Ciencias físicas es un
término que comprende las ramas de la ciencia que estudian
la estructura del mundo físico, las leyes que lo gobiernan
y, en general, la materia inorgánica. Se suele poner en
contraposición a las ciencias biológicas o ciencias
de la vida (fundamentalmente biología y medicina) que se
ocupan, por el contrario, del estudio de la materia
orgánica y de la preservación de la
vida.
En las páginas que siguen quiero
poner en evidencia algunas fisuras que, aunque en el mejor de los
casos se muestran paliadas, se extienden a todas las ciencias
modernas de la naturaleza; son evidentes en todas las
teorías modernas sobre la materia viva e incluso aparecen,
sin lugar a dudas, en el campo de la física, considerada
como la más fiable de todas las ciencias
modernas.
Todos los errores de las llamadas ciencias
«exactas» proceden del hecho de que la mentalidad que
sustenta estas ciencias tiende a prescindir de la existencia del
sujeto humano, que, pese a todo, es el espejo en el que el
fenómeno del mundo se revela. El referir toda
observación a fórmulas matemáticas permite
hacer abstracción en una larga medida de la existencia de
un sujeto conocedor, y comportarse como si sólo existiera
una realidad «objetiva»; se olvida deliberadamente
que ese sujeto, precisamente, es la única garantía
de la constante lógica del mundo; y que ese sujeto, a
quien no debe entenderse sólo en su naturaleza relativa al
yo, sino, antes bien, en su esencia espiritual, es el
único testimonio de toda la realidad objetiva.
En verdad, el conocimiento
«objetivo» del mundo, es decir, independiente de las
impresiones que se refieren al yo y, por lo tanto,
«subjetivas», presupone ciertos criterios
ineluctables que, a su vez, no podrían existir si en el
propio sujeto individual no hubiese un fondo imparcial, un
testigo que trasciende el yo, en resumen, si no existiera el
espíritu puro. En última instancia, el conocimiento
del mundo presupone la unidad subyacente del sujeto que conoce,
de modo que se podría decir de la ciencia deliberadamente
agnóstica de nuestro tiempo, lo que Meister Eckhart dijo
de los que reniegan de Dios: «Cuanto más blasfeman,
más alaban a Dios». Cuanto más proclama la
ciencia un orden exclusivamente «objetivo» de las
cosas, más pone de manifiesto la unidad subyacente en el
espíritu; lo hace, desde luego, indirecta e
inconscientemente y en contradicción con sus propios
principios; sin embargo, en cierto modo afirma lo que pretende
negar.
En la visión científica
moderna, el sujeto humano completo, que implica al mismo tiempo
sensibilidad, razón y espíritu pero, se ve
sustituido artificialmente por el pensamiento matemático.
Se llega incluso hasta excluir toda visión del mundo
frente a la cual se albergan dudas: «El auténtico
progreso de la ciencia natural», escribe un teórico
moderno, «radica en que se aleja cada vez más de lo
que es meramente subjetivo y destaca cada vez más
claramente lo que existe independientemente de la mente humana,
por lo cual tendrá poca similitud con lo que la
percepción original consideraba real». No se trata,
pues, de eliminar todo el conocimiento física y
emocionalmente condicionado por el observador individual; hay que
despojarse también de lo que es inherente a la
percepción humana, es decir, de la síntesis de
varias impresiones en una imagen. Mientras que para la
cosmología tradicional la integridad de las
imágenes constituye el verdadero valor del mundo visible,
confiriéndoles su carácter de símbolo y de
metáfora, para la ciencia moderna sólo el esquema
conceptual, al que puedan referirse algunos procesos
espacio-temporales, posee un valor cognoscitivo. Esto es debido
al hecho de que la fórmula matemática admite un
máximo de generalización sin separarse de la ley
del número, por lo cual permanece controlable en el plano
cuantitativo. Por esta misma razón no puede captar toda la
realidad tal como aparece a nuestros sentidos: la pasa a
través de un tamiz, por así decirlo, y considera
irreal todo lo que queda excluido en este proceso. En él
se suprimen, naturalmente, todos los aspectos puramente
cualitativos de las cosas, es decir, todas aquellas cualidades
que, aun siendo perceptibles a través de los sentidos, no
son exactamente mensurables; son estas cualidades las que
representan para la cosmología tradicional los indicios
más claros de las realidades cósmicas, que
atraviesan el plano cuantitativo y lo trascienden. La ciencia
moderna no sólo prescinde del carácter
cósmico de las cualidades puras, sino que también
pone en duda su existencia desde el momento en que se manifiestan
en el plano físico. Para ella, los colores, por ejemplo,
no existen como tales, sino sólo como impresiones
«subjetivas» de diversos grados de oscilación
de la luz: «Una vez admitido el principio», escribe
un representante de esta ciencia , «según el cual
las cualidades percibidas no pueden considerarse como cualidades
de las propias cosas, la física propone un sistema
absolutamente obvio e indiscutible de respuestas a las preguntas
relativas a lo que realmente subyace en esos colores, sonidos,
temperaturas, etc.» ¿Acaso el carácter
unívoco al que se alude no consistirá en el hecho
de haber reducido en gran medida la cualidad a la cantidad? Con
ello la, ciencia moderna nos invita a sacrificar una buena parte
de lo que para nosotros constituye la realidad del mundo; lo que
nos ofrece a cambio son esquemas matemáticos cuya
única ventaja consiste en ayudarnos a manejar la materia
en el plano que esa ciencia elige, es decir, el de la mera
cantidad.
Este proceso de la realidad pasada por el
cedazo matemático rechaza no solamente las cualidades
llamadas «secundarias» de las cosas perceptibles,
como son los colores, olores, sabores y las sensaciones de
frío y calor, sino también y principalmente lo que
los filósofos griegos y los escolásticos llamaron
la «forma», es decir, el «sello»
cualitativo, la «marca» de la unidad esencial de una
criatura. Para la ciencia moderna esta forma esencial no existe:
«La creencia acariciada por algunos
aristotélicos», escribe un representante del punto
de vista moderno, «de poder, mediante una
"iluminación" de nuestro intelecto, por obra del
intellectus agens, entrar intuitivamente en posesión de
los conceptos relativos a la esencia de las cosas de la
naturaleza, no es más que un hermoso sueño… Las
esencias de las cosas no pueden ser contempladas, sino que deben
deducirse de la experiencia mediante una ardua labor de
investigación». Un Plotino, un Avicena o un Alberto
Magno le habrían, probablemente, replicado que nada es tan
evidente en la naturaleza como las esencias (no los
«conceptos de la esencia») de las cosas, desde el
momento en que se manifiestan en sus formas. Estas, desde luego,
no pueden descubrirse mediante una «ardua labor de
investigación», dado que no pueden medirse
cuantitativamente; sin embargo, la penetración espiritual,
que sí las capta, se apoya espontáneamente en la
percepción sensible y, en cierto modo, también en
la imaginación, en la medida en que ésta sintetiza
las impresiones recibidas del exterior.
¿Qué sería, por otra
parte, ese intelecto humano que intenta comprender la esencia de
las cosas mediante una «ardua labor de
investigación»? O está en condiciones de
alcanzar su meta o no lo está. Sabemos que el intelecto
humano es limitado; pero también sabemos, por otra parte,
que puede captar verdades que subsisten independientemente del
individuo aislado; en otras palabras, que en el intelecto se
expresa una ley que está por encima del individuo. Sin
entrar en discusiones filosóficas, podemos comparar la
relación del intelecto individual con su fuente
cognoscitiva supra-individual, el espíritu puro definido
por la cosmología medieval como intellectus agens y, en
sentido más amplio, como intellectus primus, con la
relación existente entre el reflejo y la fuente luminosa;
esta imagen expresa la realidad mejor y más
exhaustivamente que cualquier definición: el reflejo
está limitado por el medio en el que se produce; para el
intelecto humano ese medio es la facultad racional y, en un
sentido más general, la psique; pero la naturaleza de la
luz es esencialmente siempre la misma, tanto en su fuente como en
su reflejo; igualmente es así para el espíritu,
que, sean cuales fueren los límites formales, es siempre
el mismo. El espíritu, por otra parte, es, por su propia
esencia, conocimiento; tiene la virtud de conocerse a sí
mismo, y en la medida en que se conoce a sí mismo, en
principio, conoce también todas las posibilidades en
él comprendidas. Este es el acceso, no tanto a la
estructura material de cada cosa en particular, como a sus
«esencias».
El verdadero conocimiento
cosmológico se basa siempre en los aspectos cualitativos
de las cosas, es decir, en las «formas» como trazas
de la esencia. He aquí por qué la cosmología
es a la vez directa y especulativa, pues capta las cualidades de
las cosas inmediatamente, sin rodeos ni dudas,
extrayéndolas de sus circunstancias particulares para
contemplarlas en su realidad universalmente válida, que se
manifiesta en diferentes planos existenciales al mismo tiempo.
Respecto a la dimensión «horizontal» de la
existencia material, la dimensión de las cualidades
cósmicas es «vertical», pues une, lo inferior
con lo superior, lo transitorio con lo eterno. Así
contemplado, el cosmos revela su intrínseca unidad
descubriendo al mismo tiempo una cambiante multiplicidad de
aspectos y dimensiones. Tales contemplaciones suelen ser de una
belleza poética que no resta nada a su veracidad, ya que
toda auténtica poesía contiene un presentimiento de
la unidad esencial del mundo; por eso el profeta del Islam pudo
decir: «Se esconde, ciertamente, en el arte de la
poesía una parte de la sabiduría».
Si a esta visión de las cosas se le
puede reprochar el ser más contemplativa que
práctica y el omitir las relaciones materiales de las
cosas entre sí -reproche que en realidad no es tal-, de la
ciencia moderna, en cambio, podría decirse que despoja al
mundo de su jugo cualitativo.
El «gran» argumento a favor de
la ciencia moderna estriba en su éxito técnico;
argumento de gran peso en la conciencia de la masa, aunque menor
a los ojos de los, científicos, que se dan perfecta cuenta
de las veces que un descubrimiento técnico ha partido de
teorías totalmente insuficientes o incluso
erróneas. Como prueba de verdad en el sentido más
profundo, el éxito técnico es asaz dudoso; en
efecto, una teoría puede captar la realidad en la medida
requerida por determinada aplicación técnica e
ignorar, sin embargo, su verdadera esencia. Así ocurre con
frecuencia, y las consecuencias de una poco sabia
dominación de la naturaleza son cada vez más
evidentes: en un principio se pusieron de manifiesto, sobre todo,
en un plano humano, imponiendo al hombre una forma de vida
mecanizada, contraría a, su verdadera naturaleza; en una
segunda fase, estos inventos, que siempre se caracterizan
más por el no saber que por el saber, ejercen sus efectos
nocivos en el reino viviente ; y, aun cuando este proceso no
alcance a poner en peligro las propias bases de la vida terrena ,
en un momento dado, cuando las consecuencias de las
intervenciones imprudentes en la naturaleza se hayan acumulado y
acelerado inesperadamente, para evitar calamidades aún
mayores habrá que soportar los sacrificios mayores de
cuantos el hombre haya debido nunca soportar para la mera
conservación de su existencia.
Podemos objetar que la ciencia como tal es
responsable de esta evolución, que se halla ya contenida
en la propia estructura de la ciencia moderna. Evolución
que nace de una unilateralidad determinada, en primer lugar, por
el hecho de que, siendo el mundo fenoménico infinitamente
múltiple, cualquier ciencia que lo trate sólo
podrá ser incompleta. Además, la mezcla peligrosa y
explosiva de saber y no saber, característica de la
ciencia moderna, se debe a que niega sistemáticamente
todas las dimensiones no puramente físicas de la realidad.
Esta exclusividad verdaderamente inhumana de la ciencia moderna
es responsable de fisuras, ya implícitas en sus propios
fundamentos; estas fisuras, que no afectan sólo al plano
teórico, están lejos de ser inofensivas;
representan, al contrario, en sus consecuencias técnicas,
otros tantos gérmenes de una catástrofe.
La concepción puramente
matemática de las cosas, al estar inevitablemente ligada a
la naturaleza esquemática y discontinua del número,
omite todo lo que, en el inmenso tejido de la naturaleza,
está hecho de pura continuidad y de relaciones sutilmente
mantenidas en equilibrio. Ahora bien, la continuidad y el
equilibrio son, por otro lado, más reales que lo
discontinuo o anecdótico e infinitamente más
preciosas; son, simplemente, indispensables para la
vida.
Para la física moderna, el espacio
en que se mueven los astros y el espacio medido por las
trayectorias de los cuerpos más pequeños, como los
electrones, se concibe como un completo vacío. Aunque esta
concepción sea contraria a la lógica y a cualquier
representación intuitiva, se mantiene porque permite
representar las relaciones espaciales y temporales entre los
diferentes cuerpos o corpúsculos de manera
matemáticamente «pura». En realidad, un
«punto» físico «suspendido» en un
vacío absoluto carecería totalmente de
relación con cualquier otro «punto»
físico; estaría, por así decirlo, suspendido
en la nada. Aunque se hable de «campos
magnéticos» que establecerían relaciones
entre cuerpo y cuerpo, no se especifica cómo esos campos
magnéticos se sostienen. El espacio totalmente
vacío no puede existir; no es sino una abstracción,
una idea arbitraria que demuestra hasta dónde puede llegar
el pensamiento matemático cuando, artificialmente, se
desvincula de la intuición concreta de las
cosas.
Según la cosmología
tradicional, el espacio está uniformemente lleno de
éter. Sin embargo, la física moderna niega la
realidad del éter, después de comprobar que no
supone ningún obstáculo para el movimiento
rotatorio del globo terráqueo; se ha olvidado que este
«quinto elemento», que constituye el fundamento de
todos los modos de ser materiales, no posee en sí mismo
ninguna cualidad física particular. Representa el fondo
continuo del que se destacan todas las discontinuidades
materiales, de modo que no puede oponerse a cosa
alguna.
Si la ciencia moderna aceptara la presencia
del éter, quizá podría responder a la
pregunta de si la luz se propaga como onda o como
emanación corpuscular; es notable cómo,
según el punto de vista, los fenómenos luminosos
pueden explicarse de un modo u otro, sin eliminar la
contradicción entre ambas interpretaciones. Es probable
que la propagación de la luz no se explique ni de una ni
de otra manera, sino sólo a partir del hecho de que la luz
está en relación directa con el éter y, como
tal, participe de su naturaleza, que es describible como un
continuo indiferenciado.
Un continuo indiferenciado, empero, no
puede subdividirse en una serie de unidades similares ni, a pesar
de peinar el espacio, puede medirse gradualmente esta parece ser
también una característica de la velocidad de la
luz, al menos de modo aproximado; a lo que hay que añadir
que la luz recorre el espacio más rápidamente que
cualquier otro movimiento; su velocidad representa un valor
límite propiamente dicho.
En 1881, Michelson estableció,
mediante sus experimentos, que la velocidad de la luz era
invariable tanto si se la medía en el sentido del
movimiento terrestre como en sentido contrario; este valor de
velocidad, aparentemente, absoluto ha colocado a los
astrónomos modernos frente a la alternativa de asumir la
inmovilidad de la Tierra, negando con ello el sistema
heliocéntrico, o de refutar los conceptos habituales de
espacio y tiempo. Einstein fue inducido a considerar espacio y
tiempo como dos magnitudes relativas dependientes de las
condiciones de movimiento del observador y sólo la
velocidad de la luz como única constante; ésta
sería siempre y en todo lugar idéntica, mientras
que espacio y tiempo cambiarían uno respecto al otro,
hasta que el espacio casi pudiese disminuir en favor del tiempo,
y viceversa.
Esta teoría es seductora a primera
vista, pues parece plausible que la luz pueda «medir»
con su propio movimiento el espacio y el tiempo. El experimento
de la velocidad de la luz, que ha servido de base al desarrollo
de la teoría, ha debido necesariamente tener en cuenta en
sus cálculos al espacio y al tiempo tal como se presentan
en nuestra experiencia cotidiana. ¿Qué es, pues, la
famosa «constante» que expresaría la velocidad
de la luz? En la práctica se escribe «300.000
kilómetros por segundo» suponiendo que este valor,
aunque deba expresarse de distintas maneras según las
circunstancias, permanecería igual a sí mismo en
todo el cosmos. Pero ¿cómo puede un movimiento con
una determinada velocidad, cuya definición seguirá
siendo una determinada relación entre espacio y tiempo,
ser en sí mismo la medida, por así decirlo,
absoluta de estas dos condiciones del estado físico?
¿Acaso no se intercambian dos planos distintos de la
realidad? Estamos dispuestos a creer que la naturaleza de la luz
es fundamental para todo el mundo físico y que el
movimiento de la luz representa algo así como la medida
cósmica de este mundo, pero esto ¿qué tiene
que ver con el número, o, lo que es más, con un
número determinado? .
Se nos dice que la realidad no se conforma
necesariamente a nuestros conceptos innatos de espacio y tiempo;
pero a la vez se da por sentado que el universo físico se
conforma a ciertas fórmulas matemáticas que
después de todo se basan en axiomas igualmente
innatos.
Se dice que espacio y tiempo varían
según el estado de movimiento del observador y que la
contemporaneidad no existe objetivamente, pero los criterios
matemáticos, según se afirma, son los mismos en
todo lugar.
Es como si el mundo físico, que, aun
poseyendo una lógica propia, no representa sin duda
más que una realidad condicionada, pudiera ser superado y
aprehendido en su totalidad por el pensamiento matemático.
Hay que tener cuidado: no de una visión o
introspección puramente espiritual, sino de una
sucesión de fórmulas puramente matemáticas.
¿Cómo se desarrollará, pues, en la
práctica la nueva exploración del universo? El
astrónomo, que calcula el número de años-luz
que nos separan de la nebulosa en la constelación de
Andrómeda, refiriéndose al desplazamiento de las
líneas en el espectro, confía, pese a su pensar en
términos relativos, en que la velocidad de la luz sea
igual a la que puede medir en la Tierra; y que la naturaleza de
la luz y la naturaleza de la materia sean invariables en todo el
cosmos visible. Confía, en suma, en que el tejido del
mundo será siempre y en todas partes idéntico al
minúsculo pedacito que el hombre puede probar.
¡Qué mezcla singular de total confianza por parte de
la física y de desconfianza matemática frente a los
conceptos directamente dados de espacio y tiempo!
¿Qué ocurriría si como puede
fácilmente suceder se cuestionara la validez universal de
la supuesta velocidad de la luz? Esto haría tambalearse al
único punto cardinal fijo de toda la teoría
einsteiniana de la relatividad. Toda la concepción moderna
del cosmos, y no sólo la de Einstein, se
pulverizaría inmediatamente como una quimera.
Consideremos una vez más el ABC de
la teoría einsteiniana: espacio y tiempo, así lo
afirma esta teoría, se miden de modo distinto según
el movimiento del observador; lo único definitivo es la
velocidad de la luz. Sin embargo, esta velocidad debe tener en
sí misma su propia medida, porque ¿con
relación a qué podría ser medida si no? Se
supone que es constante para hacer cuentas redondas, pero nada
nos asegura que la velocidad de la luz no varíe
según la esfera cósmica en que se expande la luz;
además, es muy probable que sea así, puesto que no
existe en parte ningún fenómeno idéntico a
sí mismo. Lo único inmutable es la acción
fuera del tiempo, el «fiat lux» creativo; el
movimiento de la luz se expresa mediante el «valor
límite» de su velocidad; aunque sólo
aproximadamente y con toda la relatividad típica del mundo
corpóreo.
Es posible, pues, que todas las distancias
entre los astros calculadas en «años luz»
tengan una validez tan «subjetiva» como las
relaciones de cualquier cosmología «obsoleta»,
sin hablar del hecho de que el conocimiento de la naturaleza
está condicionado por los límites de nuestras
facultades sensoriales.
En el mismo orden de ideas, queremos citar
aquí la teoría según la cual el espacio en
que se mueven los astros, es decir, el espacio total del universo
físico, no corresponde al espacio euclidiano, sino a un
«espacio» que no admite el postulado euclidiano de
las paralelas (por un punto pasa una sola recta paralela a otra
recta dada); tal «espacio» refluye sobre sí
mismo sin una curva definida. Se podría ver en esta
teoría una expresión de la indefinitud propia del
espacio total, pues en realidad el espacio no es ni finito ni
infinito; sólo el Absoluto es infinito. Los antiguos
expresaban esta indefinitud comparándola a una esfera cuyo
radio excedía toda medida y que a su vez estaba contenida
en el Espíritu universal. Pero no es esto a lo que aluden
los físicos modernos cuando hablan de un espacio no
euclidiano; para ellos se trata de una concepción
rectificada del espacio: el euclidiano representaría
sólo un caso excepcional del espacio efectivo, y la
concepción de éste, aun siendo insólita,
sería fácilmente accesible a una imaginación
entrenada.
Ahora bien, esto en absoluto es cierto, y
se basa en una singular confusión entre la espacialidad
real y una especulación matemática que, si bien
deriva de conceptos geométricos, no es espacialmente
representable. En realidad no es posible representarse el
«espacio» no euclidiano más que
indirectamente, comparándolo al euclidiano, ya que las
figuras más simples, bidimensionales, de aquél son
referibles a un modelo euclidiano tridimensional; cuando se trata
de más de dos dimensiones, la comparación deja de
funcionar y no nos queda más que una estructura
matemática cuyas magnitudes, aun llevando el nombre de
elementos espaciales, se sustraen a nuestra imaginación.
Además, en este caso, la lógica propia de la
imaginación es desmontada por conceptos puramente
matemáticos para, finalmente, violentar retroactivamente
la propia imaginación. Mientras que el primer paso, la
superación matemática de la imaginación,
puede ser lícito, el segundo, es decir, su
violación matemática, supone una tendencia, de la
que ya hemos hablado, que convierte una facultad mental -la de
pensar en términos matemáticos- en un
absoluto.
De acuerdo con el esquematismo
matemático, la materia es concebida como algo inconexo,
como un elemento discontinuo, pues se considera que los
átomos, así como los corpúsculos de los que
están compuestos, se encuentran en el espacio mucho
más aislados que los mismos astros. Cualquiera que sea la
concepción del orden atómico dominante -las
teorías sobre la materia se suceden con una rapidez
desconcertante-, siempre se trata, sin embargo, de un sistema
dentro del ámbito de «puntos» físicos o
energéticos distintos. Mas, puesto que el medio por el que
estas minúsculas partículas de la materia pueden
ser observadas, que suele ser la luz, representa a su vez un
continuo, de ahí surge enseguida una contradicción
entre una representación discontinuo y una
representación continua de la materia; cuando luego se
intenta superar esta contradicción, resulta de ello una
situación sin salida, como cuando el acto de ver intenta
verse a sí mismo.
En este punto, nos gustaría recordar
la doctrina tradicional de la materia según la cual el
mundo procede de la materia prima por
«diferenciación sucesiva» en virtud de la
«acción inmóvil» de la entidad
plasmadora del espíritu creador. La materia prima no es,
sin embargo, perceptible en sí misma; indiferenciada, se
encuentra en la base de todas las condiciones o formas
diferenciables, siendo esto válido no sólo para la
materia prima de todo el cosmos, tanto visible como invisible,
sino también, en sentido más limitado, para la
materia que compone el mundo corpóreo. Los
cosmólogos medievales la llamaban materia signata
quantitate, «materia caracterizada por la cantidad»:
la materia de cualquier cuerpo fenoménico es siempre lo
que aún no ha sido plasmado y que, por lo tanto, no puede
definirse con ninguna de las características
válidas en este mismo campo. En conjunto, el mundo
discernible se desarrolla entre dos polos que escapan a cualquier
conocimiento distintivo: el polo de la esencia plasmadora y el
polo de la materia indiferenciada, del mismo modo que el espectro
de los colores puede manifestarse, en virtud de la
descomposición de la luz blanca (y, como tal, incolora),
en un medio también incoloro como una gota de agua o un
cristal.
La ciencia moderna, que a pesar de su
pretendido pragmatismo busca una explicación válida
y exhaustiva de los fenómenos visibles y cree encontrar la
razón última de la naturaleza de las cosas en una
determinada estructura intrínseca a la materia
física; debe suministrar la demostración de que
toda la riqueza cualitativa del mundo sensorialmente perceptible
se basa en las agrupaciones cambiantes de
pequeñísimos corpúsculos. Es evidente que
esta reducción está destinada al fracaso, pues si
bien estos «modelos» llevan en sí aún
ciertos elementos cualitativos -aunque sólo se tratara de
su imaginaria estructura espacial-, se trata, al fin y al cabo,
de una reducción de la cualidad a la cantidad; pero la
cantidad jamás podrá comprender la
cualidad.
En su obra De Unitate et Uno, Boecio
comparó convincentemente la «forma» de una
cosa, es decir, su aspecto cualitativo, con una luz mediante la
cual conocemos la esencia de la cosa en cuestión.
Prescindiendo lo más posible de los aspectos cualitativos
de la existencia física con la intención de captar
su fondo cuantitativo, o sea, la materia pura, se actúa
como un hombre que apagase todas las luces para escrutar mejor la
naturaleza de las tinieblas.
Así, la ciencia moderna no
aprehenderá nunca la esencia de la materia en que este
mundo se fundamenta. Ni siquiera se le acercará, ya que
con la progresiva exclusión de todas las
características cualitativas en favor de definiciones
puramente matemáticas de la estructura material, se
sitúa dentro de unos límites en los que la
exactitud se convierte en indeterminación. Es eso
precisamente lo que ha ocurrido, llevando a la física
nuclear moderna a sustituir progresivamente la lógica
matemática por estadísticas y cálculos de
probabilidades. Parece como si las leyes de causa y efecto no
alcanzasen plenamente los terrenos a los que ha sido empujada en
nuestros días esa ciencia; la lógica se pone en
duda y se empieza a especular sobre si el fenómeno basilar
de la naturaleza es determinado o indeterminado, y si, en el
segundo de los casos, las llamadas leyes de la naturaleza no
serían más que una especie de aproximación
estadística. Está claro que entre el mundo
cualitativamente diferenciado y la materia indiferenciada hay,
por así decirlo, una zona intermedia, la zona del caos. La
indeterminación pertenece al caos, y en él se
incluye la desproporción entre lo que parece causa y lo
que parece efecto. Son característicos de esta zona los
siniestros peligros que la escisión atómica
implica.
Si las antiguas cosmogonías parecen
infantiles e ingenuas cuando las tomamos literalmente y no en su
simbolismo -lo que significa no comprenderlas-, las
teorías modernas sobre el origen del mundo son, por
demás, simplemente absurdas; no ya por su
formulación matemática, sino por la ingenuidad con
que sus autores se constituyen en testigos imparciales del
fenómeno cósmico. A pesar de su convicción,
expresamente profesada y tácitamente presupuesta, de que
el propio espíritu humano no es sino un producto de tal
fenómeno; si fuera ello cierto, ¿cuál
sería, entonces, la relación entre esa nebulosa
primordial de cuyo torbellino material se querría hacer
derivar el mundo, la vida y el hombre, y ese pequeño
espejo mental que se pierde en conjeturas -no otra cosa
sería la inteligencia para los científicos-, seguro
de encontrar en sí mismo la lógica de las cosas?
¿Cómo puede el efecto ser juez de su propia causa?
Si en la naturaleza existen leyes constantes -las leyes de la
causalidad, del número, del espacio y del tiempo- y si
algo en nosotros mismos tiene derecho a decir: esto es verdadero,
aquello es falso, ¿quién garantiza la verdad: el
objeto o el sujeto conocedor? ¿Acaso nuestro
espíritu no es más que espuma sobre las olas del
océano cósmico, o existe en su fondo usa testigo
intemporal de la realidad?
Algunos defensores de tales teorías
nos responderían que solamente se ocupan de la realidad
física y objetiva y no se pronuncian sobre los
fenómenos subjetivos; probablemente se referirían a
Descartes, quien definió espíritu y materia como
dos realidades coordinadas pero distintas una de otra. Esta
concepción contiene una pizca de verdad, aunque se
equivoca en su unilateralidad. Desde luego, el dualismo
cartesiano preparó a las mentes para prescindir de todo lo
que no fuera naturaleza física, como si el hombre mismo no
fuera la demostración de que la realidad encierra en
sí múltiples modos o grados de
existencia.
El hombre de la antigüedad, que
imaginaba a la Tierra como una isla circundada por el
océano primordial y al cielo como una cúpula
protectora; o el hombre medieval, que veía los cielos como
esferas concéntricas que desde el centro de la Tierra se
irían escalonando hasta la esfera, que todo lo abarca y no
limitada en sí misma, del Espíritu divino, esos
hombres tenían ciertamente una concepción
errónea de las relaciones reales del universo
físico; en cambio, eran conscientes del hecho,
infinitamente más importante, de que el mundo corporal no
representa toda la realidad, la cual está como circundada
y penetrada por una realidad más amplia y más
sutil, que se halla a su vez contenida en el Espíritu;
indirecta o directamente, sabían, además, que,
respecto al Infinito, la vastedad del universo es
nula.
El hombre moderno ha aprendido que la
Tierra no es más que una esfera suspendida en un abismo
sin fondo, con un movimiento vertiginoso y complejo regido por
otros cuerpos celestes, incomparablemente mayores que esta Tierra
e increíblemente lejanos; sabe que la Tierra en la que
vive no es más que un granito de arena con relación
al Sol y que el Sol no es más que un granito de arena
respecto a las miríadas de otros astros incandescentes; y
sabe que todo se mueve. Una irregularidad en ese juego de
movimientos astronómicos, la incursión de un astro
extraño en el sistema planetario, una variación en
la trayectoria solar o cualquier otro accidente cósmico,
bastarían para que la Tierra se tambaleara en su
rotación, para trastornar la sucesión de las
estaciones, para cambiar la atmósfera y destruir a la
humanidad. El hombre moderno sabe también que el
mínimo átomo contiene fuerzas que, una vez
desencadenadas, incendiarían la Tierra casi
instantáneamente. Para la ciencia moderna, tanto lo
«infinitamente grande» como lo «infinitamente
pequeño» se presentan como un mecanismo
complicadísimo cuyo funcionamiento depende de una serie de
potencias ciegas.
No obstante, el hombre de nuestro tiempo
vive y actúa como si el desarrollo normal y cotidiano de
los ritmos de la naturaleza le estuviera asegurado.
Efectivamente, no piensa ni en los abismos del mundo estelar ni
en las terribles fuerzas latentes en cada brizna de materia.
Contempla el cielo encima de él como lo ve cualquier
niño, con su Sol y sus estrellas, el recuerdo de las
teorías astronómicas le impide conocer en ellos
signos divinos. El cielo ha de ser para él la
manifestación natural del Espíritu que engloba al
mundo y lo ilumina; sustituye esta «ingenua» y
profunda visión de las cosas por el saber
científico, no como una nueva conciencia de un orden
cósmico superior, un orden del que, corno hombre, forma
parte, sino como una desorientación, un desasosiego
irremediable ante abismos sin común medida con su persona.
Porque nada le recuerda que, en definitiva, el cosmos entero
está contenido en él, no en su ser individual,
cierto, sino en el espíritu que está en él y
que al mismo tiempo es más que él y que todo el
universo fenoménico.
Autor:
Jorge Alberto Vilches
Sanchez