- El sentido del humor en la
educación - El tiempo de la vida
humana - El destino del hombre:
planteamientos - Psicología del dolor:
miedo, tristeza y sufrimiento - La dignidad de la
persona - El afán de poder y la ley
del más fuerte - El sentido de la
vida - El fin de la vida
social
Al hablar de la voluntad dijimos que una de las cinco
formas de querer podía llamarse amor de benevolencia. La
benevolencia como actitud
moral
también nos es familiar: consiste en prestar asentimiento
a lo real, ayudar a los seres a ser ellos mismos. Si pensamos un
poco más en esa definición, y sobre todo en esa
actitud, enseguida descubriremos que consiste en afirmar al otro
en cuanto otro. Esto también puede ser llamado amor:
«amar es querer un bien para otro». El amor como
benevolencia consiste, pues, en afirmar al otro, en querer
más otro, es decir, querer que haya más otro, que
el otro crezca, se desarrolle, y se haga «más
grande». Esta forma de amor no refiere al ser amado a las
propias necesidades o deseos, sino que lo afirma en sí
mismo, en su alteridad. Por eso es el modo de amar más
perfecto, porque es desinteresado, busca que haya más
otro. También podemos llamarlo amor-dádiva, porque
es el amor no egoísta, el que ante todo afirma al ser
amado y le da lo que necesita para crecer. Por eso, amar es
afirmar al otro. Sin embargo, también existe la
inclinación a la propia plenitud, un querer ser más
uno mismo. Esto es una forma de amor que podemos llamar
amor-necesidad, porque nos inclina a nuestra propia
perfección y desarrollo,
nos hace tender a nuestro fin, nos inclina a crecer, a ser
más. Por eso podemos llamarlo también amor de
deseo. Esta forma de amor es el primer uso de la voluntad, que
hemos llamado simplemente deseo o apetito racional. Según
él, amar es crecer. En cuanto la voluntad asume las
tendencias sensibles, en especial el deseo, éstas pueden
llamarse también amor, en el sentido de amor-necesidad o
amor natural: «se llama amor al principio del movimiento que
tiende al fin amado», como dijimos al clasificar los
sentimientos y pasiones. Hay que decir, sin embargo, que llamar
amor al deseo de la propia plenitud, a la inclinación a
ser feliz, a la tendencia sensible y a la racional, puede hacerse
siempre y cuando este deseo no se separe del amor de
benevolencia, que es la forma genuina y propia de amar de los
seres humanos. La razón es la siguiente: el puro deseo
supedita lo deseado a uno mismo, es amarse a uno mismo, porque
entonces se busca la propia plenitud, y la consiguiente
satisfacción, y, por así decir, se alimenta uno con
los bienes que
desea y llega a poseer. Pero a las personas no se las puede amar
simplemente deseándolas, porque entonces las
utilizaríamos para nuestra propia satisfacción. A
las personas hay que amarlas de otra manera: con amor de amistad o
benevolencia. Así pues, el amor se divide de un primer
modo, que es considerando su forma, uso o manera, que es, como se
acaba de ver, doble: el amor-necesidad y el amor dádiva.
En las acciones
nacidas de la voluntad amorosa, que se explicarán
después, sucede algo realmente singular: el quinto uso de
la voluntad (el amor dádiva) refuerza y transforma los
cuatro restantes, empenzando por el amornecesidad o deseo. Hay,
pues, una correspondencia del amor de benevolencia con el
amor-necesidad y los restantes usos de la voluntad, de la cual
resulta que éstos se potencian al unirse con aquél.
Antes de exponer esas acciones, y para terminar la exposición
general acerca del amor, son necesarias tres
precisiones:
1) Todos los actos de la vida humana, de un modo o de
otro, tienen que ver con el amor, ya sea porque lo afirman o lo
niegan. El amor es el uso más humano y más profundo
de la voluntad. Amar es un acto de la persona y por eso
ante todo se dirige a las demás personas. Sin ejercer
estos actos, y sin sentirlos dentro, o reflexionar sobre ellos,
la vida humana no merece la pena ser vivida. De aquí se
sigue que el amor no es un sentimiento, sino un acto de la
voluntad, acompañado por un sentimiento, que se siente con
mucha o poca intensidad, e incluso con ninguna. Puede haber amor
sin sentimiento, y «sentimiento» sin amor voluntario.
Sentir no es querer. En las líneas que siguen se pueden
ver muchos ejemplos de actos del amor que pueden darse, y de
hecho se dan, sin sentimiento «amoroso» que los
acompañe. El amor sin sentimiento es más puro, y
con él es más gozoso. Pero ambos no se pueden
confundir, aunque tampoco se pueden separar. Ese sentimiento, que
no necesariamente acompaña al amor sensible o voluntario,
puede llamarse afecto. Amar es sentir afecto. El afecto es sentir
que se quiere, y se reconoce fácilmente en el amor que
tenemos a las cosas materiales,
las plantas y los
animales, a
quienes «cogemos cariño» sin esperar
correspondencia, excepto en el caso de los últimos. El
afecto produce familiaridad, cercanía física, y nace de
ellas, como ocurre con todo cuanto hay en el hogar. Pero
además de afectos, el amor tiene efectos: como todo
sentimiento, se manifiesta con actos, obras y acciones que
testifican su existencia también en la voluntad. Los
afectos son sentimientos; los efectos son obra de la voluntad. El
amor está integrado por ambos, afectos y efectos. Si
sólo se dan los primeros, es puro sentimentalismo, que se
desvanece ante el primer obstáculo.
2) Uno de los efectos del amor es su repercusión
en el propio sujeto que ama, y se llama place, que es el gozo o
deleite sentido al poseer lo que se busca o realizar lo que se
quiere. De este modo «el placer perfecciona toda
actividad» y la misma vida, llevándola como a su
consumación. Se pueden señalar dos clases de
placeres: «los que no lo serían si no estuvieran
precedidos por el deseo, y aquellos que lo son de por sí,
y no necesitan de esa preparación». A los primeros
podemos llamarles placeres-necesidad, y nacen de la
posesión de todo aquello que se ama con amor-necesidad,
por ejemplo, un trago de agua cuando
tenemos sed. A los segundos podemos llamarlos placeres de
apreciación, y llegan de pronto, como un don no buscado,
por ejemplo, el aroma de un naranjal por el que cruzamos. Este
segundo tipo de placer exije saber apreciarlo: «los objetos
que producen placer de apreciación nos dan la
sensación de que, en cierto modo, estamos obligados a
elogiarlos, a gozar de ellos», por ejemplo, todos los
placeres relacionados con la música. Se
sitúan en el orden del amor-dádiva porque exigen
una afirmación placentera de lo amado independiente de la
utilidad
inmediata para quien lo siente. El término
satisfacción, que se puede aplicar al primer tipo de
placer, esclarece también lo que se quiere indicar con el
segundo. La idea más habitual acerca del placer lo
restringe más bien a la fruición sensible y
«egoísta» propia de los placeres-necesidad
(dejarse caer en el sillón al llegar a casa), pero tiende
a dejar en la penumbra la satisfacción, más
profunda, de los placeres de apreciación (encontramos un
regalo en nuestra habitación). Los placeres gustan al
hombre, de tal
modo que los busca siempre que puede. Está expuesto por
ello al peligro de buscarlos por capricho, y no por necesidad,
haciendo de ellos un fin, incurriendo entonces en el exceso
(beber más de la cuenta si estamos sedientos).
Enseñar a alcanzar el punto medio de equilibrio
entre el exceso y el defecto de los placeres corresponde a
la
educación moral, que produce la armonía del
alma.
3) La división del amor en amor-necesidad y
amor-dádiva se hace, como se ha dicho, según el
modo de querer en uno y otro caso (primer y quinto uso de la
voluntad respectivamente). Sin embargo, también se puede
dividir el amor según las personas a quienes se dirige,
según tengan con nosotros una comunidad de
origen, natural o biológico, o no lo tengan. En el primer
caso, se da una cercanía y familiaridad físicas que
hacen crecer espontáneamente el afecto: padres, hijos,
parientes… Este es un amor a los que tienen que ver con mi
origen natural. Podemos llamarlo amor familiar o amor natural.
Cuando no se da esta comunidad de origen, el tipo de amor es
diferente: lo llamaremos amistad, que a su vez puede ser
entendida como una relación intensa y continuada, o
simplemente ocasional. Un tercer tipo es aquella forma de amor
entre hombre y mujer que
llamaremos eros y forma parte la sexualidad, y
de la cual nace la comunidad biológica humana llamada
familia: es un
amor de amistad transformado, intermedio entre esta última
y el amor natural.
El
sentido del humor en la educación
1. EL BUEN Y MAL HUMOR
Definir lo que sea el sentido del humor no es tarea
fácil. Se trata de un concepto que
designa una actitud humana, un determinado talante ante la
realidad en que vivimos y, por tanto no es un simple
fenómeno, un hecho que podamos aislar, analizar y
catalogar al lado de otros. Si se atiende a sus manifestaciones
externas de modo exclusivo o principal, puede llegarse a
desvirtuar su naturaleza, y no
ser capaces de entender su profundo sentido: una persona con
cosquillas fáciles no es, obviamente, una persona con
sentido del humor, aunque éste se encuentre muy ligado a
la risa y a la sonrisa; ni tampoco un espíritu
burlón es fruto del sentido del humor, sino más
bien su degradación o empobrecimiento. El sentido del
humor se relaciona con rasgos tales como agudeza, finura,
alegría, oportunidad, serenidad, ecuanimidad y muchos
otros. Pero intentar su comprensión por medio de estos
rasgos característicos puede ocultar su naturaleza
en una maraña analítica de factores y sus
relaciones. Por todo esto, en las líneas que siguen se
intentará una explicación del sentido del humor
partiendo de la raíz.
El "humor" es un término vago en cuanto que es
metafórico en nuestro contexto. Cuando se habla de
"sentido del humor", se emplea el término "humor" en
sentido traslaticio o figurado, dándole una referencia
espiritual a lo que, de suyo, tenía una referencia
material. Efectivamente, el humor, o, mejor dicho, los humores,
son líquidos internos del organismo humano que, en la
concepción de la medicina antigua,
eran la vía o cauce de la salud corporal.
También este significado resulta vago e impreciso a la
luz de los
conocimientos actuales; pero, sin embargo, era mucho más
preciso en el marco de los precarios conocimientos antiguos.
Muchas enfermedades
se explican entonces por un desajuste de los humores internos, o
por una degradación o putrefacción de los mismos.
De ahí el conocido y frecuente remedio de la
sangría para eliminar sencillamente estos malos humores.
Dicho de otra manera, el humor, los humores en sentido
físico y material, son un exponente denotativo de la salud
corporal. Buenos o malos humores denotaban respectivamente, buena
o mala salud corporal. Analógicamente, se habla de "buen"
o "mal humor" para significar una buena o mala salud espiritual.
Y de la misma forma que la salud corporal consiste en la
armonía de las diversas funciones
orgánicas, la salud espiritual puede entenderse como la
armonía entre los diversos actos del alma. Salud
espiritual no significa estrictamente bondad o virtud. Del mismo
modo que hay cuerpos débiles que, sin embargo, gozan de
salud, también hay espíritus poco virtuosos que
están saludables. Lo que ocurre es que, al igual que el
cuerpo débil está más expuesto que el fuerte
a perder la salud, también el espíritu poco
virtuoso pierde más fácilmente la buena salud
anímica, el buen humor.
2. EL SENTIDO DEL HUMOR
El buen humor o el mal humor, así como la buena
salud o la mala salud, tienen como característica su
inestabilidad; se pierden o se transforman unos en otros y,
además, la mayoría de los casos, se pierden
descontroladamente. No somos dueños de mantener una buena
salud cuando existe un dolor corporal, ni tampoco podemos
mantener el buen humor cuando nos embarga la tristeza, el dolor
espiritual. El buen humor o el mal humor son disposiciones
fluctuantes, inestables de suyo, aunque haya personas en las que
redominan
más el buen o el mal humor, como puede predominar
más la buena o la mala salud corporal. Los malhumorados
frecuentemente están irritables, suspicaces,
sombríos, pesimistas, hoscos; no tienen salud espiritual,
y por eso sufren; por eso están tristes. Los que tienen
buen humor transmiten el goce de su alegría, fruto de su
buena salud espiritual; por eso se manifiestan pacientes, francos
y abiertos, radiantes, optimistas, acogedores. Pero estos estados
de ánimo, aunque pueden ser frecuentes y constantes, no
son permanentes ni estables de suyo; siempre son susceptibles de
ser modificados. Los humores son transitorios y no definen a la
persona. La realidad vista a través de un humor tampoco es
la realidad verdadera, tal cual ella es. El que entiende esto en
profundidad y lo incorpora a su vida, tiene su sentido; en este
caso, tiene el sentido del humor. Tener sentido del humor es,
pues, entender, tener sentido de la apariencia y de la realidad,
de lo mutable y de lo permanente, de lo accesorio y de lo
esencial. Es saber percibir el humor, es decir, el estado de
ánimo de las personas; pero, por debajo de ese humor
transitorio y mutable y, por tanto, accesorio, tener sentido del
humor es saber percibir lo esencial, radical y permanente de las
personas. Tener sentido del humor es percibir el humor, pero
justamente como tal humor, es decir, como apariencia accidental.
Ahora bien, sólo puede percibirse la apariencia como tal
apariencia cuando se percibe antes la realidad; sólo puede
conocerse lo mutable desde el
conocimiento de lo permanente; sólo se considera lo
accesorio como tal cuando se ha contemplado lo esencial.
Sólo puede entenderse el humor de las personas como tal
humor, es decir, como estado mutable
de ánimo, cuando se entiende a la persona en su ser real,
es decir, como criatura, como destello amoroso de la divinidad.
El que tiene sentido del humor es un buscador incansable del ser
real de las personas en medio de las apariencias inmediatas que
se traducen en el humor, bueno o malo. Es un rastreador constante
de la alegría, como primer efecto de esa
consideración de la bondad del ser personal. Por
eso, es un buscador de la risa y de la sonrisa. Pero no toda risa
y toda sonrisa le satisface, sino sólo aquélla que
surge de la búsqueda de lo bueno en medio de lo que parece
malo. De ahí que la burla, el sarcasmo y -frecuentemente
la ironía no sean manifestaciones del sentido del humor,
aunque te hagan reír o sonreír; pues éstas,
en efecto, no responden a esa búsqueda de la bondad
permanente en medio de los humores transitorios. Por el
contrario, la burla y el sarcasmo persiguen resaltar lo malo, lo
defectuoso. Un ejemplo está en las parodias o imitaciones
personales: pueden hacerse con sentido burlesco, acremente,
exagerando los defectos y complaciéndose en ellos; pero
también pueden hacerse con sentido del humor, con dulzura,
mostrando tanto los defectos como las buenas cualidades,
enseñando el humor de la persona parodiada, es decir,
dando ligereza a lo que resulta de suyo grave o solemne. La
parodia hecha con sentido burlesco invita al menosprecio; en
cambio, la
parodia que proviene del sentido del humor propicia el
cariño entrañable a la persona parodiada. Por eso,
se considera propio del humorista el que dirige su sentido del
humor hacia sí mismo en primer lugar.
3. COMPRENSIÓN, ALEGRÍA, INGENIO,
ESPERANZA
La persona con sentido del humor es, en las relaciones
humanas, comprensiva. Entiende, "tiene sentido" del humor, es
decir, comprende lo que pasa a sus semejantes y a él
mismo. Comprende que no es tan fácil mostrarnos tan buenos
como somos debido al 'humor", a nuestro estado de salud
espiritual. Por encima de nuestro carácter,
de nuestras virtudes o cualidades sociales, de nuestro grado de
armonía espiritual, somos buenos en cuanto que somos
queridos por Dios. El comprensivo es el que entiende ésto
en su corazón,
el que comprende la flaqueza humana; el comprensivo es el que,
sin transigir en los vicios, defectos o pasiones, tolera sus
efectos en sus semejantes, y los fustiga precisamente con
alegría, con la ligereza del chiste o la broma, y no con
la gravedad de la reprensión o sanción legal. La
persona con sentido del humor busca la alegría por encima
de todo, porque, antes que nada, busca el goce de la felicidad,
que es precisamente la alegría. El que tiene sentido del
humor entiende profundamente que, primero que nada, importa la
felicidad de las personas, y sabe que ésta es el verdadero
camino de su perfección, de su mejora. Por eso, ante
cualquier situación, sabe encontrar el aspecto más
cercano a la felicidad y lo pone de manifiesto. Y si no acierta a
encontrarlo, se alegra cuando otro lo encuentra y goza con
él igualmente. Propio del sentido del humor no es
sólo hacer reír y sonreír, sino participar
de la risa y de la sonrisa. Propio del sentido del humor es saber
reir y sonreír, esto es, buscar intencionalmente la
alegría. Por eso, el sentido del humor es una
manifestación inmediata de la inteligencia
libre del hombre, del ingenio. Poder percibir
el fondo de bondad y de alegría de una persona o de una
situación, en medio del velo que tiende la apariencia del
"humor", es un efecto de la inteligencia humana y de su libertad. Se
requiere ingenio para descubrir el fondo de realidad esencial,
que invita siempre a la alegría, cuando lo que se ofrece a
la mirada es un conjunto de elementos ingratos y desagradables.
Tal es la relación que guarda el sentido del humor con lo
cómico. La comicidad se da cuando, en una situación
de aparente seriedad y rigor, se descubre bruscamente un fondo de
verdad que es visible. Ante esta situación caben dos
reacciones: la estupefacción o la risa. El que carece de
sentido del humor queda estupefacto, es decir, cobra conciencia de su
estupidez. El que goza de sentido del humor, ríe, es
decir, se rinde ante la realidad visible. Por último, la
esperanza es otro puntal del sentido del humor. Se requiere
comprensión hacia las personas, afán de
alegría e ingenio para buscarla; pero la esperanza es
condición de todo esto. Efectivamente, aparece primero lo
ingrato, lo grave, lo riguroso de una situación o de una
persona, y luego se acierta a ver que, en el fondo, todo es
"humorístico", propio del humor. Pero lo primero es la
apariencia grave e ingrata. Se requiere un arraigado talante de
esperanza para enfrentarse a ello con perspectiva de
humor.
4. EL SENTIDO DEL HUMOR EN LA
EDUCACIÓN
Decía Hermann Nohí: un niño es una
cosa muy seria, pero, ¿quién puede tomárselo
en serio solamente? Para este autor, el sentido del humor es uno
de los tres rasgos principales que conforman el ser del
educador1. No es difícil conjeturar que la
comprensión, la alegría, el ingenio y la esperanza
son esenciales al educador. En la educación, el sentido
del humor se revela en dos dimensiones radicales, tanto de una
como del otro. Sentido del humor es también sentido del
orden y sentido del fin. Donde no hay educación, hay
desorden, y donde hay educación está presente el
orden. No se indica aquí la educación de la virtud
del orden, cuanto el orden como ambiente
educativo: el orden en las acciones, en los objetivos y en
los enseres materiales que sirven a ambos. Orden es la
relación adecuada de algo con su razón de ser, esto
es, con su origen y con su fin. La educación, pues,
precisa del orden como del mantillo fecundo que la potencia y hace
eficaz. Ahora bien, el orden, entendido en sentido humano, es
relación adecuada al fin, y este fin es la felicidad. Y la
felicidad se traduce en alegría. Cuando un determinado
orden no promueve, a la larga o a la corta, la alegría, no
puede hablarse de tal orden, porque no hay relación
adecuada al fin. El orden que llega a atosigar y a ensombrecer el
espíritu, no es un orden humano. Por eso, aunque
genéricamente pueda afirmarse que es bueno que todo
esté ordenado, no debe olvidarse que el orden humano debe
entenderse -en palabras de J.J. Sanguinetti- como límite
del desorden. En educación, el sentido del orden es el de
límite del desorden. Y tal es también la percepción
propia del sentido del humor: ver el desorden, fruto de la
libertad humana, en la entraña del orden, controlado por
éste, pero presente como alegre y libre de desorden.
También el sentido del humor es sentido del fin, y esto
es, así mismo, esencial en educación. El educador
precisa, antes que nada, saber cuál es el fin de su
acción, porque sólo así sabe utilizar
eficazmente los medios de que
dispone, y sabe incluso encontrar nuevos medios. Le es esencial
al educador tener un sentido profundo del fin para no caer en una
trampa mortal que Buchíer llamaba "adoración del
método".
Educar no es conocer bien los métodos
ducativos, sino tener sentido del fin y poder, así,
convertir los medios en métodos educativos. La metodología educativa puede aconsejar una
acción,' pero si la realidad aconseja otra,' el educador
prudentemente es atenderá la metodología. Y lo
hará con sentido del humor, con alegría;
sabiéndose reír de esa metodología que le
era tan querida.
5. – EL SENTIDO DEL HUMOR Y EL DOLOR
El sentido del humor es una capacidad humana, o sea,
responde al uso voluntario de unas disposiciones o posibilidades
de acción. Como tal capacidad es susceptible de desarrollo
intencional. Además, como se trata de una capacidad
gratificante, su desarrollo es más fácil de lo que
pudiera parecer. Puede promoverse el sentido del humor mediante
la educación, y es uno de los mejores servicios que
presta el educador, pues el sentido del humor es un poderoso
remedio del dolor. El dolor, sea físico o espiritual,
tiene sus grados, y esto es sabido. Pero no siempre se tiene en
cuenta que pueden bajarse o subirse algunos grados según
la actitud del sujeto que sufre. La razón humana implica
reflexividad y conciencia; lo que significa que ante cualquier
hecho subjetivo, se reflexiona y se toma conciencia de él.
Ante el dolor, se sufre por el mismo dolor; pero también
hay un sufrimiento añadido por la conciencia del propio
sufrimiento; como hay una alegría añadida por la
conciencia de la propia alegría. Es aquí donde
tiene entrada el sentido del humor. El dolor implica
pérdida de salud, tanto corporal como espiritual; y la
mala salud se traduce en un mal "humor". Si se tiene sentido de
ese humor, puede aliviarse el sufrimiento añadido por
dicho mal humor, transformándose en alegría
añadida al sufrimiento. Cuando aparece el dolor en la vida
humana se sufre inevitablemente. Pero puede sufrirse menos si se
tiene sentido del humor, que en este caso es también
sentido del dolor. En medio del dolor puede buscarse
también la alegría. Con ello, no se dejará
de sufrir; pero se sufrirá menos al impedir que se
añada la conciencia continua del propio dolor como un
sufrimiento más. Hay ocasiones en las que la intensidad
del dolor corporal o de la tristeza deja reducido al
mínimo el sentido del humor. Entonces resulta casi
imposible promover la risa. No obstante, aun entonces puede
alegrarse uno con la alegría ajena. Pero ésto
ocurrirá cuando el sentido del humor, antes de presentarse
el dolor, haya alcanzado un nivel máximo; sólo
entonces se conservará ese mínimo ante el zarpazo
del sufrimiento. También en la educación pueden
darse momentos en los que el sentido del humor será
mínimo, prácticamente inoperante. Ocurre así
cuando la educación es imposible, porque el educando se
niega absolutamente a recibir la ayuda valiosa del educador.
Entonces sólo queda la esperanza que es, como se dijo, la
quintaesencia del sentido del humor; como lo es del sentido del
dolor y del sentido de la educación. Comprensión en
el corazón, alegría en la voluntad, ingenio en el
entendimiento y, sobre todo, esperanza en el alma. Tales son las
dimensiones esenciales de eso que llamamos sentido del humor, y
de ahí se desprende su papel en la
educación y su importancia ante el dolor.
El
tiempo de la
vida humana
Ricardo Yepes Stork, "Fundamentos
de antropología", Eunsa, Pamplona 1996
Nuestro largo recorrido por el derecho, la cultura, la
economía y
la política
nos ha obligado a hablar por extenso de la ubicación
espacial del hombre en la naturaleza y en la vida social y
urbana. Sin embargo, no hemos abordado todavía aquello que
posiblemente es una de las facetas más fascinantes de su
vida, origen de un sinfín de excitantes misterios: el paso
del tiempo y nuestra capacidad de superarlo. No se puede de
ninguna manera olvidar la antropología de la temporalidad,
tan rica en implicaciones: el hombre es
un ser temporal. Ya en su momento se señaló esa
condición, y el carácter biográfico y
cíclico del tiempo vital. En este capítulo vamos a
detenemos en estas sugestivas realidades. De entrada nos
detendremos a describir brevemente las características del
tiempo humano y el modo actual de vivirlo. En primer lugar,
conviene insistir en que el hombre puede trascender
verdaderamente el tiempo. En los últimos siglos, autores
ya citados, como Nietzsche o
Heidegger, han dado una opinión más bien pesimista
al respecto: de un modo u otro han identificado al hombre con su
condición temporal, clausurándole en ella. En
consecuencia, se han visto forzados a dar una contestación
más bien fatalista o nihilista a la pregunta por el
sentido de la vida: no podemos saber si hay algo más
allá del tiempo, puesto que no somos verdaderamente
capaces de superarlo. Según ellos, el horizonte temporal
de la existencia humana es infranqueable. Continuando con nuestra
inspiración clásica, nosotros hemos dicho desde el
principio que sólo hay tiempo donde hay materia y
exclusión de simultaneidad. Allí donde hay
inteligencia, hay simultaneidad, instantaneidad entre una
acción y su fin, por ejemplo cuando suspiramos, o amamos.
Según este planteamiento, lo temporal y lo intemporal
conviven juntos en el hombre: no se oponen, sino que se
complementan y le dan su perfil característico. Por eso,
sus actividades espirituales (amar, crear ciencia,
arte y
cultura, etc.) tienden a permanecer por encima del tiempo, y
hacerse duraderas: incluso el hombre es feliz en la medida en que
supera el tiempo mediante la esperanza, la ilusión y el
amor. En segundo lugar, la manera más humana de superar el
tiempo ya ha sido muchas veces mostrada: el hombre
«ve» su vida por adelantado, es capaz de anticiparse
a lo venidero, proponerse metas futuras y ordenar las cosas en
relación con fines. Por eso el hombre es un ser futurizo,
abierto hacia adelante, capaz de proyectarse y vivir la propia
vida según ese proyecto, en
busca de la felicidad. El sentido del futuro es que contribuya al
crecimiento y perfeccionamiento del hombre, que le haga feliz.
Esto es el amor-necesidad: inclinación a la propia
plenitud futura. Así pues, el futuro es el lugar hacia el
que nos dirigimos, con la esperanza de crecer, de ser felices. En
relación con esto es preciso señalar en tercer
lugar, muy brevemente, que el tiempo de la vida humana se
compone, no de instantes aislados, sino de momentos sucesivos y
articulados entre sí en una duración que fluye de
modo permanente: «El momento no es una unidad
cronológica -no tiene sentido «cuánto»
dura un momento- sino vital, biográfica. El hombre vive
momento tras momento -y éstos no son instantáneos-,
y el engarce de unos con otros establece la continuidad
articulada de la trayectoria biográfica». El
contenido de la vida humana y de sus distintos momentos lo forman
los «acontecimientos» que son aquello que «nos
pasa», que nos «toca». Por último,
«el carácter cíclico del tiempo
biológico y terrestre, en cuanto condicionante de la
biografía,
es el medio primario de cuantificación del tiempo».
La temporalidad humana se desarrolla según un ritmo
cíclico, que destina un momento a cada cosa y repite una
serie de alternancias: el día y la noche, el sueño
y la vigilia, el descanso y el trabajo, la
broma y lo serio, etc. El conjunto de esos momentos, sus
alternancias y sus repeticiones son lo que llena la vida humana,
y da estabilidad, variedad y color a su
transcurso: «La vida cotidiana, mediante su
reiteración, finge una ilusión de eternidad:
aquello que hacemos «cada» día nos parece
poder hacerlo «todos» los días, es decir,
siempre. Al mismo tiempo, la variación y la innovación nos imprimen el carácter
argumental. Y de ahí nacen todas las formas concretas de
sentirse en relación con el tiempo: la expectativa, la
espera, la esperanza, la desesperación … ». La
vida humana está inscrita en los ritmos del acontecer de
la naturaleza y de los seres vivos: la gestación, el
nacimiento, la niñez, la juventud, la
madurez, la ancianidad y la muerte
forman un arco de períodos que siempre se suceden y que
forman las edades, que son «una acumulación de
realidad» (J. Marías), de experiencias, que modula
las posibilidades que se tienen en cada momento de la vida, y que
están relacionadas con las potencias biológicas. Y
tras una generación viene la siguiente. La ley de la vida
tiene, pues, un ciclo que se repite. Hay que distinguir en ella
lo más alto y lo más bajo: el crecimiento hasta la
plenitud y el declive hasta el final. Destinaremos este
capítulo a lo primero y al estudio de los momentos de la
vida humana. Sin embargo el límite último de
ésta es la muerte. Antes
de su llegada, aparecen, como heraldos de ella, las formas
inevitables de la limitación humana: el dolor, la
enfermedad, el llanto, el esfuerzo, la fatiga, el fracaso, la
ignorancia y el mal. Todos ellos constituyen el objeto del
próximo capítulo, lo cual nos obliga a abordar,
como colofón de la antropología, la grandiosa
cuestión del destino del hombre con la que termina este
libro y con la
que podremos adquirir una visión global de la vida humana
y de su sentido último.
El
destino del hombre: planteamientos
Ricardo Yepes Stork, "Fundamentos de
antropología", Eunsa, Pamplona 1996
A lo largo de estas páginas ha surgido ya muchas
veces la cuestión del destino como horizonte último
que da sentido a la vida humana y a cuanto en ella se contiene:
la felicidad, el sufrimiento, y en último término
la trascendencia y las grandes verdades. Vamos ahora a fijar
nuestra mirada, como último colofón, en esa
realidad futura a la que nuestra libertad se abre de modo
radical, y a la que por ello nos encontramos abocados: el ser del
hombre propiamente dicho «no radica en sí mismo,
sino en la meta a la que
tiende». El destino es, por así decir, la finalidad
última de la tarea de vivir, el fin último del
hombre, hacia el cual éste se dirige en último
término, la realidad que responde a esta pregunta: al
final, ¿qué será de mi? La cuestión
del destino tropieza inevitablemente con un hecho indudable, que
pone fin a nuestra vida, y que enseguida hemos de analizar: la
muerte. Sin embargo, la pregunta señalada tiene fuerza
suficiente para traspasar esa amarga y terrible experiencia, que
todos hemos ciertamente de atravesar, hasta interrogar más
allá de ella, y aventurarse incluso a encontrar una
respuesta que le dé sentido. Las posibles soluciones que
el hombre ha encontrado a la pregunta por el destino han sido y
son las que se van a exponer a continuación. Cada una de
ellas implica una postura clara y determinada respecto de la
muerte, el más allá y la religión, y todas
tienen evidente relación con las actitudes
acerca del sentido de la vida y del sufrimiento que más
atrás se expusieron:
1) La pregunta «al final, ¿qué
será de mí?» carece de significado. Es una
frase sin referente, un sinsentido, un malentendido
lingüístico. No es ninguna pregunta racional, sino
más bien expresión de un cierto sentimiento de
miedo o incertidumbre. Nada más. Sencillamente: el
concepto «destino» no significa nada, no existe en la
realidad. Esta cómoda y
expeditiva respuesta es la que suele aportar el positivismo
cientifista, para quien las preguntas por el sentido, ( … ),
son irrelevantes. El problema de esta postura es que sólo
se puede mantener desde el materialismo: el
destino del hombre no es diferente al de una rata, puesto que
ambos son animales diversamente evolucionados,
«momentos» del proceso
evolutivo del bio-cosmos; el origen de la persona, y
consiguientemente su destino, consisten en el aparecer y
reabsorberse de nuevo en ese gran proceso. Es una postura que
elude la cuestión del destino a base de no mirar hacia
él: los que la mantienen no se dan por ludidos con la
pregunta, y reanudan su activídad ordinaria tras afirmar
tranquilamente que el destino no existe. Para los materialistas,
todas las realidades humanas reciben un tratamiento
«adulto» y serio desde la ciencia y
la técnica. Con eso es suficiente, y además no se
puede hacer otra cosa. Por ejemplo, la muerte es un suceso que
hay que organizar individual y socialmente de modo que se sufra
lo menos posible: el dolor, el sufrimiento y las molestias han de
ser cuidadosamente evitados mediante un hacer, un tratamiento
«técnico», que evite los dramas. Es la postura
del homofaber, «responsable», «madura» y
tecnocrática, pero que en el fondo trivializa esta y otras
grandes cuestiones de la vida humana…
2) La mayoría de los hombres encuentra
insuficiente y pobre la actitud anterior. Una parte de esa
mayoría, la más cercana al cientifismo o a la
tecnocracia, reduce la pregunta por el destino a esto: el destino
del hombre es vivir, es decir, Carpe diem!; puesto que no hay
otra cosa que la vida que te ha tocado, aprovéchala. No
hay nada más allá de la muerte; por tanto disfruta
lo que tienes. Lo mejor es ignorar la muerte antes de que llegue,
puesto que cuando lo haga nosotros habremos desaparecido. Lo
resume la famosa frase de Epicuro: «La muerte no es nada
para nosotros, porque mientras vivimos, no hay muerte, y cuando
la muerte está ahí, nosotros ya no somos. Por
tanto, la muerte es algo que no tiene nada que ver ni con los
vivos ni con los muertos». Además del Carpe diem!,
se pueden incluir aquí otras respuestas acerca del sentido
de la vida, ya señaladas en la postura pragmática
del interés,
la búsqueda del poder, del dinero o del
confort. Todas ellas son compatibles con esta idea de fondo: el
destino del hombre es vivir su vida, y nada más. Es una
postura volcada hacia el presente, hacia lo que se puede tener
ahora. Si se radicaliza, conduce a la exaltación del yo:
el destino del hombre es él mismo, en general o en
concreto. Es
la solución antropocéntrica.
3) El correlato inevitable y complementario de esta
postura aparece en cuanto se intensifica la presencia de la
muerte como algo que, quiérase o no, termina con esa vida
tan exaltada. Entonces se afirma que el destino del hombre es
morir. La muerte es el agujero negro de la humanidad: sólo
cabe apropiársela, en un acto de adusta y angustiada
autenticidad. Esto es abrazar la propia destrucción, la
postura del nihilismo radical, con sus necesarios correlatos:
desesperación, pesimismo, amargura, etc. Los nihilistas
captan la grandeza del espíritu del hombre, pero la
estrellan contra la muerte: por eso son inmensamente tristes,
como un campo de batalla. El nihilismo comparte con el
materialismo y el vitalismo la negación del más
allá: la muerte es el final. Por eso estas tres primeras
actitudes conectan y suman entre sí de muchas
maneras.
4) La siguiente postura es ambigua, pero frecuente en
una sociedad
secularízada. Se trata de una variante de la
señalada en primer lugar: se acepta ya al menos la duda
acerca de un más allá de la muerte; no sabemos si
«allí» hay algo o no; no se niega, pero
tampoco se afirma. Se trata más bien de un encogimiento de
hombros ante el más allá. Desde esta postura es
difícil afirmar que el hombre sea dueño de su
propio destino, puesto que ni siquiera sabemos si existe. Por
eso, la frivolidad, el escepticismo y el fatalismo encajan con
estas dudas, según las cuales el destino del hombre nos es
desconocido: no se sabe nada de él. La muerte y la
trascendencia son, pues, un misterio que no cabe desvelar.
Sólo cabe conformarse con la suerte que a uno le ha tocado
y no pensar mucho en el tema.
5) Por último, está la respuesta
religiosa, según la cual el destino del hombre es una
cierta vida más allá de la muerte. Sobre
cómo sea esa vida suele haber coincidencia en lo esencial.
Esta postura lleva a plantear la muerte dando por hecho de un
modo u otro la supervivencia del alma después de ella y la
existencia de Dios. Siendo ésta, en la teoría
y en la práctica, la postura mayoritaria de la humanidad,
conviene explicarla con mayor detenimiento, para mostrar
cómo desde ella se aclaran un buen número de
asuntos y verdades referentes a la muerte y el destino del
hombre. La religión es en buena parte una
explicación del más allá, de la
trascendencia en sentido fuerte, y un conjunto de actitudes que
permiten relacionarse con Dios. Aunque parezca chocante a primera
vista, las posturas 1-4 han sido minoritarias en la historia de la humanidad,
puesto que disminuyen, dificultan o hacen imposible la felicidad
y la justificación última de la moral. En
cambio, la humanidad encuentra en la religión una
respuesta fiable y consoladora a la cuestión del destino y
de la muerte. La religión, lejos de entristecer al hombre,
como pensaba Nietzsche, le alegra, puesto que le asegura que la
muerte no es el final de todo, que tiene un sentido, y que
«las cosas» se arreglarán definitivamente
«allí», tanto individual como colectivamente.
Es un hecho que el hombre concibe el triunfo definitivo del bien
sobre el mal como el verdadero final de la vida humana, puesto
que ser justo y feliz no tendría sentido si el bien no
triunfara sobre el mal. La dificultad para asimilar esta
solución tradicional estriba en que nuestra sociedad
está secularizada y nos induce a desconocer la
religión o a pensar que es un engaño impropio de
personas libres y maduras. Una vez analizadas las principales
posturas acerca del destino, será más fácil
tratar de la muerte y de lo que hay más allá de
ella. La perspectiva que vamos a adoptar es la misma que hemos
venido manteniendo hasta ahora: se trata de ofrecer una
fundamentación antropológica de las actitudes
humanas ante la muerte, el más allá, y la
religión. No se trata de «demostrar» las
verdades contenidas en esta o aquella religión, sino de
señalar por qué el hombre tiene necesidad de ella,
y por qué, por lo general y salvo excepciones más
bien raras, es un ser eminentemente religioso.
Psicología del dolor: miedo, tristeza y
sufrimiento
Ricardo Yepes Stork, "Fundamentos de
antropología", Eunsa, Pamplona 1996
¿Por qué el dolor? Es esta una pregunta
que tortura a muchos, hasta hacerles concluir que carece de
respuesta, pues, no sólo es imposible que exista un ser
todopoderoso e infinitamente bueno que consienta todas las
desgracias que ocurren en el mundo, sino que, en tales
circunstancias, la vida ni siquiera merece la pena ser
vívida. Ambos argumentos serán examinados
más tarde. Ahora hay que afirmar que la respuesta, clara y
rotunda, a esta terrible y universal pregunta sí existe, y
es ésta: el dolor existe porque somos vivientes, y la
psicología
de todo ser vivo incluye el sentirse complacido y atraído
por lo que es bueno para él, mediante el placer y la
esperanza, y sentirse molesto y asustado por lo que le supone un
mal, mediante el dolor y el temor. Esto es algo intrínseco
a nuestra condición de seres compuestos de materia
viviente.
«Si la materia tiene una naturaleza fija y obedece
a leyes constantes,
sus diferentes estados no se acomodarán de igual modo a
los deseos de un alma determinada, ni serán igualmente
beneficiosos para ese particular agregado de materia que es su
cuerpo. El mismo fuego que alivia el cuerpo situado a conveniente
distancia, lo destruye cuando la distancia se suprime. De
ahí la necesidad, incluso en un mundo perfecto, de
señales de peligro, para cuya transmisión parecen
estar diseñadas las fibras nerviosas sensibles al
dolor». Esto quiere decir que el cumplimiento de las leyes
inexorables de la materia, y su necesidad intrínseca, que
son el modo de encauzar la fuerza natural, puede favorecer o
dificultar la vida según las circunstancias concurrentes
en cada caso, y convertirse entonces en bienes o males para ella
en tales concretas situaciones, según la fortalezca o
destruya: el mismo viento que empuja a un velero hacia su destino
puede alejar a un náufrago de la costa.
Por otra parte, esa necesidad natural inexorable
también puede ser aprovechada por la libertad de una
manera u otra: «la naturaleza inmutable de la madera, que
nos permite utilizarla como viga, también nos brinda la
oportunidad de usarla para golpear la cabeza del vecino».
En conclusión, la confluencia entre nuestras tendencias
vitales y la fuerza de la materia y de la vida exteriores a
nosotros puede ser armónica o disarmónica: en un
caso se origina el placer, y en otro el dolor. «Si
tratáramos de excluir el sufrimiento, o la posibilidad del
sufrimiento que acarrea el orden natural y la existencia de
voluntades libres, descubriríamos que para lograrlo
sería preciso suprimir la vida misma». Esta es la
raiz psicológica del dolor y del placer, sin la cual ambos
difícilmente pueden ser comprendidos como
compañeros inseparables de todos los seres vivientes. En
suma, «el dolor es una señal al servicio de la
vida ante lo que representa una amenaza para ésta».
Para que esta raíz psicológica del dolor aparezca
aún más clara es preciso decir que «los
hombres son víctimas de muchas deficiencias»
sencillamente porque su fuerza y energía vital son
limitadas: todo movimiento vital consume una parte de ellas. El
esfuerzo es el gasto de energía consiguiente a toda
acción humana. No hay acción sin esfuerzo y gasto.
Por eso, lo importante son las energías que se tienen
acumuladas y la facilidad para el esfuerzo que llamamos virtud.
Moverse supone ya un gasto, pues conlleva rozamiento, empleo de
tiempo y energías, desgaste y, por tanto, fatiga. Fuerte
es entonces aquel que tiene fuerza, y débil el que carece
de ella, el que no aguanta el esfuerzo, el que se cansa
enseguida. Hablar de fortaleza sólo como virtud moral es
demasiado angosto: ser fuerte significa una cualidad muy positiva
de la propia vida biológica, del propio cuerpo y del
propio espíritu.
Es aquí donde puede recordarse que el mal es
privación de bien, ausencia, en especial de vida, orden y
plenitud: deformación, corrupción, límite, finitud, en
suma, debilidad. El mal es lo que no me conviene, y el bien lo
contrario. Malo es lo que me daña, lo que impide mi
autorrealización, ser yo mismo, tanto en lo moral como en
lo físico-biológico. El mal es la detención
de mi ser, la falta de desarrollo, de libertad, la inmovilidad,
la prisión en una situación que me atenaza. Ser
fuerte significa aguantar esa detención, y atacar el
obstáculo que la causa, quitándolo de delante: esto
es justamente lo que busca el apetito irascible. El deseo o amor,
como se dijo, inclina a poseer el bien presente, lo cual causa
placer, y a rechazar el mal presente por el dolor que provoca. El
impulso o apetito irascible, en cuanto mueve hacia un bien
futuro, arduo pero conseguible, se llama esperanza, y en cuanto
rechaza un mal inminente e inevitable, se llama temor o miedo. Y
así, la psicología del dolor considera estas dos
dualidades: placer-dolor, esperanza-temor. Estas son las
reacciones de la sensibilidad humana ante el bien y el mal, el
sí y el no de los apetitos. Y de este modo vemos que la
causa del dolor es el mal, en cuanto me causa un daño
sentido. El dolor tiene un primer nivel de manifestación,
biológico y físico, en donde se manifiesta como
reacción a un estímulo sensitivo perjudicial: el
dolor es un daño sentido, primero en la sensibilidad, como
un intruso punzante, que se presenta repentinamente y desorganiza
la relación del hombre con su cuerpo. La diferencia que
tiene con el placer es evidente: «en el placer hay una
cierta liberación y fuga de la corporalidad, que se
percibe como ingrávida y ligera. En el dolor, la
corporalidad se percibe como impuesta, como un pesado fastidio
atenazante, frente al que uno ya no es dueño de sí,
y que casi nos obliga a capitular». Placer y dolor son
reacciones contrarias, y paralelas sólo hasta cierto
punto, puesto que «el abandono en la experiencia dolorosa
es casi automático. Ante el dolor -que en última
instancia no puede dejar de ser mi o su dolor- el hombre que es
cada uno resulta siempre alcanzado y zarandeado».
Espontáneamente se advierte que, en un segundo nivel,
«la experiencia dolorosa es mucho más rica y
compleja que la mera sensación de dolor». Esta
última es simple dolor exterior, causado por un «mal
presente, que es contrario al cuerpo», y percibido por los
órganos corporales, mientras que la quiebra y el
desgarro íntimos del afligido son dolor interior,
sufrimiento. Conviene distinguir ambos con nitidez. La novedad
está en que en el sufrimiento, o dolor interior,
intervienen la memoria, la
imaginación y la inteligencia, y por eso puede extenderse
a muchos más objetos que el dolor puramente físico
o exterior, puesto que incluye el pasado y el futuro, lo
físicamente ausente, pero presente al espíritu. El
dolor causado por la aprehensión interior, y no por la
mera estimulación de las terminaciones nerviosas sensibles
al dolor corporal, es mayor que este último, puesto que
puede representarse imaginativamente males mucho mayores que los
actualmente sentidos por el cuerpo. Cuando sufre, el hombre se
duele por anticipado o por un dolor ya pasado, que se recuerda.
En la capacidad de representarse e imaginarse grandes males, y
tener miedo de ellos, aunque no estén inmediata y
físicamente presentes, radica la posibilidad humana de
aumentar el dolor real: esta es la raíz de la
hipocondría, la aprensión, las fobias, etc. Por
todo ello caben muchas especies de sufrimiento: tristeza,
congoja, ansiedad, angustia, temor, desesperación, etc. Lo
común a todas ellas, y al dolor exterior, es la
reacción de huida. Las más específicas son
la tristeza y el miedo o temor.
La primera está provocada por el mal presente,
pues procede «de la carencia de lo que se ama, causada por
la pérdida de algún bien amado o por la presencia
de algún mal contrario». El daño propio de la
tristeza es una carencia actual sentida de lo que amamos o
deseamos. «El temor, en cambio, se refiere a un mal futuro,
al que no se puede resistir», porque «supera el poder
del que teme». El miedo es un sentimiento de impotencia, un
verse amenazado por un mal inminente que es más poderoso
que nosotros. Los remedios de la tristeza son principalmente el
placer, el recrearse en el bien presente; el llanto, la
compasión de los amigos, la contemplación de la
verdad, el sueño y el descanso. Los remedios para el miedo
son la esperanza, por la que nos dirigimos a los bienes futuros
arduos, pero posibles; la audacia o valentía, que nos
lleva a afrontar el peligro inminente; y todo aquello que aumente
el poder del hombre, como por ejemplo la experiencia, que
«hace al hombre más poderoso para obrar».
Puede sorprender que se hable del llanto como remedio de la
tristeza, pero es obvio, puesto que en muchas ocasiones llorar es
exteriorizar el sufrimiento interior. El llanto auténtico
es el que expresa una pena sentida porque un bien, en especial
una persona, se fue de nosotros, y su ausencia nos entristece;
nos vemos sin él y nos apenamos por nosotros mismos, pues
descubrimos nuestra impotencia y nos sentimos íntimamente
dañados. Por eso, llorar requiere una previa
posesión y conciencia de la pena, y sirve para expresarla
y «realizarla», hacerla verdadera y manifiesta: es
el lenguaje de
la tristeza y el miedo, y dice que ya no podemos seguir amando,
que sufrimos un mal no merecido, o no esperado. La
posesión de la pena necesaria para llorar también
puede ser de otros: amigos, parientes, etc. En tal caso la
hacemos nuestra; incluso cuando no es «de verdad»,
como sucede al llorar «dentro» de una
película.
«Es esencial para la irrupción del llanto
el repentino tránsito de la actitud tensa a la actitud
abandonada y suelta». Aflojar la tensión que produce
lo serio es causa de que se pueda llorar de emoción, y de
una emoción alegre, en especial cuando se alcanza un bien
larga y penosamente deseado, o se recupera a una persona que se
creía perdida. Se llora de alegría sobre todo
cuando se ha sufrido antes de alcanzar aquello de que uno ahora
puede por fin alegrarse: ha sucedido entonces algo
increíble para nosotros.
La
dignidad de la persona
Ricardo Yepes
1. Concepto de dignidad humana
La preocupación por la dignidad de la persona
humana es hoy universal: las declaraciones de los Derechos Humanos
la reconocen, y tratan de protegerla e implantar el respeto que
merece a lo largo y ancho del mundo. Los errores que pueda haber
en la formulación de esos derechos no invalidan la
aspiración fundamental que contienen: el reconocimiento de
una verdad palmaria, la de que todo ser humano es digno por
sí mismo, y debe ser reconocido como tal. El ordenamiento
jurídico y la
organización económica, política y
social deben garantizar ese reconocimiento. Cuanto más
fijamos la mirada en la singular dignidad de la persona,
más descubrimos el carácter irrepetible,
incomunicable y subsistente de ese ser personal, un ser con
nombre propio, dueño de una intimidad que sólo
él conoce, capaz de crear, soñar y vivir una vida
propia, un ser dotado del bien precioso de la libertad, de
inteligencia, de capacidad de amar, de reír, de perdonar,
de soñar y de crear una infinidad sorprendente de ciencias,
artes, técnicas,
símbolos y narraciones. Por eso, dignidad, en general y en
el caso del hombre, es una palabra que significa valor
intrínseco, no dependiente de factores externos. Algo es
digno cuando es valioso de por sí, y no sólo ni
principalmente por su utilidad para esto o para lo
otro.
Esa utilidad es algo que se le añade a lo que ya
es. Lo digno, porque tiene valor, debe ser siempre respetado y
bien tratado. En el caso del hombre su dignidad reside en el
hecho de que es, no un qué, sino un quién, un ser
único, insustituible, dotado de intimidad, de
inteligencia, voluntad, libertad, capacidad de amar y de abrirse
a los demás.
La persona es un absoluto, en el sentido de algo
único, irreductible a cualquier otra cosa. Mi yo no es
intercambiable con nadie. Este carácter único de
cada persona alude a esa profundidad creadora que es el
núcleo de cada intimidad: es un "pequeño" absoluto.
La palabra yo apunta a ese núcleo de carácter
irrepetible: yo soy yo, y nadie más es la persona que yo
soy. Nadie puede usurpar mi personalidad.
Sólo el Creador puede ser fundamento de la
dignidad humana
. El fundamento úlimo de la dignidad
humnna
La persona tiene un cierto carácter absoluto
respecto de sus iguales e nferiores. Pues bien, para que este
carácter absoluto no se convierta en una mera
opinión subjetiva, es preciso afirmar que el hecho de que
dos personas se reconozcan mutuamente como absolutas y
respetables en sí mismas sólo puede suceder si hay
una instancia superior que las reconozca a ambas como tales: un
Absoluto del cual dependemos ambos de algún
modo.
No hay ningún motivo suficientemente serio para
respetar a los demás si no se reconoce que, respetando a
los demás, respeto a Aquel que me hace a mí
respetable frente a ellos. Si sólo estamos dos iguales,
frente a frente, y nada más, quizá puedo decidir no
respetar al otro, si me siento más fuerte que él.
Es ésta una tentación demasiado frecuente para el
hombre como para no tenerla en cuenta. Si, en cambio, reconozco
en el otro la obra de Aquel que me hace a mí respetable,
entonces ya no tengo derecho a maltratarle y a negarle mi
reconocimiento, porque maltrataría al que me ha hecho
también a mí: me estaría portando
injustamente con alguien con quien estoy en profunda deuda. En
resumen: la persona es un absoluto relativo, pero el absoluto
relativo sólo lo es en tanto depende de un Absoluto
radical, que está por encima y respecto del cual todos
dependemos. Por aquí podemos plantear una
justificación ética y
antropológica de una de las tendencias humanas más
importantes:
el reconocimiento de Dios, la
religión.
Si la dignidad de cada ser humano nace del ser
peculiarísimo e irrepetible que somos cada uno, el
fundamento de la dignidad de la persona está dentro de
ella misma, y no fuera. Por eso tiene valor intrínseco.
Esto nos plantea una pregunta inquietante : ¿cuál
es el origen de la persona? ¿de dónde "sale"? Lo
más evidente es esto: toda persona humana es hija de otra.
Ser hijo no es un accidente, sino algo que pertenece a la
condición misma del ser personal. Ser hijo significa ser
engendrado, proceder de otro ser personal. Y todo ser humano es
hijo de otro. Pero si nos remontamos hacia arriba en la cadena de
las generaciones, surge la pregunta por el origen, no sólo
de cada ser personal en particular, sino de todos en
general.
La persona como tal, en primera instancia es fruto de
una elección trascendente La única
explicación satisfactoria de verdad a la pregunta por el
origen de la persona es decir que es fruto de una elección
deliberada: aquella según la cual el Absoluto decide que
existan los seres humanos.
Cada persona humana no puede ser un accidente, surgido
al azar: el amor de una madre por su hijo es una semejanza del
amor con el cual el Creador ha creado a cada persona. En ambos
casos se trata de un amor que quiere a esa persona, y no a otra.
Ser hijo significa precisamente eso: ser querido por ser uno la
persona que es, independientemente de si es guapo o feo, listo o
torpe, alto o bajo. Un hijo es querido, no porque traiga al hogar
una cuenta corriente, o un abrigo de pieles : es querido por ser
él, y porque es precisamente él. El hogar es el
primer lugar, y a veces el único, donde el ser humano es
querido por sí mismo, independientemente de los defectos y
limitaciones que pueda tener su cuerpo, su inteligencia o su
carácter. Por eso, ese amor por la persona concreta del
hijo que se da en el hogar es una cierta imagen del amor
con que Dios nos quiere a cada uno.
Todo esto quiere decir que para fundamentar
adecuadamente algo tan serio como la dignidad humana, en
último término hay que aceptar que la persona tiene
un origen trascendente, más allá de la genética y
de la materia: esto es lo que asegura de verdad su
carácter incndicionado. En caso contrario, se puede
incurrir en una postura materialista o, sencillamente, eludir el
problema.
Entonces empiezan a surgir problemas.
Personas que no compensan
3. Inconvenientes de otras explicaciones de la dignidad
humana En efecto, cuando no se acepta este valor de la persona en
sí misma, se abre la puerta que conduce a dejar de
respetarla. Por ejemplo: si se dice que un ser humano sólo
es persona cuando se comporta como tal (cuando estudia matemáticas, cuando acaba la carrera,
cuando vota, cuando es capaz de hablar, de comunicarse con los
demás y ser consciente de sí mismo y de su
libertad, en suma, cuando ejerce SUS capacidades), entonces todos
los seres humanos que no se comportan como tales, porque
están dormidos o inconscientes o porque son no nacidos o
discapacitados, no serían personas, lo cual significa que
son seres humanos de segunda clase, y por tanto gente que vive
vidas imperfectas que en algunos casos puede compensar no
prolongar.
Hombres que no son personas
Todos los seres humanos son personas por el mero hecho
de ser seres humanos, puesto que estos últimos son siempre
personas. La distinción entre ser humano y persona es
falaz y resbaladiza hacia justificaciones que atentan contra la
dignidad de toda persona humana. Pretender que hay un momento en
el cual el embrión "se convierte" en persona es mantener
una distinción sumamente arbitraria y que no tiene una
justificación verdadera. El embrión es un ser
humano en potencia y una persona "que está en camino", y
ambas cosas vienen a ser lo mismo.
Desde aquí se pueden entender los reparos morales
a la manipulación genética, a la eutanasia y al
aborto. La
base de esos reparos es la dignidad humana de la que aquí
se está hablando.
Diferentes del animal sólo en la conducta El
materialismo, tanto teórico como práctico, es un
punto de vista que sitúa el origen de la persona en el
proceso orgánico de la vida, y por tanto para un
materialista no hay diferencia apreciable entre un hombre y una
rata: la única diferencia verdadera es que uno y otro se
comportan de distinta manera. Pero para poder comprobar esto
último hay que esperar a que crezcan: mientras el hombre y
la rata no son seres desarrollados todavía no se comportan
como los individuos adultos de cada una de esas especies. El
materialismo deprime la dignidad de la persona humana individual,
y considera que esa idea es una cuestión cultural, una
pauta de valor que los individuos de la especie humana han
encontrado recientemente. El materialismo constituye hoy la
postura más generalizada, y al mismo tiempo más
elaborada, desde la cual se devalúa, no sólo la
dignidad de la persona humana, sino el sentido del dolor y del
sufrimiento, el fenómeno de la muerte y la posibilidad de
un más allá de ella, el comportamiento
amoroso desinteresado, capaz de sacrificio, hacia los
demás, y en definitiva la respuesta a las grandes
preguntas acerca del sentido de la vida.
Los criterios de dignidad
meras cuestiones de opinión
Otra explicación poco satisfactoria de la
dignidad humana, que muchas veces acompaña a la postura
materialista, es decir que consiste sólo en una
convención social o cultural: no tenemos más
fundamento para reconocer que todo hombre es digno que el estado
de opinión contemporáneo acerca del asunto. En
épocas anteriores este estado de opinión no
existía, y había esclavos, bárbaros, mujeres
sometidas a los varones, maltrato a los niños,
etc. Según este modo de pensar, el respeto que el valor
intrínseco e inviolable de la persona merece no pasa de
ser una convención, una opinión mayoritaria que
algún día cambiará.
Semejante postura es muy de temer y muy poco defendible,
porque viene a decirnos que la dignidad del hombre no se basa y
consiste en el valor intrínseco de la persona humana, sino
en algo tan extrínseco y mudable como la opinión
cultural. Si esto fuera así, estamos en manos de esa
opinión mudable, y el día que se haga general la
opinión de que las personas bajitas no pueden tener
calidad de
vida y es preferible eliminarlas, ese día todos los
bajitos o africanos, o enfermos terminales, etc., deben salir
huyendo del país si quieren salvarse. La dignidad de la
persona humana existe, es real y objetiva, independiente y
previamente a que sea reconocida por la opinión
pública, los gobernantes y el ordenamiento
jurídico. Es más, precisamente porque es algo
objetivo y
previo, la opinión pública, los gobernantes y el
ordenamiento jurídico deben respetar ese valor
inviolable.
La dignidad humana no es un asunto que dependa de la
opinión que se tenga de ella, porque hay mucha gente a la
cual esa dignidad no le importa nada, y no por ello se puede uno
avenir a las pretensiones de esa gente, por ejemplo acerca de que
los bajitos no pueden tener calidad de
vida.
El
afán de poder y la ley del más
fuerte
Por Ricardo Yepes Stork, "Fundamentos de
antropología", Pamplona 1996
Hay bastante gente que en su conducta demuestra un gran
afán de poder. Se mueven por el afán de tenerlo y
conquistarlo, aunque sea en una dosis miserable. Cuando se les
pregunte sobre ello, negarán que en eso cifren la
felicidad, pero de hecho se comportarán como si así
fuera, como si sólo pudiesen descansar una vez que hayan
levantado una trinchera en tomo a su territorio y hayan dicho:
«¡Esto es mío y sólo mío!
¡Aquí mando yo!». El hombre tiene una
tendencia, secreta o manifiesta, a dominar a otros y a no dejarse
dominar por ellos: los clásicos la llamaban hybris, que
aproximadamente quiere decir orgullo, deseo de sobresalir. Por
tanto, la voluntad de poder no es sólo una teoría
filosófica de Nietzsche, sino el afán continuo que
el hombre tiene de dominar a los demás y someterlos a sus
dictados, aunque sólo sea dentro del hogar. Este
afán suele aparecer como autoridad
despótica, que consiste en no querer súbditos, sino
esclavos. Es un uso de la voluntad que incurre en una
confusión lamentable: olvida que a los hombres no se les
domina, ni se les desea o se les elige, como si fueran platos de
comida, sino que se les respeta, se les aprueba o rechaza, y se
les ama.
Sin embargo, exaltar la voluntad de poder y aplicarla a
nuestros semejantes es una postura que tiene más sentido
del que a primera vista puede parecer. El argumento más
eficaz consiste en decir que en la vida los que triunfan son los
fuertes, y que para triunfar hay que imponerse a los
demás. Lo que triunfa es la fuerza, no la justicia. Es
más, la justicia no es otra cosa que el nombre que se le
pone a lo que me conviene, a aquel estado de cosas que favorece
mis intereses y mi
poder. La justicia es la ley que el más fuerte
impone al más débil. El hombre, para ser feliz,
necesita ser ganador. Desde esta postura, a la pregunta
¿merece la pena ser justo? hay que contestar: ¡NO!
¿Por qué? Porque cuando tratas de ser justo lo que
sale perdiendo son tus intereses personales frente a los de los
demás: te conviertes en perdedor. Pensar que compensa ser
justo (no robar, no mentir, no aprovecharte del prójimo
cuando puedes hacerlo, etc.) es, según esta mentalidad,
una ingenuidad, porque si tú no dominas a los
demás, ellos te dominarán a ti. No compensa ser
justo, porque es hacer el idiota y quedarse con la peor
parte.
Debajo de la justificación práctica de la
voluntad de poder entendida de este modo está, como se ve,
la convicción de que no existen acciones desinteresadas y
de que las relaciones entre los hombres son siempre de dominio de unos
sobre otros. Sin embargo, lo específico de la
justificación práctica de la voluntad de poder es
que desprecia la justicia que la mentalidad burguesa y el
individualismo todavía aceptan como un valor. Para este
modo de ver la vida, tú puedes delinquir
siempre que no te castiguen, porque no te descubren, o
porque eres demasiado poderoso para que se atrevan a acusarte
públicamente. Por tanto, no tiene sentido ser justo, sino
dominar a los demás: la justicia no es otra cosa que la
ley del más fuerte". Quien ha expresado
teóricamente esta postura con frases más rotundas
es Maquiavelo.
La lógica
de esta postura es, pues, la ley del más fuerte:
éste debe dominar sobre el débil, que es
despreciable e inferior. La voluntad de poder pone a su propio
servicio todos los medios de que dispone. Uno de ellos, hoy
quizá el más importante, es el dinero.
Cuando éste se hace instrumento de esa voluntad, se
utiliza para abrir todas las puertas, suavizar todas las
voluntades y comprar todas las libertades, sin detenerse en
«prejuicios» de tipo moral. Cuando rige esta ley, la
rnoralidad es ridícula, y el espacio social se divide en
esferas de influencia, dentro de las cuales hay una ley
férrea de tipo mafioso, en la que rige una justicia
consistente en que el que está arriba es todopoderoso,
dentro de su esfera de dominio, para premiar, castigar, e incluso
matar. Esta postura considera la ley como un instrumento
más de dominio, pues ya se dijo que no cree en la
justicia. La voluntad de poder conduce rápidamente a la
infelicidad y a veces a la cárcel: 1) no respeta a las
personas como fines en sí mismas; 2) incurre en las peores
formas de tiranía; 3) lanza a unas personas contra otras,
porque instaura la ley del más fuerte; 4) destruye la
seguridad, el
derecho, el respeto a la ley y a la justicia dentro de una
comunidad, y con frecuencia conduce a la guerra; 5)
envilece la convivencia, porque justifica todas las mentiras,
aumenta el rechazo sistemático contra la verdad y genera
un espíritu de resentimiento y de desquite; 6) destruye
los restantes valores
morales y, en consecuencia, la misma sociedad.
Se trata, por tanto, de un planteamiento extremadamente
degenerado y pernicioso, aunque pueda explicarse su sorprendente
aceptación y puesta en práctica por el hecho de que
algunos siguen, y probablemente seguirán, sucumbiendo a la
tentación de tratar de dominar a los demás a su
antojo. Esta es la causa principal de la mala situación
política que desde hace tiempo padecemos y de los
numerosos conflictos que
asolan la vida social. Después de analizar estas
alternativas o ideales de felicidad, reaparece una verdad muy
clara: no está asegurado que el hombre llegue a ser feliz.
El camino no parece otro que tener una adecuada
comprensión y puesta en práctica de lo que el
hombre es y del tipo de acciones y hábitos que le
perfeccionan. De lo que no cabe duda es de que, si el hombre no
se eleva por encima de sus intereses exclusivamente personales,
no será feliz. Esto nos lleva de nuevo a la
consideración de la dimensión social humana como
algo completamente irrenunciable: la persona no puede llegara la
felicidad si no ejerce el tipo de actos que tienen como
destinatarios a los demás. Por eso hemos de hablar ahora
con más detenimiento de la dimensión social del
hombre.
Por Ricardo Yepes Stork, "Fundamentos de
antropología", Pamplona 1996
Apenas hemos dicho nada hasta ahora del sentido de la
vida. Podemos describirlo como la percepción de la
trayectoria satisfactoria o insatisfactoria de nuestra vida.
Descubrir el sentido de la propia vida es, pues, alcanzar a ver a
dónde lleva, tener una percepción de su
orientación general y de su destino final. Si se ven las
cosas a largo plazo, lo importante es el final, el destino. Pero
normalmente, como se ha dicho antes, la vida tiene sentido cuando
tenemos una tarea que cumplir en ella. Eso es lo que, al
despertarnos, introduce un elemento de estabilidad, de
ilusión, de expectativa concreta, y por tanto de una
cierta felicidad para el día que comienza.
«Cuando hay felicidad se despierta al día,
que puede no ser muy grato, con un previo sí. Si uno se
despierta con un sí a la vida, con el deseo de que siga,
de que pueda continuar indefinidamente, eso es la felicidad. En
cambio, si esa cotidianidad se ha roto o se ha perdido, si uno
despierta a la infelicidad que está esperando al pie de la
cama, no hay más remedio que intentar recomponerla,
buscarle un sentido a ese día que va a empezar, ver si
puede esperar de él algo que valga la pena, que justifique
seguir viviendo» Esto quiere decir que el sentido a la vida
«no se identifica con la felicidad, pero es
condición de ella», pues cuando falta, cuando los
proyectos se
han roto, o no han llegado a existir nunca, comienza la penosa
tarea de encontrar un motivo para afrontar la dura tarea de
vivir. Por tanto, la pregunta por el sentido de la vida y del
mundo surge cuando se ha perdido el sentido de orientación
y de uso de la propia libertad, cuando no se tiene una idea clara
de adonde conducen las tareas que la vida a todos nos impone, y
sobre todo cuando disminuye el nivel medio de felicidad de una
sociedad.
Hoy ese sentido aparece muchas veces como algo
problemático y de ninguna manera evidente, pues hay una
fuerte crisis de los
proyectos vitales, de los ideales y valores:
faltan convicciones, no hay verdades grandes ni valores fuertes
en los que inspirarse de una manera natural, sobreviene la falta
de motivación
y la desgana, no se percibe ninguna orientación definida,
decae la magnanimidad en los fines, el proyecto vital está
constantemente en revisión, los ideales no son
suficientemente valiosos para justificar el aguantar las
dificultades que conlleva ponerlos en práctica, etc. La
ausencia de motivación y de ilusión es el comienzo
de la pérdida del sentido de la vida. Puede llegar a
constituir una patología psíquica, y ocasionar
sentimientos de inutilidad, de vacío, frustraciones e
incluso depresiones. Cuando no se encuentra el sentido del propio
vivir, sólo hay dos soluciones: «una posibilidad es
la atomización de la vida, la equivalencia, siempre
fraudulenta, de los placeres o los éxitos con la
felicidad; y esto conduce a la inautenticidad, a la vida en
hueco; la persona que no encuentra sentido a su vida y la llena
de placeres o de éxitos como equivalentes, hace trampa y
deja introducirse la falsedad en su vida (…). La otra
posibilidad es reconocer con sinceridad la pérdida de
sentido: esto es el nihilismo.
Responder de una manera convincente a la pregunta por el
sentido de la vida exige dos cosas: tener una tarea que nos
ilusione y enfrentarse con las verdades grandes, con los grandes
interrogantes de nuestra existencia. Quien sabe responderlos,
encuentra una dirección satisfactoria para su vivir e
incrementa tremendamente su expectativa de felicidad en la
realización de sus tareas ordinarias, pues sabe lo que
verdaderamente le importa, lo que se toma en serio:
«¿ qué me importa de verdad? es el camino
para la pregunta por el sentido de la vida. Dicho de otro modo:
saber cuáles son los valores
verdaderamente importantes para mí es lo que hace
posible emprender la tarea de realizarlos. Dicho crudamente: se
es hombre cuando se tiene saber teórico y capacidad
práctica para responder a estas tres preguntas:
¿Por qué estoy aquí? ¿ Por qué
existo? ¿ Qué debo hacer?.
Ricardo Yepes Stork, "Fundamentos de
antropología", Pamplona 1996
La visión clásica de la vida social, hoy
reivindicada, ponía como fin de la ciudad (entendida como
comunidad social) la vida buena, cuyos elementos ya fueron
analizados, porque se pensaba que era capaz de dar el bienestar o
bíen-ser en que ella se cifra. Aquí trataremos de
entender la vida social sin perder esta inspiración
clásica, que podemos describir así: «El fin
de la ciudad es la vida buena», y no sólo la
conveniencia, o el simple vivir. El «vivir bien» o
«bienvivir» supone la convivencia con otros, y
ésta es obra de la amistad. Por tanto, los hombres se
asocian no sólo para sobrevivir y satisfacer sus
necesidades materiales más perentorias, sino sobre todo
para alcanzar los bienes que forman parte de la vida buena, y
ésos sólo se alcanzan gracias a la amistad en
sentido amplio, es decir, a las buenas relaciones
interpersonales entre el conjunto de los ciudadanos, las
cuales ya son en sí uno de los principales elementos de la
vida buena.
En consecuencia, mantiene Aristóteles, la justicia, el respeto a la
ley, la seguridad, la educación, y sobre todo, los valores
aprendidos que guían la libertad, la amistad y la virtud
son los bienes que constituyen el fin de la vida social, pues
sólo en ella se pueden alcanzar. Por tanto, vida buena y
fin de la vida social se convierten. De ello se derivan entonces
estas sorprendentes conclusiones: 1) El fin de la vida social es
la felicidad de la persona; 2) En consecuencia, la sociedad y sus
instituciones
(a esto llama Aristóteles «la ciudad», la
«polis») deben ayudar a los hombres a ser felices y
plenamente humanos, lo cual consiste en conseguir el conjunto de
bienes que integran la vida buena, entre los cuales están
los que perfeccionan moralmente la naturaleza humana y la
libertad: ser justos, amantes de la ley, de su familia y amigos,
magnánimos, amantes de la sabiduría, etc.; en suma,
virtuosos. El fin de la ciudad es entonces lograr «lo que
conviene para toda la vida», es decir, para una vida plena
y completa, para una vida buena. Todo esto se puede resumir
así: si la vida social es el conjunto de las relaciones
interpersonales, cuando éstas se ejercen en su forma
más alta, el hombre alcanza su realización en y con
los demás, en
la dinámica del coexistir.
De aquí se derivan muchas e importantes
consecuencias. La primera de ellas es que la vida social, y en
consecuencia, la vida económica, cultural y
política, tienen mucho que ver con la ética, porque
pueden asegurar o impedir el desarrollo y perfeccionamiento de
las capacidades humanas, y en consecuencia favorecer o impedir la
libertad y la felicidad, como se vio al hablar de la miseria. Y
la segunda es que no podemos considerar la vida social separada
de su fin: dar al hombre los bienes que le permiten llevar una
«vida buena» y en consecuencia ser feliz. Por tanto,
se puede sentar como principio la siguiente afirmación:
corresponde al conjunto de la sociedad, y no sólo a cada
individuo aislado, conseguir los bienes que constituyen la vida
buena para aquellos que están dentro de ella.
Autor:
Iván Escalona M.
Estudios de Preparatoria: Centro Escolar Atoyac
(Incorporado a la U.N.A.M.)
Estudios Universitarios: Unidad Profesional
Interdisciplinaria de Ingeniería y Ciencias
sociales y Administrativas (UPIICSA) del Instituto
Politécnico Nacional (I.P.N.)
Ciudad de Origen: México,
Distrito Federal
Fecha de elaboración e investigación: Junio del 2000
Profesor que revisó trabajo: Francisco Quezada
Ramírez
(Director del Atoyac) alias el Fraquez