Indice
1.
Introducción
2. Hacia el
nacionalsocialismo
3. El después: juicio de
Nuremberg
4. Conclusión
5. Bibliografía
"Disperso entre todas las naciones de la tierra,
existe un pueblo odioso por sus leyes, de
costumbres contrarias a las de los demás pueblos"
(Libro de
Ester, 13,4)
"Porque a ellos les resultan prohibidas todas las cosas que
nosotros tenemos por sagradas; y al revés, se les otorgan
las que a nosotros se nos vedan" (Tácito, Historias, Libro
V)
Se entiende por antisemitismo la actitud hostil
u odio a los judíos. La palabra se creó en Alemania
en 1879 por mano de un autor antisemita y poco tiempo
después se tradujo a otros idiomas. Propia de una
época en que proliferaban las teorías
racistas (en conexión con el nacionalismo),
es una palabra errónea por dos motivos:
- Identifica a judío con semita, cuando pueblos
semitas han habido y hay varios: lo eran los fenicios, por
ejemplo, y lo siguen siendo hoy día los
árabes. - Identifica el ser judío con pertenecer a una
raza. Eso era así hace muchos siglos, pero hoy
día no: hay judíos de todas las razas,
provenientes de matrimonios mixtos y de antiguas conversiones,
en algunos casos, masivas. Ser judío, hoy día, es
pertenecer a una comunidad
cultural, a una identidad y,
en muchos casos, a una religión.
Desgraciadamente, es una actitud presente hoy
día, y no distingue entre clases
sociales, ni por nivel económico ni cultural. Este
siglo nos ha dado las peores muestras del fenómeno: todo
el mundo tiene presente el Holocausto nazi (lo que los
judíos llaman la Shoá). Hay hoy un antisemitismo de
derechas y también de izquierdas. Se mezclan los
conceptos, y si bien es raro que alguien acuse hoy día a
los judíos por motivos religiosos (en nuestra sociedad
más o menos democrática), muchos los atacan desde
una posición antisionista (sin saber, en muchos casos,
qué fue y es el sionismo). En fin, es algo que permanece,
como un poso, en nuestra – paradoja- cultura
occidental judeocristiana.
Al intentar comprender el fenómeno, la primera pregunta a
plantearse será, lógicamente, su por qué.
Los motivos pueden ser varios:
– Si consideramos el pueblo judío viviendo fuera de
Israel, el motivo
es no haber querido nunca ser asimilados, no querer ser como los
demás.
– Históricamente, puede haber dos causas
originarias:
- Su monoteísmo en un mundo pagano
politeísta: los judíos no sólo no adoraban
a los dioses de los lugares donde vivían, sino que
negaban su existencia, lo que acarreaba el odio de la población. - Se consideraban, además, el pueblo elegido de
Dios. Eran diferentes y estaban orgullosos de
serlo.
El fenómeno, pues, es tan antiguo como la
presencia judía fuera de Israel (lo que se denomina
diáspora), anterior al cristianismo.
No comenzó con la destrucción del Templo por los
romanos, en el año 70 d.C., sino seis o siete siglos
antes.
Cuando, después de haber sido desterrados a Babilonia, se
les permitió a los judíos volver a su tierra, muchos
se quedaron en un país donde habían prosperado.
Según el historiador Flavio Josefo, en Babilonia no
había antijudaísmo. Este comenzó,
históricamente hablando, en la ciudad egipcia de
Alejandría, en la época helenística.
Comencemos por aquí.
La presencia de los judíos en Egipto es muy
antigua: pueblo de pastores nómadas, Egipto era la tierra
rica que tenían al lado. Sabemos que en el s. XIX a. C., a
causa de una de las hambrunas periódicas de la
época, muchos de ellos se establecieron en el Delta del
Nilo y prosperaron. Sin embargo, la invasión de los hicsos
(a los que los autores egipcios atribuyeron parentesco con los
hebreos) creó un fuerte sentimiento nacionalista en su
contra, que pervivió cuando los invasores fueron obligados
a retirarse. Bajo Tutmosis III, probablemente, se dictaron
medidas de exterminio físico contra ellos, y bajo
Amenhotep II, probablemente también, se produjo el
Exodo.
Bajo la dinastía helenística de los Lágidas
los judíos fueron sobreviviendo: políticamente se
los toleró. La primera entre las ciudades
helenísticas, Alejandría, comenzó a ser
habitada por judíos desde la época de Tolomeo I
Soter (323-285 a. C.). Se adaptaron rápidamente a la
lengua y a la
cultura griegas, y se consideraban "alejandrinos", título
que les negaban sus vecinos gentiles, que los miraban con
desconfianza por su exclusivismo religioso. La ciudad
helenística, donde coincidían múltiples
culturas y pueblos, basaba su convivencia en la tolerancia
ideológica. La comunidad judía se negaba a
participar en los cultos de la ciudad, y negaba la validez de
todos los ritos menos el suyo. El problema se agravó
cuando la población judía aumentó
considerablemente, favorecida por su inmigración desde Siria y Judea, sobre
todo, y por las medidas de privilegios jurídicos
especiales que les otorgaron los gobernantes helenistas primero y
después Julio César, a raíz de la ayuda
militar prestada entre el 47 y 43 a.C. y que siguieron los
emperadores posteriores. Ya dentro del dominio romano,
la irritada población egipcia autóctona se opuso.
En tiempos de Calígula se produjeron graves disturbios,
que motivaron el envío de dos delegaciones alejandrinas al
emperador: una greco-egipcia, encabezada por Apión, y otra
judía, encabezada por Filón de Alejandría.
Del talante de la primera de ellas nos da idea el que unas
décadas después, entre el 94 y 96 d. C., el
historiador judío Flavio Josefa escribiese su obra Contra
Apión para defender a los judíos de sus
acusaciones.
Es que los autores alejandrinos, siguiendo la tradición de
Hecateo de Abdera y Manetón, habían sembrado esta
inquina en los medios
culturales de la ciudad y en época de Josefo había
llegado a la misma Roma. En su obra,
Josefo nos da testimonio de las obras antijudías de los
escritores egipcios y helenistas.
Hacia el año 120, bajo el reinado de Adriano,
parecería haber estallado un conflicto
entre judíos y helenos, y sin duda también
egipcios, a propósito del establecimiento de
aquéllos en la ciudad y de una historia de esclavos
escapados.
La humillación cierra la historia de los judíos
bajo el Imperio romano.
Son tolerados, pero en adelante como individuos de segunda clase.
"Esenios" y celotes han desaparecido. Para los mismos
judíos, lo peor había ocurrido cincuenta
años antes con la atroz destrucción de la Ciudad
Santa, tanto a manos de los judíos dentro de ella, por la
espada de los romanos de afuera. En cuanto al nacionalismo
judío, iba a extinguirse durante veinte siglos. El
judaísmo cambiaría de naturaleza: se
iba a despolitizar.
Los romanos nunca pensaron en la eliminación de los
judíos, como ocurrió en siglos ulteriores. Tampoco
los obligaron a repudiar su fe, y las exacciones que cometieron
con ellos, específicamente en nombre del Imperio, son
limitadas. Las matanzas de Alejandría en los años
38 y 66 son obra de poblaciones autóctonas, y no se
conocen equivalentes en Roma o en Corinto, por ejemplo.
Además esas exacciones siempre tuvieron un motivo
político, que es el mantenimiento
de la Pax romana. Por lo tanto, no existe un racismo romano,
menos aún xenofobia religiosa. Los romanos acogen a todas
las divinidades y los cultos extranjeros, siempre que no
perturben el orden público.
Los judíos entraron en el mundo imperial romano de la
manera más perjudicial para su futuro: allí
atrajeron sobre su cabeza persecuciones espantosas en cuatro
oportunidades, no en épocas de guerra sino de
paz: 38, 66, 115 y 132. Se distinguieron igualmente por dos
terribles guerras
civiles, la desatada por Alejandro IV Janeo en 76 a. C., que
dejó unos cincuenta mil muertos, y la del sitio de
Jerusalén, que culminó en lo impensable: la
destrucción de la ciudad de David e incalculables muertos.
Su imagen en el
mundo mediterráneo se ve irreversiblemente alterada.
Además, la persecución de los judíos bajo el
Imperio, por cierto violenta y con frecuencia odiosa, fue
esencialmente cultural y política. No
corresponde a la idea contemporánea del
antisemitismo.
2. Hacia el
nacionalsocialismo
Hablar de socialismo
equivalía también a plantear el siguiente problema:
¿era necesario entonces que las clases ricas rehabilitasen
a los judíos? ¿Y para qué? Esas personas
eran extranjeros. El socialismo tomó así una
coloración judía y los judíos una
coloración socialista. Judíos y socialistas juntos
adquirieron a los ojos de las clases dirigentes el rostro de
enemigos del orden establecido, de reivindicadotes que
acarrearían impuestos
suplementarios. Entretanto, la justicia
social había sido olvidada. No podía englobar a los
judíos, porque en realidad ellos no formaban parte de la
sociedad.
La hostilidad antijudía adquirió una
dimensión internacional a raíz de la creciente
difusión de la prensa y de los
intercambios, igualmente crecientes, entre los movimientos y los
intereses políticos. Para la opinión reaccionaria
europea, los judíos habían participado en los
intentos de trastocamiento del orden social para imponerse,
mientras que, para los medios socialistas, los judíos
hacían un doble juego, pues
había entre ellos plutócratas que en realidad
trataban de apoderarse de las riendas del poder.
Las divergencias entre los diversos matices del socialismo y del
capitalismo se
ampliaron a la medida de un foso, luego de un valle, y fueron
eternizadas por la publicación del Manifiesto comunista de
Kart Marx y Friedrich
Engels en diciembre de 1847. El equívoco adquirió
igualmente proporciones monstruosas. Kart Marx, judío
converso y racista convencido, expresaba desde hacía
varios años conceptos de un antisemitismo virulento en sus
artículos. En el primero de ellos, que data de 1842,
titulado La cuestión judía, escribía que "el
tráfico es el verdadero Dios de los judíos
(…) El dinero es
el Dios celoso de Israel frente al cual ningún otro
podría existir". Lo que no le impidió predicar el
Apocalipsis y la instauración inminente del reinado de la
justicia (obrera), como un profeta, pero un profeta sin Dios.
Anunció la revolución
nueve veces, pero ninguna de ellas fue la buena. Esas
vituperaciones sirvieron de pretexto para reforzar el viejo
antisemitismo de los esclavos y tomaron un giro doctrinario
después de la revolución de 1917. Marx y Engels lo
habían dicho, por lo tanto era verdad. Así el
antisemitismo se arraigó en el Partido Comunista ruso y
sigue hasta nuestros días, como se pudo verificar en
noviembre de 1993.
En consecuencia, la derecha y la izquierda eran ambas hostiles a
los judíos por razones antinómicas. Pero una y otra
se parecían a las máscaras griegas, una riente, la
otra desconsolada, que se colgaban sobre los escenarios de los
teatros griegos: eran símbolos de una tragedia llamada
Nación.
El conflicto latente se exacerbaría en las décadas
siguientes y adquiriría un cariz cada vez más
mortífero; no sólo para los judíos.
En la Belle Époque no es la Iglesia la que
ha lanzado un anatema antisemita, sino el nacionalismo. Incluso
si tenía conciencia de
ello, no podía denunciarlo. En la óptica
del siglo XIX que terminaba, el sentimiento nacional y el
patriotismo son sagrados. Constituyen postulados incuestionables
y la base misma de la ética. Un
hombre que no
es patriota es un pobre diablo, un fracasado, un deficiente,
hasta un gusano, en todo caso no un francés. Y,
evidentemente, un judío no puede ser patriota.
Con respecto a la izquierda, recordemos que la izquierda es laica
y los judíos no están dispuestos a renunciar al
judaísmo. No hay razón alguna para hacer una
excepción con ellos y autorizarlos a mantener una enseñanza religiosa que no se les conciente
a los cristianos. El mundo capitalista, por otro lado, cuenta con
muchos grandes industriales y banqueros judíos y la
conciencia popular no identifica al judío con el
trabajador francés ordinario. Los judíos son tal
vez más extranjeros todavía bajo la
República que bajo la monarquía.
Del socialismo surgirá pronto una corriente que
producirá el fascismo
italiano, otra producirá el marxismoleninismo, ambas
antisemitas, aunque por razones diferentes.
Esta es la herencia legada
por la revolución de 1789 a sus herederos republicanos:
Dios ha sido reemplazado por el estado
nación. La histeria de la derecha de 1898 es igual a la de
los cruzados de 1096, con la diferencia de que la identidad
nacional ha reemplazado a ese dios que fue, antaño, la
primera encarnación de su identidad. Y ahí comienza
el gran extravío del que, a fin de cuentas, los
judíos serán las víctimas.
De esta manera, Occidente es presa de una fiebre general. Tres
son sus síntomas más aparentes.
- El primero es la arrogancia nacionalista debida a la
expresión colonial. La Europa
cristiana tiene bajo su yugo a cerca de la mitad del mundo: la
casi totalidad de África, el subcontinente y el sudeste
asiáticos y la mayor parte de Oceanía. Además, ejerce una tutela
indirecta sobre numerosas regiones, como América Central y Oriente Próximo.
El hombre
blanco tiene la sensación de ser el más poderoso
representante de la humanidad. - El segundo es la inestabilidad social y
política, que se exacerbará a partir de la
revolución rusa de 1917 y de la
revolución alemana de 1918. Flota un sentimiento
apocalíptico que se ve reflejado por la rápida
evolución de las técnicas, que han cambiado las formas de
vida tradicionales (el coche, el teléfono, la radio),
así como por el presentimiento de guerras inminentes. De
ello resulta una crispación que favorece el nacimiento
de los nacionalismo identitarios, que serán
inevitablemente antisemitas. - Por último, una ola de irracionalismo se abate
sobre el mundo, cuyos reflejos más o menos exactos son
las teorías de Bergson sobre el impulso vital, el
psicoanálisis y el descubrimiento del
inconsciente, el futurismo, el dadaísmo, luego el
surrealismo.
La cultura de las Luces está en crisis, y
con ella el sistema de
valores
heredado del siglo XVIII.
Nada de esto favorecerá la tolerancia.
El Nacionalsocialismo
El antisemitismo existe en Alemania desde que ha habido
judíos, pero durante mucho tiempo había sido
virulento en los medios rurales, en donde el judío era
identificado con el usurero. En los años de 1880
apareció un antisemitismo de nuevo tipo, ligado a la
noción de pertenencia sociológica. Por ello, para
luchar contra los judíos, era necesario, decía el
historiador Heinrich von Treitschke (1834-1896), favorecer los
matrimonios mixtos para integrar las poblaciones judías en
el pueblo alemán. Paul de Lagarde (1827-1891) pensaba que
era preciso asimilarlos. La influencia de este pensamiento
fue considerable, tanto más cuando Treitschke era un
historiador muy leído. Para él, como para muchos de
sus contemporáneos, los judíos representaban un
estado dentro
del estado que convenía reabsorber. Pero muy pronto, el
antisemitismo tomó un aspecto diferente, un aspecto
racista, bajo la influencia de Gobineau y sobre todo de sus
discípulos, Richard Wagner y H. S. Chamberlain. Desde
entonces, el antisemitismo alemán fue a la vez racista y
nacionalista. La influencia de Houston Stewart Chamberlain
(1855-1927), yerno de Wagner, más tarde consejero de
Guillermo II y que desde 1923 entró en relación con
Hitler, fue
considerable. Su libro Los fundamentos del siglo XIX (1899) hizo
la apología de la raza aria y de los germanos. Esta idea
ya había sido expresada en 1881 por Karl Eugen
Dühring (1833-1921), el socialista adversario de Marx y
Engels que, en Die Judenfrage, pedían que se separase a
los judíos de los otros pueblos y que se crease un estado
judío para deportar a él a todos los judíos.
Fue el quien por primera vez utilizó la fórmula
"los judíos son un Cartago interior".
El antisemitismo se convirtió en el tema esencial del
Partido Socialcristiano de Adolf Stoecker (1835-1909). Bajo la
influencia de Dühring, dicho partido preconizó la
exclusión de los judíos de la enseñanza y de
la prensa, un numerus clausus con relación a ellos en los
tribunales y en la magistratura, la prohibición de los
matrimonios mixtos y la confiscación de los bienes
capitalistas de los judíos. Este movimiento se
acentuó con la aparición de sociedades
antisemitas, como la sociedad Thule (Thulegesellschaft), fundada
en 1912. De esta manera se constituyó una corriente
profunda en la buena sociedad alemana, que se desarrolló
particularmente en el momento de las crisis políticas
y económicas que determinaron el principio y el fin de la
república de Weimar.
Este movimiento tuvo además un carácter
anticristiano, ya que, siguiendo a Fichte y a Dühring, un
gran número de antisemitas denunciaron la
falsificación de los Evangelios por el pensamiento
judío (Fichte reprochaba a Lutero haber otorgado un
papel
importante a San Pablo, que había judeizado el
cristianismo). Paul de Lagarde, por su parte, transformó a
Jesús en un rabino de Nazaret. Jesús no era hijo de
Dios, como pretende la "leyenda bíblica del Nuevo
Testamento". En cuanto a Chamberlain, quería probar que
Jesucristo no era judío, sino que, como David, era
descendiente de una familia aria.
Toda esta serie de temas fueron tomados nuevamente en la
época del nacionalsocialismo por el movimiento cristiano
alemán, dirigido por el pastor Ludwig Müller
(1883-1945), el futuro obispo del Reich. De esta forma, el
antisemitismo hitleriano tenía raíces muy profundas
y estuvo durante mucho tiempo en la tradición de todo el
pensamiento alemán. No se apartó de dicho
pensamiento hasta el momento en que pasó a la
liquidación de los judíos de Europa.
El hecho de que presumiblemente corriera por las venas de Hitler
un poco de sangre
judía, la del barón vienés, era un suceso
que le acomplejaba. Cuando promulgó sus feroces decretos
contra los judíos corría el riesgo de que
estos desvelasen la verdad y sugirieran que se le encarcelara en
virtud de su propia ley, lo cual
hubiera provocado un gran escándalo.
Se sabe que, posteriormente, se las arregló para hacer que
desaparecieran todas las pruebas
posibles, hasta el punto de ordenar borrar de las lápidas
de las tumbas las inscripciones de los Hiedler-Hütler,
llamados Hitler. Exigió incluso que nadie se entregara a
investigaciones sobre los orígenes de su
familia, y odió ferozmente a su pueblo natal. Es posible
que en su ataque rabioso contra los judíos, y en su
adhesión temprana al movimiento antisemita, encontrara una
válvula para sus complejos y angustias.
El cristianismo no puede ser acusado de los descontroles
antisemitas del siglo XX más que por la actitud sospechosa
del papa Pío XII. El gran incitador del antisemitismo en
el siglo XX fue el nacionalsocialismo, asociado muy
frecuentemente con el capitalismo.
La verdad es que Mussolini y Hitler eran dos anticlericales y
antirreligioso vehementes.
Italia fue una de
las potencias del Eje y de los territorios sometidos donde
durante la Segunda Guerra
Mundial se contaron menos víctimas de la
persecución antisemita: de 7.000 a 7.500, mucho menos que
en Francia, por
ejemplo. Los judíos italianos fueron protegidos por gran
parte de la población, sobre todo en los conventos;
incluso los judíos franceses encontraron al otro lado de
los Alpes, durante los años negros, más seguridad que en
Francia. No es el caso aquí de exonerar globalmente de
culpas al fascismo, sino simplemente de recordar que la
complicidad unánime del cristianismo con los antisemitas
durante la segunda guerra
mundial es una vergonzosa ficción. Las actitudes del
cristianismo con los judíos fueron muy diferentes
según las circunstancias y las culturas. El pueblo
italiano resistió mucho mejor que el francés las
incitaciones al odio.
La aversión de Hitler por los sacerdotes era notoria.
"¿Los curas? El hecho de reparar en uno de esos engendros
de sotana me saca de quicio −declaraba en1942−. El
cristianismo constituye la peor de las regresiones que ha podido
padecer la humanidad; el judío es, gracias a esta
invención diabólica, el que la ha hecho retroceder
quince siglos. Sólo la victoria sobre el judío por
el bolcheviquismo sería un mal peor aún." La
calumnia tenía sin embargo una verdadera razón
política: el catolicismo alemán se encarnaba en un
partido político, el Zentrum, un partido que podía
cerrar el camino al poder al nacionalsocialismo y a Hitler.
Si el odio al judío estuviese visceralmente arraigado en
los alemanes, podemos preguntarnos por qué no se
levantaron contra el estado de Guillermo II, que protegía
a los judíos. Acusar a todo el pueblo alemán no
tiene en cuenta el hecho de que Hitler, cuyo antisemitismo era
conocido desde antes de su acceso al cargo de canciller, fue
elegido con sólo el 33 por ciento de los votos y que
ningún sondeo permitió luego calcular su
popularidad real.
Es posible que de todos los países del mundo, Alemania
haya sido, en la historia moderna, aquel con el cual los
judíos se identificaron más íntima y
apasionadamente. De ahí los riesgos
extraordinarios en que incurrieron al trabajar tan abiertamente
por la modificación de su destino y, en especia, por el
advenimiento de una república socialista.
Los judíos se encuentran aislados en la tormenta que se
avecina. Tradicionalmente rechazados, expulsados con frecuencia,
siempre extranjeros, no tienen bando. Son todavía
más proscriptos por los nacionalismos que por las religiones cristianas de
antaño.
En un primer momento, de 1933 a 1938, y sobre todo después
de la Noche de los Cristales, la agresividad de Hitler fue
aumentando y adquirió un sesgo cada vez más
asesino, aunque sin obedecer todavía a un programa global
de exterminio del que se habló por primera vez
públicamente en 1939. Aparentemente, se proponían
sobre todo expulsar a los judíos fuera de Alemania (por
las leyes de Nuremberg, votadas en 1935, los convirtieron en
extranjeros en su propio país). Recordemos el
espíritu de estas leyes aprobadas el 15 de septiembre de
1935 en el congreso del partido nacionalsocialista (NSDAP):
La "Ley para la Protección de la Sangre Alemana y del
Honor Alemán", conocida como la ley para la
protección de la sangre, prohibía el matrimonio entre
no-judíos y judíos así como las relaciones
sexuales extramatrimoniales entre ellos. Esa disposición
también se aplicaba a los matrimonios entre alemanes y
gitanos o negros. Las infracciones se castigaban con
prisión o penitenciaría.
Las palabras "Pureza de la Sangre Alemana" y "de la Sangre
Alemana o afín a ella" eran nociones de la doctrina de
raza nacionalsocialista. Según esta ley se catalogaba a
las personas en individuos de razas superiores e inferiores. La
sangre se consideraba la portadora de las cualidades raciales.
Eran considerados "afines" a los alemanes esencialmente los
pueblos europeos sin "mezcla de sangre de otras razas".
La Ley para la protección de la sangre incluía dos
prohibiciones adicionales: Se prohibía a los ciudadanos
judíos izar la bandera del Reich y la bandera nacional,
además también les estaba prohibido contratar a
empleados no-judíos en sus hogares.
Conforme a la Ley de la ciudadanía del Reich todos los
ciudadanos alemanes de religión judía o
aquéllos con dos abuelos de religión judía
se convertían en personas con derechos limitados.
El primer decreto de ejecución de la ley de la
ciudadanía del Reich del 14 de noviembre de 1935
determinaba quién debía considerarse
judío:
- De acuerdo a la ideología nacionalsocialista se
consideraba "judío al cien por cien" a aquél que
al menos tenía tres abuelos judíos, teniendo en
cuenta que según la ley un abuelo ya era considerado
judío al 100% si pertenecía a la religión
judía. - Se consideraba mestizo judío a aquél
que descendía de uno o dos abuelos judíos al cien
por cien. La ley de la ciudadanía del Reich diferenciaba
entre mestizo de 1er grado (judío al 50%) y mestizo de 2
grado (judío al 25%). - Era considerada judío al 50% aquella persona de
cuyos cuatro abuelos dos eran judíos. Según la
ley de la ciudadanía del Reich, a los mestizos de 1er
grado se les consideraba judíos, si con entrada en vigor
de la ley ya pertenecían a la comunidad religiosa
judía o se integraban posteriormente en ella.
Los judíos al 50% recibían el mismo trato que los
judíos, si con entrada en vigor de la ley de la
ciudadanía del Reich estaban casados con un judío
o se casaban posteriormente con un judío. A los mestizos
de 1 er grado también se les consideraba judíos,
cuando descendían de un matrimonio prohibido
según la ley para la protección de la sangre y no
obstante contraído o cuando descendían de una
relación extramatrimonial con un
judío. - Se consideraba judío al 25% a aquél que
tenía un abuelo judío.
Además en la ley se determinaba que ningún
judío podía ser ciudadano del Reich. A los
ciudadanos judíos les estaba prohibido ejercer un cargo
público y los funcionarios judíos tenían que
abandonar su cargo a más tardar el 31 de diciembre de
1935. Ya no tenían derecho a voto en asuntos
políticos.
Respecto a la ley de la ciudadanía del Reich se aprobaron
13 decretos de ejecución y numerosos decretos y
disposiciones oficiales en el marco de la misma ley. Las
condiciones de trabajo y de vida de los ciudadanos judíos
fueron limitadas hasta los más mínimos detalles
afectando incluso a la vida privada.
En vísperas de la guerra, dos tercios de los judíos
alemanes se habían se habían marchado y, en 1941,
solo quedaban en el país 170.000. El régimen
estudió incluso con sus diplomáticos la posibilidad
de enviar a todos los judíos restantes a una tierra
lejana: África (Madagascar) o Asia. Al estallar
la guerra, ocho millones de judíos se encontraban en los
territorios controlados por los alemanes. Ya no era
cuestión de expulsarlos y Hitler puso en práctica
la amenaza de exterminio revelada en su discurso del
30 de enero de 1939.
Un punto es seguro: los
alemanes se esforzaron por mantener en secreto sus operaciones.
Indicación de ello es la obsesión de
traición que se apoderó de Hitler y de sus
allegados cuando se publicaron en el exterior las primeras
informaciones sobre las ejecuciones en masa de judíos.
Para una siniestra ironía, los nazis, rivalizando en
infamia con el célebre judío imaginario de Shakespeare,
Shylok, habían esperado vender a sus judíos. En
1939, pidieron 25 millones de libras esterlinas −suma
enorme para la época− a Gran Bretaña y otro
tanto a Estados Unidos a
cambio de
judíos, no sin antes despojarlos, evidentemente, de todos
sus bienes. Era el plan preparado
por el banquero del Reich, Hjalmar Schacht. La primera "entrega"
debía comprender 150.000 judíos. El plan
fracasó a causa de la oposición ulterior de Hitler,
dominado por la obsesión de genocidio.
Más de medio siglo después, la empresa de
exterminio nazi sigue sorprendiendo, pues la mente es incapaz de
concebir tanto la inhumanidad como la atrocidad de una matanza
perpetrada a sangre fría durante tres años. No
existe todavía una historia completa del Holocausto que
tenga suficiente autoridad:
subsisten demasiadas lagunas en muchos aspectos. Seguramente los
archivos
alemanes están lejos de haber librado todos sus secretos.
Así, resulta extraño que los documentos que
dan órdenes para la ejecución de la
"solución final" sean tan poco numerosos y que no haya uno
solo firmado por Hitler. Podemos pensar que existen cajones de
archivos comprometedores, no solamente para los nazis, sino
también para muchos otros, que duermen en el mundo.
Lo más desconcertante es que las persecuciones de
judíos fueron bien relatadas por la prensa extranjera en
los años en que todavía podía hablar de
ellas, pero sin ninguna referencia a la "solución final",
que sin embargo era evidente. Desde luego, en los países
dominados por los cesarismos era desaconsejable publicar información que pudiera perjudicar a los
nazis o a los pequeños césares locales. Aparte de
la prensa escandinava −danesa, sueca, noruega− para
la cual la "cuestión judía" era casi exótica
y el objeto de informes sobre
todo en los ministerios y las embajadas, mientras que sus
países se esforzaban discretamente en salvar tantos
judíos como pudieran, sólo quedaba la prensa libre
en dos o tres países de Europa: Gran Bretaña,
Francia y Bélgica.
Por una espantosa paradoja, las misma naciones cristianas que
habían proscrito a los judíos porque sólo se
ocupaban del dinero, ese
dinero a cuyo comercio ellas
misma los habían condenado, sacrificaban ahora los
judíos al dinero, a su capital y a su
pequeño peculio. Más judías que los
judíos, creyeron poder dormir tranquilas, dejando que el
lobo guardián Hitler se comiera a los judíos,
porque las protegía del oso Stalin. Después el lobo
comenzó a morder a los supuestos protegidos; entonces hubo
que rebelarse.
Debemos reconocer que la Resistencia
francesa fue un movimiento nacionalista. Y que gracias a ella se
restauró la dignidad del Estado y la nación. No
obstante, en ella las ideologías no estaban adormecidas,
pues hubo por lo menos dos grandes movimientos que la animaron y
que hasta estuvieron a punto de hacer que hubiese dos resistencias.
Pero en ella participaron lado a lado tanto personas de todas las
clases sociales y de todas las confesiones o sin confesión
como judíos. Uno de esos movimientos era un nacionalismo
identitario, que sometía la nación al respeto del
pasado y de la autoridad; el otro, un nacionalismo
democrático, heredero directo de la revolución de
1789. La ética es, en primer lugar, la diferencia de estos
dos nacionalismos. También el rechazo del nacionalismo
identitario; ambos estaban estrechamente ligados. En efecto, la
ética decía que no se es plenamente humano en el
sometimiento. Unos cuantos miles de hombres decidieron pues poner
fin al sometimiento, aun al precio de su
vida.
3. El después:
juicio de Nuremberg
Del 20 de Noviembre
de 1945 al 1° de octubre de 1946 celebró sesión
el Tribunal Militar Internacional en la Sala del Tribunal del
Pueblo (Sala 600) del Palacio de Justicia de Nuremberg en la
avenida Fürther Strasse.
El fundamento de este proceso fueron
las resoluciones adoptadas por las tres Grandes Naciones (los
Estados Unidos de América, la Unión
Soviética y Gran Bretaña ) en las conferencias
celebradas en Moscú (1943), Teherán (1943) y Jalta
(1945) y en Potsdam (1945).
Nombrado por orden del Presidente de los Estados Unidos
Norteamericanos, Truman, el juez federal americano, Robert H.
Jackson, quien fue abogado fiscal
acusador principal por parte de los Estados Unidos durante el
proceso, se hizo cargo total de la
organización del juicio. Fue él quien
sugirió a la ciudad de Nuremberg como localidad del
tribunal, debido a que era esta la única ciudad que
disponía de un palacio de justicia con suficiente espacio
y el cual solamente había sido dañado levemente
durante los bombardeos de la guerra(22,000 metros cuadrados de
superficie con aproximadamente 5330 oficinas y aproximadamente 80
salas, en cuya proximidad se disponía de una
prisión asimismo no destruida).
Ya que la Unión Soviética había exigido
denominar a la ciudad de Berlín como localidad del
tribunal, se acordó – en el Tratado de las 4 Potencias
firmado en Londres sobre el Procesamiento de los Crímenes
de Guerra, con fecha del 8 de agosto de 1945- que Berlín
sería sede permanente del Tribunal y que el primer proceso
(de varios que habían sido previstos originalmente) se
llevaría a cabo en Nuremberg, además, que el
tribunal mismo determinaría el lugar en donde se
deberían llevar a cabo los subsecuentes procesos, los
cuales no llegaron a realizarse debido a la guerra
fría.
Cada una de las cuatro grandes potencias (Francia se había
integrado dentro de este grupo)
nombró a un juez y a un sustituto. La institución
acusadora estuvo asimismo integrada por representantes de las
cuatro potencias.
La sesión inicial del TMI se llevó a cabo el
día 18 de octubre de 1945 en el edificio del Tribunal
Cameral de Berlín (en el cual estaba la sede del
Órgano de Control de las
Fuerzas Aliadas). Presidente del Tribunal fue nombrado el juez
soviético Iola T. Nikitschenko.
Se presentó acusación en contra de 24 criminales
principales de guerra, más en contra de seis
‘organizaciones
criminales’: el cuerpo comandante del Partido Nacional
Socialista Alemán de los Trabajadores (NSDAP), la SS, la
SA, el gobierno del
Tercer Imperio Alemán, el Estado Mayor, la Gestapo y el
Servicio de
Inteligencia.
Aplicando cualquier criterio reconocido de evaluación, el juicio muestra que se
han cometido crímenes de guerra y crímenes contra
la humanidad tal como se alega en los puntos dos y tres de la
querella. Desde el comienzo de la Segunda Guerra Mundial se
realizaron, en Alemania y en los países ocupados, experimentos
médicos criminales en gran escala sobre
ciudadanos no alemanes, tanto prisioneros de guerra como civiles,
incluidos judíos y personas "asociales". Tales
experimentos no fueron acciones
aisladas o casuales de médicos o científicos que
trabajaran aislados o por su propia responsabilidad, sino que fueron el resultado de
una normativa y planeamiento
coordinados al más alto nivel del gobierno, del
ejército y del partido nazi, practicado como parte del
esfuerzo de guerra total. Fueron ordenados, aprobados, permitidos
o sancionados por personas que ocupaban cargos de autoridad, las
cuales estaban obligadas, de acuerdo con los principios de la
ley, a conocer esos hechos y a tomar las medidas necesarias para
impedirlos y ponerles fin.
Existen pruebas de gran peso que nos muestran que ciertos tipos
de experimentos sobre seres humanos, cuando se mantienen dentro
de límites
razonablemente definidos, son conformes con la ética
general de la profesión médica. Quienes practican
la experimentación humana justifican su actitud en que
esos experimentos proporcionan resultados que benefician a
humanidad y que no pueden obtenerse por otros métodos o
medios de estudio. Todos están de acuerdo, sin embargo, en
que deben observarse ciertos principios básicos a fin de
satisfacer los requisitos de la moral, la
ética y el derecho:
1. El consentimiento voluntario del sujeto humano es
absolutamente esencial.
Esto quiere decir que la persona afectada deberá tener
capacidad legal para consentir; deberá estar en
situación tal que pueda ejercer plena libertad de
elección, sin impedimento alguno de fuerza,
fraude,
engaño, intimidación, promesa o cualquier otra
forma de coacción o amenaza; y deberá tener
información y conocimiento
suficientes de los elementos del correspondiente experimento, de
modo que pueda entender lo que decide. Este último
elemento exige que, antes de aceptar una respuesta afirmativa por
parte de un sujeto experimental, el investigador tiene que
haberle dado a conocer la naturaleza, duración y
propósito del experimento; los métodos y medios
conforme a los que se llevará a cabo; los inconvenientes y
riesgos que razonablemente pueden esperarse; y los efectos que
para su salud o
personalidad
podrían derivarse de su participación en el
experimento. El deber y la responsabilidad de evaluar la calidad del
consentimiento corren de la cuenta de todos y cada uno de los
individuos que inician o dirigen el experimento o que colaboran
en él. es un deber y una responsabilidad personal que no
puede ser impunemente delegado en otro.
2. El experimento debería ser tal que prometiera dar
resultados beneficiosos para el bienestar de la sociedad, y que
no pudieran ser obtenidos por otros medios de estudio. No
podrán ser de naturaleza caprichosa o innecesaria.
3. El experimento deberá diseñarse y basarse sobre
los datos de la
experimentación animal previa y sobre el
conocimiento de la historia natural de la enfermedad y de
otros problemas en
estudio que puedan prometer resultados que justifiquen la
realización del experimento.
4. El experimento deberá llevarse a cabo de modo que evite
todo sufrimiento o daño físico o mental
innecesario.
5. No se podrán realizar experimentos de los que haya
razones a priori para creer que puedan producir la muerte o
daños incapacitantes graves; excepto, quizás, en
aquellos experimentos en los que los mismos experimentadores
sirvan como sujetos.
6. El grado de riesgo que se corre nunca podrá exceder el
determinado por la importancia humanitaria del problema que el
experimento pretende resolver.
7. Deben tomarse las medidas apropiadas y se proporcionaran los
dispositivos adecuados para proteger al sujeto de las
posibilidades, aun de las más remotas, de lesión,
incapacidad o muerte.
8. Los experimentos deberían ser realizados sólo
por personas cualificadas científicamente. Deberá
exigirse de los que dirigen o participan en el experimento el
grado más alto de competencia y
solicitud a lo largo de todas sus fases.
9. En el curso del experimento el sujeto será libre de
hacer terminar el experimento, si considera que ha llegado a un
estado físico o mental en que le parece imposible
continuar en él.
10. En el curso del experimento el científico responsable
debe estar dispuesto a ponerle fin en cualquier momento, si tiene
razones para creer, en el ejercicio de su buena fe, de su
habilidad comprobada y de su juicio clínico, que la
continuación del experimento puede probablemente dar por
resultado la lesión, la incapacidad o la muerte del sujeto
experimental.
El impacto del descubrimiento de los campos de
concentración nazis al finalizar la guerra, los primeros
recuentos de los muertos judíos, ultimados atrozmente, y
sobre todo las pruebas de que los nazis habían perseguido
igualmente a cristianos, tuvieron el mismo efecto internacional:
el antisemitismo declarado o tácito ofendía en
adelante la decencia. En 1962, el gobierno canadiense cesó
de seleccionar a los inmigrantes según criterios
"raciales", por ejemplo. Ésa es la política que se
sigue en la actualidad.
Con excepción del período de ocupación
española en América del Sur, que prolongaba las
exacciones cristianas contra los judíos en Europa, las
Américas casi no conocían oleadas de violencia
antisemita que provocaran muertes y expoliaciones. La
excepción es el episodio sangriento ocurrido en nuestro
país después de la revolución bolchevique de
1917. Las clases altas argentinas, fuertemente hostiles al
bolcheviquismo, la emprendieron contra los judíos
originarios de Rusia, después de una huelga general
en la que se creyó discernir intrigas comunistas. Los
judíos fueron maltratados y despojados a la vista y con
conocimiento de la policía.
La segunda mitad del siglo XX iba a demostrar sin embargo que el
antisemitismo moderno no es de origen exclusivamente cristiano,
como lo fue durante tantos siglos, no de origen esencialmente
alemán, como se quiso creer, ni como se decía
antaño que el diablo frecuentaba los excusados, sino que
es cultural y está ligado a la noción fantasmal del
territorio, de la patria y de una cultura que habría que
preservar en su "pureza".
Otra vez encontramos en la Argentina el caso
más elocuente. A partir del derrocamiento de la presidenta
María Estela Martínez de Perón
−a treinta años de terminada la guerra−
comandado por los tres oficiales superiores −Videla,
Massera y Agosti− la situación era confusa y
peligrosa. Erigidos en salvadores de la patria, los oficiales
tomaron entonces las cosas en sus manos. Pero sobre todo,
pusieron el timón hacia la derecha absoluta.
Comenzó entonces un período siniestro durante el
cual unas treinta mil personas fueron detenidas y "desparecidas".
En ese total, había de todo: guerrilleros,
políticos, universitarios, periodistas,
eclesiásticos y, prueba de la barbarie ciega y bestial,
dos religiosas francesas, de las que no se sabe hasta ahora
qué sospechas pudieron despertar. El horror de
había institucionalizado. Más tarde se
sabría, por las confesiones de algunos de los verdugos de
la Junta, que mil quinientas a dos mil personas habían
sido arrojadas vivas al mar, después de ser torturadas e
inyectadas con un poderoso sedante. Se crearon, evidentemente,
campos de concentración.
En la nómina
de desaparecidos, se encontró luego una elevada
proporción de judíos. ¿Por qué
asombrase? El terror militar reaviva invariablemente la fibra del
antisemitismo. Las encuestas
más minuciosas no permiten establecer cuántos
desaparecieron todavía, pasado más de un tercio de
siglo. ¿De qué eran culpables? Sin duda, algunos
eran socialistas, demócratas, cultos, categorías
todas ellas sospechosas, si no criminales de oficio, a los ojos
de una soldadesca y de escuadrones de la muerte, dos de cuyos
inspiradores más conocidos, Villar y Veyra, oficiales de
la Policía Federal, aplicaban las instrucciones e ideas de
la literatura
policíaca del Tercer Reich. Pero, sobre todo, esos
desaparecidos eran judíos.
La dictadura militar
de 1976-1983 demostró que el antisemitismo había
echado raíces en nuestro país pero lo que es
más peligroso aún es que todavía no se ha
extirpado y seguimos siendo víctimas, toda la sociedad
argentina, de nuevos ataques antisemitas aunque ahora de la manos
de anónimos victimarios. Así lo prueban el incendio
criminal de un jardín de infantes judío en Buenos Aires en
1987, el atentado contra la embajada de Israel en marzo de 1992 y
el atentado contra la AMIA en julio de 1994. ¿Podremos
algún día librarnos de este mal?
Klein, C.: De los espartaquistas al nazismo: La
República de Weimar. Madrid. Villena, 1985
Mesadié, G.: Historia del Antisemitismo. Buenos Aires.
Vergara, 2001.
Toynbee, A. J.: La Europa de Hitler. Madrid. Villena,
1985
Autor:
Prof. Daniel. Varela Bulla