(Un ensayo sobre
las posibilidades de lo finito).
Por: José Guillermo Anjel
R.
Preámbulo:
Por eternidad entiendo aquel espacio imaginario
donde la nada y lo posible se unen para dividirse y multiplicarse
al infinito, para crecer y disminuirse, completarse y asumir la
posibilidad de que aún hay algo más en lo que ya no
vemos pero presentimos. La eternidad está hecha para
construir en el
conocimiento, en el atributo del entendimiento y la
extensión, como escribieras Baruj Spinoza. No para
destruirse, como sucede en la mitología azteca y en la
mentalidad latinoamericana, donde lo que está definido se
destruye cada tanto para volver a comenzar. Es que amamos el
cero, negación de toda unidad. Por eso nuestra
espacialidad es tan corta. Y nuestra eternidad tan dolorosa. Es
que nos condenamos a ser como Sísifo, unos avanzadores
cortos y repetitivos. Somos en una eternidad que aplasta y que
está presa.
En la filosofía judía, lo eterno se
mide en términos de lo que es y no es: en la nada
(ain) está el yo (aní) compartiendo
un valor similar,
pero cada uno a un lado opuesto del espejo. A la derecha o a la
izquierda, no se sabe, porque en la infinitud de lo eterno son
imposibles las direcciones. O posibles, si no se las toma como
tales. Por eternidad, entonces, entiendo un juego de
espejos y a un tigre que se mira en ellos en una
proyección sin final. Y mientras esto pasa, el tiempo no
transcurre porque ni espejo ni tigre tienen noción del
tiempo. Por
eternidad entiendo, concluyendo, el espacio de las negaciones. O
sea el espacio de lo existente (que nadie niega lo que no existe,
como dijera Einstein) en lo imaginario, esto que sigue siendo un
misterio porque le conocemos o imaginamos los principios
nuestros en ella pero nunca el final ni el inicio. Es que en la
idea de la eternidad siempre estamos partiendo y yendo hacia la
nada, que es lo desconocido, esto que aun carece de
palabras.
A Borges lo
entiendo en la ceguera, es decir, en la eternidad del no ver pero
presentir, en ese espacio no- espacio por donde vagamos aferrados
a destellos de luz, a memorias
amontonadas en los sentidos, a
recuerdos difusos que para su inventario
tenemos que ajustar con invenciones. Lo entiendo también
en la letra alef, que es la letra del silencio y la de los
opuestos, la de la creación y la de la idea de D-s. En la
destrucción no alcanzo a concebir a Borges, porque
era un hombre de
clase media y un creyente con dudas. También un enamorado
de mujeres que no alcanzaban a completarse. Situación
extraña ésta de las mujeres de Borges, mezcla de
madre y hermana, de poesía
nefanda y guía en la oscuridad. La última mujer de su vida,
lo guiaba por las calles y los interiores narrándole lo
que sucedía en esos espacios con objetos móviles e
inmóviles. Lo guiaba y él no la veía. Un
Dante porteño Borges, que
situaciones así suelen pasar en Buenos Aires y en
Ginebra. También en la torre Calata de Istambul, que
algunos confunden con un puente. Y que podría serlo, pues
la torre comunica la tierra con
el cielo y muchos, cuando la suben, se dan a esa
idea.
En Baruj Spinoza, otro habitante consciente de lo
eterno y su contraparte, la libertad
impone el límite. Y este límite es el
conocimiento, sea en la certeza o en la idea falsa, que por
el error también llegamos a la verdad. El límite es
la extensión y las cosas que la habitan, lo que debo
entender ahora para darme el valor de
continuar. Es el saber sabiendo. Y quizás, como anotaba
Borges en el prólogo del "Libro de los
"Seres Imaginarios", imaginando la magnitud y origen del
dragón, podremos descubrir la razón del universo. De este
universo que
crece cuando encontramos las palabras para designar lo que
aparece. Y que se detiene momentáneamente en la
definición. Ya, cuando se amplíe la
definición, habremos avanzado un poco más en la
conciencia del
universo y el
dragón.
Por Borges, entiendo lo que es y no es,
única posibilidad de definir la escritura. Con
base en esta premisa, asumo al Borges que me gusta, al que se
contradice sin contradecirse, que en la contradicción
está la otra cara, la que falta para crear una idea de
realidad completa; al que ve en la ceguera, al que envejece
siempre niño en la curiosidad y en el asombro. Por esto
siguió riendo y burlándose. Y burlándonos en
sus variados laberintos. De Borges se ha dicho que ha muerto,
pero de acuerdo con la filosofía de Sinoza la muerte es
una idea política y moral, no una
certeza. Política, porque un
muerto ya no está en las finalidades del Estado. Y
moral, porque
las costumbres son para los vivos. Desde nuestra finitiud
definimos la muerte como
una desaparición. Pero desde la muerte,
la muerte
tiene otra definición: es nacer para esperar otra muerte al
momento de resucitar. De aquí que los milagros en este
sentido sean crueles. Esta paradoja, que aparece en un cuento de
Isaac Bashevis Singer, demuestra nuestra limitación con
el lenguaje.
De todas maneras, no me importa si Borges ha muerto o no, que
cada vez que lo quiero oír o leer, siempre tengo sus
palabras a mi alcance. Y las palabras son la vida. Del silencio
he sabido que es ignorancia o es miedo, situaciones que crean
traidores.
Borges cuchillero.
Los sarracenos, que a más de moros eran
piratas, definían los puntos habitables de la eternidad en
el cruce de dos espadas que no paran de luchar. En cada ruido, en cada
destello nacido del golpe de los metales, ahí hay una
posibilidad de espacio, un momento, un intervalo en el movimiento,
una certidumbre. Los bereberes en cambio, no
creen en más eternidad que en la carrera de un caballo. Es
que mientras lo corren, el tiempo desaparece
y no hay noción de lo creado. Cabalgan enloquecidos sin
sentirse ni vivos ni muertos. Esos bereberes comparan a cuchillo
con el caballo: ambos son un movimiento y
un brillo. Una vida y una muerte al
mismo tiempo.
En la escritura de
Borges los cuchillos cumplen con la tarea de matar a los que ya
están muertos, que son esos ciegos que no ejercen el tacto
o los héroes que temen no lograr escapar del monumento que
les ha sido asignado. Esos cuchillos son labrados con paciencia,
dibujando el cielo y el infierno en ellos; están hechos
para el homicidio por
celos, para la pelea entre guapos y para la tentación de
asesinar. Por estos tres caminos van esos cuchillos que Borges
origina en Junín, cuando el abuelo argentino seguía
las órdenes de un dictador y de la pampa, donde la
extensión se mide con sustos. También supone un
cuchillo en el abuelo inglés,
de filo brillante y porte alargado, más para la pose que
para la acción. Con ese cuchillo se mataba a los cobardes
sin tenerlos presentes.
Esos cuchillos tienen esquinas, hombres que se
buscan por cosas de honor y palabras que definen el momento
preciso en que el cuchillo sale de la funda y rompe las carnes:
"No veo los rasgos. Veo, bajo el farol amarillo, el choque de
hombres o sombras y esa víbora, el cuchillo". Y, como
en cualquier cuento de
Horacio
Quiroga, el cuchillo es animal rápido y asustadizo que
requiere de mano firme para que no se devuelva y acabe picando al
cuchillero. Esos cuchillos (o puñales o dagas o facones,
todo depende de la circunstancia y la decoración) tienen
también silencios, abandonos y quietudes. Permanecen en la
oscuridad y el olor de un cajón de madera fina,
con todos sus pergaminos en desuso. Quizás alguno los
recuerde y venga a mirarlos, a sentirse un momento con ganas de
matar y luego, horrorizado por la intención, aparte su
vista del cuchillo y huya. Se habla de hombres que llevan
años huyendo de los cuchillos con los que se tentaron.
Otros ya no huyen, porque esos cuchillos les dieron
alcance.
Los cuchillos de Borges hacen parte del
aburrimiento, de la búsqueda de la muerte,
como pasa en Sur; y de la danza y la
lujuria, como sucede en El Hombre de la Esquina
Rosada. Es como si a través de ellos la piel cobrara
un nuevo valor y la
imaginación una dimensión distinta. Los hombres van
hacia el cuchillo y el cuchillo lo encuentra. Las citas se
cumplen, se dan los hechos, luego todo es memoria y letra
para una milonga o un tango.
También para la mazurca de un violinista polaco que estaba
ahí, donde se hacen los testigos, sin saber por
qué. O tal vez si, pero él dice que no
sabía.
Las tierras el sur son cuchilleras y ninguno
escapa a esa piel de
acero, que es
como una muchacha limpia e inocente, capaz de cualquier cosa si
la tientan como se debe. Y no existe la rabia en el cuchillo ni
el cuchillero, es cosa de hombría. De matarse para que la
selección natural se dé, es cuestión de
espacio. O para que en esta vida quede el que pierde y a la
muerte se vaya
el ganador. Es cuestión de ver. Omar Jayyám, en uno
de sus Rubayatas, decía que un hombre se
llevó a la muerte toda su
maldad. Es que quería saber si sus pecados eran capaces de
superar a la misericordia de Alá. Por demostrar poder muchos
buscan la muerte en el
cuchillo. O en el balazo, que también brilla y
rompe.
El Borges cuchillero es azaroso, esta en el azar y
en los caminos que se bifurcan, en un libro de
escritura
desconocida, en la palabra que nombra, define y se agota en la
definición y entonces se vuelve otra palabra y define y
así eternamente: son las cuchilladas que se le dan a la
eternidad a ver si revienta. Si esto pasa, la eternidad existe.
Si no, las cuchilladas se dieron mal. Faltó estilo,
hombría, motivos en la sangre. Los
cuchilleros juegan con Dios al ajedrez. Y en
el movimiento
menos pensado, en ese que no estaba en la jugada, reculan, se
amarran el poncho en el brazo y luego todo es como una noche con
estrellas fugaces. De esos brillos rápidos que han cruzado
el espacio no se ha sabido la suerte. Tampoco se ha sabido
qué sucedió con el cuchillero o con Dios. Los ateos
dicen que Dios llevó la peor parte. Los creyentes,
mantienen la esperanza de que esto sea mentira. Algún
filósofo de esquina, para mantenerse en la
conversación, dirá: Si Dios ataca, no es Dios. Y si
se defiende tampoco. Digamos entonces que los cuchilleros no
buscan a Dios sino a los que se creen protegidos por Él.
Entonces la lucha es entre una duda y una fe. Ya esas dos cosas
justifican el azar.
Los cuchillos borgianos son de acero de Toledo y
tienen la hoja ancha. No son estiletes ni dagas renacentistas. Y
los dedos de los hombres que los trabajaron son negros y flacos,
es para que no haya confusiones. De los ojos del puñal no
habla, así justifica que ataque por instinto. Como sucede
tanto.
Del Borges Buenos
Aires:
Alejo Carpentier, escribió El Concierto
Barroco intentando describir a la ciudad. En esos conciertos
barrocos, donde estuvieron presentes y como intérpretes
Vivaldi y Scarlatti, Locatelli, Manfredini etc., el desorden y el
desaseo, los gritos y las lujurias cortas, los juegos con
barajas marcadas y los acuchillamientos eran parte del
espectáculo al que asistían los actores, que
tratando de actuar acababan asistiendo a la actuación de
los asistentes, que rara vez eran espectadores. Sólo los
muy grandes y pacientes de estos intérpretes lograron
interesar a esa gleba que iba al concierto a no ver sino a verse
en un concierto. El concierto barroco es la
ciudad en desorden, la que permite un inventario de
imaginaciones, la descripción de objetos mestizos y la
ruptura constante de la realidad. Es el realismo
mágico, la lucha contra el sol y los
confinamientos. Es el ruido y la
furia, no vista a través del Benjy faulkneriano sino del
que se busca sin encontrarse. O del que huye de sí mismo,
cosa muy común entre los descendientes de piratas y de
milagreros, de mujeres que no tuvieron más que carne y de
hombres tímidos que arreglaban relojes y escaparates. Esta
ciudad carpenteriana no es Buenos
Aires.
Buenos Aires son cuatro ciudades leídas: la
de Manuel Mujica Laínez, que está hecha de historia; la de Leopoldo
Marechal que se hizo en desmesuras, la de Cortázar que se
lee desde París y la de Borges, que está hecha de
palabras y memorias
laberínticas. El resto de la ciudad es el fin del mundo,
donde todo está presente para el juicio y para los
movimientos de dos que se aman entre los pasos de un tango. Buenos Aires es
la ciudad de los espacios y de las especies, de los lectores y
los detenidos en el tiempo. Es una
ciudad donde todo es posible porque realmente es eterna. Es que
allí están todos lo hombres de la tierra, con
sus músicas y ansiedades, con sus esperanzas y sus miedos,
todos acreditando memoria y
tratando de legitimar mentiras. Es una ciudad que tiene su origen
en los desplazados de la tierra, en
los empujados por el hambre y por los miedos, por las furias del
viento y por los silencios. Es que hay gente que llega callada,
sin palabras, así no los determina nadie. Y así
viven hasta que se citan con la muerte y se van
juntos.
El Borges Buenos Aires, el
que ajusta el cuadrante de la rosa de los vientos, lo
sitúo al norte más cercano del sur, donde
están los límites entre la civilización y la
barbarie. Está en Palermo, cerca al mar, a San Isidro y El
tigre, donde queda el delta. En Palermo, donde si sitúa
Borges cuando escribe su Fundación Mítica de
Buenos Aires, podría vivir Dios. Allí todo es
amplio y verde, con animales como en
el arca de Noáj y gente que camina en parejas.
También tienen asiento allí muchos consultorios de
siquiatras. Es un barrio silencioso y largo, salvo en los
días cuando juega el River. En el mar, está el
diablo. Es que por allí llegaban los ingleses. Ya, en san
Isidro, es como iniciarse en la eternidad, que en ese sitio se
existe y no se existe. Hay ángeles y demonios y
también gente que no cree en ellos. Y en El Tigre, en el
mercado de
Frutos, donde los días son según las aguas del
delta. No tendría una definición para El Tigre,
así como Borges tampoco la tuvo para sus tigres. En este
punto de la brújula, que es un laberinto, Borges asume su
oficio de develador de objetos escondidos. Es que nada aflora
allí, hay que descubrirlo. Y esos objetos (donde en
términos de Spinoza la belleza es un efecto sobre el
espectador) que no son por las formas sino por la memoria,
como deben ser las cosas si buscamos en ellas al hombre que las
hizo y a nuestro papel en esa
hechura.
Sin embargo Borges, como el universo, se
expande y se contrae. Entonces también lo ubico en el
Centro de Buenos Aires, en
la calle Florida, una calle no muy larga y con más
señoras gordas que flacas. Y con más alemanes e
ingleses que italianos. Y si no en los cuerpos, en los recuerdos,
que son más poderosos y difíciles de matar. Desde
esa calle, que acaba o termina en la plaza San Martín y la
estación de Retiro (donde según una canción
que le oí a Susana Rinaldi, hubo un palenque de negros),
veo a Borges desplazándose como una mancha de aceite que
cubre desde el Once hasta la Biblioteca
Nacional. Lo presiento ahí hinchándose de memorias
europeas y judías, persas y españolas. Y, como
cualquier mago que ejerce cerca del Obelisco, sacando de la boca
historias asombrosas y maravillosas que reposaban en algún
libro infinito
y olvidado, infame para muchos y para otros su única
certidumbre. A Borges lo veo como a una paloma mensajera que
lleva historias de una azotea a otra, desde la ventana de
algún alquimista hasta la puerta de un ensimismado. Y por
esta razón no está en buenos aire sino en el
mundo, en la tierra y en
las disquisiciones, que no son especulaciones sino
comprensión de lo hasta ahora incomprensible. Borges es un
definidor y esto lo hace odiable. Los hombres que definen limitan
y obligan a la certidumbre, y esto molesta al no sabe
quién es, al que vive tragedias ajenas, al que piensa en
salir y mientras lo intenta distribuye información de otros, perdiéndose
aún más. Cerrándose la puerta. Borges,
entonces, es la escritura de
una Buenos Aires inmensa que admite definiciones desde la
poesía,
los relatos, las conferencias y los ensayos. De
una Buenos Aires que requiere ser hablada y racionalizada,
inventariada e imaginada, que está situada en el mito, donde
todo espacio y todo tiempo son improbables. Sólo de esta
manera se está tranquilo en el
laberinto.
El Borges Buenos Aires da cuenta del pensamiento
del hombre en sus
aciertos y demencias. De ese hombre que son
todos en Buenos Aires porque allí está la suma
humana, el cosmopolitismo, la tierra que
se levanta en la mañana y en la noche. Y esa ciudad
borgiana o ese Borges ciudadano, solo es entendible en el Alef,
letra esta que simboliza los opuestos, única forma de
pensar encontrada hasta el momento. Es que los opuestos, lo negro
y lo blanco, lo gordo y lo flaco, lo macho y lo hembra etc., nos
hacen la vida y el entendimiento. Y aunque en la eternidad no
existen, si se dan en los límites nuestros. Así nos
medimos para alegría o tragedia. O para nada, como
también sucede. Basta con saber que a muchos la música de Piazzolla
les llega cuando están dormidos. Los toca pero no los
asombra.
En Buenos Aires lo insólito y lo
extraordinario son en Borges, que trasciende la anécdota y
se involucra en la metáfora. En esa metáfora que
genera otra metáfora y otra y así infinitamente
porque el hombre no
para de construir cuando parte de unos principios
firmes, de unas definiciones claras, de una identidad a la
que no le tiene miedo porque la ama. Yo, a Borges, lo veo
dominando la ceguera, vagando por ella como si fuera por dentro
de un fantasma conocido y extraordinario, dispuesto a los
pensamientos más inverosímiles, iluminado con
la memoria
suya y la de otros, siendo en esas memoras ajenas porque
encontró las conexiones sin preocuparse de sí eran
ciertas o falsas. Esta es la certeza de Borges, que
entendió los puestos. Y se amó con ellos como un
amante reciente, sin preocuparse de moralidades para dejar fluir
a la escritura. En
estas Buenos Aires Borges (Borges es un adjetivo), la lectura de
la ciudad se hace desde un Sinoza óptico, desde una viuda
china, desde
un matemático confuso, desde un minotáuro
confundido por Dante (para el italiano el minotáuro
tenía cara de hombre y cuerpo de toro), desde Billy the
Kid el famoso asesino con cara de niño que le obedece a la
mamá, desde dos muertos penando por su puta y su guitarra.
Desde Borges, la ciudad está escrita en germano inicial,
en galés, en arameo cabalístico, en castellano
malevo. Y en lunfardo, que es la lengua que no
conocieron los constructores de la torre de Babel. Y
también en un inglés
perfecto y newtoniano, de ese que se habla a las cinco de la
tarde, delante de un té y entre solteronas ilustradas. Y
que permite la lógica
de las leyes
inmutables.
Esa Buenos Aires Borges, conformada por lo
escondido e inevitable, por esto que yace ya en los libros (que
guardan la memoria y
la imaginación) me ubica siempre en la ciudad porque lea
lo que lea, por inverosímil que sea, siempre me conduce a
Buenos Aires. Y Buenos Aires es toda la tierra, el
resto, como decía Rabí Hillel, son comentarios.
Muchos odian a Borges porque les convirtió sus
posibilidades en meras acotaciones, en citas y complementos a lo
que contiene esa biblioteca enorme
y circular que concibió y donde estaría situado el
centro de la eternidad. Una Biblioteca
memoriosa, imposible de quemar porque ya está en la
sangre y en
cada percepción
que tengamos del mundo. Klein, el personaje de Elías
Cannetti en Auto de Fe, quema su biblioteca
buscando romper el orden del universo, pero ha
sido en vano, ya la tenía leída. Buenos Aires es
una gran biblioteca que se
lee en cada cara, en cada gesto, en cada angustia, en cada
desespero, en cada alegría y en cada ilusión. Es
que es una Buenos Aires Borges, calificativo que traduce todas
las lecturas iniciales. Lo que sigue, son meras ampliaciones.
Esto se sabía en Alejandría, por eso esa biblioteca
fue quemada tres veces en vano. Imposible quemar lo que ya hace
parte de la memoria del
hombre, que antes de que contener respuestas lo que contiene son
preguntas. Así entiendo a la Buenos Aires Borges, como una
pregunta (como un contingente en la duda). O sea, como un inicio
de más conocimiento.
Y esta Buenos Aires Borges es cualquier ciudad donde se practique
la escritura, que es el ejercicio del hombre que escribe el
libro que
quisiera estar leyendo, ese donde habita con sus certidumbres y
fantasmas (que no son sólo espantos). Y con sus
sueños de imposibles, los que admiten más palabras
y definiciones en la palabra y definición primera, es
decir, las que me permiten alargar la mano y la sombra, como
hacen los derviches con sus danzas de primavera, cuando se
convierten en la contracción a’l, que es
cuando Alá llega hasta los creyentes a través de
los derviches, proveyendo la tierra de
dones y de imaginaciones, que son letras para ese ejercicio
infinito del álgebra.
Borges y la eternidad que se
construye.
No hay nada nuevo bajo el sol, dice el
proverbio de Shlomó ha mélej ben David
(Salomón el rey, hijo de David) para que se sepa que no
nació de la incertidumbre sino que ya existía en el
pasado, en los muertos de antes de él. Bajo el sol
está lo que vemos y lo que no vemos, pero que está
ahí y sigue invisible hasta que quitemos de encima la
noche cerrada que se le cierne encima. Si no fuera de esta
manera, la inteligencia
no tendría sentido (intus légere, leer al
interior). Y eso que no vemos, es lo que nos hace eternos, que la
eternidad es el
conocimiento que falta, son las palabras que todavía
no existen, son los parecidos que no hemos encontrado. La
eternidad no es un vacío sino un libro
infinito. Y esta fue la intención de Borges, la de
decirnos que ese libro existe y de que en ese libro debemos ir
acotando con la paciencia y el arte de un
copista. Los copistas memorizaban en letras, luego aportaban su
acotación con dibujos o con
letras más pequeñas. Escribían los textos en
dos direcciones, en la evidente, la que era y no podía ser
otra porque era causa necesaria, y en la imaginación, el
nuevo conocimiento
adquirido con base en la memoria
copiada. Eran unos constructores y unos arquitectos ordenados y
precisos. Por esto, como las salamandras. Resisten todos los
fuegos y pasan por ellos sin quemarse. Los griegos adoraron a las
salamandras porque estos animales se
burlaban del cuarto elemento no creyendo en él. Y como la
salamandra no le teme al fuego, entonces entendieron que era
superior al hombre. A esto llevó la curiosidad de los
griegos, a ver y a imaginar.
La eternidad se construye con poesía
(poeía, creación), con ensayos
(análisis de la realidad) y con mentiras
(historias falsas, pero creíbles porque están
dentro de lo factible imaginado o por imaginar). Sobre todo con
mentiras, porque no nos queda otra opción. En otros
términos, sólo a través de la literatura podemos entender
la eternidad, que el resto de oficios del hombre la limitan,
excepto las matemáticas que es el mejor de los cuentos
contados. Tanto que creemos en ellas sin que nos asista la duda.
Y como sólo en lo matemático es probable el mundo,
me atrevo a pensar que entonces el mundo no existe sino que es
una imaginación que tenemos de él. Si esto es una
certeza, como algunos filósofos lo han tratado de demostrar,
somos en un libro que Dios está escribiendo. El problema
es que no sabemos en qué capítulo va el libro ni
qué resolución tendrá el argumento. Para
defendernos de esta posibilidad, construimos una eternidad que
seguramente no es pero con la que Dios no contaba. Y, en
términos de Spinoza, donde en Dios no hay
contradicción y por eso tampoco la hay en sus criaturas,
Dios tendrá que insertar nuestra noción de
eternidad en el concepto que
él tiene de lo eterno. De esta manera le hemos ganado una
partida a Dios, pues para que la eternidad exista tendrá
que aceptar lo que nosotros creemos que es: una
imaginación.
Borges, como Marcel Schowb, fue un gran
imaginador, entendiendo por imaginador aquel que concibe una idea
y luego la ubica en alguna forma de certeza; porque el que
concibe una idea y no es capaz de hacerla realidad, no ha tenido
una idea sino un desespero (algo sin esperanza, una muerte). Y
para construir su imaginario, su única realidad posible
(somos en la poesía
que hagamos de nosotros), Borges recurrió a la poesía,
que es donde comienzan las definiciones. De acuerdo con Aristóteles, antes que sentidos tenemos
sentimientos. Sentimos y después definimos, después
la definición la apresamos en palabra. Toda poesía
es una palabra, la del final. Y ese es el inicio, a partir de
ahí ya nada nos detiene en la percepción
de lo eterno. De esta manera, los hombres del desierto,
concibieron el cielo y la música, esos espacios
imposibles de medir. Abu Alí Ibn Sina (conocido en
occidente como Avicena), fue primero poeta, después
médico y sabio y al final filósofo. Y cuando
murió se le había acabado el miedo. Y este es
quizás el modelo inicial
que toma Borges para entender los caminos hacia lo inapreciable.
Todo hay que concebirlo, todo hay que entenderlo, todo hay que
mentirlo para que en esa mentira nos encontremos con la verdad
posible al conocimiento
que tenemos. Verdad posible, porque si hubieran verdades
absolutas ya no habría que conocer más, lo que es
imposible si pensamos en términos de eternidad, donde todo
falta por conocer.
Borges es poeta, pero también un analista
de la realidad objetiva o sea un estudioso de otras realidades.
La realidad subjetiva es un poema, la suma de las realidades
subjetivas de otros, es la realidad objetiva, la que nos permite
compararnos y, a través de esta tolerancia
(conocimiento)
crecer en y desde el otro. La intolerancia es ignorancia, es la
definición inicial, la encontrada por azar. Y desde este
análisis, donde asume lo judío, lo
islámico, lo celta, lo germánico, lo chino y lo
cristiano (Borges es el primero en Latinoamérica que hace
este trabajo) descubre que habitamos lo maravilloso, lo
extraordinario, lo que somos en el prisma humano, en esto
único que es la base para el entendimiento de lo eterno.
Por eso a él no se le escapan las realidades de
Maimónides ni las de Ibn Gabirol, las de Lao Tsé ni
Pierre Menard. Todo es importante porque está en lo
posible. Todo es extraordinario porque se manifiesta en lo
imposible, en el mito, esto que
entendemos cerrando los ojos y teniendo el valor de
asumir el olvido. Hasta la novela negra
es un punto de referencia, pues ahí están los
crímenes que el hombre no
comete pero que sabe muy bien cómo cometerlos. Y luego de
este análisis de la realidades ajenas, de donde
sale enriquecido, Borges asume el relato o sea la
invención que se construye en si misma, que es la suma de
las definiciones iniciales y de las propuestas exteriores.
Allí, en el relato, todo se enriquece, todo se pule, todo
se hace posible para asumir la mentira cierta, es decir, la
imaginación en la que no nos equivocamos porque todos los
elementos de los que está compuesta son claros, tanto en
los sonidos como en la exposición gramatical. En este
punto, Borges se habría burlado de los lingüistas
que, buscando la estructura del
discurso y sus
posibilidades de agotamiento, se ven impedidos para imaginar. Y
creo que llegaría a esta conclusión porque, cuando
se analiza algo en crecimiento como si fuera una obra terminada,
toda conclusión es falsa. Es que no hay discursos
terminados, sólo hay discursos que
se están elaborando. Y los habrá siempre, mientras
sigamos percibiendo la eternidad en térmicos de
imaginación, que es lo único que podemos
hacer.
En esta construcción de la eternidad, que existe
como estructura
pero que se nos va develando en la medida en que la conocemos,
vamos por ella como si estuviéramos levantando una
sábana y mirando lo que hay por debajo, Borges no
asumió la novela ni el
tratado largo. Todo en Borges es corto y en esto se muestra como un
buen alumno de Wittgenstein, quien decía que si alguien
para describir a la conciencia
necesitaba 500 páginas, esto se debía a que no
tenía claro que era la conciencia. Y una
historia no
está completa por su extensión sino por sus
conexiones. Si todo lo que se quiere contar está
debidamente conectado, un relato puede ser una frase que implique
un sujeto en una acción y la legitimidad de esa
acción, es decir, en un sujeto, un verbo y un predicado.
Para llegar al relato en una frase hay que conocer muy bien el
mundo y saber qué está pensando y pasando en ese
momento. Es que el hombre
admite la certeza cuando es la suma correcta entre el pasado y el
futuro. Cuando le toca el yo, que es real e imaginario, que
recuerda y olvida porque sueña. Cada definición
exige su extensión. Pasa como con el sol en los
días de invierno y de verano. También con la luna,
que es luna mientras se hace y se deshace.
Conclusión en
Borges:
Borges no es una verdad, es parte de la realidad
objetiva. Es un personaje que admite invenciones. Y si lo
inventamos, estaría satisfecho, ese era uno de sus
sueños. Pero no al azar ni por instinto. Por instinto,
como decía al inicio, atacan y se justifican los
cuchillos. A Borges hay que crearlo en la búsqueda, desde
el laberinto, simulación
gráfica de la eternidad. Desde un laberinto tridimensional
y con espejos, plagado de tigres y de palabras escritas y
definidas, con espacio para las acotaciones y las imaginaciones.
Y los vamos a buscar partiendo de sus fabulaciones, de sus
vikingos de palabra imposible y brazo fuerte, capaces de hacer un
poema en sus lápidas, cuando ya toda definición es
vana para el muerto. Desde Alejandría, donde hay un faro
que ilumina el mar y escribe leyendas con
esa luz sobre las
olas. Desde los zocos de las ciudades islámicas, donde
entre los peroles y los mapas que no
conducen a ninguna parte dos derviches juegan ajedrez
moviendo sus sombras. Desde una judería, donde un
judío expulsado de la sinagoga se hace el que pule lentes
pero en verdad habla con Dios y no se lo dice a nadie para no
crear más escándalo. Desde el cielo y el infierno,
desde dos que se acuchillan, desde que uno que copia el Quijote
creyendo que lo escribe, desde la ceguera que es donde más
se imagina. A Borges hay que buscarlo en la universalidad, en lo
que ha producido y mentido la tierra, en los
amores y en los odios, en una ciudad con hombres de todos los
lugares. Y cuando creemos la Buenos Aires necesaria, los vamos a
encontrar. No importa cómo sea, que al concebirlo ya de
alguna manera existe. Como en el argumento de san Anselmo, basta
pensar que hay un ser que no se equivoca. Así sea y se
equivoque. Yo creo que cuando uno cree todo el tiempo en sus
equivocaciones termina acertando. Algo así pensó
Sartre cuando
santificó Jean Genet, que se hizo santo porque
vivió la maldad todo el tiempo, sin miedo. Le hubiera
bastado un arrepentimiento mínimo para salir del
santoral.
Y cuando inventemos al Borges que nos gusta, ese
que mejor nos miente, construiremos sobre él hasta
olvidarlo y no tener más concepción de él.
Así, ubicándolo en la eternidad, habremos dado otro
paso en lo indecible. Y con aquello que encontremos, elaboraremos
palabras y la poesía nacerá. El resto es la
definición, los comentarios, las mentiras renovadas, en
fin, esa metáfora que se multiplica en el infinito cada
vez más igual y cada vez más distinta. Es que
así no nos perdemos.
Escrito en Medellín después de una
semana de soles, una tarde que presagiaba
lluvia.
Autor:
Jose Guillermo Angel