Indice
1.
Introducción
2. Identidad
3. La construcción del
pasado
4. Interfase
5. Bibliografía
Si nos atenemos estrictamente a la etimología, la
arqueología (gr. archaios –"viejo" o "antiguo"- y
logos –"tratado" de un arte u oficio,
por extensión; "ciencia"-)
tiene que ver con el estudio de lo "viejo" o "antiguo". Ahora
bien, la "vejez" o
"antigüedad" que preocupa a la arqueología se
relaciona con el acontecer cultural humano. En tal sentido, esta
disciplina se
dedica al estudio de viejas o antiguas culturas humanas,
más específicamente en función de
su producción material; un estudio de la
cultura
material. La tradición disciplinaria clásica (que
podría retrotraerse a los estudios de los anticuarios)
ubica su sentido en el estudio sistemático de los restos
materiales de
la vida humana ya desaparecida. Esta preocupación
(especialmente a partir de la tradición norteamericana) se
tradujo, posteriormente, en la intención de reconstruir la
vida de los pueblos antiguos. Así, considerada como una
sub-disciplina de la antropología, la arqueología se
especializó en el estudio de las manifestaciones
materiales de las culturas. En suma: la arqueología puede
a ser considerada como el estudio de los restos materiales de las
civilizaciones pretéritas con el fin de reconstruir su
historia, la vida
de los pueblos que las integraron, sus costumbres, sus
útiles, y sus correlaciones subjetivas. De este modo, en
tanto que las antiguas generaciones de arqueólogos
estudiaban un antiguo útil de cerámica como un elemento
cronológico que ayudaría a datar la cultura que era
objeto de estudio, o simplemente como un objeto con un cierto
valor
estético, los antropólogos verían el mismo
objeto como un instrumento que les serviría para
comprender el pensamiento,
los valores y
la cultura de quien lo fabricó.
El punto de partida de la arqueología científica ha
sido localizado en el siglo XVIII, con la obra del alemán
Johann Joachim Winckelmann (Historia del
Arte en la Antigüedad –1764-), que supuso la
cristalización de una serie de inquietudes despertadas por
las excavaciones de Herculano y Pompeya. En el siglo XIX, la
expedición napoleónica a Egipto (en la
que participó una comisión de científicos
franceses) y el traslado de los relieves del Partenón a
Londres, fueron dos puntos de arranque para sucesivas investigaciones y
un perfeccionamiento de la disciplina Al igual que el
descubrimiento de las pinturas rupestres de Altamira (1879), a
cargo de Marcelino de Sautuola, que contribuyó a la
comprensión científica de la prehistoria
europea.
Actualmente el interés
arqueológico parece dirigirse hacia las características económicas, tipos de
poblamiento, relaciones sociales, vivienda, armas, utensilios
de uso diario, vestidos, ornamentos, cultos funerarios e ideas
religiosas. Es decir, su acontecer disciplinario no se limita al
estudio de los monumentos artísticos y de los edificios,
sino que abarca todos los aspectos todos los aspectos de la vida
y todos los restos materiales. En este orden, la recurrencia a
otras disciplinas se ha vuelto cardinal (geología,
biología,
botánica, química…) para
examinar las relaciones entre clima y
vegetación, la duración e intensidad de las etapas
de poblamiento, los restos humanos y animales,
tejidos y
alimentos…
La arqueología, entonces, se configura como una
herramienta fundamental a la hora de producir conocimiento
sobre las formaciones subjetivas desde los productos de
su cultura material.
La identidad
refiere, esencialmente, a la cualidad de lo idéntico (lat.
Identîtas, -âtis, de idem, lo mismo). Implica el
hecho de ser la misma cosa supuesta o buscada.
Para la mirada ontológica, el principio fundamental es el
principio de identidad, relación de una cosa consigo
misma: A es A ("toda cosa es idéntica a sí misma").
Extendiendo la fórmula más allá de la
ontología, la identidad refiere a una
igualdad
esencial entre varios entes. En términos de identidad
cualitativa, la categoría refiere a dos unidades distintas
en el espacio y el tiempo pero que
presentan las mismas cualidades. Desde un enfoque
psicológico, finalmente, la identidad resulta de la
imposibilidad de pensar en la no identidad de un ser consigo
mismo.
Para las ciencias
sociales la identidad refiere a la posibilidad de reconocerse
en el colectivo; soy en la medida que somos, una primera persona del
plural, un nosotros. Implica, necesariamente, un ser que se
constituye en, y desde, una relación con los demás;
el reconocimiento de unidades plurales interrelacionadas. El
nosotros se constituye literalmente como un no-otros, lo cual
involucra un doble procedimiento
constitutivo: la diagramación de la similitud
conjuntamente con la de la diferencia. Doble procedimiento
constitutivo que solamente puede hacerse inteligible (y que
solamente puede materializarse como tal) en función de la
dimensión histórica. Vale el recurso a la obviedad;
la identidad configura un estamento socio-históricamente
constituido.
Tema estratégico para la antropología (en tanto que
la mismidad es inseparable de la alteridad), la construcción de la identidad constituye un
campo de operaciones que
otorga sentido a la disciplina. Señala Marc Augé:
la "simbolización del espacio constituye para quienes
nacen en una sociedad dada un
a priori partiendo del cual se construye la experiencia de todos
y se forma la
personalidad de cada uno: en este sentido, esa
simbolización es a la vez una matriz
intelectual, una constitución social, una herencia y la
condición primera de toda historia, individual o
colectiva. En términos más generales, forma parte
de la necesidad de lo simbólico que ha señalado
Lévi-Strauss y que se traduce mediante un ordenamiento del
mundo del cual el orden social (las relaciones instituidas entre
las gentes) es sólo un aspecto". Agrega posteriormente:
"el antropólogo se interroga ya sobre la
significación de ésta u aquella modalidad
particular de memoria (aprende,
por ejemplo, a interrogar los silencios, los olvidos o las
deformaciones de las genealogías, aprende a apreciar el
papel real y
el funcionamiento ideológico de un suceso magnificado por
la tradición), ya, en terminos más generales, sobre
el sentido y el lugar de una memoria histórica que se
remonta rápidamente a sus confines míticos".
Plantearse la historia (como actualmente se lo hace) como el
espacio concreto en el
que se conjugan todas las formas posibles de relación,
implica plantearse la importancia fundamental de la
dimensión histórica en el ejercicio disciplinar de
las ciencias
sociales en general. Para el antropólogo el sentido es
siempre sentido social; el juego de
relaciones instituidas y simbolizadas en la relación de
uno con los demás, para el cual la dimensión
histórico-identitaria se vuelve ineludible. El objeto de
la antropología es, "en primer lugar y esencialmente, la
idea que los demás se hacen de la relación de los
unos con los otros" .
Ahora bien, la identidad no debería considerarse como una
estructura en
el sentido más duro de dicha categoría, sino
más bien –y es clara la paradoja- como una
estructura disipativa, tal cual lo propone Prigogine. No se trata
de propiedades esenciales, inmutables, de sentidos
biunívocos, sino de configuraciones laxas, móviles,
esencialmente procesuales. No configura una cualidad permanente,
extraída desde un pasado ontológicamente
establecido, sino de una construcción presente, inmanente,
que resignifica el pasado en función de un futuro
proyectado. Se configura como una serie de trazos clasificatorios
(alter y auto-atribuidos) conjugados en función de
intereses y conflictos
("el azar de la lucha", diría Nietszche) que marcan tanto
las fronteras entre los grupos como la
naturaleza de
lo real. "Los nuevos enfoques acerca de la identidad enfatizan su
carácter plural, cambiante, constituido en
los procesos de
lucha por el reconocimiento social. Las identidades son
construcciones simbólicas que involucran representaciones
y clasificaciones referidas a las relaciones sociales y las
prácticas, donde se juega la pertenencia y la
posición relativa de personas y de grupos en su mundo. En
este sentido, la noción de identidad, recuperando los
procesos materiales y simbólicos y la actividad
estructurante de los sujetos, permite analizar la
conformación de grupos y el establecimiento de lo real en
sus aspectos objetivos y
subjetivos". El ejercicio identitario selecciona, en el pasado,
aquellos elementos y acontecimientos que permiten dar sentido a
un presente relacionado –íntimamente- con la
diagramación del futuro que el grupo define
como deseable.
La referencia es Félix de Azúa del El
País de Madrid. En una de sus magistrales contratapas de
opinión. La excusa convocante era el Proyecto Genoma
Humano (sin mencionar pero sugerido). Lo tematizado era tanto
la memoria
como su relación con los administradores.
"La historia", decía, "se relaciona -con todo respeto– con
nuestros difuntos". En efecto, hurgar en la historia es, ni
más ni menos, que hurgar en la vida de nuestros muertos.
Los más queridos y los más odiados, los anhelados y
los temidos. El historiador se inmiscuye en las tumbas para hacer
hablar a los occisos, para que le cuenten sus placeres y sus
glorias, sus miserias y mezquindades, sus intenciones, sus
victorias y sus fracasos. El historiador es un autopsista de los
pensares fenecidos. Cuenta con signos, huellas, documentos,
cadáveres de todo tipo. Interpreta a las polvaredas de las
batallas del pasado, y hace de ellas monumentos que aspiran a la
inapelabilidad de la identidad. Monumentaliza (con-memora, trae a
la memoria, con la materialidad fáctica de un monumento)
su indagatoria en el pasado para devenirla en historia, en
acontecimiento. Para ello cuenta con la eficacia del
capital
simbólico de su disciplina y -esto es substancial- con un
formidable valor agregado: los muertos no están
aquí para corroborar lo que de ellos se dice. Ni pueden
estarlo, sólo sus signos. Cada uno recupera a sus muertos
como mejor le parece. Y los abuelos no pueden salir de sus
sepulturas para plantear sus fétidas objeciones.
Así, don José Gervasio Artigas es tanto Don Pepe
como El General. Es tan revolucionario como conservador, tan
abstemio como borracho. Moralista y libertino, patricio y
campechano, civilista y militarista, pan-americanista y
nacionalista (en tanto Nación–Estado-Oriental), intelectual progresista y
reaccionario, socialista y capitalista, patricio e indigenista,
legalista y contrabandista; civilización y barbarie.
Mientras el Artigas-monumento chorrea sus verdes objeciones (y
algún que otro desperdicio de paloma) cada uno se queda
con la reliquia que más le interesa. Así lo
testimonia el mausoleo construido, en la Plaza Independencia,
durante la dictadura militar
de 1973-1984 (o el proceso
cívico militar, hay nominaciones para todos).
Así, nuestras ciudades se erigen como cementerios.
Caminamos sobre tumbas monumentalizadas en honor a la
administración del Estado. Nuestras calles, plazas,
parques, escuelas, estadios y teatros, con-memoran, nos traen a
la memoria aquello que aprendimos a atribuirle a nuestros
queridos difuntos. Echamos, de este modo, la última palada
de tierra sobre
su sepultura al tiempo que condenamos a nuestros hijos a seguir
bailando sobre sus lápidas (y -de paso- sobre las
nuestras), callando para siempre al pasado con la mordaza
definitiva de la muerte.
Pero, sin embargo, la historia carece de propietarios. El
colectivo recupera, y resignifica, de entre las grietas del
mármol aquellos significados y sentidos que no pudieron
ser asesinados. Este hurgar entre las cosas, esta búsqueda
de lo olvidado, es lo que puede otorgar sentido ético al
ejercicio de historiadores y arqueólogos.
Decía Félix de Azúa; la historia puede
llegar a ser "el más formidable auxiliar para los
administradores de turno". Ellos se encargan de seleccionar
aquello que otorga legitimidad a su lógica
(e institución) administrativa. Lo instituido se posiciona
sobre lo que se pretende que ya ha sido, en función de los
que se es y de lo que se quiere ser. Ahora ¿son ellos algo
que no somos nosotros?. ¿Cuál es la frontera entre
nosotros y la ajenidad?. "No hay exterioridad al Poder" gritaba
desesperadamente Foucault…, la
resistencia se
configura como la misma responsabilidad que la dominación, a la
hora de constituirlo como diagrama. Ya
que los dispositivos de poder se instrumentan como máquinas
diagramadoras de la subjetividad, desde allí se
constituyen los territorios del adentro y el afuera; de lo local
y la extranjería; el nosotros y el ellos. En otras
palabras: el mismo diagrama de poder que hace a los administrados
es aquel que da lugar a los administradores, ambos son efecto de,
antes que causa de. El propio Nietzsche
hablaba por boca de Foucault; "las mismas condiciones que hacen
al animal dirigente son las que hacen al animal de manada".
Obviamente, quienes se benefician de un diagrama no están
en las mismas condiciones de quienes se perjudican, pero ello no
los constituye en timoneles sinárquicos. De todos modos, a
ambos sujetos del binomio les sirve atender a dicho espejismo;
unos lo utilizarán para considerarse protagonistas del
Juego (y merecedores de los privilegios), otros se
considerarán víctimas (y por tanto no-merecedores
de su sufrimiento) y dispondrán de un enemigo contra el
que atentar. Ambos seguirán el mismo juego (los
adversarios se enfrentan pero siguen las mismas reglas que el
juego determina, es precisamente eso lo que los tipifica como
adversarios); limitarán el asunto a una cuestión de
méritos y merecimientos. En psicología, se
denomina beneficio secundario a la razón por la cual un
síntoma (ligado, necesariamente, a un monto de
sufrimiento) puede ser defendido por quien lo sufre; de alguna
manera opera como cortina de humo sobre las razones que lo
constituyen y –de paso- proporciona un tipo de referencia
identitaria (al menos soy un neurótico). Pero el beneficio
secundario constituye, también, uno de los
obstáculos más grandes para identificar el diagrama
causal que configura al síntoma y –por tanto-
acceder a la posibilidad de su erradicación
No se trata de negar la labor documental de la
historiografía, el Doctor Hobsbawm se ha encargado,
brillantemente, de reformularla en tanto modalidad instrumental
(y es en esta modalidad que reside su importancia). La propuesta
tiene más que ver con la atención de otra dimensión, de otro
campo de problemas; los
procesos de subjetivación, a partir de los cuales la
propia historiografía cobra otra perspectiva. No se trata
de negar el juicio valorativo sino de inscribirlo en un plano de
inmanencia, contextuar el acontecimiento en las condiciones de
producción que le han dado sentido.
El valor de la arqueología se vuelve, en este
punto, estratégico. La inapelabilidad de la cultura
material torna su estudio ineludible. La doxa de nuestra
identidad (varelianamente constituida) nos hizo ver como
europeo-meridionales (fundamentalmente ibéricos e
italianos), mesocráticos, sobre-alfabetizados, y
filo-galos con una tradición democrático-liberal
ejemplar. Aprendimos a creer(nos) que a nuestra llegada (porque
nosotros habríamos llegado, quienes estaban aquí
constituían una alteridad) desplazamos a ininteligibles
aborígenes que sufrían una existencia penosa e
insignificante, extinguidos por su propia ingenuidad.
Pero en el nosotros también se ausentan los
guaraníes de las misiones, los portugueses, los africanos
y –mas tardíamente- palestinos, judíos y
centroeuropeos.
Del mismo modo, ignoramos la existencia de un período
formativo que dejó, en el Uruguay,
rastros de una presencia –durante 5000 años- que
testimonia "dilatadas experiencias de adaptación
económica y ambiental, pero también expresan la
voluntad clara de construcción de un paisaje ceremonial,
que responde a necesidades políticas
y sociales". Ignorancia que sido puesta en manifiesto gracias,
precisamente, al ejercicio de la arqueología.
"El pasado también" pasa por ser "una realidad sola
visualizada por iconos: tan cargadas de iconos como los de las
paredes de bibliotecas,
museos y nuestras casas particulares. La pregunta es ¿de
quién son esos iconos de pasado en este contexto?
¿Qué pertinentes relaciones se pueden establecer
entre esas personas (nada más y nada menos que nuestra
sociedad) y ese pasado que sirve en contados casos de excusa?.
Los iconos no son apenas identificatorios de un pasado, porque
como son polisemánticos, tienen varias interpretaciones. Y
también están los iconos multinacionales, que
finalizan en el individuo como captor. Nosotros, en cuanto
individuos, aparecemos identificados simplemente con un
número que nos sigue desde que sacamos la primera
cédula de identidad hasta que nos jubilemos. No es
degradante, ni nuevo: esto lo planteó Orwel en su libro
‘1984’, y nosotros seguimos exactamente lo que
él plantea. La despersonalización entonces no es
apenas un problema cultural, es un problema psicológico.
Es angustiante para muchos de Uds.; para muchos de nosotros. Al
perder o resignar la identidad, perdemos las raíces, la
continuidad del yo y la continuidad del ser. Nos crean, entonces,
nos inventan, y también nos incitan a que exaltemos iconos
que son exógenos, inventados y ajenos a nuestra
cultura."
De acuerdo, pero ¿hay un sólo nosotros?
¿Cómo se configura nuestra cultura desde todos los
nosotros posibles? ¿Cuál es la genealogía
del presente? La arqueología (en tanto su
preocupación por la cultura material) puede contribuir
precisamente a la comprensión de nuestras formaciones
subjetivas, pero también -y es ahí donde se
configura su lugar estratégico- a su reformulación
táctica.
El estudio del pasado documental-escrito se limita al siglo XVI,
limitando los 10 000 años de presencia humana en nuestro
territorio a los últimos cuatro siglos. De allí que
la disciplina arqueológica se muestre ya no solamente como
estratégica sino
como ineludible. Por otra parte, los registros de la
cultura material histórica pueden (y deben) interpelar a
los registros documentales, corroborándolos,
negándolos, y/o resignificando sus lógicas
interpretativas.
"Poner en valor el patrimonio
heredado de nuestros antepasados es un compromiso que cada
generación adquiere para las futuras. De esta forma el
patrimonio prehistórico nos vincula con un continente
americano sin fronteras políticas" (en el sentido moderno
de las mismas), "nos otorga raíces sobre las cuales se
apoyaron, nutrieron y desarrollaron todas las culturas que
contribuyen a forjar la nación que hoy somos".
"El patrimonio Cultural expresa la experiencia histórica
de cada pueblo y su personalidad
colectiva". Tanto del nosotros inmediato, como el de los otros
nosotros que lo contienen. "Constituye el fundamento mismo de la
identidad cultural en la conciencia del
individuo y la colectividad".
Ahora bien -y para finalizar- la contribución de la
arqueología tal vez no deba, necesariamente, limitarse a
ello. ¿Acaso resulta muy disparatado proponer una
arqueología del presente?. La pregunta queda
formulada.
Augé, Marc: Hacia una antropología de los
mundos contemporáneos, Gedisa, Barcelona, 1998
Bayardo, Rubens; Antropología, identidad y
políticas culturales, Ciudad Virtual de
Antropología y Arqueología, Buenos Aires,
2001. www.antropología.com.ar/. 14/06/01
Cosens, Mario; Patrimonio Nacional como autarquía: el
ejemplo del Uruguay, Ciudad Virtual de Arqueología y
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www.antropología.com.ar/, 14/03/01
De Azúa, Félix; Periódico
El País (Madrid, julio 5 de 2000), contratapa
Foucault, Michel; Vigilar y Castigar; México,
Méx., Siglo XXI, 1988
Fusco Zambetogliris, Nelsys; Pasado prehistórico y
patrimonio cultural, xerox, 2001
Hobsbawm, Eric; Sobre la Historia, Barcelona, Esp.,
Crítica, 1998
Lopez Mazz, José Ma.; "Los cerritos de indios del Este de
Uruguay", Servicio de
actualización de la Guía del Mundo, Montevideo,
1997
Prigogine, Ilya; El fin de las certidumbres, Taurus, Madrid,
1997
Autor:
Gabriel Eira