicidad prometida para las Bodas del Cordero.
    Sobre ellos dice S. Jerónimo: "el Apocalipsis de S. Juan
    contiene tantos misterios como palabras; y digo poco con esto,
    pues ningún elogio puede alcanzar el valor de este Libro,
    donde cada palabra de por sí abarca muchos sentidos". En
    cuanto a la importancia del estudio de tan alta y definitiva
    profecía, nos convence ella misma al decirnos, tanto en su
    prólogo como en su epílogo, que hemos de conservar
    las cosas escritas en ella porque "el momento está cerca
    (1, 3; 22, 7). Cf. I Tes. 5, 20; Hebr. 10, 37 y notas. "No sea
    que volviendo de improviso os halle dormidos. Lo que os digo a
    vosotros lo digo a todos: ¡Velad! (Marc. 13, 36 s.). A
    "esta vela que espera y a esta esperanza que vela" se ha
    atribuido la riqueza de la vida sobrenatural de la primitiva
    cristiandad (cf. Sant. 5, 7 y nota).
    En los 404 versículos del Apocalipsis se encuentran 518
    citas del Antiguo Testamento, de las cuales 88 tomadas de Daniel.
    Ello muestra sobradamente que en la misma Biblia es donde han de
    buscarse luces para la interpretación de esta divina
    profecía, y no es fácil entender cómo en
    visiones que S. Juan recibió transportado al cielo (4, 1
    s.) pueda suponerse que nos haya ya dejado, en los 24 ancianos,
    "una transposición angélica de las 24 divinidades
    babilónicas de las constelaciones que presidían a
    las épocas del año", ni cómo, en las
    langostas de la 5a. trompeta, podría estar presente "la
    imaginería de los
    centauros", etc. Confesamos que, estimando sin restricciones la
    labor científica y crítica en todo cuanto pueda
    allegar elementos de interpretación al servicio de la
    Palabra divina, no entendemos cómo la respetuosa
    veneración que se le debe pueda ser compatible con los
    juicios que atribuyen al autor incoherencias, exageraciones,
    artificios y fallas de estilo y de método,
    como si la inspiración no le hubiese asistido
    también en la redacción, si es verdad que, como lo
    declara el Concilio Vaticano, confirmando el de Trento, la Biblia
    toda debe atribuirse a Dios como primer autor.

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