Introducción
Francisco de Goya nace en 1746 en un
pequeño pueblo aragonés, Fuendetodos, y muere en
Burdeos el 16 de abril de 1828. Cuando nace, ese mismo
año, reina Fernando VI, segundo monarca de la
dinastía borbónica; cuando muere, reina Fernando
VII. Entre tanto han sucedido muchas cosas: primero se
consolidó el despotismo ilustrado, se tensaron las
relaciones entre los ilustrados y el viejo régimen,
gobernó Godoy con Carlos IV, estalló el
motín de Aranjuez, los franceses invadieron la
Península, se proclamó la Constitución de Cádiz, volvió
Fernando VII con el absolutismo,
tuvo que aceptar el liberalismo -y
bien a regañadientes que lo hizo-, volvió el
absolutismo…
Cuando murió Goya, España era
muy distinta a la que le había visto nacer, y, con
España,
Europa: la
Revolución
Francesa, el imperio napoléonico, el desarrollo del
nacionalismo… Goya vive en un período
histórico en el que se han producido cambios fundamentales
en la vida europea, cambios que todavía nos afectan, tanto
de carácter político como cultural, social y
económico. Suele decirse que es la época en que el
Antiguo Régimen entra en crisis, pero
la crisis lo es
también de nacimiento de un régimen nuevo, de una
época nueva: la contemporánea. Goya es el
representante artístico de esa época, de las
tensiones de ese nacimiento. Es, probablemente, el más
próximo a nuestra sensibilidad de los pintores de su
tiempo: sus
grabados y dibujos
parecen representar nuestro mundo, nuestras actitudes. A
veces, parecen instantáneas de la prensa de
actualidad.
1.Goya antes de 1791
Goya es un pintor de vida larga y de evolución lenta. Si hubiese muerto en 1791,
cuando sufrió una enfermedad sobre la que se ha escrito
mucho, le consideraríamos un magnífico pintor para
su siglo, pero no el genio que ahora conocemos.
Hay obras muy buenas, anteriores a esa fecha,
cartones excelentes que pueden competir con la mejor pintura
europea del momento, pero todo el complejo mundo de Goya
aún no ha aparecido. No es que aparezca sólo a
causa de su enfermedad, sino por la acumulación de
acontecimientos muy diversos de naturaleza
social, política, cultural, también personal…
Después se hablará de ello; ahora sólo
señalar que tan importante para explicar su sentido es
atender a los posibles motivos biográficos como a nuestra
actitud ante
estas obras: no sólo las pintó Goya, nosotros las
hemos valorado, las hemos aceptado, incluso nos hemos
identificado con ellas. Así pues, podría trazarse
una gran raya en la evolución de Goya: antes y después
de 1791, antes y después de su enfermedad. Sin embargo,
como se irá viendo, esta línea divisoria puede ser
engañosa. Engañosa en cuanto que invita a pensar en
una primera etapa homogénea hasta ese año, lo que
no sucede; engañosa también si afirma una ruptura
radical, pues algunas de las pinturas que realiza en los
años inmediatamente posteriores se mueven en la estela de
las que ha hecho poco antes: pinturas como La condesa duquesa
de Benavente (1785, Mallorca, Fund. B. March), las que sobre
San Francisco de Borja hace para la Catedral de Valencia,
o cartones como Las floreras (1786, Madrid, P), La
gallina ciega (1788, Madrid, Prado), etc., enlazan
directamente con muchas de las posteriores a aquella
fecha.
Por todo ello, entre 1746 y 1791 nos parece
adecuado distinguir al menos dos períodos. El primero es
aquel en el que más propiamente podemos hablar de
«Goya antes de Goya». El Goya que aprende, en
ocasiones bajo la dirección de su cuñado Francisco
Bayeu, el Goya que no tiene todavía reconocimiento
público y que espera subir en el escalafón
profesional y en el ámbito social. Es el Goya anterior a
1776, cuando realiza sus primeras series de cartones para
tapices.
Después su carrera discurre con mayor
rapidez. Académico en 1780, contará con el apoyo
del Infante don Luis en 1783, recibirá encargos de los
duques de Osuna y en 1789 recibirá el nombramiento de
pintor de cámara. Si en el primer período ha
aprendido, ahora es pintor de encargo, aunque bien especial, pues
sabe siempre imprimir su marca personal,
apartarse cada vez más de las convenciones y los
tópicos, no dejarse Llevar por la rutina de los
géneros. Anuncia ya mucho de lo que vendrá
después.
El aprendizaje de
un pintor en el siglo XVIII estaba sometido a unas pautas y a un
ritmo a los que Goya no será ajeno. En 1760 entra en el
taller de José Luzán
(1710-1785), en Zaragoza, un pintor mediocre que le enseña
el oficio, un pintor que se mueve, estilísticamente
hablando, en el ámbito del tardobarroco. Después,
en 1763 y 1766 participa en el concurso de la Academia de San
Fernando, en Madrid, sin obtener mayor
reconocimiento.
Son años en los que cambia la
fisonomía artística en nuestro país. Estos
cambios habían empezado a producirse a principios de
siglo, cuando es otra la casa reinante y vienen de Francia e
Italia numerosos
artistas, pero ahora se intensifican con la llegada a España de
los que en aquel momento eran considerados los dos pintores
más importantes de Europa: A. R.
Mengs (1728-1779) y Giambattista Tiepolo (1696-1770). Si el
primero es el representante más riguroso de una
posición neoclásica, el segundo puede inscribirse
en el marco de un rococó que debe más a la gran
pintura
italiana que a la francesa. Se trata, por tanto, de dos
posiciones diferentes, y en algunos momentos enfrentadas, que
permiten reconocer el grado de eclecticismo que dominaba en el
gusto cortesano. Y, si cabe pensar que la paleta de Tiepolo -ya
sea directamente, ya a través de sus hijos, Giandomenico
(1727-1804) y Lorenzo (1736 1778), especialmente aquél-
influyó más que la de Mengs en Goya, fue el artista
neoclásico el que, con el paso del tiempo,
llamaría al aragonés a Madrid (en 1774) para
realizar cartones que sirvieran de modelo a los
tapices de la Real Fábrica.
Antes de que esto sucediera, Goya
desarrolló su carrera a través de lo que
también era convencional: el viaje a Italia, la
participación en pinturas decorativas, en concursos, etc.
Su viaje a Italia coincide
con la muerte de
Tiepolo (1770) y durante el mismo participa en el concurso de la
Academia de Parma con una obra que se ha recuperado y expuesto
recientemente: Aníbal vencedor que por primera vez
miró a Italia desde los
Alpes (1771, Cudillero [Asturias], Fund. Selgas-Fagalde).
Junto con los bocetos de otros cuadros pintados por estas fechas,
éste revela a un Goya bastante convencional pero no
completamente tradicional: su sentido del color, la viveza
de la composición, el esfuerzo iconográfico, son
todos rasgos que nos ponen ante un pintor ciertamente habilidoso.
Para el gusto actual es su sentido cromático la nota
más llamativa: utiliza una pincelada amplia, más de
lo que era habitual, se inclina por tonalidades que ya empiezan a
ser apasteladas, sabe representar las telas con energía y
sencillez, huye de la minuciosidad en el detalle y prefiere
apoyarse en la luz.
Estos rasgos, todavía débiles,
podían atribuirse a su juventud y
achacarse a su inexperiencia, pero, como demostrará su
evolución posterior, eran indicio de un
pintor diferente, o al menos de un pintor que podía ser
diferente. Trabaja en el Coreto del Pilar (1771) y poco
después (1774) realiza once pinturas al óleo sobre
yeso para la Cartuja de Aula Dei, cerca de Zaragoza. Mientras
tanto se ha casado con Josefa Bayeu y ha emparentado así
con una familia de
pintores en la que el hermano mayor, Francisco (1734-1795), ocupa
una posición destacada. Juntamente con Ramón
Bayeu (1746-1793) recibe la protección de Francisco,
incluso pinta bajo su dirección, aunque en algunos momentos se
enfrenta a sus planteamientos y juicios.
Las pinturas para el Aula Dei son el trabajo
más importante de todos estos años. Siete son las
que se conservan, algunas en mal estado y con
restauración deficiente. Se trata de pinturas monumentales
en las que narra la vida de la Virgen, entre las que destaca
La Visitación. El procedimiento
seguido por el artista aragonés para destacar la
monumentalidad de las figuras es elemental pero efectivo: vistas
desde abajo, ha situado las figuras, y la escena toda, sobre una
especie de escalinata que acentúa su verticalidad y
masividad. La simplicidad de los motivos arquitectónicos
que hacen de fondo y su tratamiento perspectivo contribuyen a
lograr esa monumentalidad. Con todo, no deja de ser una obra
limitada y en un ámbito provinciano. Los cambios
más efectivos se producen cuando marcha a Madrid con
objeto de hacer cartones para tapices. A partir de 1774 su
carrera parece discurrir ya por caminos diferentes y socialmente
más fecundos. Goya era muy consciente de esta
situación y así lo hace ver en las cartas que de
él se conservan: pretendía Ilegar a ser un artista
con una posición social destacada y anota todos y cada uno
de sus éxitos, las atenciones que hacia su persona tienen
algunos miembros de la corte, las expectativas que, a la luz de los
progresos, cabe tener, etcétera.
2. Costumbres, Fiestas,
Diversiones
La realización de cartones para tapices
con destino a la Real Fábrica era, sin embargo, una tarea
todavía menor. Se trataba de pinturas al óleo sobre
tela -el nombre, "cartones", hace referencia a su destino, no al
material sobre el que se pinta- que no estaban destinadas a
mostrarse en salón alguno: sólo servían de
patrones o modelos para
tapices con los que decorar los sitios reales. La Real
Fábrica proporcionaba trabajo a un número
considerable de artistas, entre los que destacan, además
de Goya y los Bayeu, José del Castillo (1737-1793),
Antonio González Velázquez (¿1729?-1793),
Ginés de Andrés Aguirre (1727¿1818?),
Antonio Gonzalez Ruiz (1711-1788), etc. La Real Fábrica
había tenido una existencia inicialmente precaria y
sólo a partir de 1746 y con el reinado de Fernando VI se
asistió a una cierta revitalización, más
efectiva ya en tiempos de Carlos III. Los modelos
seguidos eran inicialmente flamencos, a la manera de Teniers y
Wouwermans, también algunos italianos, a la manera de
Amiconi y Gianquinto. Los temas oscilaban entre las escenas de
costumbres y los asuntos mitológicos, pues unos y otros se
consideraban los más adecuados para la finalidad
ornamental que tenían los tapices. Son los cartones y los
tapices de género con escenas costumbristas los que
más interés
ofrecen para explicar la trayectoria de Goya. Si en un principio
siguen modelos
flamencos, con una iconografía que poco tiene que ver con
la realidad peninsular, a partir de Carlos III se desarrolla la
pretensión de una imaginen más
«realista», es decir, más ligada a la
representación de tipos, indumentarias, paisajes, escenas
españoles.
Es posible afirmar que este cambio se debe
a la influencia de la ideología ilustrada, que desea tener
un mejor conocimiento
de la diversidad peninsular, de sus costumbres y fiestas. Buen
testimonio de esta actitud son
los viajes de,
entre otros, Antonio Ponz y Gaspar Melchor de Jovellanos. Por
otra parte, en un horizonte similar de intereses, es
también en estos años cuando empiezan a realizarse
estampas con tipos populares, entre las que destaca la serie de
Trajes de España (1777 y ss.), de Juan de la Cruz
Cano y Holmedilla. Estas colecciones de estampas, que alcanzaron
un éxito considerable, contribuyeron a difundir el gusto
por lo popular a la vez que la curiosidad del público.
Otro factor importante en el desarrollo de
este gusto lo constituye el teatro, que
suministra en algunas ocasiones motivos y personajes para
estampas que se pusieron por aquellos años y los
siguientes a la venta. De este
modo, así como los cartones para tapices eran obras hasta
cierto punto privadas -todo lo privados que podían ser los
tapices de los aposentos reales-, las estampas y las piezas
teatrales eran de amplio consumo
colectivo, un consumo que
extraía su placer de la contemplación de las
imágenes y las escenas.
Los grandes cambios en el gusto de la
época y las novedades más importantes en el lenguaje
plástico, aquellas que van a conducir a la modernidad, se
producen en estos géneros menores, no en los grandes
géneros del retrato y la pintura
religiosa y mitológica, que, sin embargo, continúa
dominando la jerarquía académica y cortesana.
Pintando cartones para tapices, Goya no dejaba de ser un artista
menor, necesitado de otros apoyos y mecenas -como los que luego
habrá de tener-, pero este artista menor creó obras
muy superiores a las que otros artistas mayores estaban haciendo
en este momento. Algo similar había sucedido a principios de
siglo con un pintor francés, M.-A. Houasse (1680-1730),
que fracasó en el retrato y la pintura
religiosa pero hizo algunas obras magistrales en el paisaje. Goya
tuvo en cuenta sus creaciones, tal como tendremos ocasión
de ver más adelante.
Francisco de Goya entregó su primera serie
de cartones para tapices en mayo y octubre de 1775. Se
componía de nueve obras destinadas al comedor de los
Príncipes de Asturias en San Lorenzo de El Escorial y su
tema era la caza. Fueron realizadas bajo la dirección de Francisco Bayeu, lo que
resulta evidente tanto en los dibujos
preparatorios como en los cartones definitivos. En la segunda
serie (1776-1778), diez cartones para el comedor de los
Príncipes de Asturias en el Palacio de El Pardo,
trabajó más libremente y puso de manifiesto las
posibilidades de su pintura. Si
tuviéramos que calificar estos cartones, de cualquiera de
las dos series, no dudaríamos en cuanto al término:
pintorescos. Pintoresco es concepto
plenamente dieciochesco con el que se alude a la diversidad y el
cambio que son
propios de la realidad cotidiana, a lo interesante que en la
misma puede surgir, ya sea a tenor de la indumentaria, las
costumbres, las fiestas, el paisaje, etc. Esto implica la
observación y una alta valoración de
lo que es próximo e incluso cotidiano, lo que sitúa
el agrado y la complacencia en el mundo cercano, más
acá del idealismo que
hasta ahora se había venido considerando norma de la
belleza. Cuando Goya pinta sus primeros cartones, todavía
sigue vigente un criterio jerárquico de los géneros
pictóricos en el que costumbres y paisajismo,
géneros éstos que podían ser atendidos por
pintores menores pero que eran indignos de los «grandes
pinceles» cortesanos, ocupan los últimos lugares.
Sin embargo, puesto que los cartones servían de modelos para
tapices destinados a la ornamentación de los sitios
reales, empezaban a cobrar mayor importancia. Y, lo que es
más relevante, puesto que se pretendía
verosimilitud en la representación de escenas, tipos y
lugares, dejaban de ser los motivos tradicionales -flamencos- y
las normas
compositivas de las grandes pinturas palaciegas y religiosas,
demasiado enfáticas y retóricas para satisfacer las
necesidades de estas nuevas imágenes.
Dicho de otra manera: la tradición tardobarroca no era
adecuada para estas escenas y la incipiente -y entre nosotros
débil- tradición rococó resultaba en exceso
afectada para el objeto deseado.
Éste es el punto en el que Goya destaca
por encima de todos los demás pintores de cartones,
incluido su «maestro» Francisco Bayeu. Para
comprobarlo es pertinente comparar los cartones de Goya con los
que hicieron los restantes pintores o, puesto que eso no es
aquí posible, los primeros que pintó el
aragonés bajo la dirección de Bayeu y los que realizó
después. Con ello no se pretende desmerecer a Francisco
Bayeu, sólo señalar la superioridad de Goya, que
rápidamente se aleja de su estela. Un cartón de la
primera serie puede ser buen ejemplo: La caza de la
codorniz (1775, Madrid, Prado). En él podemos ver, como en
un escenario, los diversos momentos de la caza: a la derecha, un
cazador y su perro ojean las codornices, a la izquierda dispara
uno a la que dá, mientras el perro espera; detrás,
en un segundo plano, varios a caballo, con perro corriendo tras
una liebre sobre una loma; en un plano más retrasado, ya
como fondo, un monte con una construcción que aparece acastillada se
recorta en el cielo. Como puede apreciarse en tan somera
descripción, son varios los asuntos que en la imagen se
representan, de la misma manera que en la realidad son varios los
acontecimientos que se producen simultáneamente. El
pintor, si desea respetar la verosimilitud de lo real, debe ser
capaz de representar esa diversidad temporal, evitar la
unilateralidad, lograr vivacidad y movimiento…,
ahora bien, todos estos rasgos no deben impedir la necesaria
unidad compositiva de la imagen.
Goya la ha resuelto aquí de modo poco
satisfactorio. Ha dispuesto un espacio diferente para cada uno de
los motivos, un espacio para el cazador que ojea a la derecha,
otro para los que, ligeramente retrasados, están a la
izquierda, otro diferente para los que van a caballo, a gran
distancia de los anteriores, lo que le ha obligado a disponer un
sistema de
taludes y una vegetación que distinga los grupos
(destacando el gran árbol de la derecha, que marca con
violencia el
contraste). Este sistema de talud
le sirve también para "aislar" a los que van a caballo del
paisaje del fondo. Es decir, el artista aragonés ha
dividido el espacio general en un conjunto de espacios
particulares, a la manera en que se hace en un escenario, y,
también como en un escenario, ha dispuesto de motivos que
separen o distingan a unos de otros. Si el resultado no es
plenamente satisfactorio, ello se debe precisamente a su
carácter en exceso teatral, algo de lo que también
adolecían algunos cuadros de género de Houasse y la
mayor parte de los cartones para tapices que hacen los restantes
pintores de la Real Fábrica, incluidos José del
Castillo y Ramón
Bayeu o Ginés de Andrés Aguirre en obras de fecha
posterior. Ya en algunos de los primeros cartones de Goya podemos
encontrar soluciones
más satisfactorias: así sucede en El paseo de
Andalucía (1777, Madrid, Prado) o en El
quitasol (1777, Madrid, Prado), dos de sus cartones
más célebres pero es en series inmediatamente
posteriores y en obras como Las lavanderas (1780, Madrid,
Prado) donde encontramos un lenguaje mucho
más depurado y feliz. En este cartón ha resuelto el
problema de la unidad y la diversidad de una manera a primera
vista muy sencilla -y tal sencillez forma parte del objetivo
perseguido por el artista-. La escena mueve la mirada
sesgadamente y de un solo golpe hacia el interior del espacio,
hacia el fondo, destacando el interés
tanto de las figuras populares y su actividad, como del paisaje
en el que se sitúan.
En 1791 realizó los últimos
cartones para tapices, quizá porque estaba ya cansado de
un género menor cuyo lenguaje
dominaba perfectamente y que posiblemente consideraba inadecuado
para su posición profesional y social. En 1780 fue
nombrado académico, Subdirector de Pintura de la Academia
en 1785, Pintor del Rey al año siguiente y Pintor de
Cámara en 1789. Además había recibido
encargos de cierta importancia y tenía un contacto fluido
con algunos de los hombres poderosos del
país.
Es en esta época cuando se enfrenta con su
cuñado Francisco, al no permitir a éste corregir su
Virgen, Reina de los Mártires, un fresco de la
basílica del Pilar.
Una vez en Madrid, «quemado»
todavía por el asunto del Pilar -«me quemo
vivo», le escribe a Zapater-, recibe el encargo de ejecutar
uno de los siete grandes cuadros que han de ornamentar San
Francisco el Grande, en Madrid. La realización de estos
siete cuadros se convierte, sin serlo, en un verdadero concurso.
Goya deposita en él grandes esperanzas, pues pensaba que
podría sacarle de la medianía social y profesional
en la que hasta entonces se encontraba. El camino fue más
difícil y lento de lo que pensaba, quizá porque,
entre otras cosas, ninguna de las pinturas presentadas al
concurso provocó excesivo entusiasmo. El tema representado
por Goya fue San Bernardino predicando en presencia de Alfonso
V de Aragón (1782-83, Madrid, San Francisco el
Grande), una composición en la que es perceptible la
influencia directa de Houasse, si bien, como han señalado
todos los historiadores, Goya introduce un autorretrato que da
originalidad al conjunto. Goya retrató posteriormente al
Conde de Floridablanca (1783, Madrid, Banco de España) y
fue protegido del Infante don Luis, de cuya familia hizo un
retrato de grupo El
Infante don Luis y su familia (1784, Corte di Mamiano
[Parma], Fundación Magnani-Roca), uno de los más
interesantes de este género en el ámbito de la
pintura española y la obra más importante que
había hecho el aragonés hasta el momento. Goya se
autorretrató, declarando así su posición en
relación con el Infante, su concepción de la figura
del pintor e, implícitamente, sus esperanzas. Sin embargo,
el apoyo del Infante don Luis tenía un efecto ambivalente:
por una parte suponía ascender en la escala social,
por otra significaba un cierto alejamiento.
Fueron necesarios bastantes años, seis,
hasta que logró su objetivo, ser
Pintor de Cámara. Obtuvo este cargo en 1789 y ello le
obligó a realizar los retratos reales; también le
abrió la ouerta a una serie de encargos, especialmente
retratos, en los que su pintura brilló con maestría
inigualable. Su precedente directo está en obras como el
retrato de La condesa duquesa de Benavente (1785,
Mallorca, Fund. B. March), La marquesa de Pontejos (1786,
Washington, National Gallery) o La familia de los
duques de Osuna (1788, Madrid, Prado).
Sin embargo, al poco de ser nombrado Pintor de
Cámara, en 1792 sufre una fuerte enfermedad que parece
cambiar el curso de su vida. La enfermedad de Goya ha suscitado
toda suerte de hipótesis y polémicas. La
historiografía romántica ha puesto especial
énfasis en su eventual importancia, pero hoy día se
tiende a considerarla en sus justos términos y se procura
no convertirla -al igual que otras anécdotas en la vida
del artista aragonés, por ejemplo sus relaciones con la
duquesa de Alba- en clave para la comprensión de su
arte: es un
factor más, importante pero en modo alguno el
único, entre los varios que afectan a su
trayectoria.
3. 1792-1808, pinturas, dibujos y
estampas
Es uno de los períodos más fecundos
en la vida de Goya. Crea algunas de sus obras maestras, empieza a
hacer dibujos y
realiza la serie de los Caprichos. Goya no "repite" un
estilo que domina, tampoco sigue moda alguna,
investiga con rigor y alcanza una posición personal que no
tiene igual en toda Europa. Es ahora
cuando se convierte en "inclasificable" para los historiadores de
los estilos, porque utiliza elementos rococó y
neoclásicos, pero no es un pintor rococó,
neoclásico o romántico.
Tambien este período es muy agitado en la
vida española. Los asuntos políticos ofrecen un
panorama accidentado tanto en el interior como en el exterior.
Manuel Godoy, favorito de los monarcas, levanta todo tipo de
rechazos que se condensarán en el Motín de Aranjuez
(1808), el derrocamiento del valido y la abdicación de
Carlos IV. La política exterior
tampoco favorece la estabilidad: guerra con
Francia
(1793), Guerra de las
Naranjas en Portugal (1801), guerras con
Inglaterra (1796
y 1804), Trafalgar (1805) y, finalmente, la invasión
francesa (1808).
En esta situación de tensiones, la
sátira política se introduce
en el teatro, la
literatura o la
pintura. Por eso se ha intentado ver en la serie de los
Caprichos representaciones de personajes de la vida
pública de la época: la Reina, Godoy, la duquesa de
Alba …Al mismo tiempo, existe un
clima de
desconfianza ante los desconocidos, de los que no se sabe
cómo piensan y podrían ser enemigos
ideológicos, por lo que la gente se reune en tertulias
privadas. Puede que la casa de Goya fuera sede de una de esas
tertulias, lo que influiría en sus pinturas privadas, a
las que el artista de Fuendetodos parece ir concediendo cada vez
más valor. Sigue
realizando retratos y cumpliendo como Primer Pintor de
Cámara, cargo para el que fue nombrado en 1799 y la mejor
expresión de esta dedicación es La familia de Carlos
IV (1800, Madrid, Prado). Pero junto a estas obligaciones
oficiales, la pintura por gusto empieza a ocupar un espacio y
tiempo
considerables.
La situación es, pues, compleja y la
enfermedad de Goya no hace sino añadir nuevos problemas,
ahora de carácter personal. No se
conoce la naturaleza de
dicha enfermedad, pero sí que le dejó como secuela
una profunda sordera. Ni siquiera conocemos con exactitud el
tiempo de su
convalecencia, pues las cartas de Goya en
las que habla de su estado
más parecen destinadas a confundir que a aclarar las
cosas.
3.1 Retratos
En 1792 se reponía en Cádiz, en
casa de Sebastián Martínez, del que pinta un
retrato excepcional –Sebastián Martinez (1792,
Nueva York, Metropolitan)-. El amigo de Goya poseía una
magistral biblioteca y una
considerable colección de pinturas y grabados. Se supone
que Goya vio allí algunas de las pinturas inglesas y
muchos de los grabados cuya influencia puede rastrearse en su
obra posterior. Es un buen ejemplo del tipo de amistades de Goya
en este período, miembros de una burguesía culta e
ilustrada, cosmopolita, que parece tienen muy poco que ver con la
legendaria figura de un Goya bravucón, más
aficionado a los toros que a otra cosa. Que Goya era aficionado a
los toros no cabe dudarlo, lo dice en sus cartas y lo
atestigua después la serie de estampas La
Tauromaquia (1815-16); que ello implique una figura
legendariamente romántica, ya es otro asunto. El retrato
de Sebastián Martinez es una obra excepcional, bien poco
habitual en el horizonte de la pintura española. Dominan
las tonalidades verdes y amarillas que ningún otro pintor
había utilizado, destaca la textura de la tela y de la
carne, que se construyen con una pincelada suelta y luminosa,
vibrante, alejada del acartonamiento que es propio del
«realismo» tradicional español. El
retratado, sentado, nos mira discretamente, sin vanidad pero con
seguridad y
concisión. Todo esto son elementos compositivos
pictóricos, pero sirven para fijar el carácter de
la persona y el
papel social
que ejerce.
Sebastián Martinez es el primero de
una serie de retratos masculinos que pueden mencionarse. Pedro
Romero (1795-98, Fort Worth, Fundación Kimbell),
Meléndez Valdés (1797, Barnard Castle, Bowes
Museum), Gaspar Melchor de Jovellanos (1798, Madrid,
Prado), Ferdinand Guillemard (1798, París, Louvre),
el embajador francés en España,
Bartolomé Sureda (1804-06, Washington, National
Gallery. Con el que Goya adelanta un retrato casi
romántico, mezclando el verismo con el "exibicionismo" del
retratado, capaz de mostrar su personalidad
.
No son los únicos, pero sí de los
más estimables. El más representativo es el de
Gaspar Melchor de Jovellanos, en el que se representa al
ilustrado sentado, con la mejilla apoyada sobre la mano izquierda
y el brazo sobre la mesa, casi una estampa de la
melancolía , en el que, de nuevo, son los elementos
plásticos
los que crean, más allá de la
personalidad individual, la
personalidad social. Tres años más tarde,
Jovellanos sería desterrado al Castillo de Belver, en
Mallorca, por lo que el cuadro parece representar todo el
desencanto de la Ilustración
española.
El retrato históricamente más
importante es el colectivo de La familia de Carlos
IV, en el que Goya parece competir con Las Meninas de
Velázquez. Goya se coloca a sí mismo pintando, a la
izquierda, tras un lienzo que no vemos, dispone delante a
la familia
real, como si estuviera mirando el mismo modelo que
Goya parece pintar, pero no deja tanto espacio como
Velázquez, porque corta la escena en la parte posterior al
colocar una pared que acerca a los personajes hacia el que los
observa: los Reyes en el centro, con el Infante Francisco de
Paula Antonio cogido de la mano de María Luisa, el Infante
Carlos María Isidro a la izquierda, junto al
Príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII, la hermana
del Rey, María Isabel y, al lado de Carlos IV, hacia la
derecha, el Infante Antonio Pascual, hermano del monarca, la
Infanta Carlota Joaquina, Luis de Borbón, príncipe
de Parma y su esposa la Infanta María Josefina, que lleva
en brazos al pequeño Carlos Luis.
Los retratos femeninos se han hecho con toda
justicia
famosos. La marquesa de la Solana (1794-95, París,
Louvre) es el primero que debe ser mencionado. A
continuación, los dos de La duquesa de Alba,
pintado uno en 1795 (Madrid, colección Alba) y el otro en
1797 (Nueva York, Hipanic Society) , con el ròtulo escrito
en la pintura "Solo Goya", hacia el que señala el gesto de
la duquesa, base de la leyenda de sus relaciones con el artista.
En el primero, Goya hace un alarde del tratamiento de las telas y
del blanco, mientras que en el segundo es el negro del luto de la
duquesa por su esposo, y en los dos ese dominio firme de
la figura, entonada en su contraste con el paisaje, plantada
sobre el suelo; a la vez
delicada y contenida, lejos del sentimentalismo o de la
gesticulación. En estos retratos, como en el posterior de
La condesa de Chinchón (1800, Madrid, col. Duques
de Sueca), doña María Teresa de Borbón y
Villabriga, casada con Manuel Godoy, se pone de manifiesto todo
aquello que Goya ha aprendido de la pintura rococó, muy
especialmente su capacidad para representar los valores de
superficie, no sólo mediante la cuidadosa
plasmación de las texturas, sino ante todo para destacar
su condición gracias a la luz y al
contraste, en una especie de vibración que atraviesa la
superficie de los tejidos y de las
carnes para volver de nuevo al primer plano. Es un tipo de
pincelada que le aleja de las superficies nacaradas sobre las que
se reflejaba la luz que fueron
propias de El infante don Luis y su familia o La
familia de los duques de Osuna, pinturas más apegadas
ambas al rococó tradicional. Un tipo de pincelada que el
artista aragonés continuará profundizando hasta
alcanzar niveles, ya al final de su vida, que nunca serán
igualados: Juan Bautista de Muguiro (1827, Madrid, Prado)
es, en este sentido, un ejemplo excepcional. Tal como cabe
esperar, también en los retratos femeninos se aprecia la
misma evolución que en los masculinos, aunque la
trayectoria no es por completo lineal: aunque no es propiamente
hablando un retrato, La maja desnuda (1798-1805, Madrid,
Prado) es una buena muestra de como
Goya pintaba tanto las carnes como las telas e incluso el
contraste entre ambas, y puede compararse, a su vez, con otra
obra más plegada al neoclasicismo,
La marquesa de Santa Cruz (1805, Madrid, Prado), donde
predomina la superficie nacarada, la tersura propia de la
tradición neoclásica que la escultura había
difundido con éxito.
Mucha es la distancia que separa a estos
óleos de los que representan a Isabel de Porcel
(1804-05, Londres, National Gallery) o a La mujer del
librero (h. 1805-08, Washington, National Gallery), que
pueden compararse con el ya citado Bartolomé Sureda, y
que, como éste, eran un tipo de retrato nuevo, si se
quiere más burgués, adelanto del que luego
impondrá, más estático y minucioso, mucho
más prolijo, la pintura francesa. No son los retratos las
únicas obras de encargo que Goya realizó en estos
años aunque sí quizá las más
importantes. Otras tienen un sentido muy diferente:
carácter religioso poseen las que pintó
inmediatamente después de su enfermedad, y quizá
durante su convalecencia, para la Santa Cueva gaditana,
actualmente en muy mal estado; y casi
no se puede decir que sea religiosa, a pesar de su tema, la
decoración al fresco de San Antonio de la Florida, en
Madrid, que inició el 1 de agosto de 1798 y terminó
en ciento veinte días. Representa aquí El
milagro de San Antonio de Padua en la cúpula y la
Adoración de la Santísima Trinidad en las
pechinas, pero no es una pintura especialmente piadosa ni incita
al recogimiento. Lo que más llama la atención son
los ángeles, más hermosas jóvenes -de
«manolas» han sido calificados- que seres
angélicos, y el grupo de
mendigos y harapientos, el pueblo de Madrid, que rodea a San
Antonio de Padua. El costumbrismo amable de los cartones ha
perdido su razón de ser, pero no se ha olvidado por
completo su espíritu y lo religioso se presenta como
pintoresco. Además, la pintura muestra otro
rasgo original: es el primer ensayo de una
multitud concebida como un todo y no como una suma de singulares,
una multitud que adquiere todo su protagonismo en las Pinturas
negras y en las estampas de Los desastres de la guerra.
Mas, como ya se ha dicho, Goya no es en estos
años sólo un pintor de encargo, precisamente ahora
que es cuando ha alcanzado una posición profesional
más elevada y cuando más encargos recibe. Goya es
también artista privado, por gusto, por capricho, artista
que disfruta pintando y dibujando para sí y sus amigos, y
que ofrece al público los resultados de esta
actividad.
En carta a Bernardo
de Iriarte de 4 de enero de 1794 le comunica el envío de
una serie de cuadros de gabinete con temas que se alejan de los
más comunes, y serios, de un pintor académico:
suertes de toros, cómicos ambulantes. un corral de locos.
Diversiones populares son los asuntos de estas obras,
próximas a otras que pinta inmediatamente
después, La duquesa de Alba y su dueña y
La dueña con dos niños (ambos de 1795, en
Madrid Prado), óleos de pequeño tamaño que
recuerdan en algún punto los que con temas teatrales
había hecho años antes y que, sin embargo, parecen
abrir un camino nuevo, el que se asentará de modo
definitivo en los dibujos de los
primeros álbumes y en las estampas de los Caprichos. Pero
también, entre aquellos cuadros de gabinete, se halla un
Corral de locos (1794, Dallas, Meadows Museum) que en modo
alguno puede entenderse como diversion popular, pues si bien la
descripción que del mismo hace Goya a Iriarte -en carta del 7 de
enero de 1794 carece de dramatismo, no sucede lo mismo con la
imagen.
3.2 Primeros dibujos
Al hablar antes de los retratos, masculinos y
femeninos, se hace mención de la existencia de un cambio en el
estilo de Goya, una pincelada cada vez más libre o, como
se ha dicho tantas veces, más abocetada, un tratamiento de
la luz original, que altera el cromatismo, que surge de la
pincelada y de las cosas representadas, una luz que no se limita
a caer y resbalar sobre ellas, o a reflejarse
Los cuadros de gabinete que remite a Iriarte son
un buen testimonio de la libertad que
Goya se ha tomado con el lenguaje
pictórico. La humildad con que se refiere a ellos no debe
engañarnos: son cuadros estilísticamente
originales, por encima no sólo de lo que habían
hecho los pintores españoles, también muy por
encima de lo que hacían los artistas europeos sometidos ya
en este momento a los dictados del neoclasicismo.
No obstante, estas pinturas resultan todavía
convencionales en algún punto -en los encuadres, por
ejemplo, en la composición de las escenas, aún
tópica, excesivamente teatral-, como si Goya no fuera
capaz de liberarse completamente de las convenciones del
género. Los dibujos del llamado Álbum de
Sanlúcar o Álbum A (1796-97), realizados
durante su estancia en Sanlúcar tras la muerte del
duque de Alba, suponen un paso importante: Goya
«pinta» con tinta y agua. Capta
escenas cotidianas, la siesta, una mujer joven en
camisa -¿la Duquesa, una criada?- que se asoma al
balcón y levanta los brazos, una
«toilette»…, y prescinde de la minuciosidad en el
detalle para ofrecernos aquellos elementos necesarios en la
representación de la viveza que es propia de lo cotidiano.
Así, por ejemplo, no dibuja el balcón al que se
asoma la mujer, pero
podemos imaginarlo en su postura, su inclinación, el modo
de apoyarse sobre la baranda, etc. Simultáneamente, plasma
también la luz que es propia del lugar y de todas las
escenas concretas. Se ha dicho muchas veces que estos dibujos son
testimonio de la felicidad del artista y del ambiente
alegre y relajado en el que se encuentra. La luz es un componente
fundamental de esta felicidad y de ese ambiente,
ahora bien: ¿cómo la logra, cómo la dibuja?
Para plasmar la luz, Goya recurre al blanco del papel. El
papel no es
soporte sobre el que se dibuja, el papel, su
textura, su blancura forman parte del dibujo,
contrastan con la tinta y el agua, con
las «pinceladas» que construyen (abocetadamente) las
formas. El blanco del papel es parte
del cuerpo de la mujer que se
asoma, del lecho en el que se hace la siesta, de las
sábanas y sus arrugas, es parte de la atmósfera que
configura las escenas. El blanco del papel es luz que puede
graduarse, luz que interviene en los dibujos, que los compone,
textura que se hace luz sin dejar de ser textura, que aparece
«por debajo» de la aguada, que se valora,
acentúa o disminuye cargando o diluyendo la aguada,
intensificando su transparencia o reduciéndola, modulando
mil matices luminosos.
Si se pretende trasladar estos efectos a la
pintura al óleo se deberá acentuar la libertad de la
pincelada, su vibración lumínica, de tal forma que
una capa no oculte a la otra cuando se superponga, no la
emborrone tampoco y no la empaste. Toda la sabiduría
pictórica de Goya se pone ahora al servicio de
una técnica que será cada vez más
«abocetada» y que algunos académicos han
calificado de «descuidada». Nada más lejos del
descuido que esta perfección en la transparencia y la
vibración cromática y lumínica, algo que los
pintores académicos nunca supieron hacer -si es que se
dieron cuenta de lo que era-, razón por la que
introdujeron a la pintura española decimonónica en
el callejón sin salida del acartonamiento. A partir de
estas fechas, Goya hace una considerable cantidad de dibujos que
se han agrupado en álbumes Ya nos hemos referido al
primero de ellos, tras él, el llamado Álbum de
Madrid o Álbum B (1797), después
siguiendo la cronología de P. Gassier, los Álbum
D (1802-03) y E (h. 1806-12) (el Álbum C
será cronológicamente posterior, en torno a 1814-23).
También, en relación con el Álbum de
Madrid, los dibujos preparatorios para las estampas de los
Caprichos, cuya venta será
anunciada en 1799, el mismo año en el que es nombrado
Primer Pintor de Cámara.
3.3 Los Caprichos
No es la primera vez que Goya hace grabados. En
1778 había realizado una serie de aguafuertes sobre temas
velazqueños y una estampa, también al aguafuerte,
con un tema sobrecogedor, El agarrotado (1778-80). Los
Caprichos es serie mucho más ambiciosa, compuesta
de ochenta estampas, realizada en tono crítico -tal como
indica el anuncio de venta, que muchos
historiadores creen redactado por Leandro Fernández de
Moratín-; es la primera vez que un artista español
se empeña en una obra de tal envergadura, capaz de
competir, en tanto que serie, con las que se hacían en
Francia y muy
por encima de ellas en calidad,
comparable en este punto a la obra grabada de Rembrandt. Las
técnicas usadas por Goya son preferentemente el aguafuerte
y el aguatinta, que utiliza especialmente para los fondos, aunque
también las aplica matizadamente a las figuras. Los
recursos
técnicos son fundamentales para comprender las estampas,
pues gracias a ellos alcanza un expresivo dramatismo en las
figuras y crea una luz igualmente expresiva. El aguatinta
introduce una nota de homogeneidad en el conjunto de las
estampas: los fondos nocturnos de espacio indefinido contribuyen
de manera poderosa a universalizar la anécdota. El
aguatinta le permite crear superficies nodernas evitando el
empaste de la tonalidad, de tal modo que la homogeneidad
lumínica no se frustre en una superficie plana: los poros
de la resina "animan" esa superficie y producen ese efecto de
indefinición y oscuridad que permite hablar de un mundo de
la noche, un mundo del sueño, más verdadero que el
real, y no por monstruoso –El sueño de la razón
produce monstruos, dice el paradigmático capricho
número 43 menos verdadero y menos real. Dos son los temas
dominantes de la colección: la relación amorosa y
el mundo de la brujería; aquél domina en su primera
parte, éste en la segunda. Con ambos, otros asuntos
propios de la sátira del momento: el mundo al revés
en las asnerías o en las sillas «sentadas»
sobre las cabezas de las jóvenes, el anticlericalismo de
algunas caricaturas de frailes, el matrimonio por
conveniencia, la mentira y la inconstancia… Los asuntos se
despliegan en series o variaciones, como si con ellas deseara el
artista agotarlos, abordarlos desde puntos de vista diferentes.
De tal manera que la condición de los protagonistas no
varía en exceso: majas y prostitutas, lechuguinos,
madamitas, brujos y brujas, frailes, asnos médicos y
sabios, algún labriego, alguaciles…, un mundo que en
modo alguno podemos reducir a Madrid o Cádiz, pero que
sí es para Madrid o Cádiz, tanto como para
París o Venecia.
En esta sátira no encontramos un referente
moral claro.
Es indudable que critica a los eclesiásticos, pero no
contrapone un modelo
eclesial, y si habla del galanteo, parece que disfruta con
él, no se inclina por el matrimonio
virtuoso, aunque sí le interesa aquel que nada debe al
amor, todo a
la conveniencia. El mundo de la brujería despliega sus mil
caracteres, pero no encontramos un requerimiento a la
razón y el buen sentido, aunque puede argumentarse que
razón y buen sentido se desprenden de tanto absurdo y
sinsentido como en las estampas hay representado…, pero
serán la razón y el buen sentido de cada uno, no
los que encarnen institución alguna o moral
institucional alguna, porque a éstas no se las
menciona.
Cabe preguntarse si tanto dislate no forma parte
también de la naturaleza humana
y, por tanto, si no hay que buscarle un acomodo en nuestra vida,
a veces con la risa -una risa lúcida, como lúcido
es el sueño-, otras con la sorna de quien sugiere
más que representa: la realidad monstruosa que el
sueño ha puesto en pie es la nuestra. De esta manera
desborda Goya los límites que hasta el momento se
había puesto a lo cómico, pues lo positivo de tanta
negatividad no aparece por parte alguna. Como si el artista, y
nosotros con él, disfrutáramos con esas brujas que
acuden al aquelarre y con las madamas que gustan del cortejo,
olvidando la moralización que hasta ahora las había
legitimado. Que no todo lo real es racional me parece
consecuencia inevitable de estas estampas, también lo
monstruoso es real y nos pertenece. Que no todo en la Ilustración es racional y moralizante, que
el proyecto
ilustrado, el proyecto moderno,
no puede olvidarse de la negatividad que anima nuestra naturaleza, como
parte sustancial de ella, es cosa que las estampas de Goya ponen
en primer plano. La «cara oculta del Siglo de las
Luces» tiene en ellas su manifestación mejor y
más rigurosa, aunque no la única. Es una
«cara» que acompañará siempre a la
modernidad que en
estos momentos se inaugura, y que acompañará a la
obra del aragonés como una de sus marcas
fundamentales.
4. Los desastres de la
guerra
En 1807 entraron las tropas francesas en
España. En 1808 el motín de Aranjuez trajo consigo
la abdicación de Carlos IV y el arresto de su favorito
Manuel Godoy. El traslado de la familia
real a Francia es la
chispa que prende la llama de la Guerra de la
Independencia.
La vida en España se hace azarosa, también la de
Goya. En cuanto pintor del rey, el aragonés estaba
obligado a pintar retratos reales, en cuanto amigo de
intelectuales afrancesados podrá ser considerado
afrancesado el mismo, o al menos simpatizante de la nueva
situación. Carecemos de datos que nos
permitan aclarar con precisión cuál fue el sentir
de Goya ante estos hechos concretos, pero disponemos de las obras
que en estos años hizo, muchas y bien expresivas,
así como los temores que le embargaron a la vuelta de
Fernando VII, cuando la guerra
había terminado. Es entonces cuando pinta los dos grandes
cuadros sobre la resistencia en
Madrid, realizados posiblemente con ánimo de eliminar
suspicacias. La Guerra de la Independencia
tuvo mucho de guerra civil y trajo consigo la ruina del
régimen estamental, el hundimiento colonial y la
aparición de un liberalismo
tan radical en algunos momentos como débil en casi todos.
Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812 desmontaron sobre el
papel el entramado de poder del
viejo régimen, pero su desaparición real se produjo
a lo largo de muchos años y casi, se podría decir,
hasta el siglo presente. La libertad de
expresión y de reunión no terminó con el
poder del
absolutismo y
no fue suficiente para fortalecer en la medida de o necesario el
liberalismo.
La transformación económica del país fue
lenta y llena de contradicciones, pero estaba determinada
necesariamente por los cambios habidos en los mercados y en las
fuentes de
materias primas. Las heridas abiertas por la Guerra de la
Independencia
no se cerraron en los años de «paz», bien al
contrario, se infectaron en la represión del absolutismo y
en las reacciones de los liberales.
La vida de Goya estuvo sometida a estos avatares
en el tiempo que le corresponde. En 1808 pinta el Retrato
ecuestre de Fernando VII (Madrid, Academia de San Fernando),
pero ya serán pocos los retratos oficiales y de
personalidades públicas, políticas
y militares que haga, aunque hay algunos magníficos:
Wellington (1812-14, Londres, National Gallery) y, en
menor medida, el Retrato ecuestre de general Palafox
(1814, Madrid, Prado). Cuando Fernando VII vuelve a España
tiene que pintar su retrato, es tarea obligada del Primer Pintor
de Cámara. Realiza entonces Fernando VII en un
campamento y Fernando VII con manto real (ambos en
1814, Madrid, Prado), pero ni el pintor parece muy satisfecho con
el modelo, ni el
modelo
está contento con este tipo de pintura: prefiere una
más untuosa y mediocre, acartonada, minuciosa, como la que
puede hacerle Vicente López, su pintor
preferido.
Además Goya ha recibido una
condecoración importante, la Orden Real de España,
y ha pintado un cuadro que puede traerle problemas.
Habrá de repintarlo y finalmente se convertirá en
una Alegoría a la villa de Madrid (1810, Madrid,
Ayuntamiento). Primero fue otra cosa: un retrato de José
Bonaparte encargado por el Consejo Municipal de Madrid el 23 de
diciembre de 1809; posteriormente, en 1812 se cubre el retrato
con la inscripción «Constitución» pero se realiza un
nuevo retrato a la vuelta del rey José, y se vuelve a
borrar en 1813; en 1814 se pinta en el medallón el retrato
del deseado Fernando VII. Tras la muerte de
Goya, nuevos cambios: «El libro de la
Constitución» y el actual «Dos
de Mayo». Cuando estalla la Guerra de la Independencia
el artista aragonés es un hombre mayor,
tiene sesenta y dos años, una edad en la que otros
pintores empiezan a repetirse. Goya no, continúa
aprendiendo, todavía no ha terminado de hacer sus mejores
obras. Podemos abrir un período en este años, 1808,
y cerrarlo -o entornarlo- en 1819 cuando compra la quinta junto
al Manzanares que será conocida como Quinta del Sordo y
una grave enfermedad pone en peligro su vida. Lo que, unido a los
acontecimientos, contribuye a aumentar, inmediatamente
después, su aislamiento.
No es un período homogéneo y no hay
corte radical con el anterior ni con el siguiente, pero dos notas
pueden caracterizarlo, una en su vida privada, otra en su
pintura. En aquélla, la muerte de
Josefa Bayeu y su relación, no enteramente esclarecida,
con Leocadia, la mujer de
Isidoro Weiss (con el que había roto en 1811), pero sobre
todo la preocupación y el miedo -carecemos de datos para
sospechar que Goya fuera un valiente- ante los acontecimientos,
las persecuciones a liberales y afrancesados, el clima de terror
impuesto por
el monarca y sus secuaces, la presencia, otra vez, de la
Inquisición que, restaurada en 1814, se interesa por
él; en su pintura, la incidencia, no anecdótica, de
la Guerra de la Independencia,
que consolida y desarrolla aspectos de aquella que ya se
habían puesto de manifiesto. A pesar de su edad y de los
acontecimientos, es periodo de una gran actividad. De nuevo es
preciso hablar de pinturas, dibujos y estampas. Entre las
primeras se mencionaron ya algunos retratos, pero no son
éstos los que marcan el pulso de esos años.
Más significativas son obras quizá menos ambiciosas
en el tamaño y en la jerarquía de los
géneros, pero mucho más libres y
personales.
La Guerra de la Independencia es motivo de
algunas pinturas narrativas como Fabricación de
pólvora y Fabricación de balas (ambas h.
1810-14, Madrid, Palacio Real), pero también de otras de
carácter alegórico, como la muy célebre
El coloso (h. 1808-12, Madrid, Prado), en la que un
gigante cruza sobre las montañas provocando el
pánico de todos los que hay debajo de él, con la
excepción de un asno que permanece quieto,
impávido. Se ha pensado en este coloso como símbolo
de la guerra o de Napoleón, y, desde esta perspectiva,
pondrá compararse con aquellos grabados y esculturas que
representaron al Emperador como una figura colosal y gigantesca,
un Marte Pacificador. Goya invertiría el sentido de estas
composiciones destacando, precisamente, lo que de terrible y
negativo hay en ese Marte. Otra interpretación relaciona
esta pintura con un poema patriótico de Juan Bautista
Arriaza publicado en 1808, Profecía de los
Pirineos, en el que se habla de un gigante que,
espíritu del pueblo español, es capaz de detener a
Napoleón.
Con el coloso del Museo del Prado puede
relacionarse una estampa titulada asimismo El coloso (h.
1810-18, Madrid, Biblioteca
Nacional), en la que un gigante desnudo descansa sobre una
superficie indefinida y levanta la mirada hacia el firmamento, un
cielo nocturno con una luna en cuarto creciente. Tanto la figura
del gigante como el «paisaje» en el que ha sido
representado nos remiten a una imagen
cósmica y bien poco anecdótica: nada narra Goya
aquí, ni siquiera hay un acontecimiento que se pueda
describir, razón por la que su intensidad dramática
es superior a la que mostraba la pintura. Sobre su
interpretación no existe consenso entre los historiadores
puede pensarse en una nueva imagen
saturniana, en una contraposición al Marte Pacificador,
una nueva visión del Gigante que ya no es victorioso,
espíritu angustiado por el derrotero que toma la historia de nuestro
país… Como en alguna de las pinturas negras a la que
luego me referiré, nos encontramos ante una imagen tan
enigmática como fascinante. También es posible
relacionar con la Guerra de la Independencia dos pinturas que
hasta ahora habían sido consideradas costumbristas: La
aguadora y El afilador (ambas 1808-12, Budapest,
Szépmüvészeti Múzeum). Las dos
podrían aludir a la resistencia de
los españoles tanto mujeres como hombres, frente a los
franceses. Sin embargo, no se debe enfatizar en exceso el
presunto carácter heroico de ambas figuras; más da
que pensar en la situación en la que se encuentra el
pueblo durante los años de la Guerra, asunto que Goya
representa en numerosas ocasiones.
4. 1 Los desastres de la
guerra
La visión que tiene el artista
aragonés de la guerra es, como puede apreciarse en la
colección de 82 estampas titulada Los desastres de la
guerra (1810-1823; editada en 1863; Madrid,
Calcografía Nacional), bien distinta a la común de
la pintura heroica. Goya no contempla la guerra como el marco de
una actividad heroica, sino como el ámbito de la crueldad,
la tortura, el hambre y la miseria, la violación… Ni
siquiera se permite tomar partido por unos u otros. No hay buenos
y malos, no son buenos los españoles que resisten a los
franceses, tampoco los franceses que difunden las nuevas ideas.
Si éstos matan y aniquilan a los patriotas por procedimientos
bestiales -la horca, el fusilamiento, la mutilación…-,
los españoles no les van a la zaga: arrastran y golpean a
sus invasores hasta que mueren -Populacho (desastre núm.
28)-, los empalan y mutilan, tal como se ve en la que
quizá es una de las estampas más brutales de la
colección, y una de las imágenes
más violentas de la historia del
arte moderno: Esto es peor (desastre núm. 37).
Podemos tener dudas sobre la nacionalidad de este empalado, pero
franceses son los mostachos de los mutilados y descuartizados en
Grande hazaña! Con muertos! (desastre núm.
39).
Suele dividirse la colección de estampas
en tres partes, las dos primeras constituyen los «desastres
de la guerra» propiamente dichos, la tercera, denominada
<<caprichos enfáticos», se prolonga como una
reflexión política sobre las
consecuencias de los acontecimientos. La primera representa
escenas de violencia en
el campo de batalla o en sus aledaños. La segunda gira en
torno a un tema
central: el hambre que se extendió en Madrid durante 1811
y 1812 y sus consecuencias terribles entre la población civil. La tercera y
última, de más difícil interpretación
por el carácter enigmático de algunas estampas, es
una reflexión crítica sobre el poder
reaccionario de la Iglesia y del
monarca absoluto. Cierran la colección cuatro estampas de
muy dudosa interpretación: Murió la verdad
(núm. 79), Si resucitará? (núm. 80),
Fiero monstruo! (núm. 81) y Esto es lo
verdadero (núm. 82). Si en la primera parece que nos
encontramos ante una reflexión crítica sobre la
situación venida tras la Guerra, en la segunda hay
esperanza, pero ya no es tan clara la tercera, que admite
múltiples interpretaciones -¿quién es ese
monstruo que vomita una multitud de cadáveres?-, y la
última resulta quizá en exceso ele mental para
contrapesar la negatividad de toda la serie. La violencia y la
crueldad no habían sido ignoradas por los pintores de la
época, pero en todos los casos habían sido
«legitimadas» de alguna manera, ya fuera recurriendo
al héroe o a los ideales políticos e
ideológicos que se afirmaban con la nueva época
histórica. Los artistas revolucionarios, primero, y los
napoleónicos, después, son los ejemplos más
importantes a este respecto y David la figura principal entre
todos. En sus Desastres elimina Goya tanto a los
héroes como los ideales. No hay ningún equivalente
del Marat davidiano. Si hasta ahora la negatividad había
sido sublimada en aras de la felicidad, de la justicia y la
libertad, en
atención al Emperador, a la difusión del nuevo
orden político y social, a la nación, etc., ahora
abandona Goya cualquier tipo de sublimación para
ofrecernos la negatividad sin contrapartida alguna. Una
negatividad en los Desastres, que es absoluta y nuestra.
Los autores de tanta violencia no
son fuerzas cósmicas desatadas, ni fuerzas políticas
de carácter universal, son hombres concretos, en los que
todos podemos reconocernos. Goya produce este efecto evitando la
distancia que hace de la violencia un
espectáculo. La aproxima a nosotros de una manera tan
cruel como magistral. Articula un verismo acentuado -que durante
mucho tiempo ha impelido a buscar los correlatos concretos de
estas escenas en acontecimientos singulares de la Guerra de la
Independencia-, en el que las estampas serían a la manera
de instantáneas, con una composición muy definida
que le permite universalizar los motivos. Las escenas
están vistas ligeramente desde abajo o desde arriba -nunca
a la misma altura de nuestra mirada, a fin de evitar la
frontalidad-, recurriendo a motivos naturales, taludes, Llanuras,
arbustos, vegetación, y los protagonistas destacan sobre
un fondo habitualmente nocturno que, como en los
Caprichos, adquiere un sentido indefinido gracias al
aguatinta y pierde la estricta determinación
anecdótica.
Las escenas no narran secuencialmente una
historia sino que
se componen como variaciones sobre temas: las distintas formas de
la muerte, de
la tortura o del hambre. El sentido heroico que en otros artistas
posee la muerte se
pierde aquí a la vez que el distanciamiento: los fusiles
casi tocan al que va a ser fusilado, los verdugos
acompañan al ahorcado, la mutilación o el
empalamiento son acontecimientos próximos que han perdido
cualquier grandeza. Al igual que carecen de ella los
cadáveres destripados o los que, víctimas de las
enfermedades y el
hambre, son trasladados en carretones al cementerio No hay
consuelo sentimental, como no lo hay ideológico, tampoco
estético: la muerte, la
guerra, el hambre no son un espectáculo. Goya está
lejos de lo sublimemente terrorífico que han teorizado
algunos autores ingleses -E. Burke es el más conocido
entre todos- que han pintado artistas como Füssli y que
pondrá en práctica la llamada «novela
gótica». La suya no es una estética del
consuelo sino de la lucidez. A la negatividad sin resquicios de
la violencia se une la parodia de las actitudes e
ideologías políticas
de los «Caprichos enfáticos». El culto
a las reliquias, la superstición, la burocracia de los
leguleyos, la corrupción…, todo parece resolverse en
una gigantesca pantomima que busca su sentido último en
las cuatro estampas finales. Un mundo dislocado es el que
representa también en algunos de los cuadros de la serie
de los marqueses de la Romana, aunque la mayor parte de ellos no
tenga que ver directamente con la Guerra de la Independencia. Son
ocho óleos de pequeño tamaño con escenas de
violencia –Bandido asesinando a una mujer, Fusilamiento
en un campo militar, Bandido desnudando a una mujer…
(todos h. 1808-12, Madrid, Marqués de la Romana) -y un
dramático Hospital de apestados (h. 1808-12,
Madrid, Marqués de la Romana) que intensifica los efectos
alcanzados antes con sus escenas de locura. En todas estas
pinturas predomina una composición que sitúa la
escena en la oscuridad -una cueva, un interior, la noche- y deja
la luz como fondo, como si Goya deseara llamar la atención
sobre la existencia de dos mundos, a la vez que sobre la
condición oscura, nocturna, de aquel en el que tienen
lugar los acontecimientos. Muy diferentes por los temas y
matizadas en cuanto a su sentido son otras pinturas de la
época que deben ser mencionadas. En primer lugar, una
serie de bodegones realizados en torno a
1810-1812, entre los que destaca el conservado por el Museo del
Louvre: Trozos de carnero. Goya se adelanta aquí a lo que
después será la tradición realista de la
pintura europea y obtiene con su imagen una atmósfera de radical
materialidad. Es importante llamar la atención sobre la
calidad
pictórica de estos bodegones, su modo de pintar las carnes
y la forma de componer, la utilización de la luz, la
densidad y
transparencia material de los objetos, de los animales muertos,
de los pedazos de carne o de las rodajas de salmón del
bodegón que con ese título conserva la
colección Reinhart (Winterthur).
Un mundo completamente distinto es el que aparece
en pinturas como Las viejas o El tiempo y Las
jovenes o La
carta (ambas h. 1810-12, Museo de Lille). Posiblemente se
trata de dos cuadros que hacen juego, tanto
por sus dimensiones y su estilo como por el asunto abordado,
aunque nada es completamente seguro al
respecto. El segundo de ellos es un buen ejemplo de la capacidad
del artista para representar no sólo la juventud en su
presencia magnífica, sino también un conjunto de
figuras que parecen abocetadas y contrastes lumínicos que
proporcionan a la escena toda la alegría de su
viveza.
4.2 Dibujos
Durante todos estos años fueron muchos los
dibujos que realizó Goya. Citaremos primero los que, con
temas de prisioneros encadenados, hizo a la aguada, con sanguina
y pluma en algún caso, preparatorios de tres aguafuertes
de fecha indeterminada entre 1810 y 1820. Este motivo de los
prisioneros aparecerá también en algunos dibujos de
los álbumes realizados durante estos
años.
La cronología exacta de los álbumes
de dibujos es difícil de precisar, aunque por el momento
se acepta la establecida por Gassier: en torno a 1814-23
para el Album C, el más importante de todos por el
número de dibujos que contiene, con gran variedad en sus
motivos; hacia 1801-03, el Álbum D, mucho
más reducido que el anterior; hacia 1806-12, el
Álbum E, que tiene la particularidad de que la
mayoría de sus dibujos están enmarcados con un
recuadro negro, sencillo o doble; en torno a 1812-23,
el álbum F. Además, otros dibujos no
encuadrados en álbum alguno. Por lo que se refiere a la
técnica utilizada, predomina la aguada de tinta china o de
sepia, a veces con resaltes de pluma o lápiz y en algunas
ocasiones con leyendas
explicativas a lápiz, especialmente en el Álbum
C, que las tiene en casi todas sus hojas. Con una
cronología tan amplia es natural que los motivos y los
estilos varien mucho, no sólo de un álbum a otro
sino dentro del mismo. Sin embargo, cabe destacar algunas
líneas temáticas que refuerzan el sentido indicado
a propósito de estampas y pinturas. Prisioneros y
perseguidos por la justicia y la
Inquisición es una de ellas, muy rica en el
Álbum C y presente también en el F. La
visión crítica de los frailes configura una
línea que podemos calificar de anticlerical seguramente en
relación con los avatares de la vida eclesial en los
años de la Guerra e inmediatamente después. Se
encuentran en ella referencias a la exclaustración, a la
injusticia y la corrupción, a la superstición,
también algunas imágenes
que nos recuerdan los Caprichos. Esta línea
está muy presente en el Álbum C con mayor
abundancia que en los restantes, de los que, sin embargo, no
está ausente. Otro grupo
temático es el que podemos denominar escenas populares.
Riñas y duelos, cazadores en la práctica de su
afición, motivos de la vida cotidiana de los campesinos,
tambien de los mendigos de las ciudades y del campo. En este
último caso, no se pueden considerar figuras propias de
escenas costumbristas, pues más parecen muchas veces
motivos grotescos y caricaturescos, con abundante
exhibición «cómica» de deformaciones y
lacras físicas, mutilaciones, etc. En todos los
álbumes encontramos muchos ejemplos de este grupo
temático, quizá más en el F que en los
restantes, y quizá más populares que
cómicas. Próximas a éstas son las escenas
grotescas, escenas en las que -con figuras que pueden
identificarse socialmente o no- predominan la deformación
y el absurdo: frailes y ancianos (o ancianas) que vuelan, bailan
o patalean en el aire, personajes
grotescos que rayan en la locura o están plenamente
inmersos en ella, frailes que desfilan procesionalmente con unos
calzones por estandarte, niños y personajes monstruosos,
mujeres barbudas, pesadillas oníricas… En todos los
álbumes dibuja escenas grotescas, pero se debe llamar la
atención sobre los «voladores» del
Álbum D y el «bailarín»
del Álbum E, sobre los deformes y locos del
C, sobre los glotones, viejos y viejas cantando,
menesterosos, etc., del Álbum F.
En líneas generales, si debemos resumir,
un mundo abigarrado y descoyuntado en el que no están muy
claras las líneas que separan unos grupos
sociales de otros, la miseria de la deformidad, la
irracionalidad de la ideología, la crueldad de la
cotidianidad, un mundo en el que a veces es difícil
averiguar el sexo de
algunas personas -brujos, brujas, viejos, viejas, frailes…?-,
mientras que en otras se ofrece deslumbrante -deseables mujeres
jóvenes que Goya representó mejor que ningún
otro artista de su tiempo, ingénuas y virginales algunas,
conocedoras de su atractivo sexual, otras-. Un mundo, pues, en el
que ha desaparecido tanto el orden que buscaban los ilustrados
como aquel otro que establecía «naturalmente»
el régimen estamental. Un mundo en el que todo parece
posible, en el que reina la deformación y lo grotesco ha
invertido los valores
establecidos. Al igual que sucedía en los
Caprichos, no parece que Goya muestre aquí afanes
moralizadores. Es cierto que critica a los frailes y los fustiga,
a veces literalmente con látigo que esgrime la
Razón: Divina Razón/ No deges ninguno (Album
C, Madrid, Prado)-, y que muchas veces resulta evidente su
conmiseración por los encadenados y los encorozados por la
Inquisición, pero no lo es menos que todos éstos
forman parte de ese mundo descoyuntado, ese gran fresco en el que
continuamente estalla la risa y en el que muchas veces «se
ríe por no llorar», quizá porque parece un
mundo sin salida, cerrado en su violencia y su agitación,
sin otra salida que esa Razón que azota a los pajarracos
negros o la Divina Libertad que la precede pocas hojas
antes -(Álbum C, Madrid, Prado)-, únicos referentes
luminosos de un mundo nocturno.
4.3 Pinturas del 2 y el 3 de
mayo
Tambien cabe pensar en las pinturas que hizo con
motivo de los acontecimientos del 2 y 3 de mayo de 1808 en
Madrid. Aquí el referente luminoso sería el
heroísmo de los patriotas.
El 7 de mayo de 1814 Fernando VII entraba en
Madrid. Antes (4 de mayo) se había abolido la Constitución de 1812 y se había
promulgado un decreto contra los liberales. Inmediatamente
después se restauraba la Inquisición (21 de julio).
También se inició la
«purificación» de los funcionarios de la Real
Casa, el pintor aragonés entre ellos, y Goya era
denunciado al Santo Tribunal por las «Majas».
Fue citado para comparecer ante la Inquisición en 1815,
aunque de todo esto es poco y confuso lo que se sabe. Mientras,
había nacido la hija de Leocadia, María del Rosario
Weiss, cuya paternidad atribuyen algunos a Goya, y éste
pinta sus dos autorretratos (Madrid, Prado y Academia de
San Fernando), además de varios retratos, entre ellos los
ya citados de Fernando VII y del general Palafox. Además
pinta los cuadros del 2 y 3 de mayo en Madrid.
Los acontecimientos de estos días se
convirtieron en motivo de exaltación del patriotismo y de
la lucha contra el "opresor francés". En 1813 se
habían impreso y vendido estampas de Tomás
López Enguídanos que relataban los acontecimientos.
Fueron copiadas con algunas variaciones por José Ribelles
y Alejandro Blanco en 1814. Otras estampas con estos temas,
alguna anónima, aparecieron en los años siguientes.
También en 1813 se representó una tragedia en tres
actos titulada El día dos de Mayo. Fue escenificada
por Antera y Baus e Isidoro Máiquez, y posiblemente las
primeras estampas sobre los acontecimientos tuvieran
relación con esta obra. Las estampas representaban cuatro
escenas: la marcha de la familia
real ante Palacio y los intentos de los madrileños por
evitarla, la muerte heroica
de Daoíz y Velarde en el Parque de Artillería, los
enfrentamientos en la Puerta del Sol y la represión en el
Paseo del Prado. Goya pintó los enfrentamientos en la
Puerta del Sol y los fusilamientos en la Montaña del
Príncipe Pío. El primer cuadro es próximo a
las estampas que representan el mismo asunto, no así el
segundo, en el que, sin embargo, sí «utiliza»
algunos de los detalles, además del espíritu
general de la represión. Sobre la eventual
realización de otros con los restantes temas de las
estampas, mucho es lo que se ha escrito -como sobre los dos
cuadros del Prado-, pero nada se sabe al respecto. Dada la
situación política, Goya
debía esmerarse en la representación de todos
aquellos rasgos que alejaran de su persona cualquier
sospecha de «afrancesamiento», pero no por ello
olvida los que son ejes centrales de su arte. Frente a lo
que es habitual -y quizá esperado-, Goya prescinde del
héroe real, del príncipe, y representa al pueblo,
especialmente al pueblo llano que protagonizó la resistencia.
Ahora bien, las características heroicas de este pueblo
son, cuando menos, peculiares. En el 2 de mayo de 1808, conocido
también como La carga de los mamelucos (1814,
Madrid, Prado), nos ofrece una imagen de los acontecimientos
sucedidos en la Puerta del Sol, destacando el enfrentamiento de
los madrileños con la caballería francesa, su
fiereza así como la desigualdad de armamento. Goya
sitúa la escena sobre un fondo de casas sesgadas que tiene
la virtud de centrar todo el interés en
el primer término, un fondo que actúa a la manera
de un embudo, que intensifica el dramatismo de los sucesos y nos
sitúa como espectadores privilegiados, casi como parte de
ellos. Al eliminar la distancia que era propia de las estampas -y
que es habitual en los cuadros de batallas de la pintura
napoleónica- anula el sentido teatral; la lucha no es una
escena distante que podemos contemplar plácidamente, sino
un enfrentamiento en el que, por nuestra distancia,
podríamos participar. A la proximidad de los combatientes
corresponde nuestra proximidad. También nos son
próximas las ejecuciones de El 3 de mayo de 1808,
conocido también como Los fusilamientos de la
Moncloa o Los fusilamientos en la montaña del
Príncipe Pío (1814, Madrid, Prado). El artista
ha recurrido a una composición que es habitual en los
Desastres y que ya estuvo presente en algunos cartones
para tapices: la escena se desarrolla en una ligera loma a la que
nosotros tendríamos acceso por delante, desde el punto en
que, como espectadores, la contemplamos. Ahí, bajo la
iluminación de un farol que deja en la oscuridad a los
soldados franceses e ilumina a los patriotas, tienen lugar los
fusilamientos. Los que van a ser ejecutados suben por el otro
lado de la loma. Detrás la noche y un paisaje
madrileño. Los historiadores han destacado ante todo dos
notas de esta pintura: en primer lugar, el diferente tratamiento
de ejecutores y ejecutados; después, segundo, la
diversidad de figuras, personalidades y actitudes de
los que están siendo fusilados o van a serlo. Ha
convertido a los soldados franceses en una anónima
máquina de matar que permanece en la oscuridad; toda la
luz ilumina a los patriotas, convertidos así en el centro
de atención de la pintura.
La luz ilumina la muerte en una
atmósfera
general sombría. A la vez, y ésta es la segunda
característica, ante la muerte pueden
adoptarse diferentes actitudes,
desde la del patriota emblemático que levanta los brazos y
ofrece su pecho a las balas, hasta el que se tapa los ojos porque
no quiere ver, el que reza, el que grita insultante, el
aterrorizado, el resignado…, y el muerto, un
«pelele» trágico bañado en sangre, primero
del montón que constituirán
todos.
La muerte es la gran protagonista de los
fusilamientos, una muerte cuya falta de heroicidad resulta
evidente a poco que la comparemos con la que aparece en los
cuadros franceses e italianos, con los de David, Gros y restantes
discípulos de aquél. A veces parece que los
Fusilamientos constituyen una respuesta a un cuadro de Gros que
se hizo célebre en aquellos tiempos: La
rendición de Madrid (1810, Versalles, Museo Nacional
del Castillo). También Gros pintó a un grupo de
madrileños frente a los franceses, pero con un sentido por
completo diferente: los españoles capitulan y rinden
pleitesía al invasor francés, se arrodillan y unen
las manos… Los personajes de Goya, dispuestos grupalmente de
manera similar, invierten los gestos, y otro tanto hacen los
franceses, convertidos en pelotón de ejecución y no
en receptores de la capitulación. ¿Conocía
Goya, directa o indirectamente, la pintura de Gros? No lo
sabemos, pero son, en cualquier caso, imágenes
opuestas: en una, la francesa, la «nobleza» de la
guerra, en la otra su crueldad. También es muy distinta la
pintura de Goya de las estampas que reflejaron este o similares
acontecimientos. En las estampas predomina lo anecdótico,
el sentido escenográfico que ofrece diversos motivos
interesantes, en la pintura lo anecdótico es
mínimo, la narración escasa, el énfasis
trágico intenso.
5. Últimos
años
En 1819 Goya cae enfermo. Una vez más, es
poco lo que sabemos de esta enfermedad. Estuvo en peligro de
muerte y fue curado por su médico, Eugenio García
Arrieta, tal como indica en el cuadro que pintó a este
propósito, Goya atendido por Arrieta (1820,
Minneapolis Institute of Arts), en el que escribió:
«Goya agradecido, á su amigo Arrieta: por el acierto
y esmero con q: le salvó la vida en su aguda y-/ peligrosa
enfermedad, padecida á fines del año 1810, a los
setenta y tres años de su edad. Lo pintó en
1820». La pintura recuerda una piedad laica, en la que el
médico sujeta al artista por los hombros mientras le ayuda
a tomar una medicina en un
vaso. Detrás de ambos, en la oscuridad, figuras
indefinidas que tanto podían representar a las Parcas
-aunque carecen de trazo mitológico alguno (lo que, por
otra parte, era habitual en Goya)- como a personas cercanas al
pintor, entre ellas Leocadia Weiss. Retrato y autorretrato son
prodigiosos en su contundencia dramática, trozos
magníficos de pintura en la que Goya ha jugado con
tonalidades grises, verdes y terrosas, con el rojo del primer
término, la oscuridad del fondo y los efectos
lumínicos en las ropas y las carnes. Pintura
también ajena a cualquier énfasis heroico o a
idealización legitimadora de la muerte. Todo el sobrio
dramatismo de la muerte se concentra en esas dos figuras, en bata
una, de indumentaria burguesa el médico, en lo contenido
del gesto, el socorro médico, no espiritual (como hubiera
sido propio de composiciones más
tópicas).
No es la única vez que en estos
años aborda el tema de la muerte, pero sí la
más contenida y, por ello mismo, la más
contundente. En comparación con éste, un cuadro
también magnífico, La última
comunión de San José de Calasanz (1819, Madrid,
Capilla de San Antón), resulta excesivamente expresivo y
consolador. Con Cristo en el monte de los Olivos (1819,
Madrid, Escuelas Pías), donado por el artista a esta
comunidad, es
la obra cumbre de Goya en el ámbito de la pintura
religiosa. Muestra de una
sensibilidad completamente alejada de lo que era habitual en el
género, que prescinde de los aspectos retóricos del
acto religioso y se concentra en la vivencia existencial del
individuo, en este caso del santo. Una sensibilidad profundamente
moderna, que destaca los rasgos individuales sobre los
institucionales y eclesiales -y ello a pesar de que se trata de
una imagen temáticamente eclesial-, y hace de la atmósfera
expresión de los mismos.
Goya pintó ambos cuadros antes de caer
enfermo. También poco antes, el 27 de febrero de 1819,
adquiere una propiedad con
diez hectáreas de terreno a la orilla derecha del
río Manzanares, desde la que se podrá ver el mismo
paisaje que pintara en el boceto para cartón titulado
La pradera de San Isidro (1788, Madrid, Prado). Goya
encontró en esta quinta apartada -derribada años
después- refugio y retiro. La situación
política, su avanzada edad, su eventual relación
íntima, y por tanto escandalosa, con Leocadia Weiss, las
suspicacias de la Inquisición… son otras tantas razones
para explicar ese retiro.
Pero la situación no se solucionó.
Nada sabemos de la vida privada de Goya en 1821 y 1822, bien poco
lo que se refiere a 1823, año en el que dona (17 de
septiembre) la Quinta a su hijo Mariano. Para esa fecha ya se
había producido la invasión de «Los Cien Mil
Hijos de San Luis» (7 de abril), que habían tomado
Madrid (23 de mayo) y reinstaurado la monarquía absoluta
de Fernando VII. Cádiz caera poco después, el 30 de
septiembre, intensificándose la represión
fernandina. Tras la ejecución de Rafael de Riego,
«el Deseado» entra triunfalmente en Madrid el 13 de
noviembre de 1823. Nunca una entrada real fue tan humillante y
canallesca: recibido con los gritos de «Muera la
Constitución», «Viva la
Inquisición», el monarca extendió el terror
más cruel por todo el reino. Goya temió por su
seguridad y se
refugió en casa de José Duaso y Latre a finales de
enero de 1824, y en ella permaneció hasta mediados de
abril, poco antes de que se promulgara un decreto de
amnistía general (el 1 de mayo). No sabemos las razones
que movieron al artista a ocultarse y algunos historiadores han
sospechado que no temía tanto por sí mismo como por
Leocadia, de conocidas convicciones antiabsolutistas, uno de
cuyos hijos, Guillermo, había formado parte de la milicia
de Madrid y había huido a Francia.
Nada más promulgarse el decreto de
amnistía, Goya solicita permiso para trasladarse a Francia
con licencia de seis meses. El motivo: «tomar las aguas
minerales de
Plombières para mitigar las enfermedades y achaques que
le molestan en su avanzada edad». Comoquiera que sea, el
monarca accede a la petición y el 24 de junio el
subprefecto de Bayona comunica al ministro del Interior el paso
de Goya por esta ciudad camino de París. Se detiene tres
días en Burdeos y marcha luego a la capital
francesa, en la que permanece desde el 30 de junio al 31 de
agosto. La policía está atenta a sus movimientos y
hace informes que
han permitido a los historiadores obtener los datos
fundamentales. Quizá se deba esta vigilancia a la posible
relación de Goya con los círculos de emigrados,
entre ellos Joaquín María Ferrer, considerado en
esos informes como
un «temible revolucionario». Pinta su retrato
Joaquín María Ferrer– y el de su esposa
Manuela Álvarez Coiñas de Ferrer (ambos
1824, Roma, Marquesa de
la Gándara)- y hace algunos dibujos. Visita los monumentos
y pasea por los lugares públicos, es posible que fuera al
Louvre, pero no lo sabemos a ciencia cierta
ni se ha encontrado referencia alguna a los grandes pintores
franceses del Louvre y el Luxemburgo.
El 1 de septiembre marcha a Burdeos, donde se
instala con Leocadia Weiss y sus hijos hasta 1828, año en
el que muere. En estos cuatro años logra renovar su
licencia y hace dos viajes a
Madrid (en 1826 y 1827), en el primero de los cuales obtiene su
jubilación con todo el sueldo y es retratado por Vicente
López. En Burdeos no sólo continúa pintando,
dibujando y grabando al aguafuerte, también realiza
litografías que imprime Cyprien-Charles-Marie-Nicolas
Gaulon, que posiblemente fue también su maestro en esta
técnica (Goya la había iniciado en Madrid en el
taller litográfico de José M." Cardano, 1819) y del
que hizo un soberbio retrato litográfico: Retrato de
Gaulon (1824-25, Middletown, Davison Art Center).
Litografías son también las series de Los toros
de Burdeos (1825), que posiblemente hiciera temeroso de su
situación económica y con el afán de
remediarla.
5.1 Las Pinturas negras
Ya se ha señalado que Goya pintó en
su Quinta, al óleo sobre yeso, una serie de pinturas, en
número de catorce, que se conocen con el nombre de
Pinturas negras (actualmente en el Museo del Prado, al que
llegaron en 1881 después de diversas vicisitudes .Las
pinturas estaban situadas en dos salas de la planta baja y el
primer piso, respectivamente. En la planta baja se encontraban
La Laocadia, El Gran Cabrón, Saturno, Judith y
Holofernes, La romería de San Isidro, Dos viejos y Dos
viejos comiendo; en el primer piso: Átropos o
Las Parcas, Duelo a garrotazos, Hombres leyendo, Dos
jóvenes burlándose de un hombre, Paseo
del Santo Oficio, Asmodea y El perro.
Las Pinturas negras han suscitado una abundante
bibliografía sin que por el momento exista consenso entre
los diferentes autores. Ni siquiera sobre los títulos hay
acuerdo. La primera vez que se mencionan es en el inventario
redactado por Antonio Brugada a la muerte del artista en 1828,
pero ya algunos de sus títulos ofrecen inexactitudes:
así, por ejemplo, Hombres leyendo se titula en el
inventario
«Dos hombres», Dos mujeres y un hombre,
«Dos mujeres». La falta de precisión en los
títulos responde a lo enigmático de los temas,
tanto consideradas las obras individualmente como en su conjunto.
Sánchez Cantón y Xavier de Salas, Folke
Nordström, Nigel Glendinning, Pierre Gassier y Santiago
Sebastián son algunos de los historiadores que más
atentamente han estudiado las pinturas, pero no es éste el
lugar adecuado para exponer sus interpretaciones y entrar en sus
matices. Nos limitaremos a una visión general. La eventual
realización de un programa unitario
choca con la primera dificultad en los títulos. Algunos
hacen referencia a asuntos que podemos considerar
contemporáneos Duelo a garrotazos, La romería de
San Isidro, Paseo del Santo Oficio-, otros, por el
contrario, poseen un fuerte sentido mitológico –Atropos
o Las Parcas, Asmodea, Satumo-, otros resultan de
difícil adscripción: qué tipo de asunto es
el de El perro, quizá la pintura más
enigmática entre todas las de la Quinta y, probablemente,
la más fascinante?, ¿Cuál es el tema de
Dos jóvenes burlándose de un hombre o de
Dos viejos corriendo y Hombres leyendo? qué
viejos son esos Dos viejos?… Da la sensación de
que Goya ha reunido motivos de muy diferente naturaleza, pero
no cabe duda, a la vista de las pinturas, de que el conjunto
ofrece un sentido unitario, y no es de extrañar que haya
interpretaciones para todos los gustos, desde las que buscan una
«férrea» unidad iconológica -como las
de Nordström y Sebastián- hasta las que encuentran un
hilo más laxo, como las de Salas y Sánchez
Cantón o la de Gassier.
Entre todas las Pinturas negras hay una
que ha llamado siempre profundamente la atención: El
perro. A pesar de la sencillez de la imagen no existe acuerdo
sobre el título. Brugada la llamó Un perro,
el Museo del Prado dice Perro semihundido, Gassier lo
titula El perro. Nos encontramos ante una pintura de
composición bien sencilla, posiblemente deteriorada por
los traslados: la cabeza de un perro asoma tras una loma, mirando
a la derecha, donde la loma se eleva ligeramente, ocupando la
mayor parte del cuadro el fondo, cielo o lugar, espacio de
naturaleza indeterminada. No sabemos qué sucede, no somos
capaces de precisar cuál es el tema de la pintura:
¿el perro se hunde o se salva?, ¿se limita a
aparecer tras la loma, por la que estaría subiendo?,
¿qué mira, si es que mira algo, pues su mirada
más parece reflexiva que orientada hacia algún
motivo (que, por otra parte, no está en la pintura)? Son
preguntas de muy difícil contestación. Ante todo,
el lector debe tener en cuenta que son preguntas motivadas por la
imagen misma, por la pintura, no por el tema de la pintura. Si
variamos la disposición de la cabeza, disponemos el morro
del can en línea horizontal, las preguntas sobre el
posible hundimiento dejan de tener sentido; si cambiamos la
mirada, se precisará si es reflexiva o anecdótica;
si alteramos el color del espacio
o sus dimensiones, desaparecerá la sensación de
indeterminación y aumentará el grado de
narratividad. El perro es una pintura que depende
estrictamente de los elementos plásticos,
su grado de narratividad es mínimo, la posibilidad de
traducir su sentido por escrito, muy
pequeña.
Es posible que este perro sea una figura
mitológica o forme parte de un discurso
narrativo, y no hay duda que averiguarlo contribuirá a
esclarecer su significado. Pero ya ha producido, y produce, su
efecto, ya podemos identificarnos con esta imagen, que habla
directamente de nuestra situación y corrige el eventual
optimismo de la modernidad. No
sabemos si el perro se hunde o no, sólo podemos verle en
el preciso momento en el que la ambigüedad domina la
situación y por ninguna parte aparece terreno firme sobre
el que apoyarse; levanta el morro y mira, y su mirada tanto se
dirige hacia fuera -pero a ningún objeto concreto –
como hacia dentro, es decir, es expresión de esa
situación y, en este sentido, casi humana; el
espacio-firmamento en el que se recorta no pertenece a lugar
concreto
alguno: como el de la estampa El coloso, pero ahora de
forma más radical, posee una fisonomía
cósmica. El perro es la representación
más rigurosa de la soledad y la falta de seguridad, de la
autoconciencia de esa situación, de su carácter
absoluto. El perro presenta la negación de cualquier
optimismo ilustrado o moderno, rechaza cualquier
idealización de nuestra situación y,
paradójicamente (dado lo hermético de su tema), nos
devuelve a la tierra: su
autoconciencia es la nuestra.
5.2 Disparates
Las Pinturas negras guardan estrecha
relación con la serie de 22 estampas al aguafuerte y
aguatinta conocida con el título de Los disparates o
Los proverbios, que se supone realizó Goya entre
1815-1816 y 1824, antes de partir para
Burdeos, pero que no fueron publicadas hasta 1864.
Los temas de pinturas y estampas son distintos, pero la
relación entre ambos mundos parece evidente. Los
disparates son de muy difícil interpretación, tanto
por el carácter hermético de muchos de sus temas,
como por la naturaleza de su conjunto. Esta dificultad aumenta
por el hecho de que la serie no ha sido terminada, muchas de las
estampas carecen de título y existen ocho dibujos
preparatorios para grabados que no fueron realizados. En general,
por lo que hace a los dibujos preparatorios, en ninguna otra
serie son tan diferentes de las estampas definitivas como en
ésta. ¿«Disparates» o
«Proverbios»? La dificultad de encontrar el
significado preciso de los temas ha conducido a interpretaciones
que, en muchos casos se contraponen. Algunas de las estampas
parecen realizadas a partir de proverbios, pero no todas
satisfacen esta pretensión, mucho hay que forzarlas y
mucho es lo que se ha forzado su disposición. Por otra
parte, algunas de las pruebas
conservadas llevan un pie con el título: Disparate
Femenino, Disparate Ridículo, Disparate Volante, son,
por ejemplo, algunos de los títulos que figuran en las
pruebas
conservadas en la Fundación Lázaro Galdiano de
Madrid. En cualquier caso, aunque algunas de las imágenes
correspondieran efectivamente a proverbios, las estampas poseen
un sentido disparatado e incluso, como ha señalado
Glendinning, carnavalesco. Al igual que sucede con las
Pinturas negras nos encontramos en un mundo nocturno.
Todos los acontecimientos, cualquiera que sea su asunto, se
realizan en la oscuridad o la noche, sobre fondos oscuros
indeterminados realizados al aguatinta. Incluso escenas que
podríamos calificar de alegres o divertidas adquieren en
las estampas ese cariz: el manteo de un pelele en Disparate
Femenino, el susto de un gigantón en Disparate de
bobo, el juego de los
ensacados o entalegados en Disparate de entalegados, el
baile de Disparate alegre, etc. La broma, la
diversión -si de bromas y diversiones se trata-, adquiere
en muchas estampas un aire tenebroso y
siniestro. Cuando los motivos hacen referencia a la falsedad y la
doblez –Disparate triple es un caso ejemplar a este
respecto-, el ambiente
creado intensifica la negatividad de lo
expuesto.
Algunos de los Disparates parecen poseer
un marcado sentido satírico o crítico. Así
sucede, por ejemplo, con la doblez en el mencionado Disparate
triple, posible alusión a la infidelidad amorosa, o la
reverencia ante imágenes de bobos plasmada en Disparate
de bobo. En otras ocasiones el sentido satírico es
más complejo: en Disparate desenfrenado, por
ejemplo, Goya representa a un caballo que rapta a una mujer de gesto
impreciso, lo que indica un tema de caracter sexual y
una referencia directa al erotismo; ahora bien, el paisaje del
fondo está constituido por dos montículos que, a
poco que miremos atentamente, se descubren como lo que son: dos
ratas gigantescas, una de las cuales (a la izquierda) devora a
una mujer que
literalmente se está introduciendo en su boca. A la vista
de este «fondo», el motivo del primer plano adquiere
un sentido más nítido: Goya nos ofrece dos
imágenes de la relación amorosa y del placer
sexual, contraponiendo la figura de la secuestrada por el
majestuoso caballo, en el primer término, con el horror de
la figura devorada por la rata gigantesca del segundo. Ratas que
se confunden con montículos, escalas que no se respetan,
iluminación que acentúa el carácter nocturno
de los acontecimientos, paisaje que olvida su dimensión
anecdótica para ofrecerse como parte de la naturaleza
cósmica…
Otros Disparates son, si cabe, más
herméticos. No sabemos qué hacen ese conjunto de
figuras femeninas -¿brujas?- subidas a la rama de un
árbol que en el Disparate Ridículo cruza la
imagen de un lado a otro. Posiblemente se trate de una escena de
brujería, una reunión de brujas viejas y
jóvenes, una iniciación, pero el efecto que produce
en nosotros no depende tanto de la precisión narrativa del
tema como de la condición misma de la imagen: la
inexistencia de un espacio seguro sobre el
que apoyarse, la rama que cruza el firmamento, la escala de las
figuras, la indeterminación e inmensidad de ese firmamento
tenebroso… Como en El perro, los motivos narrativos han
sido claramente «superados» por los elementos
más estrictamente plásticos.
Un tercero servirá para que tomemos
conciencia de la
dificultad de esclarecer el sentido de los Disparates y, a
la vez, para que, pese a ello, se advierta lo efectivo de estas
imágenes. En Modo de volar representa a un conjunto
de hombres que vuelan en el silencio de la noche; parece una
alucinación de Leonardo y no sabemos si está
parodiando algún invento de la época o si
está haciendo una referencia moral. Al
margen de estas posibilidades, y otras muchas que pueden
mencionarse, si algo llama la atención en esta estampa es
el silencio con el que esas figuras se deslizan en un paisaje
sublime, el movimiento que
imprimen a su vuelo, el caracter
lúdico que posee, sin dirección alguna…
5.3 Dibujos de Burdeos
Algunos de los dibujos que Goya hizo en estos
años o en los inmediatamente posteriores son
próximos a Los Disparates y a las Pinturas
negras, otros poseen un sentido más marcadamente
grotesco. Todos ponen de relieve la
evolución de Goya y llaman la
atención por la profunda sensación de verosimilitud
que de ellos se desprende. En Burdeos realizó dibujos que
se agrupan en dos álbumes, G y H. Con una
cantidad similar de dibujos, han sido realizados con lápiz
litográfico y lápiz negro y nos ofrecen un amplio
panorama de motivos en ocasiones callejeros, algunas veces
fantásticos, otras alegóricos. El mundo de pinturas
y estampas vuelve a estar aquí presente con una
agitación carnavalesca y un verismo notables. Aunque el
mundo nocturno es protagonista de algunos dibujos, buena parte de
ellos representan personajes que el artista podía
encontrar en las calles de Burdeos: mendigos, mutilados, figuras
deformes, diversiones callejeras, locos (o algunos que se hacen
locos), frailes y exclaustrados, beatas, refugiados, etc. Un
mundo abigarrado en el que pueden entrar en pie de igualdad
protagonistas del títere y la pantomima, como el Viejo
columpiándose (1824-28, Nueva York, Hispanic Society)
del Album H, o el mismo Goya, que se representa por un
viejo barbado que se apoya en muletas, en un dibujo que se
ha hecho célebre y en el que ha escrito:
«Aún aprendo» (1824-28, Madrid, Prado;
Álbum G).
Aún aprendía. El artista
aragonés, ya en las puertas de la muerte, continúa
avanzando en su estilo, en su lenguaje, no
repite lo que hasta entonces había hecho, no reproduce
otra vez un mundo sabido, aprende e inventa. Continúa
vivo. Si buscamos imágenes que cumplan aquellas notas que
Baudelaire propone para lo moderno -ser testimonio de la
temporalidad y, a la vez, destinadas a ser clásicas-,
aquí las tenemos.
5.4 Últimos retratos
Las Pinturas negras no son las
únicas de las que puede hablarse en esta ultima etapa de
la vida de Goya. A pesar de su edad, continuó realizando
retratos y óleos con figuras que muestran su capacidad.
Vamos referirnos a tres de ellos: María Martinez de
Puga (1824, Nueva York, col. Frick), La lechera de
Burdeos (1825-27, Madrid, Prado) y Juan Bautista de
Muguiro (1827, Madrid, Prado). De los tres, el óleo
más conocido es el de La lechera de Burdeos, que
suele mostrarse como ejemplo de la absoluta novedad en el lenguaje
pictórico de Goya y un adelanto claro del impresionismo. No
le van a la zaga los otros dos. En María Martinez de
Puga se encuentran ya prefigurados los rasgos que hacen de
Manet un pintor fundamental en el desarrollo de
la pintura del siglo XIX y, en general, de la pintura moderna.
Pero cuando se contempla en el Museo del Prado el retrato de
Juan Bautista de Muguiro, que tras la muerte del artista
compró La lechera de Burdeos a Leocadia Weiss,
asombra la frescura del trazado y la luminosidad de la pincelada.
Juan Bautista era hermano de José Francisco Muguiro,
esposo a su vez de Manuela Goicoechea, hermana mayor de la nuera
de Goya. Juan Bautista de Muguiro fue amigo de Goya en Burdeos y
en su retrato escribió el artista: «D". Juan de
Muguiro, por / su amigo Goya á los / 81 años, en
Burdeos, / Mayo de 1827». Juan Bautista de Muguiro
está representado de frente, ligeramente sesgado, sentado,
mirándonos. Llama la atención, como han
señalado muchos historiadores, la energía de este
retrato realizado por un artistas que tiene ya 81 años
pero lo que hay que destacar ahora es el modo en que han sido
pintadas las telas, el traje y la camisa, el modo en que Goya
pinta la carne, esa especial transparencia y densidad material
de las mejillas, de la piel, el modo
de pintar las manos. La levedad y, a la vez, la libertad de la
pincelada, su desenfado, como si no hiciera falta esfuerzo
alguno… Una vez más, el discurso se
niega a dar cuenta de lo que sólo puede
verse.