Gabriel García
Márquez.
Novela corta
publicada en 1981, es una de Las obras más conocidas y
apreciadas de García
Márquez. Relata en forma de reconstrucción casi
periodística el asesinato de Santiago Nasar a manos de los
gemelos Vicario. Desde el comienzo de la narración se
anuncia que Santiago Nasar va a morir: es el joven hijo de un
árabe emigrado y parece ser el causante de la deshonra de
Ángela, hermana de los gemelos, que ha contraído
matrimonio el
día anterior y ha sido rechazada por su marido.
«Nunca hubo una muerte tan
anunciada», declara quien rememora los hechos veintisiete
años después: los vengadores, en efecto, no se
cansan de proclamar sus propósitos por todo el pueblo,
como si quisieran evitar el mandato del destino, pero un
cúmulo de casualidades hace que quienes pueden evitar el
crimen no logren intervenir o se decidan demasiado tarde. El
propio Santiago Nasar se levanta esa mañana despreocupado,
ajeno por completo a la muerte que
le aguarda.
La fatalidad domina todo el relato: el crimen es tan
público que se hace inevitable. García
Márquez se esfuerza en demostrar que la vida, en
ocasiones, se sirve de tantas casualidades que hacen imposible
convertirla en literatura. Su prosa
escueta, precisa y pegada al terreno logra envolver de
credibilidad lo exageradamente increíble, inventando una
tensión narrativa donde ya no hay argumento, volviendo del
revés el tiempo para que
revele sus verdades, dejando una duda en el aire que
acabará por destruir a los protagonistas de este drama,
que fue adaptado a la gran pantalla en 1987, dirigido por
Francesco Ros¡ e interpretado por Rupert Everett, Ornella
Muti y Gian Maria Volonté.
Esta crónica esta basada en la vida real
El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se
levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el
buque en que llegaba el obispo. Había soñado que
atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna
tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al
despertar se sintió por completo salpicado de cagada de
pájaros. «Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida
Linero, su madre, evocando 27 años después los
pormenores de aquel lunes ingrato. «La semana anterior
había soñado que iba solo en un avión de
papel de
estaño que volaba sin tropezar por entre los
almendros», me dijo. Tenía una reputación muy
bien ganada de interprete certera de los sueños ajenos,
siempre que se los contaran en ayunas, pero no había
advertido ningún augurio aciago en esos dos sueños
de su hijo, ni en los otros sueños con árboles
que él le había contado en las mañanas que
precedieron a su muerte.
Tampoco Santiago Nasar reconoció el presagio. Había
dormido poco y mal, sin quitarse la ropa, y despertó con
dolor de cabeza y con un sedimento de estribo de cobre en el
paladar, y los interpretó como estragos naturales de la
parranda de bodas que se había prolongado hasta
después de la media noche. Más aún: las
muchas personas que encontró desde que salió de su
casa a las 6.05 hasta que fue destazado como un cerdo una hora
después, lo recordaban un poco soñoliento pero de
buen humor, y a todos les comentó de un modo casual que
era un día muy hermoso. Nadie estaba seguro de si se
refería al estado del
tiempo. Muchos
coincidían en el recuerdo de que era una mañana
radiante con una brisa de mar que llegaba a través de los
platanales, como era de pensar que lo fuera en un buen febrero de
aquella época. Pero la mayoría estaba de acuerdo en
que era un tiempo fúnebre, con un cielo turbio y bajo y un
denso olor de aguas dormidas, y que en el instante de la
desgracia estaba cayendo una llovizna menuda como la que
había visto Santiago Nasar en el bosque del sueño.
Yo estaba reponiéndome de la parranda de la boda en el
regazo apostólico de María Alejandrina Cervantes, y
apenas si desperté con el alboroto de las campanas tocando
a rebato, porque pensé que las habían soltado en
honor del obispo. Santiago Nasar se puso un pantalón y una
camisa de lino blanco, ambas piezas sin almidón, iguales a
las que se había puesto el día anterior para la
boda. Era un atuendo de ocasión. De no haber sido por la
llegada del obispo se habría puesto el vestido de caqui y
las botas de montar con que se iba los lunes a El Divino Rostro,
la hacienda de ganado que heredó de su padre, y que
él administraba con muy buen juicio aunque sin mucha
fortuna. En el monte llevaba al cinto una 357 Mágnum,
cuyas balas blindadas, según él decía,
podían partir un caballo por la cintura. En época
de perdices llevaba también sus aperos de cetrería.
En el armario tenía además un rifle 30.06
Mannlicher-Schönauer, un rifle 300 Holland Magnum, un 22
Hornet con mira telescópica de dos poderes, y una
Winchester de repetición. Siempre dormía como
durmió su padre, con el arma escondida dentro de la funda
de la almohada, pero antes de abandonar la casa aquel día
le sacó los proyectiles y la puso en la gaveta de la mesa
de noche.
«Nunca la dejaba cargada», me dijo su madre. Yo lo
sabía, y sabía además que guardaba las
armas en un
lugar y -escondía la munición en otro lugar muy
apartado, de modo que nadie cediera ni por casualidad a la
tentación de cargarlas dentro de la casa.
Era una costumbre sabia impuesta por su padre desde una
mañana en que una sirvienta sacudió la almohada
para quitarle la funda, y la pistola se disparó al chocar
contra el suelo, y la bala
desbarató el armario del cuarto, atravesó la pared
de la sala, pasó con un estruendo de guerra por el
comedor de la casa vecina y convirtió en polvo de yeso a
un santo de tamaño natural en el altar mayor de la
iglesia, al
otro extremo de la plaza.
Santiago Nasar, que entonces era muy niño, no
olvidó nunca la lección de aquel percance.
La última imagen que su
madre tenía de él era la de su paso fugaz por el
dormitorio.
La había despertado cuando trataba de encontrar a tientas
una aspirina en el botiquín del baño, y ella
encendió la luz y lo vio
aparecer en la puerta con el vaso de agua en la
mano, como había de recordarlo para siempre. Santiago
Nasar le contó entonces el sueño, pero ella no les
puso atención a los árboles.
-Todos los sueños con pájaros son de buena salud -dijo.
Lo vio desde la misma hamaca y en la misma posición en que
la encontré postrada por las últimas luces de la
vejez, cuando
volví a este pueblo olvidado tratando de recomponer con
tantas astillas dispersas el espejo roto de la memoria.
Apenas si distinguía las formas a plena luz, y
tenía hojas medicinales en las sienes para el dolor de
cabeza eterno que le dejó su hijo la última vez que
pasó por el dormitorio. Estaba de costado, agarrada a las
pitas del cabezal de la hamaca para tratar de incorporarse, y
había en la penumbra el olor de bautisterio que me
había sorprendido la mañana del crimen.
Apenas aparecí en el vano. de la puerta me
confundió con el recuerdo de Santiago Nasar.
«Ahí estaba», me dijo. «Tenía el
vestido de lino blanco lavado con agua sola,
porque era de piel tan
delicada que no soportaba el ruido del
almidón.» Estuvo un largo rato sentada en la hamaca,
masticando pepas de cardamina, hasta que se le pasó la
ilusión de que el hijo había vuelto. Entonces
suspiró: «Fue el hombre de
mi vida».
Yo lo vi en su memoria.
Había cumplido 21 años la última semana de
enero, y era esbelto y pálido, y tenía los
párpados árabes y los cabellos rizados de su padre.
Era el hijo único de un matrimonio de
conveniencia que no tuvo un solo instante de felicidad, pero
él parecía feliz con su padre hasta que éste
murió de repente, tres años antes, y siguió
pareciéndolo con la madre solitaria hasta el lunes de su
muerte. De ella heredó el instinto. De su padre
aprendió desde muy niño el dominio de las
armas de
fuego, el amor por
los caballos y la maestranza de las aves de presas
altas, pero de él aprendió también las
buenas artes del valor y la
prudencia. Hablaban en árabe entre ellos, pero no delante
de Plácida Linero para que no se sintiera excluida. Nunca
se les vio armados en el pueblo, y la única vez que
trajeron sus halcones amaestrados fue para hacer una
demostración de altanería en un bazar de caridad.
La muerte de
su padre lo había forzado a abandonar los estudios al
término de la escuela
secundaria, para hacerse cargo de la hacienda familiar. Por sus
méritos propios, Santiago Nasar era alegre y
pacífico, y de corazón
fácil.
El día en que lo iban a matar, su madre creyó que
él se había equivocado de fecha cuando lo vio
vestido de blanco. «Le recordé que era lunes»,
me dijo. Pero él le explicó que se había
vestido de pontifical por si tenía ocasión de
besarle el anillo al obispo. Ella no dio ninguna muestra de
interés. -Ni siquiera se bajará del
buque -le dijo-. Echará una bendición de
compromiso, como siempre, y se irá por donde vino. Odia a
este pueblo.
Santiago Nasar sabía que era cierto, pero los
fastos de la iglesia le
causaban una fascinación irresistible. «Es como el
cinc», me había dicho alguna vez. A su madre, en
cambio , lo
único que le interesaba de la llegada del obispo era que
el hijo no se fuera a mojar en la lluvia, pues lo había
oído
estornudar mientras dormía. Le aconsejó que llevara
un paraguas, pero él le hizo un signo de adiós con
la mano y salió del cuarto. Fue la última vez que
lo vio.
Victoria Guzmán, la cocinera, estaba segura de que no
había llovido aquel día, ni en todo el mes de
febrero. «Al contrario», me dijo cuando vine a verla,
poco antes de su muerte. «El sol
calentó más temprano que en agosto.» Estaba
descuartizando tres conejos para el almuerzo, rodeada de perros acezantes,
cuando Santiago Nasar entró en la cocina. «Siempre
se levantaba con cara de mala noche», recordaba sin
amor
Victoria
Guzmán. Divina Flor, su hija, que apenas empezaba a
florecer, le sirvió a Santiago Nasar un tazón de
café
cerrero con un chorro de alcohol de
caña, como todos los lunes, para ayudarlo a sobrellevar la
carga de la noche anterior. La cocina enorme, con el cuchicheo de
la lumbre y las gallinas dormidas en las perchas, tenía
una respiración sigilosa.
Santiago Nasar masticó otra aspirina y se sentó a
beber a sorbos lentos el tazón de café ,
pensando despacio, sin apartar la vista de las dos mujeres que
destripaban los conejos en la hornilla. A pesar de la edad,
Victoria Guzmán se conservaba entera. La niña,
todavía un poco montaraz, parecía sofocada por el
ímpetu de sus glándulas. Santiago Nasar la
agarró por la muñeca cuando ella iba a recibirle el
tazón vacío.
-Ya estás en tiempo de desbravar -le dijo. Victoria
Guzmán le mostró el cuchillo ensangrentado.
-Suéltala, blanco -le ordenó en serio-. De esa agua
no beberás mientras yo esté viva. Había sido
seducida por Ibrahim Nasar en la plenitud de la adolescencia .
La había amado en secreto varios años en los
establos de la hacienda, y la llevó a servir en su casa
cuando se le acabó el afecto. Divina Flor, que era hija de
un marido más reciente, se sabía destinada a la
cama furtiva de Santiago Nasar, y esa idea le causaba una
ansiedad prematura. «No ha vuelto a nacer otro hombre como
ése», me dijo, gorda y mustia, y rodeada por los
hijos de otros amores. «Era idéntico a su padre -le
replicó
Victoria Guzmán-. Un mierda.» Pero no pudo eludir
una rápida ráfaga de espanto al recordar el horror
de Santiago Nasar cuando ella arrancó de cuajo las
entrañas de un conejo y les tiró a los perros el tripajo
humeante.
-No seas bárbara -le dijo él-. Imagínate que
fuera un ser humano.
Victoria Guzmán necesitó casi 20 años para
entender que un hombre
acostumbrado a matar animales inermes
expresara de
pronto semejante horror. «Dios Santo -exclamó
asustada-, de modo que todo aquello fue una
revelación!» Sin embargo, tenía tantas rabias
atrasadas la mañana del crimen, que siguió cebando
a los perros con las vísceras de los otros conejos,
sólo por amargarle el desayuno a Santiago Nasar. En
ésas estaban cuando el pueblo entero despertó con
el bramido estremecedor del
buque de vapor en que llegaba el obispo.
La casa era un antiguo depósito de dos pisos, con paredes
de tablones bastos y un techo de cinc de dos aguas, sobre el
cual
velaban los gallinazos por los desperdicios del puerto.
Había sido construido en los tiempos en que el río
era tan servicial que muchas barcazas de mar, e inclusive algunos
barcos de altura, se aventuraban hasta aquí a
través de las ciénagas del estuario. Cuando vino
Ibrahim Nasar con los últimos árabes, al
término de las guerras
civiles, ya no llegaban los barcos de mar debido a las mudanzas
del río, y el depósito estaba en desuso. Ibrahim
Nasar lo compró a cualquier precio para
poner una tienda de importación que nunca puso, y sólo
cuando se iba a casar lo convirtió en una casa para vivir.
En la planta baja abrió un salón que servía
para todo, y construyó en el fondo una caballeriza para
cuatro animales , los
cuartos de servicio , y
tina cocina de hacienda con ventanas hacia el puerto por donde
entraba a toda hora la pestilencia de las aguas. Lo único
que dejó intacto en el salón fue la escalera en
espiral rescatada de algún naufragio. En la planta alta,
donde antes estuvieron las oficinas de aduana , hizo dos
dormitorios amplios y cinco camarotes para los muchos hijos que
pensaba tener, y construyó un balcón de madera sobre
los almendros de la plaza, donde Plácida Linero se sentaba
en las tardes de marzo a consolarse de su soledad. En la fachada
conservó la puerta principal y le hizo dos ventanas de
cuerpo entero con bolillos torneados. Conservó
también la puerta posterior, sólo que un poco
más alzada para pasar a caballo, y mantuvo en servicio una
parte del antiguo muelle. Ésa fue siempre la puerta de
más uso, no sólo porque era el acceso natural a las
pesebreras y la cocina, sino porque daba a la calle del puerto
nuevo sin pasar por la plaza. La puerta del frente, salvo en
ocasiones festivas, permanecía cerrada y con tranca. Sin
embargo, fue por allí, y no por la puerta posterior, por
donde esperaban a Santiago Nasar los hombres que lo iban a matar,
y fue por allí por donde él salió a recibir
al obispo, a pesar de que debía darle una vuelta completa
a la casa para llegar al puerto.
Nadie podía entender tantas coincidencias funestas. El
juez instructor que vino de Riohacha debió sentirlas sin
atreverse a admitirlas, pues su interés de
darles una explicación racional era evidente en el
sumario. La puerta de la plaza estaba citada varias veces con un
nombre de folletín:
La puerta fatal. En realidad, la única explicación
válida parecía ser la de Plácida Linero, que
contestó a la pregunta con su razón de madre:
«Mi hijo no salía nunca por la puerta de
atrás cuando estaba bien vestido».
Parecía una verdad tan fácil, que el instructor la
registró en una nota marginal, pero no la sentó en
el sumario.
Victoria Guzmán, por su parte, fue terminante en la
respuesta de que ni ella ni su hija sabían que a Santiago
Nasar lo estaban esperando para matarlo. Pero en el curso de sus
años admitió que ambas lo sabían cuando
él entró en la cocina a tomar el café. Se lo
había dicho una mujer que
pasó después de las cinco a pedir un poco de
leche por
caridad, y les reveló además los motivos y el lugar
donde lo estaban esperando. «No la previne porque
pensé que eran habladas de borracho», me dijo. No
obstante, Divina Flor me confesó en una visita posterior,
cuando ya su madre había muerto, que ésta no le
había dicho nada a Santiago Nasar porque en el fondo de su
alma quería que lo mataran. En cambio ella no
lo previno porque entonces no era más que una niña
asustada, incapaz de una decisión propia, y se
había asustado mucho más cuando él la
agarró por la muñeca con una mano que sintió
helada y pétrea, como una mano de muerto.
Santiago Nasar atravesó a pasos largos la casa en
penumbra, perseguido por los bramidos de júbilo del buque
del obispo. Divina Flor se le adelantó para abrirle la
puerta, tratando de no dejarse alcanzar por entre las jaulas de
pájaros dormidos del comedor, por entre los muebles de
mimbre y las macetas de helechos colgados de la sala, pero cuando
quitó la tranca de la puerta no pudo evitar otra vez la
mano de gavilán carnicero.
«Me agarró toda la panocha -me dijo Divina Flor-.
Era lo que hacía siempre cuando me encontraba sola por los
rincones de la casa, pero aquel día no sentí el
susto de siempre sino unas ganas horribles de llorar.» Se
apartó para dejarlo salir, y a través de la puerta
entreabierta vio los almendros de la plaza, nevados por el
resplandor del amanecer, pero no tuvo valor para ver
nada más. «Entonces se acabó el pito del
buque y empezaron a cantar los gallos -me dijo-. Era un alboroto
tan grande, que no podía creerse que hubiera tantos gallos
en el pueblo, y pensé que venían en el buque del
obispo.» Lo único que ella pudo hacer por el hombre que
nunca había de ser suyo, fue dejar la puerta sin tranca,
contra las órdenes de Plácida Linero, para que
él pudiera entrar otra vez en caso de urgencia. Alguien
que nunca fue identificado había metido por debajo de la
puerta un papel dentro
de un sobre, en el cual le avisaban a Santiago Nasar que lo
estaban esperando para matarlo, y le revelaban además el
lugar y los motivos, y otros detalles muy precisos de la
confabulación. El mensaje estaba en el suelo cuando
Santiago Nasar salió de su casa, pero él no lo vio,
ni lo vio Divina Flor ni lo vio nadie hasta mucho después
de que el crimen fue consumado.
Habían dado las seis y aún seguían
encendidas las luces públicas. En las ramas de los
almendros, y en algunos balcones, estaban todavía las
guirnaldas de colores de la
boda, y hubiera podido pensarse que acababan de colgarlas en
honor del obispo. Pero la plaza cubierta de baldosas hasta el
atrio de la iglesia, donde estaba el tablado de los
músicos, parecía un muladar de botellas
vacías y toda clase de desperdicios de la parranda
pública. Cuando Santiago Nasar salió de su casa,
varias personas corrían hacia el puerto, apremiadas por
los bramidos del buque.
El único lugar abierto en la plaza era una tienda de
leche a un
costado de la iglesia, donde estaban los dos hombres que
esperaban a Santiago Nasar para matarlo. Clotilde Armenta, la
dueña del negocio, fue la primera que lo vio en el
resplandor del alba, y tuvo la impresión de que estaba
vestido de aluminio .
«Ya parecía un fantasma», me dijo.
Los hombres que lo iban a matar se habían dormido en los
asientos, apretando en el regazo los cuchillos envueltos en
periódicos, y Clotilde Armenta reprimió el aliento
para no despertarlos.
Eran gemelos: Pedro y Pablo Vicario. Tenían 24
años, y se parecían tanto que costaba trabajo
distinguirlos. «Eran de catadura espesa pero de buena
índole», decía el sumario.
Yo, que los conocía desde la escuela primaria,
hubiera escrito lo mismo. Esa mañana llevaban
todavía los vestidos de paño oscuro de la boda,
demasiado gruesos y formales para el Caribe, y tenían el
aspecto devastado por tantas horas de mala vida, pero
habían cumplido con el deber de afeitarse. Aunque no
habían dejado de beber desde la víspera de la
parranda, ya no estaban borrachos al cabo de tres días,
sino que parecían sonámbulos desvelados. Se
habían dormido con las primeras auras del amanecer,
después de casi tres horas de espera en la tienda de
Clotilde Armenta, y aquél era su primer sueño desde
el viernes. Apenas si habían despertado con el primer
bramido del buque, pero el instinto los despertó por
completo cuando Santiago Nasar salió de su casa. Ambos
agarraron entonces el rollo de periódicos, y Pedro Vicario
empezó a levantarse.
-Por el amor de
Dios -murmuró Clotilde Armenta-. Déjenlo para
después, aunque sea por respeto al
señor obispo.
«Fue un soplo del Espíritu Santo»,
repetía ella a menudo. En efecto, había sido una
ocurrencia providencial, pero de una virtud momentánea. Al
oírla, los gemelos Vicario reflexionaron, y el que se
había levantado volvió a sentarse. Ambos siguieron
con la mirada a Santiago Nasar cuando empezó a cruzar la
plaza. «Lo miraban más bien con
lástima», decía Clotilde Armenta. Las
niñas de la escuela de monjas atravesaron la plaza en ese
momento trotando en desorden con sus uniformes de
huérfanas.
Plácida Linero tuvo razón: el obispo no se
bajó del buque. Había mucha gente en el puerto
además de las autoridades y los niños
de las escuelas, y por todas partes se veían los huacales
de gallos bien cebados que le llevaban de regalo al obispo,
porque la sopa de crestas era su plato predilecto. En el muelle
de carga había tanta leña arrumada, que el buque
habría necesitado por lo menos dos horas para cargarla.
Pero no se detuvo. Apareció en la vuelta del río,
rezongando como un dragón, y entonces la banda de
músicos empezó a tocar el himno del obispo, y los
gallos se pusieron a cantar en los huacales y alborotaron a los
otros gallos del pueblo.
Por aquella época, los legendarios buques de rueda
alimentados con leña estaban a punto de acabarse, y los
pocos que quedaban en servicio ya no tenían pianola ni
camarotes para la luna de miel, y apenas si lograban navegar
contra la corriente. Pero éste era nuevo, y tenía
dos chimeneas en vez de una con la bandera pintada como un
brazal, y la rueda de tablones de la popa le daba un
ímpetu de barco de mar. En la baranda superior, junto al
camarote del capitán, iba el obispo de sotana blanca con
su séquito de españoles. «Estaba haciendo un
tiempo de Navidad
», ha dicho mi hermana Margot. Lo que pasó,
según ella, fue que el silbato del buque soltó un
chorro de vapor a presión al
pasar frente al puerto, y dejó ensopados a los que estaban
más cerca de la orilla. Fue una ilusión fugaz: el
obispo empezó a hacer la señal de la cruz en el
aire frente a la
muchedumbre del muelle, y después siguió
haciéndola de memoria , sin
malicia ni inspiración, hasta que el buque se
perdió de vista y sólo quedó el alboroto de
los gallos. Santiago Nasar tenía motivos para sentirse
defraudado. Había contribuido con varias cargas de
leña alas solicitudes públicas del padre Carmen
Amador, y además había escogido él mismo los
gallos de crestas más apetitosas. Pero fue una
contrariedad momentánea. Mi hermana Margot, que estaba con
él en el muelle, lo encontró de muy buen humor y
con ánimos de seguir la fiesta, a pesar de que las
aspirinas no le habían causado ningún alivio.
«No parecía resfriado, y sólo estaba pensando
en lo que había costado la boda», me dijo. Cristo
Bedoya, que estaba con ellos, reveló cifras que aumentaron
el asombro. Había estado de
parranda con Santiago Nasar y conmigo hasta un poco antes de las
cuatro, pero no había ido a dormir donde sus padres, sino
que se quedó conversando en casa de sus abuelos.
Allí obtuvo muchos datos que le
faltaban para calcular los costos de la
parranda. Contó que se habían sacrificado cuarenta
pavos y once cerdos para los invitados, y cuatro terneras que el
novio puso a asar para el pueblo en la plaza pública.
Contó que se consumieron 205 cajas de alcoholes de
contrabando y casi 2.000 botellas de ron de caña que
fueron repartidas entre la muchedumbre. No hubo una sola persona , ni
pobre ni rica, que no hubiera participado de algún modo en
la parranda de mayor escándalo que se había visto
jamás en el pueblo. Santiago Nasar soñó en
voz alta.
-Así será mi matrimonio -dijo-. No les
alcanzará la vida para contarlo.
Mi hermana sintió pasar el ángel. Pensó una
vez más en la buena suerte de Flora Miguel, que
tenía tantas cosas en la vida, y que iba a tener
además a Santiago Nasar en la Navidad de ese
año. «Me di cuenta de pronto de que no podía
haber un partido mejor que él», me dijo.
«Imagínate: bello, formal, y con una fortuna propia
a los veintiún años.» Ella solía
invitarlo a desayunar en nuestra casa cuando había
caribañolas de yuca, y mi madre las estaba haciendo
aquella mañana. Santiago Nasar aceptó entusiasmado.
-Me cambio de ropa y te alcanzo -dijo, y cayó en la cuenta
de que había olvidado el reloj en la mesa de noche-.
¿Qué hora es? Eran las 6.25. Santiago Nasar
tomó del brazo a Cristo Bedoya y se lo llevó hacia
la
plaza.
-Dentro de un cuarto de hora estoy en tu casa -le dijo a mi
hermana.
Ella insistió en que se fueran juntos de inmediato porque
el desayuno estaba servido.
«Era una insistencia rara -me dijo Cristo Bedoya-. Tanto,
que a veces he pensado que Margot ya sabía que lo iban a
matar y quería esconderlo en tu casa.» Sin
embargo,
Santiago Nasar la convenció de que se adelantara mientras
él se ponía la ropa de montar, pues tenía
que estar temprano en El Divino Rostro para castrar terneros. Se
despidió de ella con la misma señal de la mano con
que se había despedido de su madre, y se alejó
hacia la plaza llevando del brazo a Cristo Bedoya. Fue la
última vez que lo vio.
Muchos de los que estaban en el puerto sabían que a
Santiago Nasar lo iban a matar.
Don Lázaro Aponte, coronel de academia en uso de buen
retiro y alcalde municipal desde hacía once años,
le hizo un saludo con los dedos. «Yo tenía mis
razones muy reales para creer que ya no corría
ningún peligro», me dijo. El padre Carmen Amador
tampoco se preocupó. «Cuando lo vi sano y salvo
pensé que todo había sido un infundio», me
dijo.
Nadie se preguntó siquiera si Santiago Nasar estaba
prevenido, porque a todos les pareció imposible que no lo
estuviera.
En realidad, mi hermana Margot era una de las pocas personas que
todavía ignoraban que lo iban a matar. «De haberlo
sabido, me lo hubiera llevado para la casa aunque fuera
amarrado», declaró al instructor. Era extraño
que no lo supiera, pero lo era mucho más que tampoco lo
supiera mi madre, pues se enteraba de todo antes que nadie en la
casa, a pesar de que hacía años que no salía
a la calle, ni siquiera para ir a misa. Yo apreciaba esa virtud
suya desde que empecé a levantarme temprano para ir a la
escuela. La encontraba como era en aquellos tiempos,
lívida y sigilosa, barriendo el patio con una escoba de
ramas en el resplandor ceniciento del amanecer, y entre cada
sorbo de café me iba contando lo que había ocurrido
en el mundo mientras nosotros dormíamos. Parecía
tener hilos de comunicación secreta con la otra gente del
pueblo, sobre todo con la de su edad, y a veces nos
sorprendía con noticias anticipadas que no hubiera podido
conocer sino por artes de adivinación. Aquella
mañana, sin embargo, no sintió el pálpito de
la tragedia que se estaba gestando desde las tres de la
madrugada.
Había terminado de barrer el patio, y cuando mi hermana
Margot salía a recibir al obispo la encontró
moliendo la yuca para las caribañolas. «Se
oían gallos», suele decir mi madre recordando aquel
día. Pero nunca relacionó el alboroto distante con
la llegada del obispo, sino con los últimos rezagos de la
boda.
Nuestra casa estaba lejos de la plaza grande, en un bosque de
mangos frente al río.
Mi hermana Margot había ido hasta el puerto caminando por
la orilla, y la gente estaba demasiado excitada con la visita del
obispo para ocuparse de otras novedades. Habían puesto a
los enfermos acostados en los portales para que recibieran la
medicina de Dios,
y las mujeres salían corriendo de los patios con pavos y
lechones y toda clase de cosas de comer, y desde la orilla
opuesta llegaban canoas adornadas de flores. Pero después
de que el obispo pasó sin dejar su huella en la tierra , la
otra noticia reprimida alcanzó su tamaño de
escándalo. Entonces fue cuando mi hermana Margot la
conoció completa y de un modo brutal: Ángela
Vicario, la hermosa muchacha que se había casado el
día anterior, había sido devuelta a la casa de sus
padres, porque el esposo encontró que no era virgen.
«Sentí que era yo la que me iba a morir», dijo
mi hermana. «Pero por más que volteaban el cuento al
derecho y al revés, nadie podía explicarme
cómo fue que el pobre Santiago Nasar terminó
comprometido en semejante enredo.» Lo único que
sabían con seguridad era que
los hermanos de Ángela Vicario lo estaban esperando para
matarlo.
Mi hermana volvió a casa mordiéndose por dentro
para no llorar. Encontró a mi madre en el comedor, con un
traje dominical de flores azules que se había puesto por
si el obispo pasaba a saludarnos, y estaba cantando el fado del
amor invisible
mientras arreglaba la mesa. Mi hermana notó que
había un puesto más que de costumbre.
-Es para Santiago Nasar -le dijo mi madre-. Me dijeron que lo
habías invitado a desayunar.
-Quítalo -dijo mi hermana.
Entonces le contó. «Pero fue como si ya lo supiera
-me dijo-. Fue lo mismo de siempre, que uno empieza a contarle
algo, y antes de que el cuento llegue
a la mitad ya ella sabe cómo termina.» Aquella mala
noticia era un nudo cifrado para mi madre. A Santiago Nasar le
habían puesto ese nombre por el nombre de ella, y era
además su madrina de bautismo, pero también
tenía un parentesco de sangre con Pura
Vicario, la madre de la novia devuelta. Sin embargo, no
había acabado de escuchar la noticia cuando ya se
había puesto los zapatos de tacones y la mantilla de
iglesia que sólo usaba entonces para las visitas de
pésame. Mi padre, que había oído todo
desde la cama, apareció en piyama en el comedor y le
preguntó alarmado para dónde iba.
-A prevenir a mi comadre Plácida -contestó ella-.
No es justo que todo el mundo sepa que le van a matar el hijo, y
que ella sea la única que no lo sabe.
-Tenernos tantos vínculos con ella como con los Vicario
-dijo mi padre.
-Hay que estar siempre de parte del muerto -dijo ella.
Mis hermanos menores empezaron a salir de los otros cuartos. Los
más pequeños, tocados por el soplo de la tragedia,
rompieron a llorar. Mi madre no les hizo caso, por una vez en la
vida, ni le prestó atención a su esposo. -Espérate y me
visto -le dijo él.
Ella estaba ya en la calle. Mi hermano Jaime, que entonces no
tenía más de siete años, era el único
que estaba vestido para la escuela.
-Acompáñala tú -ordenó mi padre.
Jaime corrió detrás de ella sin saber qué
pasaba ni para dónde iban, y se agarró de su mano.
«Iba hablando sola -me dijo Jaime-. Hombres de mala
ley ,
decía en voz muy baja, animales de mierda que no son
capaces de hacer nada que no sean desgracias.»
No se daba cuenta ni siquiera de que llevaba al niño de la
mano. «Debieron pensar que me había vuelto loca -me
dijo-. Lo único que recuerdo es que se oía a lo
lejos un ruido de mucha
gente, como si hubiera vuelto a empezar la fiesta de la boda, y
que todo el mundo corría en dirección de la plaza.»
Apresuró el paso, con la determinación de que era
capaz cuando estaba una vida de por medio, hasta que alguien que
corría en sentido contrario se compadeció de su
desvarío.
-No se moleste, Luisa Santiaga -le gritó al pasar-. Ya lo
mataron.
Bayardo San Román, el hombre que devolvió a la
esposa, había venido por primera vez en agosto del
año anterior: seis meses antes de la boda. Llegó en
el buque semanal con unas alforjas guarnecidas de plata que
hacían juego con las
hebillas de la correa y las argollas de los botines. Andaba por
los treinta años, pero muy bien escondidos, pues
tenía una cintura angosta de novillero, los ojos dorados,
y la piel cocinada
a fuego lento por el salitre. Llegó con una chaqueta corta
y un pantalón muy estrecho, ambos de becerro natural, y
unos guantes de cabritilla del mismo color . Magdalena
Oliver había venido con él en el buque y no pudo
quitarle la vista de encima durante el viaje.
«Parecía marica -me dijo-. Y era una lástima,
porque estaba como para embadurnarlo de mantequilla y
comérselo vivo.» No fue la única que lo
pensó, ni tampoco la última en darse cuenta de que
Bayardo San Román no era un hombre de conocer a primera
vista.
Mi madre me escribió al colegio a fines de agosto y me
decía en una nota casual: «Ha venido un hombre muy
raro». En la carta
siguiente me decía: «El hombre raro se llama Bayardo
San Román, y todo el inundo dice que es encantador, pero
yo no lo he visto».
Nadie supo nunca a qué vino. A alguien que no
resistió la tentación de preguntárselo, un
poco antes de la boda, le contestó: «Andaba de
pueblo en pueblo buscando con quien casarme». Podía
haber sido verdad, pero lo mismo hubiera contestado cualquier
otra cosa, pues tenía una manera de hablar que más
bien le servía para ocultar que para decir. La noche en
que llegó dio a entender en el cine que era
ingeniero de trenes, y habló de la urgencia de construir
un ferrocarril hasta el interior para anticiparnos a las
veleidades del río. Al día siguiente tuvo que
mandar un telegrama, y él mismo lo transmitió con
el manipulador, y además le enseñó al
telegrafista una fórmula suya para seguir usando las
pilas
agotadas. Con la misma propiedad
había hablado de enfermedades fronterizas con
un médico militar que pasó por aquellos meses
haciendo la leva. Le gustaban las fiestas ruidosas y largas, pero
era de buen beber, separador de pleitos y enemigo de juegos de
manos. Un domingo después de misa desafió a los
nadadores más diestros, que eran muchos, y dejó
rezagados a los mejores con veinte brazadas de ida y vuelta a
través del río. Mi madre me lo contó en una
carta , y al
final me hizo un comentario muy suyo: «Parece que
también está nadando en oro». Esto
respondía a la leyenda prematura de que Bayardo San
Román no sólo era capaz de hacer todo, y de hacerlo
muy bien, sino que además disponía de recursos
interminables.
Mi madre le dio la bendición final en una carta de octubre.
«La gente lo quiere mucho -me decía-, porque es
honrado y de buen corazón ,
y el domingo pasado comulgó de rodillas y ayudó a
la misa en latín.» En ese tiempo no estaba permitido
comulgar de pie y sólo se oficiaba en latín, pero
mi madre suele hacer esa clase de precisiones superfluas cuando
quiere llegar al fondo de las cosas. Sin embargo, después
de ese veredicto consagratorio me escribió dos cartas más
en las que nada me decía sobre Bayardo San Román,
ni siquiera cuando fue demasiado sabido que quería casarse
con Ángela Vicario.
Sólo mucho después de la boda desgraciada me
confesó que lo había conocido cuando ya era muy
tarde para corregir la carta de
octubre, y que sus ojos de oro le habían causado un
estremecimiento de espanto.
-Se me pareció al diablo -me dijo-, pero tú mismo
me habías dicho que esas cosas no se deben decir por
escrito.
Lo conocí poco después que ella, cuando vine a las
vacaciones de Navidad, y no lo encontré tan raro como
decían. Me pareció atractivo, en efecto, pero muy
lejos de la visión idílica de Magdalena Oliver. Me
pareció más serio de lo que hacían creer sus
travesuras, y de una tensión recóndita apenas
disimulada por sus gracias excesivas.
Pero sobre todo, me pareció un hombre muy triste. Ya para
entonces había formalizado su compromiso de amores con
Ángela Vicario.
Nunca se estableció muy bien cómo se conocieron. La
propietaria de la pensión de hombres solos donde
vivía Bayardo San Román, contaba que éste
estaba haciendo la siesta en un mecedor de la sala, a fines de
setiembre, cuando Ángela Vicario y su madre, atravesaron
la plaza con dos canastas de flores artificiales. Bayardo San
Román despertó a medias, vio las dos mujeres
vestidas de negro inclemente que parecían los
únicos seres vivos en el marasmo de las dos de la tarde, y
preguntó quién era la joven.
La propietaria le contestó que era la hija menor de
la mujer que la
acompañaba, y que se llamaba Ángela Vicario.
Bayardo San
Román las siguió con la mirada hasta el otro
extremo de la plaza.
-Tiene el nombre bien puesto -dijo.
Luego recostó la cabeza en el espaldar del mecedor, y
volvió a cerrar los ojos. -Cuando despierte -dijo-,
recuérdame que me voy a casar con ella.
Ángela Vicario me contó que la propietaria de la
pensión le había hablado de este episodio desde
antes de que Bayardo San Román la requiriera en amores.
«Me asusté mucho», me dijo. Tres personas que
estaban en la pensión confirmaron que el episodio
había ocurrido, pero otras cuatro no lo creyeron cierto.
En cambio, todas las versiones coincidían en que
Ángela Vicario y Bayardo San Román se habían
visto por primera vez en las fiestas patrias de octubre, durante
una verbena de caridad en la que ella estuvo encargada de cantar
las rifas. Bayardo San Román llegó a la verbena y
fue derecho al mostrador atendido por la rifera lánguida
cerrada de luto hasta la empuñadura, y le preguntó
cuánto costaba la ortofónica con incrustaciones de
nácar que había de ser el atractivo mayor de la
feria. Ella le contestó que no estaba para la venta sino para
rifar. -Mejor -dijo él-, así será más
fácil, y además, más barata.
Ella me confesó que había logrado impresionarla,
pero por razones contrarias del amor. «Yo detestaba a los
hombres altaneros, y nunca había visto uno con tantas
ínfulas
-me dijo, evocando aquel día-. Además, pensé
que era un polaco.» Su contrariedad fue mayor cuando
cantó la rifa de la ortofónica, en medio de la
ansiedad de todos, y en efecto se la ganó Bayardo San
Román. No podía imaginarse que él,
sólo por impresionarla, había comprado todo los
números de la rifa.
Esa noche, cuando volvió a su casa, Ángela Vicario
encontró allí la ortofónica envuelta en
papel de regalo y adornada con un lazo de organza. «Nunca
pude saber cómo supo que era mi cumpleaños»,
me dijo. Le costó trabajo convencer a sus padres de que no
le había dado ningún motivo a Bayardo San
Román para que le mandara semejante regalo, y menos de una
manera tan visible que no pasó inadvertido para nadie. De
modo que sus hermanos mayores, Pedro y Pablo, llevaron la
ortofónica al hotel para devolvérsela a su
dueño, y lo hicieron con tanto revuelo que no hubo nadie
que la viera venir y no la viera regresar. Con lo único
que no contó la familia fue
con los encantos irresistibles de Bayardo San Román. Los
gemelos no reaparecieron hasta el amanecer del día
siguiente, turbios de la borrachera, llevando otra vez la
ortofónica y llevando además a Bayardo San
Román para seguir la parranda en la casa.
Ángela Vicario era la hija menor de una familia de
recursos escasos.
Su padre, Poncio Vicario, era orfebre de pobres, y la vista se le
acabó de tanto hacer primores de oro para mantener el
honor de la casa. Purísima del Carmen, su madre,
había sido maestra de escuela hasta que se casó
para siempre. Su aspecto manso y un tanto afligido disimulaba muy
bien el rigor de su carácter .
«Parecía una monja», recuerda Mercedes.
Se consagró con tal espíritu de sacrificio a la
atención del esposo y a la crianza de los hijos, que a uno
se le olvidaba a veces que seguía existiendo. Las dos
hijas mayores se habían casado muy tarde. Además de
los gemelos, tuvieron una hija intermedia que había muerto
de fiebres crepusculares, y dos años después
seguían guardándole un luto aliviado dentro de la
casa, pero riguroso en la calle. Los hermanos fueron criados para
ser hombres. Ellas habían sido educadas para casarse.
Sabían bordar con bastidor, coser a máquina, tejer
encaje de bolillo, lavar y planchar, hacer flores artificiales y
dulces de fantasía, y redactar esquelas de compromiso. A
diferencia de las muchachas de la época, que habían
descuidado el culto de la muerte, las cuatro eran maestras en
la ciencia
antigua de velar a los enfermos, confortar a los moribundos y
amortajar a los muertos. Lo único que mi madre les
reprochaba era la costumbre de peinarse antes de dormir.
«Muchachas -les decía-: no se peinen de noche que se
retrasan los navegantes.» Salvo por eso, pensaba que no
había hijas mejor educadas. «Son perfectas -le
oía decir con frecuencia-. Cualquier hombre será
feliz con ellas, porque han sido criadas para sufrir.» Sin
embargo, a los que se casaron con las dos mayores les fue
difícil romper el cerco, porque siempre iban juntas a
todas partes, y organizaban bailes de mujeres solas y estaban
predispuestas a encontrar segundas intenciones en los designios
de los hombres.
Ángela Vicario era la más bella de las cuatro, y mi
madre decía que había nacido como las grandes
reinas de la historia con el
cordón umbilical enrollado en el cuello. Pero tenía
un aire desamparado y una pobreza de
espíritu que le auguraban un porvenir incierto.
Yo volvía a verla año tras año, durante mis
vacaciones de Navidad, y cada vez parecía más
desvalida en la ventana de su casa, donde se sentaba por la tarde
a hacer flores de trapo y a cantar valses de solteras con sus
vecinas. «Ya está de colgar en un alambre
-me decía Santiago Nasar-: tu prima la boba.» De
pronto, poco antes del luto de la hermana, la encontré en
la calle por primera vez, vestida de mujer y con el
cabello rizado, y apenas si pude creer que fuera la misma. Pero
fue una visión momentánea: su penuria de
espíritu se agravaba con los años. Tanto, que
cuando se supo que Bayardo San Román quería casarse
con ella, muchos pensaron que era una perfidia de forastero.
La familia no
sólo lo tomó en serió, sino con un grande
alborozo. Salvo Pura Vicario, quien puso como condición
que Bayardo San Román acreditara su identidad .
Hasta entonces nadie sabía quién era. Su pasado no
iba más allá de la tarde en que desembarcó
con su atuendo de artista, y era tan reservado sobre su origen
que hasta el engendro más demente podía ser cierto.
Se llegó a decir que había arrasado pueblos y
sembrado el terror en Casanare como comandante de tropa, que era
prófugo de Cayena, que lo habían visto en
Pernambuco tratando de medrar con una pareja de osos amaestrados,
y que había rescatado los restos de un galeón
español
cargado de oro en el canal de los Vientos. Bayardo San
Román le puso término a tantas conjeturas con un
recurso simple: trajo a su familia en pleno.
Eran cuatro: el padre, la madre y dos hermanas perturbadoras.
Llegaron en un Ford T con placas oficiales cuya bocina de pato
alborotó las calles a las once de la mañana. La
madre, Alberta Simonds, una mulata grande de Curazao que hablaba
el castellano
todavía atravesado de papiamento, había sido
proclamada en su juventud como
la más bella entre las 200 más bellas de las
Antillas. Las hermanas, acabadas de florecer, parecían dos
potrancas sin sosiego. Pero la carta grande era el padre: el
general
Petronio San Román, héroe de las guerras
civiles del siglo anterior, y una de las glorias mayores del
.régimen conservador por haber puesto en fuga al coronel
Aureliano Buendía en el desastre de Tucurinca. Mi madre
fue la única que no fue a saludarlo cuando supo
quién era. «Me parecía muy bien que se
casaran -me dijo-. Pero una cosa era eso, y otra muy distinta era
darle la mano a un hombre que ordenó dispararle por ,la
espalda a Gerineldo Márquez.» Desde que asomó
por la ventana del automóvil saludando con el sombrero
blanco, todos lo reconocieron por la fama de sus retratos.
Llevaba un traje de lienzo color de trigo,
botines de cordobán con los cordones cruzados, y unos
espejuelos de oro prendidos con pinzas en la cruz de la nariz y
sostenidos con una leontina en el ojal del chaleco. Llevaba la
medalla del valor en la solapa y un bastón con el escudo
nacional esculpido en el pomo. Fue el primero que se bajó
del automóvil, cubierto por completo por el polvo ardiente
de nuestros malos caminos, y no tuvo más que aparecer en
el pescante para que todo el mundo se diera cuenta de que Bayardo
San Román se iba a casar con quien quisiera.
Era Ángela Vicario quien no quería casarse con
él. «Me parecía demasiado hombre para
mí», me dijo. Además, Bayardo San
Román no había intentado siquiera seducirla a ella,
sino que hechizó a la familia con sus encantos.
Ángela Vicario no olvidó nunca el horror de la
noche en que sus padres y sus hermanas mayores con sus maridos,
reunidos en la sala de la casa, le impusieron la
obligación de casarse con un hombre que apenas
había visto. Los gemelos se mantuvieron al margen.
«Nos pareció que eran vainas de mujeres», me
dijo Pablo Vicario. El argumento decisivo de los padres fue que
una familia dignifica da por la modestia no tenía derecho
a despreciar aquel premio del destino. Angela Vicario se
atrevió apenas a insinuar el inconveniente de la falta de
amor, pero su madre lo demolió con una sola frase:
-También el amor se aprende.
A diferencia de los noviazgos de la época, que eran largos
y vigilados, el de ellos fue de sólo cuatro meses por las
urgencias de Bayardo San Román. No fue más corto
porque
Pura Vicario exigió esperar a que terminara el luto de la
familia. Pero el tiempo alcanzó sin angustias por la
manera irresistible con que Bayardo San Román arreglaba
las cosas.
«Una noche me preguntó cuál era la casa que
más me gustaba -me contóÁngela Vicario-. Y
yo le contesté, sin saber para qué era, que la
más bonita del pueblo era la quinta del viudo de
Xius.» Yo hubiera dicho lo mismo. Estaba en una colina
barrida por los vientos, y desde la terraza se veía el
paraíso sin límite de las ciénagas cubiertas
de anémonas moradas, y en los días claros del
verano se alcanzaba a ver el horizonte nítido del Caribe,
y los trasatlánticos de turistas de Cartagena de Indias.
Bayardo San Román fue esa misma noche al Club Social y se
sentó a la mesa del viudo de Xius a jugar una partida de
dominó.
-Viudo -le dijo-: le compro su casa.
-No está a la venta -dijo el
viudo.
-Se la compro con todo lo que tiene dentro.
El viudo de Xius le explicó con una buena educación a la
antigua que los objetos de la casa habían sido comprados
por la esposa en toda una vida de sacrificios, y que para
él seguían siendo como parte de ella.
«Hablaba con el alma en la mano -me dijo el doctor Dionisio
Iguarán, que estaba jugando con ellos-. Yo estaba seguro que
prefería morirse antes que vender una casa donde
había sido feliz durante más de treinta
años.»
También Bayardo San Román comprendió sus
razones.
-De acuerdo -dijo-. Entonces véndame la casa
vacía.
Pero el viudo se defendió hasta el final de la partida. Al
cabo de tres noches, ya mejor preparado, Bayardo San Román
,Volvió a la mesa de dominó.
-Viudo -empezó de nuevo-: ¿Cuánto cuesta la
casa?
-No tiene precio .
-Diga uno cualquiera.
-Lo siento, Bayardo -dijo el viudo-, pero ustedes los
jóvenes no entienden los motivos del corazón.
Bayardo San Román no hizo una pausa para pensar.
-Digamos cinco mil pesos -dijo.
Juega limpio -le replicó el viudo con la dignidad alerta-.
Esa casa no vale tanto. -Diez mil -dijo Bayardo San
Román-. Ahora mismo, y con un billete encima del otro.
El viudo lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
«Lloraba de rabia -me dijo el doctor Dionisio
Iguarán, que además de médico era hombre de
letras-. Imagínate: semejante cantidad al alcance de la
mano, y tener que decir que no por una simple flaqueza del
espíritu.» Al viudo de Xius no le salió la
voz, pero negó sin vacilación con la cabeza.
-Entonces hágame un último favor -dijo Bayardo San
Román-. Espéreme aquí cinco minutos. Cinco
minutos después, en efecto, volvió al Club Social
con las alforjas enchapadas de plata, y puso sobre la mesa diez
gavillas de billetes de a mil todavía con las bandas
impresas del Banco del Estado.
El viudo de Xius murió dos años después.
«Se murió de eso -decía el doctor Dionisio
Iguarán-. Estaba más sano que nosotros, pero cuando
uno lo auscultaba se le sentían borboritar las
lágrimas dentro del corazón.» Pues no
sólo había vendido la casa con todo lo que
tenía dentro, sino que le pidió a Bayardo San
Román que le fuera pagando poco a poco porque no le
quedaba ni un baúl de consolación para guardar
tanto dinero .
Nadie hubiera pensado, ni lo dijo nadie, que Ángela
Vicario no fuera virgen. No se le había conocido
ningún novio anterior y había crecido junto con sus
hermanas bajo el rigor de una madre de hierro . Aun
cuando le faltaban menos de dos meses para casarse, Pura Vicario
no permitió que fuera sola con Bayardo San Román a
conocer la casa en que iban a vivir, sino que ella y el padre
ciego la acompañaron para custodiarle la honra.
« Lo único que le rogaba a Dios es que me diera
valor para matarme -me dijo Ángela Vicario-. Pero no me lo
dio.» Tan aturdida estaba que había resuelto
contarle la verdad a su madre para librarse de aquel martirio,
cuando sus dos únicas confidentes, que la ayudaban a hacer
flores de trapo junto a la ventana, la disuadieron de su buena
intención. «Les obedecí a ciegas -me dijo-
porque me habían hecho creer que eran expertas en
chanchullos de hombres.» Le aseguraron que casi todas las
mujeres perdían la virginidad en accidentes de
la infancia . Le
insistieron en que aun los maridos más difíciles se
resignaban a cualquier cosa siempre que nadie lo supiera. La
convencieron, en fin, de que la mayoría de los hombres
llegaban tan asustados a la noche de bodas, que eran incapaces de
hacer nada sin la ayuda de la mujer , y a la
hora de la verdad no podían responder de sus propios
actos. «Lo único que creen es lo que vean en la
sábana», le dijeron. De modo que le enseñaron
artimañas de comadronas para fingir sus prendas perdidas,
y para que pudiera exhibir en su primera mañana de
recién casada, abierta al sol en el patio de su casa, la
sábana de hilo con la mancha del honor.
Se casó con esa ilusión. Bayardo San Román,
por su parte, debió casarse con la ilusión de
comprar la felicidad con el peso descomunal de su poder y su
fortuna, pues cuanto más aumentaban los planes de la
fiesta, más ideas de delirio se le ocurrían para
hacerla más grande. Trató de retrasar la boda por
un día cuando se anunció la visita del obispo, para
que éste los casara, pero Ángela Vicario se opuso.
«La verdad -me dijo- es que yo no quería ser
bendecida por un hombre que sólo cortaba las crestas para
la sopa y botaba en la basura el resto
del gallo.» Sin embargo, aun sin la bendición del
obispo, la fiesta adquirió una fuerza propia
tan difícil de amaestrar, que al mismo Bayardo San
Román se le salió de las manos y terminó por
ser un acontecimiento público.
El general Petronio San Román y su familia vinieron esta
vez en el buque de ceremonias del Congreso Nacional, que
permaneció atracado en el muelle hasta el término
de la fiesta, y con ellos vinieron muchas gentes ilustres que sin
embargo pasaron inadvertidas en el tumulto de caras nuevas.
Trajeron tantos regalos, que fue preciso restaurar el local
olvidado de la primera planta eléctrica para exhibir los
más admirables, y el resto los llevaron de una vez a la
antigua casa del viudo de Mus que ya estaba dispuesta para
recibir a los recién casados. Al novio le regalaron un
automóvil convertible con su nombre grabado en letras
góticas bajo el escudo de la fábrica. A la novia le
regalaron un estuche de cubiertos de oro puro para veinticuatro
invitados.
Trajeron además un espectáculo de bailarines, y dos
orquestas de valses que desentonaron con las bandas locales, y
con las muchas papayeras y grupos de
acordeones que venían alborotados por la bulla de la
parranda.
La familia Vicario vivía en una casa modesta, con paredes
de ladrillos y un, techo de palma rematado por dos buhardas donde
se metían a empollar las golondrinas en enero.
Tenía en el frente una terraza ocupada casi por completo
con macetas de flores, y un patio grande con gallinas sueltas y
árboles frutales. En el fondo del patio, los gemelos
tenían un criadero de cerdos, con su piedra de sacrificios
y su mesa de destazar, que fue una buena fuente de recursos
domésticos desde que a Poncio Vicario se le acabó
la vista. El negocio lo había empezado Pedro Vicario, pero
cuando éste se fue al servicio militar, su hermano gemelo
aprendió también el oficio de matarife.
El interior de la casa alcanzaba apenas para vivir. Por eso las
hermanas mayores trataron de pedir una casa prestada cuando se
dieron cuenta del tamaño de la fiesta.
«Imagínate -me dijo Ángela Vicario-:
habían pensado en la casa de Plácida Linero, pero
por fortuna mis padres se emperraron con el tema de siempre de
que nuestras hijas se casan en nuestro chiquero, o no se
casan.» Así que pintaron la casa de su color
amarillo original, enderezaron las puertas y compusieron los
pisos, y la dejaron tan digna como fue posible para una boda de
tanto estruendo. Los gemelos se llevaron los cerdos para otra
parte y sanearon la porqueriza con cal viva, pero aun así
se vio que iba a faltar espacio. Al final, por diligencias de
Bayardo San. Román, tumbaron las cercas del patio,
pidieron prestadas para bailar las casas contiguas, y pusieron
mesones de carpinteros para sentarse a comer bajo la fronda de
los tamarindos.
El único sobresalto imprevisto lo causó el novio en
la mañana de la boda, pues llegó a buscar a
Ángela Vicario con dos horas de retraso, y ella se
había negado a vestirse de novia mientras no lo viera en
la casa. «Imagínate -me dijo-: hasta me hubiera
alegrado de que no llegara, pero nunca que me dejara
vestida.» Su cautela pareció natural, porque no
había un percance público más vergonzoso
para una mujer que quedarse plantada con el vestido de novia. En
cambio, el hecho de que Ángela Vicario se atreviera a
ponerse el velo y los azahares sin ser virgen, había de
ser interpretado después como una profanación de
los símbolos de la pureza. Mi madre fue la única
que apreció como un acto de valor el que hubiera jugado
sus cartas marcadas
hasta las últimas consecuencias. «En aquel tiempo
-me explicó-, Dios entendía esas cosas.» Por
el contrario, nadie ha sabido todavía con qué
cartas jugó Bayardo San Román. Desde que
apareció por fin de levita y chistera, hasta que se
fugó del baile con la criatura de sus tormentos, fue la
imagen
perfecta del novio feliz.
Tampoco se supo nunca con qué cartas jugó Santiago
Nasar. Yo estuve con él todo el tiempo, en la iglesia y en
la fiesta, junto con Cristo Bedoya y mi hermano Luis Enrique, y
ninguno de nosotros vislumbró el menor cambio en su modo
de ser. He tenido que repetir esto muchas veces, pues los cuatro
habíamos crecido juntos en la escuela y luego en la misma
pandilla de vacaciones, y nadie podía creer que
tuviéramos un secreto sin compartir, y menos un secreto
tan grande.
Santiago Nasar era un hombre de fiestas, y su gozo mayor lo tuvo
la víspera de su muerte, calculando los costos de la
boda. En la iglesia estimó que habían puesto
adornos florales por un valor igual al de catorce entierros de
primera clase. Esa precisión había de perseguirme
durante muchos años, pues Santiago Nasar me había
dicho a menudo que el olor de las flores encerradas tenía
para él una relación inmediata con la muerte, y
aquel día me lo repitió al entrar en el templo.
«No quiero flores en mi entierro», me dijo, sin
pensar que yo había de ocuparme al día siguiente de
que no las hubiera. En el trayecto de la iglesia a la casa de los
Vicario sacó la cuenta de las guirnaldas de colores con que
adornaron las calles, calculó el precio de la música y los cohetes,
y hasta de la granizada de arroz crudo con que nos recibieron en
la fiesta. En el sopor del medio día los recién
casados hicieron la ronda del patio. Bayardo San Román se
había hecho muy amigo nuestro, amigo de tragos, como se
decía entonces, y parecía muy a gusto en nuestra
mesa. Ángela Vicario, sin el velo y la corona y con el
vestido de raso ensopado de sudor, había asumido de pronto
su cara de mujer casada. Santiago Nasar calculaba, y se lo dijo a
Bayardo San Román, que la boda iba costando hasta ese
momento unos nueve mil pesos. Fue evidente que ella lo
entendió como una impertinencia. « Mi madre me
había enseñado que nunca se debe hablar de plata
delante de la otra gente», me dijo. Bayardo San
Román, en cambio, lo recibió de muy buen talante y
hasta con una cierta jactancia.
-Casi -dijo-, pero apenas estamos empezando. Al final será
más o menos el doble.
Santiago Nasar se propuso comprobarlo hasta el último
céntimo, y la vida le alcanzó justo. En efecto, con
los datos finales que
Cristo Bedoya le dio al día siguiente en el puerto, 45
minutos antes de morir, comprobó que el pronóstico
de Bayardo San Román había sido exacto.
Yo conservaba un recuerdo muy confuso de la fiesta antes de que
hubiera decidido rescatarla a pedazos de la memoria
ajena. Durante años se siguió hablando en mi casa
de que mi padre había vuelto a tocar el violín de
su juventud en
honor de los recién casados, que mi hermana la monja
bailó un merengue con su hábito de tornera, y que
el doctor Dionisio Iguarán, que era primo hermano de mi
madre, consiguió que se lo llevaran en el buque oficial
para no estar aquí al día siguiente cuando viniera
el obispo.
En el curso de las indagaciones para esta crónica
recobré numerosas vivencias marginales, y entre ellas el
recuerdo de gracia de las hermanas de Bayardo San Román,
cuyos vestidos de terciopelo con grandes alas de mariposas,
prendidas con pinzas de oro en la espalda, llamaron más la
atención que el penacho de plumas y la coraza de medallas
de guerra de su
padre. Muchos sabían que en la inconsciencia de la
parranda le propuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo,
cuando apenas había terminado la escuela primaria, tal
como ella misma me lo recordó cuando nos casamos catorce
años después. La imagen más intensa que
siempre conservé de aquel domingo indeseable fue la del
viejo Poncio Vicario sentado solo en un taburete en el centro del
patio. Lo habían puesto ahí pensando quizás
que era el sitio de honor, y los invitados tropezaban con
él, lo confundían con otro, lo cambiaban de lugar
para que no estorbara, y él movía la cabeza nevada
hacia todos lados con una expresión errática de
ciego demasiado reciente, contestando preguntas que no eran para
él y respondiendo saludos fugaces que nadie le
hacía, feliz en su cerco de olvido, con la camisa
acartonada de engrudo y el bastón de guayacán que
le habían comprado para la fiesta.
El acto formal terminó a las seis de la tarde cuando se
despidieron los invitados de honor. El buque se fue con las luces
encendidas y dejando un reguero de valses de pianola, y por un
instante quedamos a la deriva sobre un abismo de incertidumbre,
hasta que volvimos a reconocernos unos a otros y nos hundimos en
el manglar de la parranda. Los recién casados aparecieron
poco después en el automóvil descubierto,
abriéndose paso a duras penas en el tumulto. Bayardo San
Román reventó cohetes, tomó aguardiente de
las botellas que le tendía la muchedumbre, y se
bajó del coche con Ángela Vicario para meterse en
la rueda de la cumbiamba. Por último ordenó que
siguiéramos bailando por cuenta suya hasta donde nos
alcanzara la vida, y se llevó a la esposa aterrorizada
para la casa de sus sueños donde el viudo de Xius
había sido feliz.
La parranda pública se dispersó en fragmentos hacia
la media noche, y sólo quedó abierto el negocio de
Clotilde Armenta a un costado de la plaza. Santiago Nasar y yo,
con mi hermano Luis Enrique y Cristo Bedoya, nos fuimos para la
casa de misericordias de María Alejandrina Cervantes. Por
allí pasaron entre muchos otros los hermanos Vicario, y
estuvieron bebiendo con nosotros y cantando con Santiago Nasar
cinco horas antes de matarlo. Debían quedar aún
algunos rescoldos desperdigados de la fiesta original, pues de
todos lados nos llegaban ráfagas de música y pleitos
remotos, y nos siguieron llegando, cada vez más tristes,
hasta muy poco antes de que bramara el buque del obispo. Pura
Vicario le contó a mi madre que se había acostado a
las once de la noche después de que las hijas mayores la
ayudaron a poner un poco de orden en los estragos de la boda.
Como a las diez, cuando todavía quedaban algunos borrachos
cantando en el patio, Ángela Vicario había mandado
a pedir una maletita de cosas personales que estaba en el ropero
de su dormitorio, y ella quiso mandarle también una maleta
con ropa de diario, pero el recadero estaba de prisa. Se
había dormido a fondo cuando tocaron a la puerta.
«Fueron tres toques muy despacio -le contó a mi
madre-, pero tenían esa cosa rara de las malas
noticias.» Le contó que había abierto la
puerta sin encender la luz para no despertar a nadie, y vio a
Bayardo San Román en el resplandor del farol
público, con la camisa de seda sin abotonar y los
pantalones de fantasía sostenidos con tirantes
elásticos. «Tenía ese color verde de los
sueños», le dijo Pura Vicario a mi madre.
Ángela Vicario estaba en la sombra, de modo que
sólo la vio cuando Bayardo San Román la
agarró por el brazo y la puso en la luz. Llevaba el traje
de raso en piltrafas y estaba envuelta con una toalla hasta la
cintura. Pura Vicario creyó que se habían
desbarrancado con el automóvil y estaban muertos en el
fondo del precipicio.
Ave María Purísima -dijo aterrada-. Contesten si
todavía son de este mundo. Bayardo San Román no
entró, sino que empujó con suavidad a su esposa
hacia el interior de la casa, sin decir una palabra.
Después besó a Pura Vicario en la mejilla y le
habló con una voz de muy hondo desaliento pero con mucha
ternura. -Gracias por todo, madre -le dijo-. Usted es una
santa.
Sólo Pura Vicario supo lo que hizo en las dos horas
siguientes, y se fue a la muerte con su secreto. «Lo
único que recuerdo es que me sostenía por el pelo
con una mano y me golpeaba con la otra con tanta rabia que
pensé que me iba a matar», me
contóÁngela Vicario. Pero hasta eso lo hizo con
tanto sigilo, que su marido y sus hijas mayores, dormidos en los
otros cuartos, no se enteraron de nada hasta el amanecer cuando
ya estaba consumado el desastre.
Los gemelos volvieron a la casa un poco antes de las tres,
llamados de urgencia por su madre.
EncontraronáÁngela Vicario tumbada bocabajo en un
sofá del comedor y con la cara macerada a golpes, pero
había terminado de llorar. «Ya no estaba asustada
-me dijo-. Al contrario: sentía como si por fin me hubiera
quitado de encima la conduerma de la muerte, y lo único
que quería era que todo terminara rápido para
tirarme a dormir.»
Pedro Vicario, el más resuelto de los hermanos, la
levantó en vilo por la cintura y la sentó en la
mesa del comedor.
-Anda, niña -le dijo temblando de rabia-: dinos
quién fue.
Ella se demoró apenas el tiempo necesario para decir el
nombre. Lo buscó en las tinieblas, lo encontró a
primera vista entre los tantos y tantos nombres confundibles de
este mundo y del otro, y lo dejó clavado en la pared con
su dardo certero, como a una mariposa sin albedrío cuya
sentencia estaba escrita desde siempre. -Santiago Nasar
-dijo.
El abogado sustentó la tesis del
homicidio en
legítima defensa del honor, que fue admitida por el
tribunal de conciencia , y
los gemelos declararon al final del juicio que hubieran vuelto a
hacerlo mil veces por los mismos motivos. Fueron ellos quienes
vislumbraron el recurso de la defensa desde que se rindieron ante
su iglesia pocos minutos después del crimen. Irrumpieron
jadeando en la Casa Cural, perseguidos de cerca por un grupo de
árabes enardecidos, y pusieron los cuchillos con el
acero limpio en
la mesa del padre Amador. Ambos estaban exhaustos por el trabajo
bárbaro de la muerte, y tenían la ropa y los brazos
empapados y la cara embadurnada de sudor y de sangre
todavía viva, pero él párroco recordaba la
rendición como un acto de una gran dignidad.
-Lo matamos a conciencia -dijo
Pedro Vicario-, pero somos inocentes.
-Tal vez ante Dios -dijo el padre Amador.
-Ante Dios y ante los hombres -dijo Pablo Vicario-. Fue un asunto
de honor.
Más aún: en la reconstrucción de los hechos
fingieron un encarnizamiento mucho más inclemente que el
de la realidad, hasta el extremo de que fue necesario reparar con
fondos públicos la puerta principal de la casa de
Plácida Linero, que quedó desportillada a punta de
cuchillo. En el panóptico de Riohacha, donde estuvieron
tres años en espera del juicio porque no tenían con
que pagar la fianza para la libertad
condicional, los reclusos más antiguos los recordaban por
su buen carácter y
su espíritu social, pero nunca advirtieron en ellos
ningún indicio de arrepentimiento. Sin embargo, la
realidad parecía ser que los hermanos Vicario no hicieron
nada de lo que convenía para matar a Santiago Nasar de
inmediato y sin espectáculo público, sino que
hicieron mucho más de lo que era imaginable para que
alguien les impidiera matarlo, y no lo consiguieron.
Según me dijeron años después, habían
empezado por buscarlo en la casa de María Alejandrina
Cervantes, donde estuvieron con él hasta las dos. Este
dato, como muchos otros, no fue registrado en el sumario. En
realidad, Santiago Nasar ya no estaba ahí a la hora en que
los gemelos dicen que fueron a buscarlo, pues habíamos
salido a hacer una ronda de serenatas, pero en todo caso no era
cierto que hubieran ido. «Jamás habrían
vuelto a salir de aquí», me dijo María
Alejandrina Cervantes, y conociéndola tan bien, nunca lo
puse en duda. En cambio, lo fueron a esperar en la casa de
Clotilde Armenta, por donde sabían que iba a pasar medio
mundo menos Santiago Nasar. «Era el único lugar
abierto», declararon al instructor. «Tarde o temprano
tenía que salir por ahí», me dijeron a
mí, después de que fueron absueltos. Sin embargo,
cualquiera sabía que la puerta principal de la casa de
Plácida Linero permanecía trancada por dentro,
inclusive durante el día, y que Santiago Nasar llevaba
siempre consigo las llaves de la entrada posterior. Por
allí entró de regreso a su casa, en efecto, cuando
hacía más de una hora que los gemelos Vicario lo
esperaban por el otro lado, y si después salió por
la puerta de la plaza cuando iba a recibir al obispo fue por una.
razón tan imprevista que el mismo instructor del sumario
no acabó de entenderla.
Nunca hubo una muerte más anunciada.
Después de que la hermana les reveló el nombre, los
gemelos Vicario pasaron por el depósito de la pocilga,
donde guardaban los útiles de sacrificio, y escogieron los
dos cuchillos mejores: uno de descuartizar, de diez pulgadas de
largo por dos y media de ancho, y otro de limpiar, de siete
pulgadas de largo por una y media de ancho. Los envolvieron en un
trapo, y se fueron a afilarlos en el mercado de
carnes, donde apenas empezaban a abrir algunos expendios. Los
primeros clientes eran
escasos, pero veintidós personas declararon haber
oído cuanto dijeron, y todas coincidían en la
impresión de que lo habían dicho con el
único propósito de que los oyeran. Faustino Santos,
un carnicero amigo, los vio entrar a las 3.20 cuando acababa de
abrir su mesa de vísceras, y no entendió por
qué llegaban el lunes y tan temprano, y todavía con
los vestidos de paño oscuro de la boda. Estaba
acostumbrado a verlos los viernes, pero un poco más tarde,
y con los delantales de cuero que se ponían para la
matanza. «Pensé que estaban tan borrachos -me dijo
Faustino Santos-, que no sólo se habían equivocado
de hora sino también de fecha.» Les recordó
que era lunes.
-Quién no lo sabe, pendejo -le contestó de buen
modo Pablo Vicario-. Sólo venimos a afilar los
cuchillos.
Los afilaron en la piedra giratoria, y como lo hacían
siempre: Pedro sosteniendo los dos cuchillos y
alternándolos en la piedra, y Pablo dándole vuelta
a la manivela. Al mismo tiempo hablaban del esplendor de la boda
con los otros carniceros. Algunos se quejaron de no haber
recibido su ración de pastel, a pesar de ser
compañeros de oficio, y ellos les prometieron que las
harían mandar más tarde. Al final, hicieron cantar
los cuchillos en la piedra, y Pablo puso el suyo junto a la
lámpara para que destellara el acero:
-Vamos a matar a Santiago Nasar -dijo.
Tenían tan bien fundada su reputación de gente
buena, que nadie les hizo caso.
«Pensamos que eran vainas de borrachos», declararon
varios carniceros, lo mismo que Victoria Guzmán y tantos
otros que los vieron después. Yo había de
preguntarles alguna vez a los carniceros si el oficio de matarife
no revelaba un alma predispuesta para matar un ser humano.
Protestaron: «Cuando uno sacrifica una res no se atreve a
mirarle los ojos». Uno de ellos me dijo que no podía
comer la carne del animal que degollaba. Otro me dijo que no
sería capaz de sacrificar una vaca que hubiera conocido
antes, y menos si había tomado su leche. Les
recordé que los hermanos Vicario sacrificaban los mismos
cerdos que criaban, y les eran tan familiares que los
distinguían por sus nombres. «Es cierto -me
replicó uno-, pero fíjese que no les ponían
nombres de gente sino de flores.»
Faustino Santos fue el único que percibió una
lumbre de verdad en la amenaza de Pablo Vicario, y le
preguntó en broma por qué tenían que matar a
Santiago Nasar habiendo tantos ricos que merecían morir
primero.
-Santiago Nasar sabe por qué -le contestó Pedro
Vicario.
Faustino Santos me contó que se había quedado con
la duda, y se la comunicó a un agente de la policía
que pasó poco más tarde a comprar una libra de
hígado para el desayuno del alcalde. El agente, de acuerdo
con el sumario, se llamaba Leandro Pornoy, y murió el
año siguiente por una cornada de toro en la yugular
durante las fiestas patronales. De modo que nunca pude hablar con
él, pero Clotilde Armenta me confirmó que fue la
primera persona que
estuvo en su tienda cuando ya los gemelos Vicario se
habían sentado a esperar.
Clotilde Armenta acababa de reemplazar a su marido en el
mostrador. Era el sistema habitual.
La tienda vendía leche al amanecer y víveres
durante el día, y se transformaba en cantina desde las
seis de la tarde. Clotilde Armenta la abría a las 3.30 de
la madrugada. Su marido, el buen don Rogelio de la Flor, se
hacía cargo de la cantina hasta la hora de cerrar. Pero
aquella noche hubo tantos clientes
descarriados de la boda, que se acostó pasadas las tres
sin haber cerrado, y ya Clotilde Armenta estaba levantada
más temprano que de costumbre, porque quería
terminar antes de que llegara el obispo.
Los hermanos Vicario entraron a las 4.10. A esa hora sólo
se vendían cosas de comer, pero Clotilde Armenta les
vendió una botella de aguardiente de caña, no
sólo por el aprecio que les tenía, sino
también porque estaba muy agradecida por la porción
de pastel de boda que le habían mandado. Se bebieron la
botella entera con dos largas tragantadas, pero siguieron
impávidos. «Estaban pasmados -me dijo Clotilde
Armenta-, y ya no podían levantar presión ni
con petróleo
de lámpara.» Luego se quitaron las chaquetas de
paño, las colgaron con mucho cuidado en el espaldar de las
sillas, y pidieron otra botella. Tenían la camisa sucia de
sudor seco y una barba del día anterior que les daba un
aspecto montuno. La segunda botella se la tomaron más
despacio, sentados, mirando con insistencia hacia la casa de
Plácida Linero, en la acera de enfrente, cuyas ventanas
estaban apagadas. La más grande del balcón era la
del dormitorio de Santiago Nasar. Pedro Vicario le
preguntó a Clotilde Armenta si había visto luz en
esa ventana, y ella le contestó que no, pero le
pareció un interés extraño.
-¿Le pasó algo? -preguntó.
-Nada -le contestó Pedro Vicario-. No más que lo
andamos buscando para matarlo.
Fue una respuesta tan espontánea que ella no pudo creer
que fuera cierta. Pero se fijó en que los gemelos llevaban
dos cuchillos de matarife envueltos en trapos de cocina.
-¿Y se puede saber por qué quieren matarlo tan
temprano? -preguntó.
-Él sabe por qué -contestó Pedro
Vicario.
Clotilde Armenta los examinó en serio. Los conocía
tan bien que podía distinguirlos, sobre todo
después de que Pedro Vicario regresó del cuartel.
«Parecían dos niños», me dijo. Y esa
reflexión la asustó, pues siempre había
pensado que sólo los niños son capaces de todo.
Así que acabó de preparar los trastos de la leche,
y se fue a despertar a su marido para contarle lo que estaba
pasando en la tienda. Don
Rogelio de la Flor la escuchó medio dormido.
-No seas pendeja -le dijo-, ésos no matan a nadie, y menos
a un rico.
Cuando Clotilde Armenta volvió a la tienda los gemelos
estaban conversando con el agente Leandro Pornoy, que iba por la
leche del alcalde. No oyó lo que hablaron, pero supuso que
algo le habían dicho de sus propósitos, por la
forma en que observó los cuchillos al salir.
El coronel Lázaro Aponte se había levantado un poco
antes de las cuatro. Acababa de afeitarse cuando el agente
Leandro Pornoy le reveló las intenciones de los hermanos
Vicario. Había resuelto tantos pleitos de amigos la noche
anterior, que no se dio ninguna prisa por uno más. Se
vistió con calma, se hizo varias veces hasta que le
quedó perfecto el corbatín de mariposa, y se
colgó en el cuello el escapulario de la
Congregación de María para recibir al obispo.
Mientras desayunaba con un guiso de hígado cubierto de
anillos de cebolla, su esposa le contó muy excitada que
Bayardo San Román había devuelto a Ángela
Vicario, pero él no lo tomó con igual
dramatismo.
-¡Dios mío! -se burló-, ¿qué va
a pensar el obispo?
Sin embargo, antes de terminar el desayuno recordó lo que
acababa de decirle el ordenanza, juntó las dos noticias y
descubrió de inmediato que casaban exactas como dos piezas
de un acertijo. Entonces fue a la plaza por la calle del puerto
nuevo, cuyas casas empezaban a revivir por la llegada del obispo.
«Recuerdo con seguridad que
eran casi las cinco y empezaba a llover», me dijo el
coronel Lázaro Aponte. En el trayecto, tres personas lo
detuvieron para contarle en secreto que los hermanos Vicario
estaban esperando a Santiago Nasar para matarlo, pero sólo
uno supo decirle dónde.
Los encontró en la tienda de Clotilde Armenta.
«Cuando los vi pensé que eran puras bravuconadas -me
dijo con su lógica
personal-,
porque no estaban tan borrachos como yo creía.» Ni
siquiera los interrogó sobre sus intenciones, sino que les
quitó los cuchillos y los mandó a dormir. Los
trataba con la misma complacencia de sí mismo con que
había sorteado la alarma de la esposa.
-¡Imagínense -les dijo-: qué va a decir el
obispo si los encuentra en ese estado!
Ellos se fueron. Clotilde Armenta sufrió una
desilusión más con la ligereza del alcalde, pues
pensaba que debía arrestar a los gemelos hasta esclarecer
la verdad. El coronel Aponte le mostró los cuchillos como
un argumento final.
-Ya no tienen con qué matar a nadie -dijo.
-No es por eso -dijo Clotilde Armenta-. Es para librar a esos
pobres muchachos del horrible compromiso que les ha caído
encima.
Pues ella lo había intuido. Tenía la certidumbre de
que los hermanos Vicario no estaban tan ansiosos por cumplir la
sentencia como por encontrar a alguien que les hiciera el favor
de impedírselo. Pero el coronel Aponte estaba en paz con
su alma.
-No se detiene a nadie por sospechas -dijo-. Ahora es
cuestión de prevenir a Santiago Nasar, y feliz año
nuevo.
Clotilde Armenta recordaría siempre que el talante
rechoncho del coronel Aponte le causaba una cierta desdicha, y en
cambio yo lo evocaba como un hombre feliz; aunque un poco
trastornado por la práctica solitaria del espiritismo
aprendido por correo. Su comportamiento
de aquel lunes fue la prueba terminante de su frivolidad. La
verdad es que no volvió a acordarse de Santiago Nasar
hasta que lo vio en el puerto, y entonces se felicitó por
haber tomado la decisión justa.
Los hermanos Vicario les habían contado sus
propósitos a más de doce personas que fueron a
comprar leche, y éstas los habían divulgado por
todas partes antes de las seis.
A Clotilde Armenta le parecía imposible que no se supiera
en la casa de enfrente.
Pensaba que Santiago Nasar no estaba allí, pues no
había visto encenderse la luz del dormitorio, y a todo el
que pudo le pidió prevenirlo donde lo vieran. Se lo
mandó a decir, inclusive, al padre Amador, con la novicia
de servicio que fue a comprar la leche para las monjas.
Después de las cuatro, cuando vio luces en la cocina de la
casa de Plácida Linero, le mandó el último
recado urgente a Victoria Guzmán con la pordiosera que iba
todos los días a pedir un poco de leche por caridad.
Cuando bramó el buque del obispo casi todo el mundo estaba
despierto para recibirlo, y éramos muy pocos quienes no
sabíamos que los gemelos Vicario estaban esperando a
Santiago Nasar para matarlo, y se conocía además el
motivo con sus pormenores completos.
Clotilde Armenta no había acabado de vender la leche
cuando volvieron los hermanos Vicario con otros dos cuchillos
envueltos en periódicos. Uno era de descuartizar, con una
hoja oxidada y dura de doce pulgadas de largo por tres de ancho,
que había sido fabricado por Pedro Vicario con el metal de
una segueta, en una época en que no venían
cuchillos alemanes por causa de la guerra. El otro era más
corto, pero ancho y curvo. El juez instructor lo dibujó en
el sumario, tal vez porque no lo pudo describir, y se
arriesgó apenas a indicar que parecía un alfanje en
miniatura. Fue con estos cuchillos que se cometió el
crimen, y ambos eran rudimentarios y muy usados.
Faustino Santos no pudo entender lo que había pasado.
«Vinieron a afilar otra vez los cuchillos -me dijo- y
volvieron a gritar para que los oyeran que iban a sacarle las
tripas a Santiago Nasar, así que yo creí que
estaban mamando gallo, sobre todo porque no me fijé en los
cuchillos, y pensé que eran los mismos.» Esta vez,
sin embargo, Clotilde
Armenta notó desde que los vio entrar que no llevaban la
misma determinación de antes.
En realidad, habían tenido la primera discrepancia. No
sólo eran mucho más distintos por dentro de lo que
parecían por fuera, sino que en emergencias
difíciles tenían caracteres contrarios. Sus amigos
lo habíamos advertido desde la escuela primaria. Pablo
Vicario era seis minutos mayor que el hermano, y fue más
imaginativo y resuelto hasta la adolescencia.
Pedro Vicario me pareció siempre más sentimental, y
por lo mismo más autoritario. Se presentaron juntos para
el servicio militar a los 20 años, y Pablo Vicario fue
eximido para que se quedara al frente de la familia. Pedro
Vicario cumplió el servicio durante once meses en
patrullas de orden público. El régimen de tropa,
agravado por el miedo de la muerte, le maduró la
vocación de mandar y la costumbre de decidir por su
hermano. Regresó con una blenorragia de sargento que
resistió a los métodos
más brutales de la medicina militar,
y a las inyecciones de arsénico y las purgaciones de
permanganato del doctor Dionisio Iguarán. Sólo en
la cárcel lograron sanarlo. Sus amigos estábamos de
acuerdo en que Pablo Vicario desarrolló de pronto una
dependencia rara de hermano menor cuando Pedro Vicario
regresó con un alma cuartelaria y con la novedad de
levantarse la camisa para mostrarle a quien quisiera verla una
cicatriz de bala de sedal en el costado izquierdo. Llegó a
sentir, inclusive, una especie de fervor ante la blenorragia de
hombre grande que su hermano exhibía como una
condecoración de guerra.
Pedro Vicario, según declaración propia, fue el que
tomó la decisión de matar a Santiago Nasar, y al
principio su hermano no hizo más que seguirlo. Pero
también fue él quien pareció dar por
cumplido el compromiso cuando los desarmó el alcalde, y
entonces fue Pablo Vicario quien asumió el mando. Ninguno
de los dos mencionó este desacuerdo en sus declaraciones
separadas ante el instructor. Pero Pablo Vicario me
confirmó varias veces que no le fue fácil convencer
al hermano de la resolución final. Tal vez no fuera en
realidad sino una ráfaga de pánico, pero el hecho
es que Pablo Vicario entró solo en la pocilga a buscar los
otros dos cuchillos, mientras el hermano agonizaba gota a gota
tratando de orinar bajo los tamarindos. «Mi hermano no supo
nunca lo que es eso -me dijo Pedro Vicario en nuestra
única entrevista-.
Era como orinar vidrio
molido.» Pablo Vicario lo encontró todavía
abrazado del árbol cuando volvió con los cuchillos.
«Estaba sudando frío del dolor -me dijo- y
trató de decir que me fuera yo solo porque él no
estaba en condiciones de matar a nadie.» Se sentó en
uno de los mesones de carpintero que habían puesto bajo
los árboles para el almuerzo de la boda, y se bajó
los pantalones hasta las rodillas. «Estuvo como media hora
cambiándose la gasa con que llevaba envuelta la
pinga», me dijo Pablo Vicario. En realidad no se
demoró más de diez minutos, pero fue algo tan
difícil, y tan enigmático para Pablo Vicario, que
lo interpretó como una nueva artimaña del hermano
para perder el tiempo hasta el amanecer. De modo que le puso el
cuchillo en la mano y se lo llevó casi por la fuerza a
buscar la honra perdida de la hermana.
-Esto no tiene remedio -le dijo-: es como si ya nos hubiera
sucedido.
Salieron por el portón de la porqueriza con los cuchillos
sin envolver, perseguidos por el alboroto de los perros en los
patios. Empezaba a aclarar. «No estaba lloviendo»,
recordaba Pablo Vicario. «Al contrario -recordaba Pedro-:
había viento de mar y todavía las estrellas se
podían contar con el dedo.» La noticia estaba
entonces tan bien repartida, que Hortensia Baute abrió la
puerta justo cuando ellos pasaban frente a su casa, y fue la,
primera que lloró por Santiago Nasar. «Pensé
que ya lo habían matado -me dijo-, porque vi los cuchillos
con la luz del poste y me pareció que iban chorreando
sangre.» Una de las pocas casas que estaban abiertas en esa
calle extraviada era la de Prudencia Cotes, la novia de Pablo
Vicario. Siempre que los gemelos pasaban por ahí a esa
hora, y en especial los viernes cuando iban para el mercado, entraban
a tomar el primer café. Empujaron la puerta del patio,
acosados por los perros que los reconocieron en la penumbra del
alba, y saludaron a la madre de Prudencia Cotes en la cocina.
Aún no estaba el café.
-Lo dejamos para después -dijo Pablo Vicario-, ahora vamos
de prisa.
-Me lo imagino, hijos -dijo ella-: el honor no espera.
Pero de todos modos esperaron, y entonces fue Pedro Vicario quien
pensó que el hermano estaba perdiendo el tiempo a
propósito. Mientras tomaban el café, Prudencia
Cotes salió a la cocina en plena adolescencia con un rollo
de periódicos viejos para animar la lumbre de la hornilla.
«Yo sabía en qué andaban -me dijo- y no
sólo estaba de acuerdo, sino que nunca me hubiera casado
con él si no cumplía como hombre.» Antes de
abandonar la cocina, Pablo Vicario le quitó dos secciones
de periódicos y le dio una al hermano para envolver los
cuchillos. Prudencia Cotes se quedó esperando en la cocina
hasta que los vio salir por la puerta del patio, y siguió
esperando durante tres años sin un instante de desaliento,
hasta que Pablo Vicario salió de la cárcel y fue su
esposo de toda la vida.
-Cuídense mucho -les dijo.
De modo que a Clotilde Armenta no le faltaba razón cuando
le pareció que los gemelos no estaban tan resueltos como
antes, y les sirvió una botella de gordolobo de vaporino
con la esperanza de rematarlos. «¡Ese día me
di cuenta -me dijo- de lo solas que estamos las mujeres en el
mundo!» Pedro Vicario le pidió prestado los
utensilios de afeitar de su marido, y ella le llevó la
brocha, el jabón, el espejo de colgar y la máquina
con la cuchilla nueva, pero él se afeitó con el
cuchillo de destazar. Clotilde Armenta pensaba que eso fue el
colmo del machismo. «Parecía un matón de
cine»,
me dijo. Sin embargo, él me explicó después,
y era cierto, que en el cuartel había aprendido a
afeitarse con navaja barbera, y nunca más lo pudo hacer de
otro modo. Su hermano, por su parte, se afeitó del modo
más humilde con la máquina prestada de don Rogelio
de la Flor. Por último se bebieron la botella en silencio,
muy despacio, contemplando con el aire lelo de los amanecidos la
ventana apagada en la casa de enfrente, mientras pasaban clientes
fingidos comprando leche sin necesidad y preguntando por cosas de
comer que no existían, con la intención de ver si
era cierto que estaban esperando a Santiago Nasar para
matarlo.
Los hermanos Vicario no verían encenderse esa ventana.
Santiago Nasar entró en su casa a las 4.20, pero no tuvo
que encender ninguna luz para llegar al dormitorio porque el foco
de la escalera permanecía encendido durante la noche. Se
tiró sobre la cama en la oscuridad y con la ropa puesta,
pues sólo le quedaba una hora para dormir, y así lo
encontró Victoria Guzmán cuando subió a
despertarlo para que recibiera al obispo.
Habíamos estado juntos en la casa de María
Alejandrina Cervantes hasta pasadas las tres, cuando ella misma
despachó a los músicos y apagó las luces del
patio de baile para que sus mulatas de placer se acostaran solas
a descansar. Hacía tres días con sus noches que
trabajaban sin reposo, primero atendiendo en secreto a los
invitados de honor, y después destrampadas a puertas
abiertas con los que nos quedamos incompletos con la parranda de
la boda. María Alejandrina Cervantes, de quien
decíamos que sólo había de dormir una vez
para morir, fue la mujer más elegante y la más
tierna que conocí jamás, y la más servicial
en la cama, pero también la más severa.
Había nacido y crecido aquí, y aquí
vivía, en una casa de puertas abiertas con varios cuartos
de alquiler y un enorme patio de baile con calabazos de luz
comprados en los bazares chinos de Paramaribo. Fue ella quien
arrasó con la virginidad de mi generación. Nos
enseñó mucho más de lo que debíamos
aprender, pero nos enseñó sobre todo que
ningún lugar de la vida es más triste que una canea
vacía. Santiago Nasar perdió el sentido desde que
la vio por primera vez. Yo lo previne: Halcón que se
atreve con garza guerrera, peligros espera.
Pero él no me oyó, aturdido por los silbos
quiméricos de
María Alejandrina Cervantes. Ella fue su pasión
desquiciada, su maestra de lágrimas a los 15 años,
hasta que Ibrahim Nasar se lo quitó de la cama a correazos
y lo encerró más de un año en El Divino
Rostro.
Desde entonces siguieron vinculados por un afecto serio, pero sin
el desorden del amor, y ella le tenía tanto respeto que no
volvió a acostarse con nadie si él estaba presente.
En aquellas últimas vacaciones nos despachaba temprano con
el pretexto inverosímil de que estaba cansada, pero dejaba
la puerta sin tranca y una luz encendida en el corredor para que
yo volviera a entrar en secreto.
Santiago Nasar tenía un talento casi mágico para
los disfraces, y su diversión predilecta era trastocar la
identidad de
las mulatas. Saqueaba los roperos de unas para disfrazar a las
otras, de modo que todas terminaban por sentirse distintas de
sí mismas e iguales a las que no eran. En cierta
ocasión, una de ellas se vio repetida en otra con tal
acierto, que sufrió una crisis de
llanto. «Sentí que me había salido del
espejo», dijo. Pero aquella noche, María
Alejandrina
Cervantes no permitió que Santiago Nasar se complaciera
por última vez en sus artificios de transformista, y lo
hizo con pretextos tan frívolos que el mal sabor de ese
recuerdo le cambió la vida. Así que nos llevamos a
los músicos a una ronda de serenatas, y seguirnos la
fiesta por nuestra cuenta, mientras los gemelos Vicario esperaban
a Santiago Nasar para matarlo. Fue a él a quien se le
ocurrió, casi a las cuatro, que subiéramos a la
colina del viudo de Xius para cantarles a los recién
casados.
No sólo les cantamos por las ventanas, sino que tiramos
cohetes y reventamos petardos en los jardines, pero no percibimos
ni una señal de vida dentro de la quinta. No se nos
ocurrió que no hubiera nadie, sobre todo porque el
automóvil nuevo estaba en la puerta, todavía con la
capota plegada y con las cintas de raso y los macizos de azahares
de parafina que les habían colgado en la fiesta. Mi
hermano Luis Enrique, que entonces tocaba la guitarra como un
profesional, improvisó en honor de los recién
casados una canción de equívocos matrimoniales.
Hasta entonces no había llovido. Al contrario, la luna
estaba en el centro del cielo, y el aire era diáfano, y en
el fondo del precipicio se veía el reguero de luz de los
fuegos fatuos en el cementerio. Del otro lado se divisaban los
sembrados de plátanos azules bajo la luna, las
ciénagas tristes y la línea fosforescente del
Caribe en el horizonte. Santiago Nasar señaló una
lumbre intermitente en el mar, y nos dijo que era el ánima
en pena de un barco negrero que se había hundido con un
cargamento de esclavos del Senegal frente a la boca grande de
Cartagena de Indias. No era posible pensar que tuviera
algún malestar de la conciencia, aunque entonces no
sabía que la efímera vida matrimonial de
Ángela Vicario había terminado dos horas antes.
Bayardo San Román la había llevado a pie a casa de
sus padres para que el ruido del motor no delatara
su desgracia antes de tiempo, y estaba otra vez solo y con las
luces apagadas en la quinta feliz del viudo de Xius.
Cuando bajamos la colina, mi hermano nos invitó a
desayunar con pescado frito en las fondas del mercado, pero
Santiago Nasar se opuso porque quería dormir una hora
hasta que llegara el obispo. Se fue con Cristo Bedoya por la
orilla del río bordeando los tambos de pobres que
empezaban a encenderse en el puerto antiguo, y antes de doblar la
esquina nos hizo una señal de adiós con la mano.
Fue la última vez que lo vimos.
Cristo Bedoya, con quien estaba de acuerdo para encontrarse
más tarde en el puerto, lo despidió en la entrada
posterior de su casa. Los perros le ladraban por costumbre cuando
lo sentían entrar, pero él los apaciguaba en la
penumbra con el campanilleo de las llaves. Victoria Guzmán
estaba vigilando la cafetera en el fogón cuando él
pasó por la cocina hacia el interior de la casa.
-Blanco -lo llamó-: ya va a estar el café.
Santiago Nasar le dijo que lo tomaría más tarde, y
le pidió decirle a Divina Flor que lo despertara a las
cinco y media, y que le llevara una muda de ropa limpia igual a
la que llevaba puesta. Un instante después de que
él subió a acostarse, Victoria Guzmán
recibió el recado de Clotilde Armenta con la pordiosera de
la leche. A las 5.30 cumplió la orden de despertarlo, pero
no mandó a Divina Flor sino que subió ella misma al
dormitorio con el vestido de lino, pues no perdía ninguna
ocasión de preservar a la hija contra las garras del
boyardo.
María Alejandrina Cervantes había dejado sin tranca
la puerta de la casa. Me despedí de mi hermano,
atravesé el corredor donde dormían los gatos de las
mulatas amontonados entre los tulipanes, y empujé sin
tocar la puerta del dormitorio. Las luces estaban apagadas, pero
tan pronto como entré percibí el olor de mujer
tibia y vi los ojos de leoparda insomne en la oscuridad, y
después no volví a saber de mí mismo hasta
que empezaron a sonar las campanas.
De paso para nuestra casa, mi hermano entró a comprar
cigarrillos en la tienda de Clotilde Armenta. Había bebido
tanto, que sus recuerdos de aquel encuentro fueron siempre muy
confusos, pero no olvidó nunca el trago mortal que le
ofreció Pedro Vicario.
«Era candela pura», me dijo. Pablo Vicario, que
había empezado a dormirse, despertó sobresaltado
cuando lo sintió entrar, y le mostró el cuchillo.
-Vamos a matar a Santiago Nasar -le dijo.
Mi hermano no lo recordaba. «Pero aunque lo recordara no lo
hubiera creído -me ha dicho muchas veces-. ¡A
quién carajo se le podía ocurrir que los gemelos
iban a matar a nadie, y menos con un cuchillo de puercos!»
Luego le preguntaron dónde estaba Santiago Nasar, pues los
habían visto juntos a las dos, y mi hermano no
recordó tampoco su propia respuesta. Pero Clotilde Armenta
y los hermanos Vicario se sorprendieron tanto al oírla,
que la dejaron establecida en el sumario con declaraciones
separadas. Según ellos, mi hermano dijo: «Santiago
Nasar está muerto». Después impartió
una bendición episcopal, tropezó en el pretil de la
puerta y salió dando tumbos.
En medio de la plaza se cruzó con el padre Amador. Iba
para el puerto con sus ropas de oficiar, seguido por un
acólito que tocaba la campanilla y varios ayudantes con el
altar para la misa campal del obispo. Al verlos pasar, los
hermanos Vicario se santiguaron.
Clotilde Armenta me contó que habían perdido las
últimas esperanzas cuando el párroco pasó de
largo frente a su casa. «Pensé que no había
recibido mi recado», dijo.
Sin embargo, el padre Amador me confesó muchos años
después, retirado del mundo en la tenebrosa Casa de
Salud de
Calafell, que en efecto había recibido el mensaje de
Clotilde Armenta, y otros más perentorios, mientras se
preparaba para ir al puerto. «La verdad es que no supe
qué hacer -me dijo-. Lo primero que pensé fue que
no era un asunto mío sino de la autoridad
civil, pero después resolví decirle algo de pasada
a Plácida Linero.» Sin embargo, cuando
atravesó la plaza lo había olvidado por
completo.
«Usted tiene que entenderlo -me dijo-: aquel día
desgraciado llegaba el obispo.» En el momento del crimen se
sintió tan desesperado, y tan indigno de sí mismo,
que no se le ocurrió nada más que ordenar que
tocaran a fuego. Mi hermano Luis Enrique entró en la casa
por la puerta de la cocina, que mi madre dejaba sin cerrojo para
que mi padre no nos sintiera entrar. Fue al baño antes de
acostarse, pero se durmió sentado en el retrete, y cuando
mi hermano Jaime se levantó para ir a la escuela, lo
encontró tirado boca abajo en las baldosas, y cantando
dormido.
Mi hermana la monja, que no iría a esperar al obispo
porque tenía una cruda de cuarenta grados, no
consiguió despertarlo. «Estaban dando las cinco
cuando fui al baño», me dijo.
Más tarde, cuando mi hermana Margot entró a
bañarse para ir al puerto, logró llevarlo a duras
penas al dormitorio. Desde el otro lado del sueño,
oyó sin despertar los primeros bramidos del buque del
obispo. Después se durmió a fondo, rendido por la
parranda, hasta que mi hermana la monja entró en el
dormitorio tratando de ponerse el hábito a la carrera, y
lo despertó con su grito de loca:
-¡Mataron a Santiago Nasar!
Los estragos de los cuchillos fueron apenas un principio de la
autopsia inclemente que el padre Carmen Amador se vio obligado a
hacer por ausencia del doctor Dionisio Iguarán. «Fue
como si hubiéramos vuelto a matarlo después de
muerto -me dijo el antiguo párroco en su retiro de
Calafell-. Pero era una orden del alcalde, y las órdenes
de aquel bárbaro, por estúpidas que fueran,
había que cumplirlas.» No era del todo justo. En la
confusión de aquel lunes absurdo, el coronel Aponte
había sostenido una conversación telegráfica
urgente con el gobernador de la provincia, y éste lo
autorizó para que hiciera las diligencias preliminares
mientras mandaban un juez instructor. El alcalde había
sido antes oficial de tropa sin ninguna experiencia en asuntos de
justicia, y
era demasiado fatuo para preguntarle a alguien que lo supiera por
dónde tenía que empezar. Lo primero que lo
inquietó fue la autopsia. Cristo Bedoya, que era
estudiante de medicina, logró la dispensa por su amistad
íntima con Santiago Nasar. El alcalde pensó que el
cuerpo podía mantenerse refrigerado hasta que regresara el
doctor Dionisio
Iguarán, pero no encontró nevera de tamaño
humano, y la única apropiada en el mercado estaba fuera de
servicio. El cuerpo había sido expuesto a la
contemplación pública. en el centro de la sala,
tendido sobre un angosto catre de hierro
mientras le fabricaban un ataúd de rico. Habían
llevado los ventiladores de los dormitorios, y algunos de las
casas vecinas, pero había tanta gente ansiosa de verlo.
que fue preciso apartar los muebles y descolgar las jaulas y las
macetas de helechos, y aun así era insoportable el
calor.
Además, los perros alborotados por el olor de la muerte
aumentaban la zozobra. No habían dejado de aullar desde
que yo entré en la casa, cuando Santiago Nasar agonizaba
todavía en la cocina, y encontré a Divina Flor
llorando a gritos y manteniéndolos a raya con una tranca.
-Ayúdame -me gritó-, que lo que quieren es comerse
las tripas.
Los encerramos con candado en las pesebreras. Plácida
Linero ordenó más tarde que los llevaran a
algún lugar apartado hasta después del entierro.
Pero hacia el medio día, nadie supo cómo, se
escaparon de donde estaban e irrumpieron enloquecidos en la
casa.
Plácida Linero, por una vez, perdió los
estribos.
-¡Estos perros de mierda! -gritó-. ¡Que los
maten!
La orden se cumplió de inmediato, y la casa volvió
a quedar en silencio. Hasta entonces no había temor alguno
por el estado del
cuerpo. La cara había quedado intacta, con la misma
expresión que tenía cuando cantaba, y Cristo Bedoya
le había vuelto a colocar las vísceras en su lugar
y lo había fajado con una banda de lienzo. Sin embargo, en
la tarde empezaron a manar de las heridas unas aguas color de
almíbar que atrajeron a las moscas, y una mancha morada le
apareció en el bozo y se extendió muy despacio como
la sombra de una nube en el agua hasta
la raíz del cabello. La cara que siempre fue indulgente
adquirió una expresión de enemigo, y su madre se la
cubrió con un pañuelo. El coronel Aponte
comprendió entonces que ya no era posible esperar, y le
ordenó al padre Amador que practicara la autopsia.
«Habría sido peor desenterrarlo después de
una semana», dijo. El párroco había hecho la
carrera de medicina y cirugía en Salamanca, pero
ingresó en el seminario sin
graduarse, y hasta el alcalde sabía que su autopsia
carecía de valor legal. Sin embargo, hizo cumplir la
orden.
Fue una masacre, consumada en el local de la escuela
pública con la ayuda del boticario que tomó las
notas, y un estudiante de primer año de medicina que
estaba aquí de vacaciones. Sólo dispusieron de
algunos instrumentos de cirugía menor, y el resto fueron
hierros de artesanos. Pero al margen de los destrozos en el
cuerpo, el informe del padre
Amador parecía correcto, y el instructor lo
incorporó al sumario como una pieza útil. Siete de
las numerosas heridas eran mortales. El hígado estaba casi
seccionado por dos perforaciones profundas en la cara anterior.
Tenía cuatro incisiones en el estómago, y una de
ellas tan profunda que lo atravesó por completo y le
destruyó el páncreas. Tenía otras seis
perforaciones menores en el colon trasverso, y múltiples
heridas en el intestino delgado. La única que tenía
en el dorso, a la altura de la tercera vértebra lumbar, le
había perforado el riñón derecho. La cavidad
abdominal estaba ocupada por grandes témpanos de sangre, y
entre el lodazal de contenido gástrico apareció una
medalla de oro de la Virgen del Carmen que Santiago Nasar se
había tragado a la edad de cuatro años. La cavidad
torácica mostraba dos perforaciones: una en el segundo
espacio intercostal derecho que le alcanzó a interesar el
pulmón, y otra muy cerca de la axila izquierda.
Tenía además seis heridas menores en los brazos y
las manos, y dos tajos horizontales: uno en el muslo derecho y
otro en los músculos del abdomen. Unía una punzada
profunda en la palma de la mano derecha. El informe dice:
«Parecía un estigma del Crucificado». La masa
encefálica pesaba sesenta gramos más que 1a de un
inglés
normal, y el padre Amador consignó en el informe que
Santiago Nasar tenía una inteligencia
superior y un porvenir brillante. Sin embargo, en la nota final
señalaba una hipertrofia del hígado que
atribuyó a una hepatitis mal
curada. «Es decir -me dijo-, que de todos modos le quedaban
muy pocos años de vida.» El doctor Dionisio
Iguarán, que en efecto le había tratado una
hepatitis a
Santiago Nasar a los doce años, recordaba indignado
aquella autopsia. «Tenía que ser cura para ser tan
bruto -me dijo-. No hubo manera de hacerle entender nunca que la
gente del trópico tenemos el hígado más
grande que los gallegos.» El informe concluía que la
causa de la muerte fue una hemorragia masiva ocasionada por
cualquiera de las siete heridas mayores.
Nos devolvieron un cuerpo distinto. La mitad del cráneo
había sido destrozado con la trepanación, y el
rostro de galán que la muerte había preservado
acabó de perder su identidad. Además, el
párroco había arrancado de cuajo las
vísceras destazadas, pero al final no supo qué
hacer con ellas, y les impartió una bendición de
rabia y las tiró en el balde de la basura. A los
últimos curiosos asomados a las ventanas de la escuela
pública se les acabó la curiosidad, el ayudante se
desvaneció, y el coronel Lázaro Aponte, que
había visto y causado tantas masacres de represión,
terminó por ser vegetariano además de espiritista.
El cascarón vacío, embutido de trapos y cal viva, y
cosido a la machota con bramante basto y agujas de enfardelar,
estaba a punto de desbaratarse cuando lo pusimos en el
ataúd nuevo de seda capitonada. «Pensé que
así se conservaría por más tiempo», me
dijo el padre Amador. Sucedió lo contrario: tuvimos que
enterrarlo de prisa al amanecer, porque estaba en tan mal estado
que ya no era soportable dentro de la casa.
Despuntaba un martes turbio. No tuve valor para dormir solo al
término de la jornada opresiva, y empujé la puerta
de la casa de María Alejandrina Cervantes por si no
había pasado el cerrojo. Los calabazos de luz estaban
encendidos en los árboles, y en el patio de baile
había varios fogones de leña con enormes ollas
humeantes, donde las mulatas estaban tiñendo de luto sus
ropas de parranda. Encontré a María Alejandrina
Cervantes despierta como siempre al amanecer, y desnuda por
completo como siempre que no había extraños en la
casa. Estaba sentada a la turca sobre la cama de reina frente a
un platón
babilónico de cosas de comer: costillas de ternera, una
gallina hervida, lomo de cerdo, y una guarnición de
plátanos y legumbres que hubieran alcanzado para
cinco.
Comer sin medida fue siempre su único modo de llorar, y
nunca la había visto hacerlo con semejante pesadumbre. Me
acosté a su lado, vestido, sin hablar apenas, y llorando
yo también a mi modo. Pensaba en la ferocidad del destino
de Santiago Nasar, que le había cobrado 20 años de
dicha no sólo con la muerte, sino además con el
descuartizamiento del cuerpo, y con su dispersión y
exterminio. Soñé que una mujer entraba en el cuarto
con una niña en brazos, y que ésta ronzaba sin
tomar aliento y los granos de maíz a
medio mascar le caían en el corpiño. La mujer me
dijo: «Ella mastica a la topa tolondra, un poco al
desgaire, un poco al desgarriate». De pronto sentí
los dedos ansiosos que me soltaban los botones de la camisa, y
sentí el olor peligroso de la bestia de amor acostada a
mis espaldas, y sentí que me hundía en las delicias
de las arenas movedizas de su ternura. Pero se detuvo de golpe,
tosió desde muy lejos y se escurrió de mi vida.
-No puedo -dijo-: hueles a él.
No sólo yo. Todo siguió oliendo a Santiago Nasar
aquel día. Los hermanos Vicario lo sintieron en el
calabozo donde los encerró el alcalde mientras se le
ocurría qué hacer con ellos. «Por más
que me restregaba con jabón y estropajo no podía
quitarme el olor», me dijo Pedro Vicario. Llevaban tres
noches sin dormir, pero no podían descansar, porque tan
pronto como empezaban a dormirse volvían a cometer el
crimen. Ya casi viejo, tratando de explicarme su estado de aquel
día interminable, Pablo Vicario me dijo sin ningún
esfuerzo: «Era como estar despierto dos veces». Esa
frase me hizo pensar que lo más insoportable para ellos en
el calabozo debió haber sido la lucidez. El cuarto
tenía tres metros de lado, una claraboya muy alta con
barras de hierro, una letrina portátil, un aguamanil con
su palangana y su jarra, y dos camas de mampostería con
colchones de estera. El coronel Aponte, bajo cuyo mandato se
había construido, decía que no hubo nunca un hotel
más humano. Mi hermano Luis Enrique estaba de acuerdo,
pues una noche lo encarcelaron por una reyerta de músicos,
y el alcalde permitió por caridad que una de las mulatas
lo acompañara. Tal vez los hermanos Vicario hubieran
pensado lo mismo a las ocho de la mañana, cuando se
sintieron a salvo de los árabes. En ese momento los
reconfortaba el prestigio de haber cumplido con su ley, y su
única inquietud era la persistencia del olor. Pidieron
agua abundante, jabón de monte y estropajo, y se lavaron
la sangre de los brazos y la cara, y lavaron además las
camisas, pero no lograron descansar. Pedro Vicario pidió
también sus purgaciones y diuréticos, y un rollo de
gasa estéril para cambiarse la venda, y pudo orinar dos
veces durante la mañana. Sin embargo, la vida se le fue
haciendo tan difícil a medida que avanzaba el día,
que el olor pasó a segundo lugar. A las dos de la tarde,
cuando hubiera podido fundirlos la modorra del calor, Pedro
Vicario estaba tan cansado que no podía permanecer tendido
en la cama, pero el mismo cansancio le impedía mantenerse
de pie. El dolor de las ingles le llegaba hasta el cuello, se le
cerró la orina, y padeció la certidumbre espantosa
de que no volvería a dormir en el resto de su vida.
«Estuve despierto once meses», me dijo, y yo lo
conocía bastante bien para saber que era cierto. No pudo
almorzar. Pablo Vicario, por su parte, comió un poco de
cada cosa que le llevaron, y un cuarto de hora después se
desató en una colerina pestilente. A las seis de la tarde,
mientra le hacían la autopsia al cadáver de
Santiago Nasar, el alcalde fue llamado de urgencia porque Pedro
Vicario estaba convencido de que habían envenenado a su
hermano. «Me estaba yendo en aguas -me dijo Pablo Vicario-,
y no podíamos quitarnos la idea de que eran vainas de los
turcos.» Hasta entonces había desbordado dos veces
la letrina portátil, y el guardián de vista lo
había llevado otras seis al retrete de la alcaldía.
Allí lo encontró el coronel Aponte,
encañonado por la guardia en el excusado sin puertas, y
desaguándose con tanta fluidez que no era absurdo pensar
en el veneno. Pero lo descartaron de inmediato, cuando se
estableció que sólo había bebido el agua y
comido el almuerzo que les mandó Pura Vicario. No
obstante, el alcalde quedó tan impresionado, que se
llevó a los presos para su casa con una custodia especial,
hasta que vino el juez de instrucción y los
trasladó al panóptico de Riohacha. El temor de los
gemelos respondía al estado de ánimo de la calle.
No se descartaba una represalia de los árabes, pero nadie,
salvo los hermanos Vicario, habla pensado en el veneno. Se
suponía más bien que aguardaran la noche para echar
gasolina por la claraboya e incendiar a los prisioneros dentro
del calabozo. Pero aun ésa era una suposición
demasiado fácil. Los árabes constituían una
comunidad de
inmigrantes pacíficos que se establecieron a principios del
siglo en los pueblos del Caribe, aun en los más remotos y
pobres, y allí se quedaron vendiendo trapos de colores y
baratijas de feria. Eran unidos, laboriosos y católicos.
Se casaban entre ellos, importaban su trigo, criaban corderos en
los patios y cultivaban el orégano y la berenjena, y su
única pasión tormentosa eran los juegos de
barajas. Los mayores siguieron hablando el árabe rural que
trajeron de su tierra, y lo
conservaron intacto en familia hasta la segunda
generación, pero los de la tercera, con la
excepción de Santiago Nasar, les oían a sus padres
en árabe y les contestaban en castellano. De
modo que no era concebible que fueran a alterar de pronto su
espíritu pastoral para vengar una muerte cuyos culpables
podíamos ser todos. En cambio nadie pensó en una
represalia de la familia de Plácida Linero, que fueron
gentes de poder y de
guerra hasta que se les acabó la fortuna, y que
habían engendrado más de dos matones de cantina
preservados por la sal de su nombre.
El coronel Aponte, preocupado por los rumores, visitó a
los árabes familia por familia, y al menos por esa vez
sacó una conclusión correcta. Los encontró
perplejos y tristes, con insignias de duelo en sus altares, y
algunos lloraban a gritos sentados en el suelo, pero ninguno
abrigaba propósitos de venganza. Las reacciones de la
mañana habían surgido al calor del crimen, y sus
propios protagonistas admitieron que en ningún caso
habrían pasado de los golpes. Más aún: fue
Suseme Abdala, la matriarca centenaria, quien recomendó la
infusión prodigiosa de flores de pasionaria y ajenjo mayor
que segó la colerina de Pablo Vicario y desató a la
vez el manantial florido de su gemelo. Pedro Vicario cayó
entonces en un sopor insomne, y el hermano restablecido
concilió su primer sueño sin remordimientos.
Así los encontró Purísima Vicario a las tres
de la madrugada del martes, cuando el alcalde la llevó a
despedirse de ellos.
Se fue la familia completa, hasta las hijas mayores con sus
maridos, por iniciativa del coronel Aponte. Se fueron sin que
nadie se diera cuenta, al amparo del
agotamiento público, mientras los únicos
sobrevivientes despiertos de aquel día irreparable
estábamos enterrando a Santiago Nasar. Se fueron mientras
se calmaban los ánimos, según la decisión
del alcalde, pero no regresaron jamás. Pura Vicario le
envolvió la cara con un trapo a la hija devuelta para que
nadie le viera los golpes, y la vistió de rojo encendido
para que no se imaginaran que le iba guardando luto al amante
secreto.
Antes de irse le pidió al padre Amador que confesara a los
hijos en la cárcel, pero Pedro Vicario se negó, y
convenció al hermano de que no tenían nada de que
arrepentirse. Se quedaron solos, y el día del traslado a
Riohacha estaban ten repuestos y convencidos de su razón,
que no quisieron ser sacados de noche, como hicieron con la
familia, sino a pleno sol y con su propia cara. Poncio Vicario,
el padre, murió poco después. «Se lo
llevó la pena moral»,
me dijo Ángela Vicario. Cuando los gemelos fueron
absueltos se quedaron en Riohacha, a sólo un día de
viaje de Manaure, donde vivía la familia. Allá fue
Prudencia Cotes a casarse con Pablo Vicario, que aprendió
el oficio del oro en el taller de su padre y llegó a ser
un orfebre depurado. Pedro Vicario, sin amor ni empleo, se
reintegró tres años después a las Fuerzas
Armadas, mereció las insignias de sargento primero, y una
mañana espléndida su patrulla se internó en
territorio de guerrillas cantando canciones de putas, y nunca
más se supo de ellos.
Para la inmensa mayoría sólo hubo una
víctima: Bayardo San Román. Suponían que los
otros protagonistas de la tragedia habían cumplido con
dignidad, y hasta con cierta grandeza, la parte de favor que la
vida les tenía señalada. Santiago Nasa,
había expiado la injuria, los hermanos Vicario
habían probado su condición de hombres, y la
hermana burlada estaba otra vez en posesión de su honor.
El único que lo había perdido todo era Bayardo San
Román. «El pobre Bayardo», como se le
recordó durante años. Sin embargo, nadie se
había acordado de él hasta después del
eclipse de luna, el sábado siguiente, cuando el viudo de
Mus le contó al alcalde que había visto un
pájaro fosforescente aleteando sobre su antigua casa, y
pensaba que era el ánima de su esposa que andaba
reclamando lo suyo. El alcalde se dio en la frente una palmada
que no tenía nada que ver con la visión del
viudo.
-¡Carajo! -gritó-. ¡Se me había
olvidado ese pobre hombre!
Subió a la colina con una patrulla, y encontró el
automóvil descubierto frente a la quinta, y vio una luz
solitaria en el dormitorio, pero nadie respondió a sus
llamados. Así que forzaron una puerta lateral y
recorrieron los cuartos iluminados por los rescoldos del eclipse.
«Las cosas parecían debajo del agua», me
contó el alcalde. Bayardo San Román estaba
inconsciente en la cama, todavía como lo había
visto Pura Vicario en la madrugada del lunes con el
pantalón de fantasía y la camisa de seda, pero sin
los zapatos. Había botellas vacías por el suelo, y
muchas más sin abrir junto a la cama, pero ni un rastro de
comida. «Estaba en el último grado de
intoxicación etílica», me dijo el doctor
Dionisio Iguarán, que lo había atendido de
emergencia. Pero se recuperó en pocas horas, y tan pronto
como recobró la razón los echó a todos de la
casa con los mejores modos de que fue capaz.
-Que nadie me joda -dijo-. Ni mi papá con sus pelotas de
veterano.
El alcalde informó del episodio al general Petronio San
Román, hasta la última frase literal, con un
telegrama alarmante.
El general San Román debió tomar al pie de la letra
la voluntad del hijo, porque no vino a buscarlo, sino que
mandó a la esposa con las hijas, y a otras dos mujeres
mayores que parecían ser sus hermanas. Vinieron en un
buque de carga, cerradas de luto hasta el cuello por la desgracia
de Bayardo San Román, y con los cabellos sueltos de dolor.
Antes de pisar tierra firme
se quitaron los zapatos y atravesaron las calles hasta la colina
caminando descalzas en el polvo ardiente del medio día,
arrancándose mechones de raíz y llorando con gritos
tan desgarradores que parecían de júbilo. Yo las vi
pasar desde el balcón de Magdalena Oliver, y recuerdo
haber pensado que un desconsuelo como ése sólo
podía fingirse para ocultar otras vergüenzas
mayores.
El coronel Lázaro Aponte las acompañó a la
casa de la colina, y luego subió el doctor Dionisio
Iguarán en su mula de urgencias. Cuando se alivió
el sol, dos
hombres del municipio bajaron a Bayardo San Román en una
hamaca colgada de un palo, tapado hasta la cabeza con una manta y
con el séquito de plañideras. Magdalena Oliver
creyó que estaba muerto.
-¡Collons de déu -exclamó-, qué
desperdicio!
Estaba otra vez postrado por el alcohol, pero
costaba creer que lo llevaran vivo, porque el brazo derecho le
iba arrastrando por el suelo, y tan pronto como la madre se lo
ponía dentro de la hamaca se le volvía a descolgar,
de modo que dejó un rastro en la tierra
desde la cornisa del precipicio hasta la plataforma del buque.
Eso fue lo último que nos quedó de él: un
recuerdo de víctima.
Dejaron la quinta intacta. Mis hermanos y yo subíamos a
explorarla en noches de parranda cuando volvíamos de
vacaciones, y cada vez encontrábamos menos cosas de valor
en los aposentos abandonados. Una vez rescatamos la maletita de
mano que Ángela Vicario le había pedido a su madre
la noche de bodas, pero no le dimos ninguna importancia. Lo que
encontramos dentro parecían ser los afeites naturales para
la higiene y la
belleza de una mujer, y sólo conocí su verdadera
utilidad
cuando Ángela Vicario me contó muchos años
más tarde cuáles fueron los artificios de comadrona
que le habían enseñado para engañar al
esposo. Fue el único rastro que dejó en el que
fuera su hogar de casada por cinco horas. Años
después, cuando volví a buscar los últimos
testimonios para esta crónica, no quedaban tampoco ni los
rescoldos de la dicha de Yolanda de Xius. Las cosas habían
ido desapareciendo poco a poco a pesar de la vigilancia
empecinada del coronel Lázaro Aponte, inclusive el
escaparate de seis lunas de cuerpo entero que los maestros
cantores de Mompox habían tenido que armar dentro de la
casa, pues no cabía por las puertas. Al principio, el
viudo de Xius estaba encantado pensando que eran recursos
póstumos de la esposa para llevarse lo que era suyo. El
coronel Lázaro Aponte se burlaba de él. Pero una
noche se le ocurrió oficiar una misa de espiritismo para
esclarecer el misterio, y el alma de Yolanda de Mus le
confirmó de su puño y letra que en efecto era ella
quien estaba recuperando para su casa de la muerte los
cachivaches de la felicidad. La quinta empezó a
desmigajarse. El coche de bodas se fue desbaratando en la puerta,
y al final no quedó sino la carcacha podrida por la
intemperie. Durante muchos años no se volvió a
saber nada de su dueño. Hay una declaración suya en
el sumario, pero es tan breve y convencional, que parece
remendada a última hora para cumplir con una
fórmula ineludible. La única vez que traté
de hablar con él, 23 años más tarde, me
recibió con una cierta agresividad, y se negó a
aportar el dato más ínfimo que permitiera
clarificar un poco su participación en el drama. En todo
caso, ni siquiera sus padres sabían de él mucho
más que nosotros, ni tenían la menor idea de
qué vino a hacer en un pueblo extraviado sin otro
propósito aparente que el de casarse con una mujer que no
había visto nunca.
De Ángela Vicario, en cambio, tuve siempre noticias de
ráfagas que me inspiraron una imagen idealizada. Mi
hermana la monja anduvo algún tiempo por la alta Guajira
tratando de convertir a los últimos idólatras, y
solía detenerse a conversar con ella en la aldea abrasada
por la sal del Caribe donde su madre había tratado de
enterrarla en vida. «Saludos de tu prima», me
decía siempre. Mi hermana Margot, que también la
visitaba en los primeros años, me contó que
habían comprado una casa de material con un patio muy
grande de vientos cruzados, cuyo único problema eran las
noches de mareas altas, porque los retretes se desbordaban y los
pescados amanecían dando saltos en los dormitorios. Todos
los que la vieron en esa época coincidían en que
era absorta y diestra en la máquina de bordar, y que a
través de su industria
había logrado el olvido.
Mucho después, en una época incierta en que trataba
de entender algo de mí mismo vendiendo enciclopedias y
libros de
medicina por los pueblos de la Guajira, me llegué por
casualidad hasta aquel moridero de indios. En la ventana de una
casa frente al mar, bordando a máquina en la hora de
más calor, había una mujer de medio luto con
antiparras de alambre y canas amarillas, y sobre su cabeza estaba
colgada una jaula con un canario que no paraba de cantar. Al
verla así, dentro del marco idílico de la ventana,
no quise creer que aquella mujer fuera la que yo creía,
porque me resistía a admitir que la vida terminara por
parecerse tanto a la mala literatura. Pero era ella:
Ángela Vicario 23 años después del
drama.
Me trató igual que siempre, como un primo remoto, y
contestó a mis preguntas con muy buen juicio y con sentido
del humor. Era tan madura e ingeniosa, que costaba trabajo creer
que fuera la misma. Lo que más me sorprendió fue la
forma en que había terminado por entender su propia vida.
Al cabo de pocos minutos ya no me pareció tan envejecida
como a primera vista, sino casi tan joven como en el recuerdo, y
no tenía nada en común con la que habían
obligado a casarse sin amor a los 20 años. Su madre, de
una vejez mal
entendida, me recibió como a un fantasma difícil.
Se negó a hablar del pasado, y tuve que conformarme para
esta crónica con algunas frases sueltas de sus
conversaciones con mi madre, y otras pocas rescatadas de mis
recuerdos. Había hecho más que lo posible para que
Ángela Vicario se muriera en vida, pero la misma hija le
malogró los propósitos, porque nunca hizo
ningún misterio de su desventura. Al contrario: a todo el
que quiso oírla se la contaba con sus pormenores, salvo el
que nunca se había de aclarar: quién fue, y
cómo y cuándo, el verdadero causante de su
perjuicio, porque nadie creyó que en realidad hubiera sido
Santiago Nasar. Pertenecían a dos mundos divergentes.
Nadie los vio nunca juntos, y mucho menos solos. Santiago Nasar
era demasiado altivo para fijarse en ella. «Tu prima la
boba», me decía, cuando tenía que
mencionarla. Además, como decíamos entonces,
él era un gavilán pollero. Andaba solo, igual que
su padre, cortándole el cogollo a cuanta doncella sin
rumbo empezaba a despuntar por esos montes, pero nunca se le
conoció dentro del pueblo otra relación distinta de
la convencional que mantenía con Flora Miguel, y de la
tormentosa que lo enloqueció durante catorce meses con
María Alejandrina Cervantes. La versión más
corriente, tal vez por ser la más perversa, era que
Ángela Vicario estaba protegiendo a alguien a quien de
veras amaba, y había escogido el nombre de Santiago Nasar
porque nunca pensó que sus hermanos se atreverían
contra él. Yo mismo traté de arrancarle esta verdad
cuando la visité por segunda vez con todos mis argumentos
en orden, pero ella apenas si levantó la vista del bordado
para rebatirlos. -Ya no le des más vueltas, primo -me
dijo-. Fue él.
Todo lo demás lo contó sin reticencias, hasta el
desastre de la noche de bodas. Contó que sus amigas la
habían adiestrado para que emborrachara al esposo en la
cama hasta que perdiera el sentido, que aparentara más
vergüenza de la que sintiera para que él apagara la
luz, que se hiciera un lavado drástico de aguas de alumbre
para fingir la virginidad, y que manchara la sábana con
mercurio cromo para que pudiera exhibirla al día siguiente
en su patio de recién casada. Sólo dos cosas no
tuvieron en cuenta sus coberteras: la excepcional resistencia de
bebedor de Bayardo San Román, y la decencia pura que
Ángela Vicario llevaba escondida dentro de la estolidez
impuesta por su madre. «No hice nada de lo que me dijeron
-me dijo-, porque mientras más lo pensaba más me
daba cuenta de que todo aquello era una porquería que no
se le podía hacer a nadie, y menos al pobre hombre que
había tenido la mala suerte de casarse conmigo.» De
modo que se dejó desnudar sin reservas en el dormitorio
iluminado, a salvo ya de todos los miedos aprendidos que le
habían malogrado la vida. «Fue muy fácil -me
dijo-, porque estaba resuelta a morir.»
La verdad es que hablaba de su desventura sin ningún pudor
para disimular la otra desventura, la verdadera, que le abrasaba
las entrañas. Nadie hubiera sospechado siquiera, hasta que
ella se decidió a contármelo, que Bayardo San
Román estaba en su vida para siempre desde que la
llevó de regreso a su casa. Fue un golpe de gracia.
«De pronto, cuando mamá empezó a pegarme,
empecé a acordarme de él», me dijo. Los
puñetazos le dolían menos porque sabía que
eran por él. Siguió pensando en él con un
cierto asombro de sí misma cuando sollozaba tumbada en el
sofá del comedor. «No lloraba por los golpes ni por
nada de lo que había pasado -me dijo-: lloraba por
él.»
Seguía pensando en él mientra su madre le
ponía compresas de árnica en la cara, y más
aún cuando oyó la gritería en la calle y las
campanas de incendio en la torre, y su madre entró a
decirle que ahora podía dormir, pues lo peor había
pasado. Llevaba mucho tiempo pensando en él sin ninguna
ilusión cuando tuvo que acompañar a su madre a un
examen de la vista en el hospital de Riohacha. Entraron de pasada
en el Hotel del Puerto, a cuyo dueño conocían, y
Pura Vicario pidió un vaso de agua en la cantina. Se lo
estaba tomando, de espaldas a la hija, cuando ésta vio su
propio pensamiento
reflejado en los espejos repetidos de la sala. Ángela
Vicario volvió la cabeza con el último aliento, y
lo vio pasar a su lado sin verla, y lo vio salir del hotel. Luego
miró otra vez a su madre con el corazón hecho
trizas. Pura Vicario había acabado de beber, se
secó los labios con la manga y le sonrió desde el
mostrador con los lentes nuevos. En esa sonrisa, por primera vez
desde su nacimiento, Ángela Vicario la vio tal como era:
una pobre mujer, consagrada al culto de sus defectos.
«Mierda», se dijo.
Estaba tan trastornada, que hizo todo el viaje de regreso
cantando en voz alta, y se tiró en la cama a llorar
durante tres días.
Nació de nuevo. «Me volví loca por él
-me dijo-, loca de remate.» Le bastaba cerrar los ojos para
verlo, lo oía respirar en el mar, la despertaba a media
noche el fogaje de su cuerpo en la cama. A fines de esa semana,
sin haber conseguido un minuto de sosiego, le escribió la
primera carta. Fue una esquela convencional, en la cual le
contaba que lo había visto salir del hotel, y que le
habría gustado que él la hubiera visto.
Esperó en vano una respuesta. Al cabo de dos meses,
cansada de esperar, le mandó otra carta en el mismo estilo
sesgado de la anterior, cuyo único propósito
parecía ser reprocharle su falta de cortesía. Seis
meses después había escrito seis cartas sin
respuestas, pero se conformó con la comprobación de
que él las estaba recibiendo.
Dueña por primera vez de su destino, Ángela Vicario
descubrió entonces que el odio y el amor son pasiones
recíprocas. Cuantas más cartas mandaba, más
encendía las brasas de su fiebre, pero más
calentaba también el rencor feliz que sentía contra
su madre. «Se me revolvían las tripas de sólo
verla -me dijo-, pero no podía verla sin acordarme de
él.»
Su vida de casada devuelta seguía siendo tan simple corno
la de soltera, siempre bordando a máquina con sus amigas
como antes hizo tulipanes de trapo y pájaros de papel,
pero cuando su madre se acostaba permanecía en el cuarto
escribiendo cartas sin porvenir hasta la madrugada. Se
volvió lúcida, imperiosa, maestra de su
albedrío, y volvió a ser virgen sólo para
él, y no reconoció otra autoridad que
la suya ni más servidumbre que la de su
obsesión.
Escribió una carta semanal durante media vida. «A
veces no se me ocurría qué decir -me dijo muerta de
risa-, pero me bastaba con saber que él las estaba
recibiendo.» Al principio fueron esquelas de compromiso,
después fueron papelitos de amante furtiva, billetes
perfumados de novia fugaz, memoriales de negocios,
documentos de
amor, y por último fueron las cartas indignas de una
esposa abandonada que se inventaba enfermedades crueles para
obligarlo a volver. Una noche de buen humor se le derramó
el tintero sobre la carta terminada, y en vez de romperla le
agregó una posdata: «En prueba de mi amor te
envío mis lágrimas».
En ocasiones, cansada de llorar, se burlaba de su propia locura.
Seis veces cambiaron la empleada del correo, y seis veces
consiguió su complicidad. Lo único que no se le
ocurrió fue renunciar. Sin embargo, él
parecía insensible a su delirio: era como escribirle a
nadie.
Una madrugada de vientos, por el año décimo, la
despertó la certidumbre de que él estaba desnudo en
su cama. Le escribió entonces una carta febril de veinte
pliegos en la que soltó sin pudor las verdades amargas que
llevaba podridas en el corazón desde su noche funesta. Le
habló de las lacras eternas que él había
dejado en su cuerpo, de la sal de su lengua, de la
trilla de fuego de su verga africana. Se la entregó a la
empleada del correo, que iba los viernes en la tarde a bordar con
ella para llevarse las cartas, y se quedó convencida de
que aquel desahogo terminal seria el último de su
agonía. Pero no hubo respuesta. A partir de entonces ya no
era consciente de lo que escribía, ni a quién le
escribía a ciencia
cierta, pero siguió escribiendo sin cuartel durante
diecisiete años.
Un medio día de agosto, mientras bordaba con sus amigas,
sintió que alguien llegaba a la puerta. No tuvo que mirar
para saber quién era. «Estaba gordo y se le empezaba
a caer el pelo, y ya necesitaba espejuelos para ver de cerca -me
dijo-. ¡Pero era él, carajo, era él!»
Se asustó, porque sabía que él la estaba
viendo tan disminuida como ella lo estaba viendo a él, y
no creía que tuviera dentro tanto amor como ella para
soportarlo.
Tenía la camisa empapada de sudor, como lo había
visto la primera vez en la feria, y llevaba la misma correa y las
mismas alforjas de cuero descosido con adornos de plata. Bayardo
San Román dio un paso adelante, sin ocuparse de las otras
bordadoras atónitas, y puso las alforjas en la
máquina de coser. -Bueno -dijo-, aquí estoy.
Llevaba la maleta de la ropa para quedarse, y otra maleta igual
con casi dos mil cartas que ella le había escrito. Estaban
ordenadas por sus fechas, en paquetes cosidos con cintas de
colores, y todas sin abrir.
Durante años no pudimos hablar de otra cosa. Nuestra
conducta diaria,
dominada hasta entonces por tantos hábitos lineales,
había empezado a girar de golpe en torno de una
misma ansiedad común. Nos sorprendían los gallos
del amanecer tratando de ordenar las numerosas casualidades
encadenadas que habían hecho posible el absurdo, y era
evidente que no lo hacíamos por un anhelo de esclarecer
misterios, sino porque ninguno de nosotros podía seguir
viviendo sin saber con exactitud cuál era el sitio y la
misión
que le había asignado la fatalidad.
Muchos se quedaron sin saberlo. Cristo Bedoya, que llegó a
ser un cirujano notable, no pudo explicarse nunca por qué
cedió al impulso de esperar dos horas donde sus abuelos
hasta que llegara el obispo, en vez de irse a descansar en la
casa de sus padres, que lo estuvieron esperando hasta el amanecer
para alertarlo. Pero la mayoría de quienes pudieron hacer
algo por impedir el crimen y sin embargo no lo hicieron, se
consolaron con el pretexto de que los asuntos de honor son
estancos sagrados a los cuales sólo tienen acceso los
dueños del drama. «La honra es el amor», le
oía decir a mi madre. Hortensia Baute, cuya única
participación fue haber visto ensangrentados dos cuchillos
que todavía no lo estaban, se sintió tan afectada
por la alucinación que cayó en una crisis de
penitencia, y un día no pudo soportarla más y se
echó desnuda a las calles.
Flora Miguel, la novia de Santiago Nasar, se fugó por
despecho con un teniente de fronteras que la prostituyó
entre los caucheros de Vichada. Aura Villeros, la comadrona que
había ayudado a nacer a tres generaciones, sufrió
un espasmo de la vejiga cuando conoció la noticia, y hasta
el día de su muerte necesitó una sonda para orinar.
Don
Rogelio de la Flor, el buen marido de Clotilde Armenta, que era
un prodigio de vitalidad a los 86 años, se levantó
por última vez para ver cómo desguazaban a Santiago
Nasar contra la puerta cerrada de su propia casa, y no
sobrevivió a la conmoción. Plácida Linero
había cerrado esa puerta en el último instante,
pero se liberó a tiempo de la culpa. «La
cerré porque Divina Flor me juró que había
visto entrar a mi hijo -me contó-, y no era cierto.»
Por el contrario, nunca se perdonó el haber confundido el
augurio magnífico de los árboles con el infausto de
los pájaros, y sucumbió a la perniciosa costumbre
de su tiempo de masticar semillas de cardamina.
Doce días después del crimen, el instructor del
sumario se encontró con un pueblo en carne viva. En la
sórdida oficina de tablas
del Palacio Municipal, bebiendo café de olla con ron de
caña contra los espejismos del calor, tuvo que pedir
tropas de refuerzo para encauzar a la muchedumbre que se
precipitaba a declarar sin ser llamada, ansiosa de exhibir su
propia importancia en el drama. Acababa de graduarse, y llevaba
todavía el vestido de paño negro de la Escuela
de
Leyes, y el
anillo de oro con el emblema de su promoción, y las ínfulas y el
lirismo del primíparo feliz. Pero nunca supe su
nombre.
Todo lo que sabemos de su carácter es aprendido en el
sumario, que numerosas personas me ayudaron a buscar veinte
años después del crimen en el Palacio de justicia de
Riohacha. No existía clasificación alguna en los
archivos, y
más de un siglo de expedientes estaban amontonados en el
suelo del decrépito edificio colonial que fuera por dos
días el cuartel general de Francis Drake. La planta baja
se inundaba con el mar de leva, y los volúmenes descosidos
flotaban en las oficinas desiertas. Yo mismo exploré
muchas veces con las aguas hasta los tobillos aquel estanque de
causas perdidas, y sólo una casualidad me permitió
rescatar al cabo de cinco años de búsqueda unos 322
pliegos salteados de los más de 500 que debió de
tener el sumario.
El nombre del juez no apareció en ninguno, pero es
evidente que era un hombre abrasado por la fiebre de la
literatura. Sin duda había leído a los
clásicos españoles, y algunos latinos, y
conocía muy bien a Nietzsche, que
era el autor de moda entre los
magistrados de su tiempo. Las notas marginales, y no sólo
por el color de la tinta, parecían escritas con sangre.
Estaba tan perplejo con el enigma que le había tocado en
suerte, que muchas veces incurrió en distracciones
líricas contrarias al rigor de su ciencia. Sobre
todo, nunca le pareció legítimo que la vida se
sirviera de tantas casualidades prohibidas a la literatura, para
que se cumpliera sin tropiezos una muerte tan anunciada.
Sin embargo, lo que más le había alarmado al final
de su diligencia excesiva fue no haber encontrado un solo
indicio, ni siquiera el menos verosímil, de que Santiago
Nasar hubiera sido en realidad el causante del agravio. Las
amigas de Ángela Vicario que habían sido sus
cómplices en el engaño siguieron contando durante
mucho tiempo que ella las había hecho partícipes de
su secreto desde antes de la boda, pero no les había
revelado ningún nombre. En el sumario declararon:
«Nos dijo el milagro pero no el santo». Ángela
Vicario, por su parte, se mantuvo en su sitio. Cuando el juez
instructor le preguntó con su estilo lateral si
sabía quién era el difunto Santiago Nasar, ella
le contestó impasible:
-Fue mi autor.
Así consta en el sumario, pero sin ninguna otra
precisión de modo ni de lugar.
Durante el juicio, que sólo duró tres días,
el representante de la parte civil puso su mayor empeño en
la debilidad de ese cargo. Era tal la perplejidad del juez
instructor ante la falta de pruebas contra
Santiago Nasar, que su buena labor parece por momentos
desvirtuada por la desilusión. En el folio 416, de su
puño y letra y con la tinta roja del boticario,
escribió una nota marginal:
Dadme un prejuicio y moveré el mundo.
Debajo de esa paráfrasis de desaliento, con un trazo feliz
de la misma tinta de sangre, dibujó un corazón
atravesado por una flecha. Para él, como para los amigos
más cercanos de Santiago Nasar, el propio comportamiento
de éste en las últimas horas fue una prueba
terminante de su inocencia.
La mañana de su muerte, en efecto, Santiago Nasar no
había tenido un instante de duda, a pesar de que
sabía muy bien cuál hubiera sido el precio de la
injuria que le imputaban. Conocía la índole
mojigata de su mundo, y debía saber que la naturaleza simple
de los gemelos no era capaz de resistir al escarnio. Nadie
conocía muy bien a Bayardo San Román, pero Santiago
Nasar lo conocía bastante para saber que debajo de sus
ínfulas mundanas estaba tan subordinado como cualquier
otro a sus prejuicios de origen. De manera que su
despreocupación consciente hubiera sido suicida.
Además, cuando supo por fin en el último instante
que los hermanos Vicario lo estaban esperando para matarlo, su
reacción no fue de pánico, como tanto se ha dicho,
sino que fue más bien el desconcierto de la inocencia.
Mi impresión personal es que
murió sin entender su muerte. Después de que le
prometió a mi hermana Margot que iría a desayunar a
nuestra casa, Cristo Bedoya se lo llevó del brazo por el
muelle, y ambos parecían tan desprevenidos que suscitaron
ilusiones falsas. «Iban tan contentos -me dijo Meme
Loaiza-, que le di gracias a Dios, porque pensé que el
asunto se había arreglado.» No todos querían
tanto a Santiago Nasar, por supuesto. Polo Carrillo, el
dueño de la planta eléctrica, pensaba que su
serenidad no era inocencia sino cinismo. «Creía que
su plata lo hacía intocable», me dijo. Fausta
López, su mujer, comentó: «Como todos los
turcos». Indalecio Pardo acababa de pasar por la tienda de
Clotilde Armenta, y los gemelos le habían dicho que tan
pronto como se fuera el obispo matarían a Santiago Nasar.
Pensó, como tantos otros, que eran fantasías de
amanecidos, pero Clotilde Armenta le hizo ver que era cierto, y
le pidió que alcanzara a Santiago Nasar para
prevenirlo.
-Ni te moleste -le dijo Pedro Vicario-: de todos modos es como si
ya estuviera muerto.
Era un desafío demasiado evidente. Los gemelos
conocían los vínculos de Indalecio Pardo y Santiago
Nasar, y debieron pensar que era la persona adecuada para impedir
el crimen sin que ellos quedaran en vergüenza. Pero
Indalecio Pardo encontró a Santiago Nasar llevado del
brazo por Cristo Bedoya entre los grupos que
abandonaban el puerto, y no se atrevió a prevenirlo.
«Se me aflojó la pasta», me dijo. Le dio una
palmada en el hombro a cada uno, y los dejó seguir. Ellos
apenas lo advirtieron, pues continuaban abismados en las cuentas de la
boda.
La gente se dispersaba hacia la plaza en el mismo sentido que
ellos. Era una multitud apretada, pero Escolástica
Cisneros creyó observar que los dos amigos caminaban en el
centro sin dificultad, dentro de un círculo vacío,
porque la gente sabía que Santiago
Nasar iba a morir, y no se atrevían a tocarlo.
También Cristo Bedoya recordaba una actitud
distinta hacia ellos. «Nos miraban como si
lleváramos la cara pintada», me dijo.
Más aún: Sara Noriega abrió su tienda de
zapatos en el momento en que ellos pasaban, y se espantó
con la palidez de
Santiago Nasar. Pero él la tranquilizó.
-¡Imagínese, niña Sara -le dijo sin
detenerse-, con este guayabo!
Celeste Dangond estaba sentado en piyama en la puerta de su casa,
burlándose de los que se quedaron vestidos para saludar al
obispo, e invitó a Santiago Nasar a tomar café.
«Fue para ganar tiempo mientras pensaba», me dijo.
Pero Santiago Nasar le contestó que iba de prisa a
cambiarse de ropa para desayunar con mi hermana. «Me hice
bolas
-me explicó Celeste Dangond- pues de pronto me
pareció que no podían matarlo si estaba tan seguro
de lo que iba a hacer.» Yamil Shaium fue el único
que hizo lo que se había propuesto. Tan pronto como
conoció el rumor salió a la puerta de su tienda de
géneros y esperó a Santiago Nasar para prevenirlo.
Era uno de los últimos árabes que llegaron con
Ibrahim Nasar, fue su socio de barajas hasta la muerte, y
seguía siendo el consejero hereditario de la familia.
Nadie tenía tanta autoridad como él para hablar con
Santiago Nasar. Sin embargo, pensaba que si el rumor era
infundado le iba a causar una alarma inútil, y
prefirió consultarlo primero con Cristo Bedoya por si
éste estaba mejor informado. Lo llamó al pasar.
Cristo Bedoya le dio una palmadita en la espalda a Santiago
Nasar, ya en la esquina de la plaza, y acudió al llamado
de Yamil Shaium.
-Hasta el sábado -le dijo.
Santiago Nasar no le contestó, sino que se dirigió
en árabe a Yamil Shaium y éste le replicó
también en árabe, torciéndose de risa.
«Era un juego de
palabras con que nos divertíamos siempre», me dijo
Yamil Shaium. Sin detenerse, Santiago Nasar les hizo a ambos su
señal de adiós con la mano y dobló la
esquina de la plaza. Fue la última vez que lo vieron.
Cristo Bedoya tuvo tiempo apenas de escuchar la información de Yamil Shaium cuando
salió corriendo de la tienda para alcanzar a Santiago
Nasar. Lo había visto doblar la esquina, pero no lo
encontró entre los grupos que empezaban a dispersarse en
la plaza. Varias personas a quienes les preguntó por
él le dieron la misma respuesta: -Acabo de verlo contigo.
Le pareció imposible que hubiera llegado a su casa en tan
poco tiempo, pero de todos modos entró a preguntar por
él, pues encontró sin tranca y entreabierta la
puerta del frente. Entró sin ver el papel en el suelo, y
atravesó la sala en penumbra tratando de no hacer ruido,
porque aún era demasiado temprano para visitas, pero los
perros se alborotaron en el fondo de la casa y salieron a su
encuentro. Los calmó con las llaves, como lo había
aprendido del dueño, y siguió acosado por ellos
hasta la cocina. En el corredor se cruzó con Divina Flor
que llevaba un cubo de agua y un trapero para pulir los pisos de
la sala. Ella le aseguró que Santiago Nasar no
había vuelto. Victoria Guzmán acababa de poner en
el fogón el guiso de conejos cuando él entró
en la cocina. Ella comprendió de inmediato. «El
corazón se le estaba saliendo por la boca», me dijo.
Cristo Bedoya le preguntó si Santiago Nasar estaba en
casa, y ella le contestó con un candor fingido que
aún no había llegado a dormir. .
-Es en serio -le dijo Cristo Bedoya-, lo están buscando
para matarlo.
A Victoria Guzmán se le olvidó el candor.
-Esos pobres muchachos no matan a nadie -dijo.
-Están bebiendo desde el sábado -dijo Cristo
Bedoya.
-Por lo mismo -replicó ella-: no hay borracho que se coma
su propia caca.
Cristo Bedoya volvió a la sala, donde Divina Flor acababa
de abrir las ventanas. «Por supuesto que no estaba
lloviendo -me dijo Cristo Bedoya-. Apenas iban a ser las siete, y
ya entraba un sol dorado por las ventanas.» Le
volvió a preguntar a Divina Flor si estaba segura de que
Santiago Nasar no había entrado por la puerta de la sala.
Ella no estuvo entonces tan segura como la primera vez. Le
preguntó por Plácida Linero, y ella le
contestó que hacía un momento le había
puesto el café en la mesa de noche, pero no la
había despertado. Así era siempre:
despertaría a las siete, se tomaría el café,
y bajaría a dar las instrucciones para el almuerzo. Cristo
Bedoya miró el reloj: eran las 6.56.
Entonces subió al segundo piso para convencerse de que
Santiago Nasar no había entrado. La puerta del dormitorio
estaba cerrada por dentro, porque Santiago Nasar había
salido a través del dormitorio de su madre. Cristo Bedoya
no sólo conocía la casa tan bien como la suya, sino
que tenía tanta confianza con la familia que empujó
la puerta del dormitorio de Plácida Linero para pasar
desde allí al dormitorio contiguo. Un haz de sol
polvoriento entraba por la claraboya, y la hermosa mujer dormida
en la hamaca, de costado, con la mano de novia en la mejilla,
tenía un aspecto irreal. «Fue como una
aparición», me dijo Cristo Bedoya. La
contempló un instante, fascinado por su belleza, y luego
atravesó el dormitorio en silencio, pasó de largo
frente al baño, y entró en el dormitorio de
Santiago Nasar. La cama seguía intacta, y en el
sillón estaba el sombrero de jinete, y en el suelo estaban
las botas junto a las espuelas. En la mesa de noche el reloj de
pulsera de Santiago Nasar marcaba las 6.58. «De pronto
pensé que había vuelto a salir armado», me
dijo Cristo Bedoya. Pero encontró la magnum en la gaveta
de la mesa de noche. «Nunca había disparado un arma
-me dijo Cristo Bedoya-, pero resolví coger el
revólver para llevárselo a Santiago Nasar.»
Se lo ajustó en el cinturón, por dentro de la
camisa, y sólo después del crimen se dio cuenta de
que estaba descargado.
Plácida Linero apareció en la puerta con el pocillo
de café en el momento en que él cerraba la gaveta.
-¡Santo Dios -exclamó ella-, qué susto me has
dado! Cristo Bedoya también se asustó. La vio a
plena luz, con una bata de alondras doradas y el cabello
revuelto, y el encanto se había desvanecido.
Explicó un poco confuso que había entrado a buscar
a Santiago Nasar. -Se fue a recibir al obispo -dijo
Plácida Linero.
-Pasó de largo -dijo él.
-Lo suponía -dijo ella-. Es el hijo de la peor madre.
No siguió, porque en ese momento se dio cuenta de que
Cristo Bedoya no sabía dónde poner el cuerpo.
«Espero que Dios me haya perdonado -me dijo Plácida
Linero-, pero lo vi tan confundido que de pronto se me
ocurrió que había entrado a robar.» Le
preguntó qué le pasaba. Cristo Bedoya era
consciente de estar en una situación sospechosa, pero no
tuvo valor para revelarle la verdad.
-Es que no he dormido ni un minuto -le dijo.
Se fue sin más explicaciones. «De todos modos -me
dijo- ella siempre se imaginaba que le estaban robando.» En
la plaza se encontró con el padre Amador que regresaba a
la iglesia con los ornamentos de la misa frustrada, pero no le
pareció que pudiera hacer por Santiago Nasar nada distinto
de salvarle el alma. Iba otra vez hacia el puerto cuando
sintió que lo llamaban desde la tienda de Clotilde
Armenta. Pedro Vicario estaba en la puerta, lívido y
desgreñado, con la camisa abierta y las mangas enrolladas
hasta los codos, y con el cuchillo basto que él mismo
había fabricado con una hoja de segueta. Su actitud era
demasiado insolente para ser casual, y sin embargo no fue la
única ni la más visible que intentó en los
últimos minutos para que le impidieran cometer el crimen.
-Cristóbal -gritó-: dile a Santiago Nasar que
aquí lo estamos esperando para matarlo. Cristo Bedoya le
habría hecho el favor de impedírselo. «Si yo
hubiera sabido disparar un revólver, Santiago Nasar
estaría vivo», me dijo. Pero la sola idea lo
impresionó, después de todo lo que había
oído decir sobre la potencia
devastadora de una bala blindada.
-Te advierto que está armado con una mágnum capaz
de atravesar un motor
-gritó. Pedro Vicario sabía que no era cierto.
«Nunca estaba armado si no llevaba ropa de montar»,
me dijo. Pero de todos modos había previsto que lo
estuviera cuando
tomó la decisión de lavar la honra de la
hermana.
-Los muertos no disparan -gritó.
Pablo Vicario apareció entonces en la puerta. Estaba tan
pálido como el hermano, y tenía puesta la chaqueta
de la boda y el cuchillo envuelto en el
periódico. «Si no hubiera sido por eso -me dijo
Cristo Bedoya-, nunca hubiera sabido cuál de los dos era
cuál.»
Clotilde Armenta apareció detrás de Pablo Vicario,
y le gritó a Cristo Bedoya que se diera prisa, porque en
este pueblo de maricas sólo un hombre como él
podía impedir la tragedia.
Todo lo que ocurrió a partir de entonces fue del dominio
público. La gente que regresaba del puerto, alertada por
los gritos, empezó a tomar posiciones en la plaza para
presenciar el crimen. Cristo Bedoya les preguntó a varios
conocidos por Santiago Nasar, pero nadie lo había visto.
En la puerta del Club Social se encontró con el
coronel
Lázaro Aponte y le contó lo que acababa de ocurrir
frente a la tienda de Clotilde Armenta.
-No puede ser -dijo el coronel Aponte-, porque yo los
mandé a dormir.
Acabo de verlos con un cuchillo de matar puercos -dijo Cristo
Bedoya.
-No puede ser, porque yo se los quité antes de mandarlos a
dormir -dijo el alcalde-. Debe ser que los viste antes de
eso.
-Los vi hace dos minutos y cada uno tenía un cuchillo de
matar puercos -dijo Cristo Bedoya.
-¡Ah carajo -dijo el alcalde-, entonces debió ser
que volvieron con otros!
Prometió ocuparse de eso al instante, pero entró en
el Club Social a confirmar una cita de dominó para esa
noche, y cuando volvió a salir ya estaba consumado el
crimen.
Cristo Bedoya cometió entonces su único error
mortal: pensó que Santiago Nasar había resuelto a
última hora desayunar en nuestra casa antes de cambiarse
de ropa, y allá se fue a buscarlo. Se apresuró por
la orilla del río, preguntándole a todo el que
encontraba si lo habían visto pasar, pero nadie le dio
razón. No se alarmó, porque había otros
caminos para nuestra casa. Próspera Arango, la cachaca, le
suplicó que hiciera algo por su padre que estaba
agonizando en el sardinel de su casa, inmune a la
bendición fugaz del obispo. «Yo lo había
visto al pasar -me dijo mi hermana Margot-, y ya tenía
cara de muerto.» Cristo Bedoya demoró cuatro minutos
en establecer el estado del
enfermo, y prometió volver más tarde para un
recurso de urgencia, pero perdió tres minutos más
ayudando a Próspera Arango a llevarlo hasta el dormitorio.
Cuando volvió a salir sintió gritos remotos y le
pareció que estaban reventando cohetes por el rumbo de la
plaza.
Trató de correr, pero se lo impidió el
revólver mal ajustado en la cintura. Al doblar la
última esquina reconoció de espaldas a mi madre que
llevaba casi a rastras al hijo menor.
-Luisa Santiaga -le gritó-: dónde está su
ahijado.
Mi madre se volvió apenas con la cara bañada en
lágrimas.
-¡Ay, hijo -contestó-, dicen que lo mataron!
Así era. Mientras Cristo Bedoya lo buscaba, Santiago Nasar
había entrado en la casa de Flora Miguel, su novia, justo
a la vuelta de la esquina donde él lo vio por
última vez. «No se me ocurrió que estuviera
ahí -me dijo- porque esa gente no se levantaba nunca antes
de medio día.» Era una versión corriente que
la familia entera dormía hasta las doce por orden de Nahir
Miguel, el varón sabio de la comunidad.
«Por eso Flora Miguel, que ya no se cocinaba en dos aguas,
se mantenía como una rosa», dice Mercedes. La verdad
es que dejaban la casa cerrada hasta muy tarde, como tantas
otras, pero eran gentes tempraneras y laboriosas. Los padres de
Santiago Nasar y Flora Miguel se habían puesto de acuerdo
para casarlos. Santiago Nasar aceptó el compromiso en
plena adolescencia, y estaba resuelto a cumplirlo, tal vez porque
tenía del matrimonio la misma concepción utilitaria
que su padre. Flora Miguel, por su parte, gozaba de una cierta
condición floral, pero carecía de gracia y de
juicio y había servido de madrina de bodas a toda su
generación, de modo que el convenio fue para ella una
solución providencial. Tenían un noviazgo
fácil, sin visitas formales ni inquietudes del
corazón. La boda varias veces diferida estaba fijada por
fin para la próxima Navidad.
Flora Miguel despertó aquel lunes con los primeros
bramidos del buque del obispo, y muy poco después se
enteró de que los gemelos Vicario estaban esperando a
Santiago Nasar para matarlo. A mi hermana la monja, la
única que habló con ella después de la
desgracia, le dijo que no recordaba siquiera quién se lo
había dicho. «Sólo sé que a las seis
de la mañana todo el mundo lo sabía», le
dijo. Sin embargo, le pareció inconcebible que a Santiago
Nasar lo fueran a matar, y en cambio se le ocurrió que lo
iban a casar a la fuerza con Ángela Vicario para que le
devolviera la honra. Sufrió una crisis de
humillación. Mientras medio pueblo esperaba al obispo,
ella estaba en su dormitorio llorando de rabia, y poniendo en
orden el cofre de las cartas que Santiago Nasar le había
mandado desde el colegio. Siempre que pasaba por la casa de Flora
Miguel, aunque no hubiera nadie, Santiago Nasar raspaba con las
llaves la tela metálica de las ventanas. Aquel lunes, ella
lo estaba esperando con el cofre de cartas en el regazo. Santiago
Nasar no podía verla desde la calle, pero en cambio ella
lo vio acercarse a través de la red metálica desde
antes de que la raspara con las llaves.
-Entra -le dijo.
Nadie, ni siquiera un médico, había entrado en esa
casa a las 6.45 de la mañana. Santiago Nasar acababa de
dejar a Cristo Bedoya en la tienda de Yamil Shaium, y
había tanta gente pendiente de él en la plaza, que
no era comprensible que nadie lo viera entrar en casa de su
novia. El juez instructor buscó siquiera una persona que
lo hubiera visto, y lo hizo con tanta persistencia como yo, pero
no fue posible encontrarla. En el folio 382 del sumario
escribió otra sentencia marginal con tinta roja: La
fatalidad nos hace invisibles.
El hecho es que Santiago Nasar entró por la puerta
principal, a la vista de todos, y sin hacer nada por no ser
visto. Flora Miguel lo esperaba en la sala, verde de
cólera, con uno de los vestidos de arandelas infortunadas
que solía llevar en las ocasiones memorables, y le puso el
cofre en las manos. Aquí tienes -le dijo-. ¡Y
ojalá te maten!
Santiago Nasar quedó tan perplejo, que el cofre se le
cayó de las manos, y sus cartas sin amor se regaron por el
suelo. Trató de alcanzar a Flora Miguel en el dormitorio,
pero ella cerró la puerta y puso la aldaba. Tocó
varias veces, y la llamó con una voz demasiado apremiante
para la hora, así que toda la familia acudió
alarmada. Entre consanguíneos y políticos, mayores
y menores de edad, eran más de catorce. El último
que salió fue Nahir Miguel, el padre, con la barba
colorada y la chilaba de beduino que trajo de su tierra, y que
siempre usó dentro de la casa. Yo lo vi muchas veces, y
era inmenso y parsimonioso, pero lo que más me
impresionaba era el fulgor de su autoridad.
-Flora -llamó en su lengua-. Abre
la puerta.
Entró en el dormitorio de la hija, mientras la familia
contemplaba absorta a Santiago
Nasar. Estaba arrodillado en la sala, recogiendo las cartas del
suelo y poniéndolas en el cofre. «Parecía una
penitencia», me dijeron. Nahir Miguel salió del
dormitorio al cabo de unos minutos, hizo una señal con la
mano y la familia entera desapareció.
Siguió hablando en árabe a Santiago Nasar.
«Desde el primer momento comprendí que no
tenía la menor idea de lo que le estaba diciendo»,
me dijo. Entonces le preguntó en concreto si
sabía que los hermanos Vicario lo buscaban para matarlo.
«Se puso pálido, y perdió de tal modo el
dominio, que no era posible creer que estaba fingiendo», me
dijo. Coincidió en que su actitud no era tanto de miedo
como de turbación. -Tú sabrás si ellos
tienen razón, o no -le dijo-. Pero en todo caso, ahora no
te quedan sino dos caminos: o te escondes aquí, que es tu
casa, o sales con mi rifle. -No entiendo un carajo -dijo Santiago
Nasar.
Fue lo único que alcanzó a decir, y lo dijo en
castellano. «Parecía un pajarito mojado», me
dijo Nahir Miguel. Tuvo que quitarle el cofre de las manos porque
él no sabía dónde dejarlo para abrir la
puerta.
-Serán dos contra uno -le dijo.
Santiago Nasar se fue. La gente se había situado en la
plaza como en los días de desfiles. Todos lo vieron salir,
y todos comprendieron que ya sabía que lo iban a matar, y
estaba tan azorado que no encontraba el camino de su casa. Dicen
que alguien gritó desde un balcón: «Por
ahí no, turco, por el puerto viejo». Santiago Nasar
buscó la voz. Yamil Shaium le gritó que se metiera
en su tienda, y entró a buscar su escopeta de caza, pero
no recordó dónde había escondido los
cartuchos. De todos lados empezaron a gritarle, y Santiago Nasar
dio varias vueltas al revés y al derecho, deslumbrado por
tantas voces a la vez. Era evidente que se dirigía a su
casa por la puerta de la cocina, pero de pronto debió
darse cuenta de que estaba abierta la puerta principal.
Ahí viene -dijo Pedro Vicario.
Ambos lo habían visto al mismo tiempo. Pablo Vicario se
quitó el saco, lo puso en el taburete, y
desenvolvió el cuchillo en forma de alfanje. Antes de
abandonar la tienda, sin ponerse de acuerdo, ambos se
santiguaron. Entonces Clotilde Armenta agarró a Pedro
Vicario por la camisa y le gritó a Santiago Nasar que
corriera porque lo iban a matar.
Fue un grito tan apremiante que apagó a los otros.
«Al principio se asustó -me dijo Clotilde Armenta-,
porque no sabía quién le estaba gritando, ni de
dónde.» Pero cuando la vio a ella vio también
a Pedro Vicario, que la tiró por tierra con un
empellón, y alcanzó al hermano. Santiago Nasar
estaba a menos de 50 metros de su casa, y corrió hacia la
puerta principal. Cinco minutos antes, en la cocina, Victoria
Guzmán le había contado a Plácida Linero lo
que ya todo el mundo sabía. Plácida Linero era una
mujer de nervios firmes, así que no dejó traslucir
ningún signo de alarma. Le preguntó a Victoria
Guzmán si le había dicho algo a su hijo, y ella le
mintió a conciencia, pues contestó que
todavía no sabía nada cuando él bajó
a tomar el café. En la sala, donde seguía trapeando
los pisos, Divina Flor vio al mismo tiempo que Santiago Nasar
entró por la puerta de la plaza y subió por las
escaleras de buque de los dormitorios. «Fue una
visión nítida», me contó Divina
Flor.
«Llevaba el vestido blanco, y algo en la mano que no pude
ver bien, pero me pareció un ramo de rosas.» De
modo que cuando Plácida Linero le preguntó por
él, Divina Flor la tranquilizó.
-Subió al cuarto hace un minuto -le dijo.
Plácida Linero vio entonces el papel en el suelo, pero no
pensó en recogerlo, y sólo se enteró de lo
que decía cuando alguien se lo mostró más
tarde en la confusión de la tragedia. A través de
la puerta vio a los hermanos Vicario que venían corriendo
hacia la casa con los cuchillos desnudos. Desde el lugar en que
ella se encontraba podía verlos a ellos, pero no alcanzaba
a ver a su hijo que corría desde otro ángulo hacia
la puerta.
«Pensé que querían meterse para matarlo
dentro de la casa», me dijo. Entonces corrió hacia
la puerta y la cerró de un golpe. Estaba pasando la tranca
cuando oyó los gritos de Santiago Nasar, y oyó los
puñetazos de terror en la puerta, pero creyó que
él estaba arriba, insultando a los hermanos Vicario desde
el balcón de su dormitorio. Subió a ayudarlo.
Santiago Nasar necesitaba apenas unos segundos para entrar cuando
se cerró la puerta. Alcanzó a golpear varias veces
con los puños, y en seguida se volvió para
enfrentarse a manos limpias con sus enemigos. «Me
asusté cuando lo vi de frente —me dijo Pablo Vicario-,
porque me pareció como dos veces más grande de lo
que era.»
Santiago Nasar levantó la mano para parar el primer golpe
de Pedro Vicario, que lo atacó por el flanco derecho con
el cuchillo recto.
-¡Hijos de puta! -gritó.
El cuchillo le atravesó la palma de la mano derecha, y
luego se le hundió hasta el fondo en el costado. Todos
oyeron su grito de dolor.
-¡Ay mi madre!
Pedro Vicario volvió a retirar el cuchillo con su pulso
fiero de matarife, y le asestó un segundo golpe casi en el
mismo lugar. «Lo raro es que el cuchillo volvía a
salir limpio
-declaró Pedro Vicario al instructor-. Le había
dado por lo menos tres veces y no había una gota de
sangre.» Santiago Nasar se torció con los brazos
cruzados sobre el vientre después de la tercera
cuchillada, soltó un quejido de becerro, y trató de
darles la espalda. Pablo Vicario, que estaba a su izquierda con
el cuchillo curvo, le asestó entonces la única
cuchillada en el lomo, y un chorro de sangre a alta
presión le empapó la camisa. «Olía
como él», me dijo. Tres veces herido de muerte,
Santiago Nasar les dio otra vez el frente, y se apoyó de
espaldas contra la puerta de su madre, sin la menor resistencia, como
si sólo quisiera ayudar a que acabaran de matarlo por
partes iguales.
«No volvió a gritar –dijo Pedro Vicario al
instructor-. Al contrario: me pareció que se estaba
riendo.» Entonces ambos siguieron acuchillándolo
contra la puerta, con golpes alternos y fáciles, flotando
en el remanso deslumbrante que encontraron del otro lado del
miedo.
No oyeron los gritos del pueblo entero espantado de su propio
crimen. «Me sentía como cuando uno va corriendo en
un caballo», declaró Pablo Vicario. Pero ambos
despertaron de pronto a la realidad, porque estaban exhaustos, y
sin embargo les parecía que Santiago Nasar no se iba a
derrumbar nunca. «¡Mierda, primo -me dijo Pablo
Vicario-, no te imaginas lo difícil que es matar a un
hombre!» Tratando de acabar para siempre, Pedro Vicario le
buscó el corazón, pero se lo buscó casi en
la axila, donde lo tienen los cerdos. En realidad Santiago Nasar
no caía porque ellos mismos lo estaban sosteniendo a
cuchilladas contra la puerta. Desesperado, Pablo Vicario le dio
un tajo horizontal en el vientre, y los intestinos completos
afloraron con una explosión. Pedro Vicario iba a hacer lo
mismo, pero el pulso se le torció de horror, y le dio un
tajo extraviado en el muslo. Santiago Nasar permaneció
todavía un instante apoyado contra la puerta, hasta que
vio sus propias vísceras al sol, limpias y azules, y
cayó de rodillas.
Después de buscarlo a gritos por los dormitorios, oyendo
sin saber dónde otros gritos que no eran los suyos,
Plácida Linero se asomó a la ventana de la plaza y
vio a los gemelos Vicario que corrían hacia la iglesia.
Iban perseguidos de cerca por Yamil Shaium, con su escopeta de
matar tigres, y por otros árabes desarmados y
Plácida Linero pensó que había pasado el
peligro. Luego salió al balcón del dormitorio, y
vio a
Santiago Nasar frente a la puerta, bocabajo en el polvo, tratando
de levantarse de su propia sangre. Se incorporó de medio
lado, y se echó a andar en un estado de
alucinación, sosteniendo con las manos las vísceras
colgantes.
Caminó más de cien metros para darle la vuelta
completa a la casa y entrar por la puerta de la cocina. Tuvo
todavía bastante lucidez para no ir por la calle, que era
el trayecto más largo, sino que entró por la casa
contigua. Poncho Lanao, su esposa y sus cinco hijos no se
habían enterado de lo que acababa de ocurrir a 20 pasos de
su puerta.
«Oímos la gritería -me dijo la esposa-, pero
pensamos que era la fiesta del obispo.»
Empezaban a desayunar cuando vieron entrar a Santiago Nasar
empapado de sangre llevando en las manos el racimo de sus
entrañas. Poncho Lanao me dijo: «Lo que nunca pude
olvidar fue el terrible olor a mierda». Pero
Argénida Lanao, la hija mayor, contó que Santiago
Nasar caminaba con la prestancia de siempre, midiendo bien los
pasos, y que su rostro de sarraceno con los rizos alborotados
estaba más bello que nunca. Al pasar frente a la mesa les
sonrió, y siguió a través de los dormitorios
hasta la salida posterior de la casa. «Nos quedamos
paralizados de susto», me dijo Argénida Lanao. Mi
tía Wenefrida Márquez estaba desescamando un
sábalo en el patio de su casa al otro lado del río,
y lo vio descender las escalinatas del muelle antiguo buscando
con paso firme el rumbo de su casa.
-¡Santiago, hijo –le gritó-, qué te
pasa!
Santiago Nasar la reconoció.
-Que me mataron, niña Wene -dijo.
Tropezó en el último escalón, pero se
incorporó de inmediato. «Hasta tuvo el cuidado de
sacudir con la mano la tierra que le quedó en las
tripas», me dijo mi tía Wene.
Después entró en su casa por la puerta trasera, que
estaba abierta desde las seis, y se derrumbó de bruces en
la cocina.
Autor:
Rodrigo Muñoz Fuentes
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