Con su quinta obra, surgida el año mismo de la
publicación de La muerte de
Artemio Cruz, Fuentes cierra
lo que podemos considerar su primer gran ciclo narrativo, origen
de todos los recursos
técnicos y temáticos utilizados por el autor en sus
creaciones ficcionales posteriores.
Caracterizada por el hibridismo formal resultante de la
fusión
de dos géneros afines, la nouvelle y el cuento, Aura
esconde bajo su estructura
aparentemente simplificada una complejidad temática que
aún hoy suscita renovadas variaciones interpretativas, a
pesar de la opinión negativa de algunos críticos,
para quienes, en ese "cuento de fantasmas" donde todo queda dicho
desde el comienzo, ni la trama ni los personajes logran
"embrujar" al lector (Harss & Dohmann, 1981, p. 370). Fuentes
ha reafirmado con frecuencia su afecto especial por este libro, que
consolida el estilo muy personal forjado
a través de sus incursiones en la narrativa breve. Aura no
sólo revela el total dominio de la
técnica esbozada en Los días enmascarados como
anticipa los recursos que en los libros
subsecuentes –
sobre todo Cantar de ciegos y
Cumpleaños-
definieron la práxis literaria de este escritor
mexicano, elaborada en perfecto sincronismo con las tendencias
ficcionales de la actualidad.
La supuesta anticipación de la trama,
señalada por la crítica como la gran falla
estructural de Aura, constituye en verdad, si bien examinada, un
procedimiento
ampliamente difundido entre los prosistas hispanoamericanos
coetáneos de Fuentes. Julio
Cortázar fue uno de los primeros a manifestar plena
conciencia de los
límites
impuestos por
las leyes de construcción de la narrativa breve cuando
buscó conceptuar algunos de los recursos básicos
comúnmente empleados en las obras de los principales
cultores de este género
literario (Cortázar, 1974, p. 147-63 y 227-37).
Determinadas nociones que señala Cortázar, como por
ejemplo intensidad y tensión, aclaran y justifican la
presencia, en Aura, de dicha "anticipación", concentrado
esfuerzo creador que tiene por meta atraer la atención del lector de inmediato a fin de
apresarle en la ardidosa trampa de lo imaginario. La presencia de
lo fantástico en la obra ratifica la necesidad de un
recurso de tal orden, pues instalar la perplejidad en la mente
del lector es, según Felipe Furtado, el objetivo
básico de esta modalidad de construcción narrativa,
el cual sólo se alcanza mediante la prefiguración
de un conjunto de líneas de actuación que la
intriga deja entrever de forma más o menos clara (Furtado,
1980, p. 75).
Esta discreta polémica en torno de Aura nos
hace recordar las consideraciones de Tobin Siebers acerca de lo
fantástico romántico: la expresión literaria
de una realidad histórica depende de la capacidad de la
literatura para
explicarse a sí misma (Siebers, 1989, p. 167). Declarando
un combate abierto contra los excesos del racionalismo,
el Romanticismo
concedió voz a tradicionales parias de la sociedad
– locos, divinos
idiotas y hechiceros-
, conviertiéndoles en protagonistas de un claro
proceso de
victimización. No es difícil percibir como a esta
influencia romántica (suficientemente reconocida por
Fuentes) se sumaría, en Aura, la incorporación de
las técnicas
narracionales del nouveau roman, confluencia de tendencias que
puede explicar, en parte, el porqué del adelanto de la
intriga. Es la mirada oscilante y persistente del yo-tú
victimario, compartido por narrador y protagonista, la que
desvela rápidamente al lector la dual interacción
entre realidad y ensueño, imaginación y conciencia.
A través del pronombre tú lo sobrenatural se revela
al lector de Aura como experiencia histórico-cultural.
Según Caro Baroja, prácticamente todos los pueblos
arcaicos se refirieron (y aún lo hacen) a las fuerzas
sagradas a través de un tú que denota, ante todo,
intimidad y empatía (Caro Baroja, 1986, p. 20). Este
pronombre gobierna el pensamiento
mágico que se transforma en base contextual de Aura,
propiciando la empatía instantánea e imprescindible
entre los elementos de la tríada
protagonista(víctima)-narrador-lector. Creando lo que Jean
Fabre denominó "vínculo maldito", Aura engendra una
poética de la posesión que se encarna en la
potencia de
atracción del entorno fantástico.
Sin embargo, hay que notar cómo, diferentemente
del nouveau roman, que reduce la intensidad de la acción
humana para favorecer la observación de un mundo en el cual
predomina la materialidad de los objetos, Aura nos ofrece una
realidad donde imperan los movimientos físicos y
psíquicos de los personajes, donde ojos insaciables
persiguen la esencia de lo humano con insistencia. Reconocer una
psique dividida escudriñando visualmente la
representación fragmentada de la realidad es
también uno de los fundamentos estructurales del Gothic
Revival, cuyas técnicas seleccionadas y combinadas
– señala
Bertrand Evans-
tienen por objetivo primario explorar el lado oculto de los
seres y las cosas, el misterio, las tinieblas y el terror (Evans,
1947, p. 01-05). Sus más sorprendentes características – paneles secretos y pasajes
subterráneos–
se asocian directamente no a la literatura, sino a la
arquitectura
medieval en ruinas. Habitan este mundo heroínas
decadentes, casi siempre iluminadas, virtuosas y excesivamente
sensibles, incomprendidas reincarnaciones del Satán de
Milton a quienes la sociedad condena a exiliarse del convivio
humano. Opresión es, por lo tanto, la acción que
mueve a estos personajes femeninos y a los de Fuentes en Aura,
novela en cuya
tejedura se pueden identificar vestigios de textos como The wood
daemon, de Matthew Gregory Lewis, y Orra, de Joanna Bailie (cfr.
la búsqueda de la víctima, el altar, la ceremonia
sacrificial, las habitaciones contiguas).
El aspecto más significativo de este libro es,
sin embargo, la habilidad con que Fuentes desarrolla en él
un amplio e intenso proceso intertextual que no llega
jamás a comprometer la singularidad de la obra, pese a su
corta extensión. Aura se nos presenta como una escritura en
palimpsesto que mantiene vivos los vestigios de los textos
anteriores. En Como escribí uno de mis libros, ensayo en el
cual más sugiere que aclara, Fuentes juega con la
capacidad intuitiva del lector al indicar las fuentes
artísticas que contribuyeron a la composición de su
nouvelle (Fuentes, 1989, p. 41-61).
Según el autor, fueron tres las influencias
básicas que definieron la temática de Aura. La
primera se dibujó durante la conversación con Luis
Buñuel, en 1959, en una tarde mexicana "de aire transparente
y aroma de tortilla tostada y chiles recién cortados y
flores fugitivas" (Fuentes, 1989, p. 45), cuando el cineasta
aragonés le hablaba de Quevedo y de sus planes de
transposición al cine de la
tela en la que Géricault representa el drama de los
náufragos del barco Medusa (siglo XIX), condenados a
sobrevivir devorándose entre sí. De este diálogo
entre creaciones y creadores se originaron los esbozos iniciales
tanto de El ángel exterminador como de Aura, cuyo
argumento Fuentes entresaca de la pregunta de Buñuel:
"¿Y si al cruzar el umbral de una puerta
pudiéramos, de pronto, recuperar la juventud; ser
viejos de un lado de esta puerta y jóvenes de nuevo luego
de haberla cruzado?" (Fuentes, p. 46). Dos años
después, en el verano parisino, el reencuentro con la
muchacha mexicana que había conocido en la infancia
intensa la idea. Al traspasar el umbral que separaba la sala de
la recámara donde Fuentes la esperaba, aquella muchacha
envejecida, que era encontes, como en los versos de Quevedo, casi
"polvo enamorado", experimenta súbita y
simultáneamente las mismas transformaciones convocadas por
la luz que la
ilumina y envuelve a través de los cristales de la
ventana. El umbral del apartamento del Boulevard Raspail se
convierte en el límite de todas las edades de la mexicana
a quien el escritor desea en la tarde caliente de agosto,
sintiéndose "en el reino de amor
huésped extraño", para luego darse cuenta de que
los ojos de quien ama pueden mirarnos también "con
muerte
hermosa".
Así, bajo la marcante influencia de
Buñuel, de Quevedo y de la muchacha "encarcelada en la luz
de Paris", los temas de la necesidad y del deseo comenzaban a
ganar cuerpo en las primeras páginas acaloradas de Aura,
cuando una película del japonés Kenji
Mizoguchi – Los
cuentos de la
luna vaga después de la lluvia, basado en el cuento La
casa entre los juncos-
determinó el destino final de la fantástica
relación amorosa entre Felipe y la espectral sobrina de la
señora Consuelo. Tanto en el cuento de Ueda Akinari como
en la adaptación de Mizoguchi, Fuentes reconoce la misma
temática a partir de la cual su quinto libro venía
formándose: el aprisionamiento por el tiempo, el deseo
en lucha contra la soledad, el olvido y la muerte. Encarnando una
esposa inocente y fiel, como en el relato de Akinari, o una
Penélope maculada, como en la película de
Mizoguchi, a través de nuevo prisma el personaje Miyagi le
reveló la mujer en su
función
mediadora entre la vida y la muerte, la realidad y el
sueño, lo perdido y lo recuperable.
Durante las mañanas de su redacción inicial en un café
cerca de la Rue de Berri, Aura nacería – declara
Fuentes- para
aumentar la descendencia de las mujeres secretas como Miyagi,
algunas de ellas ya personificadas en la literatura occidental, a
la que, por fin, recurre el autor. De tres de esas "portadoras
del consuelo, del deseo y de la sabiduría prohibidas por
la razón moderna" (Fuentes, 1989, p. 53), Aura-Consuelo
incorporan indelebles rasgos físicos y psíquicos:
como la misteriosa Miss Bordereu, salida de las páginas de
la short novel de Henry James – The Aspern papers (Los papeles de
Aspern)- , son
memoria y
símbolo de un pasado glorioso que necesita mantenerse vivo
en un cotidiano indiferente; golpean el aire con el mismo
desespero de la amargada Miss Havisham, personaje
enigmático de la novela Great
expectations (Las grandes esperanzas), de Charles Dikens,
condenada a perpetuar la llama destructora de su devotada
pasión; con la sagacidad de la vieja Condesa de La dama de
espadas, de Pushkin, revelan la estrechez de un mundo masculino
presuntuoso y convenientemente racional. Fuentes observa que la
similitud estructural que vincula esas historias vuelve
permanente la actuación conjunta de los tres personajes:
la vieja y la pareja de jóvenes. Invariablemente, en las
tres obras hay siempre un intruso que ansía por conocer el
secreto de la mujer más
vieja – secreto
de la fortuna en Pushkin, del amor en Dickens, de la poesía
en James- y que,
para obtenerlo, no vacila en aprovecharse de la joven de manera
engañosa. No obstante, según Fuentes, el aspecto
fundamental que determina la diferencia entre su texto y las
demás obras del género que lo antecederon es el
hecho de que, en Aura, se invierten los papeles que juega esta
tríada de personajes: Consuelo y su sobrina son "la misma
persona y son
ellas quienes arrancan el secreto del deseo del pecho de Felipe"
(Fuentes, p. 54).
Resultantes de la mezcla de todas esas variadas
encarnaciones, Aura-Consuelo representan la fusión de los
contrarios que el hombre,
"dividido entre su pensamiento divino y su dolor carnal"
(Fuentes, 1989, p. 55), no alcanza admitir. Expresión
simultánea de la femme-enfant – redentora de un mundo salvaje, como
Melusina- y de
la hechicera –
dueña de su propia voluntad y seductora, como
Circe- ,
Aura-Consuelo enfatizan la primacía del sistema femenino
del mundo, idea-clave sintetizada, en el epígrafe de la
obra, a través de la cita del historiador francés
Jules Michelet:
El hombre caza y
lucha. La mujer intriga y sueña: es la madre de la
fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión,
las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de
la imaginación… Los dioses son como los hombres: nacen y
mueren sobre el pecho de una mujer…
Lo mismo que en los textos de James, Dickens y Pushkin,
La sorcière, obra a la que Roland Barthes definió
como "Historia y
novela", viría a transformarse para Fuentes en importante
venero de elementos descriptivos y de referencias
onomásticas. De ahí provienen las denominaciones de
los personajes Felipe, Consuelo y Llorente; el patio de hierbas
medicinales; el color verde de
los ojos y trajes de Aura, color del Píncipe del Mundo; el
sacrificio de los siete gatos encadenados; el sombrío vino
color de sangre; la
muñeca de harina. Para el escritor mexicano, empero, el
verdadero centro de interés en
el texto de Michelet es la evidencia de una problemática
existencial que sobrepasa los límites de época: la
supervivencia agónica de un ser dominado por la
desesperación de la servidumbre y el anonimato en un
tiempo amenazado por el poder secular
y divino. En la bruja de Michelet la magia se presenta como
sistema simbólico, el cual, fruto de una realidad social
imperiosa y opresora, contra ella arremete como auxilio y
defensa. En su primera edad, la hechicería se
nutrió "de viejas tradiciones paganas y de las lecciones
cristianas tomadas al revés" y, asimismo, "de la inquietud
y la impotencia de los hombres" (Michelet, 1952, p. 26-7. Trad.
mía). En el estado
general de las sociedades en
la Edad Media,
edad de los hombres, como la nombró Georges Duby (Duby,
1989), "la mujer especialmente se desesperó y se
vió arrastrada a entregarse al Diablo" – el "negativo de Dios", el
seductor de cuerpos y almas, detentor de "todos los secretos de
la naturaleza que
turban el sueño"- , conviertiéndose en bruja lujuriosa,
maldita e impura (Michelet, p. 26-7.Trad. mía). Sin
embargo, en tanto que "oficiante de esta contra-religión", la bruja
es la única detentora de las llaves que propician el
acceso y tránsito entre lo real y lo imaginario, entre la
represión histórica y la ilusión
liberadora.
Transportada a través de Aura al contexto
mexicano, en el que, recuerda Le Clézio, el silencio
encubre el pensamiento interrumpido de las antiguas
civilizaciones y la Historia comienza en el encuentro de dos
sueños –
el sueño de un mundo de magia, sustentado por la
dualidad sexual y psíquica de sus divinidades y
exterminado por el furor del sueño masculino moderno de la
Conquista, nacido del deseo de poder (Le Clézio, 1988, p.
11)- , la bruja
de Michelet se transforma en la prolongación renovada de
una misma problemática: interdicción, soledad y
anonimato que afloran del cotidiano como búsqueda de una
realidad perpetuamente ansiada pero nunca alcanzada, nostalgia de
un tiempo que se espacializa, "cuerpo", como observa Octavio Paz,
"del que fuimos arrancados" (Paz, 1986, p. 187).
Aura-Consuelo pasan a encarnar, entonces, a la vez,
todas las funciones
simbólicas comunes a las varias figuras femeninas
concebidas por Fuentes, desde su primer libro: la decadencia del
poder mágico de Teódula Moctezuma; la loca
pasión que sobrevive hasta a la muerte, conservada por la
sepulcral Carlota de Tlactocatzine del jardín de Flandes;
el incomprendido poder secreto de Mercedes Zamacona, proscrita
por su rebeldía; la exacerbación erótica y
religiosa de Asunción; la representación, por
Regina y Catalina, de un Paraíso perdido y rescatado en
los verdes ojos de Dolores. Decaídos símbolos del
pasado, víctimas de la opresión sentenciadas al
aislamiento y personificación del Mal, al igual que las
heroínas trágicas de las narrativas del Gothic
Revival; imágenes
barrocas de la transitoriedad humana y de la lucha entre el
deleite carnal y la abnegación redentora;
manifestación surrealista de la victoria de
Eros-daimonion, fuerza
mediadora y subversiva propiciadora de la facultad de conocimiento
(Béhar & Carassou, 1984, p. 143): los múltiples
y simultáneos rostros legados por todos esos personajes a
su más joven descendiente reflejan la experiencia de la
pérdida y del rescate de la unidad y la identidad por
intermedio de la imaginación que se vuelve
deseo.
También Felipe Montero hereda rasgos indelebles
de sus antecesores, aproximándose más de los
personajes masculinos de Dickens, detenidos entre la farsa y el
misterio de un ambiguo entorno urbano donde se entrecruzan
sueño y realidad, y de los personajes de James, quienes,
viviendo un exilio real o ilusorio, se confinan en un presente
sin pasado donde se confrontan con sus dobles, fantasmas de
sí mismos, testigos y símbolos de la "última
condena de la civilización natal, de una realidad sin
dirección" (Bessière, 1974, p. 143.
Trad. Mía). Pero, para mejor caracterizar a Felipe dentro
del contexto mexicano contemporáneo, Fuentes se
basó en un antecedente inmediato, ideado por Xavier
Villaurrutia en su cuento Dama de corazones: así, pues,
Montero reitera la indecisión y el ascetismo de Julio,
narrador-protagonista a quien el regreso a la tierra
natal reserva un angustiante proceso de auto(re)conocimiento que
le hace descubrir un pasado hasta entonces ignorado, convertido
por la irreversibilidad del tiempo en "valor preciso,
historia, que hace daño" (Villaurrutia, 1966, p. 594).
"Naúfrago voluntario" refugiado en una "isla de
egoísmo", Julio ve aflorar su "línea del corazón",
"oculta bajo un enrejado impenetrable", en la dualidad del
juego de
seducción que le divide entre sus primas Aurora y Susana,
opuestos y esfumados recuerdos de la infancia que resurgen para
sobreponerse en su memoria como "dos películas destinadas
a formar una sola fotografía", unidas por un mismo cuerpo
"como la dama de corazones de la baraja" (Villaurrutia, p. 576).
Influenciado por la reveladora presencia del elemento femenino,
Julio experimenta, como más tarde Felipe, un estado de
devaneo –
"vuelan los deseos en la
imaginación"-
que lo lleva a entrever belleza y juventud en la figura de
una anciana "horrible, arpía flaca, mitológica, con
un juego de arrugas en la cara propio para representar todas las
etapas de la vejez […]",
a quien estuvo a punto de confesar sus secretos. Aunque temiendo
no encontrar "la puerta de la realidad", Julio se da finalmente
cuenta de que, presos al cotidiano, "no hacemos más que
vivir nuestras costumbres": "Apenas sí en el sueño,
vertiginosamente, vivimos en intensidad, en sólo un
instante, lo inesperado, lo trágico, la felicidad, el azar
[…] todo lo que no es sueño no es vida."
Proviene de esta vieja señora la voz cascada que
guía a Felipe luego de su entrada en el caserón de
Aura-Consuelo. Otros elementos de la narrativa de Villaurrutia se
repiten en el texto de Fuentes: el reloj que, imperioso, anuncia
el paso de las horas; el "cuarto de estudio" alfombrado con un
verde sombrío; la bata verde seco; el ramo de violetas que
recuerda a Mme. Girard el primer día de su viudez; el
espejo en el cual Julio encuentra, por fin, otro rostro: "[…]
descompuesto que no puedo menos de palpar y esculpir con las
manos como si mañana fuese a dejar de ser mío para
siempre".
Mas como en el caso de Aura-Consuelo, existe una
diferencia básica que distingue a Felipe de sus
ascendientes: su actuación se orienta, ante todo, hacia la
realización de un destino colectivo y no propiamente hacia
la consecución de una voluntad individual. Asumiendo una
función semejante a la anteriormente desempeñada en
La muerte de Artemio Cruz, la instancia del tú corrobora
esta orientación al presentársenos como voz
denunciadora de una realidad sin sentido, que Montero experimenta
en tanto personificación del mexicano contemporáneo
de las grandes ciudades. En la figura de un Prometeo moderno,
retenido entre la nostalgia de un paraíso perdido y la
imposibilidad del paraíso futuro, Felipe condensa, al
igual que sus compañeras, todos los tiempos a los que se
ven invariablemente sometidos los personajes de
Fuentes.
El joven Montero no llega a expresar la inquietud
existencial de Manuel Zamacona, pero se encuentra, como
él, aprisionado en la misma obcecada reverencia al pasado,
no al latente pasado azteca de Manuel, sino a un pasado
estático que intenta recuperar, a través de una
anamnesis historiográfica, en su gran obra de conjunto
sobre los descubrimientos y conquistas españolas en
América:
Si lograras ahorrar por lo menos doce mil pesos,
podrías pasar cerca de un año dedicado a tu propia
obra, aplazada, casi olvidada. […] una obra que resuma todas
las crónicas dispersas, las haga inteligibles, encuentre
las correspondencias entre todas las empresas y
aventuras del siglo de oro, entre los prototipos humanos y el
hecho mayor del Renacimiento. (A,
p. 140)
Son estos planes de trabajo y la necesidad de apoyo
financiero para realizarlos que le impelen a aceptar la propuesta
de la viuda Llorente. Desde la lectura del
anuncio en el
periódico, voz de llamamiento que se actualiza cada
nuevo día, hasta el momento del encuentro con Aura, el
joven historiador recorre el camino iniciático que
enigmaticamente lo conduce al omphalos de la ciudad de México,
donde, más que en otro punto cualquiera de la capital, el
pasado indígena subyace literalmente a la
construcción de un nuevo orden cultural. En el centro
vital de la antigua Venecia-Tenochtitlán, se reproduce en
el rosa y el gris de sus edificaciones – "Unidad del tezontlé, los nichos
con sus santos truncos coronados de palomas, la piedra labrada de
barroco
mexicano, los balcones de celocía, las troneras y los
canales de lámina, las górgolas de arenisca". (A,
p. 127)- la
misma sugestión de callado desánimo captada por el
protagonista de The Aspern papers durante su búsqueda del
quartier perdu que abriga el misterioso templo de Miss Bordereau.
En medio a ficticias, aunque no menos poderosas aguas, la morada
de la viuda Llorente integra el indistinto conglomerado de viejos
palacios coloniales de la Calle de Donceles, punto de
convergencia a la vez sombrío y privilegiado en el
interior del cual, como una especie de Gustav Aschenbach
hispánico, Felipe encuentra una muerte simbólica:
"Levantarás la mirada a los segundos pisos: allí
nada cambia. Las sinfonolas no perturban, las luces de mercurio
no iluminan, las baratijas expuestas no adornan ese segundo
rostro de los edificios." (A, p. 140) A Gustav Aschenbach,
protagonista de Muerte en Venecia, le asedia una movilidad que
este personaje rechaza en su inalterable mundo bizantino y que le
revela la dudable naturaleza del Arte y del
artista. En Aura, a su vez, el auto(re)conocimiento de Felipe
señala la dudable naturaleza de la historiografía y
del historiador. La elección de la Calle de Doncelles como
centro geográfico de la trama no parece, pues, gratuita:
su antiguo número 66 abriga la sede de la Academia
Mexicana de Historia.
El acto de transposición del umbral constituye el
primer estadio de una serie de ritos de agregación y
transferencia, como la escalada ascencional, la cena conjunta
(cfr. los términos "comensal" y "comensalismo’), la
ablución, ritos a los que Felipe se someterá a lo
largo del proceso de adquisición de su nueva identidad.
Orientada hacia una dirección favorable, la puerta de
entrada, con "esa cabeza de perro en cobre,
gastada, sin relieves: semejante a la cabeza de un feto canino en
los museos de ciencias
naturales", se transforma para el joven en el límite
entre la ordenación caótica de la realidad exterior
y la imprevisible quietud de lo imaginario:
Las nomenclaturas han sido revisadas, superpuestas,
confundidas. El 13 junto al 200, el antiguo azulejo
numerado –
47- encima
de la nueva advertencia pintada con tiza: ahora 924. […]
Imaginas que el perro te sonríe y sueltas su contacto
helado. La puerta cede al empuje levísimo de tus dedos y
antes de entrar miras por última vez sobre tu hombro,
frunces el ceño porque la larga fila detenida de camiones
y autos
gruñe, pita, suelta el humo insano de su prisa. Tratas,
inútilmente, de retener una sola imagen de ese
mundo exterior indiferenciado. (A, p. 127)
Dejándose guiar por la voz de la
seducción, Felipe es atrapado por Aura-Consuelo como
Psyché por Eros: se conduce a ambos a un recinto oculto
localizado en el centro de un valle; ambos penetran la oscuridad
guiados tan sólo por las palabras del(de la) futuro(a)
amante: "Buscas en vano una luz que te guíe. Buscas la
caja de fósforos en la bolsa de tu saco, pero esa voz
aguda y cascada te advierte desde lejos: – No…, no es necesario. Le ruego
[…]" (A, p. 127)
La descripción de los primeros instantes de
Montero en el interior de su nueva realidad evocan el mismo
pasaje de la percepción
de los valores
sensibles a la percepción de los valores
sensuales expresada en el cuento Tlactocatzine del jardín
de Flandes, de Los días enmascarados. Con su olor de
musgo, de humedad de plantas y
raíces podridas – "perfume adormecedor y
espeso"- , el
patio oscuro por donde se introduce Felipe a través de un
"callejón techado" duplica el recóndito
jardín del caserón de Puente de Alvarado renovando
la representación simbólica de una corporeidad
femenina sobrehumana. La inmersión en las tinieblas
experimentada luego del cierre del acceso al zaguán inicia
la instauración del régimen nocturno, espacio y
tiempo propicios tanto al afloramiento del inconsciente (cfr. La
muerte de Artemio Cruz) como a la acción sobrenatural,
régimen aquí asociado, también en su
carácter numinoso, a la figura de
Hécate, grande diosa-madre de las magas que encarna a la
bacante para seducir a las almas de los muertos, soberana de las
encrucijadas y de la noche, ocasión favorable a la
realización de ritos secretos (Caro Baroja, 1986, p. 45).
En Aura, la repetición de esta geografía
mítica, que opone el espacio sagrado (interior) al
homogéneo y geométrico espacio profano (exterior),
relaciona simbólicamente casa y cuerpo a la imagen del
templo, santuario que actúa a modo de sortilegio y cuyo
objetivo último es atraer a su interior, al centro del
cual todo se irradia y adónde todo converge, es decir, el
altar, lugar en que el ritual de transferencia culmina con la
unión erótica de Felipe y Aura-Consuelo delante del
Cristo Negro mexicano.
Octavio Paz afirma que al ritualizarse, asumiendo el
proceso de simbolización como función sublimadora,
el erotismo opera una transformación, una
conversión –
en el sentido religioso de la palabra- radical (Paz, 1979, p. 229). En
la quinta obra de Fuentes esta acción sublimadora se
cumple a través de la asociación simbólica
entre erotismo y religiosidad, ambos caracterizados, observa
Bataille, por la búsqueda de una continuidad más
allá del yo y del mundo inmediato (Bataille, 1980,
p.105-6). Las nociones de sacrificio, comunión y liturgia
se vinculan aquí con la base misma del acto erótico
y con las dos grandes esferas religiosas focalizadas en la
novela. La primera, la concepción
mágico-mítica común a las sociedades
arcaicas, para las cuales el sacrificio ritual integra las
fiestas religiosas, aproximando al hombre de sus dioses y
haciéndoles participar de la santidad – imitatio dei (Eliade, s.d., p.
112). El sacrificio ritual es, pues, una ofrenda: consagra y
diviniza a la víctima. Por intermedio de la muerte,
deshace la sucesión ordenada del trabajo (tiempo profano)
y de la existencia cotidiana, configurándose como elemento
transgresor. En esas sociedades el erotismo se presenta como un
momento de alta tensión religiosa: afirma su
carácter sagrado al invocar la negación de
cualquier límite (Bataille, p. 98). La segunda, la
religiosidad judaico-cristiana que se opuso al espírito de
transgresión. La continuidad renovadamente perdida y
recuperada en las sociedades arcaicas a través del
sacrificio se la reencuentra, en el Cristianismo,
fuera de los cuerpos, en la figura de Dios, invocada más
allá de la violencia de
los delitos rituales
a través del amor total y sin cálculo de
los fieles, quienes sólo contribuyen para el sacrificio en
la cruz con sus faltas (Bataille, p. 106). El erotismo pasa a ser
entonces objeto de condenación, cayendo en el dominio de
lo profano, ahora concebido como profanación de lo divino,
asimilado a lo impuro y al Mal, o sea, a la transgresión
condenada, el pecado.
Aura revive la mítica figura de la hechicera,
sacerdotisa de la naturaleza que, según Michelet, preside
la industria
soberana que cura y conforta al hombre (Michelet, 1952, p. 23).
Bella donna conocedora tanto de las virtudes como de los
maleficios de plantas y pociones, y que se vale de la
metamorfosis zoomórfica en su actuación
mágica, la hechicera celebra un culto de fertilidad
concerniente a las ceremonias arcaicas que el pensamiento
religioso cristiano interpreta como una actividad subvesiva y
diabólica (Caro Baroja, 1986, p. 110). Consuelo es, a su
vez, Aura decadente: oficiante del culto al Diablo, el
Ángel o Dios de la transgresión, de la
insumisión y la revuelta, bruja que lleva estampada en su
aspecto físico la marca de la
degradación. Privada del amor y del goce sensual
– el castigo de Lucifer
no es aquí la incapacidad, como ha resaltado Papani, sino
la imposibilidad de amar (Papini, 1969, p. 72)- Consuelo se ve condenada a fruir
tan sólo el "placer de la devoción",
debilitándose en su alcoba dónde ocupa el lugar
central del martirio. La envuelven la morbidez de las
imágenes que se contuercen en el viejo grabado iluminado
por los candelabros –
mantenedores de la llama divina pero también del
fuego luciferino-
y el desorden promovido por la "sucia legión
gruñidora" de los demonios, deliberada afrenta a la
resignación y a la esperanza de la muerte que se refleja
en las imágenes de los santos, veneradas junto a las
vísceras conservadas en frascos de alcohol y a
los corazones de plata:
Cristo, María, San Sebastián, Santa
Lucía, el Arcángel Miguel, los demonios sonrientes,
los únicos sonrientes en esta iconografía del dolor
y la cólera: sonrientes porque […] ensartan los
tridentes en la piel de los
condenados, les vacían calderones de agua
hierviente, violan a las mujeres, se embriagan, gozan de la
libertad
vedada a los santos. […] la señora Consuelo de rodillas,
amenaza con los puños, balbucea las palabras que, ya cerca
de ella, puedes escuchar […]. (A, p. 136)
Consuelo pronuncia palabras bíblicas bajo la
forma de conjuro, expresión de la voluntad propia y del
deseo (Caro Baroja, 1986, p. 30) – "Llega, Ciudad de dios; suena, trompeta de
Gabriel; ¡ay, pero cómo tarda en morir el mundo!"
(A, p. 136)- y
denuncia con sus movimientos nerviosos y lascivos
– la gesticulatio,
signo del desorden (Schmitt, 1990, p. 432)- el transe
demoníaco:
Avanzas de nuevo hacia la puerta; la empujas, dudando
aún, y por el resquicio ves a la señora Consuelo de
pie, erguida, transformada, con esa túnica entre los
brazos: esa túnica azul con botones de oro, charreteras
rojas, brillantes insignias de águila coronada, esa
túnica que la anciana mordisquea ferozmente, besa con
ternura, se coloca sobre los hombros para girar en un paso de
dansa tambaleante. (A, p. 144-45)
Sólo la encarnación de Aura concede a
Consuelo la verdadera movilidad que esta vieja señora,
clavada entre las imágenes religiosas, apenas consegue
esbozar. Además, le toca a la joven la tarea de preparar y
llevar a cabo las sucesivas etapas del ritual mágico que
le hacen a Felipe apto al cumplimiento de su misión: la
iniciación en las tinieblas; la imposición del
régimen alimentar de riñones, símbolos de
la memoria, en
salsa de cebolla, acompañados siempre de un
"líquido rojo y espeso" como vino y sangre,
símbolos eucarísticos pero también principios
úmedos –
dynamis-
que sustentan el poder dionisíaco; la
confección de la muñequita de trapo, "rellena de
una harina que se escapa por el hombro mal cosido", de rostro
pintado con "tinta china" y el
cuerpo desnudo, "detallado con escasos pincelazos"; el holocausto
del macho cabrío.
En la beatitud de su habitación, donde el
único adorno es la imagen barroca de un Cristo Negro
mexicano, con gestos coordenados, imagen del orden moral y de la
voluntad de Dios (Schimtt, 1990, p. 31), Aura se vale del
simbolismo litúrgico para reinstaurar un ritual de
eficacia
mítica a través del cual se diluyen los
límites de la razón. Al modo de oración,
discurso de
acatamiento y vasallaje, sus palabras encierran el
conocimiento prohibido que revela la anulación de
jerarquías y límites (Caro Baroja, 1986, p.
41):
– El cielo no es
alto ni bajo. Está encima y debajo de nosotros al mismo
tiempo. […] [Aura] dirige miradas fortuitas al Cristo de
madera negra,
se aparta por fin de tus pies, te toma de la mano, se prende unos
capullos de violeta al pelo suelto, te toma entre los brazos y
canturrea esa melodía, ese vals que tú bailas con
ella, prendido al susurro de su voz, girando al ritmo
lentísimo, solemne, que ella te impone […] (A, p.
150)
El carácter místico presente en esta
unión erótica de la pareja evoca simbolismos
múltiples e intercambiables: el culto de
celebración de la Cuaresma tradicionalmente encenado en la
España
barroca, cuando, en medio a la oscuridad de los templos
católicos, cuyos vitrales eran recubiertos con
paños negros, se destacaba el altar como centro iluminado
por un único foco de luz, irradiador de la verdad de la
resurrección de Cristo; el episodio de la vida de los
coras mexicanos narrado por Fuentes en uno de sus ensayos,
indígenas recriminados por la Iglesia
misionera por su osadía al interpretar eróticamente
la Pasión de aquél que se les habían
presentado como el el dios del amor, entregándose a los
placeres de la carne delante de la agonizante imagen del
Crucificado; la doctrina de las sectas gnósticas,
especialmente el sacramento valentiniano según el cual se
realiza, en el interior de una cámara nupcial, el
casamiento celestial de Christos, el escogido (pero no
Jesús), con Pistis Sophia, restableciéndose
así la unidad entre el espíritu y la materia:
"[…] deja que la simiente de la luz baje a tu cámara
nupcial, recibe al novio, abre espacio para él y abre tus
brazos para abrazarle. Observa cómo la gracia bajó
sobre ti" (Seligman, 1979, p. 91. Trad. mía).
Sophía significa "saber", "ciencia",
"prudencia" y también "astucia". Recordemos la
metamorfosis de Aura en una coneja – animal doméstico de las diosas
lunares del México prehispánico- de nombre Saga, antigua
designación para Maga y Sabia.
Bajo los ojos del Cristo Negro, la comunión
erótica de Aura y Felipe transforma el simbolismo
místico en manifestación concreta y
simultánea de esos espacios de representación
trastrocados, para inmediatamente simbolizarlos, una vez
más, en nuevos significados. La dualidad se hace presente
en todos los actos que acompañan este ritual de
transformación, donde se mezclan y se confunden elementos
mágicos y eucarísticos: el lavapies representa un
acto religioso de humildad, pero también un acto
cósmico de purificación; la harina usada en la
confección de la muñequita y rociada por las
hechiceras durante la realización de sus ceremonias
mágicas posee los mismos poderes del pan de las oblaciones
(Antiguo Testamento) y de la hostia consagrada para la
comunión con Cristo, cuyo fraccionamiento simboliza la
separación del cuerpo y del alma de Jesús.
Componiendo la unidad mística entre las partes integrantes
de la acción sacrificial, Aura se ofrece como
dádiva, convirtiéndose a la vez en sacrificador y
criatura sacrificada (Jung, 1985, p. 56).
[Aura] Acaricia ese trozo de harina delgada, lo quiebra sobre
los muslos, indiferentes a las migajas que ruedan por sus
caderas; te ofrece la mitad de la oblea que tú tomas,
llevas a la boca al mismo tiempo que ella, deglutes con
dificultad; caes sobre el cuerpo desnudo de Aura, sobre sus
brazos abiertos, extendidos de un extremo al otro de la cama,
igual que el Cristo negro que cuelga del muro con su
faldón de seda escarlata, sus rodillas abiertas, su
costado herido, su corona de brezos montada sobre la peluca
negra, enmarañada, entreverada con lentejuela de plata.
Aura se abrirá como un altar. (A, p. 150)
Momento de alta tensión simbólica, esta
unión erótica instaura la equivalencia entre la
consagración de la revelatio divina y la
profanación de la epiphanéia diabólica,
definiendo, así, el destino de los personajes. Al repetir
la simbología abstracta del rito litúrgico,
Aura-Consuelo se someten una vez más a la censura y
punición de los dogmas que las desgarraron de su
dimensión mágica, echándolas al margen de la
sociedad y la cultura. Por
intermedio de los símbolos de una nueva Pasión,
Aura-Consuelo buscan entonces reverter el estigma de su
decadencia y de la condena rompiendo la cronología
eucarística, que enfatiza la historicidad profana de
Cristo, a fin de rescatar un orden ritual mítico cuyo
tiempo, ontológico por excelencia, manifiesta lo sagrado
en su carácter reversible y perpetuamente recuperable.
Para alcanzar la plenitud de verse completado por una identidad
inconscientemente ansiada, Felipe es llevado a vivir en este
exacto momento, preso al terror de la pesadilla de
imágenes yuxtapuestas, la transfiguración imputada
a su compañera. Delante del Cristo Negro, ama a una mujer
de cuarenta, de verdes ojos endurecidos por el tiempo, figura que
señala la transformación de la hechicera Aura, cuyo
cuerpo de "niña" había retenido antes entre las
manos durante el primer enlace amoroso, en la bruja Consuelo, la
vieja de "rostro desgajado, compuesto de capas de cebolla,
pálido, seco y arrugado como ciruela cocida", a quien, al
final de la obra, Felipe reconoce y acepta en la inminencia de
una nueva e inevitable unión, a lo más
sugerida.
Montero transpone, por fin, los límites de su
estoicismo machista, ofreciéndose también él
en sacrificio. A través del trabajo de ordenación y
transcripción de los manuscritos de Llorente, sacados del
arca vieja e infestada de ratas tras cada indicación de la
anciana, descubre que el general, en la autosuficiencia de su
gloria apolínea, desaprueba la efusión
erótica y la obsesión por la fetilidad que
contagian a su joven esposa, viéndolas no como aspectos
positivos, vigorizadores, sino como principio de
profanación:
"Consuelo, no tientes a Dios. Debemos conformarnos.
¿No te basta mi cariño? Yo sé que me amas;
lo siento. No te pido conformidad, porque ello sería
ofenderte. Te pido, tan sólo, que veas en ese gran amor
que dices tenerme algo suficiente, algo que pueda llenarnos a los
dos sin necesidad de recurrir a la imaginación
enfermiza…"[…]
No habrá más. Allí terminan las
memorias del
general Llorente: Consuelo, le démon asussi était
un ange, avant… (A, p. 156)
El pragmatismo de
Felipe le hace ver con restricciones los manuscritos del
fallecido general. Mas, a la medida que el joven historiador se
deja seducir por el discurso del recuerdo y del deseo, su
pragmatismo abre paso a la aceptación de otra
vida:
Pegas esas fotografías a tus ojos, las levantas
hacia el tragaluz: tapas con una mano la barba del general
Llorente, lo imaginas con el pelo negro y siempre te encuentras,
borrado, perdido, olvidado, pero tú, tú, tú
[…]
[…] Escondes la cara en la almohada, tratando de
impedir que el aire te arranque las facciones que son tuyas, que
quieres para ti. Permaneces con la cara hundida en la almohada,
con los ojos abiertos detrás de la almohada, esperando lo
que ha de venir, lo que no podrás impedir. (A, p.
157)
Montero es "el escogido" porque detiene el conocimiento
que necesita la vieja señora para la consecución de
sus planes, es decir, domina el discurso historiográfico
de la Conquista, testimonio de la subyugación social y
religiosa, pero también, simultáneamente,
expresión de un estado de ensueño imaginativo (Caro
Baroja, 1986, p. 67), en en cual se interpolan y confunden todos
los niveles de percepción de la realidad, los mismos que
el joven experimenta a lo largo de su trayecto ritual y que
están representados en las alternancias de los espacios.
Felipe ocupa inicialmente el cuarto de Llorente en el piso
superior, decorado con los colores mexicanos
y al estilo del Segundo Imperio (paredes revestidas de papel oro y
oliva; sillón de terciopelo rojo), único ambiente de
contornos visualmente definidos, fijados por la luz exterior que
avanza a través del amplio tragaluz, símbolo de la
ordenación del caos por la razón. Baja
después, cruzando el salón gótico. Es en
este espacio figurativo trascendental y metafísico,
determinado por la luz colorida y cambiante que transmite una
sensación de fugacidad, de ingravidez (levedad,
fluctuación; cfr. Nieto Alcaide, 1985), contraria a toda
fijación de una realidad estable y material, que Felipe
descubre por primera vez un placer inimaginable bajo el efecto
del "mareo" producido por el rubro vino y por los ojos de
Aura:
Tú tomas el lugar de Aura [en la silla
gótica], estiras las piernas, enciendes un cigarrillo,
invadido por un placer que jamás has conocido, que
sabías parte de ti, pero que sólo ahora
experimentas plenamente, liberándolo, arrojándolo
fuera, porque sabes que esta vez encontrarás respuesta…
(A, p. 135)
La inmersión en las tinieblas del patio inferior,
que se rompen por instantes a la luz débil de un
fósforo (frágil centella de la percepción
racional), complementa ese estado de inmaterialidad: "[…]
terminar de reconocer las flores, los frutos, los tallos que
recuerdas mencionados en crónicas viejas; las hierbas
olvidadas que crecen olorosas, adormiladas […]" (A, p. 148).
Desde ahí regresa Felipe al piso central donde se ubica el
cuarto de Consuelo –
espacio figurativo desmaterializado en una dimensión
irreal- y el de
Aura –
representación agónica del juego
pictórico barroco. En esas cámaras intermedias y
casi secretas, que varios índices indican tratarse de una
única pieza duplicada por la exacerbación
imaginativa de Felipe, se renueva este simbolismo
cromático –
claro/oscuro-
revelador de la irrupción liberadora del
inconsciente, genuíno lugar de origen y formación
de la conciencia plena.
El lecho de "migajas y edredones" de Consuelo se
confunde con las migajas de la "oblea" que se esparcen por entre
los muslos de Aura. Las polaridades del simbolismo
cromático son igualmente índices significativos. En
el cuarto de Consuelo, Felipe se da cuenta de que sólo el
punto negro de la pupila de la anciana rompe la claridad de sus
ojos líquidos e inmensos, "casi del color de la
córnea amarillenta que los rodea" y tan ofuscadores cuanto
el brillo "de la corona parpadeante de objetos religiosos". Aura
posee, a su vez, "ojos de mar que fluyen", los cuales busca
mantener cerrados en la presencia de Consuelo "como si temiera
los fulgores de la recámara". En la habitación de
la joven, imagen invertida del cuarto de la viuda Llorente, la
comunión erótica con Felipe sucede justamente bajo
un único punto de luz envuelto por la oscuridad. Al
amarillo de los ojos de la viuda Llorente y a la verde mirada de
Aura se conjuga el rosa de las pupilas de Saga, variación
del rojo que, con el oliva (= verde) y el dorado (= amarillo),
compone la patriótica decoración del antiguo cuarto
del general cedido al historiador. La sustitución del
"viejo grabado" por el Cristo Negro se encarga de completar la
dualidad de este simbolismo.
Entre las manos de Montero los papeles amarillentos y
disgregados de Llorente se transforman entonces en el "polvo sin
cuerpo" de la Historia que le impulsan a imaginar las falsas
medidas de "un tiempo acordado a la vanidad humana". Cuerpo de
Aura y Consuelo, en cuya transfiguración se revela el fin
de una edad mítica, suplantada por los malogrados ideales
de un México utópico, nacidos antes mismo de la
Conquista y de nuevo proyectados, en vano, en el sueño
romántico y fugaz de Maximiliano. Dejando de posicionarse
como mero lector del pasado, Felipe pasa a emprender la
práctica historiográfica como un renovable y
constante movimiento de
aproximación a la Muerte, ni Paraíso ni tumba,
sólo la misma existencia, soñada, comunión
primitiva con el tiempo pretérito que permite el
intercambio de signos de vida (Barthes, 1988, p. 93). Cumpliendo
de esta forma la función del historiador-sacerdote
concebida por Michelet, Felipe Montero asume una práctica
que no es propiamente de orden intelectual, sino de orden social
y sagrada: se trata, como en la fórmula de
Sófocles, no tanto de velar por la memoria de los muertos,
y sí completar, mediante una acción mágica,
lo que su vida tiene de absurda y mutilada (Barthes, p.
92).
Pero es la mujer quien, en su realeza sacra
– afirma
Michelet- ,
detiene verdaderamente el lenguaje
mágico capaz de salvar al hombre y la Historia en los
momentos fatales en que éstos se atrofian y debilitan bajo
el yugo del poder. Sólo la mujer puede garantizar el
relieve de la
Historia desfalleciente y restituir al hombre su tiempo circular
original. En tanto conocimiento superior, religión e
iniciación. Aura-Consuelo le revelan a Felipe el estatuto
femenino de su quehacer histórico, completando,
así, el sentido cifrado en el epígrafe de la obra.
Del enlace erótico de esos cuerpos renace la Historia como
acto – en el
sentido genésico de la palabra- de penetración, lucha amorosa cuyo
objetivo último es conceder a sus contendores la plenitud
en el presente a partir de la sobrevida que les reserva el
pasado.
Con un lenguaje
singular y pujante intertextualidad, cuya inevitable presencia en
la obra se debe, según el autor, a una frase de Paul
Éluard (poeta del amor y de la Mujer) súbitamente
rememorada durante la conversación con
Buñuel –
"La poésie ne se fera chair et sang qu’a
partir du moment ou elle será
réciproque"-
, en su quinto libro Fuentes actualiza su mitología femenina para descubrir, una vez
más,la Historia en crisis.
Narrativa gótica bajo el signo del suprarreal
barroquismo mexicano, a la luz de lo insólito moderno Aura
pretende rescatar todas las posibilidades de lo imaginario a fin
de reinventar lo maravilloso, en el cotidiano, como instrumento
de conocimiento y conquista. Escrita con el lenguaje del deseo,
esa nueva Historia se convierte en la fuerza genésica que
restaura las palabras y purifica a los hombres,
devolviéndoles el sentido de la
realidad.
Del interior de una modernidad
sofocante, Aura surge, entonces, como discurso
mágico-mítico de la seducción: hechiza a
Felipe Montero y al lector para redescubrir, afirma Fuentes, lo
que fue olvidado, los motivos del origen y de la unidad (Fuentes,
1978, p. 12).
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Autor:
Maria Aparecida da Silva
Profesora de Literaturas Hispanoamericanas
Facultad de Letras de la Universidad
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